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lunes, 24 de octubre de 2011

Ausencia de todo pecado en la Madre de Dios


Enseñanza de la Fe. Explicaciones dadas por los teólogos.
En cuanto al fondo, los principales maestros están de acuerdo en la interpretación de este privilegio.
I. Si plugo a Dios obrar la maravilla de que María entrase inmaculada en este mundo, cuando es así que el contagio del pecado mancha a todos los hijos de Adán al entrar en la vida, de cierto no lo hizo para dejar que después se manchase con alguna falta personal pecaminosa. En María nunca hubo pecado. He aquí un privilegio especialísimo suyo (Conc. Trident., sess. 6, can. 23). Cuando todos los Santos y Santas, si fueran preguntados durante su vida mortal si tenían pecado o no, deberían responder unánimemente: "Si dijéramos que no tenemos pecado, nos engañaríamos y la verdad no estaría en nosotros" (I Joaq., I. 8). María con ser tanta su humildad, no hubiera podido unirse a esta confesión universal. "Es que Ella, cuando es cuestión de pecado, constituye una excepción necesaria, y esto por el honor de su Hijo" (San August., de Natura et Gratia, o. 86, n. 42. P. L. XLIV, 267).
Sería inútil y enojoso trasladar aquí todos los testimonios emitidos es favor de esta incomparable pureza del alma de María, como quiera que la Iglesia toda nunca tuvo más que una voz para proclamarla. Y si se presentase un innovador tan temerario que, con loca osadía, se atreviese a imputar a la Santísima Virgen la más pequeña mancha, de nuevo se levantaría para protestar con la voz de los Santos Padres, de las Liturgias, de los Santos y de todo el pueblo fiel contra semejante imputación, como contra la más horrible de las blasfemias, y el autor eclesiástico que mereció que sus obras se atribuyesen, en pasados tiempos, al gran Obispo de Hipona, repetiría lo mismo que respondió a los maniqueos cuando pretendían que el Verbo no pudo nacer, sin mancharse, de una mujer: "Oye, maniqueo, oye lo que te dice Dios, Creador del hombre e Hijo del hombre: Esta madre de la que yo nací, hícela yo mismo; este camino por donde pasé para venir al mundo, yo mismo lo preparé. Maniqueo, la que tú rebajas es mi Madre, y yo la hice con mi propia mano" (Tract. advers. haeres. quinqué, c. 7, en otro tiempo atribuida a San Agustín P. L., XLII, 1.107).
Los teólogos, resumiendo el pensamiento de la Iglesia y de los Santos Padres, han dado hermosísimas y muy sólidas razones para explicar esta pureza singular, que nunca fue empañada ni por sombra de pecado. Ninguna de estas razones deja de referirse a la maternidad divina. Las más de ellas quedaron ya expuestas al hablar de la Concepción inmaculada de María y al asentar los principios y reglas con que debemos juzgar de sus prerrogativas.
Al exponer la primera regla decíamos que es privilegio incontestable de la Madre de Dios el poseer todos los dones de gracia otorgados por la divina liberalidad a los hijos de Dios. A la luz de este primer principio levantamos nuestros ojos hacia el Cielo y, viendo delante de Dios, tres veces Santo, millones de espíritus angélicos que jamás pecaron, resueltamente afirmamos que así fue también la inocencia de la Madre de Dios.
Cuando Dios llama a una criatura a un señalado oficio en su reino, la enriquece con las cualidades necesarias para que lo desempeñe dignamente, y si es cuestión de la Madre de Dios, una segunda regla nos advierte que debemos considerar como necesario todo don que sea verdaderamente conveniente a su maternidad. "Ahora bien —concluye Santo Tomás—; María no hubiera sido nunca digna Madre de Dios si hubiese cometido un solo pecado. Lo primero, porque, de la misma manera que el honor de los padres redunda en los hijos, según se lee en el libro de los Proverbios (XVII. 6), así también redunda en los hijos la afrenta de la madre. Lo segundo, porque habiendo Cristo recibido de Ella su carne, entre los dos se formó el más estrecho parentesco y una singularísima alianza. Pero, como está escrito en el capítulo VI de la Epístola a los corintios, "¿qué unión puede haber entre Cristo y Belial?" Por último, Cristo, Hijo de Dios, hizo en María particularísima estancia, residiendo no sólo en su alma, sino también en su seno virginal. Ahora bien; en el capítulo primero de la Sabiduría, se lee: "La Sabiduría no entrará en el alma perversa y no habitará en el cuerpo sujeto al pecado" (Sap., I, 4). Ved por qué se ha de decir simplemente que la Bienaventurada Virgen María no cometió ningún pecado actual, ni mortal ni venial, para que en Ella se cumpliese esta sentencia del Cantar de los Cantares (Cant., IV, 7): "Eres toda hermosa, amada mía, y no hay mancha en ti" (San Thom., 3 p. q. 27 a. 4).
El Doctor Angélico se contenta con indicar brevemente estas tres razones, pues no acostumbra a extenderse en largas consideraciones. Nosotros le imitaremos en esta ocasión; cuanto más, que ya otras veces hemos expuesto ideas semejantes.

II. María, pues, vivió sin pecado (Podría preguntarse si era cosa conveniente, dada la perfección de su inocencia, que la Santísima Virgen recitase las palabras de la Oración Dominical: "Perdónanos nuestras deudas..." La respuesta debería ser negativa si esta oración se enderezase únicamente al bien de quien la reza. Pero el mismo texto nos advierte que la súplica se extiende a nuestro prójimo. No decimos "Padre mío", sino "Padre nuestro"; no decimos "Dame", sino "Danos", y es que el Señor y Maestro de la unidad no quiso que orásemos cada uno por sí solo, sino cada uno por sí y por todos, porque él mismo nos llevó a todos en su unidad. (San Cyprian., L. de Orat. Dominic., n. 8. P. T.. 524). Como consecuencia del mismo pensamiento, el opúsculo acerca de la Oración Dominical, inserto entre las obras de Santo Tomás de Aquino, permite que aquel que todavía no ha perdonado a su enemigo pueda decir: "Como nosotros perdonamos..." "No miente—dice el autor—porque no tanto ora en su nombre cuanto en el de la Iglesia, como quiera que la petición se hace en plural."). Así lo pedía su condición de Madre de Dios. Fue la Santísima Virgen confirmada en gracia; mas no sólo con una confirmación común, es decir, con aquella que excluye toda falta grave, y aun toda falta plenamente deliberada, sino con una confirmación total, es decir, con aquella que no admita absolutamente falta alguna. Hasta aquí, todos los maestros de la Teología están de acuerdo; todos atribuyen a María el privilegio de la impecancia (Los teólogos expresan con esta palabra el hecho de no pecar nunca). Cuando comienza alguna divergencia de ideas, más aparente que real, es cuando se trata de explicar distintamente la diferencia, generalmente admitida por todos, entre la impecancia que la Virgen tuvo antes de ser Madre de Dios y la que tuvo siendo ya Madre de Dios; entre otros términos: entre la primera santificación y la segunda.
No hay controversia respecto del tiempo que precedió a la Encarnación del Verbo. Antes de concebir, María no pecó; pero, en alguna manera, podía pecar. Según el sentir general de los teólogos, tres cosas concurrían a guardarla pura y limpia de todo pecado y de toda imperfección estrictamente dicha: la sobre abundancia de la gracia interior, que la inclinaba poderosamente hacia el bien; la ausencia absoluta de toda concupiscencia actual, es decir, de todo impulso desordenado hacia las cosas sensibles, y, por último, la asistencia exterior con que la rodeaba el poder y el amor de aquel que había de ser su Hijo (San Thom., in III, D. 3, q. 1, a. 2, sol. 2 ; 8 p., q. 25, a. 4, ad 1 ; a. 5, ad. 2). Si consideramos que la mayor parte de nuestras faltas tienen su primera fuente en los incentivos de nuestras facultades sensibles y de nuestras pasiones más o menos rebeldes; si, además, meditamos cuán grande barrera opone a cualquiera violación de la ley divina la unión perfectísima y continua de un alma con su Dios, con facilidad entenderemos que las avenidas por donde el pecado podía tener acceso al corazón de la Santísima Virgen estaban todas cerradas.
Sin embargo, el ejemplo de los ángeles del cielo, que aunque desde su creación estaban enriquecidos con una gracia perfectísima, y aunque les era desconocida experimentalmente la rebeldía de la carne y de los sentidos contra la ley del espíritu, cayeron; este ejemplo, repetimos, nos enseña que ni la plenitud de la gracia inicial, ni la ausencia, más aún, ni imposibilidad de la lucha entre un ser inferior y la razón, esclarecida con los esplendores de la fe, eran bastante para salvaguardar en absoluto a María contra todo peligro de pecar y contra todo desfallecimiento moral. Hay otras tentaciones, fuera de aquellas que provienen de los sentidos, y allí donde los atractivos de las cosas bajas no tienen fuerzas, el orgullo y los vicios que ello engendra pueden acometer a las almas y separarlas de Dios. De aquí la necesidad de una asistencia exterior que completase los principios de resistencia depositados de manera permanente en el alma de María; asistencia que se manifestaba, ora por el alejamiento providencial de los peligros de fuera, ora por la abundancia de gracias actuales, iluminaciones de la inteligencia, piadosas y saludables nociones de la voluntad. De manera que María vivía, bajo la acción del Espíritu Santo, como sumergida en una atmósfera de pureza y santidad, inmaculada en su crecimiento como lo había sido en su primer origen (Cf. Suárez, de Myster. vitae Christi. D. 4, s. 4).

III. Como ya advertimos, hasta aquí no hay desacuerdo entre los teólogos. Y todos también unánimemente confiesan que desde la concepción del Hijo de Dios, la Bienaventurada Virgen fue aún más incapaz de cometer la menor falta; la controversia versa acerca de la calificación de esta creciente incapacidad. Los teólogos del siglo XIII, Santo Tomás, San Buenaventura, Alejandro de Hales y sus discípulos, estiman que desde aquel momento la impecancia se convirtió en verdadera impecabilidad (Este sentir hállase ya expresado desde el siglo XII, como lo testifica este pasaje de Ricardo de San Víctor. "Ab útero egressa nec mortale unquam nec veníale commisit. Et ante concentionem quidem Filii Dei pritis per gratiam custodita est a pecatis; post hanc vero ita confirmata est ex virtute Altisi, obrumbrata et roborata, ut peccatum omnino committere non potuerit. Ex quo templum Dei facta est, ita prívilegiata est ut nullatenus aliqua macula poluerit deturpari." (Richard, a S. Vict.. in Cantic. c. 26. P. L., CXCVI, 482). Hasta aquel momento, María, por más santa, pura e inocente que fuese, podía pecar; desde aquel momento no tuvo ya este poder. Sin embargo, esta impecabilidad no era aún la imposibilidad radical de pecar de que gozan los Santos del Cielo por la visión intuitiva de la soberana bondad y hermosura. ¿Qué era, pues? Una imposibilidad moral, como intermedia entre la impecancia antecedente de la Virgen y la impecabilidad propia de los comprensores (Signifícase con este nombre a los santos que ya gozan de la vista de Dios), porque ésta es absoluta.
Dejemos hablar a Santo Tomás de Aquino: "El poder de pecar puede perderse de dos maneras: o bien porque el libre albedrío se une inmediatamente a su fin último, el cual de tal modo llena su capacidad, que ningún defecto pueda ya darse en él, y esto es lo que pasa en la gloria..., o bien porque la gracia entre en el alma con tal sobreabundancia, que excluya de ello todo defecto. Y esto fue lo que acaeció en la Bienaventurada Virgen cuando concibió al Verbo de Dios, aunque quedó aun en estado de vía" (San Thom., III Sent., D. 3., q. 1, a. 2, col. 3, ad 2 et in corp).
Casi en los mismos términos se expresa San Buenaventura: "Que la impotencia de pecar sea privilegio de los comprensores, nada tan verdadero, si se atiende a la ley común. Pero nada impide que Dios conceda a alguna criatura la gracia espiritual que de ordinario reserva para la Patria, sobre todo a aquella criatura que, aun viviendo en la tierra, era ya la Reina de aquellos que triunfan en los cielos" (in III Sent., D. 3, p. 1, a. 2, q. 3, ad 4). Y en otro lugar: "La gloriosísima Virgen, al concebir al Hijo de Dios, quedó impotente para pecar; no porque en aquel momento perdiese potencia alguna, sino porque, de una parte, su poder quedó inmovilizado en el bien, y por otra parte, fue suprimido todo defecto" (Idem, ibíd., p. 1, a. 1, q. 3). "La Bienaventurada Virgen —había escrito antes Alejandro de Hales, maestro de San Buenaventura—, de tal manera fue despojada, en su segunda santificación, del poder de pecar, que desde entonces fue para su libre albedrío una necesidad el no cometer ningún pecado" (Alex. Halens., 3 p., q. 9, m. 3, a. 2).
Quisiéramos poder decir con certeza y claridad de dónde provino a María, según estos ilustres doctores, un alejamiento tan grande del pecado, que vino a convertirse en imposibilidad de cometerlo. En sus escritos sólo aparecen dos razones principales: en primer lugar, la extinción total del fuego de la concupiscencia o, en otras palabras, el don de la integridad, que Nuestro Señor comunicó por vez primera a María cuando fue constituida actualmente Madre de Dios. Hasta aquel momento, María no sentía los efectos de la concupiscencia; pero las facultades inferiores no estaban aún totalmente subordinadas en Ella al imperio del espíritu. El enemigo estaba encadenado, postrado en tierra, de manera que no podía dañar; pero no había sido exterminado. Explícase, pues, perfectamente que Jesucristo, destruyendo radicalmente en su Madre, al ser engendrado por Ella, la causa más general de nuestras faltas, disminúyese en la misma proporción el poder que Ella tenía de pecar.
Añádase a esto la inefable sobreabundancia de gracias que debió de recibir María a la entrada de Aquel que venía a Ella lleno de gracia y de verdad (San Thom., 3 p. q. 27, a.5, ad 2); añádase, asimismo, que desde entonces el Espíritu Santo y santificador moró más íntimamente en su alma y en su cuerpo, y se entenderá mejor cómo esta Bienaventurada Madre fue desde aquel punto constituida, por estos tres títulos, en un cierto estado de impecabilidad, sin que fuese necesaria toda aquella asistencia exterior que se requería antes de la concepción del Hijo de Dios. Este es, a lo que se nos alcanza, el parecer de los antiguos maestros de la doctrina teológica.
Los teólogos más cercanos a nosotros, y nos referimos a los que profesaban la Concepción inmaculada de María, no admiten la impecabilidad, ni siquiera después que María concibió por obra del Espíritu Santo. Si no miramos más que a sus perfecciones intrínsecas —escribe Suárez, el más ilustre de estos teólogos—, María podía pecar después de su segunda santificación, del mismo modo que después de la primera. Así que, prescindiendo de la asistencia divina que perpetuamente la mantenía dentro de la regla, aunque sin violentar su libertad, María tenía el poder de pecar; pero un poder que, de hecho, no pudo en ningún tiempo y por ninguna causa pasar al acto, por razón de los auxilios eficacísimos con que esta divina Madre estaba, por dentro y por fuera, constantemente prevenida y rodeada.
¿De manera que ni la presencia del Verbo encarnado en su seno, ni la admirable efusión del Espíritu Santo que descendió sobre Ella, sirvieron nada para aumentar la incompatibilidad de la Virgen con el pecado? El sabio teólogo no se aviene a admitirlo. Disminuyó la necesidad de los auxilios exteriores, aumentando la plenitud de los dones interiores, y, sobre todo, acrecentó y robusteció los títulos al privilegio extraordinario que la confirmaba irrevocablemente en el bien. En efecto, antes de concebir a Dios hecho hombre, estos títulos se fundaban en la preordinación que la llamaba y la preparaba para que fuese su Madre: después que lo hubo concebido en sus castas entrañas, María llevaba en sí misma, con Él, la dignidad singular a la que este privilegio se debía, por decirlo así, por la naturaleza misma de las cosas, veluti ex natura rei.
Propongamos un ejemplo que podrá esclarecer este último pensamiento de Suárez. Dios, que había creado a María para que fuese Madre de su Hijo, pero una Madre Virgen, como él, no podía permitir que su integridad virginal padeciese menoscabo. Era una desposada celestial, sobre la que velaba el Todopoderoso con cuidado celosísimo. De ahí que los Santos Padres atestiguan, en competencia, que el alumbramiento de Cristo Jesús hizo la virginidad de María más firme, más inviolable, más sagrada. San Buenaventura, después de recordar esta hermosa doctrina, al hablar de la imposibilidad, de que María, ya Madre, cayese en cualquier falta, añade inmediatamente: "Por tanto, así como era imposible, por la honra de su Hijo, que tuviese jamás otro hijo, así también era imposible que conociese desde entonces la más ligera falta. Así como era de todo en todo imposible que la virginidad de la carne en la que había habitado el Verbo de Dios padeciese la menor mancha, así también era imposible que la santidad de su alma fuese empañada con la sombra de un pecado" (in III, D. 3, p. 1, a. 2, q. 3).

IV. Si bien consideramos estas últimas ideas, llegaremos, con Suárez, a preguntarnos si la explicación de los antiguos teólogos y la de los modernos no difiere más en la expresión del pensamiento que en el pensamiento mismo. Y esta conclusión nos parecerá aún más probable si atendemos a la doctrina general del Doctor Angélico sobre la confirmación del libre albedrío en el bien durante el estado de vía. Vamos a citar casi entero el texto de Santo Tomás, porque en él trata extensamente y ex profeso esta grave cuestión:
"De dos maneras —dice— puede uno ser confirmado en el bien. Puede serlo sencillamente simpliciter, y esto acontece cuando posee en sí mismo un principio suficiente de su firmeza, de tal manera, que no pueda pecar de ningún modo. De esta suerte, los bienaventurados están confirmados en el bien por la visión inmediata que tienen de la soberana bondad. Puede serlo también, en un grado menos perfecto, si ha recibido algún don singular de la gracia que de tal forma lo incline hacia el bien, que difícilmente pueda apartarse de él. Mas esto no basta para preservarlo de mal hasta el punto que ya no pueda pecar, como no sea que la divina Providencia le socorra y ayude con una protección especialísima. Y así, Adán era inmortal, no porque tuviese en sí mismo, como los resucitados, un principio intrínseco de preservación contra todos los accidentes exteriores aptos para dar la muerte, sino porque la providencia de Dios los apartaba infaliblemente de él. De esta segunda manera, y no de la otra, es como uno puede estar confirmado en el bien en el estado de vía. Y la razón de esto es la siguiente:
"Para alcanzar la impecabilidad es necesario que la fuente del pecado quede enteramente seca. Ahora bien; el pecado nace en nosotros, o de un error de la razón, que se engaña acerca de la naturaleza particular del bien final y acerca de los medios que han de conducirnos al fin, o de los impedimentos suscitados por las pasiones al libre y recto ejercicio de la misma razón. Dios, por los dones de sabiduría y consejo, puede preservarnos de todo error especulativo o práctico acerca del bien final y acerca de la elección de los medios con los que podamos conseguirlo. Mas que el juicio de la razón no sea jamás turbado ni impedido en su ejercicio, es cosa que no pertenece al estado de vía, y esto, por dos causas. La primera y principal es que no puede la razón estar constantemente en acto de recta contemplación, de suerte que Dios sea la regla actual de todas sus obras. La segunda es que, en el estado de vía. las potencias inferiores no están nunca tan perfectamente sujetas al espíritu que no pongan algún obstáculo a sus actos...
"Eso no obstante, el hombre, por la gracia de la vía, puede estar tan aficionado y sujeto al bien, que no pueda pecar sino muy difícilmente, lo cual sucede, ya porque las virtudes infusas sirven de freno a las energías inferiores del ser y con gran fuerza inclinar la voluntad hacia Dios, que es el bien supremo, ya también porque, perfeccionándose la razón con la contemplación de la verdad divina, esta contemplación cada vez má continua, gracias al fervor del amor, aparta al hombre del pecado. Y lo que pudiera faltar para la plena confirmación del alma en el bien, Dios lo suple con la protección vigilante de su providencia, haciendo que en todas las ocasiones de pecar el espíritu de los confirmados sea eficazmente excitado por la gracia para la resistencia" (S. Thom., de Veritate, q. 24, a. 9; col. a. 8).
Este texto es notable y aptísimo para dar a entender la sobreeminente excelencia de la confirmación de María en gracia, y cómo, en lo substancial, están de acuerdo las teorías modernas y las antiguas respecto de este punto doctrinal.
Hemos dicho la sobreeminente excelencia de la confirmación de María en el bien. En efecto, de las tres cosas que, según el Doctor Angélico, constituyen la confirmación común a los Santos privilegiados de Dios, es decir, los dones interiores que mantienen las fuerzas inferiores bajo la obediencia del espíritu, la contemplación continua de las cosas divinas que conduce al amor y se nutre del amor, y, por último, la acción de la Providencia que cubre al alma con un escudo siempre interpuesto entre ella y las acometidas del mal. De estas tres cosas, repetimos, ninguna faltó a la Santísima Virgen; antes poseyó las tres con medida eminentemente propia.
Sola Ella tuvo, por razón del don de integridad, imperio absoluto sobre los movimientos del apetito inferior, de la imaginación y de las pasiones. Sola Ella, gracias a la ciencia divinamente infusa, pudo constantemente, sin distracción, sin error, contemplar las cosas divinas y juzgar de todo a la luz de Dios. Sola Ella, por consiguiente, pudo constantemente, sin interrupción ni cansancio, amar a Dios siempre en acto, y, según los teólogos y los Santos cuyos testimonios hemos aducido, éste es el privilegio incomunicable de María. Ahora bien; un alma cuya mirada está fija actualmente en la suprema bondad, un alma que vive en el éxtasis del amor, no puede ser infiel a Dios. Para que llegase a ser culpable de alguna infidelidad, sería menester que el movimiento de su contemplación y de su amor se detuviese. Esto es lo que enseña el Angel de las Escuelas en el artículo de la Suma Teológica, donde se pregunta si es posible perder la caridad, una vez que ha entrado en el corazón.
"Es verdad —dice— que la caridad por sí misma excluye todo motivo de pecar; pero ocurre que la caridad no está siempre en acto, y entonces puede actuar algún motivo o causa de pecado, y si hay consentimiento, se pierde la caridad" (San Thom., 2-2, q. 24, a. 11, ad 4 ut in corp.). Por consiguiente, concedida la perseverancia interrumpida en la contemplación más perfecta que puede darse después de la visión beatífica y en el amor que corresponde a aquella contemplación, no queda entrada libre para la culpa en el alma de María.
Diréis quizá que esta perseverancia, si bien no halla ningún obstáculo en el alma de la Virgen Santísima, todavía depende de su libertad; que, por consiguiente, María, al revés de lo que sucede en los bienaventurados del Cielo, podía apartar su mirada y suspender el ímpetu de su amor hacia Dios. Concedemos que en absoluto podía hacer eso la Santísima Virgen si no miramos más que a los dones habituales de la gracia infusa; pero tocaba a la Providencia, que velaba sobre Ella, el no permitir una interrupción que pudiera ser ocasión de la falta más ligera, y en esto la Santísima Virgen tiene sobre los demás confirmados una preeminencia incomparable, porque lo que para los otros era pura gracia, para Ella era como un derecho por razón de la divina maternidad.
Decimos que estos toques del Espíritu Santo en el entendimiento y en el corazón de María, toques a la vez dulces y potentes, que la preservan de flaquezas y cansancio en su unión por medio del conocimiento y el amor con la divina bondad, eran, en cierto modo, un derecho que tenía particularmente desde el día de la Encarnación del Verbo divino en sus entrañas. Disputan los teólogos, no si la humanidad de Nuestro Señor era impecable, o si la visión beatífica de que gozó perpetuamente, aun en estado de viador, bastaba para asegurarle este privilegio, sino si además de esta causa, que es plenamente suficiente, se daba en la humanidad del Salvador algún otro título que, aun sin intuición divina, fuese bastante para preservarla infaliblemente de todo pecado. La respuesta que comúnmente dan a esta cuestión es afirmativa. Por el caso mismo de pertenecer esta humanidad a la persona del Verbo, tenía derecho a socorros providenciales de luz y de fuerza con que evitara hasta la falta más pequeña, o, por mejor decir, el Verbo de Dios se debía a sí mismo el dar a su humanidad aquellos socorros con sobreabundante plenitud, porque las manchas de la naturaleza humana de Cristo hubieran redundado en la persona misma de que aquélla forma parte.
Pues por una razón semejante, la maternidad divina requería una asistencia perpetua del Espíritu Santo, capaz de completar y perfeccionar eficazmente la incompatibilidad de su alma purísima con la ofensa de Dios. Por tanto, la Madre de Dios, ya miremos a la extensión de su confirmación en el bien, ya consideremos las causas mismas de esta confirmación, aventaja de manera excelentísima a la confirmación de todos los demás elegidos de Dios durante el tiempo de la vía.
Y he aquí, si no nos engañamos, cómo se manifiesta el acuerdo substancial entre las antiguas teorías y las modernas explicaciones; porque aquéllas y éstas reconocen en María las tres cosas que constituyen, como acabamos de ver, una oposición radical entre esta Virgen Santísima y el pecado; aquéllas y éstas profesan, con el Doctor Angélico, que "la plenitud de confirmación en el bien convenía a María, porque era la Madre de la divina Sabiduría, en quien nada manchado puede entrar" (San Thom., de Verit., q. 24, a. 9, ad 2); aquéllas y éstas, por último, concuerdan en ver en la concepción del Hijo de Dios el coronamiento de este privilegio, ya porque disminuyó la necesidad de los socorros exteriores, con una más abundante efusión de dones interiores, ya porque revistió a María de la dignidad singular a la que era debida esta gracia de confirmación perfecta como connaturalmente, veluti ex natura rei, según la expresión de Suárez.
En cuanto a las divergencias, son de poca monta. Si los primeros teólogos hablan de impecabilidad, de impotencia para pecar, no es porque creyeran que la potencia para pecar estaba intrínsecamente suprimida en María, como queda suprimida por la visión de Dios cara a cara. Sólo querían expresar, con estas palabras, cuánto va de la confirmación de María a la confirmación que la Iglesia reconoce en los Apóstoles y en otros Santos. Por otro lado, si los teólogos más recientes rechazan la expresión de los antiguos, retienen la realidad que en ella se encierra, porque también éstos profesan una impotencia moral, tan universal por su extensión y amplitud, tan firmemente establecida sobre el título incomunicable de Madre de Dios, que ninguna criatura, durante su carrera mortal, la tuvo semejante. Por último, cuando los primeros reservan el término de impecabilidad para la época en que María fue Madre, apenas se separan de los segundos. Cierto que éstos, por lo común, sostienen que la concupiscencia fué, no sólo ligada, sino arrancada, desde la Concepción de la Bienaventurada Virgen; pero, como ya advertimos, coinciden con sus antecesores en saludar en la maternidad presente un título más firme, más inviolable que en la maternidad simplemente futura.
Presupuestas estas explicaciones, fácil será, según creemos, responder a aquellos que preguntan si la impotencia de pecar, que todos reconocen en María, debe ser tomada en sentido estricto, en cuanto significa la imposibilidad absoluta, o sólo en sentido lato, de suerte que denote solamente gran dificultad. Si consideramos simplemente en la Santísima Virgen los principios interiores que la preservan del mal, es decir, la extinción de la concupiscencia, o, mejor dicho, el don completo de la integridad, la ciencia infusa de las cosas divinas a la que ningún obstáculo proveniente de los sentidos puede impedir que se termine en el amor, y, por último, la perfección de la gracia y de sus anejos los dones del Espíritu Santo y las virtudes, es una impotencia en sentido lato, pero tal, que es y será siempre privilegio incomunicable de María para el tiempo de la prueba.
Si a estos principios interiores se añade la protección, cuya constancia y eficacia nos confirma la fe, la impotencia de pecar, aunque compatible con la libertad, es absoluta, porque ya no sólo es difícil, sino imposible, que el pecado entre en un alma tan bien asegurada contra sus acometidas. Y esta impotencia, aunque se extendió a toda la vida mortal de María, fué más radical desde el día de su maternidad, porque desde aquel momento, en que el Verbo de Dios se encarnó en las entrañas de María, tanto las perfecciones de dentro como la protección de fuera adquirieron un título más eficaz y, con éste, un desarrollo más completo (San Bernardino de Sena, en la enumeración de las causas que preservaron a la Santísima Virgen de todo pecado, señala una do la que sólo él ha hablado. Fué ésta, dice, el sentimiento y gusto íntimo de su maternidad a partir de la Encarnación. "Tertio, fuit sensus maternitatis. Habuit nernpe actualem et experimentaiem sensum filiationis Dei, intime cogitando et saporando quanti fillii erat mater, et quentum ei obligata erat, quia illam prae caeteris elegisset sibi matrem." (Serm. 4, de Concept. B. M. V., a. 3, c. 2, t. IV, p. 91). Todo esto nos lleva a la siguiente conclusión, que es, a la vez, creencia común: si María fue por maravillosa manera preservada de toda mancha y de toda imperfección moral, ha de buscarse el origen de este privilegio en la misma fuente de que manaron todos los demás, conviene a saber: en la maternidad divina.

J. B. Terrien S.J.
LA MADRE DE DIOS...

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