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viernes, 7 de octubre de 2011

CUALIDADES DE LA CIENCIA DE MARIA


Prosigue el estudio de la ciencia de la Madre de Dios: su extensión; su crecimiento; cómo estuvo libre de todo error y de toda ignorancia propiamente dichos.
La Santísima Virgen tuvo desde el principio de su existencia un conocimiento de las cosas de Dios actual y perfectísimo. Esta doctrina, conforme queda demostrado, es sólidamente probable, y aun pudiéramos decir que es moralmente cierta: tantas y tan persuasivas son las razones que hay para admitirlas. Además, esta ciencia no puede ser sino la ciencia infusa propiamente tal, porque de ninguna manera pudo depender, ni en su origen ni en su ejercicio, del concurso de las facultades sensibles (Más que la ciencia infusa no requiera el concurso de los sentidos no se puede legítimamente concluir que los sentidos sean inútiles: "Licet anima Christi potuerit intelligere non convertendo se ad phantasmata, poterat tamen intelligére se ad phantasmata convertendo; et ideo sensus non fuerunt frustra in ipsa; praesertim cum sensus non dentur homini solum ad scientiam intellectivam, sed etiam ad necessitatem vitae animalis." (San Thom., 3 p. q. 11, a. 2.)). Esta ciencia, pues, no era la fe común. Tampoco era la intuición plena de los misterios; por lo cual, en este orden, se acerca a la fe que Dios infunde en las almas de los niños el día de su Bautismo, pero con notables diferencias. La fe en los bautizados no es más que una fuerza latente, mientras sus facultades naturales no hayan despertado; el conocimiento de la ciencia infusa en María era un conocimiento en acto, aunque los sentidos y la imaginación dormían, o, más exactamente, no habían sido formados aún en la Santísima Virgen. Además, la mirada de la ciencia infusa no supone, como la de la fe, una enseñanza venida de fuera que le presente el objeto; en aquel primer momento, la Virgen Inmaculada no tuvo más que un maestro, el Espíritu Santo, que obraba en Ella. De la misma manera que Ella después, sin el concurso del hombre, concebirá al Verbo de Dios hecho hombre, así también concibió los primeros actos de su inteligencia sin asistencia alguna creada. La virtud del Altísimo la cubrió con su sombra, y esto bastó para la una y para la otra concepción. En tercer lugar, la ciencia infusa de María aventaja a la fe por su claridad, porque en razón de ciencia infusa es de un orden absolutamente superior al del conocimiento humano.
Pero meditemos más despacio en la ciencia de esta Madre divina, para sondear todas las perfecciones que encierra. Primero veamos cuáles fueron su extensión y crecimiento, y después veremos cómo estuvo exenta de las dos mayores imperfecciones de la ciencia humana; a saber: de la ignorancia y del error.

I. Hablemos primero de la extensión. Ante todo, es necesario recordar el principio fundamental tantas veces invocado: todos los privilegios de gracia otorgados por Dios a sus criaturas fueron concedidos a la Madre de Dios en un grado, no solamente igual, sino superior. Por tanto, como quiera que los ángeles y el padre primero del linaje humano, desde su origen tuvieron un conocimiento, aunque obscuro, muy explícito de las perfecciones divinas y de la Trinidad de Personas, fuerza es atribuir a María el mismo conocimiento. En segundo lugar, como quiera que el Bautista, cuando fue santificado en el seno de Santa Isabel, reconoció y saludó al Verbo encarnado, que le llevaba la gracia y el perdón, también la Madre de Dios debió conocer el gran misterio de donde le provenía el privilegio único de su Concepción inmaculada. Lo que no podemos puntualizar es hasta dónde se extendían estas dos series de conocimientos. Mas, siendo la Santísima Virgen, en aquel primer instante de su vida, más santa, más amada de Dios, más favorecida con su gracia que todas las demás criaturas, ¿no era justo que aventajase también en la perfección de sus luces sobrenaturales a todas las criaturas que aún anden por el camino de la vida terrena?
No ignoramos que conocer a Dios no es lo mismo que amarlo, y que el amor no siempre corre parejas con el conocimiento. Sin embargo, cosa cierta es que el amor procede del conocimiento y que, donde reina orden perfecto, el conocimiento es la medida del amor. En el Cielo aman más los elegidos que ven más, y el Amor Infinito, que es el Espíritu Santo, es el soplo de un Verbo infinito. Si, pues, la Virgen Santísima, en la aurora de su vida mortal, es la más amada de Dios y la más amante de Dios, era de altísima conveniencia que participase en un grado sin igual de la luz divina.
Guardémonos, sin embargo, de toda exageración, y no lleguemos, con pretexto de honrarla, a atribuir a la Santísima Virgen alabanzas que Ella misma sería la primera en rechazar. Autores ha habido que han extendido desmesuradamente el campo de esta ciencia infusa de la Madre de Dios. Según ellos, la ciencia de María abarcaba todos los dominios del humano saber, de tal suerte que ni el mundo de la naturaleza ni el mundo de la gracia tenían secretos para Ella. Tal era la ciencia de la Santísima Virgen, según los aludidos autores, que María penetraba en las profundidades más misteriosas de las cosas naturales y sobrenaturales, contemplándolas, excepto a Dios, tal cual son en sí mismas, sin intermediarios y sin velos, con sobreabundancia de certeza y de claridad. Pero no hay razón que demuestre ni la verdad ni la verosimilitud de semejantes afirmaciones, no ya en cuanto a la ciencia inicial de María, pero ni aun respecto de la que divinamente le fué otorgada en el discurso de su vida mortal. Ni los Santos han dicho nada acerca de esto, ni se ve qué utilidad podría reportar esa ciencia a la Madre de Dios, ni menos se explica cómo podría hermanarse tal cúmulo de ciencia con el puro estado de viadora en el que se hallaba la Santísima Virgen (Cf. Suár., de Myster. vitae Christi, D. 19, S. 3, Dico tertio, cum antec).
Nada es cosa de maravilla que la Santísima Virgen, desde el principio de su existencia, tuviera sobreabundancia de conocimientos sobrenaturales, porque estos conocimientos tenían por fin el perfeccionarla en el orden de la gracia y convenían a su futuro oficio de Madre de Dios. Si Adán, porque había de ser padre y educador de la estirpe humana, fue enriquecido desde su creación con un maravilloso tesoro de conocimientos, cuando Dios preparaba a la Santísima Virgen para el oficio de Madre de los hombres, ¿podía mostrarse avaro para con Ella al darle la ciencia conveniente a su futura dignidad? Asimismo, que María recibiera por infusión el conocimiento de las cosas naturales y morales que podían servirle para penetrar el sentido más profundo de las Sagradas Escrituras, o para entender mejor los misterios de la Fe, o para regular todas sus acciones en el curso ordinario de la vida, es cosa que se puede y se debe admitir como verosímil, sin pretender, claro está, definir la medida exacta y el tiempo preciso en que el conjunto de estos conocimientos le fue otorgado (El último género de conocimientos depende naturalmente del organismo y no se ve necesidad alguna de hacerlo remontar a los primeros tiempos de María, cuando su organismo no estaba todavía desarrollado). Nada impide, en efecto, que la divina sabiduría regulase la disposición de estos conocimientos según las circunstancias en que podía hallarse la Santísima Virgen. Pero, ¿de qué le sirviera una ciencia puramente humana que no hubiera tenido otro fin que adornar el espíritu o satisfacer una curiosidad natural? No se nutría Ella con el alimento de las cosas profanas en sus meditaciones. Más arriba, más alto se eleva el curso de sus pensamientos. ¿Podéis imaginaros a esta Virgen, tan humilde y tan sencilla, embebida en los problemas de la física, o de la química, o de las matemáticas, o de otros asuntos y materias semejantes? Cierto que le era menester, juntamente con el conocimiento de las más sublimes verdades del mundo sobrenatural, la ciencia y, en grado no común, de las cosas creadas; pero, ¿qué ciencia? Aquella que percibe las cosas creadas como vestigios e imágenes, como rayos esparcidos de la divina hermosura; aquella que da a gustar, a ver, a sentir por doquiera la presencia, la bondad, la providencia y la operación de Dios, su primer principio y fin último de todas las criaturas; aquella, en fin, que contempla las obras de Dios para mejor conocer a Dios y mejor glorificarle y mejor amarle. Mas la perfección en las ciencias profanas no es ni necesaria ni por extremo útil para alcanzar ese fin.
Otra exageración sería imaginar que en María, desde el principio de su vida, se diera tal plenitud de ciencia infusa, que todo progreso le fuese imposible. Este fue privilegio singular de Jesucristo: el no crecer más, interiormente, en sabiduría, como tampoco en gracia. Pero de este privilegio no podía participar María, porque, con diferencia grande de su Hijo, Ella estaba totalmente in vía, es decir, en estado de cambiar y de crecer. El Evangelio mismo nos la presenta adquiriendo el conocimiento de cosas que hasta entonces ignoraba. Para citar un ejemplo, no más, ¿no es manifiesto, por la turbación que sintió en la Anunciación y por la cuestión que propuso al Arcángel, que su participación personal en el misterio de la Encarnación del Verbo le era hasta aquel momento cosa desconocida? No han faltado espíritus, por demás sutiles, que lo han negado; pero estas licencias de interpretación en ningún modo pueden justificarse. El Hijo de Dios no reveló desde el principio a la que había elegido por Madre, ni la elección que había hecho de la misma, ni todas las circunstancias y efectos de la Encarnación. La ciencia de María, como su gracia, tuvo aurora, y la aurora no brilla con los esplendores del mediodía (Santo Tomás enseña que aun los mismos ángeles, en posesión de la luz de la gloria, no conocieron desde el principio las condiciones especiales de este misterio, aunque el conocimiento que tuvieron excedía en mucho las revelaciones hechas a los profetas. (I p., q. 5, a. 5, ad 1 ed 3).

II. Dios proveyó a su Madre de medios seguros para adquirir los conocimientos apropiados a las diferentes etapas de su vida mortal. Aunque nos sea imposible puntualizar cuándo y cómo la Santísima Virgen recibió de Dios el crecimiento progresivo de sus luces intelectuales, todavía podemos señalar a grandes rasgos las fuentes y las ocasiones principales. Dícese en el Evangelio que el Señor "abrió el sentido (a dos de sus discípulos) para que entendiesen las Escrituras" (Luc. XXIV, 45). Lo que hizo con estos discípulos y ha hecho después con tantos otros, ¿no podemos, no debemos creer que lo hizo con su Madre, y en grado mucho más excelente? Ved aquí el primer manantial de progreso en el conocimiento de las cosas divinas: la lectura y meditación de los Libros Santos, hechas la una y la otra bajo los esplendores de la luz de Dios.
Dice también el Evangelio, hablando de los misterios de la infancia del Salvador, que María "conservaba todas estas cosas, repasándolas en su corazón" (Luc., II, 19, 51). Y si los misterios de la santa infancia le fueron tan dulce entretenimiento, ¿no hallaría inagotable materia de meditación en tantos otros misterios en que Ella misma fue parte activa o, cuando menos, testigo? En ellos, sin duda, su corazón se fundía, se liquidaba de amor; pero al mismo tiempo, ¡con qué claridades se iluminaba su inteligencia!
¿Será necesario recordar aquellas conversaciones íntimas, de corazón a corazón, con Jesucristo, la Luz eterna, durante los largos años de la vida de Nazareth, y los secretos divinos que el Hijo derramaría en el alma de su Madre? Si ninguno de los Evangelistas habló, como Juan, el discípulo amado, de la naturaleza divina del Verbo encarnado, fue —dice San Agustín"porque, habiendo en la Cena reposado su cabeza sobre el pecho de Jesús, bebió más abundantemente y más familiarmente de este manantial el misterio de su divinidad" (San August., de Consensu Evang., L. I, c. 4, n. 7. P. L., XXXIV, 1.045). Y por aquí rastreemos los tesoros de inteligencia con que una comunicación mil veces más íntima y continuada debió de enriquecer a la Madre de Jesús.
A estas causas de adelanto en la divina sabiduría hase de añadir otra, la de las revelaciones propiamente dichas, que descienden del Cielo por ministerio exterior de los ángeles o por la acción interior e inmediata del mismo Espíritu Santo.
Hemos dicho, en primer lugar, por ministerio exterior de los ángeles (Santo Tomás se propone a sí mismo esta dificultad: la Anunciación no debió hacerse por medio de un ángel porque, cuando se trata de los ángeles más elevados, Dios mismo inmediatamente les revela sus designios, según las doctrinas del Areopagita. Ahora bien; la Santísima Virgen está por cima de todos los coros de los ángeles. He aquí la solución que da el Angélico a esta dificultad: "Conviene advertir que la Madre de Dios era superior a los ángeles en cuanto a la dignidad para la que había sido elegida por Dios : pero en cuanto al estado de la vida presente les era inferior. Cristo mismo, por razón de su vida pasible. fué rebajado un poco por debajo de los ángeles (Hebr., II, 7). Mas como era simultáneamente viador y comprensor, en cuanto al conocimiento divino no tenía necesidad de ser instruido por los ángeles. Pero la bienaventurada Virgen no estaba aún en el estado de los comprensores, y por esto fué necesario que la encarnación del Verbo le fuese significada por un ángel." (San Thom., 3 p„ q. 30, a. 2, ad. I.)). El Evangelio nos da a conocer la más esplendorosa de estas revelaciones angélicas en el relato de la Anunciación. Mas todo induce a creer que otras la siguieron y la precedieron. Hay —dicen los Santos Padres— un parentesco muy allegado entre los ángeles y las vírgenes. Y, ¿cómo es posible que la Virgen por excelencia y Reina de los ángeles no fuera favorecida con visitas angélicas? Según algunos Santos Padres, por ejemplo, San Jerónimo y San Ambrosio, aun antes de la Concepción del Hijo de Dios, no fueron raras las visitas de los ángeles a la Santísima Virgen. "Gabriel —dice el segundo— la halló sola en el lugar donde solía encontrarla" (San Ambros., de Virginit., L. II, n. 11, c. 2. P. L„ XVI, 210).
Hemos dicho, además: por la acción inmediata del Espíritu de Dios. Cuantos han recorrido las vidas de los Santos, de aquellos principalmente que se han señalado por una pureza más insigne y por una contemplación más asidua de las cosas celestiales, saben con cuánta familiaridad les revelaba Dios Nuestro Señor, en sus misteriosas comunicaciones, sus más íntimos y altos secretos. Baste recordar a Santa Teresa, Santa Catalina de Sena, Santo Tomás de Aquino, San Ignacio, San Juan de la Cruz y otros muchos más, cuyos nombres son conocidos de todo el mundo. Y no eran estas comunicaciones gracias estériles, aptas sólo para esclarecer el espíritu: a la vez que daban luz infundían amor, un amor activo, un amor pronto a todos los sacrificios para glorificar a Dios y salvar las almas. Negar a María ilustraciones tan liberalmente concedidas a los siervos de Dios, sería desconocer lo que Ella fué para Jesús y lo que Jesús fué para Ella (Cf. Suárez, 1. c. S. 2 y 3).
Con lo dicho no hemos indicado aún todos los caminos por donde pudo venir a María el progreso en las ciencias de las cosas divinas. Sería necesario aún recordar la parte principalísima que le correspondió en la efusión de luz y de amor del día de Pentecostés, cuando el espíritu de Dios descendió en forma de lenguas de fuego sobre la Iglesia naciente, y aquella otra efusión que fue privilegio suyo incomunicable, cuando el mismo Espíritu descendió sobre Ella y quedaron convertidos su cuerpo y su alma en asiento de la sabiduría eterna. Y, ¿no es también soberanamente probable que Dios, su primer Maestro, le infundiera luces más abundantes y más vivas en aquellas circunstancias memorables que la hicieron participar más de cerca en los misterios de la Redención?
Autores graves no vacilan en afirmar que más de una vez se dignó Dios elevarla hasta la contemplación intuitiva, si bien transitoria, de sú esencia, es decir, de la verdad suprema (Más adelante diremos sobre qué fundamentos apoyan su afirmación). Y ¿podemos creer que tal visión, aunque sólo durase un instante, no fuese un manantial de luces permanentes para María?
Mas, al llegar a este punto, no hemos de disimular una dificultad que es necesario resolver antes de proseguir. Pregúntase cómo pueden concillarse estos aumentos de ciencia sucesivos de que venimos hablando, con la perfección de la ciencia impresa, desde el momento de la Concepción, en el alma de la Virgen Inmaculada. ¿Cómo era posible que hubiese recibido la ciencia infusa de las Escrituras divinas, siendo así que Ella se instruía en las mismas Escrituras mediante su lectura y meditación? ¿De qué le servía aquella plenitud de luz sobrenatural con que fue llena en el momento de su Concepción, si le era preciso, después, beber en tantas fuentes la inteligencia de los divinos misterios? La mejor respuesta a estas cuestiones será comparar la ciencia infusa de la Madre y la ciencia infusa del Hijo. Esta última no tuvo nunca crecimiento. Su plenitud inicial fue la misma plenitud final. Y, con todo eso, de Jesús, niño, está escrito que "crecía en sabiduría" (Luc., II, 52); no sólo —advierten los teólogos, con Santo Tomás— porque la plenitud de sabiduría que inmutablemente existía en Él desde el instante de su bienaventurada Encarnación se manifestaba por operaciones cada vez más perfectas, sino también porque tenía, además de la ciencia sobrenatural, otra ciencia naturalmente adquirida, que podía, como la nuestra, admitir verdadero crecimiento (San Thom., 3 p., q. 12, a. 2).
María, formada a imagen de la santa humanidad del Salvador, tenía también estos dos órdenes de conocimientos. Por tanto, a imitación de Jesucristo, podía progresar en el segundo orden de ciencia, ya por la lectura de los Libros Santos, ya con sus propias meditaciones, ya por el conocimiento íntimo de los misterios que se obraban en su alma y en su cuerpo (Suár., op. cit., D. 19, s. 2. Tertio dicendum, etc.). Fuera de esto, a diferencia del Hombre-Dios, su ciencia infusa no era ciencia propia del término, y, por lo mismo, pedía aumentos proporcionados a los estados sucesivos de esta divina Madre; y he aquí cómo en ciertas épocas, cuyo número Dios sabe, podían obrarse en María nuevas efusiones de luz, una expansión creciente de la ciencia que en un principio fue impresa en su entendimiento. Y, por último, nada impide que aquello mismo que fue causa de progreso en los conocimientos adquiridos, como lo fueron las conversaciones íntimas de la Madre con el Hijo, fuese también ocasión providencialmente dispuesta para acrecentar los conocimientos infusos; porque es orden de la divina sabiduría el entrelazar sus dones interiores con los hechos exteriores; sus gracias de conversión, por ejemplo, con la lectura o audición de la divina palabra.
A quien pretendiere conocer la medida exacta a que llegó finalmente la ciencia sagrada de María le responderemos confesando humildemente nuestra ignorancia. Pero de todo corazón suscribimos las siguientes palabras de Eadmer, el discípulo de San Anselmo: "Aunque los Apóstoles recibieran del Espíritu Santo, por revelación, toda verdad, María, gracias al mismo Espíritu, penetraba con mirada incomparablemente más ancha, más profunda y más clara en los abismos de la verdad divina" (Eadmer, de Excellent. B. V. M„ c. 1. P. L. CLIX, 571). Diremos también, con un teólogo a quien nunca se ha tildado de exageración: "La Bienaventurada Virgen tuvo, acerca de los misterios de la Fe, luces más excelentes que todos los Profetas, que todos los Apóstoles y que todos los Evangelistas juntos" (B. Medina, Comment. tn 3 p. Summ., q. 27, a. 5). Así como su dignidad sobrepuja a toda dignidad, y su santidad a toda santidad creada, excepto la del Salvador, así también nada iguala, ni igualará jamás en esta vida mortal, los esplendores de la antorcha que brillaba en el firmamento de su inteligencia. Una ciencia más dilatada y más alta de los divinos misterios no es de esta tierra, sino del Cielo (Suár., Op. et D. cit., s. S.). Con toda verdad, un doctor de la Iglesia griega la llamó "maestra y augusta cima de los teólogos" (Joannes Euchait., episc., serm. in S. Disp. Dormit., n. 24, P. G., CXX, 1.101). Y, para terminar, ¿no nos convida la misma Iglesia a invocar con el título de "Reina de los Doctores", enseñándonos de esta manera que en María, aun en el tiempo de su mortalidad, se encerraban tesoros incomparables de ciencia divina?

III. ¿Excluía la ciencia de la Santísima Virgen todo error y toda ignorancia? Antes de dar respuesta a esta pregunta es necesario definir bien los términos de ella. La ignorancia no es otra cosa que defecto de ciencia. Cuando las cosas que no sabe uno son de aquellas que por razón de su estado, posición, funciones de su persona, debería saber, el defecto de ciencia se convierte en falta, en privación, en ignorancia propiamente dicha. Pero si son de aquellas que, en las mismas condiciones, no importa saber, entonces es simple ignorancia, inherente, en mayor o menor grado, a la condición de toda criatura. El error consiste en juzgar verdadero lo que es falso, o viceversa. Añade, pues, algo de la ignorancia, porque se puede ignorar sin juzgar de lo que se ignora; todo error es ignorancia, mas no toda ignorancia es error (San Thom., de Malo, q. 3. a. 7).
Establecidas estas nociones, volvamos a las cuestiones propuestas. La ciencia de la Virgen Santísima, ¿era ciencia sin error? Sí —responden generalmente los teólogos—. Suárez estima tan cierta esta conclusión, que tiene el sentir contrario por ofensivo de los oídos piadosos. He aquí las razones con que apoya su conclusión. Todas, de cerca o de lejos, se relacionan con la divina maternidad.
En primer lugar, es doctrina común que el estado de inocencia no sufría error ("Approbare falsa pro veris ut erret invitus... nos est natura instituti hominis, sed pena peccati." (San August., de Líber, arbitr., L. III, c. 18, n. 53.) P. L. XXXIII, 1296). Ahora bien; como la Santísima Virgen no contrajo el pecado de origen ni, por tanto, tuvo parte alguna en la caída universal, debió poseer todas las perfecciones del estado de inocencia, exceptuadas solamente aquellas que no se avenían con la posibilidad de padecer y de morir; cuanto más, que estas perfecciones eran por extremo convenientes a una Madre de Dios. ¿Qué es el error sino una herida inferida a la humana inteligencia por el pecado? (San Thom., 1-2, q. 85, a. 3). Por consiguiente, como quiera que María, en virtud de un privilegio único, no contrajo la culpa, tampoco debía padecer las penas, y mucho menos aquella que, como el error, tienen carácter de imperfección moral. ¿No es esto mismo lo que nos obliga a alejar absolutamente de María aquella otra herida que llamamos concupiscencia? El error y la concupiscencia son dos desórdenes que traen origen de la misma fuente, y, por tanto, ni el uno ni el otro pueden darse allí donde su manantial nunca se abrió.
Añadamos, como razón última, el dominio perfecto que la Santísima Virgen poseía de todas sus potencias, con exclusión de todo movimiento desordenado, dominio que le permitía no formar juicio definitivo con noticias inciertas. ¿Qué podía, pues, hacer cuando le faltaba luz suficiente para juzgar? Suspender el juicio o bien no formar nada más que conjeturas acomodadas a la verosimilitud de las cosas y al grado de probabilidad respectiva. Así es cómo los mismos bienaventurados del Cielo tienen que regular el ejercicio de su inteligencia acerca de aquellos objetos cuya verdad no les es ciertamente conocida ni por la visión divina ni por revelaciones especiales. ¿Es creíble que la Santísima Virgen no les imitase en esta moderación intelectual, siendo así que esta imitación le era sobremanera fácil y tan bien decía con su estado de perfección? (Suár., de Myster. vitae Christi, d. 19, s. 6, Dicendum est primo).
Hechas estas advertencias, ya no es difícil interpretar algunos textos de la Sagrada Escritura que podrían sugerir la tentación de suponer algún error en María. El más conocido de todos es el pasaje de San Lucas que nos presenta a José y María "creyendo que Jesús estaba en su compañía y buscándole entre sus parientes y conocidos", cuando estaba en Jerusalén (Luc., II, 44).
No diremos, como lo han hecho algunos intérpretes, por ejemplo, el Abad Ruperto, que sólo San José ignoraba dónde estaba el Niño Jesús, y que si el Evangelista parece afirmar que el error era común a San José y a la Virgen, es porque usa aquella misma manera de hablar empleada en otro pasaje del Santo Evangelio, donde se atribuye a los dos ladrones crucificados con Jesucristo blasfemias que sólo uno de ellos vomitó (Matth., XXVII, 44; col. Luc., XXIII, 39, sqq.). No son necesarias tales sutilezas, aunque demuestran cuán alta idea tenían sus inventores de la perfección del conocimiento de María. ¿Por qué José y María buscaban a Jesús primeramente entre sus compañeros de viaje? ¿Por qué estaban convencidos de que se hallaba entre ellos? De ningún modo. Bastábales que tal cosa fuese verosímil. Mas en este juicio nada había que fuese falso, pues era verosímil que entre los compañeros de viaje se hallase el Niño Jesús: las circunstancias ordinarias de semejantes viajes daban fundamento a tal interpretación.
Pero se objetará, además: las punzantes inquietudes de María, ¿no suponen en Ella otro error? Si no estaba engañada acerca de la naturaleza y misión de su Hijo, ¿cómo podía temer? Es Dios; en cuanto a la inteligencia, es hombre perfecto; es el Salvador que infaliblemente debe cumplir la salvación del mundo. Y siendo esto así, ¿qué peligros podía correr y cómo podía perderse entre la muchedumbre, cual si fuese un niño vulgar? Conocía María todas estas cualidades de su Hijo, y nunca dudó de ellas; pero también sabía, por experiencia, que Jesucristo, en esta primera fase de su vida terrestre, no quería distinguirse de los demás hombres. Lo había visto mudo en la cuna, expresándose sólo con gestos infantiles; lo había visto ensayando sus primeros pasos, todavía inseguros, bajo su maternal vigilancia; lo había visto aprender junto a Ella a balbucear las primeras palabras; lo había visto necesitado, como los demás niños, de ser sostenido, alimentado con leche de los purísimos pechos de su Madre; lo había visto en las cosas de la vida ordinaria guiarse con las luces del conocimiento adquirido, a imitación de los otros niños de su edad; en una palabra, lo había visto sometido de su libre voluntad y querer a las flaquezas comunes de la humana naturaleza. ¿No bastaba todo esto para que la Santísima Virgen pudiese decirse a sí misma, sin error: Mi Jesús, verosímilmente se ha perdido entre el torbellino de la gente y, verosímilmente, ahora andará vagando por Jerusalén, hambriento, agotado por la fatiga, suspirando por su madre y llorando de pena al verse separado de ella? Esto es lo que se diría María. Presentarla tranquila, sin inquietud ni pesar, sería atribuirle una ligereza de juicio; porque nada, en la conducta anterior de Jesús, inducía a pensar que se hubiera quedado en Jerusalén por un designio de caso pensado para cumplir algún acto especial relacionado con su misión.

IV. Pero si no se puede descubrir en la Santísima Virgen ni un solo error positivo, ¿no se halla en Ella, cuando menos, más de un indicio de ignorancia? Si se habla de esa ignorancia, impropiamente dicha, que consiste en no saberlo todo, locura sería pretender exceptuar a la Madre de Dios. Pero no es ésta la cuestión. Trátase de la ignorancia en el sentido estricto de la palabra; en otros términos, de la ignorancia que versa acerca de cosas que el sujeto debe conocer, por razón de su dignidad, de su posición, de su oficio o de su categoría ("Ignorantia... nihil aliud est quam carere scientia quam quis natus este habere", dice Santo Tomás, de Malo, q. 8, a. 7). Ahora bien; el enunciado mismo de la cuestión, reducida a sus justos términos, encierra la solución; porque, si hay una verdad constante, es que la Virgen Santísima recibió de Dios todos los privilegios y todas las gracias que pedían su oficio y dignidad de Madre de Dios. Además, todas las pruebas aducidas hasta aquí para demostrar su inmunidad del error, demuestran también su inmunidad de la ignorancia, porque entrambos son una herida y un desorden nacido del pecado original. Mas, como hay algunos casos particulares que, al parecer, atenúan la fuerza de las pruebas aducidas, conviene examinarlas de propósito.
Tres textos de la Sagrada Escritura ofrecen especial dificultad. Los dos primeros se leen en el mismo pasaje en que San Lucas nos cuenta la pérdida del Niño Jesús después de la Pascua. Primeramente, San Lucas nos refiere la extrañeza y asombro de María y José cuando lo hallaron sentado en medio de los Doctores, preguntando y respondiendo. Ahora bien; la admiración y el asombro proceden de la ignorancia. Después, el mismo Evangelista, referida la respuesta que dió Jesús a las quejas maternales de María: "¿Por qué me buscábais? ¿No sabíais que es necesario que yo me ocupe de los asuntos de mi Padre?". Añade. "Y ellos no comprendieron esta palabra que Él les decía" (Luc., II, 48). El tercer texto se lee también en el Evangelio de San Lucas: "¿Cómo sucederá esto —preguntó María, cuando el Angel le habló de su futura maternidad—, puesto que yo no conozco varón?" (Luc., I, 35). Así, pues, la Santísima Virgen ignoraba la elección que el Señor había hecho de Ella y el modo virginal con que sería concebido el Salvador.
Examinemos cada uno de estos tres textos, empezando por el segundo: "Y ellos no entendieron lo que les decía." "No sutilicemos importunamente, a propósito del texto del Evangelio. Se dice no sólo de José, sino también de María, que no entendieron lo que Jesús quería decir" (Bossuet, Elev. sur l'Evang., 20 sem., 7 elev.). Así descarta Bossuet ciertas sutilezas inventadas para salvar en esta ocasión la ciencia de María. Pero, ¿qué es lo que María no entendió en las palabras de su Hijo? ¿Acaso el que su Hijo tenía a Dios por Padre? O ¿quizá el que su Hijo había sido enviado a cumplir los designios de Dios para la salvación de los hombres? Mas, ¿cómo era posible que la Santísima Virgen ignorase misterios que había aprendido de la boca misma de Dios por mediación del Arcángel? Pero, si esto no es lo que María ignoraba, ¿qué era entonces? Volvamos a leer el Sagrado texto: "¿No sabíais que yo debo ocuparme en las cosas de mi Padre?" Cierto que lo sabían, y María principalmente. Lo que Ella no entendió claramente fue la relación que podía tener con la misión de Jesucristo un hecho acaecido en circunstancias tan extrañas. Más adelante, cuando Jesús deje a Nazareth para dedicarse a la predicación pública, no se extrañará de ello María; entonces Jesús estará en la edad varonil y madura y habrá llegado el tiempo de salir de su voluntaria obscuridad. Pero que, para ocuparse de las cosas de su Padre celestial, se haya sustraído clandestinamente, en edad tan tierna, de la tutela materna; que por un instante haya descorrido el velo con que estaba cubierto en la soledad de Nazareth, esto es lo que constituye un misterio para María, un misterio que Ella guardará en su corazón para meditar sus secretos; porque sabe muy bien que los actos y las palabras de su Hijo tienen un sentido muy profundo, digno, no sólo de un hombre por excelencia sabio, sino también del Verbo de Dios, la Sabiduría encarnada. María conserva estas cosas en su corazón para meditarlas, dándoles vueltas y más vueltas con amorosa contemplación, hasta que Dios quiera, en tiempo oportuno, dárselas a entender. Y si decís que esto es señal de verdadera ignorancia, habréis de demostrar que importaba a María el conocer en aquel momento las razones de tal conducta de su Hijo; mas esto no se demostrará.
También se ha de reconocer que ni José ni María esperaban hallar a Jesús entre los Doctores de Israel oyéndoles, preguntándoles y llenando de admiración a cuantos lo escuchaban. Nada, en la conducta ordinaria de Jesús, les había preparado para esta revelación parcial que ahora iba a hacer de sí mismo. Pero, ¿convenía a su oficio que fueran advertidos de antemano?, o, por el contrario, ¿no era esta ignorancia del designio de Jesús condición necesaria para la debida ejecución del mismo? La voluntad del Padre era que su Hijo diese entonces alguna muestra de la sabiduría cuya plenitud tenía "y, a la vez, de la superioridad con que debía mirar a sus padres mortales, sin seguir a la carne y a la sangre; por derecho, señor de ellos; a ellos sometido por dispensación" (Bossuet, ibíd., 6 elev.). ¿Y hubiera ejecutado este designio si de antemano revelara a José y a María su propósito e intención? (Para nuestro Señor había dos órdenes de operaciones. Unas, eran las operaciones de la vida común; las otras se referían directamente a su misión. En cuanto a las primeras, estaba sometido, como los demás niños, a la dirección de su padre adoptivo y de su madre; en cuanto a las segundas, no dependía sino de su Padre celestial. Por consiguiente, no hay que extrañarse ni escandalizarse de que deje a José y a María sin haber obtenido su consentimiento y exponiéndolos al dolor más profundo. La voluntad del Padre, que está por cima de toda otra voluntad, lo exigía así. La obra que Jesús iba a ejecutar no caía debajo de la Jurisdicción de sus padres. No ignoraba María esta economía misteriosa: mas, sin una revelación que no convenía que Dios hiciese anticipadamente, no podía saber que la separación de su Jesús se refería a este segundo orden de operaciones). Así, pues, la inteligencia actual del misterio no era necesaria a la Virgen, y, por tanto, no hubo ignorancia propiamente dicha.
Y tampoco fue verdadera ignorancia la causa de que preguntara al Arcángel: "¿Cómo será esto, si yo no conozco varón?" San Ambrosio, explicando este texto (San Ambros., in Luc., L. II, n. IB. P. L„ XV, 1558), estima que María entendió desde el principio que se trataba de una concepción y de un alumbramiento virginales. Porque el conocimiento que tenía de las Sagradas Escrituras no le permitía ignorar que el Salvador anunciado era el Mesías, ni que el Mesías había de nacer de una Virgen. Mas entonces, ¿por qué pregunta al Arcángel? El santo Obispo responde: "Ella había leído en la Escritura: "He aquí que una virgen concebirá"; pero no había leído cómo sucedería esto, porque ni al mismo gran Profeta Isaías le había sido revelado" (Isa., VII, 14). Por tanto, cuando María pregunta, lo hace para aprender lo que a Ella toca obrar y cómo, permaneciendo virgen, podrá ser la Madre del Emmanuel. Si se acepta esta interpretación, contra la cual nada se puede alegar, y que se recomienda por su sencillez, ya no habrá razón alguna para hablar de ignorancia en María (La solución dada por San Ambrosio se halla también en una homilía posterior, atribuida, aunque sin fundamento sólido, a un cierto Eusebio, obispo galicano).
Mas como quiera que hay autores graves, y aun Padres que exponen el dicho texto diversamente, conviene aducir otras interpretaciones. He aquí una que, después de otras varias, trae Suárez (Suár., de Myster. vitae Christi, D. 1, s. 2, versus med.): María —dice—, antes de proponer su cuestión, había entendido ya que se trataba de concebir virginalmente al Mesías. Con todo, aún pregunta, como si no hubiera entendido el misterio, ya para mejor manifestar su inmutable resolución de permanecer virgen, ya también para recibir de Gabriel, que hablaba en nombre de Dios, la seguridad explícita y personal de que la maternidad que se le ofrecía era compatible con su virginidad. Quizá parezca esta interpretación harto sutil; mas, aunque sea menos sencilla que la primera, basta para desvanecer cualquier idea de ignorancia.
La tercera forma de interpretar la pregunta de María sería decir que conocía el misterio anunciado por el profeta Isaías en su célebre profecía de la virgen madre, pero sin comprender, por lo menos de una manera cierta, que el Emmanuel anunciado por el Profeta sería el Hijo que Ella iba a concebir. De aquí su pregunta: ¿Cómo será esto, pues yo no conozco varón? Esta interpretación, como las dos precedentes, no supone ignorancia u olvido del oráculo el Profeta Isaías; a lo sumo supone cierta duda de María sobre que en Ella haya de cumplirse el vaticinio, y esta hesitación de un instante no está en desacuerdo con la dignidad de Madre,de Dios, porque sirvió para que brillase con más vivos esplendores su fe erfecta y su incomparable amor a la virginidad.
J.B. Terrien S.J.
LA MADRE DE DIOS...

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