Allí ve a Cristo pasar a las orillas de los lagos de
Galilea, por las colinas de la Judea, a través de los campos de trigo y de las
viñas en flor.
Allí ve en el trabajo a este Maestro divino de las almas; lo
oye hablar, lo ve actuar como Dios, lo ve sufrir y morir como hombre.
Allí, en el libro de oro, traído por Dios mismo a la tierra
para su salvación, aprende las santas máximas, los divinos preceptos, los
sagrados misterios, la ciencia del reino celestial.
Allí aprende a creer, a amar, a esperar, que son
conocimientos más útiles a los infelices hijos de Adán que todos los demás
juntos, porque sólo ellos pueden sostenerlo y consolarlo en este valle de
lágrimas.
Allí, en fin, se descubre a sus ojos el Ideal viviente, el
modelo amable y grandioso a la vez, sobre el cual debe conformar su vida.
No; ningún libro vale tanto como éste, porque es el único
que contiene a Dios, el único que nos explica nuestra razón de ser, el único
que nos enseña la ciencia de nuestro celestial origen y nuestro fin inmortal,
el único que nos indica la ley y el camino.
El que lo medite podría excluir todos los demás libros,
porque el Evangelio es el único que encierra la revelación de la verdad, de la
virtud y de la felicidad.
Feliz el joven que hace sus delicias de esas páginas
adorables de donde tantos otros, antes de él, han extraído la luz.
Llegará a ser el discípulo de Jesús; oirá resonar en lo más
profundo de su corazón las inenarrables enseñanzas de la Voz divina.
En esta gran escuela aprenderá la ciencia del sacrificio; se
dejará arrancar de la tierra y trasladar más alto que el cielo, al mundo de la
pureza y de las intimidades sobrenaturales.
Reproducirá en él los rasgos de su Maestro: será dulce y
humilde de corazón, compasivo y caritativo, generoso y sacrificado, paciente y
fuerte, apartado de todo lo que es perecedero y apegado a todo lo que es
eterno; ¡será otro Cristo!
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