Vistas de página en total

lunes, 26 de septiembre de 2011

CUESTIONES PATOLOGICAS.EL FACTOR RELIGIOSO EN LAS ENFERMEDADES

Es enseñanza formal de la Iglesia, que la muerte entró al mundo sólo a consecuencia del pecado: el día en que comas del fruto prohibido, tú morirás." El libro de La sabiduría declara: "Es por la envidia del demonio que la muerte ha entrado en el mundo" (II, 24).

"Según el Apóstol (San Pablo) —escribe San Agustín—, el cuerpo muere, no ya por la fragilidad innata a todo lo que está hecho de barro, sino por causa del pecado" (De Peccat. mefitis, I, 3-4).

Y los Concilios de Mileves, Cartago, Orange y Trento con­firmaron la doctrina: "Si alguno no confiesa que Adán, el pri­mer hombre, transgrediendo la orden de Dios en el Paraíso, perdió inmediatamente la santidad y la justicia en las que había sido creado, incurriendo por esa ofensa en la cólera y la indig­nación de Dios y, en consecuencia, en la muerte..., que sea excomulgado" (Denzinger).

"De acuerdo con la fe católica —dice más exactamente San­to Tomás—, es deber el creer que la muerte y las otras debilidades de la vida presente, son los efectos del pecado original". Y Bossuet resume en una frase: "La inmortalidad debe ser la compañera inseparable de la inocencia".

El árbol de la vida. El Génesis (II, 9) menciona un árbol de la vida, que se hallaba en el centro del Paraíso terrenal, y después de la falta de Adán, Dios dice: "Impidamos, pues, en­tretanto que tienda su mano al árbol de la vida, que tome de sus frutos y que, comiéndolos, viva eternamente". Y des­pués de haber echado a los culpables del Paraíso, "... colocó Querubes delante del jardín de las delicias, que hacían resplan­decer una espada de fuego, para guardar el camino que llevaba al árbol de la vida".

La tradición del árbol de la vida es uno de esos elementos bíblicos que se encuentran en muchas religiones, atestiguando la unidad de la raza humana, la unidad y realidad de la Revela­ción y lo ilusorio que resulta tratar de reducir la elaboración de las religiones a un simple trabajo subjetivo. "Los monumentos asirios y babilonios, los libros mazdeístas representan o cono­cen un árbol sagrado que da la vida. Los Vedas de los hindúes hablan de un árbol del que fluye la savia de la vida. En el paraí­so terrenal de los Chinos, crecen árboles encantados; ese jardín floreciendo produce la vida; es el camino del cielo, y la conser­vación de la vida depende allí del fruto de un árbol" (Mangenot, en Dicí. de la Bible).

Los teólogos han discutido sobre el carácter real o simbó­lico, sobre las virtudes naturales o sobrenaturales, del árbol de la vida. Se llega generalmente a concluir por una parte en su realidad y por otra en la cualidad natural de sus virtudes: "Dios —nos dice Bossuet— puede anexar a las plantas ciertas virtu­des naturales en relación con nuestro cuerpo, y cabe creer que el fruto del árbol de la vida tenía la virtud de restaurar el cuerpo por un alimento tan proporcionado y tan eficaz, que nun­ca se hubiera muerto, utilizándolo" (Elévations sur les Mysteres). El rev. Padre Janvier señala que habría una interesante comparación por hacer entre las ideas emitidas por los escolásticos para explicar el papel del árbol de la vida, y las teorías de Claudio Bernard sobre la vida, la nutrición y el ca­lor animal.

La enfermedad y el pecado actual. Sin duda, sería una idea simplista e inexacta pretender que el pecado actual es la causa próxima de todos los males corporales, como el pecado original es su causa primera. Así, no serían imputables a Job sus enfermedades; cuando los judíos quieren saber la causa de la ceguera del ciego de nacimiento, "Ni él ni sus padres, han pecado", dijo Jesús. La cuestión es más compleja. Mas como lo veremos más adelante, es bien evidente que una cantidad con­siderable de enfermedades tiene su origen en una infracción a la ley divina, cumpliéndose así la sentencia de la Biblia: "El hombre que ha pecado contra quien lo creó, caerá en las ma­nos del médico" (Eclesiástico, XXXVIII, 15).

La acción patógena del pecado

Es casi un lugar común confesar o decir que la mayoría de las enfermedades provienen de la infracción de la ley moral.

"Es una vergüenza para los hombres —escribe Fenelón—, que existan tantas enfermedades, porque las buenas costumbres producen salud".

"Con nuestras costumbres, nuestras pasiones, nuestras miserias -dice Florens—, el hombre no muere, se mata."

"Si no hubiera sobre la tierra males morales —escribe José de Musiré—, no habría males físicos...

Para mí, yo me adhiero a los sentimientos de un reciente apologista, que ha sostenido que todas las enfermedades son el límite inevitable de una verdadera salud, sana y robusta..."

La medicina está de acuerdo con los moralistas y los filóso­fos, Stohl, en su Pathologie genérale, ve la causa principal de las las enfermedades, en las pasiones, los vicios y los errores. El Dr. Descuret escribe: "Las enfermedades causadas por las pasiones son ellas solas incomparablemente más frecuentes que otras". Y el doctor Sexe: "Frente a ese pulular enorme de infecciones graves de toda naturaleza, causadas por los siete pecados capitales, ¿qué reflexiones se imponen? En primer lugar, que si la humanidad renunciara a sus taras espirituales, supri­miría en el mismo instante la inmensa mayoría de las taras fí­sicas que la agotan. El pecado capital es el furriel cuidadoso que entrega la boleta de alojamiento a los microbios y les allana la vía".

Este es el tema de la tesis de la doctora Paula Giraud- Michel:

"Trataré de demostrar que todos los elementos materiales en cu­yo medio el hombre vive, no pueden absolutamente, por sí solos, ha­cerle perder su estado de salud.

"Agentes físicos, químicos o biológicos, accidentales o innumera­bles, son incapaces de determinar una enfermedad en el cuerpo humano.

"Para que haya "enfermedad", es necesario que el cuerpo haya sido preparado, que haya sido colocado en estado de receptividad fren­te a otros cuerpos.

"Ahora bien, esta preparación, esta puesta en estado de recep­tividad, se realiza por el alma, únicamente por el alma, y esto es par­ticularmente lo que quisiera demostrar.

"Toda enfermedad corporal ha sido precedida en el hombre que resulta afectado por ella, por un estado moral que nos autoriza a de­cir que ese hombre era enfermo antes de serlo físicamente.

"La enfermedad espiritual precede a la enfermedad corporal y la determina.

"El alma, al recoger ella misma una causa mórbida, es la única responsable de que el cuerpo, compañero al cual está íntimamente unida, se torne menos resistente frente a otros cuerpos que lo rodean, y puede dejarse invadir por ellos.

"El alma es la sola causa de que el cuerpo llegue a ser terreno propicio para que broten todas las enfermedades..." Llega a esta conclusión:

"Si el hombre no pecara no estaría nunca enfermo espiritual- mente; sino lo estuviera espiritualmente, no lo sería corporalmente, y su cuerpo pasaría invulnerable entre los enemigos que lo rodean. Esto dicen los hechos. No hay más que mirar para verlos; cada uno puede verlos en su propia vida y luego en la de los demás..."

"Gregorio III había impuesto por penitencia de los abortos involuntarios, la observancia de tres cuaresmas. Según la disciplina de la Iglesia Griega, que aun se practica hoy (1775), esos abortos están sometidos a la penitencia; se lee en sus Rituales, una oración para la reconciliación de las mujeres que han abortado. Se presume que haya habido negligencia de su parte, o que Dios, aunque protector de los hijos, haya permitido el aborto para castigar a los padres por algún pecado".

Las faltas contra Dios

El "desiderátum" para una buena salud se cumpliría —dice el doctor Carlos Vidal— con la observancia de los diez Manda­mientos de Dios.

En realidad, si consideramos el primero de ellos, así enun­ciado por Nuestro Señor: "Amaréis al Señor Dios vuestro con todo vuestro corazón, toda vuestra alma y todo vuestro espíritu. Este es el más grande y el primer mandamiento" (Mat. XXII, 7-38), podemos comprobar fácilmente que de su inobservan­cia derivan a la salud humana las consecuencias más graves.

Nuestro conocimiento y nuestro amor de Dios implican for­zosamente la humildad, requerida por nuestra cualidad de cria­turas ante Dios; la discreción en el uso de los bienes del mun­do puestos a nuestra disposición; la dulzura propia de aquel que es débil por sí mismo y que es fuerte con Dios; la aplica­ción al trabajo, en su parte árida, expiación del pecado original y de todas nuestras otras faltas, en su parte fecunda de alegría, conocimiento de la obra de Dios y satisfacción para nosotros y para los demás; finalmente la observancia del reposo y del cul­to divino, ordenados por Dios.

En cambio, hallaremos el orgullo, fuente de asesinatos, due­los, suicidios, peleas, revueltas, revoluciones y guerras: la he­catombe de sus víctimas es horrorosa y el arte del médico es a Menudo impotente para salvar los efectos en esa mínima pro­porción en la que puede actuar. El orgullo es la causa de una cantidad de accidentes automovilísticos (cuantos muertos anualmente), cuya mayoría es debida a una excesiva confianza del conductor en su pericia, a la pequeña glo­ria de ganar unos minutos en un recorrido determinado, o de pasar "raspando" a un automovilista sensible a los encantos de un hermoso paisaje, más prudente o de bolsillo más modesto. El orgullo no tiene en su activo más que traumatismos, y trae todas las enfermedades que implican muchas competiciones deportivas o no deportivas. ¿Qué llegan a ser muchos campeones de pedestrismo, de ciclismo, de boxeo, de natación, etc? Nunca modelos de salud ni de longevidad. La coquetería, el culto de la moda implican los escotes inoportunos, los accidentes de in­flación, hace tiempo las lesiones debidas a los "corsés" de­masiado cerrados, ahora las anemias, las ptosis, las tuberculo­sis, las anorexias, etc., debidas a la hipoalimentación para conservar "la línea".

El orgullo es responsable también de las víctimas de esos criminales inconscientes que van de los consejeros incompe­tentes e improvisados (demasiado a menudo en Francia sacer­dotes o buenas (?) Hermanas), a los curalotodo iluminados, a los farmacéuticos que recetan, al médico cuyo diploma de­muestra solamente que ha terminado sus estudios. Toda esta gente, imbuida de sus manías, infatuada de certezas que igualan su ignorancia, siembran las enfermedades y la muerte irre­flexivamente, pero no sin culpa, porque desdeñan la enseñanza de Cristo que tanto enalteció la humildad.

Y además hay que agregar a esos enfermos que han oído decir esto o aquello y que no aceptan del médico más que lo que encuadra en sus pequeñas ideas. El médico ha estudiado, ha trabajado, y a veces se equivoca: ¿qué será de aquel que quiera guiar al facultativo fundándose en un artículo o en un aviso de periódico, según el cual cierto remedio ha curado a Fulano? Sin contar que la prescripción mal obedecida, ejecuta­da incompletamente, es naturalmente ineficaz, la enfermedad sigue con todo su cortejo.

La gula reclama para su cuenta pl alcoholismo con sus ci­rrosis; las dispepsias, las gastritis, las enteritis debidas a los excesos de la mesa; la hepatitis y las nefritis debidas a la can­tidad y a la clase más o menos tóxica de los alimentos; las dia­betes, la arterioesclerosis, la hipertensión, la gota, la uremia, hemorroides, etc., que dependen a menudo de este pecado tan capital, que para muchos no es más que un "pequeño pe­cado". Los perjuicios de la gula son particularmente visibles en los gotosos, diabéticos, urémicos o clorurémicos, que infringen continuamente su régimen, cuando no lo abandonan deliberada­mente, prefiriendo su enfermedad y aun la muerte a la priva­ción de sus platos preferidos.

La cólera se une a menudo al orgullo en sus crímenes y tiene consecuencias análogas. Se le han atribuido a menudo ac­cidentes congestivos, como los casos de epistaxis, de apoplejía pulmonar, de hemorragia cerebral, de flujos hemorroidales, ci­tados por Bouchard y Roger (Traite de patholgie genérale). Es por eso que la enferma de Magnus Hüss, citada por Bart, podía provocarse hemorragias del cuero cabelludo, encolerizándose a propósito. Finalmente, Achalme, en su tesis sobre la erisipela y la violencia del estreptococo, declara: "Una de nuestras obser­vaciones más típicas de erisipela repetida, desarrollada bajo nuestros ojos, tuvo por causa cierta la cólera".

La pereza parece médicamente muy perjudicial. La molicie y la indolencia —dice Celso— disminuyen la duración de la vida, porque son causa de enfermedad. "Parece —escribe en nues­tros días el Dr. Mauricio de Fleury— que los verdaderos traba­jadores, que nunca se detienen, gozan de una existencia más larga que los ociosos. Todos los que en arte, literatura, indus­tria, comercio dan más de sí, mueren a una edad superior a la media". En todo caso, la pereza es la fuente de innumerables ac­cidentes y, por la suciedad o la falta de precauciones, es direc­tamente responsable de numerosos sufrimientos, enfermedades y contagios.

La no santificación del domingo implica por su parte el agotamiento físico y moral (llamado hoy, según la moda, "sur- menage"). Una pausa es necesaria para el organismo y para el cerebro.

"La oración en común —dice el Dr. Carlos Vidal— es el calmante de los nervios demasiado tensos, el calmante por excelencia, y el alma inquieta se aplaca bajo las bóvedas misteriosas de la Iglesia, bajo la influencia de las salmodias y los cantos litúrgicos y del órgano, cuya voz profunda y grave puntea, subrayándolas, las diversas fases de las agradas ceremonias. Ella transporta el alma al infinito y le proporciona la feliz ventaja de la unión mística con la divinidad".

Después de la oración, la inteligencia es más vivaz, la fuerza de atención más grande, y la voluntad adquiere una nueva energía. Las facultades afectivas se afinan, y el hombre que ha rezado, se torna más apto para impregnarse de la belleza y la armonía de las cosas y las ideas: las gusta mejor. Después de la oración, el hombre experimenta una sensación muy neta de euforia tal, que se halla en las mejores condiciones de sanar, si está enfermo, o para evitar la enfermedad, si goza muy buena salud. No piensa en el cuerpo, guiñapo querido; y éste es un excelente medio profiláctico de la hipocondría y de la melancolía.

Cuántos neuróticos, neurasténicos e histéricos de toda laya no hu­bieran evitado ser golpeados por la dura mano de la enfermedad, si hubieran orado el domingo, hecho que deja descansar el espíritu y de la energías, y si ese día hubieran descansado, después de haber tra­bajado el resto de la semana?... Mas para que la observancia del domingo, del reposo semanal, dé sus frutos morales y físicos, es bueno atenerse solamente al tercer Mandamiento. El Domingo no debe turnarse un día de fatigas, con el pretexto de los diversos desahogos irracionales, mil veces más perjudiciales que el trabajo asiduo de la semana..."

Las fallas contra el prójimo

En seguida después de los deberes para con Él mismo, el Señor prescribe: "Honrad a vuestro padre y a vuestra madre para que viváis mucho tiempo en la tierra que el Señor os dará'. Hay en esto una promesa de longevidad que parece difícil de interpretar en forma natural y que parece anunciar una invención directa de Dios, en relación con la violación o la observancia de este Mandamiento. Por lo demás, numerosas observaciones publicadas, refieren muertes más o menos prematu­ras, y a veces violentas y terribles, que comprueban esta in­tervención.

Mas, evidentemente, el Mandamiento cuya violación enri­quece las estadísticas de mortalidad y morbosidad, es el quinto: "No serás homicida ni de hecho ni involuntariamente". El acto brutal no es el único que infringe este Mandamiento. El autor de novelas, de escenarios de cinematógrafo, el periodista, que popularizan y embellecen el crimen; los oradores y escritores políticos que atizan las pasiones y los odios; los médicos, que por falta inmediata o por negligencia en su cultura profesional, dejan triunfar la enfermedad; todos los irregulares de la medi­cina, ya mencionados al tratar del orgullo, que retardan o im­piden los cuidados normales, cuando no prescriben medicamentos perjudiciales; todos los dueños de laboratorios, los fabrican­tes de productos químicos, los farmacéuticos, las enfermeras, etc., cuyas negligencias causan víctimas y a veces catástrofes, co­mo la de Lubeck; los enfermos contagiosos, en especial los tuber­culosos y sus familiares, que omiten las precauciones necesarias para evitar la propagación del contagio; los falsificadores de substancias alimenticias, los pasteleros, lecheros, fabricantes de embutidos, etc. que descuidan las precauciones necesarias para dar una mercancía sana: todos aquellos en una palabra que por falta o negligencia profesional comprometen la salud ajena, in­fringen el Mandamiento de Dios: "No matarás". La enumera­ción de sus víctimas sería infinita.

Y las infracciones al octavo Mandamiento: mentira, calum­nia, a la que hay que agregar la maldicencia y el juicio temera­rio, ¿de cuántos dramas homicidas o de sufrimientos íntimos, destructores desde el punto de vista físico y moral, no son cul­pables? Y lo mismo puede decirse de la codicia y del robo di­recto o indirecto de los bienes ajenos.

Las fallas contra sí mismo

Ellas consisten, por una parte, en el olvido de lo que somos en relación a Dios, y ya hablamos de ellas al tratar de las faltas contra Él; por la otra, en el abandono de nuestra perso­nalidad al arrastre de nuestra animalidad, principalmente de la gula, la pereza, la lujuria. Hemos visto la obra de las dos pri­meras; para la tercera, las estadísticas de los sifilógrafos bastan para demostrar que la violación del sexto y del noveno Manda­miento: "No serás lujurioso ni de cuerpo ni de pensamiento; no desearás la obra de la carne más que en el matrimonio," es uno de los factores más importantes de la morbosidad y de la mortalidad. Sífilis, blenorragia, chancros, artropatías, osteítis, tabes, parálisis general, arteritis con sus consecuencias —he­morragias cerebrales, anginas de pecho—, abortos, taras congénitas o hereditarias, dermatosis, etc.: una gran parte de la medicina se suprimiría, ya totalmente, ya en la parte en que estas enfermedades proceden de afecciones venéreas, si la vida sexual se realizara única y normalmente en el matrimonio.

La bienhechora influencia de la virtud sobre la salud ha sido puesta particularmente en luz por la parálisis general, y ha permitido aportar un argumento muy válido a favor de la etiología sifilítica de la parálisis general, en una época en que esa etiología resulta aun discutida.

"Al lado de tales hechos —escribe Régis (Précis de Psychiátrie, liuin, París, 1909, pág. 837)— y como contraste elocuente, la parálisis general resulta muy excepcional en las profesiones en las que la misma sífilis es una excepción, por ejemplo, entre los religiosos.

"Algunos autores, como MacDowal, Bouchard, Krafít-Elbing, Hirschl, Kundt, Kraepelin y Moravcsik observaron la rareza de la parálisis general entre los religiosos. He hecho retomar este interesante tema a Caboureau para su tesis, y éste, a raíz de una encuesta casi mundial, pudo llegar de manera precisa a esta conclusión: "existe un alienado religioso sobre 50 casos de locura común y solamente uno de parálisis general religioso sobre unos 1000 casos de parálisis general; sobre 100 alienados religiosos no se halla más que una media de 2 paralíticos en lugar del 15%; nunca he hallado un caso de parálisis general en religiosas; esta extrema rareza de la parálisis general en los religiosos no puede explicarse más que por la ausencia habitual de sifilis, porque se encuentran en ellos todas las demás causas hereditarias morbosas incriminadas en la parálisis general, hasta el alcoholismo y el agotamiento (surmenage); finalmente esta etiología está confirmada por la comprobación de un antecedente sifilítico, entre "estos pocos religiosos atacados por la parálisis general, por lo que se pudo realizar una investigación suficiente".

Faltas contra la Iglesia

"El que os escucha, me escucha —dijo Cristo— y el que os desprecia, me desprecia; mas el que me desprecia, desprecia a Aquel que me ha enviado" (Lucas, X, 16). "Y he aquí que yo estoy con vosotros hasta la consumación de los siglos" (Mat. XXVIII, 20). Este es el fundamento de la misión de la Iglesia: hablarnos en nombre de Dios. Por eso vemos que la infracción le sus preceptos se vuelve perjudicial, aun físicamente, para los culpables.

La mayoría de los psicólogos y de los psiquiatras han visto en la confesión un magnífico agente de equilibrio moral y por lo misma razón, físico. El doctor Carlos Vidal describe así su acción:

"El pecado posee una acción dañina sobre el alma, que aplasta bajo el peso de la tristeza y la melancolía, y sobre el cuerpo, que se desintegra por la lujuria, la gula, la pereza, el orgullo, la envidia.

"La confesión es un freno al pecado, porque humilla; es un cal­mante moral. Se observa normalmente que desahogar las tristezas en el corazón de un amigo, suaviza y alivia.

"Definitivamente, el tercer Mandamiento: "Confesarás tus pecados por lo la calma y la serenidad de corazón, facilita la posesión de la salud, favo­reciendo las diversas modalidades de la nutrición, absorción, secreción y excreción. La paz del alma es necesaria al funcionamiento armo­nioso de las distintas funciones orgánicas".

Por su parte, el doctor Henri Mignon escribe:

"La confesión se ha demostrado —sin contradicción posible— el método de psicoterapia más maravilloso, en manos de los Padres de la Iglesia y de sus eminentes sucesores. Si desde unos cuarenta años, a lo sumo, la psicoterapia ha llegado a ser de empleo constante en los medios médicos especializados, hace veinte siglos que los sacerdotes cristianos, y sobre todo los católicos, la emplean, a menudo, con una competencia y una autoridad que tendríamos el deber de envidiar, nosotros los psiquiatras.

"¿Qué son, desde este punto de vista, Dubois, Déjerine, Freud, al lado de San Francisco de Sales?"

Freno contra los pecados perjudiciales para el alma y el cuerpo, agente de aplacamiento y de liberación para el alma, dirección moral que mantiene en el recto camino, ahí está la acción bienhechora de la confesión y de la que se privan los que no obedecen al Mandamiento de la Iglesia. ¡Cuántas exis­tencias se han deslizado en el vicio y en todas las consecuen­cias morbosas que de él derivan, desde el día en que abandona­ron la práctica de la confesión!

Lo mismo ocurre con el precepto de la Comunión, y en un grado mucho más alto aún, porque la idea del amor de Dios que se da, es el freno más poderoso de las pasiones y el motor de más arrastre hacia la práctica del bien; esa comunión con Dios es fecunda de paz, serenidad y dicha; esa toma de posesión del alma por Nuestro Señor, es la "dirección" más maravillosa que pueda realizarse y ¡cuántas gracias temporales (diría cor­porales), pueden ser alcanzadas en esa unión!

No insistiremos sobre los preceptos del ayuno de las Cua­tro Témporas, las Vigilias y la Cuaresma, ni sobre la abstinen­cia; hablaremos al respecto más adelante. Desde el punto de vista que nos ocupa aquí, se sabe que gran número de autores han querido ver en estas prescripciones, medidas de higiene: se trata de un desconocimiento absoluto del espíritu que las ha dictado, pero demuestra sus ventajas médicas, que son innega­bles, pero que han sido muy exageradas.

La salud por la exclusión del pecado

Se comprende que el doctor Biot escriba: "Un conocimiento del ser humano que se limitara a los fenómenos que comparte con los otros animales, aun superiores, sería del todo insuficien­te para quien quiera ayudar al hombre a estar bien. .. .Cuando un ser es tan sensible en su carne a las influencias de su estado moral (emoción), la ciencia que tiende a conocer las leyes que presiden la integridad de esa carne, no puede estudiarlas co­rrectamente, si descuida tales factores: una biología puramen­te animal no da luz suficiente acerca del hombre, para permi­tir actuar en definitiva a favor de su salud" (La Médecine hú­mame et V inviduel).

El doctor Sexe llega a esta conclusión: "La raíces principa­les, sino únicas, del mal físico en la tierra, están en el error espiritual, en el pecado. Para realizar una sana profilaxis, que ataque la causa y no el efecto, hay que dirigirse a la educación primaria, a la formación espiritual del hombre interior".

Y la doctora Paula Giraud-Michel concluye su tesis con estas líneas:

"Es necesario, pues, que todo enfermo reflexione sobre su enfermedad, después de haberse curado. Será un caso excepcional, si no descubre una falta a la que deberá referir su sufrimiento; entonces se emprenderá y la verdad aparecerá clara en él... Cuando el enfermo haya "visto", mucho habrá ganado para su salud futura. Ciertamente, no basta ver la causa del mal; hay que extirparla de su vida. Pero ver el comienzo.. Mas, se dirá, el secreto de este método estaría en no mirar nunca. Ahora bien, todo hombre es pecador: resulta, pues, imposible extirpar el pecado de la vida. Sí, el verdadero remedio, el remedio moral, no material, lo dan otras ciencias: las ciencias religiosas, que prolongan las ciencias médicas o, más bien, deben trabajar siempre paralelamente o de consuno con ellas. El remedio es dado por Aquel que dijo: "Nada es posible para el hombre, pero todo es posible con la ayuda de Dios."

El estudio realizado de las enfermedades causadas por el pecado aclara singularmente el problema del mal físico, y hace comprender la frase del libro de La Sabiduría: "Dios no ha hecho la muerte y no se alegra de la muerte de los vivientes. To­do lo creó para que exista: todas las criaturas son sanas en su origen; no hay en ellas nada de contagioso, ni de mortal, y en­tonces no estaba el reino de los infiernos sobre la tierra" (I, 13-14).

Sabemos que la virulencia de los gérmenes no es en forma ni una una propiedad intrínseca de su naturaleza. Que los microbios no hayan sido patógenos en su comienzo, es un concepto perfectamente admisible desde el punto de vista bacteriológico.

Que las modificaciones del terreno, causadas por infracciones a la ley divina, hayan podido tornarlos virulentos, pertenece, a las nociones clásicas de la patogenia: Metalnikov, del Instituto Pasteur, termina uno de sus hermosos trabajos en que demues­tra el papel del sistema nervioso, de los reflejos condicionales y del psiquismo en los fenómenos de la inmunidad, con estas palabras: "El adagio mens sana in corpore sano debería ser ex­presado o parafraseado así: un cuerpo no puede ser sano más que en un alma sana. Sería más exacto." Finalmente el hecho de que la herencia haya pasado el yugo sobre los hijos de los que pecaron, releva del testimonio de la prueba. De este modo, la enfermedad no aparece ya en su origen como un castigo im­puesto por un Dios enojado, un poco antropomorfo, sino como el desorden ineluctable, que implicó la rotura del equilibrio perfecto en que Aquél lo colocara. A la luz de la ciencia con­temporánea, el Génesis nos aparece simplemente comprensible y verdadero.

II.- ENFERMEDADES DE ORIGEN SOBRENATURAL

Acabamos de ver que la mayoría de las enfermedades deri­van naturalmente de las infracciones a la ley divina. Pero pue­de ocurrir que los ataques a la salud tengan un origen directa­mente sobrenatural, ya que tengan a Dios directamente como autor, ya que intervengan los Ángeles o los Demonios, como lo expone el Cardenal Lépicier (Le monde invisible, pág. 141).

Enfermedades-castigos

La Biblia y la literatura religiosa citan muy numerosos ejemplos. ¿Es necesario recordar entre las plagas de Egipto, las úlceras y los tumores que aparecieron entre los Egipcios y la muerte de los primogénitos, que valieron, finalmente, por el terror, la libertad de partir para los Hebreos? Oza fué herido de muerte, por haber tocado el arca; Giezi, sirviente de Elíseo, contrajo la lepra como castigo de su codicia; Joram falleció en dos años por una enfermedad visceral que castigaba sus crí­menes; Oseas mereció la lepra por su intrusión en el misterio sagrado. El abate Pluot, en la Muerte de los Perseguidores de la Iglesia y del Papado (Le Thielleux, París) ha recogido tam­bién muchos hechos análogos. Cita especialmente, sobre la fe de testimonios directos de estos incidentes, el caso de los dos impíos, uno en Warignies (Oise), el 25 de enero de 1881, el otro en Folleville (Somme), que rompieron y quemaron crucifijos, que en las veinticuatro horas fueron afectados por lesiones cangrenosas en las piernas y murieron. Un soldado, que hemos conocido personalmente, nos narró durante la guerra (1914 - 1917) la aventura de uno de sus camaradas en las trincheras, unen gritó: "Si hay un Dios, que me aniquile con un rayo". Una bala de rebote lo tendió cadáver bajo los ojos del testigo.

Enfermedades de perfeccionamiento espiritual

La Biblia nos cita el ejemplo de la ceguera de Tobías:

"Dios permitió que esta prueba le afectara, para que su paciencia fuera de ejemplo a la posteridad, como la de Job, el santo varón.

"Porque, habiendo temido siempre a Dios desde su infancia, y habia observado todos sus mandamientos, no se entristeció ni murmuro contra Dios, porque le hubiera afligido con esa ceguera.

"Mas permaneció firme e inmóvil en el temor del Señor, dando gracias a Dios todos los días de su vida".

La hagiografía rebosa en pruebas físicas, enviadas por Dios a los Santos, para llevarlos al grado de perfección que deseaba, lo alcanzaran. Santa Catalina de Ricci quedó afectada en 1538, a los dieciséis años, por una enfermedad entre las más graves y dolorosas, que reunía los síntomas de la hidropesía, del mal de la piedra, del asma, con fiebre alta y continua, y que duró muchos años, desorientando a todos los médicos. La enferma sanó repentinamente, por intercesión del "bienaventurado Jerónimo". Luego sufrió una viruela de una violencia extraordinaria, que curó de súbito, odontalgias, dolores abdominales, etc.

"Lo que sorprende sobre todo, —dice el biógrafo de la santa, el Padre Hayonne—, es ver a Dios mismo presidir sus pruebas y dirigir perfectamente todas las operaciones. Todas las enfermedades que atacaron a nuestra dulce víctima, aparecieron fuera del curso ordinario de la naturaleza. Llegaban como el rayo, sin ningún síntoma preliminar, sin ningún signo que las anunciara. Desde el primer momento, adquirían una intensidad extraordinaria, aterradora, y presentaban caracteres inauditos. La ciencia humana no interviene más que para agravarlas; sus remedios no hacen otra cosa que aumentar los sufrimientos de la paciente. Luego, concluida su misión, a un gesto del Maestro, desaparecían tan bruscamente como habían llegado... , qué tantos sufrimientos y tantos favores caían del Cielo, suce­sivamente, sobre la misma cabeza? Es el drama de la redención; es una llamada por Dios, que termina de pagar aquí en la tierra su deuda de hija de Adán para con el Altísimo".

La bienaventurada Juana María Bonomo (1606-1670) experimentó múltiples enfermedades, especialmente —nos dice Dom duht. su historiador— una enfermedad molesta y contagiosa, una lepra, que durante tres años la tuvo alejada de todas sus Hermanas y la confinó en un aislamiento absoluto, y justamente en instante en que su desolación interior hubiera necesitado más que nunca el apoyo y la compasión de sus compañeras. En ese abismo de dolor Sor Juana María conservó la serenidad del alma, y, creyendo que nunca se sufre bastante por su Señor, pidió siempre que ese dolor se acreciera, y se abandonó cada vez más a la voluntad divina, Cuando la prueba había durado bastante y causado sus efectos la santidad en el alma de la paciente, Jesús intervino; con la misma mi­sericordia y la misma potencia que un tiempo sobre los caminos de Galilea, hizo desaparecer la repugnante enfermedad y devolvió a Sor Juana María la salud y las relaciones diarias con sus Hermanas.

Cuando Nuestro Señor prepara a un alma a una elevada contemplación, "le envía, generalmente, dice Santa Teresa, en­fermedades muy graves".

En la vida mística de nuestros días, se hallan también pruebas de salud explícitamente enviadas por Dios para su santificación. De un modo menos evidente, se hallan casos tam­bién entre la clientela corriente del médico.

Enfermedades de sustitución de expiación

La doctora Paula Giraud-Michel alude a las mismas, en su tesis, citando "esos seres superiores que quieren expiar las fal­tas de otro, aceptando su castigo, sin exceptuar las enferme­dades". Se hallan en muchas vidas de Santos o de personas piadosas. Santa Margarita María habla de una religiosa en el Purgatorio, por la cual acepta compartir los sufrimientos para apresurar su liberación; de ello resultó un estado morboso, para el cual se le querían administrar remedios. Santa Verónica Giuliani sufrió múltiples enfermedades, algunas de las cuales, verisímilmente, formaban parte de todo ese conjunto de dolores que ella pidió a Dios para la salvación de las almas en general y, en particular entre otras, de su médico, el doctor Fabri, qu merecía un poco de Purgatorio...

El doctor Imbert-Gourbeyre cita, en ese orden de ideas, a Florida Cevoli y a Catalina Emmerich. En nuestros días, el Padre Lavaud cita a Teresa Helena Higginson; y la estigmatizada de Konnersreuth, Teresa Neumann, parece soportar muchos sufrimientos físicos en expiación para numerosos pecado­res: se citan algunos a favor de determinadas personas, para las faltas cometidas en Carnaval, etc.

Cuando Huysman publicó su libro sobre Santa Lidvina de Schiedam, el doctor Gabriel Leven le expresó su sorpresa acerca de las teorías sobre el sufrimiento-expiación que aquél expusiera. Huysman contestó con una carta (Revue de France 1923), fechada en Ligugé el 17 de agosto de 1901, en la que se establece perfectamente el valor de la intervención de Dios, el papel de la enfermedad, y la situación y el deber del médico:

"Señor:

"Me decís que con las teorías expuestas en Sainte Lydwine, el ejer­cicio de la medicina se torna imposible para un médico católico, por­que podría, sin saberlo, contrariar los planes de la Providencia, sanando a una Santa, cuya misión sería justamente la de sufrir, o interrumpien­do esa misión, apresurando, por ejemplo, su muerte, a raíz de una operación fracasada.

"Permitidme que os haga notar que un médico no puede ni sanar ni matar a una Santa o a un Santo, dado que no se le sana ni se le mata, sino por expresa voluntad de Dios. En un caso como en el otro, ayudaría como agente más o menos consciente, a la ejecución de esa voluntad: eso es todo.

"La teoría de Paracelso, citada en el libro, según la cual el mé­dico no sana más que cuando su intervención coincide con el término de la expiación determinada por el Señor, es exacta en principio, yo creo, pero es seguramente incompleta, cuando se trata de víctimas re­paradoras y de Santos. Su papel no consiste, en realidad, en pagar exclusivamente mediante los sufrimientos físicos la deuda de los peca­dos; si a veces concluye así, muchas otras termina de otra manera. Dios puede variar muy bien sus medios de prueba, juzgar que esas enfermedades han durado lo suficiente y sustituirlas por penas morales que completarán lo que las corporales han comenzado. El médico, en ese caso, no ha de inquietarse si cura o alivia a las víctimas con mor­finas; o la tarea está terminada o continuará en otra forma; tanto en un caso como en el otro, lejos de perjudicar los proyectos de Dios, ayu­dará en cambio a realizarlos.

"Debe advertirse, además, que, muchas veces, para demostrar el carácter de los males que inflige a sus elegidos, Dios deja que se ago­te la variedad de los médicos y de las medicinas; y cuando está bien establecido que el mal es incurable, entonces cura al enfermo, por mi­lagro, como en determinados casos de Lourdes.

"También aquí, el practicante cuyo tratamiento fracasó ¿no ha si­do acaso sin saberlo, sin quererlo, cumpliendo simplemente su deber una ayuda útil de Dios?"

Enfermedades de origen diabólico

Parecen poco frecuentes, porque Dios permite rara vez al demonio actuar de ese modo sobre el organismo humano; mas la vida de los Santos relatan diversos casos, y no se podría dejar de citar a este respecto la enfermedad de Job:

"El Señor dijo a Satanás: Ve, él está en tus manos, pero no to­ques su vida.

"Satanás se alejó del Señor, y llenó a Job con una horrible llaga, desde la planta de los pies hasta la cabeza.

"Y Job, sentado sobre un estercolero, quitaba con trozo de jarro de barro cocido el pus que salía de sus úlceras..." (Job, II, 6-8).

La bienaventurada Angela de Foligno (1248-1309) decía: "Tormentos innumerables desgarraban mi cuerpo: eran obra de los demonios que los aguzaban de mil maneras. Yo no creo que se pueda expresar el dolor de mi cuerpo. No me quedaba un solo miembro que sufriera horriblemente; nunca estaba sin algún dolor y sin debilidad, siempre floja y frágil, al punto de quedarme acostada, llena de frimientos. Estaba débil, hinchada, con una sensibilidad dolorosa en todos mis miembros. Me movía con grandisimo dolor; estaba can­sada del lecho y no podía comer lo suficiente".

El canónigo Champault relata hechos análogos acerca de elena Poirier (1834-1914).

Importancia del diagnóstico médico

En conclusión, las enfermedades y debilidades físicas de origen sobrenatural son muy frecuentes, especialmente en los místicos. Como dice el Padre Poulain, "corresponde a los médicos decidir si la causa es natural o no. Ellos juzgarán, con mayor o menor probabilidad, según el conjunto de las circunstancias". Desgraciadamente, la distinción no es siempre fácil, sobre todo cuando los superiores religiosos se equivocan en la apreciación de las virtudes y gracias sobrenaturales del sujeto en cuestión, lo que no es una excepción. Sus impresiones peyorativas se asocian a la extrañeza de los síntomas presentados, conducen a veces a los médicos a conclusiones que les llenan vergüenza y de remordimientos más tarde, a sus propios ojos, también de... ridículo a los ojos de los testigos y de la posteridad.

Por el contrario, si el médico sabe reconocer, cuando el solo requiere, la acción de Dios en los fenómenos físicos de que es testigo, aportará el elemento decisivo que iluminará las autoridades eclesiásticas sobre la misión de la "víctima" observación.

Fue la curación de su primera enfermedad la que abrió los ojos acerca de la vocación de Santa Catalina de Ricci, hasta entonces totalmente desdeñada. Ahora bien, como lo hace el Padre Luis Capelle, los superiores de las almas sobre quienes Dios ha vertido sus beneficios, tienen una responsabilidad considerable: "La verdad teológica y experimental es que Dios no ha dado a las almas una resistencia ilimitada, y se ha dejado a los directores o superiores imprudentes el poder formidable de trabar o aun de arruinar la obra magnifica que se proponía cumplir". El médico, mediante un examen superficial, un diagnóstico causalmente equivocado, puede avocar el fracaso o demorar el reconocimiento de la elección de Dios; puede malograr la obra que Dios proyectaba.

¡Qué satisfacción, en cambio, la de haber sabido descartar la mala hierba, al falso místico que bloqueara los senderos di­vinos; qué alegría sobre todo haber podido ayudar otras veces al desarrollo de la manifestación sobrenatural! Las enferme­dades sobrenaturales no dejan de constituir una de las partes más atrayentes de la patología.

BIBLIOGRAFIA

Tesis de medicina:

Giraud-Michf.l, Paula: L'importance de l'élement moral dans la pathogenie des maladies, Montpellier, 1930.

Obras varias:

Bonnif.r, Dr. Pierre: Defensa organique et centres nerveux, Alean, París.

Bouciiard, Dr. : Frequcnce relative de la paralyse genérale eltez les laics et les religieux, en "Annales médico-psychologiques", mayo de 1891.

Capelle, Padre: Soins spirituels aux malades des hopitaux, en "Bull. Soc. Médic. de St. Luc.", 1915, pág. 115.

Descuret, Dr.: La médecine des passions, Béchet, París, 1841.

Métalnikov, S.: Role du systéme nerveux et des facteurs biologiques et psychiques dans l'immunité, Masson, París, 1934.

Sexe, Dr.: Les causes spirituelles des r: al adíes physiques, en "Bull. Soc. inéd. de St. Luc.", 1931.

Vidal, Dr. Charles: Religión et médecine, Bloud, París, 1910.

No hay comentarios: