¿Por qué creen los católicos que cuando comulgan reciben a Jesucristo vivo?
Los católicos creemos que Jesucristo está real y verdaderamente presente en la Eucaristía, porque El mismo prometió darnos a comer su carne y a beber su sangre (Juan VI, 48-70); porque cumplió esta promesa en sul última cena (Mat. XXVI, 20; Marc XIV, 22-24; Luc XXII, 19); porque San Pablo nos dice que así lo creía la Iglesia apostólica (1 Cor X, 16; XI, 27-29); porque los Padres primitivos declararon explícitamente que la Eucaristía era "la carne y sangre de Jesús encarnado" (San Justino, Apol 1, 66). Porque la Iglesia infalible de Jesucristo definió solemnemente esta doctrina contra los reformadores del siglo XVI, que la negaban. "El santo Concilio enseña que el augusto sacramento de la Santa Eucaristía, después de la consagración del pan y del vino, Nuestro Señor Jesucristo, verdadero Dios y Hombre, está verdadera, real y sustancialmente contenido bajo la apariencia de aquellas cosas sensibles... Si alguno dijese que el Cuerpo y la Sangre, juntamente con el Alma y Divinidad de Nuestro Señor Jesucristo, y, por consiguiente, todo Jesucristo, no está contenido en el Santísimo Sacramento de la Eucaristía, verdadera, real y sustancialmente; o dijese que está en él solamente como signo o en figura o virtualmente, sea anatema" (Trento, sesión XIII, capítulo 1, canon 1).
¿No habrá que entender el capítulo sexto de San Juan en sentido figurado? La frase "comer carne", ¿no significa que hay que creer en la divinidad de Jesucristo? ¿Por qué entienden a la letra los católicos el capítulo sexto de San Juan?
Los católicos dividimos el capítulo sexto de San Juan en dos partes. Decimos que desde el versículo 26 hasta el 51, Jesucristo habla de Sí mismo en sentido figurado, llamándose pan del cielo y comida espiritual que hemos de recibir por la fe; pero desde el versículo 51 hasta el 59, Jesucristo deja a un lado toda figura y habla literalmente de su carne, verdadera comida, y de su sangre, verdadera bebida. En la primera parte ya existe el alimento y nos lo da el Padre; en la segunda se nos promete el alimento y nos lo ha de dar el mismo Redentor; aquél es llamado "pan" a secas; éste es "la carne del Hijo del hombre"; en la primera parte, Jesucristo sólo nos habla de pan; en la segunda nos habla de su carne y de su sangre; hablando de aquel pan, Jesucristo evita cuidadosamente el verbo "comer", aunque se llama a Sí mismo "pan", mientras que en la segunda parte lo repite muchas veces, diciéndonos que debemos comer su carne y beber su sangre si queremos vivir eternamente.
Si estudiamos a fondo el contenido de todo el capítulo, veremos que es necesario interpretar a la letra las palabras "comer carne del Hijo del hombre y beber su sangre" (Juan VI, 54). Jesucristo hace una distinción clara entre estas tres clases de pan:
1.° El pan o maná del desierto (Exodo XVI, 15; Juan VI, 49) que Moisés dio antiguamente a los judíos para mantenimiento del cuerpo.
2.° El pan del cielo, o pan de la vida, Jesucristo mismo, que el Padre da ahora a los judíos como un objeto de fe (Juan VI, 31-35).3.° El pan de vida, Jesucristo eucarístico, que El mismo habrá de dar para la vida del mundo (VI, 52).
Desde luego, toda interpretación figurativa es aquí inadmisible, según las reglas del lenguaje; porque si una figura de dicción tiene ya un significado cierto y generalmente admitido por todos, es pueril tratar de torcer o tergiversar ese significado sólo por el afán de discutir. Ahora bien: entre los judíos de aquel tiempo, como entre los árabes hoy y siempre, comerle a uno la carne era una frase familiar que significaba injuriarle gravemente, y en particular levantarle una calumnia. ¿Cómo, pues, vamos a pensar que Jesucristo, aquí, prometió la eterna bienaventuranza a los que le calumniasen? Dígase lo mismo de la frase beberle a uno la sangre, frase bíblica que significa el castigo que Dios infería a sus enemigos (Isaí 49, 26; Apoc 16, 6), significado que no cuadra aquí. Además, a los judíos les estaba prohibido beber sangre (Gén 9, 4; Lev 3, 17; Deut 15, 23), por lo cual consideraban eso como uno de los crímenes más horrendos (1 Rey 14, 33; Judit 11, 10-11; Ezeq 33, 25). El cardenal Wiseman, en sus conferencias sobre la presencia real, dice así: "La idea de comer carne y beber sangre humana sonaba tan mal en los oídos de los judíos, que Jesucristo, si era Maestro sincero, no podía traer eso a cuento para ilustrar su doctrina consoladora y alentadora. Ni podemos creer que se hubiera valido de esas expresiones, a no ser que fueran de todo punto necesarias para dar a entender sin lugar a duda lo que quería decir." Y sabemos que Jesucristo consiguió lo que pretendía, pues los judíos lo entendieron a la letra, y por eso se preguntaban mutuamente: "¿Cómo puede Este darnos a comer su carne?" (6, 53). La respuesta que les dio el Señor no fue para corregir su interpretación literal, sino para insistir en ella.
Es de notar que las respuestas de Jesucristo, cuando le ponían objeciones, eran de dos clases. Si no entendían lo que les decía, se lo explicaba más detalladamente hasta que lo entendían. Así lo hizo, por ejemplo, con Nicodemus, que no le entendió a la primera lo que le había dicho sobre el bautismo (Juan 3, 5); con la posibilidad que tenían de salvarse los ricos (Mat 19, 24-26); con los discípulos, cuando les dijo que Lázaro dormía (Juan 11, 11-14), y cuando explicó a los judíos ciertos conceptos sobre la libertad (Juan 8, 32-34). Mas si los oyentes le entendían, pero rehusaban aceptar su doctrina, entonces Jesús insistía en lo mismo, como vemos que insistió en el poder que tenía de perdonar los pecados cuando, por haberlo dicho, los escribas le llamaron blasfemo (Mat 9, 2-7); y asimismo insistió en su existencia eterna cuando los judíos le objetaban con que aún no tenía cincuenta años (Juan 8, 56). Lo mismo cuando los judíos murmuraban y decían: "¿Cómo puede Este darnos a comer su carne?" Jesucristo no los corrigió diciéndoles, por ejemplo, que había que entender eso en sentido figurado, sino que les repitió lo mismo, aunque vio que los iba a disgustar con ello.
Díceles terminantemente: "Si no comiereis la carne del Hijo del hombre, y no bebiereis su sangre, no tendréis vida en vosotros... Mi carne verdaderamente es comida, y mi sangre es verdaderamente bebida." Luego les dice que esta comida y esta bebida son prenda de vida eterna, un lazo de unión íntima con El, y señal de que vivirán acá abajo una vida sobrenatural a la que sucederá después una resurrección gloriosa. Más aún: muchos de sus discípulos rehusaban aceptar esta doctrina por parecerles dura y peregrina, y le dejaron solo al Señor. El los vió irse con los judíos incrédulos; pero, nótese bien esto, no se retractó. Al contrario, se volvió a los doce y les dijo: "¿También vosotros queréis retiraros?" Afortunadamente, los apóstoles fueron humildes y creyeron a su Maestro, aunque no entendían aquella doctrina sublime. Por eso San Pedro le resnondió en nombre de todos: "Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna. Y nosotros hemos creído y conocido que Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios."
La doctrina de los Padres de la Iglesia sobre la presencia real de Jesucristo en la Eucaristía no puede ser más clara y categórica. Niegan expresamente que la Eucaristía sea una mera figura del cuerpo de Jesucristo, y afirman que en la comunión recibimos a Jesucristo física y corporalmente. San Ignacio de Antioquía escribía así contra los herejes llamados docetas: "Se abstienen de la Eucaristía y de la oración porque niegan que la Eucaristía sea la carne de Jesucristo nuestro Salvador; aquella carne que sufrió por nuestros pecados y que el Padre en su misericordia resucitó" (Ad Smirn 7). San Justino: "Se nos ha enseñado que el manjar sobre el cual se ha hecho hacimiento de gracias con, la oración del Señor es a la vez la carne y la sangre de Jesús encarnado; el cual manjar nutre nuestra carne y nuestra sangre por transmutación." (Apost 1, 65-66). San Ireneo: "¿Cómo van a estar seguros de que el pan sobre el cual se ha hecho el hacimiento de gracias en el cuerpo de su Señor, y el cáliz su sangre, si niegan que El sea el Hijo del Creador del Universo?" (Adv Haer 4, 18). Teofilacto: "Al decir: 'éste es mi cuerpo', Jesucristo hizo ver que el pan santificado en el altar es su mismo cuerpo, y no una figura; porque no dijo: 'Este es una figura', sino 'Este es mi cuerpo'" (In Math 8, 26). San Cirilo de Alejandría: "Así como el que coge dos pedazos de cera y los derrite al fuego hace de los dos un solo pedazo, así también, al participar nosotros del cuerpo de Jesucristo y de su preciosa sangre, El está unido con nosotros y nosotros con El" (In Joan 10, 4).
¿No dio a entender claramente Jesucristo que el capítulo sexto de San Juan debe ser entendido en sentido figurado? Porque en el versículo sesenta y tres dijo así: "El espíritu es el que vivifica, la carne no es de provecho. Las palabras que os he hablado son espíritu y vida."
Cuando en el Nuevo Testamento se contraponen las palabras carne y espíritu, por carne se entiende siempre la naturaleza humana, caída con sus malas inclinaciones, y por espíritu se entiende esta misma naturaleza humana, pero elevada y enriquecida con los dones y gracias de Dios (Mat 26, 41; Rom 8, 1-14; 1 Cor 5, 5; 1 Pedro 3, 18; 4, 6). Por consiguiente, lo que Cristo quiso decir fue: Lo que os he dicho es tan sublime, que el hombre carnal y mundano no lo puede entender; pero los que están en gracia de Dios y son espirituales, ésos lo entienden perfectamente. Oigamos a San Juan Crisóstomo: "¿Por qué dijo el Señor que la carne no aprovecha nada? Porque es evidente que no se refirió a su carne. Díjolo más bien por aquellos que entienden esto en un sentido carnal... Como veis, no habla aquí de su carne, sino de la manera carnal con que le escuchaban" (In Joan 47, 2).
Las palabras que Jesucristo pronunció en la última Cena cuando dijo: "Este es mi cuerpo; ésta, es mi sangre", ¿no deben ser interpretadas en sentido figurativo o metafórico? (Mat 26, 26-28; Marc 14, 22-24; Luc 22, 19-20; 1 Cor 11, 23-25).
La Iglesia católica ha interpretado siempre estas palabras a la letra y tal como suenan. Son estas palabras tan claras tal como están, que al querer explanarlas, se embrollan y oscurecen. Jesucristo toma en sus manos un pedazo de pan, y dice que lo que tiene en las manos es su Cuerpo. Los apóstoles lo creyeron, y nosotros, con toda humildad, imitamos a los apóstoles. ¿O es que se puede impunemente poner en duda lo que dice el Hijo de Dios? Por eso, desde los apóstoles hasta Lutero, toda la cristiandad tomó a la letra las palabras del Señor, si se exceptúan dos o tres herejes aislados de la Edad Media. Cuando, al cabo de mil quinientos años, vinieron los reformadores negando o poniendo distingos a las palabras de Jesucristo, ya era demasiado tarde; y las objeciones que se les pusieron eran tales, que el año 1577 los reformadores habían dado ya alrededor de doscientas interpretaciones diferentes a las palabras sencillas y claras con que Jesucristo consagró el pan en la última Cena. El mismo Lutero interpretó siempre estas palabras en sentido literal contra Zwinglio, Carlostadio, Ecolampadio y los sacramentarios; pero mezcló con mil errores esta creencia y, consiguientemente, declaró guerra sin cuartel a la santa misa. Dijo que tenía vehementes deseos de negar la presencia de Jesucristo en la Eucaristía "para fastidiar al papado", pero desistió ante la claridad del texto bíblico y el peso de la tradición.
Nótese que las palabras de la consagración fueron escritas por cuatro escritores distintos, que las escribieron en sitios y lenguas distintas, para diversa clase de oyentes; y, sin embargo, los cuatro convienen en lo mismo con levísimas variaciones de lenguaje, sin que a ninguno se le ocurriera añadir, por ejemplo: "Y decía esto de la figura de su cuerpo", o algo por el estilo. De lo cual se deduce que el Espíritu Santo velaba para que se copiasen a la letra las palabras de Jesucristo y no hubiese así lugar a interpretación alguna metafórica o figurada. Además, una figura de dicción salta pronto a la vista, ya por la naturaleza misma del caso particular, ya por el uso de la lengua. Si yo digo que Fulano es muy zorro, a nadie se le pasa por las mientes que ese Fulano sea el macho de la zorra, sino un hombre taimado y astuto; si digo que Zutano es un león, quiero decir que es valiente y esforzado, y eso entiende todo el mundo. Pero si yo tomo en las manos un pedazo de pan y digo: Este es mi cuerpo, a buen seguro que nadie me entiende, porque el pan no es nunca símbolo del cuerpo humano. Por consiguiente, cuando Jesucristo dijo: "Él pan que os daré es mi carne para la vida (o salvación) del mundo", excluyó evidentemente toda interpretación figurada.
En la narración de San Lucas (22, 19-20) vemos que Jesucristo habló de su Cuerpo "que se da por vosotros", y de su Sangre "que será derramada por vosotros". De donde se colige que el Cuerpo que se dio a los apóstoles fue el mismo que fue crucificado en el Calvario, y el cáliz que bebieron contenía la misma Sangre que fue derramada en la Pasión por nuestros pecados. Las palabras con que Jesucristo instituyó este sacramento fueron pronunciadas la noche de la víspera de su Pasión y muerte; es decir, que la Eucaristía fue el testamento del Señor. Era la Eucaristía un sacramento y un sacrificio que se había de celebrar en su Iglesia hasta el fin de los tiempos (1 Cor 11, 26). Ahora bien: las palabras de un testamento son siempre claras, y deben ser interpretadas tal y como suenan en la lengua en que están escritas. ¿Cómo, pues, vamos a pensar que Jesucristo habló aquí de propósito en términos oscuros y metafóricos para engañar a millones y millones de cristianos que habían de interpretar siempre a la letra estas palabras? Eso equivaldría a decir que Jesucristo se propuso inducirnos a todos a la idolatría, que El vino a destruir.
Los sacramentos y sacrificios de la ley antigua fueron instituidos en términos claros y precisos. ¿Por qué pensar lo contrario de este sacramento y sacrificio de la ley nueva, instituido por Jesucristo para nutrir nuestras almas y santificarlas? San Pablo interpretó a la letra las palabras de Jesucristo: "El cáliz de bendición que bendecimos, ¿no es la comunión de la Sangre de Cristo? Y el pan que partimos, ¿no es la participación del Cuerpo del Señor?" (1 Cor 10, 16). Contrasta San Pablo los sacrificios de los judíos y paganos con el sacrificio de los cristianos, y concluye que no deben los cristianos tomar parte en los banquetes sacrifícales de los paganos. La razón es clara; tenemos nosotros un sacrificio mucho mejor. Al tomar el cáliz consagrado, nos unimos con la Sangre de Jesucristo, y al tomar del Cuerpo consagrado, nos unimos con su Cuerpo santísimo. Si los banquetes y sacrificios de los paganos son una cosa real, también lo son el sacramento y sacrificio de los cristianos.
En otro pasaje dice esto mismo con palabras más claras: "El que coma este pan y beba el cáliz del Señor indignamente será reo del Cuerpo y de la Sangre del Señor. Examínese, pues, el hombre, y luego coma de este pan y beba de este cáliz. Porque el que come y bebe indignamente, come y bebe su propia condenación, no haciendo discernimiento del Cuerpo del Señor" (1 Cor 11, 27-29). Como dice muy bien el cardenal Wiseman, si se expone uno a hacer una ofensa al Cuerpo de Jesucristo, es porque ese Cuerpo está realmente presente. Porque es ridículo pensar que uno es "reo de lesa majestad" si no existe la tal majestad. Si Nuestro Señor no está presente en la Eucaristía, estas palabras del apóstol no tienen significado alguno. Pero como Jesucristo está real y verdaderamente presente en la Eucaristía, el apóstol amonesta a los cristianos que examinen su conciencia antes de comulgar y la limpien de todo pecado para recibir a Jesucristo lo más dignamente posible, pues recibirle indignamente, es decir, en pecado, equivale a hacerse reo de condenación. Debemos, pues, distinguir bien entre el pan ordinario y el pan eucarístico, y debemos acercarnos a la comunión con conciencia pura y limpia de todo pecado.
¿No dijo Jesucristo de Sí mismo en sentido figurado: "Yo soy la puerta", "Yo soy la vid verdadera"? (Juan 10, 9; 15, 1). ¿No pudo, pues, llamar a la Eucaristía su cuerpo sólo en sentido figurado?
Cuando el Señor dijo: "Yo soy la puerta", "Yo soy la vid", no quiso decir que representaba o que era figura de la puerta o de la vid, porque es evidente que Jesucristo no intentó jamás hacerse a Sí mismo símbolo o figura de objetos materiales. El sentido figurado en los dos casos aparece aquí claro por el contexto. Así como entramos en una casa por la puerta, así tenemos acceso al Padre por Jesucristo. "El que entre por Mí—dijo luego—se salvará" (Juan 10, 9). "Así como el sarmiento no puede dar fruto si no está unido a la vid, así vosotros tampoco podréis dar fruto si no estáis unidos conmigo" (Juan 15, 4).
195. Parece imposible que Jesucristo esté real y verdaderamente presente en la Eucaristía. ¿Cómo es posible que el Dios eterno esté contenido en una hostia tan pequeña?
Ahí está precisamente el misterio. El sacramento de la Eucaristía es un misterio inmenso, no menos que el de la Creación, el de la Santísima Trinidad, el de la Encarnación y tantos otros; pero no es algo imposible, pues no implica contradicción alguna. Si Dios pudo crear el mundo sacándolo de la nada, ¿por qué no va a poder cambiar la sustancia de pan y vino en su Cuerpo y en su Sangre? El que quiera de veras seguir a Jesucristo no debe preguntar, escandalizado, con los judíos: "¿Cómo puede Este darnos a comer su carne?", sino que debe imitar a los apóstoles, que creyeron luego a su Maestro. Sin duda que esta doctrina no los cogió de sorpresa después de haber visto a su Señor cambiar el agua en vino en las bodas de Caná y alimentar y saciar a cinco mil hombres con cinco panes de cebada y dos peces (Juan 6, 1-14).
El que hizo esto, ¿por qué no iba a poder cambiar el pan y el vino en su Cuerpo y en su Sangre? Para los que no son católicos, este misterio envuelve contradicción y por eso defienden a rajatabla que es imposible. Creen que el pan es a la vez pan y Cuerpo de Jesucristo. Esto es falso. Después de la consagración, lo que parece pan ya no es pan, pues la sustancia de pan ha dejado de existir, y en su lugar está la sustancia del Cuerpo de Jesucristo. Nunca están juntas las dos sustancias, a saber: la sustancia de pan y la sustancia del Cuerpo de Jesucristo.
Antes de la consagración no hay más que pan. Después de la consagración, la sustancia de pan se ha convertido en la sustancia del Cuerpo de Jesucristo. Esta conversión admirable recibe el nombre de transustanciación. Lo único que queda del pan después de la consagración son los accidentes, como olor, color, sabor, etcétera. Pero es sabido que la realidad de una cosa está en la sustancia, que es invisible, no en los accidentes visibles. Dice San Cirilo: "Estamos persuadidos de que lo que parece pan ya no es pan, aunque así lo crea el paladar, sino el Cuerpo de Jesucristo; y lo que parece vino ya no lo es, aunque nos sepa a vino, sino que es la Sangre de Jesucristo" (Cat 4, 9).
La sustancia del Cuerpo de Jesucristo en la Eucaristía no tiene ninguna de las cualidades sensibles del cuerpo humano, pues no tiene extensión ni ocupa espacio, aunque esté unida a los accidentes, que, ciertamente, ocupan espacio. Contra las leyes físicas, como dice el catecismo del Concilio de Trento, "esos accidentes subsisten por sí solos sin sujeto alguno de inhesión". Sería, pues, incorrecto decir: "El Cuerpo de Jesucristo es redondo" o "la Sangre de Jesucristo es de color claro", ya que estas expresiones sólo dicen con los accidentes. Convenimos en que éste es un misterio inefable, pues va contra lo que vemos a diario a nuestro alrededor; pero no olvidemos que los misterios son cosa de arriba. Los aceptamos porque estamos obligados a creer a Dios y a la Iglesia, que es testigo infalible de Jesucristo.
196. La doctrina de la transustanciación, ¿no fue inventada por el Concilio de Trento? ¿Puede probarse esa doctrina por la Biblia o por las Enseñanzas de la Iglesia primitiva?
La palabra transustanciación data del siglo XI; pero las ideas que se encierran en esa palabra pueden verse claramente en la Biblia y en los escritos de los Padres de la Iglesia. He aquí cómo define el Concilio de Trento el modo con que Jesucristo está presente en la Eucaristía: "Al consagrar el pan y el vino se convierte toda la sustancia de pan en la sustancia del Cuerpo de Nuestro Señor Jesucristo, y toda la sustancia de vino en la sustancia de su Sangre. Esta conversión es llamada con toda propiedad por la Iglesia transustanciación" (sesión 13, cap 4, can 2).
Con esta definición quedó condenado Lutero, que inventó la llamada consustanciación o coexistencia de la sustancia de pan y del Cuerpo de Jesucristo. Asimismo quedaron condenados Calvino y Zwinglio. El primero defendía que Jesucristo no estaba presente en la Eucaristía sino virtualmente, o con una presencia dinámica, en virtud de la cual la eficacia del Cuerpo y Sangre de Jesucristo desciende del cielo y se comunica a las almas de los predestinados (Instit 4, 27). Zwinglio sostenía que la Eucaristía no era más que un banquete en el que se conmemora la Pasión por la que fuimos redimidos (Opera 3, 240). Las palabras de la institución: "Este es mi Cuerpo", indican claramente que no estaba allí la sustancia de pan, sino la sustancia del Cuerpo de Jesucristo.
Como, por otra parte, los accidentes quedaban tan visibles como antes, sigúese que lo que allí se había efectuado es lo que la Iglesia llama con toda propiedad transustanciación. San Ambrosio: "Jesucristo, que tuvo poder para hacer algo de la nada, ¿no va a tener poder para cambiar una cosa que ya existe en otra diferente?... Lo que hacemos efectivo después de la consagración es el Cuerpo nacido de la Virgen" (De Myst 9, 51). San Agustín: "Lo que se ve en el altar del Señor es pan y vino; pero, una vez pronunciadas las palabras, ese pan y ese vino se convierten en el Cuerpo y en la Sangre del Logos (Ser 5). San Cirilo: "Bajo las apariencias de pan y vino poseemos la Carne sagrada de Cristo y su Sangre preciosa, como sacramento que da vida" (In Luc 22, 19). "Lo que parece pan, no es pan, sino el Cuerpo de Cristo; lo que parece vino, no es vino, sino la Sangre de Cristo" (Cath 4, 9). Todas las liturgias antiguas, lo mismo de Oriente que las de Occidente, nos hablan de la transustanciación con toda claridad. Citemos, por vía de ejemplo, la liturgia de San Basilio: "Convertir—se dice en una oración—este pan en el precioso Cuerpo de Nuestro Señor y Dios y Redentor Jesucristo, y este cáliz en la Sangre de Nuestro Señor y Dios y Salvador Jesucristo, que fue derramada por la salvación del mundo."
¿Es la Eucaristía necesaria para la salvación? ¿Con qué frecuencia se obliga a los católicos a comulgar?
Absolutamente hablando, la Eucaristía no es necesaria para la salvación, como lo declaró el Concilio de Trento al hablar de la costumbre que hubo en la Iglesia desde el siglo III al XI de dar comunión a los niños inmediatamente después del bautismo y confirmación (sesión 21, can 4). Es, sí, necesaria en el sentido de que Jesucristo nos mandó que la recibiésemos (Juan 6, 45; Luc 22, 19), y ese mandato divino lo hace suyo la Iglesia y lo urge obligando a todos los católicos a comulgar por Pascua florida (IV Concilio de Letrán, sesión 13, can 9). Sabemos por los Hechos de los apóstoles (2, 42) que los primitivos cristianos comulgaban todos los días. La Iglesia siempre ha recomendado que se comulgue con frecuencia, y, a ser posible, a diario.
En 1905 expidió San Pío X un decreto en el que se declara que "todos tienen plena libertad para recibir con frecuencia, y aun diariamente, la sagrada Comunión, tan deseada por Jesucristo y por su Iglesia, que, por tanto, no se debe negar la comunión a nadie que se acerque a ella en estado de gracia y con intención recta y devota". El mismo Papa condenó, el año 1910, la práctica de diferir la comunión a los niños hasta la edad de diez, once y catorce años, y ordenó que la recibiesen "tan pronto como supiesen distinguir entre el pan eucarístico y el pan ordinario y material". No se requiere nada más, fuera de "cierto conocimiento de los rudimentos de la fe".
¿Cuáles son los efectos de la sagrada Comunión en el alma?
El efecto principal es la unión espiritual por amor entre el alma y Jesucristo (Juan 6, 57, 58). Esta unión con Jesucristo hace que todos sus seguidores estén unidos por el vínculo de la caridad, lo cual recibe el nombre de "Cuerpo místico de Cristo". "Porque nosotros, aunque somos muchos, todos somos un pan los que participamos de un mismo Pan" (1 Cor 10, 17). La eucaristía aumenta la gracia en el alma. El Concilio de Trento nos avisa que recibamos este sacramento en estado de gracia, por ser un sacramento de vivos —instituido para dar alimento y bebida a nuestras almas—, por lo cual, el que lo recibe debe estar vivo espiritualmente, es decir, en estado de gracia. "Ninguno a quien la conciencia le remuerda de pecado mortal, por muy contrito que crea que está, se acerque a comulgar sin haberse antes confesado (sesión 13, cap 7, canon 11). La Eucaristía no es solamente comida que nos alimenta, sino también "antídoto que nos libra de las faltas diarias y nos preserva contra los pecados mortales" (sesión 13, cap 2). Es, finalmente, la Eucaristía prenda de la gloria venidera y de la felicidad eterna (ibídem).
Pero la doctrina de la presencia real de Jesucristo en la Eucaristía contradice la evidencia de mis sentidos. Lo único que se ve y se gusta es pan y vino.
No hay tal contradicción, porque después de la consagración ya no es pan ni vino lo que se ve y se gusta, sino los accidentes de pan y vino, que no han cambiado. Los sentidos no nos dicen nada de la sustancia de pan, y vino antes de la consagración, como nada nos dicen del Cuerpo y Sangre de Jesucristo, que están presentes después de la consagración. Los sentidos juzgan sólo por las apariencias; por eso nos inducen con frecuencia a sacar conclusiones falsas. Yo veo todos los días al sol salir en el Oriente y ponerse en el Occidente; pero viene la ciencia, y, por el sistema de Copérnico, me dice que estoy en un error. Los judíos incrédulos no veían en Jesús más que al hombre, al Hijo del carpintero; pero de sus milagros debieron haber deducido que era a la vez Dios y hombre. Para conocer las divinas verdades, hemos de dejarnos guiar de la fe y de la razón solamente, no de sentimientos o de las impresiones de los sentidos. Si Jesucristo aseveró que nos daba su Carne en comida y su Sangre en bebida, no tenemos más remedio que creerlo y aceptarlo, por más misteriosa e incomprensible que nos parezca esta doctrina.
¿Cómo puede el Cuerpo de Jesucristo estar en muchas partes a la vez? ¿Cómo puede estar Jesucristo en el cielo y en todas las iglesias del mundo al mismo tiempo?
Esta multilocación del Cuerpo de Jesucristo fue definida por el Concilio de Trento contra los reformadores, que la negaban. "Porque no hay repugnancia entre estos dos conceptos, a saber: que por un lado, Jesucristo, nuestro Salvador, esté siempre sentado a la diestra del Padre en el cielo según el modo natural de existir, y por otro, esté acá abajo presente en muchos lugares, sacramentalmente, con su propia sustancia y con un género de existencia tal, que aunque apenas podemos expresarla con palabras, sin embargo, entendemos, con la razón iluminada por la fe, que es posible a Dios, y esto lo debemos creer con toda constancia" (sesión 13, cap 1).
Respondiendo ya directamente a la pregunta, decimos, con el P. Delgairns, que para resolverla es menester resolver antes esta otra dificultad: ¿Puede existir un cuerpo sin extensión? ¿Quién se atreverá a negar que Dios puede privar a un cuerpo de la propiedad de extensión? ¿En qué está la contradicción? ¿No nos es fácil concebir la sustancia sin extensión? Si desmenuzamos la idea de sustancia hallaremos que es completamente independiente de la cuantidad, de la cual depende la extensión; porque la molécula más diminuta de oro es tan oro como todo el precioso metal contenido en el Universo. Lo mismo, la cuantidad es una cosa sensible que se ve y se palpa; mientras que la sustancia la conocemos sólo con la mente. Si, pues, Dios reduce un cuerpo al estado de sustancia pura, ese cuerpo cesa de tener extensión, sin dejar por eso de ser cuerpo. Es la extensión la que hace que el cuerpo esté sometido a las leyes del espacio. Quitada la extensión, el cuerpo participa al punto de alguna de las propiedades del espíritu. Y esto es precisamente lo que ha hecho Dios con el Cuerpo de Jesucristo en el Santísimo Sacramento; le quitó la extensión, y el Cuerpo santísimo está libre de las leyes de lugar y espacio. La maravilla no está tanto en que esté en muchos lugares al mismo tiempo como en que esté libre de las leyes del espacio. Penetra la hostia como si fuera un espíritu. Es cierto que ocupa el lugar que antes ocupaba el pan, para estar así en un lugar definido; pero este ocupar espacio es indirecto mediante las especies, como el alma, que si está sometida en cierto modo a las leyes del espacio, es por el cuerpo que anima. No hay, pues, contradicción alguna en la doctrina de la Eucaristía por lo que se refiere a la multilocación, ni se puede decir que sea ésta imposible para Dios.
Parece que la Comunión bajo una sola especie va contra la Biblia (Juan 6, 54; I Cor 11, 27-29) y contra la institución de Jesucristo (Mat 26, 27). ¿No dijo Jesucristo: "Bebed todos de esto"? De donde se sigue que la Iglesia hoy día priva al pueblo de la mitad de la Cena del Señor, contra la práctica de la Iglesia primitiva.
Cuando la Iglesia católica ordenó en los Concilios de Constanza y de Trento que se diese la Comunión al pueblo sólo bajo la especie de pan, no fue contra el mandato de Jesucristo ni contra la doctrina de San Pablo, ni hizo que el sacramento de la Eucaristía sufriese el más mínimo menoscabo.
Dice el Concilio de Trento: "Los legos y los clérigos que no celebran no están obligados por ningún precepto divino a recibir el Sacramento de la Eucaristía bajo las dos especies, ni se puede dudar sin hacer injuria a la fe, que basta comulgar bajo cualquiera de las dos especies para obtener la salvación" (sesión 21, cap 1).
No es extraño que los protestantes insistan tanto en la Comunión bajo las dos especies. Como no creen en la presencia real y objetiva de Jesucristo en la Eucaristía, y para ellos la Comunión se reduce a comer puro pan y a beber vino a secas, creen que es necesario comulgar bajo las dos especies. Pero los católicos, que creemos que la Eucaristía es Jesucristo vivo, estamos ciertos de que tanto en la hostia como en el cáliz separadamente está todo Jesucristo con su Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad. El sacerdote que recibe la Comunión bajo las dos especies no recibe más ni menos que el simple católico que sólo la recibe bajo una especie. Los dos reciben al mismo Jesucristo vivo.
En cuanto a la dificultad tomada del capítulo VI de San Juan, decimos que no es más que aparente. He aquí cómo responde a ella el Concilio de Trento: El que dijo: "Si no comiereis la Carne del Hijo del hombre y no bebiereis su Sangre, no tendréis vida en vosotros", también dijo: "Si alguno come de este pan, vivirá eternamente." Y el que dijo: "El que come mi Carne y bebe mi Sangre, tiene vida eterna", también dijo: "El pan que Yo he de dar es mi Carne, para la salvación del mundo." Y, finalmente, el que dijo: "El que come mi Carne y bebe mi Sangre permanece en Mí y Yo en. él", dijo también: "El que come de este pan, vivirá eternamente" (Juan 6, 52, 54, 55, 59) (sesión 21, capítulo 1).
Cuando Jesucristo dijo a los apóstoles: "Bebed todos de esto" (Mat 26, 27), no hablaba al pueblo, sino a los sacerdotes, que siguiendo este mandato del Señor, cuando celebran la santa Misa siempre reciben la Comunión bajo las dos especies. La Eucaristía es a la vez sacramento y sacrificio.
Para el sacrificio de la Misa es necesaria una consagración doble, es decir, hay que consagrar el pan y el vino, pues es una conmemoraeión del sacrificio de la cruz. En la misa, el sacerdote y la víctima es el mismo sacerdote y la misma víctima del Calvario, esto es, Jesucristo; y el modo como se ofrece es una representación mística del derramamiento de sangre que tuvo lugar en el Calvario. Los protestantes, como han abolido la misa, no entienden la doctrina católica sobre la Comunión.
En cuanto a la epístola de San Pablo a los fieles de Corinto, decimos que el apóstol insiste primeramente en la necesidad que tenemos los cristianos de recibir la Comunión con corazón puro y limpio de todo pecado. De paso menciona el hecho de que entonces era costumbre recibir la Comunión bajo las dos especies, cosa que nadie niega. Dice que es sacrilego recibir la Comunión bajo cualquiera de las dos especies si uno está en pecado. "El que coma este pan o beba el cáliz del Señor indignamente, será reo del Cuerpo y de la Sangre del Señor" (1 Cor 11, 27). Es tal la fuerza de la expresión o beba, que modernamente los protestantes han tenido que corregir la versión errónea y beba hecha en tiempo del rey Jacobo de Inglaterra. Jesucristo no prescribió con detalles cómo debíamos comulgar, así como tampoco prescribió detalladamente cómo se debía administrar el bautismo.
El Concilio de Trento declaró que aunque es cierto que todos los sacramentos fueron instituidos por Jesucristo, sin embargo, el Señor no determinó todas y cada una de las palabras y ceremonias que habían de tener lugar en la administración de todos y cada uno de los sacramentos.
Dice así el Concilio: "En lo que atañe a la administración de los sacramentos, la Iglesia siempre ha tenido poder para añadir o cambiar todo aquello que juzga ha de ser útil para el que los recibe o para mayor veneración de los mismos sacramentos, con tal que deje siempre a salvo la sustancia" (sesión 21, capítulo 2).
Por eso, aunque hasta el siglo XII era muy común la Comunión bajo las dos especies—y ésa es aún la costumbre entre los cismáticos griegos—, la Iglesia nunca reprobó la costumbre de algunas regiones de recibir la Comunión bajo una especie, cualquiera que ésta fuese. Así, San Cipriano, por ejemplo, nos dice que en su tiempo era costumbre dar la Comunión a los niños bajo la especie de vino (De Lapsis, cap 25). Sin embargo, era más corriente recibir la Comunión bajo la especie de pan. Tertuliano y San Basilio nos dicen que los cristianos primitivos solían llevar a sus casas el pan eucarístico, y allí se daban a sí mismos la Comunión antes del desayuno (Tertuliano, Ad Uxorem, 1, 5; San Basilio, epístola 93).
Sabemos por la Historia eclesiástica que los ermitaños del desierto, desde el siglo II al IX, cuando no tenían a mano un sacerdote que les dijese misa, comulgaban ellos mismos bajo la especie de pan. Cuando el abad Serapión, estaba para morir, recibió el viático de manos de un niño que le llevó una hostia consagrada. Los santos Ambrosio y Basilio, en el lecho de muerte, recibieron la sagrada Comunión bajo la especie de pan, como hacen hoy día los obispos. La misa llamada de los presantificados, que no es propiamente misa, sino una Comunión, ya que las hostias han sido consagradas el día anterior, es otro argumento poderoso en favor de la doctrina de la Iglesia.
Insistir demasiado en la necesidad de comulgar bajo las dos especies es indicio de tener ideas erróneas sobre la presencia real de Jesucristo en la Eucaristía; como el insistir en el bautismo de inmersión es estar al borde de negar la necesidad del bautismo.
Nosotros, los latinos, la celebramos el día de Viernes Santo; los orientales la celebran todos los días de Cuaresma, excepto los sábados y domingos y la fiesta de la Anunciación. La costumbre actual de recibir la Comunión sólo bajo la especie de pan data del Concilio de Constanza, el año 1414, que condenó a los hussitas de Bohemia por defender que el cáliz era absolutamente necesario.
Esta ley fue confirmada por el Concilio de Trento, como ya vimos, al condenar los errores de los reformadores en este punto. Ya mucho antes que esta ley fuese promulgada, era costumbre en muchas partes recibir la Comunión sólo bajo la especie de pan, debido a varias razones prácticas, entre otras, el riesgo que corría de derramarse la Sangre preciosa, la dificultad de reservar la Comunión bajo la especie de vino, el temor que causaba beber de cálices tocados por labios inficionados y el gasto elevado que suponía comprar vino en tanta cantidad para dar a comulgar a miles y miles de fieles. Si se tratase de una cuestión doctrinal y constase cierto que la Comunión bajo las dos especies era una ley divina, la Iglesia la hubiera defendido con la tenacidad que la caracteriza; pero como se trata de una cuestión puramente disciplinar, la Iglesia se acomoda en ella a las conveniencias de los tiempos.Insistir demasiado en la necesidad de comulgar bajo las dos especies es indicio de tener ideas erróneas sobre la presencia real de Jesucristo en la Eucaristía; como el insistir en el bautismo de inmersión es estar al borde de negar la necesidad del bautismo.
¿Por qué reciben la Comunión en ayunas los católicos?
Por reverencia al Santísimo Sacramento, los católicos observamos un ayuno determinado antes de recibir la Sagrada Comunión. Según Tertuliano, ya era costumbre a fines del siglo II recibir la Comunión en ayunas; y el año 397, el III Concilio de Cartago decretó que la Comunión debía recibirse en ayunas, excepto el día de Jueves Santo, por celebrarse aquel día la misa por la tarde, en conmemoración de la institución de este sacramento. El II Concilio de Braga ordenó que fuesen depuestos los sacerdotes que dijesen la misa sin estar en ayunas (572).
En la actualidad sigue estando recomendado el tradicional ayuno desde medianoche; pero, por disposición de Pío XII, lo obligatorio es que, no estando enfermo, se abstenga durante las tres horas precedentes a la Comunión (y los sacerdotes, al comienzo de la misa) de toda comida y de cualesquiera bebidas alcohólicas; y durante la última hora, aun de las demás bebidas, con excepción del agua, que nunca rompe el ayuno; los enfermos deben abstenerse igual que los sanos en lo que hace a manjares sólidos y bebidas alcohólicas; pero pueden tomar cualesquier medicina, que en verdad lo sean, y cualesquier líquidos no alcohólicos en cualquier momento antes de celebrar o comulgar.
¿Por qué hacen genuflexión los católicos al entrar en la Iglesia?
La genuflexión es una señal natural de adoración o reverencia (Luc 22, 41; Hech 9, 40; Filip 2, 10). Los católicos doblamos la rodilla delante del Sagrario cuando está reservado el Santísimo Sacramento, en señal de adoración a Jesucristo, que está real y verdaderamente presente en el altar.
¿Qué se entiende por bendición o reserva?
Es una devoción que consiste en cantar himnos de adoración delante del Santísimo Sacramento, expuesto en sitio visible en el altar. El sacerdote inciensa tres veces al Santísimo Sacramento, y en ese incienso está simbolizada la oración del pueblo (Salm 140, 2). Los himnos que se acostumbraban cantar son el O salutaris hostia y el Tantum ergo, compuesto por Santo Tomás de Aquino, u otros, según los países. Al final, el sacerdote toma la custodia en que se guarda el Santísimo Sacramento y hace la señal de la cruz (la bendición) sobre el pueblo, que la recibe de rodillas. La ceremonia termina con un himno apropiado. La idea de exponer a la vista del pueblo el Santísimo Sacramento se hizo general a principios del siglo XIV. Las letanías y otros himnos en honor de la Santísima Virgen se originaron en Italia en el siglo XIII.
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