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viernes, 12 de octubre de 2012

CRISTO EN EL EVANGELIO

     El joven cristiano abre el Evangelio y Dios se le presenta también bajo la expresión inspirada de la divina Palabra.
     Allí ve a Cristo pasar a las orillas de los lagos de Galilea, por las colinas de la Judea, a través de los campos de trigo y de las viñas en flor.
     Allí ve en el trabajo a este Maestro divino de las almas; lo oye hablar, lo ve actuar como Dios, lo ve sufrir y morir como hombre.
     Allí, en el libro de oro, traído por Dios mismo a la tierra para su salvación, aprende las santas máximas, los divinos preceptos, los sagrados misterios, la ciencia del reino celestial.
     Allí aprende a creer, a amar, a esperar, que son conocimientos más útiles a los infelices hijos de Adán que todos los demás juntos, porque sólo ellos pueden sostenerlo y consolarlo en este valle de lágrimas.
     Allí, en fin, se descubre a sus ojos el Ideal viviente, el modelo amable y grandioso a la vez, sobre el cual debe conformar su vida.
     No; ningún libro vale tanto como éste, porque es el único que contiene a Dios, el único que nos explica nuestra razón de ser, el único que nos enseña la ciencia de nuestro celestial origen y nuestro fin inmortal, el único que nos indica la ley y el camino.
     El que lo medite podría excluir todos los demás libros, porque el Evangelio es el único que encierra la revelación de la verdad, de la virtud y de la felicidad.
     Feliz el joven que hace sus delicias de esas páginas adorables de donde tantos otros, antes de él, han extraído la luz.
     Llegará a ser el discípulo de Jesús; oirá resonar en lo más profundo de su corazón las inenarrables enseñanzas de la Voz divina.
     En esta gran escuela aprenderá la ciencia del sacrificio; se dejará arrancar de la tierra y trasladar más alto que el cielo, al mundo de la pureza y de las intimidades sobrenaturales.
     Reproducirá en él los rasgos de su Maestro: será dulce y humilde de corazón, compasivo y caritativo, generoso y sacrificado, paciente y fuerte, apartado de todo lo que es perecedero y apegado a todo lo que es eterno; ¡será otro Cristo!

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