CIEN PROBLEMAS SOBRE CUESTIONES DE FE
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Las maravillas cósmicas no prueban la necesidad del divino Ordenador, no constituyen más que una de las tantas «combinaciones posibles» de los elementos del Universo. Ellas, por tanto, pueden proceder de la pura casualidad, como una cualquiera de las demás combinaciones desordenadas, tras un número suficientemente largo de tentativas, según los cálculos de la «matemática estadística». (M. N.—Roma.)
Niego que en el caso del mundo se trate de una combinación de elementos como las desordenadas, que se distinga de ella sólo por una mayor complicación y mayor dificultad de que casualmente se dé. En el maravilloso orden cósmico hay además el hecho objetivo e intrínseco de la racionalidad de ese orden mismo. La causa proporcionada de ese orden inteligente no puede ser, por tanto —en la concepción cósmica incluso más mecanicista y evolucionista—, sino la inteligencia de la causa impulsiva inicial. La proporción entre causa y efecto exige que al efecto ordenado y consiguientemente racional salido del caos inicial corresponda la racionalidad del dinamismo de ese caos y la inteligencia de quien lo imprimió a la materia ciega: la inteligencia del Artífice Sumo.
Entre la combinación ordenada de las letras de la Divina Comedia y cualquier combinación complicadísima de ellas desordenada hay el abismo que se da entre el pensamiento y el no pensamiento, y el pensamiento exige la inteligencia que lo haya concebido. No se trata sólo de mayor dificultad de que se dé, sino de absoluta imposibilidad de que exista el pensamiento sin la inteligencia.
¿Os obstináis en ver sólo una mayor dificultad?
De palabra. Sabed entonces que de los cálculos de Borel (Le hasard, París, Alean, 1920) resulta que la probabilidad de que por casualidad se forme una sola célula viva —concebida, salvo la mayor dificultad, como cualquier otra combinación desordenada— sería igual a la de reproducir sin error todas las publicaciones de la tierra, con una multitud de monas que golpeen ciegamente otras tantas máquinas de escribir.
¿Podrá ocurrir en la práctica?
Si además preferís la intuición del sentido común a las abstracciones filosóficas y a las sutilezas matemáticas, echad una mirada a nuestro reloj pulsera y preguntaos si estáis absolutamente convencidos de que no se ha hecho a sí mismo, o si, en cambio, dudáis, por ejemplo, de que lo haya podido hacer fortuitamente vuestro perro jugueteando, allí en el jardín, con algunas piececitas de hierro. ¿Por qué excluís de un modo absoluto esta última posibilidad? Porque veis su conformación inteligente. Sólo un ser inteligente puede, pues, haberlo construido.
Mirad ahora un pelillo de la mano, pero con el microscopio y como lo hace ver la Anatomía; es más, mirad una sola célula suya, y reconoceréis que es una obra maestra inmensamente más maravillosa que el reloj. Y si consideráis la estructura de todo el cuerpo humano y todos los esplendores del Universo, os encontraréis ante una realidad mil y mil millones de veces —o sea indefinidamente— más inteligentemente formados que cualquier mecanismo artificial.
Y entonces la certeza de que ese Universo ha exigido un ordenador inteligentísimo la veréis no sólo tan evidente, sino —si fuese posible— todavía inmensamente más evidente que aquella misma con que afirmabais la necesidad de un fabricante de vuestro reloj.
BIBLIOGRAFIA
P. Borel: Le hasard, París, 1920;
P. Enriques: Causalita e determinismo nella filosofía e nella storia della scienza, Roma, 1941;
M. Plank: La conoscenza del mondo físico, Einaudi, 1940, cap. III;
P. C. Landucci: Esiste Dio?, Asís, 1951, págs. 73 y sigs; 93 y sigs, Madrid, 1953, págs. 65 a 78; II mistero dell'anima umana, Asís, 1952, páginas 39 y sigs. y 94 y sigs.
Pier Carlo Landucci
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