Cómo la Virgen bendita sube al Calvario, y cómo de pie al pie de la Cruz, con un mismo corazón y una misma voluntad con su Hijo y el Padre Eterno, ofrece la Santa Víctima por la salud y la vida del mundo.
Los Evangelios nos han descrito el martirio del Salvador; ¿han hablado igualmente del martirio de su Madre? En otros términos: lo que acabamos de establecer como exigido por razones de suprema conveniencia, ¿está también consignado como un hecho en nuestros Libros Santos? Si lo recordamos bien, han bastado dos palabras del discípudo amado para decir todas las grandezas de la Virgen, llamándola Madre de Jesús, el Verbo hecho carne. Algunas palabras van a bastarse también para resolver esta nueva cuestión: Stabat autem juxta crucera Jesu mater ejus... (Y la Madre de Jesús estaba de pie junto a la Cruz) (Joan., XIX, 26). Stabat mater dolorosa, Juxta crucem lacrimosa, traduce la poesía cristiana. Hela sobre el monte santo, y de pie; de pie, mientras la multitud carga a Jesús de maldiciones; de pie, mientras los soldados se reparten sus sagradas vestiduras; de pie, mientras el sol se eclipsa, se rasga el velo del templo, se parten las rocas y la Naturaleza entera se conmueve. Hela aquí en la actitud, en tal postura, en los sentimientos, en las angustias más aptas para dar complemento a su maternidad espiritual. Con nuestros Doctores, esto es, siguiéndolos, encontramos, a la luz de las breves pero substanciales palabras del Evangelio, todo lo necesario para responder a las exigencias enumeradas en el capítulo antecedente, es decir, la presencia en el Calvario, la oblación final de la Víctima, la comunión perfecta de sus dolores, y, para coronarlo todo, la proclamación solemne de la maternidad de gracia.
I. De pie junto a la Cruz de Jesús: es la presencia y es también la oblación consumada. El Génesis cuenta que Abraham que, habiendo cedido a las reiteradas instancias de Sara, madre de Isaac, el hijo de la promesa, resolvió echar de su casa a la esclava Agar, con Ismael, su niño. "Echa a esa esclava y a su hijo", le pedía importunamente Sara. Y el patriarca, después de haber consultado al Señor, "se levantó de mañana, y tomando pan y un cántaro de agua, cargólos sobre Agar, le dió el niño y la despidió. Agar, habiendo partido, anduvo errante en la soledad de Bersabée. Y cuando el agua del cántaro se consumió, dejó al, niño bajo uno de los árboles que allí crecían, y alejándose se sentó frente a él, a la distancia de un tiro de arco, y dijo: No veré morir a mi hijo; y, levantando la voz, lloró" (Gen., XXI, 14). Era la naturaleza la que obraba y hablaba en esta mujer.
Si no hubiera algo misteriosamente divino en la presencia de María a los pies de su Hijo agonizante y moribundo, esta presencia sería inexplicable. Hemos leído en algunos autores que estaba allí para consolar a Jesús, para disputarlo a sus verdugos con sus gémidos, lágrimas y súplicas. Puras invenciones que contradicen los hechos. ¿Qué consuelo podía dar al Crucificado el martirio de su Madre, cuando el dolor de Ésta debía ser un nuevo suplicio para su amor filial? ¿Qué esperanza podía tener de enternecer aquellos corazones, endurecidos hasta el punto de querer, en su terrible odio, la muerte de Jesús a toda costa, aunque la sangre de la Víctima cayese convertida en maldiciones sobre sus cabezas y las de sus hijos? Y, además, ¿no sabía María que aquel Hijo de sus entrañas debía, por voluntad del Padre y por su libre elección, dar su vida por todo el pueblo, de tal modo que procurar librarle del suplicio hubiera sido impedir los misericordiosos designios del Hijo y del Padre? Diréis que respondía simplemente al llamamiento de su Hijo. Otra equivocación; pues si el misterio de la Cruz no exigía la presencia de María, ¿por qué Jesús la había de llamar? ¿Solamente para hacerla testigo de sus angustias y para desgarrarle el corazón con una herida más cruel? "Porque, ¡oh, Señora mía!, ¿quién podrá jamás expresar ni sentir los sufrimientos vuestros viendo atormentar a Jesús, sin poder aliviarlo; viéndolo desnudo, sin poder cubrirlo; viéndole derramar sangre a raudales, sin poder restañarla; oyéndole tratar de malhechor, sin poder justificarlo; viéndolo devorado de sed ardiente, sin poder darle una gota de agua; viendo su faz adorable cubierta de salivas, sin poder limpiarla; viéndolo expirar con una muerte cruelísima, sin poder recoger su último suspiro, pegar tu rostro con su rostro y morir estrechándolo en tus brazos?" (La Palma, Historía de la Sagrada Pasión, e. 37).
De pie junto a la Cruz de Jesús. Algunos pintores la han representado a veces caída en el suelo, o en brazos de las santas mujeres, desmayada y casi sin vida. En nombre de la sana doctrina, hay que protestar contra esos extravíos. El Evangelio la muestra de pie. ¿Con qué derecho la ponen en una postura y en un estado tan contrarios? Así, leemos en Cartagena (L. XII, hom. 7. Opp., t. III. Cf. Novat., De Eminentia B. Virginis, t. I, c. 18, «i 7, p. 360, sqq.) que, por orden expresa del Maestro del Sagrado Palacio, se borró estando él presente, una pintura de esta clase en una iglesia de Roma. San Ambrosio no quiere ni aun oír hablar de llantos y de sollozos: "El Evangelio —dice este Padre— me la muestra de pie; no la muestra lamentándose y llorando: Stantem illam lego, flentem non lego" (San Ambros., De obitu Valentín, consol., n. 39. P. L., XVI, 1371).
No digamos, sin embargo, que María no derramó lágrimas, siendo así que, según el testimonio de San Pablo, Cristo mismo las derramó con su sangre (Hebr., V, 7); pero eran lágrimas que corrían silenciosas, sin sollozos, ni gritos de angustia; y esto es lo que, sobre todo, quiso indicar el gran Obispo de Milán.
Según el sentir de Suárez, hay que tener por indudable que durante toda la Pasión la Madre de los Dolores no mostró ni en su alma, ni en su cuerpo señal alguna de desfallecimiento. Es verdad que la vemos con frecuencia representada por los pintores, o en algunas meditaciones piadosas, como abismada en angustia, hasta el punto de perder el sentido y caer en brazos de las santas mujeres, y hasta en el suelo. Pero —dice también Suárez— estas son invenciones sin fundamento. Están en completa contradicción con el perfecto dominio sobre todos los movimientos de la sensibilidad que debemos reconocer en María; más aún, contrarias del todo al oficio casi sacerdotal que desempeñaba en el Calvario. Por eso los teólogos de nota y los Santos Doctores rechazan de común acuerdo opiniones tan poco dignas de la nueva Eva.
Por lo demás —añade—, los autores de ellas son generalmente personas de menor autoridad. Encuentro, es cierto, estas ideas en las Lamentaciones de la Virgen y en el Diálogo de la Pasión del Señor. Pero ni las primeras son de San Bernardo, ni el segundo de San Anselmo, aunque se lo han atribuido. Erróneamente, también se cita a Ludolfo de Sajonia y Dionisio Cartujano. Ni éste en su comentario sobre el capítulo 19 de San Juan, ni aquél en la Vida de N. S. Jesucristo (p. II, c. 55, § 5), han descrito nada que se le parezca, al pintar el dolor de María, cuando recibió en sus brazos el cuerpo inanimado de su Hijo. San Lorenzo Justiniano, a quien también acuden después de aquéllos, no confirma tampoco la opinión que le atribuyen, como se puede ver en el capítulo 21 de su Combate triunfal de Cristo, n. 5 (Lugdun., 1628, p. 335). Habla allí, en efecto, de las lágrimas de la Virgen, de la palidez de su rostro, de los gemidos que se escapaban de su pecho, cuando, teniendo a Jesús apoyado en sus rodillas, paseaba amorosas y dolorosísimas miradas sobre cada uno de los miembros destrozados, sangrientos y heridos de la Víctima santa; nos la muestra también como la viva imagen de la Pasión de Cristo, expirando en espíritu, cuando el Salvador exhaló el último suspiro; pero ni una palabra dice por donde se pueda entender el desfallecimiento corporal, el espasmo o cualquier otro movimiento desordenado de su exterior.
Suárez procura hasta atenuar lo que los autores que combate pueden tener de excesivo en sus afirmaciones. No sabemos si lo ha conseguido del todo. Parece, sin embargo, que sus afirmaciones son bastante plausibles al tratar de las Meditaciones sobre la Vida de Nuestro Señor, obra que, por otra parte, no es del Doctor Seráfico, como hasta ahora creían casi todos. El mismo Suárez hace, por fin, una última advertencia, y es que los que han hablado, sea explícita, sea implícitamente, de espasmo, no están de acuerdo sobre el momento en que se produjo, puesto que unos dicen que en el encuentro del Señor con su Madre en el camino del Calvario; otros dicen que al crucificar a Cristo; otros, que al golpe de la lanzada, y otros, en fin, cuando la Santísima Virgen recibió el cuerpo de Jesús en sus brazos.
Cosas todas que prueban bastante la ausencia de tradición y de razones serias sobre este hecho. Sabido es también que el mejor intérprete de Santo Tomás de Aquino, el Cardenal Cayetano, ha escrito un libro expresamente para refutar el espasmo de la Virgen. (Cf. Suáres de Mysteriis Vitae Christi, D. 4, S. 3, § nec desunt. D. 41, S. 2, § tertio.) "Hay que notar que Nuestra Señora estaba de pie junto a la Cruz. Gran error cometen aquellos que dicen se quedó pasmada de puro dolor, porque sin duda alguna que no fué así; Ella permaneció firme y constante, aun cuando su aflicción fué mayor de la que mujer alguna ha experimentado jamás en la muerte de su hijo; porque tampoco puede hallarse quien haya tenido más amor que Ella a Nuestro Señor, no sólo por ser su Dios, sino por ser Hijo queridísimo y amabilísimo... Pero como este amor era según el espíritu, conducido y gobernado por la razón, no produjo movimiento alguno desordenado... Permaneció, pues, esta gloriosísima Madre firme y constante y perfectamente sometida al divino beneplácito que había decretado que Nuestro Señor muriese por la salud y redención de los hombres" (San Francisco de Sales, Sermones varios. .. "Sermón del Viernes Santo", t. IX, p. 276 y sigs., edit de Annecy).
En los antiguos oficios propios de la Orden de la bienaventurada María, o de la Anunciada (Virginum Annuciatarum), se encuentra entre las diez fiestas de la Virgen María la fiesta del Espasmo, o del Martirio de la Virgen, celebrarla el lunes que sigue al Domingo de Pasión. Después, en los Oficios reformados de la misma Orden, Oficios impresos en Anvers en 1026, y apropiados a la forma del Breviario Romano, no se habla ya de espasmo, y la fiesta lleva simplemente el nombre de Fiesta del Martirio, o del Dolor íntimo de la bienaventurada Virgen María... La oración de la Misa aprobada por León X (29 de agosto 1617) no hace tampoco mención de espasmo: "Omnipotens, clementissime Deus, qui gloríosam Virginen Mariam, Matrem tuam, et sacratissimo sanguine perfudisti et ejus cor medullitus tuo dolore nimium sauciasti, concede propituis ut per lamentationem ejus et a te separationem a praesenti, turbatione per eam misericordissime liberemur, et ad vitam proficiamus aeternam. Qui tecum", etc. (Fasti Mariani auctore Holwech, p. 313). Nótese que esta fiesta no excluía la de los Siete Dolores celebrada en la misma Orden el viernes de la misma semana.
Los Evangelios nos han descrito el martirio del Salvador; ¿han hablado igualmente del martirio de su Madre? En otros términos: lo que acabamos de establecer como exigido por razones de suprema conveniencia, ¿está también consignado como un hecho en nuestros Libros Santos? Si lo recordamos bien, han bastado dos palabras del discípudo amado para decir todas las grandezas de la Virgen, llamándola Madre de Jesús, el Verbo hecho carne. Algunas palabras van a bastarse también para resolver esta nueva cuestión: Stabat autem juxta crucera Jesu mater ejus... (Y la Madre de Jesús estaba de pie junto a la Cruz) (Joan., XIX, 26). Stabat mater dolorosa, Juxta crucem lacrimosa, traduce la poesía cristiana. Hela sobre el monte santo, y de pie; de pie, mientras la multitud carga a Jesús de maldiciones; de pie, mientras los soldados se reparten sus sagradas vestiduras; de pie, mientras el sol se eclipsa, se rasga el velo del templo, se parten las rocas y la Naturaleza entera se conmueve. Hela aquí en la actitud, en tal postura, en los sentimientos, en las angustias más aptas para dar complemento a su maternidad espiritual. Con nuestros Doctores, esto es, siguiéndolos, encontramos, a la luz de las breves pero substanciales palabras del Evangelio, todo lo necesario para responder a las exigencias enumeradas en el capítulo antecedente, es decir, la presencia en el Calvario, la oblación final de la Víctima, la comunión perfecta de sus dolores, y, para coronarlo todo, la proclamación solemne de la maternidad de gracia.
I. De pie junto a la Cruz de Jesús: es la presencia y es también la oblación consumada. El Génesis cuenta que Abraham que, habiendo cedido a las reiteradas instancias de Sara, madre de Isaac, el hijo de la promesa, resolvió echar de su casa a la esclava Agar, con Ismael, su niño. "Echa a esa esclava y a su hijo", le pedía importunamente Sara. Y el patriarca, después de haber consultado al Señor, "se levantó de mañana, y tomando pan y un cántaro de agua, cargólos sobre Agar, le dió el niño y la despidió. Agar, habiendo partido, anduvo errante en la soledad de Bersabée. Y cuando el agua del cántaro se consumió, dejó al, niño bajo uno de los árboles que allí crecían, y alejándose se sentó frente a él, a la distancia de un tiro de arco, y dijo: No veré morir a mi hijo; y, levantando la voz, lloró" (Gen., XXI, 14). Era la naturaleza la que obraba y hablaba en esta mujer.
Si no hubiera algo misteriosamente divino en la presencia de María a los pies de su Hijo agonizante y moribundo, esta presencia sería inexplicable. Hemos leído en algunos autores que estaba allí para consolar a Jesús, para disputarlo a sus verdugos con sus gémidos, lágrimas y súplicas. Puras invenciones que contradicen los hechos. ¿Qué consuelo podía dar al Crucificado el martirio de su Madre, cuando el dolor de Ésta debía ser un nuevo suplicio para su amor filial? ¿Qué esperanza podía tener de enternecer aquellos corazones, endurecidos hasta el punto de querer, en su terrible odio, la muerte de Jesús a toda costa, aunque la sangre de la Víctima cayese convertida en maldiciones sobre sus cabezas y las de sus hijos? Y, además, ¿no sabía María que aquel Hijo de sus entrañas debía, por voluntad del Padre y por su libre elección, dar su vida por todo el pueblo, de tal modo que procurar librarle del suplicio hubiera sido impedir los misericordiosos designios del Hijo y del Padre? Diréis que respondía simplemente al llamamiento de su Hijo. Otra equivocación; pues si el misterio de la Cruz no exigía la presencia de María, ¿por qué Jesús la había de llamar? ¿Solamente para hacerla testigo de sus angustias y para desgarrarle el corazón con una herida más cruel? "Porque, ¡oh, Señora mía!, ¿quién podrá jamás expresar ni sentir los sufrimientos vuestros viendo atormentar a Jesús, sin poder aliviarlo; viéndolo desnudo, sin poder cubrirlo; viéndole derramar sangre a raudales, sin poder restañarla; oyéndole tratar de malhechor, sin poder justificarlo; viéndolo devorado de sed ardiente, sin poder darle una gota de agua; viendo su faz adorable cubierta de salivas, sin poder limpiarla; viéndolo expirar con una muerte cruelísima, sin poder recoger su último suspiro, pegar tu rostro con su rostro y morir estrechándolo en tus brazos?" (La Palma, Historía de la Sagrada Pasión, e. 37).
De pie junto a la Cruz de Jesús. Algunos pintores la han representado a veces caída en el suelo, o en brazos de las santas mujeres, desmayada y casi sin vida. En nombre de la sana doctrina, hay que protestar contra esos extravíos. El Evangelio la muestra de pie. ¿Con qué derecho la ponen en una postura y en un estado tan contrarios? Así, leemos en Cartagena (L. XII, hom. 7. Opp., t. III. Cf. Novat., De Eminentia B. Virginis, t. I, c. 18, «i 7, p. 360, sqq.) que, por orden expresa del Maestro del Sagrado Palacio, se borró estando él presente, una pintura de esta clase en una iglesia de Roma. San Ambrosio no quiere ni aun oír hablar de llantos y de sollozos: "El Evangelio —dice este Padre— me la muestra de pie; no la muestra lamentándose y llorando: Stantem illam lego, flentem non lego" (San Ambros., De obitu Valentín, consol., n. 39. P. L., XVI, 1371).
No digamos, sin embargo, que María no derramó lágrimas, siendo así que, según el testimonio de San Pablo, Cristo mismo las derramó con su sangre (Hebr., V, 7); pero eran lágrimas que corrían silenciosas, sin sollozos, ni gritos de angustia; y esto es lo que, sobre todo, quiso indicar el gran Obispo de Milán.
Según el sentir de Suárez, hay que tener por indudable que durante toda la Pasión la Madre de los Dolores no mostró ni en su alma, ni en su cuerpo señal alguna de desfallecimiento. Es verdad que la vemos con frecuencia representada por los pintores, o en algunas meditaciones piadosas, como abismada en angustia, hasta el punto de perder el sentido y caer en brazos de las santas mujeres, y hasta en el suelo. Pero —dice también Suárez— estas son invenciones sin fundamento. Están en completa contradicción con el perfecto dominio sobre todos los movimientos de la sensibilidad que debemos reconocer en María; más aún, contrarias del todo al oficio casi sacerdotal que desempeñaba en el Calvario. Por eso los teólogos de nota y los Santos Doctores rechazan de común acuerdo opiniones tan poco dignas de la nueva Eva.
Por lo demás —añade—, los autores de ellas son generalmente personas de menor autoridad. Encuentro, es cierto, estas ideas en las Lamentaciones de la Virgen y en el Diálogo de la Pasión del Señor. Pero ni las primeras son de San Bernardo, ni el segundo de San Anselmo, aunque se lo han atribuido. Erróneamente, también se cita a Ludolfo de Sajonia y Dionisio Cartujano. Ni éste en su comentario sobre el capítulo 19 de San Juan, ni aquél en la Vida de N. S. Jesucristo (p. II, c. 55, § 5), han descrito nada que se le parezca, al pintar el dolor de María, cuando recibió en sus brazos el cuerpo inanimado de su Hijo. San Lorenzo Justiniano, a quien también acuden después de aquéllos, no confirma tampoco la opinión que le atribuyen, como se puede ver en el capítulo 21 de su Combate triunfal de Cristo, n. 5 (Lugdun., 1628, p. 335). Habla allí, en efecto, de las lágrimas de la Virgen, de la palidez de su rostro, de los gemidos que se escapaban de su pecho, cuando, teniendo a Jesús apoyado en sus rodillas, paseaba amorosas y dolorosísimas miradas sobre cada uno de los miembros destrozados, sangrientos y heridos de la Víctima santa; nos la muestra también como la viva imagen de la Pasión de Cristo, expirando en espíritu, cuando el Salvador exhaló el último suspiro; pero ni una palabra dice por donde se pueda entender el desfallecimiento corporal, el espasmo o cualquier otro movimiento desordenado de su exterior.
Suárez procura hasta atenuar lo que los autores que combate pueden tener de excesivo en sus afirmaciones. No sabemos si lo ha conseguido del todo. Parece, sin embargo, que sus afirmaciones son bastante plausibles al tratar de las Meditaciones sobre la Vida de Nuestro Señor, obra que, por otra parte, no es del Doctor Seráfico, como hasta ahora creían casi todos. El mismo Suárez hace, por fin, una última advertencia, y es que los que han hablado, sea explícita, sea implícitamente, de espasmo, no están de acuerdo sobre el momento en que se produjo, puesto que unos dicen que en el encuentro del Señor con su Madre en el camino del Calvario; otros dicen que al crucificar a Cristo; otros, que al golpe de la lanzada, y otros, en fin, cuando la Santísima Virgen recibió el cuerpo de Jesús en sus brazos.
Cosas todas que prueban bastante la ausencia de tradición y de razones serias sobre este hecho. Sabido es también que el mejor intérprete de Santo Tomás de Aquino, el Cardenal Cayetano, ha escrito un libro expresamente para refutar el espasmo de la Virgen. (Cf. Suáres de Mysteriis Vitae Christi, D. 4, S. 3, § nec desunt. D. 41, S. 2, § tertio.) "Hay que notar que Nuestra Señora estaba de pie junto a la Cruz. Gran error cometen aquellos que dicen se quedó pasmada de puro dolor, porque sin duda alguna que no fué así; Ella permaneció firme y constante, aun cuando su aflicción fué mayor de la que mujer alguna ha experimentado jamás en la muerte de su hijo; porque tampoco puede hallarse quien haya tenido más amor que Ella a Nuestro Señor, no sólo por ser su Dios, sino por ser Hijo queridísimo y amabilísimo... Pero como este amor era según el espíritu, conducido y gobernado por la razón, no produjo movimiento alguno desordenado... Permaneció, pues, esta gloriosísima Madre firme y constante y perfectamente sometida al divino beneplácito que había decretado que Nuestro Señor muriese por la salud y redención de los hombres" (San Francisco de Sales, Sermones varios. .. "Sermón del Viernes Santo", t. IX, p. 276 y sigs., edit de Annecy).
En los antiguos oficios propios de la Orden de la bienaventurada María, o de la Anunciada (Virginum Annuciatarum), se encuentra entre las diez fiestas de la Virgen María la fiesta del Espasmo, o del Martirio de la Virgen, celebrarla el lunes que sigue al Domingo de Pasión. Después, en los Oficios reformados de la misma Orden, Oficios impresos en Anvers en 1026, y apropiados a la forma del Breviario Romano, no se habla ya de espasmo, y la fiesta lleva simplemente el nombre de Fiesta del Martirio, o del Dolor íntimo de la bienaventurada Virgen María... La oración de la Misa aprobada por León X (29 de agosto 1617) no hace tampoco mención de espasmo: "Omnipotens, clementissime Deus, qui gloríosam Virginen Mariam, Matrem tuam, et sacratissimo sanguine perfudisti et ejus cor medullitus tuo dolore nimium sauciasti, concede propituis ut per lamentationem ejus et a te separationem a praesenti, turbatione per eam misericordissime liberemur, et ad vitam proficiamus aeternam. Qui tecum", etc. (Fasti Mariani auctore Holwech, p. 313). Nótese que esta fiesta no excluía la de los Siete Dolores celebrada en la misma Orden el viernes de la misma semana.
De pie junto a la Cruz de Jesús, es la actitud propia de la ofrenda. Jesucristo, nuestro Sacerdote y nuestra víctima, está a la vez de pie y tendido sobre la Cruz. Tendido como una víctima, de pie como un sacerdote en el altar; ofrece con su carne el gran sacrificio, del cual habían sido todos los otros, desde el origen de los siglos, profética figura; ese sacrificio del cual su Encarnación en el seno de la Virgen y su vida toda entera fueron la preparación y el preludio. No hay más que una explicación plausible de la presencia y de la postura que nos asombran en una Madre: Ella se une a Él para ofrecer el holocausto sangriento de donde saldrá la reconciliación del hombre con Dios. He aquí lo que San Ambrosio ha insinuado claramente en su libro de la Institución de las Vírgenes: "La Madre de Cristo, cuando todos los hombres habían huido, permanecía de pie, intrépida, cerca de la Cruz.. . Tenía devotamente fijos sus ojos en las llagas de su Hijo; esas llagas que sabía debían de merecer para todos el beneficio de la redención" (San Ambros., de Instit. Virgin., c. 7, n. 49. P. L., XVI, 818). En otro lugar había escrito el mismo Padre: "María contemplaba religiosamente las llagas de su Hijo, porque Ella esperaba, no la muerte de este único objeto de su maternal amor, sino la salud del mundo" (S. Ambr., in I.ue.. 1. X, n. 132. P. I...
XV, 183).
¿Lo hemos oído bien? Lo que atrae las miradas de María, lo que no puede separar de su vista, son las llagas de Cristo. Mientras que los fariseos y los príncipes de los sacerdotes se complacen en ver en el Crucificado satisfecha su venganza y cumplido su odio; mientras las santas mujeres, al lado de la divina Madre, no ven en Cristo sino un objeto de la más dolorosa compasión, María, con los ojos de la fe, contempla en su Hijo Crucificado al Salvador que se inmola para la gloria del Padre y por la redención de la familia humana. Así, pues, lejos de quejarse del decreto providencial que la constituye espectadora de la muerte de Jesús, comprende la profunda razón que hay en ello, y dice en su corazón, al contrario de Agar: "Veré morir a mi hijo." Por esto, en medio de la turba de perseguidores, en medio de los insultos y maldiciones, la Mujer fuerte, llevada por un amor más fuerte que la muerte, ha seguido las huellas sangrientas que van del Pretorio al Calvario.
Cuando Jesucristo llenaba la Palestina de los beneficios de amor y del ruido de sus milagros; cuando los pueblos se agrupaban a su alrededor, cantando sus alabanzas y proclamándolo el Enviado del Cielo, el Cristo, Hijo de David, el Rey tan largo tiempo esperado, su Madre entonces se ocultaba a las miradas de todos, o ni aun estaba con Él. Pero en este momento en que está tal como Isasías lo describe: "despreciado y hecho el último de los hombres, Varón de los dolores, quebrantado por nuestros crímenes (Isa., LIII, 3 sqq.); llevando sobre Él toda la cólera del Padre, como que está cargado con todas las iniquidades del mundo", ahora María se encuentra a su lado, de pie, en evidencia, expuesta públicamente a todas las miradas. ¿Le preguntáis el porqué de esta conducta? "Ah, responde Ella, es que acuerdo del consentimiento que di en el día en que le concebí en mi seno; de la confirmación que hice, ya en la Circunsición de este amadísimo Hijo, cuando le impuse delante de los hombres el profético nombre de Jesús; ya en la Presentación, cuando le ofrecí como víctima al Padre. Puesto que hoy termina la oblación que ha hecho de Sí mismo en esos diferentes misterios, ¿no es fuerza que esté yo con Él para unir mi ofrenda con su ofrenda, de tal modo que una y otra, comenzadas juntas, juntas se consumen? Su Padre, que lo ha enviado a este mundo para este misterio de víctima, lo abandona a los verdugos, lo entrega al furor de sus enemigos, según lo prueba su resignada pero desgarradora queja: "Padre mío, Padre mío, ¿por qué me has desamparado?" ( Matth., XXVII, 46). Y yo, que lo he engendrado para el sacrificio, ¿dejaré sin terminar mi propia oblación?"
He aquí por qué hallamos a María cerca de Jesús agonizante, y cuáles son sus sentimientos, y cómo está firme, inquebrantable, de pie, stabat, junto a la Cruz de Jesús, debajo de ella.
Un devoto y sabio autor de la Edad Media, Arnoldo de Chartres, ha descrito felizmente esta unión de la Madre y del Hijo en la ofrenda de la Víctima santa: "Una, y perfectamente una, era la voluntad de Cristo y de María: ambos ofrecían juntos a Dios su holocausto: Ella, en la sangre de su corazón; Él, en la sangre de su carne: Haec in sanguine cordis, ille in sanguine carnis" ( Ernald. Carnot. abb. Boae-Vallis, L. de Laúd. B. M. P. L., CLXXXIX. 1727). "Hubierais visto dos altares levantados sobre el Calvario: uno, en el pecho de María; otro, en el cuerpo de Jesús; Este, inmolando su carne; Aquélla, sacrificando su alma... Ella hubiera deseado derramar la sangre de sus venas después de la de su corazón, y, extendidas las manos en la Cruz, celebrar con su Hijo el sacrificio de la tarde, consumando con Él, con una muerte semejante a la suya, el misterio de nuestra Redención. Pero sólo al único Gran Sacerdote pertenecía el introducir en el Santo de los Santos la sangre de la expiación (Hebr., IX, 7. 12); nadie debía compartir con Él este privilegio; nadie, ni un ángel, ni un simple mortal, podía tener con Él una influencia común en la obra de la reparación. Sin embargo, el amor de la Madre cooperaba grandemente, pero en su medida y en su orden, a que Dios nos fuese propicio; porque la caridad de Cristo presentaba al Padre sus votos propios y los de su Madre; lo que pedía Ella, lo aprobaba el Hijo y el Padre lo concedía. El Padre amaba al Hijo; el Hijo amaba al Padre, y el amor de la Madre seguía a estos dos amores, de tal modo, que esas tres voluntades, la del Padre infinitamente bueno, la del Hijo lleno de piedad, la de la santa y misericordiosa Madre, no tenían más que una sola intención y un solo amor. Era como un enlace de bondad, de compasión y de caridad, en que las súplicas de la Madre se mezclaban a las peticiones del Hijo para hacer descender las gracias y el perdón del Padre" (Id., de Verbis Dom. in cruce, tract. III, P. L., CLXXXIX, 1694, 1695).
II. María, de acuerdo con el Padre, ha entregado a su Hijo. Esto confiesa la Iglesia griega tan claramente como la latina. Prueba, esta oración que encontramos en su Liturgia: "Te lo suplico, ¡oh, Señora nuestra!: líbrame de la esclavitud de los espíritus malos. Tú, que has dado tu Hijo crucificado para que sea el común rescate del mundo, a fin de que, participando todos en la Redención, todos posean la paz de la salud" (San Sabbas., mell., 17 feb., ode 9. Cf. P. Simón Wafrnereck, Pietas Mariana Graec., p. I. n. 227).
¿No es, acaso, el mismo pensamiento el que respira esta otra oración, en que San Juan Damasceno describe con tanta viveza los dolores de la Madre y el ardiente deseo de la Redención que aguijonea su corazón inmaculado?: "La Oveja, contemplando sobre la Cruz a su Cordero y Pastor nuestro, dejaba escapar estas lastimeras palabras: El mundo se regocija con el beneficio de la Redención; pero, Hijo mío, ¡qué fuego quema mi corazón a vista del suplicio que Tú, pacientísimo y magnánimo Señor, sufres por las entrañas de tu misericordia Sin embargo, te lo suplico, ¡fuente inagotable de piedad!, que tus entrañas se conmuevan siempre, y perdona, Señor, los crímenes de todo el que honre con fe verdadera tus divinos tormentos".
Jesucristo, si hubiera querido, hubiese podido escapar de sus enemigos, bajar de la Cruz y no morir de aquella muerte ignominiosa y cruel; más de una vez lo demostró Él mismo en su Evangelio (Juan X, 18; Mathh. XXVI, 53). Pero había aceptado la misión de Salvador, y de Salvador por medio de la Cruz. En vano le gritan los judíos, con insolente ironía: "Que el Cristo, que el Rey de Israel baje ahora de la Cruz, y viéndolo creeremos en Él" (Marc.. XV. 82). A pesar de sus provocaciones, permanecerá en ella clavado hasta el último suspiro.
Tal es, igualmente, la disposición de su Madre. Aun cuando hubiera podido acercarse libremente hasta tocar la Víctima santa y desclavarla de los brazos de la Cruz para recibirla, llena de vida, sobre su corazón, no lo hubiese hecho. Esto nos enseñaba San Ambrosio cuando nos mostraba a la Santísima Virgen "menos preocupada de la muerte de su Hijo querido que de la salvación del mundo", que debía ser el precio de ella. Escuchemos, sobre este asunto, al Doctor Seráfico, hablando no solamente como místico, sino como teólogo. Comenzando por recordar que María, lo mismo que Cristo, en el Huerto de los Olivos, hubiese querido con su voluntad natural, es decir, con una voluntad condicional, apartar de sí los horrores de la Pasión, y que esta voluntad era meritoria, puesto que entraba en los designios de Dios, continúa el Santo de este modo: "No hay que dudar tampoco, en modo alguno, de que, con un corazón varonil y con una determinación muy constante, quiso también entregar su Hijo por la salud de todo el género humano, de tal suerte, que la Madre estaba enteramente conforme con el Padre. Así, pues, lo que debe hacer de Ella el más admirable objeto de nuestras alabanzas y de nuestro amor es que, por su libre querer, consintió en que su Hijo único fuese sacrificado por la común Redención de los hombres. Y, sin embargo, sufría tanto y tan extremadamente con sus angustias, que, si hubiera sido posible, hubiera tomado, y con toda su alma, sobre Sí todos los dolores de que veía a Cristo Saturado. Fue, pues, aun tiempo, fuerte y tierna, dura y dulcisima; avara para Sí misma, y pródiga con nosotros y por nosotros. A Ella, pues, conviene amar y honrar sobre todas las cosas, después de la Santísima Trinidad y de su Divino Hijo Jesucristo Nuestro Señor" ( S. Bonav., in I, D. 48, a. 2. q. 2, ad ult.)
Algunos autores, deseando hacer resaltar todo lo posible el consentimiento dado por la Virgen Santísima para el sacrificio de su Hijo, no han retrocedido ante una proposición verdaderamente terrible: María, en la disposición de su corazón, estaba dispuesta a inmolar a su Hijo con sus propias manos, si Dios hubiera hecho consistir en esto la salud de los hombres.
Esta opinión cuenta con otros partidarios. He aquí, por ejemplo, lo que encontramos en un libro notable por su ciencia y por su piedad: "Si Dios la hubiese mandado que con sus propias manos llevase a cabo la crucifixión de su Hijo, que la Providencia inescrutable había permitido a los malos, hubiera realizado esta voluntad con toda la prontitud y la resolución propias de un alma soberanamente sometida a las leyes de su Creador. Si la naturaleza se horroriza ante este pensamiento, basta que la gracia lo adore. Todo lo que la voluntad divina santifica, deja de ser cruel, impuro, malo y profano. (Lo que debe, no obstante, interpretarse sabiamente en el sentido que lo entiende el autor.) Si Dios se lo hubiera mandado, lo hubiese ejecutado; si lo hubiese ejecutado, hubiese hecho un acto de piedad más que generoso. Y que el Padre viviente se contentase con la preparación de su alma, sin querer el hecho, como se contentó con la de Abraham, no disminuye su dolor, sino que le da nueva materia para que crezca más y más. Supuesto que la voluntad de Dios hubiese intervenido, ¿no hubiera sido más honroso que manos llenas de santidad hubiesen tratado con más respeto, reverencia y devoción los sagrados miembros de Jesucristo que las impías manos de los verdugos y profanos, que fueron los instrumentos y ministros de su adorable sacrificio?" La Cruz de Cristo, en que están establecidas las verdades más hermosas de la Teología mística y de ta gracia santificante por el P. Luis Chardon, de la Orden de Predicadores, del convento de la calle Nueva Saint-Honoré. Premier entretien, ch. 31, p. 427. París, chez Bertier, 1647).
Entre estos autores se señalan dos más notables por su autoridad. Uno sería, tal vez, el canciller Gersón. No traemos aquí las palabras que le atribuyen, porque no las hemos hallado en el lugar en que debían estar, según las citas que de ellas se hacen. El otro es San Antonio, el ilustre y sabio Arzobispo de Florencia. Dejémosle hablar a él mismo en un párrafo que es suyo, indudablemente: "La Bienaventurada Virgen María estaba de pie junto a la Cruz, firme en su conformidad con la voluntad divina. Ella lo sabía: era decreto del Padre que su Hijo único sufriese todos los horrores de la Pasión, y sabía que ese Hijo había venido para esto del cielo a la tierra... De aquí su inquebrantable conformidad al divino beneplácito. No murmuraba de ver sufrir a Jesús; no se indignaba de ver a los judíos que le trataban tan cruelmente, después de haber recibido tantos beneficios. No llamaba sobre ellos la venganza del cielo, ni pedía que que se los tragase vivos la tierra, como merecían. Ni aun se la veía hacer esas demostraciones exteriores de dolor tan comunes en las otras mujeres. ¡No! Ella estaba de pie, llorando, sin duda, y anegada en dolor; pero tranquila, modesta, llena de virginal reserva y compostura. ¡Oh, Soberana mía! (exclama el mismo Santo, imitando a San Anselmo), ¡qué arroyos de lágrimas corrían por tus castos ojos cuando viste a tu inocentísimo Hijo, a tu Hijo único, preso, flagelado, coronado de espinas, crucificado; cuando aquella carne de tu carne se te presentaba tan horriblemente desgarrada por tantas llagas y heridas! Y, sin embargo, tan conforme estabas con la voluntad de Dios, que sobre todas las cosas deseabas la salud de la naturaleza humana. Así es que, me atrevo a decirlo, Ella misma, a falta de verdugos, hubiera puesto en la Cruz a su Hijo, si hubiera sido necesario que hiciese esto para la salud de los hombres y para cumplir más perfectamente Ella misma la voluntad del Padre. No es de creer, en efecto, que su obediencia fuese menos perfecta que la de Abraham, aquel padre de los creyentes que, para gloria de Dios, consintió en sacrificar con su mano misma a su propio y único hijo, Isaac. Estaba, pues, de pie, firme, inmóvil, en su entrega a la voluntad divina" (San Antonin. Flor., Sum theol., p. IV, tit. 15, c. 41, § 1).
Nada más verdadero que la reflexión de San Antonino sobre la actitud de la Virgen en el Calvario sobre la inefable conformidad de su querer con el del Padre y sobre los bienes inestimables que ella nos ha procurado. Pero, declarando todo nuestro pensamiento y todo lo que sentimos sobre esta materia, decimos que esa hipótesis que presenta a la Madre poniendo Ella misma en la Cruz a su Hijo y a su Dios nos repugna. Tiene un no sé qué de duro y penoso para nuestra devoción filial. Y puesto que nada, ni en la Escritura, ni en las comunicaciones divinas que fueron hechas a María, nada hay que dé pie para sospechar que Dios pudiera someterla a una prueba tan espantosa, ¿de qué sirve proponer y discurrir acerca de semejante hipótesis? Tanto menos, cuanto que tales suposiciones no son necesarias para entender que María no puso en su corazón reserva ni límite alguno a su completa ofrenda. Si fuera preciso hacer aquí alguna hipótesis de esa clase, preferiríamos esta otra que vamos a exponer, y que presenta algo que es menos terrorífico para la naturaleza. Supongamos, pues, que, por un imposible, el cuerpo de Cristo se fuese desprendiendo de la Cruz antes de que la muerte hubiese terminado la obra de la salud: sin duda alguna, Cristo se hubiese esforzado en permanecer sobre el leño del sacrificio, y María, la Mujer heroica entre todas, la Madre de los dolores, le hubiera ayudado con sus manos temblorosas, pero firmes, a quedarse en él: tanto estimaba Ella la parte escogidísima que le cupo en el gran acto de la Redención.
Sea como quiera, María coopera libremente .y generosamente a la ofrenda de la nueva Víctima. "Hace falta —dice Bossuet— que se una al Padre Eterno, que de común acuerdo entreguen al Hijo de ambos al suplicio; para esto la ha llamado la Providencia al pie de la Cruz" (Bossuet, I serm. de la Compasión de la Virgen Ssma.).
Ya hemos visto cómo respondió a los designios de Dios sobre Ella.
Había en el alma de esta augusta Madre un doble amor: el amor de la vida de su Hijo, de aquella vida que estimaba y amaba soberanamente, porque era una vida divina; el amor de la muerte de ese mismo Hijo, que deseaba con toda su alma, porque tal era el decreto del Padre y tal la condición sin la cual no podía ser reparada la gloria de Dios, ni rescatado el mundo.
¿Lo hemos oído bien? Lo que atrae las miradas de María, lo que no puede separar de su vista, son las llagas de Cristo. Mientras que los fariseos y los príncipes de los sacerdotes se complacen en ver en el Crucificado satisfecha su venganza y cumplido su odio; mientras las santas mujeres, al lado de la divina Madre, no ven en Cristo sino un objeto de la más dolorosa compasión, María, con los ojos de la fe, contempla en su Hijo Crucificado al Salvador que se inmola para la gloria del Padre y por la redención de la familia humana. Así, pues, lejos de quejarse del decreto providencial que la constituye espectadora de la muerte de Jesús, comprende la profunda razón que hay en ello, y dice en su corazón, al contrario de Agar: "Veré morir a mi hijo." Por esto, en medio de la turba de perseguidores, en medio de los insultos y maldiciones, la Mujer fuerte, llevada por un amor más fuerte que la muerte, ha seguido las huellas sangrientas que van del Pretorio al Calvario.
Cuando Jesucristo llenaba la Palestina de los beneficios de amor y del ruido de sus milagros; cuando los pueblos se agrupaban a su alrededor, cantando sus alabanzas y proclamándolo el Enviado del Cielo, el Cristo, Hijo de David, el Rey tan largo tiempo esperado, su Madre entonces se ocultaba a las miradas de todos, o ni aun estaba con Él. Pero en este momento en que está tal como Isasías lo describe: "despreciado y hecho el último de los hombres, Varón de los dolores, quebrantado por nuestros crímenes (Isa., LIII, 3 sqq.); llevando sobre Él toda la cólera del Padre, como que está cargado con todas las iniquidades del mundo", ahora María se encuentra a su lado, de pie, en evidencia, expuesta públicamente a todas las miradas. ¿Le preguntáis el porqué de esta conducta? "Ah, responde Ella
He aquí por qué hallamos a María cerca de Jesús agonizante, y cuáles son sus sentimientos, y cómo está firme, inquebrantable, de pie, stabat, junto a la Cruz de Jesús, debajo de ella.
Un devoto y sabio autor de la Edad Media, Arnoldo de Chartres, ha descrito felizmente esta unión de la Madre y del Hijo en la ofrenda de la Víctima santa: "Una, y perfectamente una, era la voluntad de Cristo y de María: ambos ofrecían juntos a Dios su holocausto: Ella, en la sangre de su corazón; Él, en la sangre de su carne: Haec in sanguine cordis, ille in sanguine carnis" (
II. María, de acuerdo con el Padre, ha entregado a su Hijo. Esto confiesa la Iglesia griega tan claramente como la latina. Prueba, esta oración que encontramos en su Liturgia: "Te lo suplico, ¡oh, Señora nuestra!: líbrame de la esclavitud de los espíritus malos. Tú, que has dado tu Hijo crucificado para que sea el común rescate del mundo, a fin de que, participando todos en la Redención, todos posean la paz de la salud" (San Sabbas., mell., 17 feb., ode 9. Cf. P. Simón Wafrnereck, Pietas Mariana Graec., p. I. n. 227).
¿No es, acaso, el mismo pensamiento el que respira esta otra oración, en que San Juan Damasceno describe con tanta viveza los dolores de la Madre y el ardiente deseo de la Redención que aguijonea su corazón inmaculado?: "La Oveja, contemplando sobre la Cruz a su Cordero y Pastor nuestro, dejaba escapar estas lastimeras palabras: El mundo se regocija con el beneficio de la Redención; pero, Hijo mío, ¡qué fuego quema mi corazón a vista del suplicio que Tú, pacientísimo y magnánimo Señor, sufres por las entrañas de tu misericordia Sin embargo, te lo suplico, ¡fuente inagotable de piedad!, que tus entrañas se conmuevan siempre, y perdona, Señor, los crímenes de todo el que honre con fe verdadera tus divinos tormentos".
Jesucristo, si hubiera querido, hubiese podido escapar de sus enemigos, bajar de la Cruz y no morir de aquella muerte ignominiosa y cruel; más de una vez lo demostró Él mismo en su Evangelio (Juan X, 18; Mathh. XXVI, 53). Pero había aceptado la misión de Salvador, y de Salvador por medio de la Cruz. En vano le gritan los judíos, con insolente ironía: "Que el Cristo, que el Rey de Israel baje ahora de la Cruz, y viéndolo creeremos en Él" (Marc.. XV. 82). A pesar de sus provocaciones, permanecerá en ella clavado hasta el último suspiro.
Tal es, igualmente, la disposición de su Madre. Aun cuando hubiera podido acercarse libremente hasta tocar la Víctima santa y desclavarla de los brazos de la Cruz para recibirla, llena de vida, sobre su corazón, no lo hubiese hecho. Esto nos enseñaba San Ambrosio cuando nos mostraba a la Santísima Virgen "menos preocupada de la muerte de su Hijo querido que de la salvación del mundo", que debía ser el precio de ella. Escuchemos, sobre este asunto, al Doctor Seráfico, hablando no solamente como místico, sino como teólogo. Comenzando por recordar que María, lo mismo que Cristo, en el Huerto de los Olivos, hubiese querido con su voluntad natural, es decir, con una voluntad condicional, apartar de sí los horrores de la Pasión, y que esta voluntad era meritoria, puesto que entraba en los designios de Dios, continúa el Santo de este modo: "No hay que dudar tampoco, en modo alguno, de que, con un corazón varonil y con una determinación muy constante, quiso también entregar su Hijo por la salud de todo el género humano, de tal suerte, que la Madre estaba enteramente conforme con el Padre. Así, pues, lo que debe hacer de Ella el más admirable objeto de nuestras alabanzas y de nuestro amor es que, por su libre querer, consintió en que su Hijo único fuese sacrificado por la común Redención de los hombres. Y, sin embargo, sufría tanto y tan extremadamente con sus angustias, que, si hubiera sido posible, hubiera tomado, y con toda su alma, sobre Sí todos los dolores de que veía a Cristo Saturado. Fue, pues, aun tiempo, fuerte y tierna, dura y dulcisima; avara para Sí misma, y pródiga
Algunos autores, deseando hacer resaltar todo lo posible el consentimiento dado por la Virgen Santísima para el sacrificio de su Hijo, no han retrocedido ante una proposición verdaderamente terrible: María, en la disposición de su corazón, estaba dispuesta a inmolar a su Hijo con sus propias manos, si Dios hubiera hecho consistir en esto la salud de los hombres.
Esta opinión cuenta con otros partidarios. He aquí, por ejemplo, lo que encontramos en un libro notable por su ciencia y por su piedad: "Si Dios la hubiese mandado que con sus propias manos llevase a cabo la crucifixión de su Hijo, que la Providencia inescrutable había permitido a los malos, hubiera realizado esta voluntad con toda la prontitud y la resolución propias de un alma soberanamente sometida a las leyes de su Creador. Si la naturaleza se horroriza ante este pensamiento, basta que la gracia lo adore. Todo lo que la voluntad divina santifica, deja de ser cruel, impuro, malo y profano. (Lo que debe, no obstante, interpretarse sabiamente en el sentido que lo entiende el autor.) Si Dios se lo hubiera mandado, lo hubiese ejecutado; si lo hubiese ejecutado, hubiese hecho un acto de piedad más que generoso. Y que el Padre viviente se contentase con la preparación de su alma, sin querer el hecho, como se contentó con la de Abraham, no disminuye su dolor, sino que le da nueva materia para que crezca más y más. Supuesto que la voluntad de Dios hubiese intervenido, ¿no hubiera sido más honroso que manos llenas de santidad hubiesen tratado con más respeto, reverencia y devoción los sagrados miembros de Jesucristo que las impías manos de los verdugos y profanos, que fueron los instrumentos y ministros de su adorable sacrificio?" La Cruz de Cristo, en que están establecidas las verdades más hermosas de la Teología mística y de ta gracia santificante por el P. Luis Chardon, de la Orden de Predicadores, del convento de la calle Nueva Saint-Honoré. Premier entretien, ch. 31, p. 427. París, chez Bertier, 1647).
Entre estos autores se señalan dos más notables por su autoridad. Uno sería, tal vez, el canciller Gersón. No traemos aquí las palabras que le atribuyen, porque no las hemos hallado en el lugar en que debían estar, según las citas que de ellas se hacen. El otro es San Antonio, el ilustre y sabio Arzobispo de Florencia. Dejémosle hablar a él mismo en un párrafo que es suyo, indudablemente: "La Bienaventurada Virgen María estaba de pie junto a la Cruz, firme en su conformidad con la voluntad divina. Ella lo sabía: era decreto del Padre que su Hijo único sufriese todos los horrores de la Pasión, y sabía que ese Hijo había venido para esto del cielo a la tierra... De aquí su inquebrantable conformidad al divino beneplácito. No murmuraba de ver sufrir a Jesús; no se indignaba de ver a los judíos que le trataban tan cruelmente, después de haber recibido tantos beneficios. No llamaba sobre ellos la venganza del cielo, ni pedía que que se los tragase vivos la tierra, como merecían. Ni aun se la veía hacer esas demostraciones exteriores de dolor tan comunes en las otras mujeres. ¡No! Ella estaba de pie, llorando, sin duda, y anegada en dolor; pero tranquila, modesta, llena de virginal reserva y compostura. ¡Oh, Soberana mía! (exclama el mismo Santo, imitando a San Anselmo), ¡qué arroyos de lágrimas corrían por tus castos ojos cuando viste a tu inocentísimo Hijo, a tu Hijo único, preso, flagelado, coronado de espinas, crucificado; cuando aquella carne de tu carne se te presentaba tan horriblemente desgarrada por tantas llagas y heridas! Y, sin embargo, tan conforme estabas con la voluntad de Dios, que sobre todas las cosas deseabas la salud de la naturaleza humana. Así es que, me atrevo a decirlo, Ella misma, a falta de verdugos, hubiera puesto en la Cruz a su Hijo, si hubiera sido necesario que hiciese esto para la salud de los hombres y para cumplir más perfectamente Ella misma la voluntad del Padre. No es de creer, en efecto, que su obediencia fuese menos perfecta que la de Abraham, aquel padre de los creyentes que, para gloria de Dios, consintió en sacrificar con su mano misma a su propio y único hijo, Isaac. Estaba, pues, de pie, firme, inmóvil, en su entrega a la voluntad divina" (San Antonin. Flor., Sum theol., p. IV, tit. 15, c. 41, § 1).
Nada más verdadero que la reflexión de San Antonino sobre la actitud de la Virgen en el Calvario sobre la inefable conformidad de su querer con el del Padre y sobre los bienes inestimables que ella nos ha procurado. Pero, declarando todo nuestro pensamiento y todo lo que sentimos sobre esta materia, decimos que esa hipótesis que presenta a la Madre poniendo Ella misma en la Cruz a su Hijo y a su Dios nos repugna. Tiene un no sé qué de duro y penoso para nuestra devoción filial. Y puesto que nada, ni en la Escritura, ni en las comunicaciones divinas que fueron hechas a María, nada hay que dé pie para sospechar que Dios pudiera someterla a una prueba tan espantosa, ¿de qué sirve proponer y discurrir acerca de semejante hipótesis? Tanto menos, cuanto que tales suposiciones no son necesarias para entender que María no puso en su corazón reserva ni límite alguno a su completa ofrenda. Si fuera preciso hacer aquí alguna hipótesis de esa clase, preferiríamos esta otra que vamos a exponer, y que presenta algo que es menos terrorífico para la naturaleza. Supongamos, pues, que, por un imposible, el cuerpo de Cristo se fuese desprendiendo de la Cruz antes de que la muerte hubiese terminado la obra de la salud: sin duda alguna, Cristo se hubiese esforzado en permanecer sobre el leño del sacrificio, y María, la Mujer heroica entre todas, la Madre de los dolores, le hubiera ayudado con sus manos temblorosas, pero firmes, a quedarse en él: tanto estimaba Ella la parte escogidísima que le cupo en el gran acto de la Redención.
Sea como quiera, María coopera libremente .y generosamente a la ofrenda de la nueva Víctima. "Hace falta —dice Bossuet— que se una al Padre Eterno, que de común acuerdo entreguen al Hijo de ambos al suplicio; para esto la ha llamado la Providencia al pie de la Cruz" (Bossuet, I serm. de la Compasión de la Virgen Ssma.).
Ya hemos visto cómo respondió a los designios de Dios sobre Ella.
Había en el alma de esta augusta Madre un doble amor: el amor de la vida de su Hijo, de aquella vida que estimaba y amaba soberanamente, porque era una vida divina; el amor de la muerte de ese mismo Hijo, que deseaba con toda su alma, porque tal era el decreto del Padre y tal la condición sin la cual no podía ser reparada la gloria de Dios, ni rescatado el mundo.
Estos dos amores hicieron agonizar a Cristo en el Huerto de las Olivas, y renuevan una agonía semejante en el alma de la Madre. Cristo aceptó el cáliz de amargura presentado por el ángel, triunfando del espanto de la naturaleza: "El cáliz que me ha dado mi Padre, ¿no quieres que lo beba?" (Juan XVIII, 11).
Así hace también la Santísima Virgen. Fiel imitadora de su Hijo, coloca su voluntad en la voluntad divina, y tomando su cáliz lo beberá hasta las heces, sin dejar caer la gota más pequeña, o, mejor dicho, beberá en el cáliz mismo de su Hijo. Por esto, después de haber visto a María participar en la oblación del Salvador, considerado como Sacerdote, nos resta el contemplarla compartiendo su oficio y su destino de Víctima.
Así hace también la Santísima Virgen. Fiel imitadora de su Hijo, coloca su voluntad en la voluntad divina, y tomando su cáliz lo beberá hasta las heces, sin dejar caer la gota más pequeña, o, mejor dicho, beberá en el cáliz mismo de su Hijo. Por esto, después de haber visto a María participar en la oblación del Salvador, considerado como Sacerdote, nos resta el contemplarla compartiendo su oficio y su destino de Víctima.
J.B. Terrien S.J.
MARIA MADRE DE DIOS Y
MADRE DE LOS HOMBRES
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