El pecado. El pecado original. La gracia. La justificación. El mérito.
¿Están los católicos obligados a tomar a la letra la historia de la manzana y la serpiente de que nos habla el Génesis? ¿Cómo es posible que una acción tan sin importancia como el comer una manzana fuese castigada con tanta severidad? ¿Qué entienden los católicos por la caída de Adán? Esta doctrina del pecado original, ¿no implica injusticia en Dios, que nos hace a nosotros responsables del pecado de Adán?
La Iglesia católica enseña que Dios dotó a nuestros primeros padres, Adán y Eva, de gracia santificante, y que los creó libres de toda concupiscencia, de todo dolor y de la misma muerte, dándoles, además, conocimiento en grado elevadísimo. Pero estos dones y prerrogativas habían de perdurar o no, según que obedeciesen o desobedeciesen un mandato de su Creador, a quien conocían perfectamente. El Génesis nos dice que Dios ordenó a Adán que no comiese del árbol de la ciencia del bien y del mal, amenazándole con la muerte si desobedecía; y que Adán, deliberadamente, desobedeció esta orden expresa de Dios. El tentador fue el demonio en figura de serpiente, como lo confirman San Pablo y San Juan (2 Cor 12, 3; Apoc 12, 9; 20, 22).
El pecado de Adán fue un pecado de soberbia, pues consistió en una desobediencia formal al mandato que Dios le impuso. Es cierto que comer una manzana es en sí una cosa trivial, pero Dios se quiso valer de esto para probar la fidelidad de su creatura. Fue un pecado mortal que Adán pudo haber evitado facilísimamente, pues no había en él ignorancia ni concupiscencia, y, además, no se le ocultaron las terribles consecuencias que se habían de seguir para todo el género humano.
El 30 de junio de 1900 declaró la Comisión Bíblica que los católicos no debían poner en duda el sentido literal del Génesis en lo referente a la "felicidad original de nuestros primeros padres, a la orden que Dios les dio para probar su obediencia, a su desobediencia a esta orden por instigación del demonio y a la pérdida de su primitivo estado de inocencia". Admitido todo esto, no hay obligación estricta de admitir todos los detalles y pormenores de la relación.
He aquí cómo declara el Concilio de Trento las consecuencias del pecado de Adán: "El primer hombre, Adán, habiendo traspasado el mandato de Dios en el Paraíso, perdió al punto la santidad y justicia en que había sido creado; prevaricó e incurrió en la ira e indignación de Dios y en la muerte, con la que Dios le había previamente amenazado, y juntamente con la muerte incurrió en cautiverio bajo el dominio del que desde entonces tuvo poder sobre la muerte, es decir, del demonio. Adán, al haber así prevaricado, sufrió un cambio hacia lo malo tanto en el cuerpo como en el alma" (sesión V, canon 8).
Todo el género humano estaba representado en la cabeza, Adán; por eso la Iglesia ha enseñado siempre que el pecado de Adán, con sus defectos, fue transmitido a todo el género humano. Lo declararon explícitamente los Concilios de Cartago (418), Orange (529) y Trento, que finalmente lo definió en esta forma: "Si alguno dijese que la prevaricación de Adán le dañó a él solamente y no a sus descendientes, y que perdió para sí solo y no para nosotros la santidad y justicia que había recibido de Dios; o que, manchándose él solo con el pecado de desobediencia, no transmitió al género humano el pecado que causa la muerte del alma, sino sólo la muerte corporal y los sufrimientos del cuerpo, sea anatema; pues contradice al apóstol, que dijo: "Por tanto, así como por un hombre entró el pecado en el mundo, y por el pecado la muerte", etc (Rom 5, 12). (Véase la sesión 5, cánones 1-4.)
En su Epístola a los romanos, San Pablo nos habla en términos clarísimos del dogma del pecado original. No contento con afirmar que la muerte procede de Adán (1 Cor 15, 21-22), nos dice aquí, comparando la transgresión de Adán con la gracia de la redención, que el pecado de Adán fue transmitido a todo el género humano. "Así como el delito de uno solo atrajo la condenación (de muerte) a todos los hombres, así también la justicia de uno solo ha merecido a todos los hombres la justificación que da vida (al alma). Pues como por la desobediencia de un solo hombre fueron muchos constituidos pecadores, así también por la obediencia de uno solo serán muchos constituidos justos" (Rom 5, 18-19).
El pecado original es un misterio que la razón humana no puede sondear, pero eso no quiere decir que implique injusticia alguna por parte de Dios; ni nosotros pedimos con él nada que se nos debiera de justicia. Los dones preternaturales y sobrenaturales que Adán perdió para sí y para nosotros no eran nuestros por derecho, sino que Dios se los concedió a Adán gratuitamente con la condición de que obedeciese aquel mandato tan fácil que le impuso. El pecado original no es una tendencia a lo malo, ni una mancha en el espíritu o en la carne, ni la corrupción de parte alguna de la naturaleza humana como tal. La concupiscencia, esa actividad natural de instintos y pasiones no sujetas a la razón, tampoco es el pecado original; es, sí, una consecuencia de él, aunque con harta frecuencia lleve incluso al pecado actual. Habría injusticia por parte de Dios si nos hubiera imputado el pecado personal de otro o nos hubiera despojado de algo que se debiese en justicia a la naturaleza humana, como afirmó Lutero. Porque no fue el pecado personal de Adán lo que Dios nos imputó, sino el efecto necesario de ese pecado, a saber: la privación de la justicia original, en la que incurrió deliberadamente Adán como cabeza del género humano, y en la cual nosotros también incurrimos por estar unidos con Adán. No se ve en esto rastro alguno de injusticia.
¿Qué cosa es el pecado? ¿No son todos los pecados iguales delante de Dios? ¿No enseña esto claramente la Escritura? Santiago lo dice: "Pues aunque uno guarde toda la ley, si quebranta un mandamiento, viene a ser reo de todos los demás" (Santiago 2, 10).
Pecado es la transgresión consciente y libre de la ley de Dios; una oposición expresa a la divina voluntad y un desprecio de ella; es, en frase de San Juan, un apartarse deliberadamente de Dios, nuestro último fin. El pecado es el mayor de los males, pues priva a Dios del honor que le es debido e impide al hombre la consecución de su eterno destino.
Creyó Lutero que todos los pecados eran iguales, sin admitir distinción entre los veniales y los mortales, por fundarse en la teoría errónea de que los pecados más leves contienen la ponzoña mortal de la concupiscencia. Esta doctrina fue condenada por el Concilio de Trento (sesión 6, cap XI, cán 23-25), y va contra la razón y contra la Escritura. La razón nos dice que hay gran diferencia entre un acto de impaciencia debido a un momento de inquietud o ira (pecado venial) y un homicidio a sangre fría, o un adulterio (pecado mortal). Asimismo, hay en la Escritura textos que se refieren evidentemente a los justos, como: "Si dijéramos que no tenemos pecado, nosotros mismos nos engañamos" (Juan 1, 8); "porque todos tropezamos en muchas cosas" (Santiago 3, 2).
¿No hay ciertos pecados que Dios no puede perdonar? ¿No habla Jesucristo del pecado contra el Espíritu Santo, "que no será perdonado ni en esta vida ni en la otra"? (Mat 12, 31-32). San Juan también nos habla de un "pecado de muerte" (1 Juan 5, 16-17). ¿Y no dice San Pablo que "es imposible que aquellos que han sido una vez iluminados..., si después de todo esto han caído, se renueven por la penitencia"? (Hebr 6, 4-6).
Absolutamente hablando, no hay pecado que no pueda ser perdonado por Dios, o por la Iglesia, que absuelve en nombre de Dios. La misericordia de Dios es infinita, y quiere que todos los hombres se salven. El pecador contrito será siempre perdonado. Los textos aducidos en la dificultad se refieren al pecador que rehusa arrepentirse a pesar de las gracias que Dios le está constantemente dispensando. Este tal no alcanza perdón de Dios porque no lo pide ni cumple los requisitos necesarios para obtenerlo. El pecado mencionado por el Salvador se refería a la pertinacia de los escribas y fariseos hipócritas, que rechazaban a sabiendas los milagros obrados por El para probar su misión divina, y los atribuían maliciosamente a Belcebú, príncipe de los demonios.
Algunos Santos Padres (San Juan Crisóstomo, entre otros) creen que el texto de San Pablo (Hebr 6, 4) se refiere al bautismo; aunque otros, como San Jerónimo, opinan que se refiere al pecado de la impenitencia final. Los novacianos del siglo III, que limitaban a la Iglesia el poder de perdonar, fueron condenados por el Papa Cornelio. De ellos dice San Agustín: "Fueron excluidos de la Iglesia y se hicieron herejes. Nuestra piadosa Madre la Iglesia siempre es misericordiosa, por graves que sean los pecados cometidos."
¿Por qué es la Iglesia católica tan indulgente con los bailes, el juego, los teatros y otras diversiones por el estilo en sí pecaminosas? En mi Iglesia protestante me han dicho que eso es pecado, y creo que tienen razón. ¿Podría explicarme usted a qué se debe que la Iglesia católica sea de manga tan ancha en este particular?
La Iglesia católica enseña que el pecado es el peor de los males y que los católicos deben evitar no sólo el pecado, sino aun las ocasiones de pecar. Entendemos por ocasión de pecado una circunstancia externa que lleva a uno al pecado. Una persona, un lugar o una cosa que pone a uno en peligro y como que lleva a uno al pecado, es una ocasión próxima y hay que evitarla. De lo contrario, nosotros mismos escogemos caer en pecado.
Dios se complace al ver a sus hijos divertirse inocentemente. Su Iglesia nunca ha condenado formalmente el baile, la baraja o el teatro; estas diversiones no son en sí un mal. Lo que hace la Iglesia es estar alerta y prevenirnos, no sea que abusemos, y entonces esas diversiones sean para nosotros una ocasión próxima de pecado. El baile o danza era cosa corriente en el pueblo de Dios, y con ello se expresaba el gozo; como vemos que danzaron María y las doncellas de Israel después de haber atravesado el mar Rojo (Exodo 15, 20), y la hija de Jefte para festejar la victoria de su padre (Jueces XI, 34) y el real profeta David delante del Arca (2 Reyes 6, 5-22).
Los bailes honestos por puro entretenimiento o por compañerismo social, son en sí cosa indiferente, como lo afirma San Francisco de Sales, aunque ya se ve que eso que en sí es indiferente puede convertirse en ocasión próxima de pecado si el modo sugiere inmoralidad o si para uno en particular fuese muy expuesto bailar con cierta persona.
Jugar a la pelota, a los bolos, al balón, y a un centenar más de juegos por el estilo es la cosa más inocente del mundo. Lo pecaminoso sería forzar a uno a jugar contra su voluntad, o jugar dinero ajeno o dinero que necesita para pagar las deudas o para mantener a la familia, o si se hacen trampas para ganar.
Tampoco las apuestas son en sí pecado si se apuesta sobre una cosa igualmente incierta y ambos entienden la apuesta en el mismo sentido con intención de pagar el que pierda. Pero todos los moralistas católicos opinan que tanto el juego como las apuestas pueden ser ocasión próxima de pecado, especialmente cuando se mete uno en eso con la única intención de ganar dinero.
El jugador frecuenta sitios donde abundan malas compañías, pierde mucho tiempo, se acostumbra a no trabajar en cosas arduas, se expone a hacer toda clase de trampas cuando tiene mala suerte, y, lo que no es raro, trae la ruina de su casa y familia.
La ida a los teatros, tan condenada por los protestantes puritanos y metodistas de otros tiempos, puede ser en sí una diversión tan inocente, que a veces los confesores aconsejan a algunos penitentes escrupulosos que vayan a ver tales y tales dramas. Es, ciertamente, pecado asistir a cines o dramas abiertamente inmorales o antirreligiosos, como son muchos de los que se representan hoy día en las grandes ciudades. Los católicos pueden guiarse por la prensa llamada de derechas para saber de antemano la naturaleza del drama o película a que quieran asistir.
¿Es acaso la naturaleza humana capaz de razonar sobre Dios, o de ejecutar por sí sola buenas obras? ¿Tenía razón Calvino al decir que todos los actos de los pecadores son pecados? ¿Puede un hombre por sí solo alcanzar la salvación? ¿Podemos estar ciertos de que moriremos en estado de gracia?
La Iglesia católica condena al mismo tiempo la herejía de Pelagio y la de Calvino. Al primero, porque dijo que la naturaleza humana por sí sola puede ejecutar los actos necesarios para salvarse; el segundo, porque dijo que todos los actos de los pecadores son pecados. La Iglesia, en el siglo XVI, salió por los fueros de la razón y de la naturaleza humana contra los errores protestantes, como había salido antes por los fueros de la fe y de lo sobrenatural contra el paganismo y ahora contra el racionalismo.
Enseña asimismo que es accesible a la naturaleza humana un conocimiento verdadero de Dios y de la ley moral (Concilio Vaticano, sesión 3; De Rev, canon 1). El poder de querer y de ejecutar buenas obras es instintivo en el hombre. Dice San Pablo: "Cuando los gentiles que no tienen ley (escrita) hacen por razón natural lo que manda la ley, estos tales, no teniendo ley, son para sí mismos ley viva..., como se lo atestigua su propia conciencia" (Rom 2, 14). Dios premia las obras buenas de los paganos (Exodo 1, 21; Ezequiel 29, 18), y Jesucristo alabó como cosa buena el amor natural y la amistad de los paganos (Mat 5, 47).
Para alcanzar la vida eterna nos es absolutamente necesaria la gracia de Dios, ese don sobrenatural que se nos da por los méritos de la Pasión y muerte del Salvador. También es necesaria la gracia para empezar a creer, para perseverar en la fe ya recibida, y para evitar todos los pecados veniales.
Para alcanzar la vida eterna nos es absolutamente necesaria la gracia de Dios, ese don sobrenatural que se nos da por los méritos de la Pasión y muerte del Salvador. También es necesaria la gracia para empezar a creer, para perseverar en la fe ya recibida, y para evitar todos los pecados veniales.
San Pablo nos habla de la necesidad de la gracia para pensar pensamientos saludables, para tomar buenas resoluciones y para ejecutar buenas acciones. Todo buen pensamiento nos viene de Dios: «No porque seamos suficientes por nosotros mismos para concebir algún buen pensamiento, sino que nuestra suficiencia viene de Dios" (2 Cor 3, 5).
La buena voluntad debe apoyarse en la misericordia divina: "Pues no es obra del que quiere ni del que corre, sino de Dios, que usa de misericordia" (Rom 9, 16). La buena acción depende también de Dios: "Pues Dios es el que obra en vosotros por su buena voluntad; no sólo el querer, sino el ejecutar" (Filip 2, 13).
El apóstol atribuye a la gracia divina el éxito de sus giras apostólicas y toda su virtud, cuando dice: "Mas por la gracia de Dios, soy lo que soy, y su gracia no ha sido estéril en mí; antes he trabajado más copiosamente que todos; pero no yo, sino la gracia de Dios conmigo" (1 Cor 15, 10). Al hablar así el apóstol, no hace más que repetir lo mismo que había dicho Jesucristo: "Como el sarmiento no puede dar fruto si no está unido con la vid, así tampoco vosotros si no estáis unidos conmigo... Sin Mí no podéis hacer nada" (Juan 15, 4-5).
Para mantenernos firmes en momentos de combate necesitamos gracia actual (Rom 7, 19), así como necesitamos gracia santificante para no caer en pecado: "Porque la ley del espíritu de vida que está en Jesucristo me ha libertado de la ley del pecado y de la muerte" (Rom 8, 2). La gracia santificante es una cualidad permanente del alma, gracias a la cual participamos de la vida divina (Juan 14, 6; 15, 5), y de la naturaleza divina (2 Pedro 1, 4); recibimos el espíritu de adopción de hijos de Dios (Rom 8, 15) y nos convertimos en templos del Espíritu Santo (Rom 5, 1; 8, 11). El don de la perseverancia final nos viene de Dios en tanto grado, que el Concilio de Trento dijo, refutando a Lutero, que, fuera de una revelación especial, nadie puede estar cierto de que perseverará hasta el fin "con certeza absoluta e infalible (sesión 6, can 16).
Y San Pablo nos manda que trabajemos con temor y temblor en la obra de nuestra salvación (Filip 2, 12). Por eso, aunque dijo en un lugar: "Sed imitadores míos, como yo lo soy de Cristo", en otro también dijo: "Castigo mi cuerpo y lo reduzco a servidumbre; no sea que mientras predico a otros, venga yo a ser reprobado" (1 Cor 9, 27).
¿No habla claramente San Pablo de bondad imputada? "Bienaventurados aquellos cuyas maldades son perdonadas y cuyos pecados están borrados; dichoso el hombre a quien Dios no imputó pecado" (Rom 4, 7-8).
El salmo 31 que aquí cita San Pablo es una acción de gracias de David por habérsele perdonado los pecados (2 Reyes 12, 13). No se trata aquí de una declaración científica del proceso que se sigue en la justificación, sino de una efusión del corazón en modo más o menos poético. Las palabras latinas tecta peccata, que otros traducen por «pecados cubiertos», están bien traducidas diciendo "pecados borrados", pues después de haber dicho el profeta que los pecados han sido perdonados, al añadir "y cubiertos" no quiere decir que sean meramente ocultados de los ojos de Dios por la interferencia de algún obstáculo, sino que son realmente borrados, como si nunca hubieran existido.
La doctrina de Lutero de que Dios no imputa un pecado que realmente existe, es una contradicción en los términos. Si el pecado existe, Dios no puede menos de imputarlo; si no lo imputa, es porque no existe, es decir, porque ya está perdonado. Cuando Dios perdona los pecados, éstos, según las Sagradas Escrituras, son borrados, quitados, agotados, hundidos en el abismo del mar, separados de nosotros tanto como dista el Oriente del Occidente (Isaí 43, 25; Hebr 9, 28; Salm 102, 12; Miqueas 7, 19).
La doctrina católica sobre nuestros méritos parece que es una ofensa a la redención de Jesucristo, pues atribuye la salvación a nuestro esfuerzo personal. ¿No dijo claramente el Señor que no teníamos derecho alguno al premio? "Cuando hayáis hecho todo lo que se os ha encargado, decid: Somos siervos sin provecho; hemos hecho lo que debíamos" (Luc 17, 10). Según los católicos, Dios es a nosotros lo que un deudor es a su acreedor. Además, ¿no es la vida eterna nuestra herencia y un don gratuito de Dios? Porque "por la gracia os salváis mediante la fe; y esto no de vosotros, sino que es un don gratuito de Dios, no por las obras, para que nadie se vanaglorie" (Efes 2, 1-9).
Mérito o merecimiento es el valor que Dios aplica a las obras buenas que ejecutamos libremente ayudados de la divina gracia. La Iglesia católica ha enseñado siempre que la doctrina del mérito descansa en la promesa expresa de Dios, que premiará lo que hagamos por El con gracia en esta vida y con gloria en la otra; y no, como dijo Lutero, en el derecho que tienen las obras a ser recompensadas.
Nada tan absurdo como llamar a Dios nuestro deudor; pues nuestras obras no le acarrean ganancia alguna. Todo lo que somos y tenemos se lo debemos a Dios. Sin embargo, la Sagrada Escritura dice categóricamente que, si ayudados de la divina gracia, ejecutamos algo en honor y servicio de Dios, esto es meritorio en el plan divino. Primariamente, nuestro mérito viene de Jesucristo, ya que El fue quien nos mereció el derecho a la gracia y a la gloria por los méritos infinitos que nos ganó cuando nos redimió con su Pasión y muerte. La vida eterna es nuestra herencia, porque somos hijos adoptivos de Dios, pero también es nuestro premio: "Sabiendo que recibiréis de Dios la herencia por recompensa." La parábola del Señor, según San Lucas (17, 7-10), no tiene punto alguno de contacto con la cuestión del merecimiento. Jesucristo se propuso con ella enseñarnos humildad, como dice el Padre Lagrange en su comentario al Evangelio de San Lucas.
La doctrina católica en este particular la expone así el Concilio de Trento: "A los que perseveran hasta el fin en sus buenas obras y esperan en Dios, se les ha de proponer la vida eterna, ya como gracia prometida misericordiosamente por Jesucristo a los hijos de Dios, ya como recompensa que será fielmente dada a sus buenas obras y merecimientos en virtud de la promesa del mismo Dios (2 Tim 4, 7). Pues como el mismo Jesucristo comunique constantemente su virtud a los justificados, como la cabeza se la comunica a los miembros (Efes 4, 15) y la vid a los sarmientos (Juan 15, 14), la cual virtud siempre precede, acompaña y sigue a sus buenas obras, que sin ella no serían gratas a Dios ni meritorias, debemos creer que a los justificados ya no les falta nada más, pues han satisfecho plenamente a la ley divina en cuanto cabe, dadas las condiciones de esta vida, obrando con la ayuda de Dios, y si mueren en gracia, alcanzarán la vida eterna" (ses 6, cap. 16).
Esta doctrina sobre el mérito puede verse clara y expresa en infinidad de pasajes del Nuevo Testamento. "Tuve hambre, y me disteis de comer" (Mat 25, 42). "Vended lo que poseéis y dad limosna. Haceos unas bolsas que no se echen a perder; un tesoro en el cielo que jamás se agota; adonde no llegan los ladrones ni roe la polilla" (Luc 12, 33). "El cual (Dios) ha de pagar a cada uno según sus obras" (Rom 2, 6). "Cada uno recibirá su salario a medida de su trabajo" (1 Cor 3, 8). "Porque las aflicciones tan breves y tan ligeras de la vida presente nos producen el eterno peso de una sublime e incomparable gloria" (2 Cor 5, 17). "La virtud sirve para todo, como que trae consigo la promesa de la vida presente y de la futura" (1 Tim 4, 8). "Por tanto, hermanos, esforzaos más y más para asegurar vuestra vocación y elección por medio de las buenas obras" (2 Pedro 1, 10). "Sé fiel hasta la muerte, y te daré la corona de la vida." "Mirad que vengo luego, y traigo conmigo mi galardón para recompensar a cada uno según sus obras" (Apoc 2, 10; 22, 12).
El mismo Erasmo hizo notar a Lutero que con su negación del libre albedrío había hecho superfluas todas las leyes y mandamientos, y aun las mismas Escrituras; y con su determinismo absoluto ha hecho imposible para el hombre toda acción espontánea y meritoria. Cuando Lutero ridiculizó "la doctrina del Papa que hace a Dios deudor nuestro", incurrió en una necedad lamentable y dio muestra de no haber entendido aquello que mil años antes había dicho San Agustín: "Dios se ha hecho deudor nuestro, no porque haya recibido nada de nosotros, sino por habernos prometido lo que le plugo. No significamos lo mismo cuando decimos a un hombre: "Amigo, tú eres mi deudor, porque te presté esto y aquello", como cuando decimos a Dios: "Señor, dame lo que me prometiste, porque ya hice todo lo que me ordenaste" (serm 150).
El mismo Erasmo hizo notar a Lutero que con su negación del libre albedrío había hecho superfluas todas las leyes y mandamientos, y aun las mismas Escrituras; y con su determinismo absoluto ha hecho imposible para el hombre toda acción espontánea y meritoria. Cuando Lutero ridiculizó "la doctrina del Papa que hace a Dios deudor nuestro", incurrió en una necedad lamentable y dio muestra de no haber entendido aquello que mil años antes había dicho San Agustín: "Dios se ha hecho deudor nuestro, no porque haya recibido nada de nosotros, sino por habernos prometido lo que le plugo. No significamos lo mismo cuando decimos a un hombre: "Amigo, tú eres mi deudor, porque te presté esto y aquello", como cuando decimos a Dios: "Señor, dame lo que me prometiste, porque ya hice todo lo que me ordenaste" (serm 150).
La condenación luterana de las buenas obras en nombre de una libertad seudoevangélica tuvo un efecto desastroso en la moralidad pública, como se vieron forzados a admitir Lutero mismo y sus contemporáneos. Escribía aquél: "Todos debieran aceptar esta predicación y debieran escucharla con gozo, mejorándose con ella y haciéndose más piadosos. Pero, por desgracia, está sucediendo todo lo contrario, y mientras más cunde peor se hace el mundo. Esta es obra del diablo en persona, pues vemos que la gente se está haciendo más avarienta, más dura de corazón, más lujuriosa y en todos los sentidos peor que cuando estaba bajo el papado" (Grisar, Luther 4, 210).
BIBLIOGRAFIA.
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Capanaga, La teología agustiniana de la gracia.
Gentilini, De la gracia.
Granada, Guía de pecadores.
Nieremberg, Aprecio y estima de la divina gracia.
Stieglitz, Catequesis (tomo III).
Terrién, La gracia y la gloria.
Vilariño, Puntos de catecismo expuestos.
Id., Del pecado mortal.
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