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miércoles, 24 de octubre de 2012

MARÍA EN EL CALVARIO

Explicación de los principales motivos que exigían que la Virgen Santísima participase de "hecho" en la Pasión de su Hijo, para que su maternidad de gracia tuviese su último complemento.

De las consideraciones desarrolladas en los tres últimos capítulos se desprende clara y cierta una doble conclusión. Y es: que la gloriosa Virgen, por la inmensidad de sus méritos y por su concentimiento en la Encarnación del Verbo, ha sido hecha doblemente Madre: Madre de Dios, pues ha concebido al Hijo de Dios encarnado en sus virginales entrañas; Madre de los hombres, porque dar el Salvador al mundo y, sobre todo, darlo de esa manera, ora darle, en El y por El, la vida sobrenatural, el ser de gracia que hace de nosotros hombres nuevos.
Sin embargo, para que María sea completamente nuestra Madre, no le basta ni haber merecido su fecundidad divina, ni haber libremente dado a luz al Autor de la gracia y de la vida. Es menester que suba al Calvario con su Hijo, que tenga su parte única en la Pasión del Redentor de los hombres. Con esta condición solamente oirá de labios de Jesús Crucificado las palabras que promulgan auténticamente su maternidad espiritual y que le dan a todos los hombres por hijos.
He aquí lo que vamos a exponer ahora, y, para hacerlo con orden, diremos primero las razones que hacían necesaria la participación de la Virgen en la inmolación sangrienta del Salvador, a fin de que fuese con toda verdad nuestra Madre en el orden de la gracia; en los capítulos siguientes mostraremos con qué perfección se realizaron en Ella las condiciones que, según los designios de Providencia, debían ser el coronamiento de su maternidad.

I. Entre las causas por las cuales debía la Bienaventurada Virgen acompañar a su Hijo en el Calvario, a fin de tener allí el complemento y la consagración de su maternidad espiritual, nos parece que podemos señalar, por lo menos, cuatro o cinco principales, abstracción hecha de varias otras que vienen a agruparse en ellas.
La primera se desprende de lo que sucede con su Hijo, Nuestro Señor y Redentor. Leed las homilías de los Padres sobre la concepción o sobre el nacimiento del Verbo Encarnado, y hallaréis siempre y en todas partes magníficamente celebrada nuestra libertad. La paz se ha firmado entre el Cielo y la Tierra; la gloria de Dios está reparada; las fuentes de la vida divina se han abierto para los hombres. Por eso los ángeles cantan en los aires un cántico de alegría: "Gloria a Dios en las alturas, y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad." Y la tierra responde con su gozo a los cantares angélicos; ha conocido a su Libertador, y los pastores le han adorado como tal en su nombre. ¿Cómo el mundo entero no había de salir de su larga tristeza, puesto que el Mediador había venido, puesto que en su Persona Dios es hombre, y el hombre, Dios?
Por otra parte, las Sagradas Letras, con los Padres y los Doctores apoyados en ellas, nos aseguran que, mientras Cristo no haya sufrido, mientras el Cordero de Dios no haya sido inmolado, ni la reparación del ultraje hecho a Dios por el pecado del hombre es perfecta, ni la alianza entre el Cielo y la Tierra está completamente restablecida, ni el género humano totalmente rescatado de la servidumbre (
Hebr., IX, X).
Porque por la sangre de la Cruz ha pacificado Cristo todas las cosas en la Tierra y en los Cielos (
Coloss., I, 20); en el Calvario es donde ha anulado la sentencia de nuestra condenación, clavándola en su patíbulo (Coloss., II, 14); por la preciosa sangre de Cristo, como del Cordero puro y sin mancha, hemos sido rescatados (I Petr., I, 18); es, en fin, por la actual oblación de su Cuerpo como Jesucristo ha consumado para siempre a los santificados (Hebr., X, 14).
Así lo había anunciado el Profeta Isaías cuando, describiendo con ocho siglos de anticipación la Pasión de Cristo, decía: "Si diere su vida por la expiación del pecado, tendrá una raza inmortal" (
Isa., LIII, 10). Y el mismo Salvador, hablando de su propia muerte, había dicho de Sí mismo: "Si el grano de trigo que cae en la tierra no muere, se quedará solo; pero si muere, llevará muchos frutos" (Joan., XII, 24 y 25).
¿Cómo resolver esta aparente contradicción? De un modo muy sencillo. ¡Sí!, en el Calvario, y por sacrificio sangriento que hizo allí de Sí mismo, es como Jesús nos ha libertado y salvado. Allí solamente fue pagado el precio de las gracias de reparación y salud que debían derramarse sobre los hombres. Pero esta reparación y esta paga comenzaron al entrar Jesucristo en el mundo. San Pablo nos lo advierte en su Epístola a los hebreos: "Entrando en el mundo, dijo: No has querido las hostias, ni la oblación; pero me has formado un cuerpo. Los holocaustos por el pecado no te han agradado. Entonces he dicho: Heme aquí: vengo a cumplir tu voluntad..., y en esta voluntad hemos sido santificados por la inmolación del Cuerpo de Cristo, hecha una sola vez" (
Hebr., X. 5-15).
Tal es el plan divino de la Redención; tal el orden con el cual se desarrolla. La reparación comienza con la existencia de Cristo: está hecha ya en principio por la voluntad con la cual se ofrece como víctima a su Padre. Pero el supremo complemento está en la Cruz. Ser concebido, nacer, crecer, inmolarse es para Cristo como un solo y mismo acto de Redentor y Salvador. El sacrificio cruento presupone lo que antecede, y lo que antecede está ordenado por los decretos del Padre y la inmutable aceptación del Hijo al mismo fin, la salud del hombre. Cada suspiro del Verbo Encarnado, cada una de sus menores operaciones, cada uno de sus actos era de tal precio, que podía por sí solo constituir una satisfacción sobreabundante a la justicia divina. No había ofensa que aquel acto, que aquel suspiro no bastase a reparar; ni grado de gracia, de gloria y de vida que no bastase a pagar, no sólo para un hombre, sino para una multitud creciente hasta lo infinito.
Pero, lo repetimos, consejo era de Dios Padre y voluntad del Hijo que la vida entera de Cristo y la muerte sangrienta que la terminó fuesen indivisiblemente el rescate y la salud del mundo. Era menester que el hombre sintiese, ante el espectáculo de un Dios sufriendo tan largas e increíbles pruebas, cuánta era la grandeza, todavía más increíble, de sus ofensas a la Majestad divina y del amor de Dios hacia él. Y he aquí por qué la Sagrada Escritura puede atribuir los bienes inestimables de la Redención, ya a la Encarnación, ya a la inmolación de Dios hecho hombre. A la Encarnación, porque, además de que es la Redención comenzada, va con todo su peso hacia el sacrificio del Calvario, puesto que Cristo nace mortal para morir; a la inmolación cruenta, puesto que a ella pertenece el completar el precio.
Apliquemos a María las mismas reglas, y comprenderemos por qué su maternidad espiritual no puede ni debe tener su consumación sino al pie de la Cruz, en que Jesús nos rescata y nos vivifica con su sangre. Es verdad que la concepción de Dios Salvador la consagró Madre nuestra, porque, dándonos a este Señor como Salvador, nos da en El al Autor de la salud y al principio de toda vida sobrenatural; pero, sobre todo, porque su unión con Jesús en ese primer misterio significa para Ella la unión en todos los demás misterios, cuyo término final es la Cruz.
No están estas afirmaciones basadas en el aire ni carecen de sostén en la continuación de los hechos evangélicos. Ya hemos dicho cómo en Jesucristo todo confluye, por voluntad del Padre y por la suya, hacia la Pasión consumada. El autor de los Ejercicios espirituales tiene sobre este asunto un pensamiento no menos sólido que admirablemente profundo, dentro de su brevedad: "Miraré — dice, hablando de la Natividad del Señor— y consideraré lo que hacen Nuestra Señora y San José, cómo se ponen camino, cómo sufren mil pruebas, a fin de que el Señor nazca en una extrema pobreza, y que después de tantos trabajos, sed, hambre, frío, oprobios e ignominias, muera, por último, en cruz; y todo esto por mí" (
San Ignat., Exercit. spir., 2° semana contemplación de la Natividad).
Tal es la consecuencia de la ofrenda inicial que Cristo hizo de Sí mismo a su entrada en el mundo. Tal debe ser, igualmente, la consecuencia de la oblación que precedió en la Virgen Madre a la del Verbo Encarnado, cuando pronunció su primer fiat. Entrad, en el día de la Natividad, en el corazón de la divina Madre, y encontraréis en él la ofrenda renovada, como se renueva más ardientemente aún en el corazón del Hijo.
Por eso en cuanto fué Madre, tuvo algo de sacerdote y de altar. De sacerdote, puesto que ofrece en su corazón la victima de la salud; de altar, puesto que esta víctima reposa en sus manos, cuando Ella une su propia ofrenda con la suya... Vemos en Ella un cielo y un trono; pero más aún la cruz, cuya figura representa sus brazos extendidos bajo la sagrada carpa. "Maria sacerdos pariter et altare quae... dedit nobis coelestem panem Christum in remissionem peccatorum... Dico enim illam esse coelum, thronum simul et crucem: extendens enim sacra brachia. Dominum portavit thronus cherubicus, cruciformis, et coelestis." Existiniat. Epiphan.. hom. 5, in Laudes S. M. Deip. P. G., XLIII, 497. 

El uno y la otra la confirman en el misterio de la Circuncisión; el Hijo, sacrificando a su Padre las primicias de su sangre; la Madre, dando con plena conciencia a ese Hijo el nombre revelado del Cielo, ese nombre de Jesús, que contiene en germen todos los dolores y todas las gracias de la Pasión.
He aquí ahora que Jesús, en la ceremonia de la presentación en el templo, va a confirmar públicamente, a la faz del mundo, la donación que tiene hecha hasta entonces en el secreto de las entrañas maternales y del hogar doméstico. "Sabemos —dice Bossuet— que el primer acto de Jesús, al entrar en el mundo, fué entregarse a Dios y ponerse en lugar de todas las víctimas, de cualquier género que fuesen, para cumplir su voluntad en todo. Lo que hizo en el seno de su Madre por la disposición de su corazón, lo hace hoy realmente presentándose en el templo y entregándose al Señor como una cosa que le pertenece" (
Élévat. sur les mysteres, 18 sem., 3° elevat. Véase también el exordio del primer sermón sobre la Purif. (Cuaresma del Louvre, 1662)).
Pero, ¿cómo va a ratificar esta ofrenda por Sí mismo? Entre los brazos y por las manos de su Madre. Ella es la que lo presenta y lo entrega 
No hay nadie como los Santos para entrar en las profundidades de esos misterios, sencillamente y sin esfuerzos. "Llegan al altar —escribe uno de ellos- la Virgen cae de rodillas, abrasada con más ardor que los serafines del cielo. Tiene a su Niño en las manos, y ofreciéndolo a Dios como una hostia de muy agradable olor, hace esta oración: "¡Oh Padre Todopoderoso, recibe la oblación que te presenta esta tu esclava, por todo el Universo; recibe este Hijo, que es de los dos, mío en el tiempo, tuyo en la Eternidad. Te doy las  mas fervientes acciones de gracias por haberme elevado hasta ser Madre de Aquel mismo de quien Tú eres el Padre. Recibe de manos de tu esclava esta Víctima santísima. Este es el sacrificio matutino que se convertirá más tarde, en los brazos de la Cruz, en sacrificio vespertino. Padre bondadosísimo, echa una mirada favorable sobre mi ofrenda y considera por quién te la ofrezco. ¿Qué ofensa, por grave que sea, habrá cometido el mundo contra Ti, Señor; qué crimen, por más espantoso que lo haya perpetrado, que no pueda ser expiado con este sacrificio?" (S. Thom. a Villan., Serm. de Purif. B. M. V., 1 part.).
Y no creáis que Ella ignora todo el alcance del Misterio y que, por consiguiente, no esté perfectamente conforme con los sentimientos de la inocente víctima. Ha recibido tanta luz sobre el sentido más profundo de las Escrituras, que no puede dejar de entender plenamente el significado de la ceremonia que cumple delante de Ella. Aquellos primogénitos ofrecidos a Dios como su propiedad especial representaban al Primogénito del Padre, hecho hombre para la glorificación de ese mismo Padre; es decir, el Primogénito de María. Su ofrenda profetizada está, así como la inmolación del Cordero de Dios, que quita los pecados del mundo. Jesucristo, pues, ofreciéndose aquel día a su Padre, ratifica solemnemente, a la faz del cielo y de la tierra, lo que simboliza la ceremonia mosaica, y, por consiguiente, se entrega todo entero, de una manera más clara y manifiesta, a la obra de reparación sangrienta exigida por la justicia del Padre. Los judíos carnales no consideraban más que el exterior de aquellos sagrados ritos, incapaces, por su rudeza, de penetrar su íntima significación. Pero sería como una blasfemia el atribuir semejante ignorancia a la Mujer espiritual por excelencia; es decir, a la Virgen, Madre de Dios.
Ahora bien; para apartar de Ella toda ocasión de equívoco, mejor dicho, para que nosotros mismos entremos más seguramente en el sentido más recóndito de la ofrenda exterior, he aquí que viene el santo anciano Simeón, conducido por el mismo Espíritu Santo; recibe el Niño de manos de su Madre, como para tomar posesión en su nombre de la Humanidad, y lo proclama en alta voz el Salvador prometido desde el origen de los siglos; pero un Salvador que será de tal modo objeto de contradicción, que una espada de dolor atravesará el corazón de la Madre.
Y, cosa digna de notarse, José estaba allí, con María, presentando a Jesús al sacerdote, y sólo a María se dirige proféticamente Simeón. ¿Por qué razón, sino porque Ella sola estaba llamada a la comunión del gran sacrificio, por su destino de Madre? José puede morir antes de la última realización de la ofrenda; en cuanto a la Virgen, es preciso que permanezca hasta el fin, puesto que la espada, para abrir en el corazón del Hijo las fuentes del Salvador, deberá pasar por el corazón de la Madre, Que la Oveja, racional, como la han llamado los Padres, tome de nuevo su Cordero. Se lo devuelven, pero ofrecido, aceptado y públicamente consagrado. Ella debe alimentarlo y cooperar con sus cuidados a su crecimiento hasta que la hora de la ofrenda definitiva llegue para Ella y para El.
¿No veis en todo eso que le sucede a la Madre lo mismo que al Hijo? Para El, la concepción, el nacimiento, la circuncisión, la presentación en el Templo; todos sus misterios, en una palabra, aun cuando sean la Redención comenzada, son más todavía compromisos para completar la oblación final, que será la Redención consumada. Si, pues, María debe ser la Madre de los redimidos, como Jesucristo es el Salvador y el Padre, es menester que lleve, en cierto modo, su ofrenda hasta donde El llevará la suya, esto es, hasta el Calvario. Pararse antes sería no hacer sino a medias también esa gran labor que da a Dios hijos adoptivos.
Imaginaos un cristiano que haya dado el pan y el vino del sacrificio; suponed más: que sea padre del sacerdote que lo va a ofrecer y que, lo mismo que la madre de Samuel, le haya consagrado de su voluntad al Señor. Este fiel, para tener la primera parte en la ofrenda de la Víctima santa, después del sacerdote y de la Iglesia, de la cual es ministro ese sacerdote, deberá unirse con el espíritu y el corazón a la celebración del sacrificio. Así debemos juzgar a María. Ciertamente, no lo ignoramos. Ella hizo más, aun prescindiendo de su presencia al pie de la Cruz, que dicho cristiano. No ofreció Ella la materia remota del sacrificio, sino la víctima misma; no es una consagración como la de aquel sacerdote la que Ella ofreció, puesto que concibió libremente al Soberano Sacerdote como tal y como Víctima, y no lo aceptó por Hijo, sino con este título. Y no es menos verdad que su ausencia del Calvario en el momento de consumarse la oblación de la Víctima Santa rompería la cadena con los otros misterios, y si no llegaría a neutralizar del todo, por lo menos disminuiría grandemente su concurso en la obra redentora y, de consiguiente, sus derechos a la maternidad espiritual.

II. A esta razón fundamental que reclama la presencia de la Virgen Santísima en el Calvario júntase otra no menos apremiante. Ya lo hemos meditado más de una vez: la redención, según el plan divino, debe ser el desquite del drama del Paraíso terrenal. Por consiguiente, hacen falta los mismos actores, pero contrarios. Satán, el tentador, estará allí. Esto significan las palabras dirigídas  por el Salvador a los judíos que venían a prenderle: "He aquí vuestra hora y el poder de las tinieblas" (Luc., XXII. 53). Y estas otras, con las cuales acaba el Evangelista el relato de la tentación de Cristo en el desierto: "Y el diablo se retiró por cierto tiempo" (Luc., IV, 13).
El nuevo Adán helo aquí en la persona del Salvador. Vemos también un árbol: el árbol de la Cruz. Hace, pues, falta que la mujer esté presente también en la escena, porque no es bueno que el hombre esté solo (
Gen., IV, 18). Y, ¿cómo estará presente, si la Mujer predestinada para ser la enemiga perpetua de la serpiente infernal no está junto al árbol de donde penderá el fruto de la vida? Y no basta la presencia de María. Porque Eva tuvo parte en la desobediencia, en la sensualidad y en el orgullo de su esposo; María, para que el contraste sea completo, tiene que participar de la obediencia, de los dolores y de las humillaciones de Cristo, y ser mutuamente el uno para el otro una causa de sufrimiento, así como el primer hombre y la primera mujer gustaron juntos del gozo criminal.
¿No es esto, por otra parte, lo que la historia evangélica, aun antes de comenzar el relato de la Pasión, nos hace claramente presentir? Desde su entrada en el mundo, no solamente se ofreció Jesucristo en sacrificio, sino que comenzó la expiación, y esta expiación la prosiguió tan constantemente, que toda su vida no fue sino un prolongado martirio. Y a fin de que sepamos que María debe ser su compañera inseparable en ese misterio de dolor, el Evangelio no cuenta las pruebas de Cristo sin mezclar con ellas el relato de las de su Madre Santísima. Entre sus brazos y sobre su corazón desgarrado derrama las primeras gotas de la sangre redentora; con ella sufre las primeras caricias de la más ruda pobreza; con Ella, y llevado por Ella, huye a Egipto. Pues, ¿y los dolores de esta divina Señora, cuando el Niño Dios la dejó por primera vez, a fin de ocuparse "en las cosas de su Padre", es decir, a fin de preludiar su misión de Salvador? ¿Y cuando, más tarde, entró en su vida pública, vida de sacrificios toda, de contradicciones y de privaciones de todas clases? Ya no estaba allí José para tomar parte en las penas de Jesús; pero, ¡cómo repercutían en el alma de María!
Los Santos nos muestran el recuerdo o, mejor dicho, la previsíón presentísima y clarísima de la Pasión sangrienta por la que tenía que pasar, siguiéndole por todas partes a Nuestro Salvador y haciéndole saborear por adelantado todas las amarguras del liz aceptado por el Hijo y preparado por el Padre. Pero también nos muestran a su Madre dulcísima llevando continuamente a sus labios el mismo cáliz. Conocía Ella sobradamente las Escrituras, y llevaba profundamente impresa la profecía de Simeón, y así no podía olvidar un solo instante con qué condiciones debía su Jesús ser el Salvador. Veía siempre la Cruz levantada. Sentía cada año, cada día, acercarse aquella hora en que Cristo sería entregado en manos de los impíos; veía aquel rostro, que es la admiración de los ángeles, obscurecido por los oprobios y la ignominia; aquellos pies y aquellas manos que ella había besado tan tiernamente, clavados en el madero infame; aquella carne, en fin, formada de su carne, herida, desfigurada, desgarrada hasta no tener apariencia humana (
Isa., LIII, 3, sqq.).
Sin duda que, como el mismo Jesús, en la parte superior del alma, llamaba y deseaba esta hora, porque traería la salud del mundo. Sin duda también, el espíritu de inmolación de que Ella estaba, como El, divinamente impregnada, la impedía sucumbir bajo el peso de tan vivas y terribles previsiones. Pero, ¿quién podrá negarle, aun desde entonces, el título de Madre de los Dolores que le ha puesto la piedad de sus hijos?
Por tanto, hay que convenir en que era de toda necesidad que la nueva Eva siguiese al nuevo Adán hasta la última etapa del sacrificio, y que después de haber estado siempre con El en las primeras expiaciones, estuviese también con El en la expiación suprema.
Para reconocer al Hombre en el árbol de vida tenemos que ver a la Mujer a su lado. En otros términos, sin salimos del mismo orden de ideas, la enemistad entre la mujer y la serpiente no se presentaría tal como lo había predicho el Génesis, si no encontrásemos a esta Mujer en el último acto del gran combate, en que la serpiente muerde el talón de aquel Hijo de la Mujer que le aplasta la cabeza.
Presentemos bajo otro aspecto estas verdades. La Sagrada Escritura cuenta de Salomón que habiéndose sentado sobre su trono real, hizo levantar otro para su madre, y la sentó a su derecha
(III Reg., II, 16). ¿No reconocemos en esa figura lo que debía verse en el Calvario? Allí contempló al verdadero Salomón, Rey pacificador y pacífico (Col., I, 20), sentado sobre un trono, es decir, sobre la Cruz; porque, verdaderamente, así es como reina, y en esta postura vendrán a adorarle todas las naciones ("Regnavit a ligno Deus").
Por corona, las espinas; por cetro en las manos, los clavos, en lugar del manto de irrisión que llevaba hace poco, una púrpura real formada de su propia sangre, que le cubre. Y para que no nos equivoquemos ni dudemos, leemos en el título, escrito bajo la dirección del Eterno Padre, puesto sobre El: "Jesús Nazareno, Rey de los judíos." 
Acercaos, hijas de Sión; venid, pueblos de la tierra, y contemplad a vuestro Rey. Vedlo aquí con todo el aparato de su triunfo sobre el diablo y sus ángeles: Ecce rex vester. En el último día volverá a bajar a esta tierra bañada con sus lágrimas, regada con su sangre. Volverá a bajar como Juez, en todo el esplendor de su poder y de su gloria, y la Cruz estará allí, porque por la Cruz ha reinado. Entonces también María se sentará gloriosa, a su derecha. De este modo, la antigua figura y la realidad que esperamos, nos dicen claramente una y otra que la Madre del Rey Salvador no podía estar ausente del Calvario, y que debía Ella también reinar al lado de Cristo triunfante en la Cruz.

III. Elevemos más nuestro pensamiento y consideremos a qué precio, Dios mismo, Padre del Primogénto, se hace nuestro Padre. No contento con juntar a su propio Hijo con hijos que adopta por misericordia, entrega ese Hijo a la muerte para dar a luz a los adoptivos. Y no somos nosotros quien lo decimos; Jesucristo mismo nos lo enseña en el Evangelio: "Tanto ha amado Dios al mundo, que le dió a su Hijo Unigénito a fin de que los que creen no perezcan, sino que tengan la vida eterna" (Joan., III, 15).
Y el Apóstol no hacía más que repetir las enseñanzas de su Maestro, cuando, tratando de nuestra adopción en Cristo, escribía a los cristianos de Roma: "Dios no perdonó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos, a fin de darnos todas las cosas en El" (
Rom., VIII, 32).
Ya lo veis: entrega su Unigénito a la muerte, a fin de vivificar a los hijos de adopción, y la misma caridad que lo sacrifica nos adopta y nos regenera.
¿Preguntáis cómo Dios Padre ha entregado su Cristo a la pasión, que nos vivifica? El Doctor Angélico responde "que esto se hace de tres maneras: Primero, porque en sus eternos decretos preordenó esta Pasión por la libertad del género humano, según esta palabra del Profeta: "Puso sobre Él las iniquidades de todos nosotros" y además: "el Señor ha querido triturarlo en la enfermedad" (
Isa., LII, 6, 10). Segundo porque la inspiró la voluntad de sufrir por nosotros, infundiéndole en el corazón una caridad inmensa; por esto leemos en el mismo texto de Isaías "que ha sido ofrecido porque quiso" (L. C. 7). Tercero, porque, lejos de protegerle contra sus enemigos, le abandonó Él mismo en sus manos; de aquí aquella queja filial del Salvador, colgando de la Cruz (Matth., XXVII, 46): "Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?" (S. Thom., 3, p., q. 47, a. 3).
He aquí cómo el Padre de Cristo Jesús se ha hecho nuestro Padre: estaba sobre la santa montaña, no para defender a la inocente Víctima; no para aplastar con su cólera a jueces, injuriadores y verdugos, sino para consentir en la inmolación, pacificar todas las cosas por la sangre de la Cruz (
Cor., I, 19; II Cor., V, 19) y adoptarnos como hijos, después de habernos bañado en aquella sangre divina.
Este mismo orden de providencia exige que María, la Madre de Cristo, tenga en el misterio del dolor una parte análoga al oficio que desempeña Dios Padre. Por consiguiente, lejos de asombrarnos o escandalizarnos de hallarla al pie de la Cruz, debería, más bien, sorprendernos el no verla allí; porque no podríamos explicarnos cómo Dios, que la tomó por Cooperadora en la primera preparación de la Víctima, no la tomase ya por asistente en la hora y para el acto en que la ofrenda debe ser consumada. ¿No sería esto rebajar en ese momento la maternidad espiritual, cuando la paternidad de gracia es más exaltada?
No digáis que, según este último punto de vista, María no debía. sufrir, puesto que la ofrenda del Padre y el abandono en que deja a su Hijo no turban en nada la eterna beatitud de su divinidad. Bossuet, a quien nada se escapa en las explicaciones que trae de esos altos misterios, ha dado el principio de la solución. Escuchémosle: "Debemos saber, hermanos míos, que hay dos alumbramientos en María. Ella dió a luz a Cristo; Ella dió a luz a los fieles; es decir, que dió a luz al Inocente, y dió a luz a los pecadores. Parió al Inocente sin dolor; pero debía dar a luz a los pecadores entre tormentos y gemidos. Por esto veo en el Evangelio que los pare en la Cruz, con el corazón lleno de amargura y destrozado por el dolor, y con el rostro cubierto de lágrimas" (
Bossuet, Serm. pour la fete du Rosaire, 2e. point. (Euvres orat., t. II, p. 358).
Y, ¿por qué esta diferencia entre Ella y el Padre, pues que ambos nos engendran mediante el Hijo de ambos? No es sólo porque la naturaleza del Padre es impasible, y la de la Madre, por su condición presente, está sujeta al dolor: es también porque se trata de engendrar culpables. Hace falta sangre, porque esta sangre reparadora no es derramada por Cristo en tanto en cuanto es Hijo del Padre. Él la ofrece como Hijo del Hombre, y, por consiguiente, la participación en los dolores de Cristo recae únicamente por este estilo sobre la Virgen Madre.

IV. Hay, además, para la Virgen Santísima una cuarta razón de su presencia en el Calvario, que se confunde, en cuanto a la substancia, con las anteriores. Cuando meditábamos las causas que hicieron necesario su consentimiento para la Encarnación hallamos que una de las principales se fundaba sobre el carácter mismo de la unión contraída en ese misterio entre el Verbo y la naturaleza humana. Hacía falta el consentimiento de las dos partes, y nadie como María podía representar a la Humanidad en aquel dichoso contrato. Ahora bien: en el Calvario va a consumarse el matrimonio misterioso de que la Encarnación fue prenda, o, mejor dicho, principio. En efecto; allí es donde la Esposa saldrá del costado abierto de Cristo, toda cubierta de su sangre divina, según nos lo enseña el Apóstol San Pablo, escribiendo a los efesios: "Cristo amó a la Iglesia hasta entregarse a Sí mismo por ella, a fin de hacerla parecer delante de Él como una Iglesia gloriosa..., Santa e inmaculada" (Eph., V, 25).
Allí es donde el Esposo derramará sobre su Esposa la plenitud de los dones y le confiará los tesoros de gracias adquiridas a costa de tan inefables sufrimientos. Y, como los designios de Dios son siempre los mismos, es necesario que la Virgen asista en persona a la conclusión de esta divina alianza y que tome en ella una parte igual a la que había tenido cuando la elaboración fundamental del contrato.
Además, notemos bien en el misterio de la Pasión que para la Iglesia es una misma cosa nacer y formar con Cristo el sagrado desposorio que debe unirla eternamente a su Esposo. ¿No es cierto que esto mismo exige, con doble título, la presencia y el concurso de María? Si la Iglesia que va a nacer es su hija, ¿cómo puede estar ausente en el momento mismo en que la Iglesia recibe su primera existencia? Y si es en este momento cuando la Esposa de Cristo perfecciona definitivamente con Él la santa y divina alianza, que entrega el uno al otro mutuamente, ¿no es de suprema conveniencia que la Madre común de ambos esté presente, también por este título, allí, en el Calvario, y que allí renueve el consentimiento que le fué pedido para la primera unión el día en que el Verbo se desposó con nuestra naturaleza?
Los pintores cristianos, desde los tiempos más antiguos, se complacieron en pintar dos mujeres de pie al pie de la Cruz. Una tiene los ojos vendados: es la sinagoga infiel, que, en su ceguedad, rechaza a Cristo y la salud que Él trae. La otra levanta un vaso para recibir la sangre que corre de las llagas del Salvador: es la Iglesia, o, mejor dicho, es María, el ejemplar y la representante de la Iglesia, que vivirá de esa sangre divina. Es justo, en efecto, que la Humanidad que, en el misterio de la Encarnación, ha dado su sangre a Jesús por medio de María, recoja de nuevo, por medio de María, esa misma sangre derramada por la salud del mundo (
Puédese referir al mismo simbolismo la tradición tan natural y propia que hace depositar en los brazos de María el cuerpo de Cristo bajado de la Cruz: porque este Cuerpo, todo sangriento y destrozado, es la salud de los hombres y la vida de la Iglesia).

V. No nos cansemos de ahondar en estos divinos misterios, pues es tan abundante y rica la doctrina que encierran. Es dicho común, en las obras que tratan de la perfección cristiana, que, viniéndonos todas las gracias por la Cruz, debemos, para recibirlas, participar efectivamente de la Cruz. "Fué preciso que Cristo sufriera —decía Nuestro Señor a los discípulos de Emmaús— y que entrara así en su gloria" (Luc., XXIV, 26). Ahora bien: la regla que Cristo ha seguido para Sí mismo, la impone a los miembros que se digna incorporar por la gracia a su persona mística: "Siendo hijos, somos herederos; herederos de Dios, coherederos de Cristo, si con Él sufrimos para ser con Él glorificados" (Rom., VIII, 17)."Si Dios os da mucho que sufrir, es señal que quiere hacer de vos un gran santo; igualmente si deseáis que Dios es haga un gran santo, rogadle que os dé mucho que sufrir. No hay leña mejor para sostener el fuego del amor que el leño de la cruz, ese leño de que el mismo Cristo se sirvió para ofrecer un sacrificio de infinita caridad. Toda la miel que se puede sacar de las flores y delicias del mundo, no tiene tanta dulzura como la hiél y vinagre de Cristo; llamo de este modo la amargura de los sufrimientos aceptados por amor a Cristo y en unión con Cristo." Máxima de San Ignacio de Loyola. Véase su vida por Bartoli, lib. V, c. B (traducción del P. Santiago Terrien).
 Un protestante ha escrito esta hermosa frase que se adapta a nuestro asunto: "Cuanto más los fieles entran en comunión de sufrimientos con Cristo, tanto más tienen sus sufrimientos una influencia saludable para el mundo, como demuestra la historia de los mártires y de los héroes cristianos" (Martensen, Dogmat. chrét., p. 293).
Claramente lo vemos: la gloria y, por consiguiente, la gracia tienen su principio y su medida en la cruz llevada por Cristo y en compañía de Cristo. He aquí por qué la da Jesús tan liberalmente a sus privilegiados, a aquellos, sobre todo, que quiere asociar a su obra de santificación. Si, pues, María había de ser la Madre de los hombres, es decir, no sólo la más rica en gracia, sino también, después de Jesús, el canal universal de la gracia, nadie en el mundo, después de Jesús, ha debido participar como Ella de los sufrimientos de este Señor. Si Jesús es el Varón de dolores, es preciso que Ella sea Madre de dolores. Y ved aquí una razón más por la que su maternidad espiritual reclamaba su presencia en el Calvario. Si Cristo no hubiera subido a él cargado con su Cruz, aunque tantos y tan continuos sufrimientos hicieron de su vida entera una perpetua inmolación, no hubiera sido el Varón de dolores; así, María no sería la Madre de los dolores por excelencia, si no hubiese acompañado con su compasión la Pasión de Jesús crucificado.

VI. Sobre todas las razones desarrolladas hasta aquí, permítasenos indicar otras dos, a lo menos. Primero, que María, para ser excelentemente nuestra Madre en el orden de la gracia, debía mostrarnos en Sí misma el ejemplar más perfecto, después de Jesús, de la vida sobrenatural. Ahora bien: lo que necesitamos aprender, antes que nada, es la ciencia práctica de Jesús y de Jesús Crucificado. Quitad de la historia de María lo que leemos en ella de la parte que tomó en la Pasión de Cristo, y, sin duda, la veréis rodeada de grandes y dolorosas pruebas. Pero, ¿podréis decirle, al contemplarla: Bien lo veo; me conviene sufrir, puesto que el Señor ha hecho beber a su Madre, tan únicamente amada, una parte más abundante que a nadie del mismo cáliz que Él ha bebido hasta las heces? ¿Cómo tendré valor de retroceder delante del sufrimiento, yo, a quien la Madre de Dios y Madre mía ha dado a luz en el Calvario, a costa de los más terribles dolores?
En esta escuela maternal aprenderé mejor que en parte alguna las lecciones de que tanto y con tanta frecuencia necesito; lección de paciencia, de abandono en la divina voluntad del Señor, de resignación generosa y filial bajo los golpes de su justicia; lección de la más perfecta caridad, de la que sacrifica lo que tiene de más precioso, y la vida misma, por el honor de Dios y la salvación de sus hermanos. ¿Me atreveré a murmurar contra la Providencia, a indignarme contra mis enemigos y a no perdonarlos, si tengo presente a la Madre de Dios, de pie junto a la Cruz de su Hijo, aceptando, con un corazón inefablemente tranquilo y fuerte, un martirio que no puede ser sobrepujado sino por otro: el de Jesús, y llevando su mansedumbre hasta rogar con el Crucificado por los verdugos de ambos?
Y este modelo no nos muestra solamente lo que debemos ser, si verdaderamente somos hijos de María. ¡Qué fuerza de persuasión hay en este pensamiento: que la Madre del Salvador ha venido a ser nuestra Madre, es decir, nos ha engendrado a la vida verdadera, en medio de tan inexplicables angustias! Esto es lo que Bossuet expresa, con una elocuencia admirable, en esta página de uno de sus más hermosos sermones sobre la Santísima Virgen: "Meditemos esas hermosas palabras que nos dirige el Eclesiástico: Gemitus matris tuae ne obliviscaris (
Eccli., VII, 29.) (no olvides los gemidos de tu madre). Cuando el mundo te atraiga con sus placeres, para apartar tu imaginación de sus perniciosas delicias, acuérdate del llanto de María y no olvides jamás los gemidos de esta Madre tan caritativa: Ne obliviscaris gemitus. En las tentaciones violentas, cuando tus fuerzas están casi abatidas; cuando tus pies vacilan en la senda recta; cuando la ocasión, el mal ejemplo o el ardor de la juventud te aguijonean, no olvides los gemidos de tu Madre, acuérdate del llanto de María y de los increíbles dolores que han desgarrado su alma en el Calvario. Miserable, ¿qué vas a hacer? ¿Quieres levantar una nueva cruz para clavar en ella a Jesucristo? ¿Quieres que María vea de nuevo a Cristo crucificado, coronado de espinas y pisoteada por ti su sangre divina, la sangre del Nuevo Testamento, y con un espectáculo tan triste quieres abrir de nuevo las heridas de su amor maternal? ¡Ah!, hermanos míos, no hagamos esto; acordémonos del llanto de María; acordaos de los gemidos que le cuesta engendrarnos; bastante hay con una vez sola, no renovéis sus dolores" (Bossuet, Serm. pour la fete du Rosaire, 2e. point).
¡He aquí cuánta elocuencia presta el martirio de María a los ejemplos que nos da!
El amor, del cual es ese martirio la más expresiva manifestación, no nos habla con menos autoridad. No sentiríamos hasta qué punto la Madre de nuestro Salvador, y nuestra, nos ha amado, si no la contemplásemos crucificada como Jesús para darnos la vida; si nuestro nacimiento espiritual no le hubiese costado sangre de su corazón, mezclada con la sangre que corre a torrentes de las llagas de Cristo, para purificarnos y regenerarnos. Y así, para ser un Modelo perfecto, ha debido subir al Calvario.
Añadamos aún que si, en los designios de Dios, María había de ser la Madre de la misericordia, este destino reclama, con no menor alteza de motivos, la comunión de la Virgen a la inmolación final del Salvador. Porque, no debemos olvidarlo, en el Calvario es, sobre todo, donde Jesús, pasando por las pruebas supremas, se ha convertido en el Pontífice misericordioso que necesitaban nuestras miserias. Sin duda que se compadecería Nuestra Señora de nuestros males aun cuando no hubiese experimentado por Sí misma toda su amargura; pero le faltaría, para sentir nuestros dolores y consolarlos, un no sé qué, que sólo puede dar la experiencia. Y nosotros mismos no tendríamos esa confianza que tenemos de llorar sobre su corazón y de buscar en él un lenitivo a nuestras penas, si no supiéramos que ha sufrido con ese corazón y llorado con más amargura que nosotros.
Teníamos intención de detenernos aquí; pero creeríamos no haber hablado bastante de este misterio tan alto, si no indicásemos, a lo menos, un pensamiento del gran intérprete de las Sagradas Escrituras, el P. Alfonso Salmerón. Según él, María "debía estar de pie junto a la Cruz para recibir allí la gracia que la preservó de todo pecado, aun original; la gracia que la hizo a la vez Madre y Virgen; la gracia que hizo de Ella, en los últimos años de su vida, la columna, la Maestra y la Abogada de la Iglesia...; la gracia de morir sin dolor, de subir al Cielo con su carne virginal, exaltada por encima de todos los coros angélicos; la gracia de poder escuchar y socorrer, en calidad de Reina y de Abogada, a sus hijos que la invocan desde el abismo de su miseria; la gracia, en fin, de conducirnos a la Cruz, fuente de todos los bienes, como condujo a las santas mujeres" (
Alph. Salmerón, Comment. in Evang. histor., t. X, p. 310). Consideración profunda, en verdad, aunque parezca muy sutil. Puesto que nadie como Ella debía participar de los frutos de la Cruz, era muy justo que estuviese más cerca de la Cruz que nadie. Es verdad que algunas de las gracias enumeradas ya las había recibido María; por ejemplo, su concepción inmaculada y su maternidad virginal. Pero no olvidemos que solamente en la Cruz se pagó del todo su precio.
Tales son las razones providenciales que exigían que la Santísima Virgen acompañara a su Hijo en el Calvario, si Dios la predestinaba a ser con toda realidad la Madre, y la Madre perfecta de aquellos de quienes Cristo, su Hijo, es el Salvador, y de los cuales Él mismo es el Padre.
J. B. Terrien S.J.
LA MADRE DE DIOS Y ...

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