El complemento de la maternidad espiritual se deriva con toda verdad de la ofrenda hecha en el Calvario por la Madre de los Dolores, y de su compasión.
I. ¿Qué conclusión vamos a sacar de todo esto? Una sola, y es: que la maternidad espiritual de la Virgen Santísima ha recibido realmente su complemento en el Calvario. En efecto; la Pasión de Jesús ha coronado la obra para la cual el Verbo de Dios había venido al mundo. La justicia está satisfecha, porque la injuria hecha al Creador está superabundantemente reparada por la gloria que le da un Hombre-Dios hecho obediente hasta la muerte, y muerte de cruz. El precio de la vida sobrenatural, es decir, de la gracia y de la gloria que Dios quería devolver a la Humanidad caída está superabundantemente pagado. Por consiguiente, la Pasión nos ha vuelto a la vida de los hijos de Dios, y María, por la parte inefable que ha tenido en esta Pasión, ha cooperado en la misma medida a darnos esta vida de gracia que sobrepuja a toda vida. Por consiguiente, ella es para nosotros verdaderamente una Madre, y la fórmula de la antigua sentencia pronunciada contra Eva, culpable, se ha realizado en la nueva Eva, pero en un sentido más espiritual y dichoso: "Parirás tus hijos con dolor" (Gen., III. 16).
Ved aquí esta mujer que San Juan nos muestra en el Apocalipsis, revestida de sol, con la luna a sus pies y sobre su cabeza una corona de doce estrellas, pero en trabajo y torturada por los dolores del alumbramiento, y al dragón levantándose delante de ella para devorar su fruto; vedla aquí, decimos, porque los rasgos bajo los cuales contempla el discípulo amado a la madre y al fruto que da a luz convienen punto por punto a los hijos de adopción y a la Virgen misma (Apoc., XII, I, sqq.).
Ved aquí esta mujer que San Juan nos muestra en el Apocalipsis, revestida de sol, con la luna a sus pies y sobre su cabeza una corona de doce estrellas, pero en trabajo y torturada por los dolores del alumbramiento, y al dragón levantándose delante de ella para devorar su fruto; vedla aquí, decimos, porque los rasgos bajo los cuales contempla el discípulo amado a la madre y al fruto que da a luz convienen punto por punto a los hijos de adopción y a la Virgen misma (Apoc., XII, I, sqq.).
Bien pronto llegará el momento de estudiar más a fondo ese maravilloso símbolo; pero no podíamos dejar de llamar la atención sobre él en una escena en que tan divinamente se realiza.
Pero, ¿acaso habremos forzado los textos? ¿Contienen verdaderamente lo que pretendemos leer en ellos? Escuchad la respuesta dada por San Alberto Magno: "En el tiempo de la Pasión —dice este ilustre teólogo—, María, la Madre de misericordia, asistió al Padre de las misericordias en la obra de la soberana misericordia. En consecuencia, Ella debió compartir los dolores de esta Pasión y sentir el alma traspasada por el cuchillo de dolor. Compañera de Jesús en el sufrimiento, fue, por esto mismo, la coadjutora de la Redención y la Madre de la regeneración. Allí, pues, por la fecundidad, que la hizo en espíritu Madre del género humano todo entero, sufrió Ella los dolores del parto y nos engendró a todos en su Hijo y por su Hijo para la vida eterna. Y he aquí por qué le dió este Señor entonces, con justicia, el nombre de mujer".
Albert. M., Quaest. super Míssus est. q. 29. 3 Opp., t. XX, p. 31. Nótese también este fragmento turnado de los Comentarios, de Salmerón:
"Jesús llamó a su Madre al pie de la Cruz, a fin de que Ella ofreciese al Padre Eterno su Hijo Unico por la salvación del mundo entero, como Abraham había, con la preparación de su corazón y con su obediencia, sacrificado a su hijo de predilección, Isaac. Y lo mismo que la Madre de los Siete Macabeos, animando a sus hijos con su presencia y sus exhortaciones a soportar los tormentos, los ofreció todos, uno después de otro, al Señor, así la Virgen María representó, por su asistencia a la inmolación de Jesús, a la Santa Iglesia, que no cesa de ofrecer al Padre el sacrificio de la Cruz, por la salvación de sus hijos. He aquí por qué Jesucristo, queriendo recompensar una oblación tan llena de caridad, le dió otros hijos representados en la persona de Juan. Ana, mujer de Elcana, porque ofreció a Dios su primogénito para el servicio del templo, mereció varios hijos más (I Reg., II, 20, 21): de igual modo Cristo, porque su Madre le había ofrecido a É1 mismo a Dios, en un acto de incomparable fe, le dió a Juan por hijo, y en este discípulo a todos los justos y fieles.
"Por último. Cristo llamó a esta Madre de los Dolores al Calvario para mostrarnos que los dos auxiliares más poderosos contra Satanás y el mundo y el pecado, en la obra de la muerte, son la Cruz y María... Vanamente, por consiguiente, iríamos a María sin la cruz de la penitencia, y a la cruz, sin la devoción a la Madre de Dios." Alph. Salmerón, Comment. in Evangelic. histor., tract. 41. Opp., t. X, pp. 339 (Colon- Agripp., 1604). El docto y devoto intérprete añade un pensamiento muy consolador, y es que habiendo asistido la Santísima Virgen con tan generoso corazón a la muerte de su Hijo, según la naturaleza, ha merecido por eso mismo ser una poderosa Intercesora para con sus hijos espirituales, en la hora de la muerte. ¿Y qué más conveniente y más natural, puesto que es Jesús el que muere una vez más en sus miembros?
Pero, ¿acaso habremos forzado los textos? ¿Contienen verdaderamente lo que pretendemos leer en ellos? Escuchad la respuesta dada por San Alberto Magno: "En el tiempo de la Pasión —dice este ilustre teólogo—, María, la Madre de misericordia, asistió al Padre de las misericordias en la obra de la soberana misericordia. En consecuencia, Ella debió compartir los dolores de esta Pasión y sentir el alma traspasada por el cuchillo de dolor. Compañera de Jesús en el sufrimiento, fue, por esto mismo, la coadjutora de la Redención y la Madre de la regeneración. Allí, pues, por la fecundidad, que la hizo en espíritu Madre del género humano todo entero, sufrió Ella los dolores del parto y nos engendró a todos en su Hijo y por su Hijo para la vida eterna. Y he aquí por qué le dió este Señor entonces, con justicia, el nombre de mujer".
Albert. M., Quaest. super Míssus est. q. 29. 3 Opp., t. XX, p. 31. Nótese también este fragmento turnado de los Comentarios, de Salmerón:
"Jesús llamó a su Madre al pie de la Cruz, a fin de que Ella ofreciese al Padre Eterno su Hijo Unico por la salvación del mundo entero, como Abraham había, con la preparación de su corazón y con su obediencia, sacrificado a su hijo de predilección, Isaac. Y lo mismo que la Madre de los Siete Macabeos, animando a sus hijos con su presencia y sus exhortaciones a soportar los tormentos, los ofreció todos, uno después de otro, al Señor, así la Virgen María representó, por su asistencia a la inmolación de Jesús, a la Santa Iglesia, que no cesa de ofrecer al Padre el sacrificio de la Cruz, por la salvación de sus hijos. He aquí por qué Jesucristo, queriendo recompensar una oblación tan llena de caridad, le dió otros hijos representados en la persona de Juan. Ana, mujer de Elcana, porque ofreció a Dios su primogénito para el servicio del templo, mereció varios hijos más (I Reg., II, 20, 21): de igual modo Cristo, porque su Madre le había ofrecido a É1 mismo a Dios, en un acto de incomparable fe, le dió a Juan por hijo, y en este discípulo a todos los justos y fieles.
"Por último. Cristo llamó a esta Madre de los Dolores al Calvario para mostrarnos que los dos auxiliares más poderosos contra Satanás y el mundo y el pecado, en la obra de la muerte, son la Cruz y María... Vanamente, por consiguiente, iríamos a María sin la cruz de la penitencia, y a la cruz, sin la devoción a la Madre de Dios." Alph. Salmerón, Comment. in Evangelic. histor., tract. 41. Opp., t. X, pp. 339 (Colon- Agripp., 1604). El docto y devoto intérprete añade un pensamiento muy consolador, y es que habiendo asistido la Santísima Virgen con tan generoso corazón a la muerte de su Hijo, según la naturaleza, ha merecido por eso mismo ser una poderosa Intercesora para con sus hijos espirituales, en la hora de la muerte. ¿Y qué más conveniente y más natural, puesto que es Jesús el que muere una vez más en sus miembros?
Más de una vez hemos oído a la Iglesia proclamar estas verdades. No olvidemos, aparte de otros testimonios, el que ha consignado en el himno de Laudes, en la fiesta de los Dolores de Nuestra Señora; pocos hay que expresen con mayor energía la parte de la Madre de misericordia en la obra de nuestra salud: "¡Oh, Dios de soberana clemencia, hacedme la gracia de meditar dignamente los siete dolores de la Virgen y las llagas de su divino Hijo Jesús! Que esas lágrimas de la Madre de Dios nos traigan la salud, pues son tan abundantes, que podéis lavar con ellas los crímenes del mundo entero" ("Quibus lavare sufficis, Totius orbís crimina"). ¿Lo hemos comprendido bien? He aquí cuál es la virtud de las lágrimas derramadas por nuestra Madre al pie de la Cruz; no consideradas aisladas, es cierto, sino santificadas por la sangre redentora de Cristo.
II. Pero aquí se nos presenta una objeción. Si la Santísima Virgen tiene su parte de cooperación en el misterio de la Cruz ¿tenemos, por consiguiente, un doble Redentor, Cristo y su Madre? La sangre de Cristo no es ya el único precio de nuestra libertad, y otros méritos han debido mezclarse a los suyos para comprobar la gracia que nos hace justos e hijos de adopción. Guárdenos Dios de sostener semejante doctrina. ¡Sí!, Salvador nuestro, lo confesamos: a Ti sólo pertenece la gracia de nuestra salvación. A tu lado no vemos redentor alguno que venga a completar tu obra. En parte alguna hemos leído que haya hecho falta otra sangre que no sea la tuya para sacarnos de la esclavitud y darnos la santa libertad de los hijos de Dios. Cuando te oímos proclamar en las Escrituras: "Yo, yo soy el Señor, y no hay otro Salvador fuera de mí" (Isa., XLIII, 11; Os., XIII. 4), nuestra fe responde a tus palabras. ¡No!, las satisfacciones de tu Madre Santísima no han completado las tuyas, ni sus méritos, al par de los tuyos, han pagado las gracias que nos era devuelta.
Pero recordamos también la historia de la caída, y este recuerdo nos ayuda a concebir cómo tu Madre ha podido cooperar a la salvación del mundo y ser, como dijo nuestro gran Pontífice León XIII, "tu asistente en la obra de la Redención del hombre" (Sacramenti humanae Redemptionis patrandae administra. Leo XIII, Encycl. Adjutricem populi (5 sept. 1895)), sin que tu gloria de Redentor único sea destruida ni aminorada.
Es una verdad cierta que Adán fué él solo la causa primera y suficiente de nuestra original caída. Supongamos, en efecto, que hubiera quebrantado el precepto divino, pero únicamente por su propia malicia, y que la mujer, en lugar de inducirle a la desobediencia, hubiera hecho uso de sus gracias seductoras para mantenerlo en el deber: la falta, en cuanto a los efectos, sería la misma, y naceríamos privados de la gracia e hijos de cólera. Y esto es tan verdadero, que la concepción de aquella mujer, a la cual Adán no ha concurrido mediante un padre salido de él, no induce al pecado de origen. Supongamos, por el contrario, a la mujer culpable, y a su esposo, el primer hombre, fiel a Dios: la posteridad del uno y de la otra estaría exenta, desde su principio, de la culpa original; tan cierto es, que la decadencia humana es obra de Adán como fue causa necesaria y plenamente suficiente. Y, sin embargo, Dios mismo, en su Escritura, nos lo enseña: "De la mujer es el principio del pecado, y por ella morimos todos" (Eccli., XXV, 33). Y para usar también de una expresión empleada por León XIII, ella fué "la asistente de Adán en la obra de nuestra ruina" ("Administra patrandae ruinae" (ibid.)). ¿Por qué? Porque unió su voluntad a la del hombre, provocándole a la rebelión. Si fue sacada del Adán inocente, también nos ha dado al Adán prevaricador, y por él nos ha perdido a todos. Pero siempre resulta verdadero que el autor de la caída fue el primer hombre, y no la primera mujer.
Lo que fue Eva al principio de los tiempos lo fue María en la plenitud de los siglos. Si Jesucristo no hubiese tomado sobre Sí nuestra deuda, estaríamos todavía en el pecado, por muchos méritos y virtudes que tuviese la Santísima Virgen. Y si el mismo Salvador, independientemente de Ella, hubiera satisfecho por nosotros, la Redención estaría consumada. Pero ha querido Dios darnos al Salvador por Ella; ha querido que fuese su asociada en la obra de nuestra libertad, que consistiese en su sacrificio, como había dado su consentimiento para su entrada en el mundo. Y he aquí por qué, aunque reconozcamos a Cristo su privilegio singular, damos gracias a su Madre del incomparable beneficio de la Redención.
Los Hechos de los Apóstoles ofrecen en el apóstol San Pablo otra imagen del oficio de la Santísima Virgen en la obra de la Redención. Es la cooperación que tuvo el futuro Apóstol de las Gentes en el martirio de San Esteban, el primer mártir de la Nueva Alianza, cooperación de la que él mismo se acusa, cuando dice: "Cuando fué derramada la sangre de Esteban, estaba yo allí, y consentía en su muerte, y guardaba los vestidos de los que se la hacían sufrir." (Act., XXII, 20; col., VII, 57.)
Pero recordamos también la historia de la caída, y este recuerdo nos ayuda a concebir cómo tu Madre ha podido cooperar a la salvación del mundo y ser, como dijo nuestro gran Pontífice León XIII, "tu asistente en la obra de la Redención del hombre" (Sacramenti humanae Redemptionis patrandae administra. Leo XIII, Encycl. Adjutricem populi (5 sept. 1895)), sin que tu gloria de Redentor único sea destruida ni aminorada.
Es una verdad cierta que Adán fué él solo la causa primera y suficiente de nuestra original caída. Supongamos, en efecto, que hubiera quebrantado el precepto divino, pero únicamente por su propia malicia, y que la mujer, en lugar de inducirle a la desobediencia, hubiera hecho uso de sus gracias seductoras para mantenerlo en el deber: la falta, en cuanto a los efectos, sería la misma, y naceríamos privados de la gracia e hijos de cólera. Y esto es tan verdadero, que la concepción de aquella mujer, a la cual Adán no ha concurrido mediante un padre salido de él, no induce al pecado de origen. Supongamos, por el contrario, a la mujer culpable, y a su esposo, el primer hombre, fiel a Dios: la posteridad del uno y de la otra estaría exenta, desde su principio, de la culpa original; tan cierto es, que la decadencia humana es obra de Adán como fue causa necesaria y plenamente suficiente. Y, sin embargo, Dios mismo, en su Escritura, nos lo enseña: "De la mujer es el principio del pecado, y por ella morimos todos" (Eccli., XXV, 33). Y para usar también de una expresión empleada por León XIII, ella fué "la asistente de Adán en la obra de nuestra ruina" ("Administra patrandae ruinae" (ibid.)). ¿Por qué? Porque unió su voluntad a la del hombre, provocándole a la rebelión. Si fue sacada del Adán inocente, también nos ha dado al Adán prevaricador, y por él nos ha perdido a todos. Pero siempre resulta verdadero que el autor de la caída fue el primer hombre, y no la primera mujer.
Lo que fue Eva al principio de los tiempos lo fue María en la plenitud de los siglos. Si Jesucristo no hubiese tomado sobre Sí nuestra deuda, estaríamos todavía en el pecado, por muchos méritos y virtudes que tuviese la Santísima Virgen. Y si el mismo Salvador, independientemente de Ella, hubiera satisfecho por nosotros, la Redención estaría consumada. Pero ha querido Dios darnos al Salvador por Ella; ha querido que fuese su asociada en la obra de nuestra libertad, que consistiese en su sacrificio, como había dado su consentimiento para su entrada en el mundo. Y he aquí por qué, aunque reconozcamos a Cristo su privilegio singular, damos gracias a su Madre del incomparable beneficio de la Redención.
Los Hechos de los Apóstoles ofrecen en el apóstol San Pablo otra imagen del oficio de la Santísima Virgen en la obra de la Redención. Es la cooperación que tuvo el futuro Apóstol de las Gentes en el martirio de San Esteban, el primer mártir de la Nueva Alianza, cooperación de la que él mismo se acusa, cuando dice: "Cuando fué derramada la sangre de Esteban, estaba yo allí, y consentía en su muerte, y guardaba los vestidos de los que se la hacían sufrir." (Act., XXII, 20; col., VII, 57.)
Se puede hasta decir, y con toda verdad, que la cooperación de la Virgen Santísima en la obra de la Redención es mayor en un punto que el concurso de Eva en la de nuestra general caída. La primera mujer, en efecto, no buscaba directamente sino la satisfacción de su orgullo y de su sensualidad. Si quiso la perdición espiritual de la raza humana fue indirectamente y porque quiso la causa. Por el contrario, la nueva Eva quiso primeramente la salud de los hombres y la gloria de Dios que de ella procede; por esto consiente en la muerte de su hijo; por esto lo ofrece y, en cuanto depende de Ella, lo entrega.
¿Debemos, por consiguente, condenar el título de corredentora con tanta frecuencia atribuido por gran número de antiguos autores a María? ¡No, por cierto!; porque ni en el sentir de ellos, ni en la creencia de los fieles, expresa nada que esté en desacuerdo con la doctrina expuesta anteriormente. Lo que se pretende significar con este título no es que hayamos sido rescatados por los sufrimientos de María, ni que Ella haya pagado condignamente con su mérito las gracias que salen de la cruz de su divino Hijo. ¿Qué es, pues, lo que significa? El concurso que prestó a la inmolación de su Hijo por el consentimiento, de donde procede la Víctima; por la ofrenda que hace de Ella en unión con el Padre; por la participación que tiene en sus inefables dolores; por la Compasión que subió al cielo junta con la Pasión del Redentor.
No hay, quizá, época alguna en que estas ideas hayan sido mejor y más comúnmente expresadas que en el siglo XII, el de San Bernardo. Entre los autores de esta época, Hermán, abad de San Martín de Tournai, merece ser citado en el asunto que estamos tratando:
"Es verdaderamente madre aquella de quien está escrito: "Adán dió a su mujer el nombre de Eva, porque debía ser madre de todos los vivientes" (Gen., III, 20). Sin embargo, es más justo llamar a esta Eva madre de los que mueren, puesto que nos ha hecho incurrir, por su pecado, en la sentencia de muerte; la Virgen, por el contrario, es, en verdad, la Madre de los vivientes, porque todos por Ella hemos recobrado la vida, que habíamos perdido. Por consiguiente, si el Apóstol ha dicho: "De igual modo que todos mueren en Adán, así todos serán vivificados en Cristo" (I Cor.. XV. 22), nosotros también podemos decir de la gloriosa Madre de Cristo: "Así como todos morimos por Eva, todos también revivimos por María". En efecto; la puerta del Paraíso, cerrada para todos por causa de Eva, María la ha vuelto a abrir para todos. De María es de quien se puede decir con justicia la palabra del Señor: "Hagámosle una ayuda semejante a El" (Gen., III, 18). "El Señor había creado a los otros seres por sólo su mandato; pero cuando quiso crear al hombre a su imagen, al hombre en quien podemos ver como una figura de Cristo, celebró consejo diciendo: "Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza" (Gen.. I. 26). Así también quiso formar a la mujer con deliberación: "No conviene que el hombre esté solo; démosle una compañera semejante a él" (Gen., II. 18).
Que estas palabras, según la letra, se aplican a Eva, nada más cierto; pero es claro también que se las puede interpretar convenientemente de la Madre de Dios, y por María, de la Santa Iglesia de Dios.
"Leemos, es cierto, en Isaías estas palabras: "Yo, que hago engendrar a los otros, ¿no podré engendrar? Yo, que doy a otros descendencia, ¿me quedaré estéril?", dice el Señor tu Dios (Isa. I, XVI, 9). Y, sin embargo, el Señor, antes de la Virgen María, era como estéril. En efecto; aunque creó todas las cosas en su calidad de Dios, no dió a luz a nadie de la manera que engendró a su Hijo por Ella. Cuando Dios, por consiguiente, para darle una compañera semejante a El, hubo asociado nuestra carne a su Hijo único en el seno de la bienaventurada Virgen María... y se despojó, por decirlo así, de su antigua esterilidad, entonces, digo, comenzó a dar a luz esos hijos de los que escribe San Juan: "A todos los que lo han recibido ha dado el poder de ser hijos de Dios..." (Juan., I, 12).
He aquí, por consiguiente, cuán convenientemente se puede interpretar de Nuestra Señora este texto del Génesis: "Hagámosle una compañera semejante a él". Dios es, por consiguiente, Padre de todas las cosas creadas, y María, Madre de todas las cosas recreadas. Dios, que, solo, creó todo lo de la nada, no ha querido reparar nada sin María. Dios he hecho toda criatura, y María ha engendrado a Dios mismo; y porque María ha parido al Hijo de Dios, María se ha convertido en la Esposa de Dios. Pero no es sólo de Dios de quien María es Madre; después de Él, y por Él, ha dado a luz numerosos hijos de Dios, que cada día claman al Señor piadosamente: Padre nuestro, que estás en los cielos (Matth., VI, 9). Y a estos no se desdeña el bondadoso Hijo de María de llamarlos hermanos..." (Psalm., XXI. 23; Matth., XXVIII, 10). "En fin, el Hijo de María es nuestro hermano, y Ella, de consiguiente, nuestra Madre. ¡Oh, cuánto debemos a María!" (Siguen devotísimas consideraciones sacadas de las oraciones de San Anselmo) (Hermani, S. Martini Tornac., abbatis, Tract. de Incarn. D. N. J. C.. c. 11. P. L., CLXXX, 36, 37).
III. Terminaremos estas consideraciones acerca de los fundamentos de la maternidad espiritual de María con algunas páginas de doctrina excelente, en las que León XIII, para incitar al amor y a la práctica de la devoción del Rosario, la ha perfectamente resumido. He aquí textualmente estas magistrales enseñanzas: "La asistencia que de María imploramos con nuestras oraciones tiene por base el oficio que se le ha confiado a Ella de conciliarnos la gracia divina; oficio que desempeña constantemente cerca de Dios esta Virgen, soberanamente agradable a sus ojos por su dignidad y sus méritos, y que, por consiguiente, sobrepuja muy mucho en poder a todos los elegidos del cielo.
"Ahora bien; no hay, quizá, oración alguna donde este oficio encuentre tan perfectamente su expresión como el Rosario, porque, generalmente, nos pone ante la vista como presente toda la parte que la Virgen Santísima ha tomado en la salud del género humano; de suerte que esta contemplación sucesiva de los misterios sagrados y esta piadosa repetición de las mismas oraciones son, ambas cosas, de inmensa ventaja para la devoción.
"He aquí, primero, los misterios gozosos. El Hijo Eterno de Dios hecho hombre se inclina hasta los hombres; pero es con el consentimiento de María, que concibe del Espíritu Santo. Después, Juan, por un privilegio insigne, es santificado en el seno de su Madre y favorecido de dones escogidos para preparar los caminos del Señor; pero esto se hace por la salutación de María, que visita a su prima, inspirada por el Espíritu Santo. En fin, Cristo, el Deseado de las naciones, sale a luz; pero nace de María, y si los pastores y los Magos, primicias de la fe, se apresuran devotamente hacia el pesebre, encuentran allí al Niño con su Madre María. Y cuando este Niño quiere después ser llevado al Templo, a fin de entregarse con una pública ceremonia como Víctima a su Padre, también, por el ministerio de su Madre, es presentado al Señor. Ella misma, al perderlo misteriosamente, lo busca durante tres días con ansiosa solicitud, y lo vuelve a encontrar, llena de gozo.
"No de otro modo nos hablan los misterios dolorosos. En el Huerto de las Olivas, donde sufre Jesús un temor y una tristeza mortales; en el Pretorio, donde es flagelado, cuando lo coronan de espinas, no vemos, es verdad, a María cerca de Él; pero desde hace mucho tiempo conoce Ella claramente los dolores reservados a su Hijo. En efecto: cuando se ofreció como Esclava para ser su Madre, y cuando se consagró enteramente y a un tiempo con Él, en el Templo, se hizo desde entonces, por ambos actos, la asociada de su Hijo en la obra tan trabajosa de la expiación por el género humano. No es, pues, dudoso que tomase su alma grandísima parte en las amarguras, angustias y tormentos de su Unigénito. Por lo demás, delante de Ella y a su vista debía cumplirse el divino sacrificio para el cual esta Virgen lo había formado de su carne y alimentado con su leche. Pero lo más conmovedor y notable en este último misterio es que muy cerca de la Cruz de Jesús está María, su Madre, de pie; su Madre, que, ardiendo en una caridad sin límites por nosotros, ofrecía Ella misma su propio Hijo a la Justicia divina, a fin de recibirnos por hijos a nosotros, muriendo de corazón con Él, traspasada por una espada de dolor" (Leo XIII, Encycl. Jucunda semper 8 sept. 1894). Lo que sigue en el texto pontificio se refiere a los misterios gloriosos: ya tendremos, más tarde, ocasión de buscar en él otras enseñanzas no menos sólidas. Pero no podemos acabar este capítulo sin transcribir también estas consoladoras palabras del mismo León XIII: "La Virgen Santísima, Madre de Cristo, es también Madre de los cristianos, porque ella los ha engendrado a todos en el monte Calvario, entre los supremos tormentos de su Hijo, nuestro Redentor; y Cristo es como el Primogénito de los mismos cristianos, que por la adopción y la Redención se han hecho hermanos suyos" (Leo XIII, encycl. Quamquam pluries, de implorando auxilio B. Joseph 15 aug. 1889).
Parecidas son las últimas palabras citadas de León XIII a este texto de San Antonino de Florencia. Hablaba el santo de la amorosísima compasión de la Virgen María: "La bienaventurada Virgen María, por el honor de Dios y la salud de los hombres, sintió aquella compasión sin igual. Por esto es llamada, justamente, Madre común de todos, porque los ha concebido por un inmenso amor, y los ha engendrado a costa de trabajos y dolores inefables en la Pasión de su Hijo"; y he aquí —añade el santo— lo que representa la mujer que da a luz, de la que habla el Apocalipsis (S. Antonin. Florent., Summae theol-, P. IV, tit. XV, c. 27, § 2).
"Ahora bien; no hay, quizá, oración alguna donde este oficio encuentre tan perfectamente su expresión como el Rosario, porque, generalmente, nos pone ante la vista como presente toda la parte que la Virgen Santísima ha tomado en la salud del género humano; de suerte que esta contemplación sucesiva de los misterios sagrados y esta piadosa repetición de las mismas oraciones son, ambas cosas, de inmensa ventaja para la devoción.
"He aquí, primero, los misterios gozosos. El Hijo Eterno de Dios hecho hombre se inclina hasta los hombres; pero es con el consentimiento de María, que concibe del Espíritu Santo. Después, Juan, por un privilegio insigne, es santificado en el seno de su Madre y favorecido de dones escogidos para preparar los caminos del Señor; pero esto se hace por la salutación de María, que visita a su prima, inspirada por el Espíritu Santo. En fin, Cristo, el Deseado de las naciones, sale a luz; pero nace de María, y si los pastores y los Magos, primicias de la fe, se apresuran devotamente hacia el pesebre, encuentran allí al Niño con su Madre María. Y cuando este Niño quiere después ser llevado al Templo, a fin de entregarse con una pública ceremonia como Víctima a su Padre, también, por el ministerio de su Madre, es presentado al Señor. Ella misma, al perderlo misteriosamente, lo busca durante tres días con ansiosa solicitud, y lo vuelve a encontrar, llena de gozo.
"No de otro modo nos hablan los misterios dolorosos. En el Huerto de las Olivas, donde sufre Jesús un temor y una tristeza mortales; en el Pretorio, donde es flagelado, cuando lo coronan de espinas, no vemos, es verdad, a María cerca de Él; pero desde hace mucho tiempo conoce Ella claramente los dolores reservados a su Hijo. En efecto: cuando se ofreció como Esclava para ser su Madre, y cuando se consagró enteramente y a un tiempo con Él, en el Templo, se hizo desde entonces, por ambos actos, la asociada de su Hijo en la obra tan trabajosa de la expiación por el género humano. No es, pues, dudoso que tomase su alma grandísima parte en las amarguras, angustias y tormentos de su Unigénito. Por lo demás, delante de Ella y a su vista debía cumplirse el divino sacrificio para el cual esta Virgen lo había formado de su carne y alimentado con su leche. Pero lo más conmovedor y notable en este último misterio es que muy cerca de la Cruz de Jesús está María, su Madre, de pie; su Madre, que, ardiendo en una caridad sin límites por nosotros, ofrecía Ella misma su propio Hijo a la Justicia divina, a fin de recibirnos por hijos a nosotros, muriendo de corazón con Él, traspasada por una espada de dolor" (Leo XIII, Encycl. Jucunda semper 8 sept. 1894). Lo que sigue en el texto pontificio se refiere a los misterios gloriosos: ya tendremos, más tarde, ocasión de buscar en él otras enseñanzas no menos sólidas. Pero no podemos acabar este capítulo sin transcribir también estas consoladoras palabras del mismo León XIII: "La Virgen Santísima, Madre de Cristo, es también Madre de los cristianos, porque ella los ha engendrado a todos en el monte Calvario, entre los supremos tormentos de su Hijo, nuestro Redentor; y Cristo es como el Primogénito de los mismos cristianos, que por la adopción y la Redención se han hecho hermanos suyos" (Leo XIII, encycl. Quamquam pluries, de implorando auxilio B. Joseph 15 aug. 1889).
Parecidas son las últimas palabras citadas de León XIII a este texto de San Antonino de Florencia. Hablaba el santo de la amorosísima compasión de la Virgen María: "La bienaventurada Virgen María, por el honor de Dios y la salud de los hombres, sintió aquella compasión sin igual. Por esto es llamada, justamente, Madre común de todos, porque los ha concebido por un inmenso amor, y los ha engendrado a costa de trabajos y dolores inefables en la Pasión de su Hijo"; y he aquí —añade el santo— lo que representa la mujer que da a luz, de la que habla el Apocalipsis (S. Antonin. Florent., Summae theol-, P. IV, tit. XV, c. 27, § 2).
J.B. Terrien S.J.
MARIA MADRE DE DIOS Y
MADRE DE LOS HOMBRES
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