de LEÓN XIII
Sobre Jesucristo Redentor
Del 1 de noviembre de 1900
Venerables Hermanos: Salud y Bendición apostólica
1.
Motivo: La profunda piedad de los peregrinos a Roma
en el Año Santo y de los
católicos del mundo.
Aun
cuando los fieles que, preocupándose principalmente de la vida futura, están
atentos a su salvación, se ven rodeados de amenazas y zozobras, por ser muchos e
inminentes los peligros que amenazan su vida, tanto en el orden público como en
el privado, no desmayan, sin embargo, teniendo aún en estos calamitosos días del
siglo XIX algunas esperanzas y algún consuelo.
Y no se
crea que nada importan a la salvación de las almas el pensamiento constante de
la otra vida y de las cosas referentes a la fe y a la piedad cristiana: hechos a
los que no es posible negarles asentimiento, demuestran que estas virtudes se
han de confirmar y corroborar con más ahínco que en otros, en los tiempos que
corren, pudiendo servir de saludable ejemplo el que, a pesar de los mil halagos
del siglo y de tantas ofensas a la piedad como se ven por todas partes, una
inmensa multitud de peregrinos de todas las naciones acuden a la sola indicación
del Pontífice para prosternarse ante los sepulcros de los santos Apóstoles; y
todos, ya pertenezcan a esta o la otra categoría social, dan claras muestras de
su religión; y confiados en la indulgencia que les ofrece la Iglesia, buscan con
tierna solicitud la manera de conseguir la bienaventuranza eterna.
¿A quién
no llaman la atención estos hechos que están a la vista de todos, y a quién no
enfervorizan el ánimo, más que de costumbre, para con el Salvador del género
humano? Digno es, en verdad, de los mejores tiempos del cristianismo este
sublime ardor de la fe cristiana en tantos miles de hombres que, con una sola
voluntad y una sola idea invocan el nombre de Dios y pregonan las alabanzas de
Cristo desde un confín al otro de la tierra; pues ciertamente que a estas como
llamaradas del fervor religioso, ha de seguir un formidable incendio; tan
heroico ejemplo no puede pasar inadvertido y ser indiferente a los demás. ¿Qué
cosa más necesaria y más conveniente en estos días que restablecer ampliamente
en los pueblos el espíritu cristiano y las antiguas virtudes?
2. La
Iglesia debe dar a conocer a Cristo.
Es
peligroso y malvado hacerse sordo a estos llamamientos, mucho más cuando son tan
abundantes en número, y cuando desoyéndolos se desoyen y desprecian los medios
que influyen en la renovación de esta piedad: si conociesen el don de Dios,
y si considerasen que nada puede haber más miserable que el apartarse de las
enseñanzas del Libertador del mundo y el abandonar las costumbres e
instituciones cristianas, indudablemente resucitarían y procurarían huir de una
muerte tan segura y horrible. Ahora bien; el defender y propagar en la tierra el
reino del Hijo de Dios y el esforzarse a que los hombres se salven con la
comunicación de los divinos beneficios, es precisamente misión de la Iglesia, y
tan grande y tan exclusiva de ella, que en esta obra consiste principalmente
toda su autoridad y poder.
Nos hemos
procurado hasta el día, de una manera difícil pero con gran solicitud y en la
medida de Nuestras fuerzas aquel beneficio en el ejercicio de Nuestro
Pontificado; y vosotros, oh Venerables Hermanos, en lo que os toca habéis obrado
también de este modo, y aun habéis consumido en esta obra juntamente con Nos,
todos vuestros pensamientos, vigilias y trabajos; pero ante las circunstancias
actuales, debemos redoblar Nuestros esfuerzos y propagar ahora, con ocasión del
año santo, el conocimiento y amor de Jesucristo enseñando, persuadiendo y
exhortando, si es que han de escuchar Nuestra voz no tan sólo los que reciben
siempre dócilmente las enseñanzas cristianas, sino también aquellos desgraciados
que llamándose cristianos, viven sin fe y sin el verdadero amor de Dios, Nuestro
Señor, de los cuales Nos compadecemos grandemente, queriendo atender a ellos de
modo expreso para que sepan lo que han de hacer y a dónde han de ir si hacen
caso de Nos y no Nos desatienden.
3. Horror
de una humanidad sin Cristo.
El no
haber conocido nunca a Jesucristo es una grande desgracia, pero desgracia, al
fin, que no envuelve ingratitud ni maldad; mas el repudiarlo u olvidarlo, ya
conocido, es un crimen, tan nefando y aborrecible, que parece no puede darse en
el hombre; pues Cristo es el origen y el principio de todos los bienes, y el
género humano, así como no pudo ser redimido sin su preciosísima sangre, así
tampoco pudo ser conservado sin su divino poder. "En ningún otro hay salud;
pues ningún otro nombre nos ha sido dado bajo el cielo, entre, los hombres, por
el cual podamos ser salvos". (1)
¿Qué vida
será la de los mortales que arrojen de sí a Jesús que es la virtud y la
sabiduría de Dios"? ¿Cuáles serán las costumbres, cuáles los excesos de aquellos
hombres que están privados de la luz del Cristianismo?
Reflexionando un poco sobre estas cosas, entre las cuales se cuentan la
obscura ceguedad de la mente, de que habla san Pablo (2),
la depravación de la naturaleza, el libertinaje y el cúmulo de supersticiones
que lo inficionan todo, a la vez se siente en el ánimo la compasión y el
horror, estando esto en la conciencia del vulgo aunque no medite y reflexione
sobre ellas con el detenimiento que merecen. No arrastraría a muchos la soberbia
ni la desdicha enervaría sus buenos propósitos si guardaran en la memoria los
inmensos beneficios que debe el hombre a Dios, evocando con frecuencia en su
ánimo de dónde lo sacó Cristo y hasta qué punto lo ha ensalzado.
4. La
expectación del Mesías
Desterrado y desheredado por tanto tiempo el linaje humano, día por día caminaba
hacia su destrucción y ruina envuelto en aquellos males y en otros que trajo
consigo el delito de nuestros primeros padres, sin que en lo humano cupiera
remedio a tantas desgracias hasta que apareció, bajado del cielo, el libertador
del género humano, Cristo Señor, con cuya venida se vio cumplida la promesa del
Eterno, hecha en el principio del mundo, de que vendría a la tierra el Vencedor
y Dominador de la serpiente y Restaurador de la dignidad humana, por lo cual las
generaciones sucesivas miraban su venida con gran expectación y deseos.
Los ojos
fijos en Él, el pueblo había entonado, durante mucho tiempo con toda solemnidad,
las profecías de los sagrados vates que con anterioridad habían significado
distinta y claramente los varios acontecimientos, las hazañas, las
instituciones, las leyes, las ceremonias y los sacrificios del pueblo elegido,
diciendo además que la perfecta y absoluta salud del género humano radicaban en
Aquel que había de entregarse como Sacerdote futuro y que había de ser la
víctima de expiación, el Restaurador de la libertad, el Rey de la paz el Doctor
universal y el Fundador del imperio que permanecería en pie mientras durasen los
siglos.
5. Cristo
Redentor por la Cruz.
Con estos
vaticinios y estos títulos tan varios en la forma, pero tan congruentes en el
fondo, era designado aquel que, por la excesiva caridad con que nos amó, se
había ofrecido para nuestra salvación. Por tanto, como llegase el tiempo de
realizarse el divino decreto, el unigénito Hijo de Dios, hecho hombre satisfizo
ubérrima y cumplidamente con su sangre al Dios ofendido por los hombres, y
reivindicó para sí al género humano, a tanto precio redimido. No estáis
redimidos por el oro y la plata corruptibles, sino por la preciosa sangre de
Cristo, que es como la de un cordero inmaculado e inocente (3).
Y así,
redimiendo verdadera y propiamente a todos los hombres ya sujetos a su imperio y
potestad, puesto que Él mismo es su creador y conservador, los hizo de nuevo
suyos. No os pertenecéis pues que habéis sido comprados a gran precio (4).
De aquí que todas las cosas fueron restablecidas por Dios en Cristo.
El arcano
de su voluntad, fundado en su mero beneplácito por el cual se propuso restaurar
en Cristo, cumplidos los tiempos prescritos, todas las cosas (5).
Y como
Jesús borrase el documento de aquel decreto que era contrario a Nosotros,
fijándolo en la cruz (6),
las celestiales iras se aplacaron para siempre, quedando rotos los lazos de la
antigua servidumbre en que estaba el conturbado y errante género humano,
reconciliada ya la voluntad divina, devuelta la gracia, abiertas de par en par
las puertas de la eterna bienaventuranza y restablecido el derecho con los
medios de conseguirla.
6. El
retorno a la dignidad humana.
Entonces,
despierto el hombre de aquel mortífero y continuo letargo en que yacía, vio la
luz de la verdad tan deseada que buscaron en vano siglos y siglos; desde
luego conoció que había nacido para unos bienes más altos y seguros que los que
se perciben con los sentidos frágiles y pasajeros, y en los cuales había puesto
el fin de todos sus pensamientos y cuidados; conoció también que ésta era la
constitución de la vida humana, que esta era la ley suprema y que todas las
cosas deben dirigirse a Dios como a su fin para que habiendo salido de Él, a Él
volvamos algún día. De este principio y fundamento surgió renovada la conciencia
de la dignidad humana, y los corazones recibieron el sentimiento de la fraternal
caridad de todos.
Entonces
los deberes y los derechos, como era consiguiente, en parte fueron
perfeccionados y en parte constituidos íntegramente, y a la vez, las virtudes se
exaltaron hasta un punto que no lo pudo nunca sospechar siquiera ninguna
filosofía; y de aquí que las ideas, las costumbres y la conducta de la vida
tomaran otro rumbo, y cuando el conocimiento del Redentor hubo afluido
copiosamente, y su virtud, que excluye la ignorancia y los antiguos
vicios, se hubo fundido en las íntimas arterias de los pueblos, entonces se
obtuvo aquella mudanza de cosas de las gentes que, adquirida por la humanidad
cristiana, cambió radicalmente la faz de todo el orbe.
7.
Universalidad de la Redención.
El
recuerdo de todas estas cosas que hasta aquí hemos dicho, lleva consigo,
Venerables Hermanos, un inmenso consuelo, al mismo tiempo que una gran fuerza
para exhortar, puesto que debemos estar agradecidos y mostrar, en cuanto
podamos, Nuestro mismo agradecimiento al Divino Salvador.
Nos
hallamos separados desde muy antiguo de los principios, bases o fundamentos de
nuestra restaurada salvación; sin embargo, nos ha de importar esto, cuando es
perpetua la virtud de la redención, y sus beneficios son inmortales y han de
permanecer eternamente; el que una vez reparó la naturaleza perdida por el
pecado, la conserva y la ha de conservar para siempre: Se entregó El para la
redención de todos... (7).
En Cristo, todo serán vivificado... (8)
Y su reino no tendrá fin (9).
Así,
pues, por voluntad eterna de Dios, está en Jesucristo puesta toda salvación no
solamente de algunos sino de todos los mortales; pues aquellos que de El se
alejan asimismo por esto se condenan a su propia ruina, guiados por un cierto
furor; y al mismo tiempo cuanto es de su parte hacen porque la sociedad humana,
como arrebatada por gran ímpetu, caiga en aquellos grandes males e infortunios
de que nos libró el Redentor por su misericordia y piedad.
8. Sin
Cristo no hay salud.
Incurren
en un error harto inconsistente, que los aparta muy lejos del fin deseado,
quienes toman por caminos extraviados; del mismo modo, si se rechaza la clara y
pura luz de la verdad, es porque los ánimos están ofuscados y como infatuados de
la miserable perversidad de las opiniones.
¿Qué
esperanza de salud puede haber para aquellos que abandonan el principio y fuente
de la vida? Cristo es únicamente el camino, la verdad y la vida. Yo soy el
camino, la verdad y la vida (10);
de tal manera, que sin El necesariamente caen por tierra estos tres principios
indispensables para la salvación de todos.
9. Nadie
ve al Padre si no por Cristo.
Consideramos ahora lo que la realidad misma enseña diariamente y lo que aun en
la mayor afluencia de bienes mortales experimenta todo el mundo, a saber: que
nada puede haber fuera de Dios en que la voluntad humana descanse de un modo
absoluto y completo. El único fin del hombre es Dios, y la vida que hacemos en
la tierra es una verdadera semejanza e imagen de cierta peregrinación. Ahora
bien; para nosotros Jesucristo es el camino, porque desde esta vida mortal, tan
llena de trabajos y de dudas, no podemos de ninguna manera llegar a Dios, sumo,
único y principal de los bienes, si no somos guiados y conducidos por Cristo.
Nadie viene al Padre sino por mí (11).
¿Y cómo
podríamos conseguir esto sino por El? Pues, en primer lugar y muy principalmente
por su gracia, la cual, sin embargo, sería vacía o vana en el hombre que
desprecia sus preceptos y leyes. Pues para conseguir esto, una vez adquirida la
salud por Cristo, hizo que su ley fuese la custodia y directora del género
humano con cuyo gobierno se separasen los hombres de sus maldades y se
dirigiesen seguros a su Dios. Id y enseñad a todas las gentes... enseñándoles
a observar todo lo que Yo os he mandado... (12).
Guardad
mis mandamientos (13).
De donde resulta que es lo más principal y necesario para la profesión de la fe
cristiana el mostrarse dócil a los preceptos de Jesucristo y sujetar
completamente la voluntad a El como a nuestro dueño y supremo Rey.
10. La
naturaleza viciada.
Cosa
grande y difícil de conseguir y que muchas veces requiere trabajo intenso y
esfuerzo y constancia, pues aunque la humana naturaleza fue reparada por la
misericordia del Redentor, sin embargo, todavía en cada uno de nosotros queda
cierta enfermedad, la enfermedad y el vicio de la naturaleza.
Los
diversos apetitos traen al hombre de acá para allá, y fácilmente lo impelen
hacia los halagos de los placeres mundanos para que siga más bien lo que le
agrada que lo mandado por Jesucristo. De aquí que hemos de poner todo nuestro
empeño en rechazar con todas nuestras fuerzas a las pasiones en obsequio de
Cristo; las cuales si no obedecen a la razón se constituyen en dueñas y
señoras del hombre haciéndolo su siervo y quitando el hombre entero a Cristo.
Los
hombres de entendimiento extraviado, réprobos en cuanto a la fe, se ve que son
esclavos, pues sirven a una triple pasión, la sensualidad y el orgullo y las
diversiones humanas (13);
y en esta lucha de tal manera debe el hombre empeñarse que lleve con
agrado por causa de Cristo las molestias e innumerables incomodidades que en
este mundo ha de sufrir.
11.
Necesidad del vencimiento.
Difícil
es, en verdad, rechazar lo que con tanta fuerza nos atrae y nos deleita: duro y
áspero el despreciar, sujetándose al imperio y voluntad de Cristo Nuestro Señor,
aquéllas cosas que consideramos como bienes del cuerpo y de fortuna; pero es
necesario que el hombre cristiano se muestre sufrido y fuerte en sobrellevar
esto que se le ha dado para su vida, si quiere conducirse bien.
¿Nos
hemos olvidado acaso cuyo es el cuerpo y cuya es la cabeza de que somos
miembros? Con grande gozo llevó la cruz el que nos prescribió la abnegación de
nosotros mismos.
Y en esta
disposición del alma de que hablamos consiste precisamente la dignidad de la
naturaleza humana. Pues los mismos sabios de la antigüedad bien han reconocido
que el dominarse a sí mismos y hacer que la parte inferior del alma se
sujete a la superior, no indica debilidad o abatimiento de la voluntad, sino
antes bien cierta generosa virtud, en gran manera conveniente a la razón, y que
es, a la vez, digna del hombre.
12.
Esperanza de bienes eternos
Por lo
demás, hemos de sufrir y padecer mucho: tal es la presente condición del hombre.
No puede el hombre gozar una vida exenta de dolores y llena de goces y felicidad
sin borrar de algún modo el decreto, la voluntad de su divino Fundador y
Creador, que quiso se perpetuasen las consecuencias de aquel primer pecado. Muy
conveniente es, por lo tanto, no esperar en la tierra el término de los dolores,
sino fortalecer Nuestro ánimo para mejor soportarlos, con lo cual somos
instruidos con la esperanza cierta de los mayores bienes.
Pues
Cristo no asignó a las riquezas, ni a la vida delicada ni a los hombres, ni al
poder, sino a la paciencia con lágrimas y afán de justicia y al corazón limpio,
la felicidad sempiterna en el cielo.
13. El
Reino de Cristo.
Fácilmente se deduce de lo expuesto qué se puede esperar del error y soberbia de
aquellos que, despreciando el reino de Cristo ponen y encumbran al hombre mortal
sobre todas las cosas y proclaman que es preciso acatar en todo la humana razón
y la naturaleza vana, mientras no pueden ni alcanzan a definir cuál sea este
reinado.
El reino
de Cristo tiene su fuerza y forma en la caridad divina, y su principio y
fundamento en el amar santa y ordenadamente. De lo cual fluye necesariamente,
que todo deber ha de ser guardado inviolablemente; que en nada se han de mermar
los derechos ajenos: que se han de reputar por inferiores las cosas humanas a
las celestes, y anteponer el amor de Dios a todas las cosas. Y esta dominación
del hombre sobre sí mismo todo estriba en el amor de Cristo, a quien rechazar o
empeñarse en no conocer es propio de alma vacía de caridad y falta de devoción.
Gobierne,
pues, el hombre en nombre de Jesucristo, pero con esta sola y única condición:
la de servir a Dios primeramente e inspirar en la ley divina su norma y sistema
de vida.
14. La
ley le Cristo.
Entendemos por ley de Cristo, no solamente los preceptos naturales de las
costumbres y todo lo que los antiguos recibieron directamente de Dios y que
Cristo perfeccionó a maravilla declarándolo y sancionándolo sabiamente; sino que
entendemos además comprendido en ello el resto de su doctrina y todas las cosas
verbalmente establecidas por El. Y de todo ello la Cabeza es la Iglesia; aun
más, de nada se hace Jesucristo Autor o Legislador que la Iglesia no lo
comprenda o abrace como propio.
15.
Ministerio de la Iglesia.
Por fin,
con el ministerio de la Iglesia, quiso perpetuar gloriosamente el cargo que le
señaló su Padre, dándole y confiriéndole por una parte todos los auxilios
conducentes a la salvación del linaje humano, y por otra, sancionando seriamente
que en lo sucesivo los hombres obedeciesen a la Iglesia y con todo empeño la
tuviesen por guía en la carrera de esta vida mortal: Quien a vosotros oye, a
Mí oye; quien a vosotros desprecia, a Mí desprecia (15).
Por lo cual la ley de Cristo se ha de buscar totalmente en la Iglesia, y así el
camino seguro para el hombre serán Cristo y la Iglesia a la vez; Aquél por sí
mismo y por su naturaleza, y ésta por mandato especial y divino y por
comunicación de la potestad. De todo lo dicho se sigue con evidencia que todos
aquellos que pretenden alcanzar la salvación fuera de la Iglesia siguen caminos
extraviados y en vano se esfuerzan para conseguirlo.
16.
Carácter público de la ley de Cristo.
Y lo
mismo acaece con los individuos que con las naciones, las cuales forzosamente
caen en el abismo de la ruina si se apartan del Camino. El Hijo de Dios
procreador y redentor de la naturaleza humana es Rey y Señor de todo el universo
mundo y tiene la potestad y sumo dominio sobre cada uno de los hombres en
particular y sobre toda sociedad civil que ellos constituyan. Dióle toda
potestad y honor y reino; y todos los pueblos, tribus y lenguas servirán al
Mismo (16).
Yo, pues; estoy constituido como rey por El... Y te daré las gentes en
herencia tuya, y tu posesión tendrá por límites los términos de la tierra (17).
Debe, pues, en toda sociedad humana estar en vigor la ley de Cristo, de suerte
que no tenga carácter privado solamente, sino público, y sea a la vez guía y
maestra de toda norma de vida. Y porque esto ha sido dispuesto así y así
decretado por Dios, a nadie es lícito el impugnarlo; y así mal proveerán los
intereses y beneficios de los estados quienes pretendan establecer los
cimientos de todo orden social fuera de un régimen genuinamente cristiano.
17.
Cristo y la razón humana.
Apartada
de Jesús, la razón humana cae en la abyección privada de luz y de socorro, se
oscurece la noción de toda causa, la cual, como tiene a Dios por autor, engendra
la sociedad común, la que consiste principalmente en que los ciudadanos por
medio de la ayuda de la unión y vínculo civil consigan el bien natural,
entendiéndose por tal aquel que está muy por encima de todo lo terreno y es
congruente con todo don perfecto y perfectísimo. Ocupadas las mentes en tal
confusión de ideas entran por un camino dudoso tanto los que mandan como los que
obedecen, y no tienen norma segura ni para permanecer firmes.
De qué
suerte sea desdichado y calamitoso errar el camino recto, se verá por lo
pernicioso que sea también apartarse de la verdad. La primera, absoluta y
esencial verdad es el mismo Cristo, como que es el Verbo de Dios, consubstancial
y coeterno con el Padre y uno mismo con El. Yo soy la Verdad, el Camino y la
Vida (18).
Así, pues, si se busca la verdad, es menester que la razón humana obedezca en
todo a Jesucristo y a su magisterio, por lo mismo que la misma verdad habla por
boca del mismo Cristo
18.
Doctrina no humana sino divina
Muchísimas cosas hay en las que puede espaciarse libremente el ingenio humano
como en un campo ubérrimo y feracísimo, contemplando e investigando y esto no
sólo por concesión, sino hasta por exigencia de la naturaleza misma. Pero es
ilícito y contra la razón natural no querer limitar los fueros de la mente
humana, en sus ciertos y propios linderos, y, rechazando las leyes de la debida
modestia, despreciar la autoridad del magisterio de Cristo. Porque la doctrina
de la cual depende nuestra salvación, versa toda ella acerca de Dios y acerca de
cosas todas divinísimas, y nunca ciencia humana alguna bastó para crearla, antes
bien, únicamente el Hijo de Dios la recibió y sacó toda de su Padre Celestial:
Las palabras que me diste, son las que a ellos he dado (19).
Por lo
cual es necesario que comprenda muchas cosas, no que repugnen a la recta razón,
ya que esto no puede ser en modo alguno, sino otras cuya alteza no podemos
abarcar con el pensamiento ni comprender con nuestro limitado raciocinio, como
es el entender tal cual es en sí Dios Nuestro Señor. Ahora bien, si tantas cosas
existen ocultas y tan secretas por su naturaleza misma, que no puedan ser
investigadas por ninguna humana diligencia, acerca de cuya existencia ningún
entendimiento se atreverá a dudar; será ciertamente propio de los que abusan con
perversidad de su libre albedrío no admitir la existencia de cosas puestas muy
sobre el alcance humano, porque no es dado al hombre percibirlas tales cuales
sean.
19.
Inclinar el entendimiento ante Dios
A esto
pertenece el rechazar todo dogma y declarar inadmisible la sagrada religión
cristiana. Pero hay que inclinar el entendimiento con humildad y sin condiciones
en obsequio de Jesucristo hasta tanto que sea aquel como cautivo de la
divinidad e imperio de Este, reduciendo a cautiverio todo entendimiento en
obsequio de Jesucristo (20).
Y este total obsequio es el que Cristo quiere se le tribute, y lo quiere con
todo derecho, pues es Dios, y por lo mismo, así como ha de imperar en las
voluntades de los hombres, ha de hacer lo mismo en las inteligencias. Y al
servir el hombre a Cristo con su inteligencia, no lo hace servilmente, sino de
un modo muy conforme a la razón y a su cautiva excelencia, pues con su voluntad
acata el imperio, no de un hombre cualquiera, sino del autor suyo y monarca de
todo, que es Dios mismo, al cual debe estar sujeto por ley de naturaleza. Y no
se diga en manera alguna que se oprime su dignidad ante la opinión humana, antes
bien, aquélla se ensalza con una verdad eterna e inmutable. Así, pues, todo bien
intelectual y toda la plenitud de la libertad se alcanzan en ello.
20. Así
conoceremos la verdad y seremos libres
La verdad
que se deriva del magisterio de Cristo, pone de manifiesto lo que vale y
en lo que debe estimarse cada cosa, y el hombre, imbuido en tal conocimiento, si
obedeciere a la verdad que percibe, en lugar de hacer servir su razón a la
concupiscencia, haría que ésta sirviese a aquélla, y, apartada de sí la pésima
servidumbre del error y del pecado, se regeneraría entre la más excelente de
todas las libertades. Conoceréis la verdad, y la verdad ha de libraros (21).
Queda
bien patente, pues, que toda inteligencia que rechaza el imperio y tutela de
Cristo con voluntad pérfida lucha contra Dios. Y emancipados los que así piensan
de la potestad divina, no por esto serán más libres; puesto que han de caer en
manos de otra cualquiera potestad humana, y han de elegir, como suele acaecer,
un hombre cualquiera a quien oigan, obedezcan o sigan como maestro y guía. De
ahí, cerrada su inteligencia a la comunicación de las cosas divinas, la hacen
revolver en un círculo vicioso de una ciencia limitada y mezquina, y hasta en
aquéllas mismas cosas que suelen conocerse más por medio de la razón natural son
menos aptos para aprovechar debidamente.
21.
Ceguedad de entendimiento.
Hay en la
naturaleza de las cosas muchas a las cuales ayuda no poco la luz de la doctrina
de lo alto para comprenderlas o explicarlas, y para castigar muchas veces Dios
la culpa de su soberbia, permite que no vean la verdad tal cual ella es para que
lleven el castigo en aquello mismo en que pecaron. Por esto se ven hoy día
muchísimos ingenios privilegiados por su erudición exquisita, que al investigar
los misterios de la naturaleza persiguen teorías tan absurdas que puede decirse
que nadie erró más torpemente que ellos.
22. El
sacrificio del entendimiento.
Téngase,
pues, por cosa cierta que ha de entregarse totalmente la inteligencia humana,
para vivir vida de cristiano, a la autoridad divina. Y si por aquello de que la
razón ceda a la autoridad, aquel orgullo íntimo que tanta fuerza tiene en
nosotros se rebela y lamenta con dolor, se sigue que es más necesario todavía al
cristiano el sacrificio del entendimiento que el de la voluntad.
Y por
esto queremos recordar que los que se forjan en su mente una ley y manera de
sentir y obrar más ancha y muelle en la vida cristiana, de preceptos más suaves
y conformes con su floja inclinación y más benignos con la humana naturaleza, no
han de ser jamás tolerados ni oídos con benevolencia. No comprenden los tales la
fuerza de la fe y de las instituciones cristianas, no ven que a cada paso la
Cruz nos sale al encuentro, como estandarte perpetuo y ejemplar para todos
aquellos que real y verdaderamente, y no sólo de nombre, quieran seguir a
Cristo.
23.
Cristo es la Vida.
Propio es
de solo Dios ser Vida verdadera; todas las otras naturalezas son participantes
de la Vida, pero no han sido ellas la Vida jamás. Desde toda la eternidad, por
su peculiar naturaleza, Cristo es la Vida, del mismo modo que es la Verdad,
porque es Dios de Dios. Del Mismo, como de altísimo principio, fluye en el mundo
toda vida y fluirá perpetuamente todo lo que es, es por El mismo; todo lo que
vive, por El mismo vive, porque todas las cosas por el Verbo fueron hechas, y
sin El nada se hizo de cuanto hay hecho. (22)
Esto
acaece en cuanto a la vida de la naturaleza, pero muchísimo más en la otra vida
más excelente que debemos a Cristo y de la que hemos hecho mención, es a saber:
la vida de la gracia, a la cual debemos referir todos nuestros
pensamientos y acciones. Y en esto estriba toda la fuerza de la doctrina y leyes
cristianas, en que muertos para el pecado vivamos para la justicia (23),
esto es, para la santidad y virtud en que consiste la vida moral de las almas
con la esperanza cierta de una bienaventuranza perpetua.
24. La
vida de la fe.
Se puede
muy propiamente decir que nada alimenta mejor el espíritu de la justicia que la
fe cristiana, la más apta también para la salvación. El justo vive de la fe (24).
Sin la fe es imposible agradar a Dios (25).
Así pues, el implantador y padre de la fe, y el que en nuestras almas la
mantiene, no es otro que el mismo Jesucristo y El es quien sustenta y conserva
en nosotros la vida moral, y esto de un modo muy principal por medio del
ministerio de la Iglesia. Y con benigno y providentísimo parecer entregó a ésta
todos los medios aptos para engendrar esta vida de fe de que hablamos, y, una
vez engendrada, la conservaran y defendieran, y la hiciesen renacer si por acaso
se extinguía. Pero toda esta fuerza procreativa y conservadora de las virtudes
se estrella si la norma y disciplina de las costumbres se apartan de la fe
divina, y es cosa manifiesta que pretenden despojar al hombre de su altísima
dignidad, despojándole de la vida sobrenatural y haciéndole revolver en los
horrores de naturalismo grosero, los que intentan o quieren enderezar las
costumbres hacia la honestidad por medio del magisterio único de la razón.
25. Sin
fe no hay salvación
No se
crea por esto que el hombre no pueda entender y discernir cosas naturales con la
luz de su razón; pero aun cuando entendiese con ella todas las cosas, y sin
ningún tropiezo guardase todo precepto en su vida, lo que no puede ser sin la
gracia del Redentor por auxilio, nadie habría que pudiese confiar en su
eterna salvación destituido de la fe. Si alguien no permaneciere en Mí, será
echado fuera como una rama, y se secará, y lo recogerán, y lo echarán al fuego y
arderá (26).
El que no creere será condenado (27).
Y por fin, demasiadas pruebas y documentos tenemos ante Nosotros, de los frutos
que acarrea este menosprecio de la fe. ¿por qué causa muchas ciudades trabajan y
se esfuerzan hasta debilitarse, sino por establecer y aumentar por todos los
medios posibles e imaginables la prosperidad pública?
26. La
religión sostén de la sociedad civil
Dicen que
la sociedad civil está ya harto segura y custodiada por sí misma, y que puede,
cómodamente, subsistir sin el auxilio de las instituciones cristianas, y que con
solo su esfuerzo puede alanzar la meta apetecida. De ahí viene que los que
tienen a su cargo la administración pública, lo hacen de un modo profano y de
tal suerte, que en las leyes civiles y en la vida pública de los pueblos hoy
nadie hallará ningún vestigio de la religión de nuestros antepasados.
No ven
suficientemente lo que hacen, pues destruida la noción de la Divinidad que
sanciona lo bueno y lo malo, es forzoso que las leyes menoscaben la autoridad
del jefe del Estado y que la justicia vacile, siendo ambas cosas como son dos
vínculos firmes y necesarios de toda conjunción y concordia civil. De igual
manera, quitada de una vez la esperanza de los bienes inmortales, es muy
natural apetecer con afán las cosas materiales y caducas, cada una de las cuales
procura traer a sí con todas sus fuerzas y con ansia desmedida.
De aquí
nacen los odios, las emulaciones y envidias, las determinaciones criminales, el
descaro, la ruina de toda autoridad y el maquinar la disolución más loca y
criminal de todo principio social. En el exterior, guerras y amenazas; en el
interior, falta de seguridad absoluta; y la vida común de los pueblos aparece
manchada con toda suerte de crímenes.
27. El
remedio social es más que humano
Pero en
medio de tanta lucha de pasiones bajas, entre tantos peligros y en tales riesgos
que amenazan, hay que buscar un remedio oportuno con madurez y reflexión.
Reprimir a los malhechores, restablecer en su primitiva dulzura las costumbres,
y por todos los medios evitar los delitos con la paternal tutela de las leyes,
es cosa justa y debida, pero no estriba todo en esto.
Mucho más
encumbrado está el remedio; una autoridad más alta se ha de invocar que la
meramente humana, que toque los corazones, recuerde a todos sus deberes y haga a
los hombres mejores, y ésta no es otra que aquella fuerza que ya una vez libró a
todo el universo de males semejantes y de una perpetua ruina. Quien haga revivir
y fortalecer el espíritu cristiano adormecido, y le libre de toda traba e
impedimento, hará renacer también la sociedad humana.
28.
Cristo y la cuestión social.
Era
peligroso callar la lucha de clases, pero muy sano y conforme recomendar los
derechos de ambos con mutua concordia. Si a Cristo oyen, cumplirán todos sus
deberes, tanto los dichosos como los infortunados; los unos sentirán que deben
cumplir con la caridad y la justicia si quieren ser salvos; los otros, con la
resignación y el comedimiento. Admirablemente se afirmarán los cimientos de la
sociedad doméstica, así impera el laudable temor a Dios: tanto al prohibir como
al mandar, y por la misma razón muchas de las cosas que se prescriben por la
naturaleza estarán en pleno vigor en los pueblos y en las naciones. Se verá cómo
deba obedecerse a las potestades legítimas y acatar las leyes, según derecho, no
armar sedición alguna y no tramar conspiraciones tampoco.
29.
Vuelta de la sociedad a Cristo.
Y así,
donde quiera que presida la ley cristiana y ninguna potestad se lo impida, allí
espontáneamente se conservará el orden establecido por la Divina Providencia y
la prosperidad e incolumidad florecerán de consuno. La salud universal reclama,
pues, volver allí de donde nunca se debiera haber salido, es a saber, a Aquel
que es camino, verdad y vida, y no sólo cada uno en particular, sino toda
la sociedad en común. Conviene que ésta sea otra vez restituida a Cristo su
Señor, y se ha de conseguir que la vida derivada de El llene a todos los
miembros y partes de la sociedad, y se saturen de ella los mandatos y
prohibiciones legales, las costumbres populares, las enseñanzas llanas y
caseras, los derechos conyugales, la norma de vida doméstica, los alcázares de
los opulentos y los talleres de los obreros.
Y no
ignore nadie que de esto depende en su mayor parte la suavidad de costumbres de
las gentes tan deseadas y apetecidas, porque ésta crece y se alimenta no sólo de
aquellas cosas que sirven de pábulo al cuerpo, como las riquezas y comodidades,
sino de aquellas que pertenecen al espíritu y forman las costumbres loables y el
culto de todo linaje de virtudes.
30. Dar a
conocer a Cristo.
Entre los
que están lejos de Cristo muchos más lo están por ignorancia que por voluntad
perversa, y mientras a muchísimos hallamos deseosos de conocer con todo afán el
estado social del orbe y del hombre mismo, a poquísimos vemos ocupados en querer
conocer al Hijo de Dios. Primero, pues, hay que destruir la ignorancia con el
conocimiento de El, para que desconocido no sea repudiado o despreciado.
Y
exhortamos a los cristianos de todo lugar, condición y jerarquía que por todos
los medios imaginables y según la medida de sus fuerzas trabajen para que sea
conocida la persona del Redentor, tal cual ella es y merece, a la cual si cada
uno mira y considera con cabal juicio y sinceramente, verá con toda claridad no
haber nada más saludable en el mundo que su ley, ni más divino y altísimo que su
doctrina.
Vuestra
autoridad y cooperación, Venerables Hermanos, ha de contribuir por modo muy
poderoso a tan noble fin, lo mismo que la diligencia y empeño de todo vuestro
clero. Pensad que es la parte principal de Nuestro oficio imprimir en los
corazones del pueblo la verdadera noción y la imagen real de Jesucristo, y por
medio de la literatura, la oratoria, en los colegios, en las escuelas de
enseñanza primaria, y donde quiera que se ofrezca ocasión de explicar sus
beneficios y su caridad ardentísima.
31.
Enseñar los derechos de Dios
De lo que
se ha llamado derechos del hombre demasiadas cosas ha oído el pueblo;
oiga alguna vez por fin, algo de los derechos de Dios. Que éste sea el
tiempo más oportuno para ello lo indican el amor de muchos a las cosas de piedad
recientemente despertado, como dijimos, y de un modo particular la devoción tan
manifiesta a la persona del Redentor que hemos de legar, Dios mediante, al siglo
venidero en prenda de mejores días. Pero como se trata de una cosa que no hay
que esperar de otra parte a no ser de la gracia divina, unidos en afán y caridad
instemos con súplicas fervientes a la misericordia del Todopoderoso, a fin de
que no permita que perezcan aquellos a quienes libró con su preciosa sangre
derramada, que mire propicio a la generación presente que mucho ciertamente
delinquió, pero mucho también a su vez ha sufrido y muy ásperamente en expiación
de su delito y que abrazando con benignidad a todos los hombres y pueblos, se
acuerde de aquellas palabras suyas: Yo, si fuere levantado de la tierra,
atraeré todas las cosas a Mí.(28)
En
prenda, pues, de los dones celestiales y en testimonio de Nyestra paternal
benevolencia, os damos a vosotros, Venerables Hermanos, y al clero y pueblo
vuestro, de todo corazón la Bendición Apostólica.
Dado en
Roma en San Pedro, el 1º de noviembre de 1900, de Nuestro pontificado el
vigésimo tercero. LEÓN XIII
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