Vistas de página en total

miércoles, 7 de noviembre de 2012

MARIA EN EL CALVARIO (III)

María participa en el Calvario de todos los dolores del divino Crucificado.
Su compasión fecunda y su martirio. 

     I. María estaba de pie junto a la Cruz. Ya la hemos contemplado ratificando y consumando la ofrenda que había hecho de su Hijo; entregando, de común acuerdo con el Padre, la Víctima inocente que había dado a luz para el sacrificio; y basta esto para que se nos presente como la nueva Eva al lado del nuevo Adán. Sin embargo, como hemos ya comprendido, faltaría alguna cosa a la perfección del misterio si María, participando con el soberano Sacerdote en la oblación de la Víctima, no participase de sus dolores; porque la antigua Eva había compartido con el primer Adán el placer animal que nos perdió. Es preciso que el oráculo pronunciado años atrás por el santo anciano Simeón, el día de la Presentación del Señor, se cumpla en toda la extensión de su significado: "Éste ha sido puesto para caída y levantamiento de muchos en Israel y como señal a la que se hará contradicción; y una espada de dolor atravesará tu alma" (Luc. II, 34 y 35). 
     Ciertamente, no se puede negar que Jesucristo, antes de llegar la hora del Calvario, había sufrido grandes contradicciones. Apenas nacido, tiene que huir al destierro para escapar de la persecución de Herodes, y más tarde, durante su vida pública, ¡qué de oposiciones!, ¡qué de lazos!, ¡qué de calumnias!, ¡qué de criminales ataques contra su doctrina y contra su persona! Pero lo que el espíritu santo había señalado especialmente en aquel oráculo era la contradicción suprema que sufrió el Señor en la Pasión. Tenemos por testigo de esta verdad al Apóstol San Pablo, en su Epístola a los hebreos. Después de haber exhortado a los fieles a contemplar "al Autor y al Consumador de la Fe, Jesús, que... ha sufrido la muerte, despreciando la ignominia". "Pensad, pues —añade—, en Aquel que ha sufrido tal contradicción de parte de los pecadores levantados contra Él" (Hebr., XII, 2, 3). 
     Por tanto, según el texto evangélico, por consecuencia de la contradicción sufrida por el Hijo, será el alma de la Madre atravesada con una espada de dolor; y sabemos por esta infalible profecía por qué María está de pie junto a la Cruz. Está allí, no sólo para unir su oblación y su obediencia a la oblación y a la obediencia del nuevo Adán, sino también para llevar, en unión con Él, todo el peso de la expiación reclamada por la divina Justicia. El placer culpable había sido común, común será también el dolor. 
     ¡Sí! María comparte con toda verdad esos dolores que van a repararlo y vivificarlo todo; los comparte con toda la fuerza y toda la propiedad de la expresión. Lo que Ella sufre no es por sus propias heridas. Nadie nos obliga a creer que la rabia de los judíos se ejerciese directamente sobre Ella. En parte alguna del Evangelio leemos que fuese personalmente difamada, maltratada o herida; y aun cuando en realidad hubiese sufrido algunos ultrajes, los hubiera contado por nada, o, mejor dicho, lo hubiera tenido por ganancia, puesto que la hubiesen asemejado a su Hijo. La causa de sus dolores no es otra cosa que la Pasión de Cristo. Ésta veríamos impresa con caracteres sangrientos en su corazón, si pudiésemos abrirlo. "La Madre de Jesús —dice un devoto contemplativo, que algunos han tomado por el doctor seráfico San Buenaventura—, la Madre de Jesús, María, estaba de pie junto a la Cruz de su Hijo. ¡Oh, Señora nuestra! ¿Dónde estás? ¿Estás solamente al pie de la Cruz? Seguramente que estabas, más bien, sobre la Cruz con tu Hijo, clavada con Él. La diferencia es que Él estaba con su cuerpo, y Tú con tu corazón. Allí, Señora mía, fue tu corazón atravesado por la lanza, coronado de espinas, burlado, insultado, cargado de injurias, abrevado de hiél y vinagre. ¿Por qué, Reina mía, fuiste Tú misma a inmolarte por nosotros? ¿Acaso la Pasión del Hijo no era suficiente para salvarnos, si la misma Madre no fuera también crucificada?" (Stimuli Amoris, p. I, c. 3. inter Opp. S. Bonav. (ed. Vives, t. XII, p. 638)). 
     "María —dice, a su vez, San Lorenzo Justiniano— fue, en su corazón, un espejo soberanamente límpido y claro de la Pasión de Cristo, una imagen perfecta de su muerte. Allí se podían ver los ultrajes, las salivas, los golpes, todas las llagas, en fin, del Salvador del mundo" (S. Luarent Justin., L. de Triumphali Christi agone, c. 21). 

     II. Pero hay que entrar más adentro en esta comunión de sufrimentos entre el Hijo y la Madre. Si lo miramos de cerca, el martirio de la Santísima Virgen en el Calvario tenía doble origen, doble medida: el conocimiento de los dolores de su Hijo y su amor a Él. Quitad el conocimiento: ¿cómo podría sufrir dolores que ignoraba? Dadle el conocimiento sin el amor: habría, quizá, alguna compasión; pero, ¿cómo sufrir tan cruelmente las angustias de una Víctima que le es indiferente? ¿No es oficio propio del amor andar en comunidad de penas y de alegrías? La fe nos enseña que la felicidad de los elegidos es inefable para todos y, sin embargo, desigual. ¿Qué es lo que causa esta felicidad general? La clara visión y el amor de la Bondad divina: por este doble canal, la beatitud infinita de Dios corre a torrentes hacia los corazones y los sacia. Y la desigualdad, ¿en qué consiste? En la mayor o menor perfección de ese mismo amor y conocimiento. Si, pues, son éstos los dos factores próximos del dolor de María, fácil es comprender que cuanto más perfectos sean este conocimiento y este amor en Ella, mayor y más intenso será el dolor. No volveremos sobre lo que ya hemos dicho de su amor a la Víctima santa. Recuérdese lo que hemos escrito sobre esto en la primera parte, cómo esta Madre Virgen amaba en Jesús a su Hijo y a su Dios: a su Hijo, el más hermoso, el más amable entre los hijos de los hombres; a su Dios, que por un incomprensible misterio era el fruto bendito de sus entrañas; cómo la naturaleza y la gracia se unían para dar a su amor una intensidad que sobrepujaba a todo otro amor, después del que el Padre tiene eternamente a su Unigénito (Primera parte, 1. III, c. 5, t. I, p. 280 y sigs. Véase, en especial, al beato Amadeo de Lausania, pp. 288, 289).
     Hablemos del conocimiento; pero no olvidemos, al considerarlo, que si el amor supone el conocimiento, le da, en cambio, una aprensión más viva y más clara de los sufrimientos del objeto amado. Los libros que tratan de los dolores de Jesús y María se detienen con demasiada frecuencia en los sufrimientos exteriores del Hijo de Dios. Parece, al leerlos, que la Pasión del Salvador está escrita en su cuerpo desgarrado y sangriento, si no entera, a lo menos la mayor parte: tanto y tan largamente describen todos sus tormentos. Lejos de nosotros el pretender atenuar lo que tuvieron de terriblemente doloroso para Cristo sus tormentos corporales. Jamás podremos ni describirlos, ni siquiera concebir su atrocidad. Pero, al mismo tiempo, debemos reconocer que las heridas hechas al divino Corazón de Jesús sobrepujaron incomparablemente a las que se imprimieron en su carne. No queremos más prueba que el mismo testimonio del Señor. Hay quejidos, hay gritos arrancados por la angustia, en el relato de la Pasión. ¡Qué gritos y qué quejidos! "Mi alma —dice— está triste hasta la muerte"; tristeza tan intensamente espantosa, que le hace sudar sangre, cuando todavía los verdugos no habían puesto sus manos sobre Él. Callará cuando lo abofeteen, cuando lo flagelen, cuando lo claven en la Cruz. Y si lanza, antes de expirar, un lamento de suprema desolación, también se escapa de un dolor del alma: "Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?". Y no nos asombramos, porque hemos aprendido de nuestros santos doctores que "los goces y los sufrimientos espirituales son incomparablemente mayores que los goces y dolores que recaen en el cuerpo" (San Thom., 1-2, q. 31, a. 5).
     He aquí por qué, de todos los suplicios de los condenados, el más insoportable, sin contradicción, es la privación del Bien supremo y la maldición divina. Esto es, por otra parte lo que las almas más singularmente favorecidas con los dones celestiales han experimentado aun durante su vida mortal; testigos: Santa Teresa y Santa Margarita María, por ejemplo, que contaban por nada sus sufrimientos corporales al lado del padecer del alma (Santa Teresa, Castillo Interior, Morada sexta. Sta. Margarita, Vida y obras...).
     ¿Queréis saber cuáles fueron, para el Salvador del mundo, esas penas interiores, más intolerables mil veces que todos los sufrimientos que padeció en su carne? El doctor Angélico pone en primer lugar el dolor que sentía por los pecados de los hombres: "Dolor —dice Santo Tomás— que sobrepujaba en Él al de todos los penitentes, ya porque procedía de una sabiduría y de una caridad excelentemente mayores, dos principios que hacen crecer el dolor del contrito, ya porque debía sufrir por la universalidad de los pecadores y de los pecados, según el oráculo de Isaías" (Isa., LIII, 4, 11).
     "Verdaderamente, tomó sobre Sí todos nuestros dolores y todas nuestras iniquidades" (San Thom., 3 p., q. 46, a. 6, a. 4). 
     Esta especie de dolor no lo comprendemos, desgraciadamente: y es que tenemos muy poco amor de Dios, muy poca luz sobre la intensidad de la injuria que es para Él el pecado. Los Santos juzgaban muy de otro modo. "Sabiendo yo el tormento que pasa y ha pasado cierta alma que conozco —dice Santa Teresa, hablando, sin duda, de ella misma— de ver ofender a Nuestro Señor, tan insufridero, que se quisiera mucho más morir, que sufrirlo, y pensando si un alma con tan poquísima caridad, comparada a la de Cristo (que se puede decir casi ninguna en esta comparación), sentía este tormento tan insufridero, ¿qué sería el sentimiento de Nuestro Señor Jesucristo, y qué vida debía pasar, pues todas las cosas le eran presentes y estaba siempre viendo las grandes ofensas que se hacían a su Padre?... Ver tan continuo tantas ofensas hechas a Su Majestad, e ir tantas almas al infierno, téngolo por cosa tan recia, que creo (si no fuera más de hombre) un día de aquella pena bastaba para acabar muchas vidas, cuanto más una" (Santa Teresa, Castillo Interior, morada quinta, c. 2). ¿Cuál, pues, sería la infinidad de su dolor en el día en que debió llevar singularmente el peso de todos los crímenes para llorarlos y expiarlos?
     Añadid a esto la ingratitud de los hombres que le perseguían con tanto furor; la ingratitud también de tantos otros que, en el transcurso de los siglos, pisotearían la sangre derramada por ellos; el abandono presente de sus discípulos; la atrocidad sin nombre de la injuria hecha a Dios en su persona; las persecuciones que debía sufrir perpetuamente en la Iglesia, su Esposa; tantos miembros arrancados por sus maldades de su persona mística y cayendo en los abismos del infierno; su Padre, en fin, que lo trataba como enemigo. Esto veía y sentía Nuestro Señor; esto, más que todas las heridas del cuerpo, era causa de un dolor sobre todo dolor.

     Ahora bien; ese gran Libro de la Cruz que tantas almas ignoran, sobre el cual tantas otras echan apenas algunas rápidas miradas o apenas saben deletrear; ese libro, que las almas más iluminadas con la luz divina no leen sino a través de mil obscuridades y como de lejos; ese libro lo tenía María abierto delante de los ojos; Ella recorría una por una, con plena inteligencia, todas las páginas vivas y descubría todo el sentido de ellas. Su mirada no se detenía en los tormentos visibles del Crucificado; llegaba hasta el Corazón de Jesús, y veía al descubierto el océano de amargura en que estaba anegado. ¡Sí!, su fe y su ciencia soberanamente infusa le revelaban ciertamente las causas, los fines y la inconmensurable extensión de los sufrimentos de su Hijo; cómo no tenía consuelo ni del cielo, ni de la tierra, puesto que la misma presencia de su Madre, lejos de ser un alivio para Él, no era sino un aumento de dolor y como una parte integrante de su propio martirio (Joan. Lansperg., Quincuagena III theoriarum in vitam et pass. Christi, theor. 12. Opp., t. II, p. 250).
     Si tal era su conocimiento y tal su amor, ¿no tiene la Iglesia razón para aplicar a esta Madre de los Dolores lo que Jeremías, en sus Lamentaciones, decía a la arruinada Jerusalén?: "¿A quién te compararé?, ¿a quién eres semejante..., Virgen, hija de Sión? Grande como el mar es tu desolación" (Jerem., Lament., II, 13).
     ¿Y no puede María exclamar, con infinito más derecho que la desgraciada ciudad: "¡Oh, vosotros, los que pasáis por el camino, atended y mirad si hay dolor como el dolor mío!" (Idem, ibid.. I, 12). ¡Qué de angustias debían oprimir el corazón de Abraham cuando iba, por orden de Dios, a inmolar a Isaac, aquel hijo singularmente amado, y a quien llevaba al lado suyo cargado con la leña del sacrificio! Recordemos también a la desdichada Resfa, una de las mujeres de Saúl, velando los cadáveres de sus hijos, despiadadamente crucificados por los gabaonitas, y espantando a las aves de rapiña que se acercaban a devorar sus carnes (II Reg., XXII. 10). O, si queréis mejor, contemplad a la madre de los Macabeos, cuando ve a sus hijos morir entre los más refinados tormentos, uno después de otro (II Macchab., VII).
     ¿Nos da todo esto alguna idea del martirio de la Virgen en el Calvario? ¡No, seguramente! ¿Y por qué? Porque ni los sufrimientos de esas víctimas se acercan a los de Jesús, ni el amor de aquel padre y de aquellas madres por sus hijos podía compararse con el de Nuestra Señora a su divino Hijo. Si exceptuamos, pues, los dolores del Hombre Dios, no hay, ni habrá jamás, nada que iguale a los dolores de María, porque no habrá jamás sobre la tierra una realización más completa de todo lo que lleva el sufrimiento a sus límites más extremos.
     Es verdad que María no estaba sola en el Calvario para compadecerse del sacrificio de Jesús. Juan, María Magdalena, María Cleofás, estaban con Ella, y, ¿quién podrá decir lo extremado de su tristeza y la abundancia de sus lágrimas? Pero, ¡cuán distinta era su compasión de la de la Virgen! No era, como la de María, el último complemento de un dolor concebido el mismo día en que el Verbo de Dios se hizo carne para ser en esta carne el Cordero del gran sacrificio; dolor que iba creciendo a cada hora, a medida que se acercaba el desenlace previsto. No es el sufrimento de una Madre, de una Madre Virgen, de una Madre que ama a su Hijo con todo el amor que puede arder en un corazón humano hacia el fruto único de sus entrañas y hacia su Dios. En fin y, sobre todo, no era una compasión que se extendiese a todos los dolores de Jesús; porque los más profundos y los más terribles eran un enigma para aquellos piadosos discípulos, a quienes el misterio de la Cruz no había sido claramente descubierto todavía.
     Más dichosas, desde este punto de vista, que los amigos del Calvario, algunas almas, en el transcurso de los siglos, han recibido la gracia de sentir con una fe más perfecta, no sólo la Pasión exterior del Salvador, sino también sus angustias más íntimas. Pero, ¡qué diferencia siempre entre las compasión de ellos, por viva, amorosa que fuese, y por muy iluminada que estuviese, y la compasión de María! Era, sin duda, una compasión nacida de la contemplación de los sufrimientos de Cristo; pero de unos sufrimientos que habían terminado hacía mucho tiempo. Estos piadosos contemplativos no estaban, en realidad, al pie de la Cruz levantada en presencia suya. Encerrados en la soledad de una celda, o recogidos en algún rincón del santuario, no oían verdaderamente ni los clamores de la multitud delirante, ni las burlas de los fariseos y de los escribas, ni los martillazos hundiendo los clavos, ni las blasfemias del ladrón impenitente. No veían con sus ojos de carne la Víctima actualmente suspendida del ignominioso patíbulo, con el cuerpo desgarrado por los azotes, coronada de espinas la cabeza, pies y manos dolorosamente fijos en la Cruz, el pecho entreabierto y patente el corazón por aquella cruel herida. Y para ellos no era tampoco ni una aprensión de las torturas sufridas interiormente por el Salvador, ni una intensidad de amor que se pudiera comparar ni remotamente con lo que la naturaleza y la fe nos han revelado de María.
     Hay que insistir, por consiguiente, en nuestra conclusión: jamás alma viviente, fuera del Hijo de Dios, sufrió como la Virgen Santísima, y por eso la llamamos con toda justicia, en unión con la Iglesia, la Reina de los Mártires y la Madre de los Dolores. Un gran contemplativo, después de haber meditado sobre la Compasión de María, no teme adelantar una proposición en verdad atrevida. El dolor de la Virgen sobrepujaba a cuanto las criaturas humanas podían sufrir, por lo cual, si se hubiera repartido entre los seres vivientes, hubiese bastado para dar muerte a todos (San Bernard. Sen., Serm. pro festiv. B. M. V. Serm. 13. de exalt. B. V. in gloria, a. 2, c. t. IV p. 136).
     ¿Habrá, quizá, en este pensamiento de San Bernardino de Sena alguna sombra de hipérbole? No queremos investigarlo curiosamente; lo que sabemos muy bien es que María, lo mismo que Jesús, en el Huerto de las Olivas, no hubiera podido, sin morir, soportar la espantosa angustia que le oprimió el corazón; fue preciso, para que lo sufriese de pie, sin desmayar ni desfallecer, un milagro comparable al que hizo caminar a Cristo tranquilo y en calma sobre el mar alborotado por la tempestad.
     Así lo han juzgado los Santos, cuyos testimonios sería fácil multiplicar. Citemos, por ejemplo, este párrafo del tratado sobre la Excelencia de la Bienaventurada Virgen María: "¡Oh, Señora nuestra!, es muy cierto que una espada de dolor ha atravesado tu alma, y este dolor te fue más amargo que todo sufrimiento del cuerpo. Todos los tormentos que sufrieron los mártires en su cuerpo eran penas ligeras, o, mejor dicho, eran nada, comparadas a las angustisa que penetraron a raudales hasta los últimos pliegues de tu corazón dulcísimo. ¡Sí!, estoy persuadido de ello, amantísima Señora mía: no hubieras podido vivir en medio de aquel suplicio si el Espíritu de vida, el Espíritu de todo consuelo, el Espíritu del amadísimo Jesús, cuya muerte te causaba tantos sufrimientos, no te hubiera sostenido interiormente y te hubiera fortificado, recordándote que una muerte tan ignominiosa y cruel era menos una muerte para Él que una victoria que le sometería todas las cosas" (Eedmer., De Excellentia M. V., c. 5. P. L., CLIX, 567).
     Por otra parte, a la Reina de los mártires no le sucedía lo que a tantos santos: que el amor del Salvador agonizante les endulzaba sus propios sufrimientos, y hasta los cambiaba a veces en delicias. Así, los Apóstoles, después de haber sido azotados, salían del concilio de los judíos "llenos de gozo, porque habían sido juzgados dignos de sufrir aquella ignominia por el nombre de Jesús" (Act., V, 61). Y, para poner otro ejemplo, así también, cuando el juez gritaba a los dos mártires Marco y Marcelino, clavados uno y otro por los pies a un poste: "¡Desdichados!, tened compasión de vosotros mismos y libraos de este tormento." "¿De qué tormento hablas? —respondían ellos—. Jamás hemos probado un convite tan delicioso como el que gustamos ahora por amor de Cristo."
     Y, ¿por qué esta diferencia? Porque el amor que alivia a los otros es para María el instrumento y la medida de sus dolores (Ricard. a. S. Vict., in Canticum cant., c. 2G. P. L. CXCVI. 484).
     Fue, con toda verdad, su único verdugo. ¿Qué más diremos para poner a viva luz la inmensidad de los dolores de María? La beata Angela de Foligno, arrebatada en la contemplación de Jesús Crucificado, exclamaba en un piadoso delirio: "Todo lo que dicen de la Pasión, todo lo que cuentan, es nada, comparado con lo que ha visto mi alma." Y, sin embargo, ella misma confesaba su impotencia para retratar su realidad imponente. "Y si alguien —añadía— me contase la pasión tal como fue, yo le diría: Tú, tú mismo la has sufrido" (El libro de las visiones de la beata Angela de Foligno, traducido por E. Helio., c. 30, página 113).
     Solamente Jesucristo ha medido la profundidad y extensión de sus propios sufrimentos. Y Él sólo, según testimonio de los Santos, podría también revelarnos lo que fue el Martirio de su Madre.
     En María todo es misterio. Misterio su Concepción inmaculada; misterio su virginidad sin mancha; misterio la abundancia inconmensurable de su gracia; misterio la supereminencia de su título de Madre de Dios. Misterio es también la inmensidad de su dolor; un misterio tal, que se escapa a toda concepción, que sobrepuja a toda inteligencia humana (San Amed. Lausan., Hom. 5 de Martyr. B. V. P. L., CLXXXVIII, 1320); porque todos los sufrimientos del mundo reunidos no igualarían a este dolor.
     Es que María puede decir incomparablemente con mucha más verdad que la beata Angela, cuyas extrañas palabras citábamos hace un instante: "Fui transformada en el dolor de Jesús Crucificado" (Santa Angela de Foligno, ibid., c. 31, p. 117).
     Nótense en la misma contemplativa "estas otras palabras que le fueron dichas en el fondo del alma" por el Señor Crucificado: "iNo!, no te he amado para reírme" (c. 33, p. 121). Así, los dolores del Hijo sobrepujan a todo dolor; los de la Madre no debían tener semejante tampoco. Decíamos en la primera parte que la santidad final de la Santísima Virgen, a juicio de los más graves autores, sobrepujaba a la santidad de todos los elegidos juntos (1. VIII, c. 4, II, 2). ¿No habría, por esto, razón para creer que así sucede también con sus dolores comparados con los sufrimientos de los otros santos, como el beato Amadeo acaba de decírnoslo con bastante claridad?

     III. La Iglesia ha resumido todo lo que acabamos de meditar en una sola palabra: Compasión. Consideremos y comprendamos todo el alcance de esa expresión. Hay en el lenguaje de la Iglesia palabras inventadas y consagradas por ella, que nos ponen delante de la vista todo un misterio: tales son, por ejemplo, los nombres de Trinidad, consubstancialidad, Madre de Dios (Deipara Oeotoxoc), transubstanciación. Los que han estudiado el dogma católico saben cuán llenos de sentido están estos nombres y de qué manera tan feliz expresan nuestra fe, ya en la unidad de la naturaleza divina y pluralidad de personas, ya en la identidad de la persona de Cristo y dualidad de las naturalezas, ya en el cambio radical de substancia que se opera en la Eucaristía bajo las especies sacramentales. La palabra Compasión, aunque no tenga el mismo valor dogmático, es uno de esos nombres. Compadecerse de alguno es padecer con él, no compartiendo materialmente sus dolores, como el ladrón que sufría el mismo suplicio de Cristo, sino sintiendo en el corazón esas mismas penas, como si realmente fuesen nuestras.
     Si esto es lo que se llama compasión, ¿no veis con qué admirable conveniencia une la Iglesia indisolublemente a la Pasión de Jesús la Compasión de María, puesto que Esta sufre únicamente los dolores, y todos los dolores de Aquél, puesto que sufre con las mismas intenciones, por los mismos fines, con iguales sentimientos y un mismo corazón; en fin, para decirlo de una vez, puesto que los dolores de la Madre forman, en el plan de la reparación, parte integrante de la Pasión del Salvador de los hombres? Tal es, pues, el sufrimiento de la Madre de Dios; tales las razones por las que merecen, con toda verdad, el título de Compasión. He aquí por qué la Iglesia no ha hablado jamás de la compasión de Juan Evangelista o de María Magdalena, reservando esta palabra, llena de dolor y misterio, para María así como ha guardado singularmente el nombre de Pasión para expresar la inmolación de su Hijo, nuestro Salvador.
     Detengámonos un poco para preguntar si tantos dolores sufridos en comunión con la Pasión de Cristo bastan para asegurar a María el título de mártir. Numerosos son, entre los panegiristas de su Compasión, los que le dan tal nombre. El primero de todos, San Bernardo, que la proclama "mártir y más que mártir" (Serm. de 12 praerog., n. 14. Cf. Pseudo-Hildefons., serm. 3. P. L., XCVI, 252); también el autor anónimo del sermón sobre la Asunción, tantas veces citado bajo el patrocinio de San Jerónimo; también Eadmero, el discípulo de San Anselmo; el abad Guillermo el Menor, en su Comentario sobre los Cantares, donde leemos que "los otros mártires lo fueron muriendo por Cristo, mientras que la Virgen fue muriendo con Cristo"; y, por último, gran número de teólogos que, tratando de las aureolas de María, señalan entre todas la del martirio.
     En efecto, dicen, Jesucristo fue, en la plenitud del sentido, mártir y Rey de los mártires. Porque si le dieron la muerte fué por el testimonio que prestaba de la verdad. Ahora bien; la Santísima Virgen ha sufrido con los sufrimientos de su Hijo y por la misma causa, es decir, inquebrantablemente constante en el divino amor. Por consiguiente, comparte realmente su martirio. Por otra parte, importa poco que no muriese en el Calvario, porque, si no murió, no fué porque faltase dolor para morir, sino porque la fuerza divina la sostuvo contra los asaltos de una muerte cierta. Por sí mismos, es cierto, no son capaces los sufrimientos puramente espirituales de romper los lazos que unen al alma con el cuerpo. Pero, ¿quién no sabe la dolor osa y mortal repercusión que pueden tener en el corazón, cuando no es un puro espíritu el que los sufre? Jamás corazón humano hubiera podido soportar tan terribles sacudidas sin dejar de latir y romperse, si la mano divina no hubiese moderado los contragolpes
(Muzzarelli, El tesoro escondido en el Purísimo Corazón de María, c. 6).
     Tampoco importa que la rabia de los judíos no se ejercitase directamente contra Ella para atormentarla por causa de Cristo, porque, al perseguir a Cristo, la perseguían a Ella; dando muerte a Cristo, la herían a Ella en el centro mismo de su ser.
     Por esto la Iglesia la ha llamado Reina de los Mártires. Reina de las Vírgenes, Ella es Virgen, y más que todas; por consiguiente, también es Reina de los Mártires, pues es mártir, y más que todos.
     Y, sin embargo, hay teólogos, lo confesamos, para quienes estas razones no son convincentes, y esto, por las dos objeciones que proponíamos en último lugar: de otra manera —dicen ellos—, se debería venerar como mártir todo el que muriese de angustia contemplando la Pasión del Salvador.

     Suárez estima que esta controversia es de poca importancia (Suár., de Myster. vitae Christi, D. 21. S. 4). Se resolvería fácilmente si nos pusiéramos de acuerdo sobre la definición del martirio (Esta definición, en efecto, no se da universalmente de la misma manera. He aquí un Cruzado que muere en el campo de batalla combatiendo contra los infieles para libertar la Tierra Santa, o un hijo abnegado de la Iglesia, que muere luchando por la libertad de ella; ¿son mártires? ¡No!, responden algunos; isí!, respondería toda la Edad Media, con San Bernardo y Santo Tomás de Aquino).
     Sea como quiera, no en vano ha proclamado la Iglesia a María Reina de los Mártires. Si por algún estilo no responde su Compasión a la noción más generalmente admitida, comprende, desde luego, de una manera supereminente, lo que el título exige para ser verdadero. Así, cuando decimos de Ella que es la Reina de los Apóstoles, no queremos decir únicamente que está más elevada que cada uno de los miembros del Colegio Apostólico. Su prerrogativa va más allá: Ella los sobrepuja eminentemente en lo mismo que constituye el Apostolado, como pronto lo demostraremos, apoyados en una multitud imponente de autoridades. ¿Qué hay de grande y de admirable en el martirio, sino esa fuerza invencible y ese ardor de caridad que hacen afrontar y sufrir la muerte para dar testimonio de Cristo? ¿Y no es esto lo que hemos visto brillar en María con esplendor incomparable, de tal modo, que hubiera expirado cerca de Jesús moribundo, si Dios, por conservarla para la Iglesia naciente, no la hubiera milagrosamente sostenido?
     No hay entre los fieles nadie que no conozca la conmovedora invocación del Stabat Mater: Santa Madre de Dios, hazme la gracia de que se graben profundamente en mi corazón las llagas del Crucificado ("Sancta Mater, istud agas", etc.).
     Véase la paráfrasis de esa invocación en estas palabras que dirige el autor del Estímulo de Amor divino a la Madre de los Dolores y Reina de los Mártires: "¡Oh, Señora nuestra! Tú, que fuiste tan cruelmente herida, hiere Tú misma nuestros corazones y renueva en ellos tu Pasión y la de tu Hijo. Une a tu Corazón, traspasado de heridas, el nuestro, a fin de que también estas mismas heridas nos traspasen. ¿Por qué, al menos, no poseo tu Corazón, a fin de que por todas partes donde fuere te pueda contemplar, ¡oh, Señora mía!, crucificada con tu divino Hijo? Si no quieres concederme ni tu Hijo Crucificado ni tu Corazón herido, te lo suplico, te lo ruego, concédeme, al menos, las heridas de ese amado Hijo, las injurias y burlas de que fue objeto y lo que Tú sentías entonces en Ti misma... Pero si de tal modo estás embriagada en esos dolores, que no quieres separarlos ni de tu Corazón ni de tu Hijo, dígnate unirme a esas llagas, a esos oprobios, a fin de que tengas siquiera el consuelo de encontrar un compañero en tus penas".
     "¡Oh, qué felicidad sería la mía si pudiera solamente estar asociado a tus sufrimientos! ¿Qué cosa hay, en verdad, más deseable, ¡oh, Señora mía!, que tener el corazón unido a tu Corazón y pegado al cuerpo lacerado de tu Hijo?... ¿Por qué no me has de conceder lo que te pido? Si te he ofendido, hiere mi corazón para castigarme en justicia. Si te he sido fiel, quiero llagas por recompensa. ¡Oh, soberana nuestra!, ¿dónde está tu ternura?, ¿dónde tu inmensa misericordia? ¿Por qué mostrarte cruel conmigo, después de haber sido tan bondadosa? ¿Por qué te muestras inexorable, Tú, que eres siempre tan dulce y tan compasiva? ¿Por qué esta dureza parsimoniosa conmigo, cuando siempre y en todo has sido tan liberal? Lo que exijo, lo que reclamo, no es el esplendor del cielo, ni el brillo de los astros; no quiero más que heridas. ¿Por qué serás avara de semejante don? O quítame la vida del cuerpo o hiere mi corazón: siento demasiada vergüenza y confusión de ver a mi Señor Jesús cubierto de llagas, y a Ti, mi Señora, herida con las mismas heridas, y yo, el más indigno de tus siervos, sin el menor sufrimiento" (Stimulus Amoris, p. I, c. 3. Opp. S. Bonav., t. XII, p. 638, et sqq. (ed. Vives, 1868)).
     Hemos leído más de una vez que estos desahogos de las almas heridas de amor, al pie del Crucifijo o ante la imagen de María, la Madre de los Dolores, fueron desconocidos en las primeras edades. Es cierto que los escritores de aquellos tiempos lejanos guardan sobre este asunto un silencio que nos sorprende. ¿Debemos pensar por eso que hubo entonces menos compasión para los dolores de Jesús y de su divina Madre? Sería una injusticia el deducirlo. El silencio se explica por la clase de obras que nos han quedado. Por lo demás, no es más que relativo, como lo prueba la sugestiva respuesta dada por el célebre abad Pémen al salir de un rapto, contestando a un hermano que le interrogaba sobre lo que había visto en el éxtasis: "Mi alma ha ido a un lugar donde ha visto a Santa María, Madre Dios, llorar al pie de la Cruz. Hubiera yo deseado llorar siempre lo mismo" (Palladius, Append. I. Apophtegmata Patrum. De Abbate Poemene, n. 144. P. G., I.XV, 358).

 J.B. Terrien S.J.
MARIA MADRE DE DIOS Y 
MADRE DE LOS HOMBRES

No hay comentarios: