Vistas de página en total

lunes, 5 de noviembre de 2012

LOS FUNDAMENTOS DE LA MORALIDAD (Primera Parte)

     No hace falta profundizar mucho para darse cuenta de que todo ser existente en el universo tiene un fin y está regulado y dirigido por una ley.
   De hecho, todas las ciencias consagran sus esfuerzos al descubrimiento de las leyes ocultas de la naturaleza. Una vez descubiertas, estas leyes son sistematizadas y relacionadas entre sí para ofrecerlas ante la Humanidad con miras a un estudio ulterior y a la práctica correspondiente. Pensar que toda la realidad del universo tiene asignado un fín particular y que está regulada por una ley, es de una significación muy profunda, y puede proporcionarnos un auténtico fundamento de la moralidad.


El fin en la Naturaleza.
      Pocas personas cuentan con tanta oportunidad como el médico y la enfermera para apreciar el designio y los fines que presiden a la naturaleza en su conjunto. Por su preparación científica y por la experiencia en su oficio llegan a reconocer que la finalidad es algo que resalta en todas las cosas.
     Tocante a los seres inanimados de la creación, sabe muy bien que, por ejemplo, el sol, la luna, los grandes planetas y las innumerables estrellas recorren velocísimos el espacio sin desviarse un punto de sus bien trazadas órbitas. El fin de este vasto e intrincado sistema es evitedente: el Creador ha dispuesto el movimiento ordenado de estos cuerpos para hacer ostentación de su gloria, sabiduría y poder; para convertir la tierra en un lugar habitable para el hombre y hacer posible la regularidad en la sucesión de los días y noches en las diversas estaciones del año. En el reino vegetal cada semilla, desde el primer momento de su existencia, tiene un fin determinado al que debe tender.
     Es inherente a la naturaleza de la semilla alcanzar un solo objetivo, a saber: la producción de una planta vigorosa y perfecta dentro de su especie. Se halla, además, integrada por varias partes, y el científico puede señalar con facilidad el fin especifico de cada una de ellas en relación con el crecimiento del organismo total. Por último, dentro del reino animal, la finalidad resalta por doquier. Cada embrión tiene un solo objetivo en su desarrollo: llegar a ser un individuo íntegro dentro de la especie. Cada uno de los órganos del cuerpo tiene una finalidad, y las cualidades de que está dotado el animal indican un plan divino maravilloso, realizado aun en los seres menos perfectos; fuerza, agilidad, astucia y mil otras dotes han sido otorgadas a los anímales para su conservación. Casi todo el trabajo en la profesión indica está consagrado a curar heridos y enfermos. Su esperanza constante y sus incansables esfuerzos han de ser los que restituyan la integridad y la salud a los cuerpos. Y aunque no se repare en esto, su trábajo está íntimamente ligado al fin que lo preside todo en la naturaleza; porque si, por ejemplo, un órgano interno se siente afectado por la enfermedad, la salud viene a menos por no poder dicho órgano conseguir su fin. Si un ojo sufre una lesión, no puede ser instrumento apto para la visión perfecta. Y, en general, cualquier miembro dañado es perjudicial para el resto del organismo.
     Volviendo ahora la vista del mundo físico al alma del hombre, no puede menos de notarse que en ella también, y de un modo especial, e encuentra una finalidad específica. Cierto que el Dios de sabiduría infinita, que asignó un fin en la creación aun a los seres más ínfimos, no habría de crear al más digno de ellos sin una meta a la que debiera dirigirse. No nos ocuparemos aquí del fin de la existencia humana. Queremos solamente hacer notar que el Creador, infinitamente sabio, ha debido señalar a la naturaleza humana una finalidad específica.


La ley en la Naturaleza.
      Hemos visto que el Creador ha fijado a cada cosa en particular una meta u objetivo bien definidos en su existencia. Vamos a demostrar ahora que todo ser creado alcanza su fin mediante la observancia de la ley.
     La naturaleza de la semilla de naranja, por ejemplo, exige que intervengan ciertos requisitos para poder germinar y llegar a ser una planta vigorosa. Requiere en concreto una cantidad determinada de humedad, un suelo apropiado y, particularmente, el calor de un clima del Sur. La germinación y desarrollo de esta semilla depende del logro de las condiciones exigidas por la naturaleza. Y precisamente este conjunto de requisitos necesarios es lo que denominamos «ley de su naturaleza», ley que la semilla debe observar para conseguir el ñn intrínseco de su existencia. Lo que acontece en la semilla de naranja es igualmente aplicable a las demás especies de la vida vegetativa. Cada una de ellas posee una naturaleza peculiar, diferente de todas las demas. En cada una de ellas encontramos la «ley de su naturaleza».

     De igual manera, en el reino animal constatamos que cada especie no so1o tiene diferente naturaleza, sino que requiere además condiciones peculiares. Del logro de este conjunto de requisitos depende el desarrollo del animal. Una naturaleza no precisará sino un poco de alimento; otra, en cambio, exigirá mucho. Esta será capaz de vivir a temperaturas inferiores a cero grados, mientras que aquélla no subsistirá sino en climas tropicales, siendo tan innumerables las necesicidades de la naturaleza como abundantes sus especies. Así, pues, también los animales están sujetos a leyes naturales que regulan su desarrollo y conservación.
     Por lo que se refiere al cuerpo del hombre, el médico sabe que la salud es el objetivo deseado. La ciencia médica no tiene otra finalidad en toda la vida de un hombre que urgirle la observancia de las leyes que han de condicionar su salud; la violación de esas leyes acarreará gran número de achaques, de enfermedades y hasta la misma muerte. También aquí tenemos una ley fundamental presidiendo el funcionamiento de la vida de los organismos de los animales. Volviendo al hombre y refiriéndonos más en concreto a su alma espiritual, podemos pensar que Dios, infinitamente sabio, le habrá igualmente prefijado una ley que perfeccione su naturaleza, haciéndole progresar y llegar finalmente al destino señalado.


La ley en armonía con la Naturaleza.
      Una reflexión ulterior nos revela que toda la realidad existente en el Universo está regulada por una ley en armonía con la naturaleza de las cosas. A este respecto sabemos que todo lo creado inferior al hombre tiene al menos un denominador común, a saber: toda la realidad creada inferior al hombre es completamente material. Con razón, pues, descubrimos que las leyes que rigen esta realidad son leyes físicas, y, en cuanto tales, son por lo mismo leyes necesarias. El sol, la luna y las estrellas están determinadas a moverse con velocidades definidas en sus respectivas órbitas. Toda la variedad de vegetales germina y se desarrolla necesariamente siempre que concurren las condiciones sabidas de suelo apropiado: luz y humedad conveniente. 
     Por el contrario, si faltan las condiciones requeridas, las plantas mueren. Análogamente la naturaleza animal es guiada en la búsqueda de las cosas necesarias por algunas leyes fijas, verbigracia, la ley del Instinto. Siempre que se llenan los requisitos de esta naturaleza, el animal vive y se desarrolla; pero cuando estas exigencias no son satisfechas, el animal muere necesariamente. Así que todas las cosas creadas inferiores al hombre se hallan reguladas por fuerzas no sometidas a control. Son seres materiales regidos por leyes en consonancia con su naturaleza, esto es, por rígidas leyes físicas.
     El mismo principio general se aplica al hombre. También él debe estar gobernado y dirigido por una ley en armonía con su naturaleza. El hombre posee una naturaleza compuesta de materia y de espíritu; en cuanto material, está sujeto a las leyes físicas. Tales leyes no son el objeto de nuestro estudio en este capítulo. En cuanto dotado de un alma espiritual, será capaz de progresar hacia su destino eterno sólo mediante la observancia de una ley en conformidad con su naturaleza. El desarrollo de la naturaleza espiritual del hombre depende del cumplimiento de lo que podemos llamar una ley espiritual o moral.
     Mas la ley que preside el desarrollo espiritual del hombre, no puede en manera alguna ser una ley que le haya sido impuesta al modo de aquellas que determinan físicamente a la naturaleza material. Una ley de este género destruiría la naturaleza del hombre, su voluntad libre. Si el hombre ha de seguir siendo hombre, es decir, un ser inteligente y libre, la ley que se le haya impuesto tiene que dejar intacta su libertad: no puede determinarle físicamente. Ha de ser conocida por su entendimiento y será obedecida o desobedecida por un acto libre de su voluntad.
     Una breve reflexión sobre estas verdades vitales nos revela que, inversamente a lo que sucede en las cosas creadas inferiores al hombre, éste sólo es el verdadero forjador de su destino. El es el único que decide si ha de observar la ley, cuyo acatamiento lleva consigo su perfeccionamiento espiritual y, en último análisis, la consecución de su destino eterno.
     Hemos dicho que el hombre entra en posesión de la ley moral mediante su entendimiento. Fácil es demostrar esto. Ya en los albores de la vida intelectual, la razón lleva al hombre a admitir la verdad de la existencia de un Ser supremo. Le hace ver que este Ser supremo es la única explicación racional adecuada de la existencia del universo y del maravilloso orden y finalidad que lo caracteriza. Es igualmente la inteligencia la que señala bien presto al hombre la diferencia radical entre su naturaleza y la de los animales. Y a pesar de lo abstracto y difícil del proceso racional para llegar al concepto de la inmortalidad, sin embargo, ésta ha sido afirmada por los pueblos que carecían en absoluto de toda cultura y civilización.
     Una vez admitida la existencia de Dios, el hombre reconoce inmediatamente que le debe amor, reverencia y adoración. Al pensar que tiene un alma espiritual, destinada a la eternidad, se convence de que debe someter las pasiones a la razón. La igualdad de naturaleza que observa en sus prójimos le hace comprender que éstos se hallan en posesión de derechos semejantes a los suyos, dignos, por consiguiente, de su reconocimiento. En fin, considerándose el hombre creado por Dios con una naturaleza destinada a la vida en sociedad, se percata de que el Estado es, al menos indirectamente, de origen divino, y que, por lo mismo, sus leyes deben ser acatadas y obedecidas. 

     De esta manera, la inteligencia del hombre va elaborando poco a poco un sistema de ideales morales, que vulgarmente se denomina Ley natural, y que ha sido definida: «La participación de la ley eterna en la criatura racional".
     Esta ley es universal, porque se extiende a todos los hombres y está basada en su naturaleza. Es inmutable, ya que no está sujeta a cambios, abrogaciones o dispensas. Es además absoluta, porque debe ser observada a toda costa.
     Hay, sin embargo, muchas verdades morales tan abstractas y complejas que es muy difícil, aun para los entendimientos mejor dotados, alcanzar una adecuada comprensión de las mismas. Además, muchos hombres carecen de penetración intelectual, y pocos hay a cuyo alcance esté la oportunidad de consagrar el tiempo suficiente a la investigación de las nada fáciles verdades morales. Por otra parte, todos los hombres deben tener a su disposición, ya desde los comienzos de la vida racional, todas aquellas verdades que les son necesarias para su desarrollo espiritual y progreso constante hacia su destino eterno. Por estas razones, Dios, en su misericordia y sabiduría infinitas, ha creído conveniente revelar al hombre, de una manera completa y adecuada, todas las verdades morales que habían de ser norma de su actividad. Por consiguiente, la ley moral de los cristianos es la más perfecta. Se encuentra fundamentada en la Tradición, en las Sagradas Escrituras y en las enseñanzas infalibles de la Iglesia de Cristo. Esta ley, conocida por la razón y la Revelación, es la que debe ser valorada por el profesional en Medicina como fuente y base de sus ideales éticos.


La conciencia.
     Mediante el uso de la razón y de la Revelación, el hombre puede llegar a formarse un sistema completo de ideales morales. Pero inmediatamente surge la pregunta: ¿Cómo pueden ser aplicados los principios universales y abstractos a las situaciones concretas de la vida humana? En sintesis la respuesta se reduce a afirmar que es la conciencia el guía interior y autaritario de la conducta moral del hombre.
     Ya desde nuestra infancia sabemos que existe una conciencia en lo intimo de nuestro ser. Ella ha prestado invariablemente su aprobación, tanto a las acciones que hemos ejecutado, como en las que han sido meramente pensadas. Sin embargo, la mayoría, aun de los que han disfrutado de las ventajas de una educación religiosa y moral desde la infancia, tienen, a veces, ideas equivocadas acerca de la naturaleza de la conciencia. Muchos la consideran como un oscuro «sentimiento» que afecta al carácter moral de las acciones. Otros, en cambio, creen que es un instinto moral de que está dotada la naturaleza.
     En realidad es una cosa más sencilla de lo que se piensa. La conciencia no es otra cosa que el dictamen de la razón práctica del hombre, que juzga si cada acto en particular es bueno o malo. El proceso seguido por el hombre para llegar a este juicio práctico de la razón, contiene tan sólo la formulación de un sencillo silogismo. Como hemos dicho anteriormente, el hombre se halla en posesión de un sistema de principios morales universales y abstractos. En la vida cotidiana se le presentan acciones particulares que tienen una relación obvia con algunos de estos principios. Entonces tiene lugar la labor del entendimiento, que compara la acción que ha de ejecutarse con la ley universal correspondiente. Ahora bien, si la acción propuesta está en armonía con esa ley moral, la razón concluye que tal acción está permitida; de lo contrario, la clasifica como moralmente mala o prohibida.
     Unos ejemplos demostrarán la manera de llegar a las conclusiones morales denominadas dictámenes de la conciencia.
     Un médico o enfermera saben que, si es posible, la caridad obliga a socorrer a todo aquel que se encuentra en grave necesidad. Este es precisamente uno de los principios universales y abstractos de su repertorio moral. Supóngase que, en una ocasión determinada, presencian un accidente grave. Su entendimiento entra luego en función. Instantáneamente hacen el siguiente raciocinio: Cuando es posible, la caridad obliga a socorrer al que se halla en grave necesidad; es así que las víctimas de ese accidente grave necesitan la ayuda que yo puedo prestarles; luego la caridad obliga a asistirlas.
     Una persona sabe que el robo es inmoral. Este es otro de los principios universales. Llega el caso de poder apropiarse de algo del prójimo sin ser descubierta. Inmediatamente su entendimiento, al través de un raciocinio, le sugiere: el robo es inmoral; ahora bien, adueñarse de esta propiedad sería un robo; luego adueñarse de esta propiedad es inmoral.
     Resumiendo: El hombre es el único ser, en nuestro universo visible, con un destino inmortal. Sus dotes incomparables de entendimiento y voluntad le sitúan muy por encima de las criaturas inferiores a él. Sin embargo, la consecución de su destino inmortal está supeditada al deseo que tenga de perfeccionar su naturaleza espiritual. Este desarrollo espiritual es irrealizable sin la observancia de las obligaciones morales que pesan sobre él, cuyo conjunto constituye la ley moral. El hombre, a través de la razón y de la revelación, llega al conocimiento de esta ley moral, aplicada a los casos concretos por medio de la razón práctica o conciencia.


Clases de conciencia.
     Los moralistas distinguen varias clases de conciencia. A nosotros tan sólo nos interesan aquellas que son de un valor práctico en la solución de los problemas que pueden presentarse al profesional en Medicina.
     Conciencia verdadera o recta es aquella cuyo juicio, acerca de la moralidad de un acto, está en conformidad con la moralidad real de la acción. Juzga que son pecaminosos los actos objetivamente opuestos a la ley moral, y permitidos o laudables los conformes objetivamente con la misma ley. Así, la «anticoncepción» es un acto inmoral por su misma naturaleza, mientras que atender a un enfermo, aun prescindiendo del motivo natural, es un acto bueno en sí. Si, pues, la conciencia llega a conclusiones idénticas respecto de estos actos, es verdadera o recta.
     La conciencia objetivamente verdadera debe ser obedecida siempre cuando manda o prohibe una acción. Es un guía seguro de la moralidad de las acciones humanas necesarias para conseguir el último fin. Oponerse a la conciencia recta, equivaldría a escoger deliberadamente el mal.
     Conciencia falsa o errónea es aquella que juzga buena y conforme a la ley una acción que le es opuesta. Así, por ejemplo, la destrucción deliberada y directa de la vida de un niño idiota es un homicidio. Si a conciencia juzgase lícito dicho acto, sería falsa y errónea. Sucede con frecuencia que hay personas que tienen conciencia errónea acerca de sus propias faltas; es decir, les bastaría una investigación normal y diligente sobre tal o cual materia para tener un conocimiento exacto sobre la moralidad de la acción.
     Aquel que tiene la oportunidad de conocer la moralidad de sus actos y no se aprovecha de ella, es moralmente responsable de las violaciones de la ley moral, que se sigan a causa de la falta de la ciencia moral debida. Esta conciencia es venciblemente errónea, por ser efecto de la persona que la tiene.
     Se denomina culpablemente errónea a causa de la negligencia por parte del médico o enfermera que ha hecho posible tal modo de pensar.
     La conciencia venciblemente errónea no puede ser seguida. Evidentemente no es un guía seguro al no mostrarnos la verdad objetiva. Todo aquel que se encuentre en estado de conciencia venciblemente erronea, debe hacer un «esfuerzo racional diligente» para deponerla. Solo así se hallará en condiciones de obrar bien y sin peligro de errar.
     Puede suceder que una conciencia errónea no sea efecto de una negligencia personal. Sucede a veces que la falta de tiempo o de un director espiritual experimentado, la edad juvenil, una educación moral incompleta, hace imposible para algunos individuos la adquisición de la ciencia moral conveniente.
     Siempre que un esfuerzo racional por parte de la persona es incapaz de proporcionar la ciencia moral necesaria, la conciencia se denomina invenciblemente o inculpablemente errónea, no habiendo, por tanto, pecado en las acciones hechas con esta conciencia.
     La conciencia invenciblemente errónea puede ser cierta o dudosa. La acción que se seguirá en tales casos ha de enjuiciarse en concreto atendiendo a estas dos clases de conciencia.
     Conciencia cierta es la de aquel que está convencido de que sus conclusiones son verdaderas. Esta conciencia cierta puede ser a su vez verdadera o falsa, según lo expuesto anteriormente. El que piensa que cualquiera puede bautizar a un niño moribundo, tiene una conciencia cierta y verdadera. Aquel otro que estuviese completamente convencido de que el aborto terapéutico es moralmente lícito en algún caso, tiene una conciencia cierta, pero falsa.
     La conciencia cierta debe ser obedecida cuando manda o prohibe una acción. Optar por una acción condenada por la conciencia cierta, equivaldría a elegir deliberadamente lo que uno cree ilícito, y sería, por consiguiente, una elección pecaminosa.
     Conciencia probable es aquella que carece de certeza especulativa acerca de la moralidad de un acto, pero que se ha formado una opinión basada sobre sólidos fundamentos, aceptables por cualquier persona prudente. Esta probabilidad basta para que el individuo pueda obrar con la certeza práctica que se requiere para la acción moral.
     No es siempre posible llegar a la certeza en nuestras conclusiones morales. No pudiendo, por otra parte, obrar con conciencia dudosa, se hace necesaria una regla que permita al hombre salir de la duda. Es la siguiente: cuando no es posible llegar a la certeza, y se trata solamente de licitud del acto, se puede seguir una opinión sólidamente probable, aunque la contraria pueda tener una razón más fuerte. Nótese bien que el uso de este principio queda restringido a los casos en que se trata solamente de la licitud de una acción, o sea, de si es o no es pecado. Puede hacerse uso de ese principio ordinariamente, aunque con frecuencia sería más virtuoso seguir la opinión contraria.
     Por via de ejemplo, valga el siguiente: es sólidamente probable la opinión que defiende la licitud de la excisión de una trompa de Falopio que contiene un feto no viable, siempre que se observen ciertas condiciones. Fundándose en esta opinión probable, puede un médico ejecutar, y una enfermera asistir, a esta operación.
     Hay, sin embargo, tres casos en los que no se puede seguir una opinión sólidamente probable, sino que hay que decidirse por la más segura. Se trata de aquellos casos en los que es absolutamente necesario obtener un fin determinado.
     Primero, se debe elegir el medio más seguro cuando se trata de la salvación de un alma. Así, si un niño que ha sido bautizado en el seno materno nace en peligro de muerte, siendo solamente probable que en tal bautismo se han dado los requisitos necesarios para la válida recepción del sacramento, el niño debe ser bautizado de nuevo condicionalmente.
     Segundo, se debe elegir el medio más seguro cuando se trata de la validez de los sacramentos. Un médico o enfermera se encuentran con un niño en peligro de muerte sin haber recibido el bautismo. Se impone el bautismo de socorro. Para ello tienen a mano un vaso con algo que parece agua y que probablemente lo es, pero se duda si podría ser quizá una solución medicinal. Por otra parte, se dan cuenta de que tienen tiempo para bajar en busca de agua verdadera. En este caso están obligados a ir a buscarla.
     Tercero, es necesario seguir lo más seguro cuando se trata de medios requeridos para conseguir aquello a que otra persona tiene estricto derecho. Por ejemplo, hay un enfermo cuya vida está seriamente amenazada por la dolencia que padece. El médico sabe que uno de los tratamientos le devolverá ciertamente la salud, mientras que aplicando un segundo remedio, éste es solamente probable. Aun cuando el médico tenga un interés especialísimo en conocer la eficacia del segundo tratamiento, está obligado a hacer uso del primero.
     Conciencia dudosa es aquella que suspende el juicio acerca de la moralidad de una acción o, si emite un juicio, lo hace con temor a equivocarse. La duda, en cuanto que afecta a la conciencia, se divide en especulativa y práctica. Es especulativa cuando no se está cierto de la existencia de una ley particular, o de si tal ley comprende el caso que se presenta. La duda es práctica cuando la mente es incapaz de llegar a una conclusión cierta acerca de la moralidad de la acción propuesta.
     Tocante a la duda especulativa, recuérdese que se tiene la obligación moral de hacer las diligencias necesarias para llegar a descubrir e interpretar rectamente las leyes que uno está obligado a cumplir. Si la existencia o interpretación de la ley no es clara, entonces, una vez hecha la debida diligencia, hay libertad para obrar. La razón de esto se funda en que el legislador debe hacer posible el conocimiento de la ley para que ésta pueda obligar. La libertad en la acción, que se presume razonablemente después de haber hecho las diligencias necesarias, no lleva consigo que el individuo obre en este caso con conciencia dudosa; lo que sucede es que no se da certeza práctica de la existencia de una obligación que coarte la libertad. Este principio se anuncia ordinariamente de la siguiente manera: la ley dudosa no obliga.
     Por el contrario, nunca se puede obrar con conciencia dudosa en caso de duda práctica. Saber que una acción determinada puede ser pecaminosa y, sin embargo, ponerla por obra, es indicio de mala voluntad. En este caso debe omitirse tal acción si es posible, y si no lo es, hay que hacer lo que parezca mejor, o, en último caso, dar los pasos necesarios para deponer la duda práctica.
     Esto le será posible al profesional en Medicina mediante un detenido examen de la materia, consultando libros a propósito, o proponiendo el caso a un director espiritual competente.
     Conciencia perpleja es la que, debiendo elegir entre dos acciones, juzga que peca escogiendo cualquiera de las dos. La conciencia perpleja es errónea y dudosa a la vez. Normalmente, la persona que se halla en estado de conciencia perpleja debe abstenerse de obrar hasta haber CONSEGUIDO LA CERTEZA CONVENIENTE. Si le es imposible suspender la acción o deponer la duda, debe decidirse por lo que estime ser el menor de los dos males.
     La enfermera, por ejemplo, que no ha asistido a un curso sobre principios morales, se hallará muchas veces en conciencia perpleja en el cumplimiento de sus deberes. Supongamos que se encuentra cuidando a un enfermo en un día festivo, precisamente a la hora de la Misa. Sabe que la Iglesia le impone el precepto de oirla y, por otra parte, ve que el enfermo no puede menos de reclamar su presencia. Ella cree que peca si no asiste a la Misa por atender al enfermo, y que peca también si deja al enfermo para ir a Misa. En este caso, si le es posible salir de estas dudas, debe hacerlo usando los medios indicados. Si no puede solucionarlas y tiene que elegir una de las dos cosas, entonces no comete ningún pecado poniendo por obra cualquiera de las dos cosas que le parezca menos mala.
     Conciencia escrupulosa es aquella que ve pecados donde no los hay, o que juzga graves los que son solamente leves. La escrupulosidad no es tanto un error en el juicio como una ansiedad que se origina de causas físicas y psíquicas; son, por ejemplo, escrupulosos el médico o enfermera que, cumpliendo con la diligencia necesaria sus deberes, se inquietan continuamente por los efectos perjudiciales que pueden sobrevenir a los enfermos a causa del poco cuidado que creen haber puesto.
     La conciencia escrupulosa es errónea y, por lo mismo, no puede seguirse su dictamen. El escrupuloso debe convencerse de que es incapaz de determinar la moralidad exacta de las acciones. Una humildad y obediencia absoluta a los consejos de un prudente director espiritual es lo único que puede librar a una persona de sus escrúpulos. 

     Conciencia laxa es la que juzga moralmente lícitas las acciones fundándose en motivos de poca monta. Por las más leves razones cosidera pecado venial lo que realmente es mortal, incluyendo los pecados veniales en la categoría de actos indiferentes. Así, por ejemplo, sería de conciencia laxa el médico que, estando en posesión de un secreto profesional que puede comprometer a otro, se atreviera a revelarlo sin sentirse culpable del grave daño que podrá sobrevenir a un enfermo o al buen nombre de su profesión.
     La conciencia laxa es errónea y, en cuanto tal, no puede seguirse. El que se ha formado una conciencia laxa, está obligado a ponerse en condiciones de poder apreciar en su realidad objetiva los valores espirituales y morales. Los medios son numerosos y eficaces, y nunca faltará un director espiritual que gustosamente se ofrezca a asistir a la persona que necesite ayuda en esta materia. 


El acto moral.
     Si bien es cierto que el hombre es un ser racional, no se sigue de esto que todos sus actos estén de hecho bajo el control de la razón, cualquier profesional en Medicina está familiarizado con innumerables anormalidades. Enfermos que se encuentra bajo el influjo del éter o en estado de delirio, revelan a veces lo que puede ser un daño para un tercero. Los sonámbulos y los desequilibrados mentales cometen veces actos que son causas de graves daños para personas inocentes. 
     El hombre difiere de la bestia por razón de su naturaleza espiritual, dotada de un entendimiento capaz de penetrar las esencias de las cosas, y de una voluntad libre en la elección. Por consiguiente, todo acto hecho por el hombre, sin al menos un mínimo de conocimiento y de libertad, no es verdaderamente humano. Tal acto no procede de la naturaleza íntegra del hombre, y su denominación técnica es acto del hombre.
     Puede fácilmente comprenderse que la moralidad entra en cuestión sólo cuando se trata de un acto ejecutado con un mínimo de conocimiento y de libertad. Dios, juez justo, no condenará jamás a un hombre por una acción que está completamente fuera del control de su voluntad. Por consiguiente, todo acto del que no se tiene ningún conocimiento, o que está fuera del alcance de la voluntad y, a fortiori, si carece de estas condiciones, constituye un acto del hombre y es completamente amoral.
     El acto humano es el que procede de la naturaleza racional del hombre, es decir, está sometido de alguna manera a su conocimiento y voluntad. La mayor parte de nuestras acciones cotidianas son de este genero.

     El acto humano se llama moral porque dice relación a algún principio de la ley moral. Estrictamente considerado, es aquel que se ejecuta libremente, consciente el hombre de la relación que tiene su acto con la ley moral, y su propio fin. Siempre que el acto está en conformidad con la ley moral, se considera bueno; de lo contrario, es un acto malo. Algunos de estos actos responden a obligaciones más graves que otras; pero en ambos casos lo más importante en ellas es su moralidad. Solamente los actos morales ayudan o impiden al hombre la consecución de su fin, y esto sólo basta para clasificarlos aparte de todos los demás.
     Puesto que los elementos constitutivos del acto moral son el conocimiento y la libertad, toda consideración sobre el mérito o demérito en las acciones depende del grado de conocimiento y de libertad de la persona en el momento de la posición acto.
     De ordinario el conocimiento y la libertad informan plenamente nuestras acciones; a veces, sin embargo, estos elementos esenciales se dan en un grado insuficiente para constituir un acto humano perfecto. De ahí la importancia de tener una noción clara y precisa de los diversos tipos de acto moral.


Clases de actos morales.
     Acto moral perfecto es el que se ejecuta con pleno conocimiento del entendimiento y libertad completa en la acción. Tal acto puede ser bueno o malo. Se denomina acto «perfecto» porque los dos elementos esenciales se realizan íntegramente.
     Siempre que un acto perfecto es moralmente bueno, no hay disminución de mérito a causa de la ignorancia o coacción. Así, por ejemplo, una enfermera sabe que a cierto enfermo le reportarán ayuda muy valiosa algunos servicios que ella no está obligada a prestarle. Si, aparte de lo que ordena la caridad cristiana, se sacrifica para poder proporcionárselos, su acción es enteramente buena.
     Cuando un acto perfecto es moralmente malo, la malicia de la voluntad y la culpa consiguiente no disminuyen de ninguna manera. Puede, por ejemplo, estar cierta la enfermera de que la revelación de un secreto profesional ha de perjudicar gravemente a un enfermo. Si lo
revela de un modo directo con la murmuración, su culpa será completa también.
     Acto moral imperfecto es aquel en que es deficiente alguno de los elementos esenciales: advertencia o libertad.
     Cuando una acción moralmente buena es llevada a cabo atendiendo solo parcialmente a la bondad de tal acto, o bajo alguna forma de coacción, su valor espiritual queda disminuido. Así, la acción de quien cumple sus deberes en parte por caridad cristiana para con el enfermo, mezclándose a la vez algún otro motivo menos digno, queda desvirtuada en su valor espiritual en la medida que el motivo menos digno influye en la posición del acto, de tal manera que si ese motivo fuera gravemente pecaminoso, el valor espiritual de la acción sería nulo, cometiéndose entonces un pecado mortal. Si una enfermera ejecuta un acto moralmente malo no comprendiendo plenamente la malicia de su acción, o sintiéndose forzada hasta cierto punto a ponerla por obra, su responsabilidad disminuye también. Puede la enfermera haber recibido la orden de instruir a una paciente en las prácticas anticonceptivas, viéndose amenazada con la pérdida del empleo en caso de negarse. Tal amenaza, de ordinario, no disminuye notablemente la libertad de elección en esta materia, no evitándose, por consiguiente, la culpabilidad grave. Pero siempre el grado de culpabilidad disminuye proporcionalmente a la falta de libertad en la elección. 

     Acto moral positivo. Es el que lleva consigo la posición del acto, y puede ser bueno o malo. Así, por ejemplo, aquel que cumple perfectamente alguno de sus muchos deberes, aun sin tener en cuenta un motivo moral, ejecuta un acto moral positivo.
     Acto moral negativo. Tiene lugar en la omisión. Es una falta constituida por negligencia en el cumplimiento del deber. La enfermera que se entrega al sueño, consciente de su obligación de vigilar durante la noche, es culpable de todos los males que puedan sobrevenir a los enfermos a causa de su falta de vigilancia.
     Acto voluntario directo. Se dará siempre que el objeto del acto de la voluntad es querido en sí mismo o como medio para un fin ulterior. El que miente deliberadamente para eludir la responsabilidad ante sus superiores, quiere directamente mentir con la esperanza de que aquella mentira le sirva de medio para evitar la reprensión o el castigo. 

     Acto voluntario indirecto. Cuando el acto voluntario, además de su efecto propio, produce un efecto secundario, que puede y debe ser previsto, al menos como una consecuencia probable del acto voluntario indirecto, tenemos un acto voluntario indirecto.
     En el acto voluntario indirecto no se intenta el efecto secundario ni como fin del acto ni como medio para alcanzar un fin ulterior. Además, es muy posible que la persona prevea, al menos en confuso, que el mal efecto secundario puede seguirse del acto voluntario directo. Supuesto, pues, que el conocimiento es un elemento constitutivo esencial del acto moral, para que se pueda imputar al agente el efecto malo, se requiere que haya al menos una conciencia vaga de que tal efecto pueda seguirse de la acción que se va a realizar.
     La previsión del efecto malo tendrá lugar a veces porque se sabe que la acción del agente tiende por su naturaleza a producir dicho efecto; otras veces la experiencia pasada indicará que el acto voluntario puede ser causa cierta o probable del efecto malo. Sin embargo, para que un efecto malo pueda decirse indirectamente voluntario, se requiere que haya obligación de evitarlo. Esta condición se verificará muy a menudo por la simple razón de que son muchos los fundamentos de obligación que nos fuerzan a evitar las ofensas a nuestros prójimos, a la sociedad o a nosotros mismos. Téngase, pues, bien presente que en el acto voluntario indirecto lo que mueve a la voluntad no es precisamente el deseo del efecto malo. Esto no es ni un fin, ni un medio para un fin. Es solamente un efecto malo, que se prevé ha de seguirse del acto voluntario directo y que hay que evitar.
     Es de suma importancia para el médico y enfermera tener un conocimiento exacto acerca de la naturaleza del acto voluntario. Sus responsabilidades para con los demás son serias y numerosas, y deben ponerse muy en guardia a fin de evitar que sus acciones puedan perjudicar a sus enfermos.
     Nos serviremos de un ejemplo para aclarar esta doctrina. Puede suceder que una enfermera cuide a un paciente a quien está obligada de un modo especial, o por el que siente un interés particular. Supongamos que el enfermo está a dieta por indicación del médico, pero se empeña en obtener de la enfermera, a fuerza de ruegos, se le dé más alimento del permitido por el doctor. Si la enfermera, por una simpatía mal entendida, asiente a conceder tales alimentos al enfermo, es moralmente responsable de todos los daños que pueden sobrevenir al paciente. A la luz de la experiencia adquirida en casos semejantes, debiera haber previsto, y sin duda así ha sucedido, al menos en confuso, que el enfermo podría sufrir algún perjuicio y aun quizá un serio retraso a causa de su acción. Tendríamos aquí un voluntario indirecto de los males que sobrevendrían al paciente.
     Acto voluntario habitual. Es el que se pone actualmente como resultado de una intención hecha en un tiempo anterior, que no ha sido retractada, pero que no influye físicamente en el acto presente. Un acto voluntario habitual en una de las partes presupone siempre la actividad de otra persona, que conoce la intención inicial de la primera, sabe que no ha sido retractada, y que ahora obra de acuerdo con aquella intención no retractada. Aun cuando la persona a quien se atribuye el acto voluntario habitual no sea consciente, o no esté enterada de lo que se está haciendo en virtud de su intención, sin embargo, el hecho le es moralmente imputable, porque es ejecutado en conformidad con un deseo de su voluntad no retractado.

     Como ejemplo de un acto voluntario habitual, podemos referir el caso de una persona que ha tenido un deseo verdadero de recibir el Sacramento del bautismo, pero que no ha podido realizarlo a causa de las circunstancias. Si, mientras se halla en ese estado, es víctima de un accidente que la deja sin sentido y en peligro de muerte, otra persona cualquiera, que es sabedora de su deseo expreso y no retractado de recibir el bautismo, debe administrárselo, si no está presente un sacerdote.
     Acto voluntario virtual. Se llama acto voluntario virtual el que tiene lugar actualmente, sin que exija «hic et nunc» conocimiento ni elección simultáneos de tal acto, pero que resulta físicamente de una intención preconcebida y no retractada. Sucede con frecuencia que una persona, a sabiendas y libremente, permite que ciertas acciones lleguen a constituir por su repetición hábitos muy arraigados. Estas tendencias pueden llegar a ser tan fuertes, que la víctima de tales hábitos ponga por obra los actos correspondientes sin darse cuenta de ello. 

     El médico y enfermeras deben estar siempre en guardia para evitar formación de hábitos peligrosos. Existe, por ejemplo, la tentación constante a «salir del paso» en el cumplimiento del deber, así como también la inclinación a habituarse al descuido en el manejo de los instrumentos, en el gasto innecesario del material y en la manera de cuidar a los enfermos. Tan pronto como se den cuenta del desarrollo del mal hábito y no procuren desarraigarlo, se hacen moralmente responsables de los daños que puedan seguirse de él. 
     Acto voluntario interpretativo. Es el formado por una segunda persona que, según un pensar prudente y libre de todo prejuicio, supone que tal acto deliberado y libre se daría en concreto si la persona de que se trata estuviera en condiciones y en circunstancias de poder elegir.
     Aclaremos la doctrina del acto voluntario interpretativo con el caso del que, habiendo sido victima de un suceso fortuito, y desconocida su identidad personal, es conducido a un hospital en estado inconsciente. Los médicos estiman necesaria una operación inmediata para salvar la vida de la victima, pero es imposible obtener el consentimiento del enfermo o de sus parientes. No obstante esto, los cirujanos están moralmente justificados llevando a cabo la operación requerida. Juzgan, con razón, que si la víctima estuviera en condiciones de darse cuenta de su grave necesidad y pudiera elegir libremente, se determinaría por la operación que le es necesaria.
     Sin embargo, no se debe ser demasiado fácil en la interpretación del pensamiento de una persona que se encuentra en el estado de inconsciencia, de tal manera, que se presuma su consentimiento en nuestras acciones. Es evidente que pueden surgir abusos con relativa facilidad, pero siempre que el sentido común y la ausencia de prejuicios nos indican que el bien de una persona está en peligro, no debemos vacilar en presumir su consentimiento para ejecutar una acción que pueda serle ventajosa.

R.P. Charles J. McFadden O.S.A.
ETICA Y MORAL 

No hay comentarios: