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jueves, 22 de noviembre de 2012

San Vicente Ferrer el predicador en funciones

1. Predicación: Sabiduría teológica 

     Consecuencia necesaria de la caridad para con Dios es el amor o caridad respecto del prójimo; de tal modo que carecería de valor si no tuviera este doble aspecto: amor de Dios y del prójimo, que cristaliza en el deseo de llevarle a la bienaventuranza. En esto consiste la caridad integral: en amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo por Dios (Sermo 2 in festo sanctarum Apostolorum Philippi et Jacobi, III, 253. n. 5). Porque "de poco aprovecharía la caridad para con Dios a quien no tuviera caridad para con el prójimo..., ya que nadie debe contentarse con su propia salvación, sino que todos deben procurar la del prójimo" (Sermo in festo Sancti Benedicti).
     El primer acto de la caridad es el amor de Dios y del prójimo por Dios. Es el oficio esencial del teólogo sabio, quien, después de haber alcanzado el conocimiento y el amor de Dios, ha de comunicarlo a los demás del modo que sea: predicando, leyendo, escribiendo... (Sermo in festo coronae Domini).
     Se trata también de cumplir un mandamiento de Cristo a los suyos como garantía de su amistad. En este mandamiento de Jesús ve San Vicente toda la vida del predicador, las condiciones de su predicación, concretadas en las tres especies de sabiduría que derivan de la teológica: apostólica, angélica y heroica. 


 2. Sabiduría apostólica

     El mandato de Cristo a los suyos incluye tres cosas:  
a) "Ir por todo el mundo"; b) "Predicar el evangelio"c) "A toda creatura". Esta frase bien cumplida hará apóstoles. Y de la sabiduría apostólica brotarán las otras dos.

     a) "Ir por todo el mundo".—Debe predicarse en el mundo universo, y no siempre en una misma ciudad o villa, ya aue esto puede engendrar peligros y familiaridades que harán estéril la labor del predicador. Los apóstoles iban de ciudad en ciudad. Nuestro autor ilustra su doctrina con tres analogías curiosas, tomadas de la vida ordinaria:
     Primera: "En esta frase evangélica hay tres cláusulas que indican a los predicadores el programa que deben seguir. «Id por el mundo universo». Pues si el sol estuviera quieto en un lugar, no daría calor al mundo: una parte se quemaría, y la otra estaría fría. El sol recorre todo el mundo, iluminando, calentando y haciendo germinar y fructificar. Del mismo modo, los buenos religiosos de vida apostólica deben ir por todo el mundo. Tengan cuidado, no se lo impida el afán de comodidad; vayan por el mundo entero: iluminando en la fe católica, calentando en la caridad, y haciendo germinar y fructificar en las obras de misericordia."
     Segunda: "Cuanto más delicado y excelente es un manjar, tanto más ha de ser removido en la olla, para que no se adhiera a sus paredes. Asi también, si uno es delicado en la devoción, excelente en la ciencia y estimable por su predicación, es necesario que sea trasladado de un lugar a otro, y así no se adherirá. Pues si recibe familiaridad de alguna hija espiritual o de otras personas, perderá la devoción y pensará: Ya que he de permanecer aquí, necesito una celda o granero para guardar el grano, el vino, etc. De este modo, por las familiaridades, se pegará a la olla y se quemará; el amor que debía poner en Dios lo pone en las creaturas. Mas cuando se traslada por la predicación, no recoge dinero ni cosas semejantes, pues llevaría consigo la muerte, ya que los salteadores caerían sobre él; ni adquiere familiaridades ni se preocupa de los graneros."
     (Finísima observación psicológica del Santo, en la que se nos descubre la decadencia religiosa de su época, llorada y fustigada acremente por él. No extraña su modo de hablar a quienes conocen, sin salimos del ambiente frecuentado por el autor, las descripciones de Pedro d'Arenys en su Crónica.)
     Tercera: Comenta nuestro Santo, de modo acomodaticio, el pasaje bíblico de Efraím. "Efraím quiere decir persona alta y crecida, persona que crece en la ciencia, devoción o excelente predicación. Dice que es como torta entre las cenizas, a la que no se dió vuelta: por una parte está quemada y por la otra está cruda. Así le ocurre a la persona que tiene una vida excelente y no cambia de lugar: se enfria en el amor de Dios y se quema en el amor del mundo. ¿Qué sigue? «Los extraños devoran su sustancia» (Os. VII, 8-9). Tenía un puesto en la mesa de Dios, y comenzó a abandonar al Señor, perdió la devoción y las lágrimas de compunción, y, poco a poco, fué hundiéndose en la tierra. Y ahora respondo a una pregunta, a saber: ¿Por qué los religiosos se cambian cada año de convento en convento? Digo: Porque es necesario removerlos con el báculo del prelado, como a manjares delicados, para que no se adhieran a la tierra adquiriendo familiaridades" (Sermo Sancti Pauli Apostoli).
     En la mente de nuestro Santo está tan arraigada la necesidad psicológica del traslado de los religiosos, que no cesará de intimarlo en sus sermones. Estos cambios reportan muchas ventajas y libran de muchos peligros.
     Primera condición de la sabiduría apostólica es la predicación de ciudad' en ciudad. ¿Qué es lo que tiene que predicar?
     

     b) "Predicar él evangelio".—Jesucristo envió a los suyos por el mundo a predicar el evangelio; no les ordenó que predicaran los poetas. La razón es, como se apuntó al tratar de la sabiduría humana, porque su doctrina no enlaza con el principio supremo del que salió, que es Dios, sino que se arrastra sobre la tierra. Es más: es doctrina de muerte, pues para nuestro Santo los poetas están condenados. Su doctrina, suave y armoniosa al oído, no penetra en los corazones, no ilumina el entendimiento, no inflama la voluntad.
     "La segunda cláusula de la frase evangélica dice: «Predicad el evangelio». No dice que prediquemos Ovidio, Virgilio y Horacio, sino el evangelio, Toda la sagrada Escritura es el evangelio, o figurativo o figurado y claro. ¿Sabéis por qué mandó predicar el evangelio? Porque las otras doctrinas no tienen el fin unido con su principio. En un canal, el agua no puede subir más alto que el nivel de la fuente de donde procede, porque no tiene fuerza para más. Así ocurre con la doctrina de los poetas. ¿De dónde sale? ¿No sale del entendimiento humano? Por tanto, no puede hacer subir al cielo. Y tú, que predicas solamente la doctrina de los poetas, serás siempre terreno. Mas la doctrina evangélica, que viene del cielo, hace subir al cielo a la persona que la predica o que la practica. Por tanto, «predicad el evangelio», pues predicar la doctrina de los condenados es condenación. Dice San Jerónimo que Aristóteles y Platón están en el infierno. Toma, pues, la doctrina de Cristo, que conduce a la vida; toma la Biblia, que se llama libro de la vida: los libros de los poetas son libros de muerte".
     San Vicente se muestra implacable con los vicios de la predicación. No sufre estos primeros conatos del Renacimiento pagano, que se iba infiltrando en la cátedra sagrada. El fruto de la predicación era nulo o casi nulo. ¿Cuál es la causa de los éxitos de los apóstoles y de nuestros fracasos?, se preguntará. Ellos, hombres humildes, simples, rústicos, sin ciencia, convirtieron el mundo. Y nosotros, que somos tan numerosos, apenas podemos convertir un infiel. Y menos mal si no pervertimos a los fieles. La predicación de los apóstoles estaba avalada con tres garantías que la hacían fructuosa: su doctrina era celestial, es decir, evangélica; estaba autorizada por una vida santa y espiritual; por último, era confirmada con milagros. Esta es la clave de sus éxitos. El predicador que no base su enseñanza en la propia santidad, no tendrá autoridad.
     "¿Cómo un hombre sencillo según el mundo convertía tantos pueblos? Estos pueblos estaban inveterados en sus malas sectas, y de repente creían y se convertían a Cristo. Los pecadores habituados al pecado, se convertían repentinamente a la virtud. Y ahora, que somos tantos predicadores, no podemos convertir un infiel, y los fieles se pervierten. Los apóstoles convirtieron casi todo el mundo, pues su clamor resonó en toda la tierra; y ahora muchos se han pervertido. Como respuesta a esta cuestión, ten en cuenta que los apóstoles tenían tres cosas, con las que no es extraño que convirtieran las gentes: en primer lugar, su doctrina era celestial; la nuestra es todo lo contrario. La doctrina de los apóstoles, por ser celestial, inclinaba al amor de Dios y de las cosas celestiales. Pero la doctrina de muchos es doctrina de poetas condenados. ¿Cómo podrá salvar? Halaga los oídos con sones armoniosos, pero no mueve los corazones. La doctrina evangélica y celestial tiene la cualidad opuesta: no tiene las cadencias de la doctrina poética, pero penetra en los corazones, ilumina el entendimiento e inflama la voluntad. Pongamos un ejemplo: el agua asciende, por ley de la naturaleza, tanto cuanto ha descendido. Si procede de un principio muy bajo, no puede subir. Así ocurre con la doctrina evangélica, que procede de un principio altísimo: de aquella fuente de la que dice el Eclesiástico: «La fuente de la sabiduría es la palabra de Dios en las alturas» (Eccli. I, 5). Por eso hace subir hasta el cielo a la persona que la predica y a la que escucha y practica la predicación. El agua de la doctrina de los poetas procede de la fuente del humano entendimiento; ¿cómo podrá hacerte subir al cielo" (Sermo SS. Philippi et Jacobi).
     "La segunda razón es porque los apóstoles llevaban vida espiritual y no se preocupaban de los bienes de este mundo... Ayunaban, hacían grandes penitencias y afligían su cuerpo, evitaban las familiaridades. Nosotros no sabemos predicar sino por vanidad, para exhibirnos, para ser alabados y para ganar dinero, o para adquirir amistades... Aunque una carta del rey o del papa esté bien compuesta y adornada de retórica, si no tiene el sello, no le deis crédito. Un sermón con mucha retórica y bien ordenado es como una carta real o papal; y si el que predica carece del sello de la buena vida, no se le cree. Esta es la causa por la cual no se convierten ahora los infieles y pecadores. Los apóstoles eran espirituales, y lo que decían de palabra lo hacían de obra; por eso se les daba crédito".
     "Tercera razón: no sólo tenían doctrina celestial y vida espiritual, sino que hacían obras divinas, milagros. Porque cuando predicaban sobre los artículos de la fe, de la Trinidad, Encarnación, Pasión, Resurrección y Ascensión, aducían no sólo las pruebas de autoridad de la sagrada Escritura, sino también la prueba evidente y más clara de los milagros. No es extraño que se convirtieran las gentes".
     Debe, pues, predicar el evangelio de ciudad en ciudad, por todo el mundo. La palabra de Dios, custodiada en la Biblia, será la fuente de su inspiración. Por eso llevará consigo la Biblia, la meditará día y noche, beberá en ella el agua de la doctrina celestial y la dará a beber a los demás. En la Biblia lo hallará todo. No debe preterir el Testamento antiguo, pues a través de él entenderá mejor el Testamento de Cristo.

     ¿A quiénes debe predicar el evangelio en su peregrinación por el mundo?

     c) "A toda creatura".—El predicador ha de dirigirse a todos, sin distinción de raza ni categoría social: a los señores y a los siervos, a los pobres y a los ricos, a los judíos, a los moros, a los infieles... Todos esperan el pan de la palabra divina.
     "La tercera cláusula del mandato evangélico dice: «A toda creatura», es decir, de aquí para allá, no sólo en una ciudad, ni a los grandes señores, sino también a los rústicos; no sólo a los ricos, sino también a los pobres... Jeremías, contemplando en espíritu esta falta, exclamó: «Los pequeñuelos piden pan y no hay quier se lo parta» (
Lam. IV, 4.). Los pequeñuelos, esto es, los rústicos, los sencillos, los pobres, los ignorantes y los herejes, pidieron la doctrina evangélica y nadie se la daba".
     Recuerda el Santo en este texto lo que él mismo había palpado, hacia el año 1401, en un valle de Lombardía, en el que durante más de treinta años ningún católico había predicado, mientras los herejes habían acudido con frecuencia a sembrar sus errores. Es bellísimo el fragmento de la carta al Maestro general, en la que relata su actuación: "Hecho esto, rogado e instado de muchos por cartas y de viva voz, pasé a la Lombardía, donde por trece meses prediqué en los lugares de vuestra obediencia, esto es, en los que prestaron, como Vos, la obediencia a Benedicto XIII, y aun en otros, como en los dominios del marqués de Monferrato, importunado de sus instancias y de los ruegos de los suyos. En aquellos países ultramontanos hallé varias valles de herejes valdenses y gázaros en la diócesis lirinense. Visitélas todas por su orden, dándoles la luz de la doctrina católica, y, cooperando la divina piedad, recibieron las verdades de nuestra fe con gran fervor, devoción y reverencia.
     La causa de sus errores era la falta de predicación. Supe de aquellos moradores que en treinta años no habían oído un predicador católico. Los herejes valdenses de Apuleya sí que acudían dos veces al año a comunicarles el tósigo de su venenosa doctrina. Considere de aquí, Maestro reverendísimo, cuánta sea la culpa de los prelados y de otros, a quienes de su institución les incumbe predicar a estas almas, y escogen estarse en ciudades y villas lucidas y en hermosos cuartos, viviendo en regalo; y entre tanto, las almas por cuya salud murió Cristo, perecen por falta de pasto espiritual, no hallándose quien parta el pan a los pequeñuelos. La mies es mucha, y pocos los obreros, y así ruego al Señor de la mies que la provea de operarios"
(Carta al P. General)
     El modo de predicar la doctrina evangélica a todas las gentes ha de ser simple, salpicado de imágenes domésticas, insistiendo en los vicios particulares y en la ponderación de las virtudes concretas, evitando, en lo posible, la abstracción. De tal modo que el pecador comprenda lo que se le explica como si a él solo se le predicara. Las palabras no sean hirientes, sino que procedan siempre de entrañas de caridad y de piedad. Las exhortaciones caritativas deben preceder siempre a las recriminaciones. Sabía muy bien el Santo el principio básico de la oratoria: antes que nada, conquistar el auditorio.
     Este modo de predicar, caritativo y muy concreto, suele ser provechoso a los oyentes, mientras que poco o nada los mueve escuchar generalidades sobre los vicios o las virtudes.


3. Sabiduría angélica

     Tenemos ya constituido, según los cánones del mandato evangélico, al apóstol, al teólogo sabio, que marcha por el mundo, predicando el evangelio a toda creatura. En esta peregrinación apostólica por el mundo surgirán dificultades, privaciones, desprecios, ocasiones de pecar, que pondrán a prueba el espíritu del predicador; pero a todo se sobrepondrá el varón de Dios, pensando en el honor y la gloria de su Señor. También le halagarán los éxitos, los frutos de su predicación...; mas considerará que todo le viene de Dios, a quien corresponde todo honor y gloria, según proclaman los ángeles del cielo. Esta mira sobrenatural en todas sus acciones le dará el mérito de una nueva forma de sabiduría, derivada de la apostólica, muy necesaria para su actuación y característica garantizada del verdadero fruto: la sabiduría angélica.
     Condición necesaria para conquistar la amistad con Cristo —base de la vida espiritual— es el cumplimiento de sus mandatos. El Maestro, cuando envió a los suyos por el mundo, les ordenó: "No llevéis oro ni plata ni cobre en vuestros cintos; ni alforja para el camino, ni dos túnicas, ni sandalias, ni bastón" (
Mt. X, 9-10). "Con esta pobreza —dirá el Santo— convertían a todos. Las gentes se preguntaban: ¿Qué quieren éstos? Y respondían: Buscan nuestra salvación y no el dinero... Si nosotros fuéramos buenos y no amásemos tanto los bienes temporales, los infieles se convertirían; pero como nuestra vida es mala, no sólo no se convierten los infieles, sino que los mismos cristianos pierden la fe" (Sermo in festo sancti Bartholomaei Apostoli).     El Santo cifra la perfección de este mandamiento en el desprendimiento de todo lo humano, que ha de acompañar a la predicación como su propio tributo. El único motivo y el único precio debe ser la gloria de Dios. Los apóstoles no predicaban por conseguir honores, riquezas, fama y dignidades; su predicación era sólo y exclusivamente por el honor y gloria de Dios y por la salvación de las almas. Era consecuencia lógica de su vida espiritual (Sermo 1 in festo sanctorum Apostolorum Philippi et Jacobi, III, p. 248, n. 10).
     Al tratar de este tema tiene ocasión nuestro Taumaturgo de recriminar a los religiosos por la falsa pobreza en que viven. De sus labios salen terribles anatemas contra los que son pobres sólo de nombre, pero que son ricos en realidad. Nunca los ha censurado tan fuertemente como en esta ocasión, en la que los llama "puercos cebados". Recordemos el ambiente de la época y nos explicaremos la posición enérgica del Santo (
in festo sanctorum Apostolorum Simonis et Judae).
     "La pobreza apostólica —dirá en un arrebato oratorio— hay que guardarla como guarda una joven su virginidad" (Ibid). Nada de intereses humanos, nada de miras estrechas y falsas, nada de hipocresías, nada de buscarse a sí mismo. El predicador, el varón espiritual, el teólogo-sabio, debe posponerlo todo al honor y la gloria de Dios, y de este modo recibirá el premio que merecieron los ángeles fieles (
in festo Coronae Domini). Cumpliendo escrupulosamente el mandamiento de Cristo se hará acreedor a la misma gloria de los ángeles (festo sancti Vicentii Martyris). Su sabiduría apostólica tendrá un nuevo título de mérito: el mérito de los ángeles, la sabiduría angélica.

4. Sabiduría heroica

     Cumplido que haya el varón espiritual las dos primeras condiciones, oración y obediencia, para conquistar y permanecer en la unión y amistad con Cristo, principio fontal de toda gracia y santidad, debe encarnar la tercera condición: la penitencia (festo sancti Bartholomaei Apostoli).
     Es consecuencia indispensable en el amante sufrir por el amado y con el amado. Es el sumo grado de caridad, que lleva a dar la vida por aquel a quien se ama, y a sufrir por él todos los tormentos. Es, en el orden sobrenatural, la sabiduría divina, que logra vencer la muerte con la misma muerte y está por encima de las leyes de la lógica humana.
     El medio más excelente de santificación es el martirio. "El tercer grado es el más excelente: el martirio. Cuando alguien muere por Cristo, por la fe católica, por la defensa de cualquier virtud sobrenatural, es mártir y santo. Lo dice el Señor: «Bienaventurados los que padecen persecución por la justicia, porque de ellos es el reino de los cielos»"
(Vigilia S. Joannis Baptistae).
     Todos los apóstoles sufrieron el martirio cruento, y por ello fueron coronados con una nueva diadema de gloria. Otros muchos santos y santas murieron en defensa de la fe que profesaban. San Vicente habla con acentos de admiración del martirio de las vírgenes Inés, Cecilia, Catalina, Margarita.
     Y admite y propugna un martirio espiritual, incruento, al que todos los cristianos, y de modo especial los predicadores, están llamados y obligados, cuando Dios no les concede el honor del martirio cruento. Es el martirio que resulta del combate contra sí mismos, por una muerte misteriosa a cuanto les inclina a la tierra; contra el demonio y contra el mundo. A sí mismo se vencerá el predicador, y el cristiano, matando sus malas inclinaciones y pecados, por medio de la penitencia; su inteligencia quedará vencida por la fe; su voluntad, por la obediencia, y su carne por la abstinencia. Al demonio le vencerá con la verdadera sabiduría, de cuya victoria reportará frutos ubérrimos en aquello mismo que era tentado. Y vencerá al mundo con mansedumbre y con paciencia (Tractatus consolatorius in tentationibus circa fidem).
    
Es un martirio que sufrirán cuantos quieran vivir en Cristo. Y como San Bartolomé, serán apaleados, crucificados, despellejados y decapitados, de modo místico, pero real y verdadero.
     "Si queremos entrar en el paraíso, conviene que nos asemejemos a Ban Bartolomé en estos cuatro tormentos. En primer lugar, hemos de ser apaleados. Pues cuando alguien que vive habitualmente en mal estado se enmienda, es flagelado por las habladurías. Cuando alguien se convierte a Dios, llegan en seguida los flagelantes. Sobre esto dice el apóstol: «Todos los que aspiran a vivir piadosamente en Cristo Jesús, sufrirán persecuciones» (
2 Tim. III, 12). Segundo, es necesario que seamos crucificados. La cruz significa la penitencia que debemos sufrir: «Los que son de Cristo crucificaron su carne con sus vicios y concupiscencias» (Gal. V, 24). En tercer lugar, seremos despellejados. Si tienes piel de león (soberbia y vanidad), humíllate. Si tienes piel de zorra (avaricia), despelléjate y restituye las usuras; te hara daño, pero hay que restituir. Por último, es necesario ser decapitados. La cabeza de donde viene todo mal es la soberbia y presución, cuando el hombre presume de vanidad, de su ciencia o ingenio. Luego hay que someterse a la decapitación" (festo sancti Bartholomaei Apostoli).
     Recuérdense las frases encendidas de nuestro apóstol, cuando hablaba de la contemplación de Cristo paciente, que ha de ser alma de la vida del varón espiritual. "Has de morir a todos tus sentimientos humanos, y Cristo crucificado debe vivir en tu corazón". "Debes inmolarte por la salvación de todos los hombres, para que Cristo nazca en ellos". "Y debes pedir tres cosas, con gemidos y ardientes suspiros: deseo de propio desprecio, compasión a Cristo crucificado, y sufrimiento de las persecuciones y del martirio por el amor del nombre de Cristo y de la vida evangélica".
     Por todo esto merecerá la corona del martirio espiritual, la corona de la sabiduría heroica, aun sin la dicha de derramar su sangre.

* * *
     En esta esquemática delineación de la imagen que del perfecto predicador tenía San Vicente, a través del concepto de sabiduría teológica, que encarna en el ideal de la Orden de Predicadores, aparecen tres conceptos integrales de la definición del predicador: claridad de ciencia, santidad de vida y predicación. La predicación fluye necesariamente de las dos primeras, como una propiedad esencial.
     En la claridad de ciencia incluye el Santo todo lo referente al estudio: estudio de la naturaleza, de la teología como ciencia, orientado siempre a Dios, estableciendo con ello una circunferencia, una corona, por la que el principio y el fin de todo saber quedan perfectamente enlazados.
     La santidad de vida, además de dar un sello especial y divino, por el que la ciencia del predicador será sabiduría, hace al apóstol, al sabio, hijo de Dios por la gracia, mediante la cual participa del ser divino, y de la cual brota la caridad, madre y norma de todas las virtudes, principio de contemplación y regulación de todas las cosas según los módulos divinos que saborea el justo. Con la presencia del Espíritu Santo tendrá infusa una nueva luz para juzgar y ordenar las cosas, para verlas y contemplarlas según el prisma divino.
     Como la santidad no es egoísta, no contento con este don sublime que se le ha concedido, el teólogo sabio quiere llevar a la santidad y a la gloria a todos sus semejantes; y así lo intenta, predicando, enseñando, escribiendo. Si marcha por el mundo, como los apóstoles cumpliendo el mandato divino, su sabiduría teológica se habrá convertido en apostólica, y por las condiciones que se le sumarán en esta nueva fase llegará a ser angélica y heroica.
     He aquí la concepción vicentina del predicador y de su vida integral. Nunca pierde de vista la constitución esencial y fin de su Orden de Predicadores. Los defectos que en ella encuentra—abundantes, por cierto— los critica con santa energía, y clama por la vivencia del auténtico espíritu del Patriarca castellano. Fija, con seguridad, las normas ascético-místicas que han de llevar a los suyos a la plenitud de la contemplación, don divino que el Señor concederá como desarrollo integral de la gracia, las virtudes y los dones del Espíritu Santo.
     Por desgracia, no nos quedan huellas del magisterio oral de San Vicente, sin duda alguna el más eficaz, a juzgar por sus efectos. Debía ser tan operante, que a su lado palidecerían los opúsculos y las síntesis doctrinales que podemos entresacar de sus sermones.
     Para completar nuestro estudio introductorio a la obra literaria de San Vicente, quisiéramos ver ahora la correspondencia perfecta de la doctrina que acabamos de exponer con el Tratado de la vida espiritual, a través de las fuentes escritas que de su magisterio nos han legado sus contemporáneos y el mismo Santo. Y, por último, como colofón, mostrar la encarnación más viva de esta doctrina en el mismo Santo predicador, valoración y canonización práctica de sus enseñanzas.

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