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miércoles, 21 de noviembre de 2012

MARTIRIO DE SAN EUPLO, DIACONO, BAJO DIOCLECIANO, AÑO 304

     El texto griego de las actas de San Euplo fue tomado de un códice de la Biblioteca Real por Juan Bautista Cotelier, uir clarae memoriae, en Monumento. Ecclesiae graecae (París 1686), p. 192, y es, a juicio de Ruinart, totalmente conforme al latino publicado por Baronio y Bollando. Baronio insertó las Actas de San Euplo en sus Annales ad an. 303, n. 146, y ese texto reproduce Ruinart, por tenerlo por el más genuino. Basta, en efecto, compararlo con el fragmento que el mismo Ruinart reproduce de otras redacciones, para convencerse de ello. Mas, aun dadas esas variaciones, no cabe dudar de la autenticidad fundamental de las actas de San Euplo. Su martirio se pone en el noveno consulado de Diocleciano y octavo de Maximiano, es decir, en 304, fecha en que coincide la redacción griega con la latina de Baronio. Euplo era diácono de Catana y fue detenido el 12 de agosto de 304, en el momento en que leía el Evangelio a los fieles. Contravenía, pues, el edicto de 303 sobre la entrega y quema de los libros sagrados, y así se lo recuerda algún leguleyo ante el tribunal del corregidor de Sicilia. Éste, sin embargo, le intima a que sacrifique a los dioses y le pone en libertad, lo que indica que le aplica el último edicto de Diocleciano. Como un bello símbolo, es ejecutado con el Evangelio colgado de su cuello. Todos los mártires murieron con él en su corazón.

Martirio de San Euplo, diácono.

     I. Siendo cónsules Diocleciano por novena vez y Maximiano por octava, el día antes de los idus de agosto (12 del mismo mes), en la ciudad de Catana, estando fuera del velo del despacho del gobernador, el diácono Euplo gritó diciendo:
     —Yo soy cristiano y deseo morir por el nombre de Cristo.
     Oyendo este grito, Calvisiano, consular, dijo: 
     —Que entre el que ha gritado.
     Entró Euplo en el despacho del juez llevando consigo los Evangelios, y uno de los amigos de Calvisiano, por nombre Máximo, dijo:
    —No le es lícito retener tales libros contra el mandato imperial.
Calvisiano, consular, dijo a Euplo: 
     —¿De dónde proceden esos libros? ¿Han salido de tu casa?
     Euplo respondió:
     —Yo no tengo casa. Esto lo sabe mi Señor Jesucristo. 
     Calvisiano, consular, dijo:
     —¿Los has traído tú aquí? 
     Euplo dijo:
     —Yo por mi mano los he traído, como tú mismo lo estás viendo. Con ellos me sorprendieron
     Calvisiano: 
     —Léelos.
     Euplo, abriendo el Evangelio, leyó: 
     Bienaventurados los que padecen persecución por la justicia, porque de ellos es el reino de los cielos. 
     Y en otro lugar:
     El que quiera venir detrás de mí, tome su cruz y sígame.
     Como hubiera leído estos y otros pasajes, Calvisiano, consular, dijo:
     —¿Qué significa todo esto? 
     Euplo contestó:
     —Es la ley de mi Señor, que me ha sido a mí entregada.
     Calvisiano, consular, dijo: 
     —¿Quién te la ha entregado? 
     Euplo respondió: 
     —Jesucristo, Hijo de Dios vivo.
     Calvisiano, consular, dirigiéndose a su consejo, dijo.
     —Pues su confesión es patente, sea interrogado bajo tormento; pase a manos de los atormentadores.
   Y entregado a ellos, empezó el segundo interrogatorio, bajo tortura.

     II. Siendo Diocleciáno cónsul por novena vez y Maximiano por octava, el día antes de los idus de agosto, Calvisiano, consular, dijo a Euplo, puesto en el tormento:
   —¿Qué dices ahora de lo que en tu primera confesión manifestaste?
     Euplo, haciendo con la mano que le quedaba libre la señal de la cruz sobre su frente, contestó:
     —Lo que entonces dije, ahora nuevamente lo confieso; a saber: que yo soy cristiano y sigo leyendo las Escrituras.
     Calvisiano dijo:
    —¿Por qué has retenido y no has entregado estos libros, cuya lectura han vedado los emperadores?
     Euplo respondió:
     —Porque soy cristiano y no era lícito entregarlos. Antes habría que morir, que entregarlos. En ellos está la vida eterna. El que los entrega, pierde la vida eterna. Para no perderla, yo doy mi vida.
     Calvisiano, dirigiéndose a sus esbirros, dijó:
    —Euplo, que no entregó las Escrituras, como lo ordenaron los emperadores, sino que las lee al pueblo, sea atormentado.
     Al ser atormentado, Euplo decía:
    —¡Gracias sean a ti, oh Cristo! Guárdame, pues por ti sufro estos tormentos.
     Calvisiano, consular, dijo:
    —Desiste, Euplo, de semejante vesania. Adora a los dioses, y quedaras libre.
     Euplo contestó:
     —Yo adoro a Cristo y detesto a los demonios. Haz lo que te dé la gana. Yo soy cristiano. Mucho tiempo he deseado esto. Haz lo que quieras. Añade otros tormentos. Yo soy cristiano.
    Después de largo rato, recibieron los verdugos orden de alto, y Calvisiano dijo:
   —¡ Infeliz! Adora a los dioses. Da culto a Marte, Apolo y Esculapio.
     Euplo respondió:
    —Yo adoro al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo. A la Santa Trinidad adoro, fuera de la cual no hay Dios alguno. Perezcan los dioses que no han hecho el cielo y la tierra y cuanto en ellos hay. Yo soy cristiano.
     Calvisiano, prefecto, dijo:
     —Sacrifica si quieres quedar libre.
     Euplo dijo:
     —Ahora me estoy ofreciendo a mí mismo en sacrificio a Cristo Dios; más no puedo hacer. Tu empeño es vano. Soy cristiano.
     Calvisiano dió orden de que fuera más duramente atormentado. Durante el tormento, Euplo decía:
      —¡Gracias sean a ti, oh Cristo! ¡Socórreme, Cristo! ¡Por ti estoy sufriendo, Cristo!
     Y repetíalo muchas veces. Al fin, le faltaron las fuerzas, y ya sólo con los labios, sin exhalar voz, decía estas o semejantes súplicas.

     III. Calvisiano, metiéndose tras el velo, dictó la sentencia. Saliendo luego con la tablilla, leyó:
     —Euplo, cristiano, que ha despreciado los edictos de los príncipes, blasfema de los dioses y no se arrepiente, mando que sea pasado a filó de la espada. Conducidle al suplicio.
     Entonces le colgaron al cuello el Evangelio con que fuera prendido, y el pregonero iba gritando:
     —Euplo, cristiano, enemigo de los dioses y de los emperadores.
     Euplo, lleno de júbilo, no cesaba de repetir:
     —¡Gracias a Cristo Dios!
     Llegado al lugar del suplicio, hincadas las rodillas, oró largo rato. Y dando nuevamente gracias, tendió su cuello y fué degollado por el verdugo. Luego, recogido su cuerpo por los cristianos y embalsamado con aromas, lo sepultaron.

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