Las actas de este numeroso grupo de mártires africanos, que
caen también bajo el primer edicto de Diocleciano, tienen una historia
curiosa. Como se sabe, el año 411 es fecha famosa en los fastos de la Iglesia
africana, y señaladamente en la historia del lamentable y tenaz cisma
donatista, fruto amargo de los días de persecución. El 1° de junio del año
dicho, bajo la presidencia o alta inspección de un alto dignatario imperial, se
abrieron las sesiones de la más imponente reunión que viera jamás la Iglesia de
Cartago: doscientos ochenta y seis obispos católicos que iban a entrar en
debate contra doscientos setenta y nueve donatistas. Estos parece tuvieron
señalado interés en negar un lamentable episodio de su historia: la reunión de
los diez o doce obispos númidas que se juntaron en Cirta el año 305 para
consagrar al subdiácono Silvano como sucesor del obispo Pablo, nombre que
conocemos por las transcritas "actas de cobardía". Las actas de la
reunión de Cirta son también, siquiera en parte, conocidas, y es de lo menos
edificante que cabe leer. Aquella reunión, decían los donatistas, no pudo ser
tenida en plena persecución. Ahí estaban las actas de los santos Saturnino,
Dativo y sus compañeros, que pagaron con su vida sus reuniones. Los católicos
no rechazan como espurias las actas, sino que... oigamos a San Agustín,
presente en la famosa junta o conferencia de 411 y fiel historiador de ella:
Catholici respondebant multo facilius duodecirn homines in
domum conuenire potuisse eo tempore quo etiam congregationes plebium fieri
solebant, quamuis persecutione saeniente, sicut ipsis gestis martyrum
mostrabatur, qui confitebantur in passionibus suis se collectam et dominicum
egisse.
Posteriormente, sin embargo, un redactor donatista, en una
breve prefación y un largo epílogo, se despachó a su gusto contra los obispos
Mensurio y su sucesor Ceciliano.
Dom Ruinart creyó hacer obra buena cortando esas adiciones
sospechosas y publicando sólo lo que tomado de los archivos judiciales, lleva
indudable sello de autenticidad. Pero indudablemente obró mejor Baluze
(Miscellanea, ed. Mansi, 1761, p. 17) al publicar íntegras las actas. El
refundidor donatista, no se sabe bien el motivo, borró la indicación de los
cónsules, es decir, la fecha del martirio, que suple San Agustín: Gesta
martyrum quibus ostendebatur lempas persecutionis consulibus facta sunt Diocletiano nonies et Maximiano octies, pridie idus februarii, esto es, el 12
de febrero de 304.
Las reuniones se celebraron en la colonia de Abitinas, bajo la dirección del presbítero Saturnino, pues su obispo, sobre
el que pesaba el estigma de traditor, no tenía autoridad ninguna sobre aquel
grupo de fervientes, que desafiaban la persecución y los edictos imperiales.
Los magistrados de la colonia instruyen el proceso; pero éste se termina en el
tribunal del procónsul Anulino, en Cartago. El relato de las torturas que éste
inflige a los mártires es de verdad impresionante. Entre los retorcimientos del
potro y las desgarraduras de los garfios o restallar de los látigos se oyen los
gritos de dolor de los mártires, que se resuelven en cortas, penetrantes
oraciones a Cristo. De su muerte, en cambio, sólo sabemos lo que el autor
donatista nos dice con estas palabras:
Anulino proconsule aliisque persecutoribus interim circa
alia negotia occupatis beati martyres isti corporeis alimentis destituti,
paulatim et per intervalla dierum naturali conditioni, famis atrocitate
cogente, cesserunt et ad siderea regna cum palma martyrii migraverunt,
praestante Domino nostro Iesu, qui cum Patre, etc.
Se los abandonó, pues, en la cárcel, donde fueron poco a
poco pereciendo de hambre. Que no murieron al mismo tiempo, parece confirmarse
por el calendario cartaginés (Ruinart, p. 603), que celebra en diversos días a
varios de estos mártires.
I. En tiempos de Diocleciano y Maximiano declaró el diablo
la guerra a los cristianos del siguiente modo: exigió que se entregaran los
sacrosantos Testamentos del Señor y las Escrituras divinas para ser quemadas,
mandó derruir las basílicas consagradas al Señor y prohibió que se celebraran
los ritos sagrados y las santísimas reuniones del culto. Mas el ejército del
Señor Dios no pudo soportar tan feroz mandato y sintió horror de tan sacrílegas órdenes. Y así empuñando al punto las armas, salió a batalla para luchar, no
tanto contra los hombres cuanto contra el diablo. Cierto que algunos,
entregando a los gentiles las Escrituras del Señor y quemando en sacrílegas hogueras los Testamentos divinos, cayeron del quicio de la fe; pero hubo
muchísimos otros que, guardándolas y derramando por ellas de buena gana su
sangre, tuvieron valiente fin de su vida. Estos fueron los que, llenos de Dios,
derrotado y aplastado el diablo, llevando la vencedora palma de su martirio,
mártires todos ellos, firmaron con su propia sangre la sentencia contra los
traditores y sus cómplices, por la que los habían arrojado de la comunión de la
Iglesia. No era, en efecto, lícito por derecho divino que estuvieran juntos en
la Iglesia de Dios mártires y traditores.
II. Volaban, pues, de todas partes al campo de batalla
incontables escuadrones de confesores, y donde quiera hallaba cada uno al
enemigo, allí sentaba los reales del Señor. Así fue como en la ciudad de
Abitinas, al resonar la trompa guerrera en casa de Octavio Félix, los gloriosos
mártires levantaron las banderas del Señor, y celebrando allí, según costumbre,
los misterios del Señor, fueron detenidos por los magistrados de la colonia y
los soldados de guarnición. Su lista es como sigue:
Saturnino, presbítero, con sus cuatro hijos, a saber:
Saturnino, el joven, y Félix, lectores; María, virgen consagrada a Dios, y el
infante Hilarión; Dativo, senador; dos Félix, Emérito, Ampelio, Rogaciano,
Rogato, Jenaro, Casiano, Victoriano, Vincencio, Ceciliano, Restituta, Prima, Eva, otro Rogaciano, Givalio, Rogata, Pomponia, Secunda, Jenara,
Saturnina, Martín, Danto, Félix, Margarita, Mayor, Honorata, Regióla,
Victorino, Pelusio, Fausto, Daciano, Matrona, Cecilia, Victoria, Herectina,
otra Secunda, otra Matrona.
Todos éstos, detenidos, fueron, con júbilo suyo, conducidos
al foro.
III. Camino de este primer campo de batalla, rompía marcha
Dativo, a quien sus padres engendraron para que vistiera la blanca túnica de
senador en la curia celeste. Seguíale el presbítero Saturnino, cercado como de
una muralla por su numerosa prole, parte de la cual había de acompañarle en el
martirio, parte dejaría como prenda de su nombre a la Iglesia. A estos dos
seguía todo el escuadrón del Señor, en que centelleaban esplendentes las armas
del cielo, el escudo de la fe, la loriga de la justicia, el casco de la
salvación y la espada de dos filos de la palabra de Dios. Confiados en ellas,
prometían a los hermanos la esperanza de la victoria.
Llegaron, en fin, a la pública plaza de la mentada ciudad.
Allí dieron la primera batalla y ganaron la palma de la confesión de la fe, que
se hizo constar en el informe de los magistrados. Por cierto que en esta misma
plaza había ya antes combatido el cielo en favor de las Escrituras del Señor.
Fundano, en otro tiempo obispo de la misma ciudad, las había entregado para ser quemadas; el sacrílego magistrado iba ya a prenderles fuego cuando,
súbitamente, en plena serenidad de la atmósfera, cae un chaparrón de agua que
apagó el fuego que iba a prender en las Escrituras santas. Furiosos los
elementos en defensa de las Escrituras, una granizada devastó toda la región.
IV. Así, pues, en Abitinas recibieron los mártires de
Cristo, las primeras ansiadas cadenas, y, enviados de allí a Cartago, alegres y
jubilosos, no cesaron en todo el camino de entonar cánticos al Señor. Llegaron,
en fin, al tribunal del entonces procónsul Anulino, y, firmes y valientes, en
cerrado escuadrón, con constancia del Señor venida, rechazaron todos los
asaltos del diablo enfurecido. Mas viendo que nada podía contra todos los
soldados de Cristo juntos la rabia diabólica, pidió sacarlos uno a uno a
combate. Cómo se hubieran en éste, no lo contaré tanto con palabras mías
cuanto de los mismos mártires, a fin de dar a conocer hasta dónde llegó el atrevimiento
del furioso enemigo en los tormentos y aun en la sacrílega invectiva contra los
mártires, y sea alabada en la paciencia de ellos y aun en su misma confesión de
la fe la prepotente virtud de Cristo Señor.
V. Fueron, pues, presentados al procónsul por oficiales del
tribunal, y se le informó tratarse de un grupo de cristianos remitidos por los
magistrados de Abitinas, que los habían sorprendido celebrando, contra la
prohibición de los emperadores y cesares, una reunión de culto con los
correspondientes misterios. El primero a quien interrogó el procónsul fue Dativo, preguntándole por su condición y si había tomado parte en la reunión.
Confesó él ser cristiano y haberse hallado en la reunión, y el procónsul pasó
adelante interrogándole quién era el organizador de aquella santísima junta.
Inmediatamente, se da orden a los oficiales que le levanten sobre el potro y
tendido allí le desgarren con uñas de hierro. Los verdugos cumplieron la orden
con atroz velocidad, y a los tormentos unían sus dicharachos crueles; y cuando
estaban ya con los garfios en alto para hincarlos en los costados, a ese fin
desnudos, del mártir, Télica, mártir fortísimo, se precipitó él mismo a las
torturas, gritando:
—Somos cristianos. Por nosotros mismos nos hemos reunido.
El furor del procónsul se encendió al punto, y arrebatado,
gravemente herido por la espada del espíritu, hizo moler a durísimos palos al
mártir de Cristo, le mandó extender sobre el caballete y allí desgarrarle con
rechinantes garfios. Mas el gloriosísimo mártir Télica, en medio de la rabia de
los verdugos, dirigía a Dios, con acción de gracias, súplicas como éstas:
—Gracias sean a Dios. En tu nombre, Cristo, Hijo de Dios,
libra a tus siervos.
VI. Mientras estas súplicas hacía, díjole el procónsul :
—¿Quién es, junto contigo, cabeza de vuestras reuniones?
Extremaba el verdugo su crueldad, y el mártir respondió con
voz clara:
—El presbítero Saturnino y todos nosotros.
¡Oh mártir, que a todos da la primacía! Porque no prefirió
el presbítero a los hermanos, sino que juntó los hermanos al presbítero en la
gloria de la confesión de la fe. Buscando, pues, el procónsul a Saturnino,
Télica se lo señaló; no que lo traicionara, pues lo veía consigo combatiendo
contra el diablo, sino que quería hacer patente al procónsul que la reunión era
auténticamente de culto, cuando con ellos se había hallado también un
sacerdote. A par de la voz manaba la sangre del mártir, suplicando a Dios; y,
acordándose de los mandatos del Evangelio, entre las desgarraduras de su
cuerpo, pedía perdón por sus enemigos. Y era así que, en medio de las
gravísimas torturas de sus llagas, increpaba tanto a sus atormentadores como al
procónsul con palabras como éstas:
—Obráis injustamente, infelices; estáis obrando contra Dios.
¡Oh Dios altísimo, no les imputes estos pecados! Pecáis, infelices; contra Dios
estáis obrando. Guardad los mandamientos del Dios altísimo. Injustamente obráis,
infelices. Estáis desgarrando a inocentes. Nosotros no somos homicidas; a nadie
hemos hecho daño. Dios mío, ten compasión de mí; te doy gracias, Señor; por tu
nombre, dame fuerza para sufrir. Libra a tus siervos del cautiverio de este
siglo. Te doy gracias, y no tengo bastantes fuerzas para dártelas.
Y como a golpes de los garfios los surcos de sus costados se
hicieran más y más profundos, y con las violentas desgarraduras manara una ola
de sangre, oyó el mártir que le decía el procónsul:
—Vas a empezar a sentir lo que os espera sufrir.
A lo que contestó el mártir:
—Para gloria. Doy gracias al Dios de los reinos. Ya se me
presenta el reino eterno, el reino incorruptible. Señor Jesucristo, somos
cristianos, a ti servimos; tú eres nuestra esperanza, tú eres la esperanza de
los cristianos. Dios santísimo, Dios altísimo, Dios omnipotente. A ti te
rendimos alabanzas, por tu nombre, Señor Dios omnipotente.
Mientras así oraba, el diablo, por boca del juez, le dijo:
—Lo que debías haber hecho era observar el mandato de los
emperadores y Césares.
Con cuerpo rendido de fatiga, mas victorioso en su alma, con
fuerte y constante palabra proclamó el mártir.
—Yo no me cuido sino de la ley de Dios que he aprendido. Ésa
es la que guardo, por ella voy a morir, en ella quiero consumar mi vida: fuera
de ella, ninguna otra existe.
Con tales dichos del mártir gloriosísimo, era Anulino más
que él propio quien se atormentaba.
En fin, saciada le ferocidad del procónsul:
—¡Basta!—dijo a los verdugos; y recluyendo al mártir en la
cárcel, le destinó para martirio digno de él.
VII. Después de Télica, fue levantado Dativo por el Señor en
el combate. Extendido en el caballete, había estado contemplando de cerca la
lucha denodada de Télica; y, llegada su vez, proclamó repetidas veces ser
cristiano y que había tomado parte en la reunión. Surgió entonces Fortunaciano,
hermano de Victoria, mártir santísima, pero ajeno por entonces al culto
santísimo de la religión cristiana, y empezó a incriminar al mártir suspendido
en el potro con profanas voces, a este tenor:
—Éste es, señor, el que en ausencia de mi padre, cuando yo
estudiaba aquí, engañó a mi hermana Victoria, y de esta espléndida ciudad de
Cartago se la llevó consigo, juntamente con Secunda y Restituta, a la colonia
de Abitinas. Jamás entró en nuestra casa sino cuando tenía ocasión de atraerse,
no sé con qué persuasiones, los ánimos de las niñas.
Pero Victoria, mártir clarísima del Señor, no pudo sufrir que un senador, compañero suyo de martirio, fuese atacado con un falso
testimonio, y al punto, irrumpiendo con cristiana libertad:
—Nadie—dijo—me persuadió a salir de aquí, y no marché con él
a Abitinas. Esto puedo demostrarlo con testigos; todo lo que he hecho, lo he
hecho espontáneamente y porque me ha dado la gana. Sí, yo he asistido a la
reunión y he celebrado los misterios del Señor, porque soy cristiana.
Entonces, el desvergonzado amontonaba maldiciones sobre
maldiciones contra el mártir, y éste, desde el caballete, se las deshacía una a
una con respuestas verdaderas. A todo esto, Anulino, ardiendo en ira, manda que
se le claven bien fuertes los garfios al mártir. Al punto los verdugos hallaron
los costados desnudos y preparados para los sangrientos golpes. Volaban las
atroces manos más ligeras que los veloces mandatos, y, rota la piel y
desgarradas las entrañas, el interior del pecho quedó patente, por la trabada
crueldad, a las criminales miradas de los profanos. Entre todas estas torturas,
el alma del mártir permanece inconmovible, y por más que se le rompan los
miembros, se desgarren sus entrañas y se deshagan sus costados, el ánimo del
mártir sigue entero e inalterable. En fin, acordándose Dativo de su dignidad,
pues era senador, bajo la furia del verdugo, dirigía al Señor súplica como
ésta:
—¡Oh Cristo Señor, no quede yo confundido!
Con esta oración, el mártir beatísimo, lo que del Señor
pidió, tan fácilmente lo obtuvo cuan brevemente lo suplicó.
VIII. Por fin, el procónsul, con alma alterada, dejó salir
de su boca la orden de cese en los tormentos. Cesaron los verdugos, pues no era
bien que el mártir de Cristo fuera atormentado en asunto que atañía a su
compañera de martirio, Victoria. También Pompeyano, cruel acusador de sospechas
indignas, vino a añadir sus calumnias contra Dativo; pero el mártir de Cristo
le despreció y aplastó:
—¿Qué haces aquí, diablo, calumniador? ¿A qué te enconas
todavía contra los mártires de Cristo?
Por el senador y mártir del Señor fue juntamente vencido el
poder y la rabia forense. Mas como no podía ser sino que el clarísimo mártir
fuera también torturado por Cristo, preguntóle el procónsul si había asistido a
la reunión; a lo que contestó haber llegado cuando estaba ya iniciada y haber
celebrado, a una con sus hermanos y con la devoción debida, los misterios del
Señor; el autor, por lo demás, de aquella santísima junta no era uno solo.
Estas declaraciones excitaron nuevamente y con más furor al presidente contra
Dativo, y así, recrudeciéndose su rabia, nuevamente la doble dignidad del
mártir es profundamente labrada por los surcos de los garfios. Mas el mártir,
entre los durísimos tormentos de sus llagas, repetía su primera oración:
—¡Te ruego, oh Cristo, no sea yo confundido! ¿Qué he hecho?
Saturnino es nuestro sacerdote.
IX. Mientras los duros y feroces verdugos iban rayendo con
corvas uñas los costados del mártir, llevando la crueldad por maestra, el
presbítero Saturnino es llamado a la batalla. Éste, que, absorto en la
contemplación del reino celeste, reputaba menudos y muy leves los sufrimientos
de sus compañeros, empezó también a sentir en sí la dureza de tales combates.
El procónsul le dijo:
—Tú has obrado contra el mandato de los emperadores y
césares, reuniendo a todos éstos.
El presbítero Saturnino, por inspiración del Espiritu del
Señor, respondió:
—Hemos celebrado tranquilamente el día del Señor.
Díjole el procónsul:
—¿Por qué?
Respondió Saturnino:
—Porque la celebración del día del Señor no puede
interrumpirse.
Apenas oyó esto el procónsul, dio orden de que Saturnino
fuera atado para la tortura enfrente de Dativo. Éste, entre tanto, contemplaba,
más que sentía, la carnicería de su propio cuerpo, y, teniendo su mente y su
alma suspensas en el Señor, no tenía en nada el dolor de su cuerpo. Sólo rogaba
al Señor diciendo:
—¡Socórreme, te suplico, oh Cristo! Ten piedad de mí. Salva
mi alma, guarda mi espíritu, para que no quede yo confundido. ¡Suplicóte, oh
Cristo; dame fuerza para sufrir!
El procónsul le dijo:
Tu deber era, tuyo más que de nadie,
desde esta espléndida ciudad, hacer que los otros entraran en razón y no obrar
contra lo mandado por los emperadores y césares.
A lo que el mártir, con más fortaleza y constancia, gritaba:
Soy cristiano.
Vencido por esta palabra el diablo:
¡Basta!—dijo el procónsul. Y arrojándolo al mismo tiempo a
la cárcel, reservó al mártir para martirio digno de él.
X. Respecto al presbítero Saturnino, empapado, al ser
suspendido sobre el caballete, en la sangre aún reciente de los mártires, con
ello se le avisaba que perseverara en la fe de aquellos sobre cuya sangre
estaba tendido. Interrogado si él había sido promotor de la junta y quién los
reuniera a todos, respondió:
—Sí, yo he asistido a la reunión.
En este momento, saltando al combate el lector Emérito,
mientras el sacerdote luchaba:
Yo soy—dijo—el responsable, pues las reuniones se han
celebrado en mi casa.
Mas el procónsul, que tantas veces había sido ya vencido,
tenía horror a los asaltos de Emérito. Sin embargo, vuelto al Presbítero:
—¿Por qué has obrado contra lo mandado, Saturnino?—le dijo.
Respondió éste:
—Porque el día del Señor no puede interrumpirse. Así lo
manda la ley.
Entonces el procónsul:
—Sin embargo, no debiste despreciar la prohibición de los
emperadores, sino observarla y no obrar contra su mandato.
Y con voz muy de atrás ejercitada contra los mártires, dio orden a los atormentadores que redoblaran su furia, en lo que fue con presteza
obedecido. Lánzanse, en efecto, los verdugos sobre el cuerpo senil del
presbítero y, con bárbara rabia, rota la trabazón de los nervios, lo desgarran
con suplicios gemebundos y con tormentos de nuevo género, inventados contra el
sacerdote de Dios. Allí era de ver cómo se ensañaban los verdugos, con hambre rabiosa, cual si trataran de saciarla en las
llagas del mártir, y cómo, rotas las entrañas, entre el rojo de la sangre, se
veían amarillear los desnudos huesos. Y, entre tanto, el sacerdote suplicaba al
Señor no dejara a su alma abandonar el cuerpo entre las pausas de los
atormentadores, cuando aún le esperaba el último suplicio:
—¡Te ruego, oh Cristo, óyeme! Gracias le doy, Dios mío;
manda que sea yo degollado. ¡Te suplico, oh Cristo, ten compasión de mí! ¡Oh
Hijo de Dios, socórreme!
A lo que le dijo el procónsul:
—¿Por qué has obrado
contra lo mandado?
Y el sacerdote:
—La ley así lo manda, la ley así lo enseña.
¡Oh respuesta
digna de toda admiración, respuesta divina de un sacerdote y maestro merecedor
de todo elogio! Aun entre los tormentos, el sacerdote predica la ley santísima,
por la que de buena gana está soportando tan terribles suplicios. Espantado, en
fin, Anulino por la palabra de la ley:
—¡Basta!—dijo; y volviéndole a la custodia de la cárcel, le
destinó al deseado suplicio.
XI. En cuanto a Emérito, puesto ante el tribunal:
—¿En tu
casa—díjole el procónsul— se han tenido reuniones de culto contra los preceptos
de los emperadores?
Emérito, inundado del Espíritu Santo, respondió:
—Sí, en mi
casa hemos celebrado los misterios del Señor.
Procónsul:
—¿Por qué les permitiste entrar?
Emérito :
—Porque son mis hermanos, y no podía impedírselo.
Procónsul:
—Pues tu deber era impedírselo.
Emérito :
—No me era posible, pues nosotros no podemos vivir sin
celebrar el misterio del Señor.
Inmediatamente dio el procónsul orden de que también Emérito
fuera tendido en el caballete, y allí tendido se le atormentara. Los verdugos
se sucedían en darle terribles golpes, y él oraba y decía:
—¡Te ruego, oh Cristo, socórreme! Contra el mandato de Dios
estáis obrando, ¡oh infelices!
El procónsul le interrumpió:
—No debías haberlos recibido.
el mártir:
—Yo no podía menos de recibir a mis hermanos.
A lo que replicó el sacrílego procónsul:
—Pero antes era la orden de los emperadores y Césares.
al contrario, el religiosísimo mártir:
—Antes es Dios—dijo—, no los emperadores. ¡Te suplico, oh
Cristo! A ti te doy alabanzas. ¡Cristo Señor, dame fuerzas para sufrir!
Mientras así oraba, intervino el procónsul, preguntándole:
—¿Tienes, pues, algunas Escrituras en tu casa?
Respondió el mártir:
—Las tengo, pero en mi corazón.
El procónsul:
—En tu casa es donde te pregunto. ¿Las tienes o no no las
tienes?
El mártir :
—Las tengo en mi corazón. ¡Te suplico, oh Cristo! A ti alabanzas. ¡Líbrame, oh Cristo; por tu nombre padezco!
Por breve tiempo padezco, con gusto padezco. ¡Cristo Señor, que no sea yo
confundido!
¡Oh mártir, que se acordó del Apóstol, pues tuvo la ley del
Señor, escrita no con tinta, sino con Espíritu de Dios vivo; no en tablas de
piedra, sino en las tablas de carne del corazón! (2 Cor. III, 13). ¡Oh mártir,
apto para la ley sagrada y custodio suyo diligentísimo, que, horrorizado del
crimen de los traditores, para no perder las Escrituras del Señor, las escondió
en lo secreto de su pecho! Dándose de ello cuenta, el procónsul: —¡Basta!—dijo, y
mandando levantar acta de su declaración, así como de las confesiones de todos
los otros, añadió:
—Según vuestro merecido y de acuerdo con vuestra misma
confesión, todos sufriréis el debido castigo.
XII. Parecía ya mitigarse la ferina rabia del procónsul,
saciada con boca ensangrentada en los tormentos de los mártires. Mas en aquel
punto, Félix, que lo fue de nombre y de martirio, se adelantó a la batalla, y
con él todo el ejército del Señor, que seguía aún compacto e invicto. El
tirano, derrotado en su alma, con voz baja, deshecho su cuerpo y espíritu, se
dirigió al grupo entero y les dijo:
—Espero que habéis de elegir obedecer las órdenes
imperiales, si queréis salvar vuestra vida.
Y los confesores del Señor, invictos mártires de Cristo,
como por una sola boca, contestaron:
—Nosotros somos cristianos, y no podemos guardar otra ley
que la ley santa del Señor, hasta el derramamiento de nuestra sangre.
Herido por esta palabra el enemigo, le dijo a Félix:
—No te pregunto si eres cristiano, sino si has celebrado
reuniones o tienes en tu poder Escrituras.
¡Necia y ridicula pregunta del juez! "Si eres—le
dice—cristiano, cállatelo; pero dime- añade -si asististe a la reunión."
Como si el cristiano pudiera pasar sin celebrar el misterio del Señor o el
misterio del Señor pudiera celebrarse por otro que por el cristiano. ¿Ignoras,
Satanás, que el cristiano está asentado en el misterio del Señor y el misterio
del Señor en el cristiano, de suerte que no es posible se dé el uno sin el
otro? Cuando oigas el nombre, reconoce la concurrencia ante el Señor; cuando
oigas la reunión, reconoce el nombre. En fin, el mártir te conoce y se burla de
ti. Con respuesta como ésta te contunde:
—Sí; hemos con toda solemnidad celebrado nuestra reunión, y
siempre que nos juntamos a los misterios del Señor es para leer las divinas
Escrituras.
Gravemente confundido Anulino con esta confesión, le manda
azotar con varas, tan bárbaramente que, exánime ya, terminado su martirio,
Félix se junta presuroso al coro celeste de los mártires en los estrados de las
estrellas. A este Félix siguió otro, que lo fue también de nombre y de
confesión. Efectivamente, después de combatir con valor semejante, machacado
por la tunda de palos, murió en la cárcel, de resultas de los tormentos, y se
unió al martirio del primer Félix.
XIII. Después de éstos entró en la liza Ampelio, guardián de
la ley y fidelísimo conservador de las divinas Escrituras. Preguntóle el
procónsul si había asistido a las reuniones, y, risueño y tranquilo, con alegre
voz, respondió:
—Sí, yo me reuní con mis hermanos, celebré los misterios del
Señor y tengo conmigo las Escrituras, pero escritas en mi corazón. ¡Oh Cristo,
a ti te doy alabanzas! ¡Escúchame, Cristo!
Habiendo dicho esto, golpeado en el cuello, le envían a la
cárcel, donde entró alegre, al lado de sus hermanos, como si entrara ya en el
tabernáculo del Señor.
A éste siguió Rogaciano, quien, a pesar de haber confesado
el nombre del Señor, se juntó a los hermanos susodichos sin pasar por tortura
alguna. En cambio, Quinto, después de confesar de modo egregio y magnífico el
nombre del Señor, fue azotado con varas, y así le echaron en la cárcel,
reservado para martirio digno de él. A éste siguió Maximiano, par en la
confesión de la fe, semejante en la lucha, igual en los triunfos de la
victoria. Después de éste, Félix el joven, proclamando que la celebración de
los misterios del Señor son la esperanza y salvación de los cristianos, al ser
igualmente azotado con, varas:
—Yo—dijo—celebré devotamente los misterios del Señor, y me
junté con mis hermanos, porque soy cristiano.
Por esta confesión, mereció ser también él asociado a los
susodichos hermanos.
XIV. Saturnino el joven, santa descendencia de Saturnino, el
presbítero mártir, se acercó presuroso al deseado combate, como si tuviera
prisa por igualarse en las gloriosísimas virtudes a su padre.
El procónsul, furibundo, por sugestión del diablo, le dijo:
—¿También tú, Saturnino, asististe?
Saturnino respondió:
—Yo soy cristiano.
—No te pregunto eso—replicó el procónsul—, sino si
celebraste los misterios del Señor.
Respondió Saturnino: Sí, los celebré, porque Cristo es
nuestro Salvador.
Oído el nombre de "Salvador", Anulino se enciende
en ira y manda que preparen para el hijo el potro en que había sufrido el
padre. Tendido en él Saturnino, díjole el procónsul:
—¿Qué declaras, Saturnino? ¿Ves dónde estás puesto? ¿Tienes
alguna Escritura?
Saturnino:
—Yo soy cristiano.
El procónsul:
—Yo te estoy preguntando si fuiste a la junta y si tienes
Escrituras.
Saturnino:
—Yo soy cristiano, y no hay otro nombre que, después del de
Cristo, debamos guardar como santo, sino éste.
Inflamado el diablo con esta confesión:
—Ya que persistes—dijo—en tu obstinación, es preciso
someterte también a ti a los tormentos. Di si tienes alguna Escritura.
—Y
dirigiéndose a los oficiales:
—Que se le atormente.
Iban los verdugos, cansados antes de herir al padre, a
descargar sus golpes sobre los costados del hijo y a mezclar la sangre paterna,
húmeda aún en los garfios, con la del joven de ella nacida. Allí era de ver
cómo fluía la sangre, por entre los surcos de las abiertas heridas, de los costados
del hijo, como antes de los del padre, y cómo los garfios chorreaban mezcladas
sangre de uno y otro. Mas el joven, cobrando nuevo vigor con la mezcla de su
legítima sangre, más sentía alivio que tormento, y, creciendo su fortaleza
entre las mismas torturas, con tortísimas voces gritaba:
—Sí, tengo las Escrituras; pero en mi corazón. ¡Te suplico,
oh Cristo, dame fuerza para sufrir; en ti está mi esperanza!
Anulino le dijo:
—¿Por qué obraste contra lo mandado?
Respondió el mártir:
—Porque soy cristiano.
Oído esto:
—¡Basta!—dijo; y cesando inmediatamente el tormento, le
mandó a la compañía de su padre.
XV. Entre tanto, con el resbalar de las horas, el día se iba
sumergiendo en la noche, y terminados a una con el sol los tormentos, se calmó
la negra rabia de los atormentadores y parecía languidecer a par de la crueldad
de su juez. Mas las legiones del Señor, en las que Cristo, luz eterna, refulgía
con el esplendor deslumbrante de los años celestes, se lanzaban al combate con
nueva valentía y constancia. El enemigo del Señor, vencido en tantas batallas
gloriosísimas de los mártires, derrotado en tan grandes encuentros, abandonado del día y alcanzado de la
noche, desbaratado por el cansancio de los mismos verdugos, no se sentía con
ánimos para seguir combatiendo con ellos uno a uno, y así trata de sondear en
masa los ánimos de todo el ejército del Señor y de tantear las mentes devotas
de los confesores con preguntas como ésta.
Ya habéis visto lo que han sufrido los que han perseverado,
y lo que tendrán que sufrir todavía los que persistan en confesarse cristianos.
Por tanto, el que de entre vosotros quiera alcanzar el perdón y salvar la vida,
no tiene más que declarar.
A esto, los confesores del Señor, los gloriosos mártires de
Cristo, alegres y triunfantes, no por las palabras del procónsul, sino por la
victoria del martirio, hirvientes del Espíritu Santo, con voz más fuerte y más
clara que nunca, todos a una voz contestaron:
—Somos cristianos.
Quedó con estas palabras derrotado el diablo y, rebatido y
confuso Anulino, arrojándolos a todos a la cárcel, destinó a aquellos santos
para el martirio.
XVI. No podía el devotísimo sexo de las mujeres, el coro de las sagradas vírgenes, verse privado de la gloria de tan grande
combate, y fue así que todas las mujeres del grupo, por el auxilio de Cristo
Señor, en Victoria lucharon y fueron coronadas. Fue en efecto, Victoria la más
santa de las mujeres, la flor de las vírgenes, el honor y dignidad de los
confesores, noble de origen, santísima por su devoción, templada en sus
costumbres. Los dones de naturaleza brillaban más por el candor de su
honestidad, y a la belleza de su cuerpo respondía la fe más bella de su alma y
la integridad de su castidad. Su alegría era sin límites cuando se consideraba
destinada a alcanzar la segunda palma en el martirio del Señor. En efecto,
desde su infancia brillaban en ella los claros signos de la pureza, y era de
ver, en sus tiernos años, un rigor castísimo de alma y una como dignidad de su
futuro martirio. Llegada, en fin, a mayor de edad, sus padres quisieron
forzarla, contra toda su voluntad y sin mirar a su repugnancia, a que se
casase, y estaban ya para entregarla contra su gusto a un esposo; mas ella,
para huir al raptor, se precipitó, niña como era, por una ventana abajo, y,
sostenida por las auras servidoras, la recibió ilesa la tierra en su regazo. No
hubiera después luchado también por Cristo Señor si en aquel trance hubiera
muerto por sola la castidad. Librada, pues, de las teas nupciales y burlados
juntamente padres y novio, saltando poco menos que de entre la concurrencia a
su boda, se refugió, virgen intacta, a la morada del pudor y puerto de la
castidad que es la Iglesia. Allí, con nunca manchado pudor, conservó la
sacratísima cabellera de su cabeza, consagrada y dedicada a Dios en perpetua
virginidad. Así, pues, cuando Victoria corría presurosa al martirio, llevaba ya
delante, con diestra triunfal, la palma y flor de la pureza.
Preguntóle el procónsul qué fe profesaba, y ella, con voz
clara, contestó:
—Soy cristiana.
Su hermano Fortunaciano, abogado y defensor suyo, quiso
demostrar con varios argumentos que estaba mentecata. Mas ella replicó:
—Mi mente está sana y jamás he cambiado.
El procónsul:
—¿Quieres marchar con tu hermano Fortunaciano?
Victoria :
—No quiero, porque soy cristiana y mis hermanos son los que
guardan los mandamientos de Dios.
¡Oh niña, fundada en la autoridad de la divina ley! ¡Oh
virgen gloriosa, con razón consagrada al Rey eterno! ¡Oh mártir beatísima,
gloriosa por la profesión evangélica! Con palabra del Señor dijo: "Mis
hermanos son los que guardan los mandamientos de Dios" (Mt. 12, 48).
Oída esta respuesta, Anulino, deponiendo su autoridad de
juez, se abajó a persuadir a la niña:
—Mira lo que haces—le dijo—; ya ves, en efecto, a tu hermano
cómo desea obtener tu salvación.
Respondió la mártir de Cristo:
—Es resolución que yo he tomado y jamás la he mudado. Es
cierto que asistí a la reunión y celebré los misterios del Señor con mis
hermanos, porque soy cristiana.
Oyendo esto Anulino, se encendió agitado de furia, y
mandando a la cárcel, con los demás, a la niña sacratísima, los reservó a todos
para la Pasión del Señor.
XVII. Quedaba todavía Hilariano, uno de los hijos del
presbítero mártir Saturnino, niño todavía, que sobrepujaba su tierna edad con
la grandeza de su devoción. Éste, ganoso de juntarse a los triunfos de su padre
y hermanos, no tanto tuvo horror de las feroces amenazas del tirano, cuanto las
redujo a nada. Así, preguntándole el procónsul si había seguido a su padre y
hermanos, con toda presteza se oyó la juvenil respuesta que salía de un breve cuerpecillo, y el estrecho pecho del niño se abre entero para confesar al
Señor, diciendo:
—Yo soy cristiano, y espontáneamente y por propia voluntad
asistí a la reunión, junto con mi padre y mis hermanos.
Parecía como que la voz del mártir Saturnino, padre, salía
por la boca del dulce hijo, y la lengua que ahora confesaba a Cristo cobraba
firmeza del ejemplo del hermano. Pero el necio presidente, no dándose cuenta que no eran los hombres, sino Dios mismo quien combatía contra él en los
mártires, ni entendiendo que en años de niño pudiera haber ánimos de hombre,
creía que el muchacho iba a espantarse con tormentos que espantan, en, efecto,
a los niños:
—En fin—le dijo—, te voy a cortar el pelo, la nariz y las
orejas, y así te soltaré.
A lo que Hilariano, glorioso por las hazañas de su padre y
hermanos, que había aprendido ya de sus mayores a despreciar los tormentos, con
voz clara respondió:
—Haz lo que te diere la gana; pero yo soy cristiano.
Inmediatamente dio orden de que lo metieran tambien en la cárcel, y con grande gozo se oyó la voz de
Hilariano, que decia:
—¡Gracias a Dios!
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