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martes, 2 de octubre de 2012

El consentimiento de la Santísima Virgen en la Encarnación del Hijo de Dios.

I. La Santísima Virgen María ha merecido concebir y dar a luz al Salvador del mundo. Esto es para nosotros, como lo acabamos de ver, una razón perentoria para atribuirle las gracias de salvación y de vida que el Verbo hecho carne ha derramado sobre la familia humana. Pero entre tantos méritos hay uno que nos da este derecho más que los otros. Es el asentimiento a la embajada del Ángel, el fíat pronunciado por María después de haber escuchado las proposiciones divinas. No consideramos ahora este acto desde el punto de vista del mérito, si bien le parece a San Bernardino de Sena de un precio fuera de toda medida y como infinito. No queremos fijarnos sino en el acto mismo del consentimiento.
Al contrario de las otras madres, María sabe por adelantado quién es Aquel de quien Ella va a ser Madre; sabe a lo que viene, la misión que tiene y cómo llenará su misión. Con ciencia cierta que es el Hijo Eterno de Dios, el Santo por Excelencia, el Mesías prometido desde el origen de los tiempos, el Libertador tantas veces anunciado por los profetas y por tan largo tiempo esperado; Dios, que va a encarnarse para rescatar a los hombres y vivificarlos con la efusión de su sangre. Las palabras del Ángel y el conocimiento que Ella tenía de las divinas promesas no le dejan ignorar todo esto, como tampoco puede ignorar los dolores que serán para Ella misma el acompañamiento y la consecuencia de su misteriosa y sublime maternidad. 
"He aquí —dice Gabriel— que concebirás en tus entrañas y parirás un Hijo, a quien llamarás Jesús. Será grande, será llamado Hijo del Altísimo, y el Señor Dios le dará el trono de su padre, y reinará en la casa de Jacob eternamente. Y su reino no tendrá fin" (Luc., I, 31. sqq.).
¿Podíasele revelar más claramente la naturaleza del Hijo de quien le proponían ser Madre?: Hijo del Altísimo, Salvador, descendiente de David, Rey de Israel, todos los caracteres del Mesías. La virgen, ante esta revelación, a la luz sobrenatural que la ilumina, no sólo por las palabras angélicas, sino también por los oráculos de los profetas, ve desarrollarse por anticipado toda la vida de Aquel que debe tomar carne en Ella, si Ella lo consiente.
No decimos que desde entonces conociera explícitamente todos los hechos particulares y todas las circunstancias del misterio; pero tiene ante la vista el principio, la naturaleza y el fin: lo que podríamos llamar la substancia y los actos principales. ¿Es posible imaginar que tuviese menos claridades que los profetas, Ella que era la Reina de los profetas; Ella, a quien el Arcángel descubre tan claramente la Encarnación del Verbo; Ella, que dentro de poco expondrá tan divinamente en su Cántico los designios y los dones de Dios? ¿Ella, menos luz que su prima Isabel y que Juan el Precursor, encerrado aún en el seno de su madre, o que Zacarías, su padre; menos que aquellos ancianos que bien pronto saludarán a Jesús como la Luz del mundo y profetizarán con tanta viveza las contradicciones de que será objeto? Ahora bien: la Encarnación del Verbo, que debe traernos la salud y la vida, sin la cual permaneceríamos siempre en la servidumbre y en la muerte, quiere Dios no sólo que se realice en una Virgen consciente de todo el misterio, sino que también dependa de su consentimiento; de tal suerte, que la existencia del Salvador y, por consiguiente, nuestra salvación y nuestra vida estén pendientes del consentimiento voluntario y libre dado por esta Virgen.
Es, en efecto, cosa muy notable el ver la diferente conducta de Dios en la creación del primer hombre y en la producción del hombre por excelencia, su Verbo Encarnado, Cristo. Allí aparece sólo Dios. "Hagamos al hombre —dice— a nuestra imagen semejanza" (Gen., I, 20). Hay lo que no hemos visto en la creación de los otros seres, esto es, un consejo precedente: "Hagamos al hombre"; pero un consejo en el cual Dios no consulta sino a Sí mismo, puesto que tiene lugar entre las personas divinas. Ellas solas, en efecto, deliberaron, porque el hombre había de ser formado únicamente a imagen y semejanza de la Trinidad, o hay más voluntad que la suya; ni la del hombre, que no existe todavía; ni la del Ángel, que no ha sido convocado a esta augusta consulta, como tampoco tendrá parte en la obra que se va a producir.
Distinto por completo es el modo de proceder cuando se trata de volver al hombre a su primera dignidad. Dios, desde lo alto de su trono, envía uno de los príncipes de su corte celestial a la Virgen María para comunicarle sus proyectos y pedirle, en nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, su libre cooperación al misterio que quiere realizar en Ella. Y la prueba de que el Ángel es enviado con este fin es su modo de hablar y lo que dice ("Ave, gratia plena, Dominus tecum. In hac voce oblatio muneris, non simplex salutationis officium", dice San Pedro Crisólogo, serm. 140, de Annunciat. B. M. V., P. L., I II. 576). ¿Por qué abajarse delante de Ella, como lo hace? ¿Por qué declararle tan abiertamente los consejos del Altísimo? ¿Por qué descender hasta darle las explicaciones que pide y resolver las dificultades que propone? ¿Por qué no considera su misión terminada hasta haber oído el consentimiento de María: "He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según su palabra"? ¿Por qué, repetimos, todo esto, si viniera a intimar órdenes absolutas y a revelar una obra que Dios quiere realizar, cualquiera que sea la voluntad de la criatura? ¿Hizo algo parecido en la formación del primer hombre, ni en la de la primera mujer?
Quería sacar de Adán la substancia que había de servir, por decirlo así, de médula al cuerpo de su compañera, a fin de significar con esto un doble misterio: el misterio de la unión que debe existir entre el hombre y la mujer, y el misterio más sagrado de la Iglesia saliendo del Corazón abierto de Cristo en la Cruz. Y esto se hace mientras Adán reposa en un sueño enviado por Dios, sin que el primer padre tuviese conocimiento precedente o conciencia actual de la acción divina. Si hay un fíat, es Dios quien lo pronuncia. Aquí el fíat, tras el cual se va a obrar inmediatamente la Encarnación del Verbo, es de María. Ciertamente que la Trinidad dice también su fíat; ¿cómo podría obrarse la obra de Dios por excelencia, si Dios no quisiera ejecutarla? Pero el fíat divino no tiene su efecto sino mediante un fíat de la Virgen. Así como para que el Hijo de Dios sea hijo del hombre hace falta una doble operación, la de la Virgen, que provee y prepara la materia, y la del Espíritu Santo, que la organiza y la anima, así una y otra operación dependen de una doble voluntad: la divina y la de María.
Y no es sólo el mensaje angélico el que nos revela designio tan providencial. Meditemos el fíat de María: también nos mostrará que la Virgen ha comprendido que su fíat era un factor necesario para la Encarnación del Verbo en Ella. ¿Por qué lo hubiera pronunciado, si no hubiese creído que Dios lo reclamaba de su obediencia y de su fe? ¿Por qué no le bastó permanecer bajo la mano de Dios silenciosa y recogida, cuando hubo oído al Ángel decir estas últimas palabras: "Nada hay imposible para Dios?"
A su vez, Isabel rinde testimonio de la misma verdad: Bienaventurada eres, porque has creído todo lo que Dios te ha dicho que se cumpliría en Ti", dice ella a María. ¿No era esto significar claramente la estrecha relación que existía entre el cumplimiento del misterio y la fe de la Virgen expresada en su fíat? (Por esta razón, oímos a los Padres apoyarse con tanta insistencia en la fe de la nueva Eva y en su obediencia a las palabras del Ángel, y atribuir a ambas sus virtudes la salud del mundo, como la incredulidad y la desobediencia de la primera Eva era para ellos (los Santos Padres) causa inicial de nuestra caída.).
Ningún autor, quizá, ha insistido tanto y tan constantemente en estas ideas como el abad Guillermo el Pequeño, en su Comentario sobre el Cantar de los Cantares. Vuelve sobre esto, por lo menos, cuatro veces distintas, y siempre con la misma abundancia y, añado, con la misma belleza y la misma preciosidad de expresiones. Tomemos, por ejemplo, uno de los pasajes: es la aplicación a la Santísima Virgen del verso en que el esposo dice a la esposa: "Tus labios son como un panal que destila miel, miel y leche debajo de tu lengua" (Cant., IV, 11).
"Permitido es —dice Guillermo en su paráfrasis— el entender espiritualmente estas palabras del tiempo en que la verdad de todos las profecías y la salvación misma del género humano estaban suspendidas, en cierto modo, de los labios de María. El Hijo de Dios se disponía a responder a los gemidos de los justos antiguos que, desde tantos siglos hacía, le rogaban hasta desmayar, gritando: "Despierta tu poder; ven y sálvanos" (Psal., LXXIX, 3); iba, digo, a excitar este poder; salir del Padre y venir al mundo, no para juzgarlo, sino para salvarlo (Joan. XII, 47).
"Por eso disputó a su celestial mensajero y lo envió a la Virgen, cuya carne purísima debía proporcionarle la que uniría a su persona y la que, llegados los tiempos, ofrecería al Padre por la salud de muchos: se lo envía para exponerle el misterio de la redención de los hombres y reclamar de Ella su consentimiento y su cooperación. Porque el Omnipotente no quería tomar de Ella esa carne sin que ella misma se la diera, aunque tomó, sin saberlo Adán, que estaba hundido en un profundo sueño, la materia de donde formó a la primera mujer".
Por el honor de su primera Madre quiso, no solamente tomar carne en Ella, sino recibirla de Ella. Así, pues, le envió a su embajador Gabriel. Dios te salve, llena de gracia, el Señor es contigo, bendita eres entre las mujeres. Véase con qué suavidad le prepara el Ángel, no para arrancarle el deseado consentimiento, sino para provocarlo graciosamente: "He aquí —dice— que concebirás un hijo y le pondrás por nombre Jesús"; como si dijese: "¡Oh, Virgen!, consiente por tu fe en el misterio de la reconciliación del mundo; el Señor te ha escogido, es verdad, como un instrumento de un misterio tan grande; pero no pretende tomar de Ti la hostia de la reconciliación sin que Tú lo sepas, ni en contra de tu voluntad; lo que será para Ti un gran mérito, una gloria singular. Así, dale con fe, gozosa de Ti misma, lo que debe ser sacrificado por la salud de todos. Tú crees, lo sé; pero no basta con que creas, porque se cree de corazón para la justicia y se confiesa con la boca para la salud (Rom., X, 10). Si tu boca no expresa esta fe, que por la mía te ha hablado, el Altísimo no recibirá de Ti la hostia de la salud.
"Esta palabra tan dulce, de aceptación, dila, te lo ruego: ahora es tiempo de hablar y no de callarse" (Eccl.. III, 7). Teme que se suspenda la universal salvación con tu silencio, o teme impedirla, como si tuvieras en nada la verdad de las profecías y la salud del mundo. Mira que los ángeles, amigos de los hombres, tienen fijas en tus labios sus miradas; los santos patriarcas y profetas, encerrados en las sombrías moradas del limbo, esperan tu palabra como se espera la lluvia de la noche; hasta ahora, toda criatura gime como con dolores de parto, esperando esta tu dulcísima palabra. ¡Ah, di, por fin, lo que tienes que decir! Tus labios son, en verdad, un panal de miel, pero un panal que hasta ahora no ha dejado escapar más que unas gotas del dulce jugo que contiene, cuando decías: "¿Cómo se hará esto, si no conozco varón?" La leche y la miel están todavía debajo de tu lengua, quiero decir, esa dulcísima palabra que será miel para los ángeles y leche para los mortales. Dila, Señora, a fin de que los ángeles y los hombres se estremezcan de alegría, al ver que una miel tan dulce, que una leche tan deliciosa, no está ya bajo tu lengua, sino más bien sobre tu lengua..." Entonces la Virgen, sin más tardar: "He aquí —dice— la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra." Esta es verdaderamente la palabra infinitamente gustosa que todos, ángeles y hombres, deseaban apasionadamente escuchar; esta es la leche y la miel que estaban bajo la lengua de María (Gulhielm. Parvus, in Cant., IV, 11).
Esta paráfrasis, que hemos querido transcribir entera, muestra bien el estilo de nuestro antiguo comentador del Cantar de los Cantares. Otras análogas se hallarán sobre otros varios versos del mismo libro (Véase, in Cant., I, 1 ; V, 2; VI, 2; IX, 13). Recomendamos, sobre todo, la interpretación del primer verso: "Béseme con el beso de su boca", donde Guillermo el Pequeño ve el consentimiento dado por la Virgen a la Encarnación del Verbo, y además presenta un bellísimo paralelo, o, mejor dicho, un notable contraste, entre Eva y María. 

II. No hay exageración alguna en esta doctrina; es cierta; brota de las Divinas Escrituras, y los Padres, intérpretes y teólogos concuerdan en rendirle testimonio. Como es una verdad de soberana importancia para entender la maternidad espiritual de la Santísima Virgen, no podemos dispensarnos de presentar algunos testigos. Los escogeremos como siempre, de las diferentes partes de la Iglesia, a fin de que sea bien patente y manifiesto que no se trata solamente de una de esas opiniones particulares a las cuales no se debe atribuir demasiada autoridad.
He aquí, ante todo, la paráfrasis que el abad Antipáter ha hecho sobre las palabras de María: "Yo soy la esclava del Señor": "Yo soy la tablilla sobre la cual puede escribir; escriba lo que quiera. La materia queda a merced de tan bueno y divino obrero; haga El lo que le parezca. Y el Ángel se retiró de Ella, porque había obtenido las palabras del consentimiento que esperaba" (in S. Deip. Annunc., P. G., LXXXV, 1784).
Y después: "He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra." La Virgen no responde: "Lejos de mí; retírate con tu engañosa y vana embajada. Soy virgen; no conozco varón..." Sino que apenas el Ángel le hubo dicho: "El Espíritu Santo descenderá sobre Ti", esta Virgen espiritual y santa, dócil a las luces del Espíritu divino y recibiendo santamente las santas palabras del celestial mensajero, permaneció constante en la fe y consintió en la promesa. Entonces fue cuando el Ángel se apartó de ella (Idem, ibid.).
 Prestemos ahora atención a Juan el Geómetra. El también expone la escena de la Anunciación tal como el Evangelio la refiere: "Celebren otros a su antojo las maravillas contenidas en ese misterio: éste, la prudencia de la Virgen bendita; aquél, la obediencia; otro, la discreción que supo guardar para no dejarse seducir imprudentemente por las espléndidas promesas del Ángel, ni mostrarse terca en rehusar el creerlas; igualmente alejada de la ciega simplicidad de Eva y de la desconfianza de su pariente Zacarías. En cuanto a mí, no encuentro nada más admirable, no encuentro nada, digo, que me llene de estupor y asombro como la profundidad de su humildad, que la hizo digna de una altura tan sublime y la consagró para ser cooperadora de Cristo anonadado, hasta hacerse carne; hasta la muerte, y muerte de cruz. ¿Qué dice Ella, en efecto? Honrada, como se ve, con la presencia y el coloquio de un Ángel; saludada, llena de gracia, Esposa de Dios; creyendo firmemente, por otra parte, lo que se le dice, no toma para Ella misma sino el nombre de esclava. Ella consiente, es cierto, en las proposiciones del cielo, y da el asentimiento reclamado por Dios. Pero profundamente convencida de que esas gracias sobrepujan infinitamente a su mérito: "He aquí —dice— la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra." Ella dice esto, y en seguida el Ángel se despide de Ella, feliz de haber conseguido su misión y enamorado, encantado de tan virginal belleza y tan prodigiosa virtud; ya nada tenía que tratar con María, pues había conseguido la fiel confesión de su consentimiento.
Lo que los griegos han reconocido tan explícitamente, lo afirman también los latinos, con más fuerza y más unión. Penetrados en tan altos pensamientos, y fieles a la regla que nos invita a contemplar los misterios de la vida del Salvador como si los estuviésemos presenciando, oyendo lo que se habla, viendo y mirando lo que se hace, se imaginan estar presentes en la entrevista del Arcángel y de la Virgen. Y, juntándose a Gabriel, la solicitan, la instan que dé su consentimiento, de donde depende, con la Encarnación del Verbo, la gloria de Dios, la alegría de los ángeles, la salvación de los hombres y la ruina de infierno.
"¡Oh, Virgen! —le dicen—, Tú has oído el misterio que te es propuesto por Dios; sabes el modo: uno y otro admirables, uno y otro llenos de dulzura... Has oído que concebirás y parirás un hijo. Has oído que esto se hará, no por ministerio de un hombre, sino por el Espíritu Santo. He aquí que el Ángel espera tu respuesta. Ha llegado el tiempo de volver a Dios, que te lo ha enviado con ese mensaje. Y nosotros también, ¡oh, Señora nuestra!; nosotros, sobre quienes pesa una sentencia de condenación; nosotros esperamos de Ti la palabra de la misericordia.
 "Ya lo ves: te ofrecen el precio de nuestro rescate. Consiente, y al punto seremos libertados. Aunque fuimos hechos por el Verbo eterno de Dios, estamos sin embargo, condenados a muerte; una sola palabra de tu boca, y somos renovados y vueltos a la vida.
"Esto implora de Ti, ¡oh, Virgen piadosa!, el desdichado Adán con su infeliz posteridad, desterrada, como él, del Paraíso; es lo que piden Abraham, David y todos los santos patriarcas; tus padres mismos, que habitan con ellos en las sombras de la muerte; es lo que el mundo entero, postrado a tus pies, espera, como ellos. Y es justo, Señora, porque de tu boca depende la consolación de los miserables, la redención de los cautivos y la libertad de los condenados. ¡Oh, Virgen, apresúrate a responder! ¡Oh, Señora nuestra!, pronuncia esta palabra que desean el cielo, la tierra y los infiernos. El Rey, el Señor mismo, así como se enamoró de tu belleza, con el mismo corazón desea ardientemente la expresión de tu consentimiento, pues por él ha resuelto salvar al mundo. Tú le agradabas con tu silencio; pero hoy tu palabra le agradará más, pues desde lo alto del cielo te dice: ¡Oh, la más hermosa entre las mujeres, hazme oír tu voz (Cant. VIII-13). Si, pues, le haces oír esa voz tuya, Él te hará ver nuestra salud.
"¿No es esto lo que Tú buscabas, el continuo objeto de tus gemidos, de sus suspiros y de tus oraciones? ¿Cómo? ¿No eres Tú Aquella por quien han sido hechas las promesas, o debemos esperar a otra? ¡Sí!, eres Tú misma, y no otra. ¡Sí!, Tú eres la Virgen prometida, la Virgen esperada, la Virgen deseada, de quien Jacob, tu santo abuelo, en las puertas de la muerte, esperaba la vida eterna, cuando decía: "Esperaré tu salud, ¡oh, Señor!" (Gen.. XLIX. 18). Tú eres Aquella en quien y por quien Dios nuestro Rey ha resuelto, antes de todos los siglos, obrar la salud en medio de la tierra. ¿Para qué esperar de otra lo que te han ofrecido a Ti y por Ti vendrá, con la condición de que profieras una palabra, la palabra de tu consentimiento? Responde, pues, al Ángel prontamente, o más bien a Dios en su Ángel. Pronuncia una palabra que pasa, la tuya, y concibe la Palabra que permanece eternamente, el Verbo de Dios... ¡Oh, Virgen Bienaventurada!, abre tu corazón a la fe, tus labios a la confesión, tu seno al Creador (San Bernard., hom. 4 sup. Missus est, n. 8. P. L., CLXXXIII, 83, 84.)
Tal vez hubiera sido mejor acortar este párrafo de San Bernardo. Es, por lo menos, una página llena de unción, y, además, nos recuerda con viveza los bienes inefables que debía traernos la Encarnación del Verbo y la eterna gratitud que debemos a la Madre de Dios por su concurso libre en el misterio.
El autor anónimo de un sermón sobre la Natividad de Nuestro Señor, publicado entre las obras de San Agustín, hace una plegaria muy semejante, a la Santísima Virgen: "Virgen Sagrada —dice—, responde pronto; ¿por qué regatear la vida del mundo? Vitam quid tricas mundo? El Ángel espera tu asentimiento; por eso se queda delante de Ti. Ya has oído el cómo se hará esto: que el Espíritu Santo descenderá sobre Ti, y que la virtud del Altísimo te cubrirá con su sombra, a fin de que des a luz sin peligro de tu virginidad. Ya la puerta del cielo, cerrada en otro tiempo por Adán, comienza a entreabrirse; por ella ha salido este embajador celestial para venir a Ti. Mira que Dios está de pie en esa puerta esperando al Ángel; y, ¿Tú retrasas su partida?
"¡Oh, bienaventurada María!, el mundo cautivo implora tu consentimiento; ha hecho de Ti la garantía de su fe cerca del Señor, y te suplica que borres la injuria hecha a Dios por sus primeros padres... Di que sí, y el cielo se nos abre... Tu seno virginal es el santuario donde Dios ha preparado las bodas de su Hijo; y en el gozo de la fiesta nupcial quiere perdonar sus culpas al mundo pecador. Y tú, embajador del gran Rey; tú, confidente de los secretos divinos, que has descendido del palacio de la Majestad soberana para anunciar el perdón a los culpables, la vida a los muertos, la paz a los cautivos, insta, insiste con la Virgen. Tus compañeros se llenarán de alegría, si llevas a feliz éxito el negocio del mundo. La espada de nuestro pecado nos ha separado de vosotros; por uno de vosotros se está tratando del asunto de nuestra salud. Mira en qué horrible prisión estamos encerrados, y repite otra vez a María: ¿Por qué, pues, ¡oh, Virgen!, detener a un mensajero que arde en deseos de partir? De nuevo te lo digo: ¿no ves al mismo Dios en expectativa desde la antesala del cielo? Di una sola palabra y recibe por hijo al Hijo de Dios... Abre tus entrañas, ¡oh, siempre Virgen! En este momento tienes en tus manos los destinos de la Creación, a tu fe pertenece el abrir el cielo o cerrarlo para siempre" (Serm. 120. In Nativ. Dom. 4, n. 7. append. serm. S. August. P. L., XXXIX, 1986. igual en el serm. 194, n. 3. Ibid., 2105).
Y María responde: "Ecce ancilla Domini; hágase en mí según tu palabra. Consiento en ello; que descienda a su humilde esclava el Esperado de las naciones, el Deseado de los collados eternos, el Príncipe del siglo futuro, el Ángel de la nueva alianza, el Redentor del mundo y mi Salvador." Entonces suceden a las invocaciones ardientes acciones de gracias más ardientes todavía, y exclaman los Padres: "¡Oh, Virgen bienaventurada!, ¿quién podrá jamás ofrecerte suficientes alabanzas y gratitud a Ti, que por un tan admirable consentimiento has librado al mundo? ¿Con qué homenajes te pagará la humana fragilidad ese piadoso comercio que nos ha vuelto a abrir la puerta de los cielos? Recibe nuestras acciones de gracias, por débiles y desproporcionadas que sean ante el mérito tuyo; y, recibiendo nuestros votos, dígnate con tus oraciones excusar nuestras faltas. Que nuestros clamores lleguen al santuario de la misericordia, y Tú, en cambio, envíanos el antídoto de la reconciliación..." (Serm. 194. n. 5, serm. S. August. P. L. XXXIX, 2106. Se encuentra también esta oración y las súplicas dirigidas a María en un sermón comúnmente atribuido a San Fulberto de Chartres, serm. 9, de Annunc. Dom., n. 3. P. L., CXLI, n. 337, sq. Uno y otro sermón contienen también la oración litúrgica "Sancta María, succurre miseris, juva pusillanimes", etc.)
Augusto Nicolás tiene, sobre este asunto, una página de altos vuelos, tan llena de verdad, que merece ser citada toda entera, porque sería difícil el hablar mejor:
"Todas estas expresiones (las que ahora se han citado), por muy inflamadas que salgan del corazón de esos grandes santos, por muy inspiradas que estén en el genio de esos grandes hombres, se quedan muy por debajo de la simple e incontestable realidad. La sola exposición de esa realidad sobrepuja a todo. Representémonos, en efecto, no sólo la espera del Ángel, sino la espera del mundo después de cuatro mil años, y su extravío creciente, más determinante aún que su espera; las promesas de Dios, los votos de los patriarcas, las predicciones de los profetas, los suspiros de los justos, los gemidos del género humano; recordemos todos esos grandes nombres de Esperado de las naciones, Príncipe del siglo futuro, Ángel de la nueva alianza, Dominador de Justicia, Redentor, Salvador, bajo los cuales era el Hijo de Dios incesantemente prometido y llamado en todo el transcurso de las Sagradas Escrituras; y estos gritos de impaciencia santa: "¡Oh, si rompieses los cielos y bajases! ¡Envía, Señor, al que has de enviar! ¡Cielos, destilad vuestro rocío! ¡Ábrase la tierra y produzca al Salvador!" Y todas las figuras, y todos los preparativos, y toda la historia de la Religión, y todas las revoluciones de los imperios, y todo el movimiento universal calculado y dirigido, desde el origen del mundo, con la mirada fija en la aparición de la sabiduría eterna entre los hombres y en su unión con la obra de sus manos. Representémonos, por otro lado, todos los siglos futuros que debían salir de este gran acontecimiento y fecharse desde entonces, la renovación del mundo, la destrucción de la idolatría, la predicación apostólica, la formación del Cristianismo y su progreso civilizador, bajo el reino del Evangelio y de la Iglesia, desde ese tiempo para siempre. No es esto todo; aparte de estos intereses del tiempo, miremos los de la eternidad, el gozo de los ángeles, la ruina de los demonios, la libertad de los justos, la conversión de los pecadores, la salud de los elegidos, el honor de la Creación, la gloria de Dios, la consumación de todas las cosas en su unidad divina, los destinos del cielo y de la tierra, el Plan divino: todo esto, repetimos, vino a caer, por decirlo así, sobre María, sobre su humildad, sobre su virginidad, sobre su fe; y todo se encuentra como detenido por su Quomodo fiet istud?, y determinado por su fíat.
"He aquí la realidad, no amplificada, sino encerrada en términos insuficientes a su sublimidad. Y, según convenía a tal sublimidad, todo se dice y se hace con una inefable sencillez. Y María dice: "He aquí la esclava del Señor. Hágase en mí según tu palabra"; y el Ángel se retiró".
La Virgen María según el Evangelio, c. 8; la Anunciación, pp. 209. 210; de Augusto Nicolás
Los griegos han descrito, con no menor insistencia que los occidentales, esta universal expectación del concurso de la Virgen en la redención del mundo. Daremos, por ejemplo, estos fragmentos de un discurso de Santiago el Monje sobre la Natividad de la Santísima Virgen María, Madre de Dios. Primero recuerda el orador nuestra caída y la promesa de un Libertador: "Dios Creador nos había sacado de la nada por su pura bondad; nos había colocado en un paraíso de delicias, con orden de vivir en él ocupados en obras santas; y nosotros, arrastrados por un consejo funesto, nos rebelamos contra sus órdenes, llamando así voluntariamente a la muerte sobre nuestras cabezas. Sin embargo, el Creador nos había prometido la libertad, y debía llegar algún día; el tiempo esperaba instrumentos aptos para ejecutarla. Ahora bien; las generaciones sucedían a las generaciones: las profecías no cejaban de renovar las promesas; patriarcas y justos no vivían más que de esperanzas. Abraham había pasado: sus hijos le habían seguido al sepulcro, todos iniciados bajo el velo de los símbolos en el gran acontecimiento de la liberación futura, y fijando sus ávidas miradas en el acontecimiento tan esperado. Moisés, el admirable, a vista de las figuras que le representaban el misterio, esperaba ver cumplirse en su tiempo las divinas promesas. La esperanza estaba también en el desierto; los jueces vivieron esperando; Samuel recibía las comunicaciones divinas; Daniel repetía que los días estaban cercanos y el coro de profetas anunciaba claramente que Cristo estaba a las puertas, y todos, sin embargo, se iban frustrados en sus aspiraciones. Es que el tiempo definido por Dios no había venido aún, ni los instrumentos, dignos de concurrir a la liberación, estaban bastante preparados."
A este cuadro de la expectación universal entre los vivos sucede otro cuadro. El orador nos transporta a los sombríos lugares donde descansaban las almas de los justos. Allí los prisioneros elevaban una súplica perpetua hacia el Salvador que había algún día de manifestarse a los que estaban sentados en las sombras de la muerte. Fijos los ojos en el Redentor futuro, pedían la libertad. Y cuando llegaban nuevos cautivos, aquellos que de tantos años atrás los habían procedido, les preguntaban ansiosamente: "¿Sabéis algo del Redentor? El Sol de Justicia que debe iluminar nuestras tinieblas, ¿no ha revelado con algunos rayos hu próxima aparición en el mundo? ¿No habéis visto en la tierra alguna señal cierta de su Encarnación? ¿Está ya edificada su santísima morada, la que hemos predicho en espíritu? ¿Se ha desplegado ya la nube luminosa de donde ha de llover el rocío que apagará el fuego de nuestras perpetuas angustias, el agua saludable que volverá los muertos a la vida? ¿Está ya erigida la escala misteriosa por donde el Roy de las celestiales virtudes descenderá hasta nuestras profundas regiones? (Gen., XXVIII, 12) ¿Habéis visto enhiesto el candelero sobre e1 cual será llevada la luz de Cristo? ¿Qué sabéis de esa Puerta inviolada por donde nadie puede pasar, sino el Poderoso, el Fuerte, que quebrantará las puertas del infierno y nos librará? (Ezech., XLIV, 1.) ¿Os han hablado del verdadero tabernáculo y del glorioso lecho del Esposo? ¿Está preparada la mesa donde se servirá el pan vivo y vivificante? ¿Está dispuesto ese altar de oro sobre el cual arderá el carbón divino para consumir el pecado, y embalsamarnos con los suaves perfumes de la resurrección? (Psalm., CIX, 4) ¿Está ya forjada la mística tenaza? (Is., VI, 6) ¿Están escritas las tablas del Nuevo Testamento? ¿Tenéis de todo esto noticia cierta? ¿Nos anunciáis ya la libertad tan largo tiempo esperada? Por favor, dadnos algunas prenda de alegría a nosotros, que tanto necesitamos de consuelo. Tales eran las continuas preguntas de los justos y de los Profetas."
Y todos juntos se volvían al común Redentor: "Señor —le gritaban—, inclina los cielos y desciende. Ven a vengar la injuria hecha a la obra de tus manos y a cumplir las misericordiosas promesas reveladas en otro tiempo a tus siervos... He aquí, Señor, que tu obra está entregada a la más cruel de las tiranías; la muerte destruye la obra de tus manos divinas, y nosotros gemimos en estos sombríos calabozos. No hay esperanza de salvación, a menos que vuestra soberana misericordia no os incline hacia nosotros; y todos estos cautivos eternos tienen sed, esperan esta venida... ¡Ven, pues, oh Señor!... ¡Ven, gozo tan deseado!... Haz lucir sobre nosotros los rayos de tu luz, ¡oh Sol de Justicia!... Revestios de nuestro barro corruptible, a fin de obrar en él y por él nuestra liberación y la derrota ignominiosa de nuestro enemigo... Envía al fin Aquella que has predestinado como la mediadora de nuestra reconciliación. Dad al mundo la oveja inmaculada de la cual has de recibir la lana de nuestra naturaleza, para mostrarte como el más hermoso de los hombres, a nosotros, que gemimos en estas tinieblas. Bien lo sabes, Señor, por inspiración tuya la hemos anunciado en tantas profecías y bajo tantas formas. La esperamos, y la llamamos como la prenda segura de nuestra libertad. Por Ti la hemos anunciado como el honor de nuestra raza, la gloria de la humana naturaleza, la esperanza segura de nuestra resurrección..." Así hablaban estos justos, así se les veía implorar la venida del Dios Salvador.
Y el primer padre, reconociendo que él era la causa primera de sus males, mezclaba pus gemidos con los de ellos, y sus oraciones con las oraciones de todos sus descendientes. Omitimos estas largas súplicas que el orador concluye con un himno de triunfo: "Por fin, exclama, hoy, en este día del nacimiento de la Madre de Dios, el gozo remplazaba a la tristeza, y la acción de gracias a los gemidos. He aquí que ha aparecido la esposa virgen; he aquí que está preparado el Palacio, el templo santo e incomprensible del Rey Jesús... He aquí que se ha abierto el abismo de los bienes, y que los arroyos de la misericordia comienzan a derramarse en la tierra. He aquí que los valles racionales producen cosecha de virtudes. Las puertas del reino van a abrirse y el cielo y la tierra se abrazarán. Y el cielo y la tierra, y todos los gloriosos muertos, patriarcas, profetas y justos del Antiguo Testamento se unen para celebrar este nacimiento, arras, prenda y mediador de la universdal libertad" (Jacob. Monach., in Nativ. SS. Deiparae. P. G., CXXVII. 568, seq., las mismas ideas se hallan, pero con más sobriedad en un discurso de San Proclo, de Laudibus SS. Mariae, n. 7 P.G., LXV, 688) 

Hasta ahora hemos acudido a la autoridad de antiguos doctores. Gustoso será escuchar, sobre el mismo asunto, a los dos príncipes del púlpito del siglo XVII, Bossuet y Bourdaloue.
"He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra." De esta palabra de María dependía el cumplimiento del glorioso misterio que celebramos. Este consentimiento era, en el orden de los decretos de Dios, una de las condiciones requeridas para la Encarnación del Verbo; y he aquí, amados oyentes míos, la obligación esencial que tenemos con esta Reina de las Vírgenes, puesto que es de fe que por Ella nos ha sido dado Jesucristo y que a Ella debemos este Dios Salvador (Bourdaloue, serm. de la Annunc., exord.).
Hemos podido reconocer el estilo grave y ponderado de Bourdaloue.
Véase ahora a Bossuet, con su decir grandioso:
"Hay que añadir que Dios, habiéndola llamado a ese glorioso ministerio (de Madre de Dios), no quiso que fuese un simple canal de tamaña gracia, sino un instrumento voluntario que contribuiría a la gran obra, no sólo por sus excelentes disposiciones, sino también por un movimiento de su voluntad. Por esto el Padre Eterno le envió un Angel para proponerle el misterio, que no se terminaría mientras Ella permaneciese indecisa, de tal suerte que esta grande obra de la Encarnación, que tiene en expectación desde tantos siglos a la Naturaleza, cuando Dios resolvió el cumplirla quedó todavía en suspenso hasta que la Virgen consintió en ella; ¡tanta falta nos hacía que María deseara nuestra salud!" (serm. de la Devoc. a la Sma. Virgen, primer punto).
A todos estos testimonios júntase uno más reciente, que nos pesaría grandemente el omitir. León XIII nos lo ofrece en una de sus Encíclicas sobre el Rosario: "Conviene —dice a los fieles del mundo entero—, conviene escudriñar con religioso respeto los consejos de Dios. Su Hijo Eterno había resuelto tomar la naturaleza humana para rescatar al hombre y ennoblecerlo y, por consiguiente, contraer una mística unión con el género humano todo entero. Pero este designio de misericordia no quiso cumplirlo sin que precediese el libérrimo consentimiento de la Madre predestinada, que representaba en su persona al mismo género humano, según estas palabras, tan verdaderas y tan bellas, de Santo Tomás: Per annunciatonem expectabatur consensus Virginis loco totius humanae naturae (3 p., q. 80, a. 1).
He aquí lo que dice nuestro gran Pontífice; y añade esta consecuencia, que más tarde desarrollaremos: "De donde podemos afirmar, con derecho y verdad, que por voluntad de Dios todo, en absoluto, de ese inmenso tesoro de gracias traído por el Señor (Joan., I, 17) no es comunicado y dado por María. Así como nadie puede ir al Padre sino por el Hijo, así casi (ita fere) nadie puede acercarse al Hijo sino por su Madre" (Leo XIII, encycl. Octobri mense, 22 sept. 1891).
Pensamientos son estos tan familiares a León XIII, que no se cansa de repetirlos en sus Encíclicas: "Imposible imaginar —escribe— que nadie jamás, ni en el pasado ni en el porvenir, haya procurado con tanta eficacia como la Santísima Virgen el reconciliar a Dios con los hombres. ¿Quién sino Ella ha hecho descender al Salvador en medio de los hombres, que se arrojaban a su eterna perdición, entonces, cuando en nombre de toda la naturaleza humana, loco totius humanae naturae, dió su admirable consentimiento al anuncio del sacramento de paz, traído por el Angel a la tierra? ¿No es de Ella de quien ha nacido Jesús; de Ella, la verdadera Madre, digna por este motivo de ser la Mediadora siempre atendida cerca del Mediador?" (Leo XIII, encycl. Fidentem piumque, 20 sept. 1896). 

III. ¡Cómo!, se dirá tal vez, ¿es preciso que la ejecución de un misterio predestinado por el cielo antes de todos los siglos, y tantas veces anunciado desde el origen del mundo, dependa de una voluntad libre que no sea la de Dios? Que se le ocurra a la criatura rehusar el asentimiento que se le pide y que se deje a su voluntad, y los designios de Dios serán estorbados; sus profetas, convencidos de mentira, y la esperanza de la Creación toda entera, reducida a la nada. ¡Temor vano, aprensiones inútiles! ¡Sí!, el cumplimiento del gran misterio depende del consentimiento de María; no de un consentimiento forzado, como sería el de un esclavo, sino de un consentimiento de beneplácito, dado espontáneamente. Pero no se crea que por eso están en peligro los divinos consejos, o es incierta la redención. Tales eran, en efecto, las disposiciones interiores de María, que ese consentimiento no podía ser dudoso, siendo así que se le presentaba como la condición necesaria de la Encarnación del Verbo y de nuestra Redención. "Es que, en efecto —dice San Bernardino de Sena—, la gracia de su primera santificación la impulsaba con ímpetu ardiente a desear esta inestimable gracia. Deseaba con sus más ardientes anhelos el misterio que debía operarse en Ella. Hubierais visto todos los suspiros de esperanza, todos los votos, todas las plegarias que brotaron del corazón de los patriarcas, de los profetas y de todos los santos de todas las edades, afluir en cierto modo a su corazón para concentrarse allí en un solo suspiro, en una sola oración en un solo voto de un ardor y de una intensidad sin igual. No que Ella se creyera digna de recibir al Hijo de Dios en su propia carne: la misma gracia de santificación que la había llenado de toda virtud le inspiraba una humildad tan profunda, que jamás persona alguna gustó como Ella la nada de la criatura; nadie se anonadó como Ella bajo la voluntad de la Majestad divina" (San Bernardin. Sen., serm. 4, de Immac. Concept. B. V., a. 1, c. 3. Opp. t. IV, p. 87)
Y he aquí por qué la salud del mundo, entregada a la voluntad de esta Virgen bendita, no podía quedar, ni quedaba, en suspenso.
Por otra parte, y ésta es una doctrina general, Dios, teniendo todas las cosas en su presencia, tiene también los corazones de 1os hombres y los vuelve e inclina adonde quiere y como quiere, porque posee industrias admirables y omnipotentes para llevarlos libremente, pero infaliblemente, a cumplir sus designios. Y aun cuando la ejecución de su gran decreto esté como suspensa del acto contingente de una criatura, todo se hará como Él lo ha resuelto en su infinita misericordia.
Y si buscáis la última razón, es que Dios, antes de formar sus decretos, si es que podemos hablar así tratándose de cosas eternas, sabía, en su presciencia infinita, con qué atractivos victoriosos podía inclinar infaliblemente el corazón de la Virgen, sin atentar contra su libertad.
Podrían fácilmente multiplicarse las aplicaciones de la misma doctrina. Es un artículo de nuestra fe que la Iglesia permanecerá hasta el fin de los siglos una, santa, católicica apostólica, y, por consiguiente, nada más cierto que esta permanencia. Y, sin embargo, depende del libre consentimiento de los hombres. Dios no obliga a la fuerza, ni a los miembros de la Iglesia para que sean fieles a su fe, ni a los pastores para que mantengan la constitución dada por Cristo. ¿Cómo se hará esto? Los espíritus y los corazones están en la manos de Dios. Un Papa, los Obispos reunidos en Concilio deciden libremente definiciones sobre la fe. ¿Por qué no pueden traicionar la verdad divina dando resoluciones erróneas? Igual respuesta, igual solución. Es también nuestra solución y nuestra respuesta cuando se trata de conciliar la libertad del consentimiento de la Santísima Virgen con el inefable decreto de la Encarnación.
J.B. Terrien S.J.
LA MADRE DE DIOS Y MADRE DE LOS HOMBRES

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