Los antiguos, que en cuestión de leyendas no eran en
absoluto avaros, inventaron una curiosa a propósito de la araña.
En un principio este insecto era, según ellos, una hermosa
joven princesa, de nombre Aracne, muy hábil en todos los trabajos de aguja,
pero desgraciadamente, soberbia como Lucifer y corajuda como ella sola.
Un día se le ocurrió la idea de competir en el bordado con
Minerva.
¡Figuraos la escena! Un pobre ser, aunque de prosapia real,
querer compararse con la diosa del arte y de la ciencia.
Minerva llamó en su ayuda al Olimpo y, es inútil decirlo,
obtuvo la victoria.
Entonces, para vengarse, convirtió a la joven temeraria en
una araña asquerosa.
De este modo la princesa, en un tiempo la
"estrella" de la corte, se convirtió en ese insecto egoísta y
solitario, que rehuye la compañía de sus semejantes y que se vale siempre de la
astucia y de la violencia.
La leyenda es pura invención, como le son todas las leyendas
y todas las fábulas, pero encierra en figura fenómenos reales que muchas veces
ocurren entre las jóvenes.
Muchas jóvenes, de pequeñas, constituyen la alegría y el
consuelo de la familia de la cual son las reinas. Pero llegadas a la
adolescencia dan rienda suelta a un gran número de caprichos, rehuyen de la
compañía de las amigas y hasta de la mamá, se hacen como arañas egoístas e
insoportables.
De estas chicas se encuentran en todas partes y, más o menos
casi todas tienen las mismas manifestaciones.
Por la mañana se demoran demasiado en la cama y dan motivo a
que se les llame repetidas veces. Finalmente cuando ya se ven obligadas a
levantarse, lo hacen con caras funerarias, terriblemente descontentas y
malhumoradas.
Durante el día, si están en casa, se ocupan casi
exclusivamente de su propia persona, sin preocuparse de quienes las circundan,
incapaces de cualquier signo de cortesía.
Después, si deben salir a clase, o por cualquier otro
motivo, no se preocupan de saludar a los familiares, sino sólo de arreglarse.
Cuando no encuentran todo según su propio capricho,
arremeten contra todos y contra todo, golpean las puertas y prorrumpen en
frases incoherentes.
Solamente cuando se encuentran con los extraños se esfuerzan
por mostrar un rostro sonriente, porque comprenden ellas mismas que en ese modo
no se pueden presentar en sociedad.
Entonces brindan a profusión las sonrisas que injustamente
han negado a las personas de la propia familia.
Tú no seas así. Recuerda que la joven en casa debe ser como
un rayo de sol que ilumina los ánimos, que inflama los afectos y fomenta la
virtud. Debe ser el sostén de los abuelitos, el consuelo de los padres, la
alegría de los hermanos, el refugio de los pequeños. Después vive tu jornada en
la intimidad familiar, en la realidad cotidiana, sin abrigar los ensueños de
una felicidad irreal, o la falsa convicción de ser una víctima inocente.
En la práctica:
Por la mañana, cuando te levantes, abre la ventana y canta a
Dios el agradecimiento de tu corazón por el nuevo día que te concede.
Esparcirás así un poco de esa alegría que proviene de un ánimo bueno.
Da los buenos días a todos: papá, mamá, abuelitos, hermanos
y hermanas. Interésate por si puedes prestar a alguien tu ayuda y prodígate
alegremente.
¿Debes salir de casa? Saluda a todos amablemente y pórtate
de modo que los que se queden sientan la nostalgia de tu presencia y cuenten,
por decirlo así, las horas que los separa de tu regreso, deseosos de tenerte
nuevamente entre ellos.
Si estás en casa —lo que es preferible— embalsama el
ambiente con la fuerza y la poesía de tu juventud.
No se te haga pesado trabajar, traficar, arreglar tu casa,
darle el aspecto que la hace acogedora y agradable.
¿Tienes sirvienta? No desdeñes ayudarla en los pequeños
quehaceres, especialmente en los días de mayor trabajo.
¿No la tienes? Recuerda que el trabajo más pesado está
reservado a ti. Tu madre lo ha hecho ya mucho tiempo. Ahora a ella le toca el
cuidado y la dirección; a ti el trabajo y la fatiga.
Cuando a casa lleguen tu papá y tus hermanos, acógelos con
una sonrisa, disponte a prestarles servicio, a escuchar lo que ellos quieran
expresar, sin mostrar nunca aburrimiento.
Si por acaso eres reprendida porque no hayas logrado contentarlos,
no te ofendas, sino contesta con buen modo, dando a entender que sientes no
haberlos satisfecho y que otra vez lo harás mejor.
Sé la confidente de tus hermanos y hermanas menores.
Interésate de sus cosas para hacer alegre e inocente la mañana de su vida.
Acude presurosa adonde sea necesaria tu obra, sin llamar la
atención y sin hacer pesar tu sacrificio. Disipa los nubarrones inevitables de
la vida familiar con la sonrisa y la bondad.
Por la noche no te acuestes nunca sin haberlos visto a todos
contentos.
Haz finalmente, obra de apostolado familiar de manera que
todos sientan y practiquen la vida cristiana, en la fe sincera, en el
cumplimiento de la ley de Dios y de la Iglesia.
Inculca en todos la convicción de que la verdadera paz
íntima y familiar es fruto de la bondad.
Preocúpate de la felicidad presente de todos y de cada
uno de tus familiares y, sobre todo, preocúpate de su salvación eterna, para que
un día puedas reuniros todos en Dios para siempre.
¡Quizá tu madre ha trabajado ya mucho en esta obra! Une tu
obra a la suya y vuestra alianza os ayudará a realizar el ideal.
Pero por favor no prediques.
Arrastra en cambio con el ejemplo, con el prodigarte sin
reserva y con la oración, por que, recuérdalo, la Sagrada Escritura enseñe que
nosotros podemos sembrar y regar, pero sólo Dios puede dar el incremento de la
gracia.
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