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martes, 13 de noviembre de 2012

La Oración

     Es necesario orar, es un mandato. Y además, es el primer deber del hombre y, sobre todo, del cristiano.
     Es necesario orar para adorar; es necesario orar también para implorar, porque el Señor no sólo es el Maestro, es también el dispensador de todos los bienes.
     Sin su ayuda nada podrás; con su ayuda lo podrás todo, aún lo que es imposible a las fuerzas humanas.
   Sin su divino socorro, no podrás cumplir ninguna obra de salvación, no podrás merecer ninguna recompensa sobrenatural, no podrás llegar al cielo. Y ¿qué digo? No podrás aspirar a ello, ni siquiera pensar.
     Con el socorro de Dios, al contrario, todo te será fácil, tan fácil como al pájaro mantenerse en el aire.
     Se ha llamado a la oración la respiración del alma, y con razón: ninguna figura sabría dar de ello una idea más exacta y más fiel.
    Hijo mió, cuando respiras, en ese vaivén del pecho se abre al aire puro alternativamente, exhalas los vapores deletéreos y aspiras el gas vivificante en el cual toda vida terrestre está sumergida. Así también, por la oración, tu alma exhala sus miserias: tristezas, necesidades, pecados; después atrae hacia ella la gracia que la reanima, la bendición que la consuela, la misericordia que la perdona.
     Reza, pues, con frecuencia; la oración es el punto de apoyo de la impotencia y el socorro de los que carecen de todo socorro humano.
    ¡Reza! La oración es la flecha rápida y segura que abre el corazón a Dios, y que hace manar de esa fuente divina la sangrante lluvia de la gracia.
     ¡Reza! El joven que no reza, al carecer de ese fecundante rocío, se secará como el tierno tronco que el agua del cielo no viene a vivificar. No dará ni flores ni frutos. ¿Qué digo? El que no reza, ya está muerto, según Dios.
     ¡Reza! La oración abrirá el cielo sobre tu vida: derramará sobre ti la luz que alumbrará tus pasos; la oración es el alimento que nutrirá tu virtud, la celestial lluvia que fecundará tus trabajos, el aceite sagrado que mitigará tus dolores y sanará tus heridas.
     Si imploras al Señor en la borrasca de una tentación violenta, te salvará del pecado, porque un alma que ora no podrá consentir plenamente en el mal.
   Si lo imploras en el abatimiento de una angustia o de una desesperada tristeza, te enviará desde lo alto un rayo de luz que te caliente, te anime y te consuele.
   Si lo imploras en el arrepentimiento, te enviará la paz y la serenidad del corazón, con la gracia y la certeza del perdón.
     Por fin, si la imploras en las agustias de la enfermedad o de la pobreza, como a Tobias, viejo y arruinado, te enviará al ángel misterioso de la salud y del bienestar reconquistado.
     De un modo o de otro, te oirá siempre, no tengas' duda, porque lo ha prometido: "Pedid, dice en el sagrado Libro, y recibiréis; buscad, y encontraréis; ¡llamad y se os abrirá!
    El que pide recibe, el que busca encuentra, y se abre al que toca".

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