El principio de doble efecto
Hemos expuesto ya la naturaleza del acto voluntario indirecto, en el cual, recordémoslo, se ejecuta un acto pudiendo y debiendo preverse un efecto ulterior. El efecto secundario de la acción no es directamente intentado; no se trata, por consiguiente, de un objeto primario de la acción, pero en muchos casos debiera preverse, al menos en confuso, que este efecto secundario se había de seguir de tal acción.
El ejemplo propuesto para esclarecer la doctrina sobre el acto voluntario indirecto, fué el de la enfermera que, a causa de un concepto erróneo de la simpatía, proporciona a ciencia y conciencia alimento sólido al paciente que está sometido a un régimen de dieta a líquido. Mediante la experiencia adquirida, podía y debía prever los perniciosos efectos que su acción era capaz de producir.
Desde el punto de vista moral, es responsable de todos los efectos nocivos que el enfermo pueda experimentar, porque el daño es querido por ella de un modo indirecto. La seguridad de la conclusión moral en casos similares al propuesto no es de difícil inteligencia. Pero se dan hechos análogos que, a veces, resultan complicados. Nos referimos a aquellos casos en los que una misma acción produce a la vez dos efectos, uno bueno y otro malo. Con mucha razón médicos y enfermeras vacilarán en presencia de casos de este género. Por una parte, se darán cuenta que, de la acción que se proponen llevar a cabo, ha de resultar un efecto bueno, que es el intentado por el agente; pero saben también que de esa misma acción se ha de seguir necesariamente un efecto malo. Ante tal dificultad surge espontáneamente esta pregunta: ¿puedo yo ejecutar esta acción?; ¿puedo yo asistir a esta operación?
Antes de exponer los principios morales que deben servir de guía en la solución de estos problemas, vamos a presentar un caso de este género.
Una mujer con tres meses de embarazo es conducida al hospital con el útero canceroso. Es necesaria la eliminación del útero si se quiere salvar la vida de la mujer. Pero, a su vez, esta operación causará un efecto malo, que será la muerte del feto. ¿Puede el médico ejecutar dicha operación? ¿Puede una enfermera asistir a la misma?
El ejemplo propuesto para esclarecer la doctrina sobre el acto voluntario indirecto, fué el de la enfermera que, a causa de un concepto erróneo de la simpatía, proporciona a ciencia y conciencia alimento sólido al paciente que está sometido a un régimen de dieta a líquido. Mediante la experiencia adquirida, podía y debía prever los perniciosos efectos que su acción era capaz de producir.
Desde el punto de vista moral, es responsable de todos los efectos nocivos que el enfermo pueda experimentar, porque el daño es querido por ella de un modo indirecto. La seguridad de la conclusión moral en casos similares al propuesto no es de difícil inteligencia. Pero se dan hechos análogos que, a veces, resultan complicados. Nos referimos a aquellos casos en los que una misma acción produce a la vez dos efectos, uno bueno y otro malo. Con mucha razón médicos y enfermeras vacilarán en presencia de casos de este género. Por una parte, se darán cuenta que, de la acción que se proponen llevar a cabo, ha de resultar un efecto bueno, que es el intentado por el agente; pero saben también que de esa misma acción se ha de seguir necesariamente un efecto malo. Ante tal dificultad surge espontáneamente esta pregunta: ¿puedo yo ejecutar esta acción?; ¿puedo yo asistir a esta operación?
Antes de exponer los principios morales que deben servir de guía en la solución de estos problemas, vamos a presentar un caso de este género.
Una mujer con tres meses de embarazo es conducida al hospital con el útero canceroso. Es necesaria la eliminación del útero si se quiere salvar la vida de la mujer. Pero, a su vez, esta operación causará un efecto malo, que será la muerte del feto. ¿Puede el médico ejecutar dicha operación? ¿Puede una enfermera asistir a la misma?
La respuesta al caso, tal como ha sido propuesto, es afirmativa. El cirujano puede realizar la operación y la enfermera asistir a ella. Vamos, pues, a aplicar los principios morales que regulan tales casos a este en concreto.
Para poder ejecutar una acción de la que se ha de seguir necesariamente dos efectos, uno bueno y otro malo, se requiere que se verifiquen a la vez cuatro condiciones. Si se cumplen, la acción puede llevarse a cabo; pero si falta alguna de ellas, tal acción es ilícita:
Primera.- La acción, de la que se han de seguir los dos efectos, debe ser una acción buena en sí misma, o al menos indiferente.
Segunda.- El efecto bueno debe preceder al efecto malo, o al menos debe serle simultáneo;
Tercera.- El fin que se propone el agente debe ser la consecución del efecto bueno; nunca y de ninguna manera se ha de intentar el efecto malo;
Cuarta.- El efecto bueno debe ser equivalente, al menos, en importancia al efecto malo.
Para poder ejecutar una acción de la que se ha de seguir necesariamente dos efectos, uno bueno y otro malo, se requiere que se verifiquen a la vez cuatro condiciones. Si se cumplen, la acción puede llevarse a cabo; pero si falta alguna de ellas, tal acción es ilícita:
Primera.- La acción, de la que se han de seguir los dos efectos, debe ser una acción buena en sí misma, o al menos indiferente.
Segunda.- El efecto bueno debe preceder al efecto malo, o al menos debe serle simultáneo;
Tercera.- El fin que se propone el agente debe ser la consecución del efecto bueno; nunca y de ninguna manera se ha de intentar el efecto malo;
Cuarta.- El efecto bueno debe ser equivalente, al menos, en importancia al efecto malo.
Una inteligencia exacta de estas cuatro condiciones hará posible la aplicación del principio de doble efecto.
1°.- La acción debe ser moralmente buena, o al menos indiferente. No debe ser un acto pecaminoso, pues, si lo fuera, se haría el mal para alcanzar el bien, lo cual nunca es lícito. Un fin bueno no justifica los medios malos.
Vamos a aplicar este principio a nuestro caso concreto.
El acto, del cual se ha de seguir dos efectos, es la amputación del utero canceroso. El efecto bueno consiste en la preservación de la vida de la mujer. El malo es la pérdida de la vida del feto.
La acción que se va a llevar a cabo —la remoción del útero cancerosso- ¿es una acción buena o al menos indiferente? Respondamos afirmativamente. Considerada en sí misma, la eliminación de la parte cancerosa del cuerpo de la enferma, es, al menos, un acto indiferente bajo e1 aspecto moral. Puede muy bien ser considerada además como un acto moralmente bueno, dado que con él se cumple la obligación de conservar la salud y la vida de una persona. Por consiguiente, la primera condición se verifica en nuestro caso.
2°.- El buen efecto debe preceder al malo, o, al menos, serle simultáneo. De ninguna manera el efecto bueno debe proceder del malo; esto sería hacer el mal para conseguir el bien.
No se trata aquí de una precedencia temporal entre los efectos bueno y malo; se trata de una causalidad. Este principio exige que el efecto bueno sea causado inmediatamente por la acción buena o indiferente, y no mediante el efecto malo.
El segundo principio se verifica también en el caso propuesto. El efecto bueno —salvar la vida de la mujer— proviene inmediatamente de la remoción del útero canceroso. El malo —la muerte del feto— procede también, sin intermedio alguno, de la eliminación de la parte cancerosa. Es evidente que el efecto bueno no resulta del malo, pues la vida de la mujer no se salva porque el feto perece, sino porque se elimina el útero enfermo. Es indudable que la causa inmediata de la salud de la madre es la eliminación del útero. El fin bueno no se obtiene mediante el malo y, por consiguiente, el segundo principio queda a salvo.
No se trata aquí de una precedencia temporal entre los efectos bueno y malo; se trata de una causalidad. Este principio exige que el efecto bueno sea causado inmediatamente por la acción buena o indiferente, y no mediante el efecto malo.
El segundo principio se verifica también en el caso propuesto. El efecto bueno —salvar la vida de la mujer— proviene inmediatamente de la remoción del útero canceroso. El malo —la muerte del feto— procede también, sin intermedio alguno, de la eliminación de la parte cancerosa. Es evidente que el efecto bueno no resulta del malo, pues la vida de la mujer no se salva porque el feto perece, sino porque se elimina el útero enfermo. Es indudable que la causa inmediata de la salud de la madre es la eliminación del útero. El fin bueno no se obtiene mediante el malo y, por consiguiente, el segundo principio queda a salvo.
3°.- El fin que se ha de proponer el agente con su acción, tiene que ser la consecución del efecto bueno; nunca se ha de intentar el malo.
Nunca se ha desear el mal efecto previsto. Si el mal efecto fuese el único, de ninguna manera debe caer bajo la intención del agente. Si, por el contrario, lo fuese el bueno, a él se debe dirigir la intención. Nunca debe ejecutarse el acto teniendo como fin el efecto malo.
Este principio se verifica plenamente en el caso considerado. El médico prevé que, si no se hace la operación, tanto la madre como el niño morirán. La intención es salvar la vida de la madre sin que se pretenda la muerte del niño. Es verdad que se prevé esta muerte y se lamenta, pero queda fuera de la intención que se tiene al operar a la madre.
Nunca se ha desear el mal efecto previsto. Si el mal efecto fuese el único, de ninguna manera debe caer bajo la intención del agente. Si, por el contrario, lo fuese el bueno, a él se debe dirigir la intención. Nunca debe ejecutarse el acto teniendo como fin el efecto malo.
Este principio se verifica plenamente en el caso considerado. El médico prevé que, si no se hace la operación, tanto la madre como el niño morirán. La intención es salvar la vida de la madre sin que se pretenda la muerte del niño. Es verdad que se prevé esta muerte y se lamenta, pero queda fuera de la intención que se tiene al operar a la madre.
4°.- El efecto bueno debe equivaler al menos en importancia al efecto malo. Es decir, aun cuando se cumplan las tres condiciones explicadas, si el efecto malo excede en importancia al bueno, no debe ejecutarse la acción. No puede permitirse que una acción dé lugar a un mal grave simplemente para hacer posible que resulte un bien de poca importancia comparado con aquél. Para que el acto sea moralmente lícito, debe haber una causa proporcionadamente grave para permitir que el efecto malo se realice. En nuestro caso media una relación proporcional perfecta entre los dos efectos que han de seguirse de la operación: la vida de la madre es equivalente a la del niño.
Es claro que las cuatro condiciones se verifican a la vez en nuestro caso. Con esto, la base ética que legitima la operación queda racionalmente fundada. El cirujano justifica moralmente su acción y la enfermera ve justificada también la ayuda que debe prestarle.
Es claro que las cuatro condiciones se verifican a la vez en nuestro caso. Con esto, la base ética que legitima la operación queda racionalmente fundada. El cirujano justifica moralmente su acción y la enfermera ve justificada también la ayuda que debe prestarle.
Hay otro caso que presenta, sin embargo, características o rasgos especiales.
Los casos de fibroma en el útero durante la gestación presentan un problema moral, semejante, bajo muchos aspectos, al del cáncer, ya resuelto. Hay, sin embargo, una diferencia muy importante entre los dos. En los casos de fibroma en el útero será posible con frecuencia el aplazamiento de la operación sin que se exponga a peligro la vida de la madre; mientras que raras veces, si es que se da alguna, puede permitirse la dilación tratándose de cáncer.
Los casos de fibroma en el útero durante la gestación presentan un problema moral, semejante, bajo muchos aspectos, al del cáncer, ya resuelto. Hay, sin embargo, una diferencia muy importante entre los dos. En los casos de fibroma en el útero será posible con frecuencia el aplazamiento de la operación sin que se exponga a peligro la vida de la madre; mientras que raras veces, si es que se da alguna, puede permitirse la dilación tratándose de cáncer.
Una mujer embarazada sufre una operación de apendicitis. El feto no es viable todavía, pero lo será dentro de tres semanas. Durante la operación se llega a descubrir un caso singular, grave, y complicado de tumor fibroideo en el útero.
Contrariamente a lo que sucede en los casos ordinarios de tumores friboideos, el parecer sincero de los cirujanos es que hay que eliminar el útero para salvar la vida de la mujer. Debido a que puede predecirse el avance progresivo de la enfermedad, y al hecho de que ha sido descubierto incidentalmente, antes de haber alcanzado el punto de su mayor gravedad, los médicos estiman que una demora de tres semanas en la operación no pone en peligro grave la vida de la mujer. ¿Puede entonces el cirujano proceder a la excisión del útero? ¿Puede la enfermera asistir con una cooperación inmediata a la operación?
Contrariamente a lo que sucede en los casos ordinarios de tumores friboideos, el parecer sincero de los cirujanos es que hay que eliminar el útero para salvar la vida de la mujer. Debido a que puede predecirse el avance progresivo de la enfermedad, y al hecho de que ha sido descubierto incidentalmente, antes de haber alcanzado el punto de su mayor gravedad, los médicos estiman que una demora de tres semanas en la operación no pone en peligro grave la vida de la mujer. ¿Puede entonces el cirujano proceder a la excisión del útero? ¿Puede la enfermera asistir con una cooperación inmediata a la operación?
La respuesta aquí es rigurosamente negativa para el cirujano y para la enfermera. En este segundo ejemplo pueden verificarse muy bien las tres primeras condiciones del principio de doble efecto. En primer lugar, la acción es moralmente indiferente, pues es la misma que en el caso anterior. Además, el buen efecto procede directamente del acto indiferente: no es causado mediante el efecto malo. La eliminación del útero atacado por el fibroma, no la muerte del niño, salva la vida de la mujer. Se cumple asimismo la tercera condición, que consiste en que el cirujano intente directamente el efecto bueno.
Pero, ¿acaso se salva la cuarta condición? ¿Hay proporción entre los efectos bueno y malo? La respuesta es negativa. El efecto malo que se sigue de la operación inmediata es la muerte del niño, y en el caso propuesto no hay un efecto bueno que sea proporcionado a ese efecto malo. La operación inmediata no produce ningún bien notable que no pueda conseguirse con la operación aplazada. Tal como ha sido propuesto el caso, la madre puede diferir el tiempo de la operación durante las tres semanas necesarias para que el feto sea viable sin que exista peligro para ella a causa de la dilación. Un parto prematuro ofrecerá entonces al niño una posibilidad de vivir, y al mismo tiempo se salvará la vida de la madre.
El único bien que se seguirá de una operación inmediata, y que no se obtendría con el aplazamiento, sería evitar tres semanas de dolores, gastos e inquietudes. Por el contrario, la operación inmediata llevaría consigo la muerte del feto no viable. Es evidente que el efecto bueno, que se sigue de la operación inmediata, no compensa el efecto malo. Llevar a cabo la operación en esas circunstancias, equivaldría a hacer un mal sin necesidad alguna: sería una acción inmoral.
Cuando la operación de un fibroma puede ser diferida sin peligro, hasta que sea posible el parto prematuro, existe entonces la obligación moral de aplazar la operación hasta ese momento. Cuando la operación de un fibroma no puede ser diferida hasta que el feto sea viable, sin que esto constituya un peligro grave para la vida de la madre, puede ser efectuada. Sólo así se cumplirán las cuatro condiciones requeridas. La aplicación de los cuatro principios se hace exactamente de la misma manera que en el primer ejemplo a propósito del útero canceroso en la mujer embarazada.
Un caso algo diferente nos servirá también para la aplicación del principio del doble efecto.
El único bien que se seguirá de una operación inmediata, y que no se obtendría con el aplazamiento, sería evitar tres semanas de dolores, gastos e inquietudes. Por el contrario, la operación inmediata llevaría consigo la muerte del feto no viable. Es evidente que el efecto bueno, que se sigue de la operación inmediata, no compensa el efecto malo. Llevar a cabo la operación en esas circunstancias, equivaldría a hacer un mal sin necesidad alguna: sería una acción inmoral.
Cuando la operación de un fibroma puede ser diferida sin peligro, hasta que sea posible el parto prematuro, existe entonces la obligación moral de aplazar la operación hasta ese momento. Cuando la operación de un fibroma no puede ser diferida hasta que el feto sea viable, sin que esto constituya un peligro grave para la vida de la madre, puede ser efectuada. Sólo así se cumplirán las cuatro condiciones requeridas. La aplicación de los cuatro principios se hace exactamente de la misma manera que en el primer ejemplo a propósito del útero canceroso en la mujer embarazada.
Un caso algo diferente nos servirá también para la aplicación del principio del doble efecto.
Una mujer con embarazo de dos meses sufre un ligero ataque de malaria. Por otra parte, no desea tener hijos. Sabiendo que una dosis considerable de quinina puede ocasionar un aborto, la solicita. ¿Le sería lícito al médico o enfermera acceder a esta petición?
La respuesta a este caso es bien fácil. Ellos no pueden condescender con la petición de su paciente, porque, si son un poco sagaces, percibirán en seguida el motivo que la mueve a hacerla. No se cumplirá aquí la tercera condición, porque lo que ella intenta es el efecto malo: el aborto. Tampoco se cumplirá la cuarta. El efecto bueno, o sea la curación de la malaria, podría conseguirse con una dosis más pequeña de quinina o usando otro medicamento apropiado (atebrina), que no ocasionase la muerte del feto. Por consiguiente, no hay razón que justifique el tomar la dosis excesiva capaz de matar al niño en el seno materno. Un tercero y último caso aclarará suficientemente el modo de aplicar él principio de doble efecto.
Una mujer padece con frecuencia fuertes catarros. Sabe que grandes dosis de quinina son el remedio más eficaz y rápido que cualquier otro. Cuando se halla embarazada, duda si puede continuar tomando esas dosis de quinina para sanar. Su duda proviene de haber oído que la quinina puede ocasionar el aborto. ¿Puede tomarla en este caso?
La respuesta depende de si la dosis de quinina es suficiente para narcotizar al niño o para producir el aborto. Si la dosis puede producir cualquiera de los dos efectos, no es moralmente lícito tomarla. Razones: Primera. Hay muchos otros remedios para curar el catarro, y no hay necesidad de acudir en concreto a la quinina, ni en cantidad tal que pueda resultar peligrosa para la vida del feto. Segunda. No hay proporción entre los efectos bueno y malo. No hay proporción entre un catarro y la vida de un niño. Lo que debe hacerse es consultar a un médico competente. Si el doctor opina que usando una dosis inferior de quinina no hay peligro para la salud del niño, puede lícitamente prescribirla. Pero de ninguna manera puede usarla siempre que resulte perudicial para la vida del feto.
Los casos prácticos de que nos hemos servido para aclarar la aplicación del principio de doble efecto, han sido los más sencillos. En los capítulos siguientes recurriremos al mismo principio para la solución de problemas morales mucho más complicados. El profesional en medicina hará muy bien en penetrar a fondo este principio-clave de la Etica.
Impedimentos de la responsabilidad.
Supuesto que solamente somos responsables de nuestros actos humanos, es evidente que todo aquello que disminuye el conocimiento o impide la libertad, disminuye la culpabilidad moral correspondiente a cada una de las acciones. Estos impedimentos de la responsabilidad son muchos y muy variados; podemos, sin embargo, considerar como más importantes los siguientes: ignorancia, concupiscencia o pasión, violencia y hábito.
a) Ignorancia.
Se entiende por ignorancia la carencia de ciencia al acerca de una cosa, en un sujeto capaz de conocerla. Los moralistas distinguen varias clases de ignorancia; una sucinta exposición será de gran provecho para todos.
Consideraremos, en primer lugar, la ignorancia de la ley y la ignorancia del hecho. La primera tiene lugar cuando no se sabe si existe la ley o, conociendo su existencia, se ignora su interpretación. Así, por ejemplo, la enfermera que no sabe que la ley civil le prohibe ejercer la medicina, se halla en estado de ignorancia de la ley. La ignorancia del hecho se tiene cuando no se sabe que tal hecho, circunstancia, etcétera, cae bajo una ley determinada y conocida. Así, si una enfermera está ejerciendo su profesión en una instalación industrial, y en ausencia del doctor, que hace sus visitas a horas determinadas, contrae el hábito de diagnosticar ciertos casos y de prescribir los remedios convenientes, sin darse cuenta está ejerciendo ilegalmente la medicina.
Otras especies de ignorancia son la ignorancia negativa y la ignorancia privativa. Ignorancia negativa es la carencia del conocimiento acerca de una cosa que uno no está obligado a saber. Todos están obligados a conocer las obligaciones morales básicas y los deberes del propio estado; pero no es necesario que se tengan conocimientos especiales que no exige la profesión. Si viajando, por ejemplo, en ferrocarril tiene lugar un accidente, en el que se requiere para salvar la vida de la víctima la pericia de un especialista y no la de un médico cualquiera, supuesto que la víctima llegue a perecer, no hay culpa moral por parte de éste. Su carencia de conocimientos adecuados es una ignorancia negativa, y nadie es responsahle de los daños que pueden seguirse de ella.
Ignorancia privativa es la carencia de los conocimientos que una persona está obligada a poseer.
De ordinario, la obligación de poseer estos conocimientos se deriva de la naturaleza de los mismos, porque se refieren, ya sea a los deberes morales fundamentales de todo hombre, o bien a aquellas obligaciones propias de cada estado particular en la vida. Si en una clase se explican al estudiante de Medicina ciertos conocimientos técnicos sobre una materia importante, que se ha de llevar a la práctica en el trabajo cotidiano, y uno de ellos se deja vencer por el sueño o presta poca atención a las explicaciones, de tal manera que, de la falta de esos conocimientos, se deriva después un daño grave para el paciente, esa ignorancia hace al médico del mañana responsable de ese daño, porque estaba obligado a adquirir los conocimientos necesarios para evitar el daño inferido. Su ignorancia es privativa y, por consiguiente, el daño le es imputable.
Otras dos especies de ignorancia, cuyo conocimiento puede ser de gran utilidad, son la ignorancia vencible e invencible.
Como las mismas palabras indican, ignorancia vencible es aquella que puede ser superada con un esfuerzo diligente y racional. Siempre que ciertos conocimientos deben poseerse y no se poseen (ignorancia privativa), se dice que la persona que carece de ellos se halla en estado de ignorancia culpable. Se enseña, por ejemplo, a una enfermera que, después de tales o cuales operaciones, el enfermo debe guardar cierta postura y que no debe permitírsele levantarse o pasear. Si ella, por su cuenta, llegase a concluir que sin duda se exagera la importancia de esas recomendaciones o el daño que pudiera seguirse de su violación, se encontraria en estado de ignorancia vencible (privativa y culpable). Es verdad que su culpa no es tan grande como la de aquella otra que perjudica maliciosamente a sus enfermos. No obstante, se haría responsable de los males que el paciente llegase a experimentar como resultado de su falta de interés o por su negligencia a este respecto.
Consideraremos, en primer lugar, la ignorancia de la ley y la ignorancia del hecho. La primera tiene lugar cuando no se sabe si existe la ley o, conociendo su existencia, se ignora su interpretación. Así, por ejemplo, la enfermera que no sabe que la ley civil le prohibe ejercer la medicina, se halla en estado de ignorancia de la ley. La ignorancia del hecho se tiene cuando no se sabe que tal hecho, circunstancia, etcétera, cae bajo una ley determinada y conocida. Así, si una enfermera está ejerciendo su profesión en una instalación industrial, y en ausencia del doctor, que hace sus visitas a horas determinadas, contrae el hábito de diagnosticar ciertos casos y de prescribir los remedios convenientes, sin darse cuenta está ejerciendo ilegalmente la medicina.
Otras especies de ignorancia son la ignorancia negativa y la ignorancia privativa. Ignorancia negativa es la carencia del conocimiento acerca de una cosa que uno no está obligado a saber. Todos están obligados a conocer las obligaciones morales básicas y los deberes del propio estado; pero no es necesario que se tengan conocimientos especiales que no exige la profesión. Si viajando, por ejemplo, en ferrocarril tiene lugar un accidente, en el que se requiere para salvar la vida de la víctima la pericia de un especialista y no la de un médico cualquiera, supuesto que la víctima llegue a perecer, no hay culpa moral por parte de éste. Su carencia de conocimientos adecuados es una ignorancia negativa, y nadie es responsahle de los daños que pueden seguirse de ella.
Ignorancia privativa es la carencia de los conocimientos que una persona está obligada a poseer.
De ordinario, la obligación de poseer estos conocimientos se deriva de la naturaleza de los mismos, porque se refieren, ya sea a los deberes morales fundamentales de todo hombre, o bien a aquellas obligaciones propias de cada estado particular en la vida. Si en una clase se explican al estudiante de Medicina ciertos conocimientos técnicos sobre una materia importante, que se ha de llevar a la práctica en el trabajo cotidiano, y uno de ellos se deja vencer por el sueño o presta poca atención a las explicaciones, de tal manera que, de la falta de esos conocimientos, se deriva después un daño grave para el paciente, esa ignorancia hace al médico del mañana responsable de ese daño, porque estaba obligado a adquirir los conocimientos necesarios para evitar el daño inferido. Su ignorancia es privativa y, por consiguiente, el daño le es imputable.
Otras dos especies de ignorancia, cuyo conocimiento puede ser de gran utilidad, son la ignorancia vencible e invencible.
Como las mismas palabras indican, ignorancia vencible es aquella que puede ser superada con un esfuerzo diligente y racional. Siempre que ciertos conocimientos deben poseerse y no se poseen (ignorancia privativa), se dice que la persona que carece de ellos se halla en estado de ignorancia culpable. Se enseña, por ejemplo, a una enfermera que, después de tales o cuales operaciones, el enfermo debe guardar cierta postura y que no debe permitírsele levantarse o pasear. Si ella, por su cuenta, llegase a concluir que sin duda se exagera la importancia de esas recomendaciones o el daño que pudiera seguirse de su violación, se encontraria en estado de ignorancia vencible (privativa y culpable). Es verdad que su culpa no es tan grande como la de aquella otra que perjudica maliciosamente a sus enfermos. No obstante, se haría responsable de los males que el paciente llegase a experimentar como resultado de su falta de interés o por su negligencia a este respecto.
Ignorancia invencible es la que no puede ser superada con un estudio y prudente de la materia de que se trata.
Todos están obligados a hacer un esfuerzo sincero y a poner una diligencia razonable para adquirir los conocimientos necesarios acerca de sus deberes morales. Pero muchas circunstancias, la falta de tiempo, por ejemplo, o una preparación deficiente desde el punto de vista moral, pueden ser causa de la ignorancia invencible. En este caso se es responsable solamente de la falta de aquellos conocimientos que podían y debían ser adquiridos. De ahí que ninguna culpa se cometa con actos malos realizados con ignorancia invencible. Supongamos que una medicina, por casualidad o por negligencia de otro, ha sido mal clasificada, y que una enfermera la recibe de quien debe recibirla no hallándose en condiciones de conocer el error. Si la suministra al enfermo creyendo que es lo que ha sido prescrito, no contrae responsabilidad ninguna moral por los daños que pudieran originarse de esa medicina. Su ignorancia seria invencible e inculpable.
Todos están obligados a hacer un esfuerzo sincero y a poner una diligencia razonable para adquirir los conocimientos necesarios acerca de sus deberes morales. Pero muchas circunstancias, la falta de tiempo, por ejemplo, o una preparación deficiente desde el punto de vista moral, pueden ser causa de la ignorancia invencible. En este caso se es responsable solamente de la falta de aquellos conocimientos que podían y debían ser adquiridos. De ahí que ninguna culpa se cometa con actos malos realizados con ignorancia invencible. Supongamos que una medicina, por casualidad o por negligencia de otro, ha sido mal clasificada, y que una enfermera la recibe de quien debe recibirla no hallándose en condiciones de conocer el error. Si la suministra al enfermo creyendo que es lo que ha sido prescrito, no contrae responsabilidad ninguna moral por los daños que pudieran originarse de esa medicina. Su ignorancia seria invencible e inculpable.
b) La Concupiscencia o pasión
Otro impedimento de la responsabilidad es la concupiscencia o pasión, que se define «un movimiento del apetito sensitivo consiguiente a la percepción de un estímulo, y caracterizado por determinadas modificaciones de la actividad somática ordinaria». Las pasiones principales son las siguientes: amor y odio, deseo y aversión, alegría y tristeza, esperanza y desesperación, valor y miedo y, finalmente, la ira.
Como queda indicado, en la pasión podemos considerar tres fases: En primer lugar tenemos el aspecto cognoscitivo, ya que siempre comienza con alguna especie de conocimiento. A esto se sigue la fase apetitiva en forma de impulso o tendencia del sentido hacia fuera, que se traduce en una adhesión a un objeto o situación externa mediante una actitud positiva o negativa del sujeto para con el objeto. Finalmente tiene lugar la alteración orgánica, como resultado natural de la aprensión y que participa de la tendencia apetitiva.
Por consiguiente, cuando una tendencia apetitiva va acompañada de acentuada alteración fisiológica (secreción glandular, peristalsis, respiración, pulsaciones, etc.), se tiene lo que llamamos una pasión.
Un estudio detallado acerca de la naturaleza y clases de pasiones es objeto de un curso de psicología. Desde el punto de vista moral, sólo nos interesan dos aspectos de la pasión que es necesario considerar aquí.
Un estudio detallado acerca de la naturaleza y clases de pasiones es objeto de un curso de psicología. Desde el punto de vista moral, sólo nos interesan dos aspectos de la pasión que es necesario considerar aquí.
Se denomina pasión antecedente la que precede al acto de la voluntad y es, parcialmente al menos, causa de él.
De todo lo expuesto se infiere con facilidad que, cuando algún otro factor ajeno al conocimiento y a la libertad influye en la acción moral, se aminora la responsabilidad.
Todos sabemos, por experiencia propia, que las pasiones pueden ser un impedimento para pensar con claridad, para deliberar lo suficiente y para elegir con libertad.
Cuando la pasión no es fomentada con deliberación, sino que nace espontáneamente y es, al menos, causa parcial del acto de la voluntad, es una pasión antecedente. En la medida en que la deliberación y la elección libre sean impedidas por dicha pasión, la responsabilidad del acto queda disminuida de tal manera, que, si la deliberación y la libertad desaparecieran por entero, ninguna culpa existiría en el acto determinado por esa pasión. A un loco, a un narcotizado o a cualquier enfermo incurable se le ocurre atentar contra su vida; la enfermera, que se esfuerza por impedirlo, se ve seriamente amenazada por el paciente y entonces huye llena de terror. La responsabilidad por la falta en el cumplimiento del deber disminuye en proporción al impedimento de la deliberación y de la libertad para elegir.
Si, por el contrario, la pasión es suscitada por la voluntad, consentida y fomentada por ella, se denomina pasión consiguiente. Si la pasión consiguiente de ninguna manera es causa ni siquiera parcial del acto de la voluntad, sino que sólo le acompaña, la culpabilidad no disminuye. Por vía de ejemplo valga el siguiente: un médico siente fuerte aversión hacia uno de los enfermos; en el cumplimiento de su deber reflexiona sobre los hechos y palabras ofensivas que éste le dirige; se da cuenta de que tales reflexiones no hacen más que despertar e intensificar su aversión hacia el paciente, de tal manera, que, si continúa cumpliendo su deber en estas condiciones, terminará por decir y hacer cosas que no debiera. Sin embargo, a pesar de ser consciente de esta probabilidad, sigue fomentando con deliberación sus pensamientos nada caritativos. Ahora bien: si sucede que, en el cumplimiento de su deber para con el enfermo, llega a ofenderle con la murmuración, calumnia, negligencia o de cualquier otra manera, dejándose llevar de la excitación y del mal humor que le ha producido su aversión al enfermo, entonces su culpa de ninguna manera disminuye por el hecho de encontrarse en ese estado pasional cuando infiere la ofensa.
De todo lo expuesto se infiere con facilidad que, cuando algún otro factor ajeno al conocimiento y a la libertad influye en la acción moral, se aminora la responsabilidad.
Todos sabemos, por experiencia propia, que las pasiones pueden ser un impedimento para pensar con claridad, para deliberar lo suficiente y para elegir con libertad.
Cuando la pasión no es fomentada con deliberación, sino que nace espontáneamente y es, al menos, causa parcial del acto de la voluntad, es una pasión antecedente. En la medida en que la deliberación y la elección libre sean impedidas por dicha pasión, la responsabilidad del acto queda disminuida de tal manera, que, si la deliberación y la libertad desaparecieran por entero, ninguna culpa existiría en el acto determinado por esa pasión. A un loco, a un narcotizado o a cualquier enfermo incurable se le ocurre atentar contra su vida; la enfermera, que se esfuerza por impedirlo, se ve seriamente amenazada por el paciente y entonces huye llena de terror. La responsabilidad por la falta en el cumplimiento del deber disminuye en proporción al impedimento de la deliberación y de la libertad para elegir.
Si, por el contrario, la pasión es suscitada por la voluntad, consentida y fomentada por ella, se denomina pasión consiguiente. Si la pasión consiguiente de ninguna manera es causa ni siquiera parcial del acto de la voluntad, sino que sólo le acompaña, la culpabilidad no disminuye. Por vía de ejemplo valga el siguiente: un médico siente fuerte aversión hacia uno de los enfermos; en el cumplimiento de su deber reflexiona sobre los hechos y palabras ofensivas que éste le dirige; se da cuenta de que tales reflexiones no hacen más que despertar e intensificar su aversión hacia el paciente, de tal manera, que, si continúa cumpliendo su deber en estas condiciones, terminará por decir y hacer cosas que no debiera. Sin embargo, a pesar de ser consciente de esta probabilidad, sigue fomentando con deliberación sus pensamientos nada caritativos. Ahora bien: si sucede que, en el cumplimiento de su deber para con el enfermo, llega a ofenderle con la murmuración, calumnia, negligencia o de cualquier otra manera, dejándose llevar de la excitación y del mal humor que le ha producido su aversión al enfermo, entonces su culpa de ninguna manera disminuye por el hecho de encontrarse en ese estado pasional cuando infiere la ofensa.
c) Violencia.
Se define la violencia diciendo que es una «coacción» física hecha a una persona libre. Es una fuerza física proveniente de una causa extraña a la persona que la sufre, obligándola a ejecutar actos contrarios a su voluntad.
La violencia es perfecta si destruye toda libertad de acción. Cuando una persona resiste con todas sus fuerzas a la coacción, y, sin embargo, es obligada a ejecutar el acto, tenemos un caso de violencia perfecta. Es fisicamente imposible resistir a la violencia perfecta, no siendo la víctima responsable del hecho si no se da el consentimiento de la voluntad. Y debe tenerse en cuenta que, tratándose de una coacción externa, la voluntad no puede ser alcanzada por ella. Sin embargo, si a una persona se le obliga por la violencia a ejecutar una acción, dándose a la vez el consentimiento de la voluntad, esa persona es moralmente culpable, pero no en el mismo grado que lo sería en el caso de no haber sufrido violencia. Así, por ejemplo, puede darse que individuos sin conciencia deseen la muerte de un enfermo. Si, para obtener lo que pretenden, mediante un narcótico imposibilitan al médico de atender a un enfermo, tenemos entonces un caso de violencia perfecta, siendo el médico absolutamente irresponsable del daño que pueda sobrevenir al enfermo.
Cuando se impide parcialmente la libertad, tenemos la violencia imperfecta. Si una persona resiste hasta cierto punto, pero no con todas sus fuerzas, la violencia es imperfecta. Esta violencia lleva consigo una disminución de la culpabilidad moral, ya que la resistencia parcial pone de manifiesto la falta de consentimiento pleno. Pero es sólo una disminución, puesto que el no resistir cuanto es posible indica un consentimieno parcial de la voluntad en tal acción. Un ejemplo: Una enfermera tiene a su cuidado un inválido en su propia casa. Algunas de sus amigas, deseosas de dar con ella un paseo en automóvil, ejercen sobre ella, con sus ruegos, una violencia imperfecta. Ella resiste bien hasta cierto punto, y alega sinceramente que no debe dejar solo al enfermo, pero no resiste cuanto le es posible, ni manifiesta su desagrado ante los ruegos de sus amigas. La culpabilidad moral que lleva consigo su abandono del paciente, disminuye algo, a causa de la violencia imperfecta, pero esa disminución es casi mínima, ya que el impedimento de la acción no es de importancia.
d) Hábito.
El hábito es una prontitud y facilidad permanente, nacida de la repetición de actos, para obrar en un sentido determinado. Clásicamente se define diciendo que es una cualidad difícilmente admisible, por la cual una persona, cuya naturaleza puede obrar indiferentemente en uno u otro sentido, queda dispuesta para obrar con prontitud y facilidad de una sola manera.
El hábito no destruye el carácter voluntario de la acción, y los actos ejecutados bajo el influjo del hábito, son siempre indirectamente voluntarios en la medida en que se ha consentido su formación. Por consiguiente, se es responsable de los actos puestos en virtud de un hábito. Y aun cuando los actos puestos en virtud de un hábito sean ejecutados sin advertencia actual, el hábito es en sí mismo voluntario, mientras no se hayan puesto los medios necesarios para desarraigarlo, siendo los efectos que de él se sigan indirectamente voluntarios.
Una enfermera puede adquirir gradualmente el hábito de acortar el tiempo prescrito para la esterilización de los instrumentos. Al principio se dará cuenta de que no obra rectamente, pudiendo algún enfermo sufrir una infección como consecuencia de su prisa inexcusable. Cuando es consciente de este peligro y no impide la formación del hábito, tomando las medidas adecuadas para sobreponerse a él, se hace moralmente responsable de los malos efectos que se originen del mismo. Su falta no es tan grande como lo sería si intentase ocasionar directamente daño al enfermo, pero la disminución de su culpabilidad es bien insignificante, ya que ella es plenamente consciente del grave daño que puede resultar de su negligencia, que no procura corregir.
Por el contrario, si se opone resistencia al mal hábito y se hacen esfuerzos diligentes y constantes para desarraigarlo, todos los actos que proceden naturalmente de él son «actos del hombre» y no suponen culpabilidad moral.
Un médico puede contraer el hábito de usar un lenguaje insolente. Es consciente de que este hábito es inmoral y de que desdice de su posición, sea como hombre, sea como médico. El trabaja con energía por sobreponerse al hábito y hace notables progresos en ello; pero en cierta ocasión se rompe un instrumento importante con el que está trabajando. Sin darse cuenta de lo que hace, el hábito latente se manifiesta, y de modo espontáneo profiere alguna palabra fuerte. Puesto que no hay deliberación por parte del entendimiento, ni libre elección del acto por parte de la voluntad, no es responsable ni directa ni indirectamente de ninguna falta moral, porque ésta no existe.
Este capítulo debe hacer comprender a los médicos y enfermeras la importancia de adquirir firmes y rectos ideales morales. Tales fundamentos son indispensables para cualquiera, y en particular para aquellos que trabajan en un campo donde se presentan a menudo tantos y tan complejos problemas morales. Unicamente estos conceptos los habilitarán para cumplir sus deberes de una manera provechosa para los hombres y a la vez agradable a Dios.
El hábito no destruye el carácter voluntario de la acción, y los actos ejecutados bajo el influjo del hábito, son siempre indirectamente voluntarios en la medida en que se ha consentido su formación. Por consiguiente, se es responsable de los actos puestos en virtud de un hábito. Y aun cuando los actos puestos en virtud de un hábito sean ejecutados sin advertencia actual, el hábito es en sí mismo voluntario, mientras no se hayan puesto los medios necesarios para desarraigarlo, siendo los efectos que de él se sigan indirectamente voluntarios.
Una enfermera puede adquirir gradualmente el hábito de acortar el tiempo prescrito para la esterilización de los instrumentos. Al principio se dará cuenta de que no obra rectamente, pudiendo algún enfermo sufrir una infección como consecuencia de su prisa inexcusable. Cuando es consciente de este peligro y no impide la formación del hábito, tomando las medidas adecuadas para sobreponerse a él, se hace moralmente responsable de los malos efectos que se originen del mismo. Su falta no es tan grande como lo sería si intentase ocasionar directamente daño al enfermo, pero la disminución de su culpabilidad es bien insignificante, ya que ella es plenamente consciente del grave daño que puede resultar de su negligencia, que no procura corregir.
Por el contrario, si se opone resistencia al mal hábito y se hacen esfuerzos diligentes y constantes para desarraigarlo, todos los actos que proceden naturalmente de él son «actos del hombre» y no suponen culpabilidad moral.
Un médico puede contraer el hábito de usar un lenguaje insolente. Es consciente de que este hábito es inmoral y de que desdice de su posición, sea como hombre, sea como médico. El trabaja con energía por sobreponerse al hábito y hace notables progresos en ello; pero en cierta ocasión se rompe un instrumento importante con el que está trabajando. Sin darse cuenta de lo que hace, el hábito latente se manifiesta, y de modo espontáneo profiere alguna palabra fuerte. Puesto que no hay deliberación por parte del entendimiento, ni libre elección del acto por parte de la voluntad, no es responsable ni directa ni indirectamente de ninguna falta moral, porque ésta no existe.
Este capítulo debe hacer comprender a los médicos y enfermeras la importancia de adquirir firmes y rectos ideales morales. Tales fundamentos son indispensables para cualquiera, y en particular para aquellos que trabajan en un campo donde se presentan a menudo tantos y tan complejos problemas morales. Unicamente estos conceptos los habilitarán para cumplir sus deberes de una manera provechosa para los hombres y a la vez agradable a Dios.
R.P. Charles J. McFadden O.S.A.
ETICA Y MORAL
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