Era "infusa" en el sentido propio de la palabra.—Consecuencias que se derivan de tan singular privilegio. No era necesario que repercutiese "en el hombre exterior".
I. Asentado ya el hecho de la ciencia inicial de la Santísima Virgen, pasemos al estudio del modo.
¿Cuál puede ser la naturaleza de un conocimiento tan diferente de aquel que conviene a nuestra humana flaqueza, y cómo es posible que se den tan altos pensamientos allí donde los sentidos mismos no son aún aptos para llenar sus funciones? Recordemos que es ley de nuestra naturaleza que la inteligencia no entre en ejercicio hasta que el organismo esté debidamente formado. Para pensar, reflexionar, juzgar, es necesario previamente un desarrollo normal de las facultades inferiores; y como este desarrollo no se ha obrado, o, por lo menos, no está terminado en el primer período de la vida humana, sigúese que en ese tiempo el alma espiritual está como paralizada y es incapaz de ejercer las operaciones cuyo principio lleva en sí misma. Tan evidente es esta verdad, que la falsa ciencia se ha servido de ella para confundir los dos órdenes de conocimiento, reduciéndolo todo a funciones orgánicas, como si el organismo fuese el principio común y único del sentir y del pensar, de las sensaciones y del pensamiento propiamente dicho.
Hemos de confesar que no es cosa fácil dar una solución clara y precisa a este problema. Pero añadimos que lo que parece tan difícil no es absolutamente imposible. El ejemplo de San Juan Bautista; el ejemplo, aún más significativo y cierto, de la santa humanidad del Salvador demuestran que la omnipotencia de Dios no se detiene ante la ley común de nuestro conocimiento. Dios puede hacer mucho más de lo que nosotros podemos explicar o comprender. Cierto que la génesis normal de nuestras ideas supone los materiales suministrados por la percepción sensible; cierto también que, naturalmente, nuestra inteligencia no podría pensar, ni nuestra razón juzgar, sin el concurso de representaciones elaboradas en nuestra imaginación. Suprimid todas estas imágenes, o haced que escapen totalmente a la dirección del espíritu, y con sólo esto paráis el trabajo de la inteligencia o introducís en él el desorden y la perturbación. La experiencia cotidiana lo prueba con toda evidencia. Pero Dios, autor y señor de la naturaleza, puede obrar y hacer obrar fuera de las reglas ordinarias. El que pudo formar a su Cristo en el seno virginal de María sin el concurso natural del hombre, puede muy bien, si le place, hacer fecunda una inteligencia humana sin la cooperación de las imágenes sensibles.
Adán (prescindamos de los espíritus angélicos) salió de las manos del Creador lleno de ciencia y de verdad con un tesoro de ideas impresas en él por el mismo Dios, sin ejercicio alguno preparatorio de las facultades orgánicas. Su ciencia era de hecho ciencia infusa, no ciencia adquirida (De hecho, decimos, porque Dios mismo la había impreso en su inteligencia al crearla; mas no de derecho, porque para usar de su ciencia le era necesario el concurso de los órganos, del mismo modo que para el uso de la ciencia adquirida. Era lo que suele llamarse ciencia infusa per accidens). Es verdad que para usar de esta ciencia necesitaba el concurso de la imaginación: como nosotros, Adán no pensaba sin representaciones sensibles. Mas, como también acontece a nuestras almas, la de Adán, al separarse de su cuerpo mortal, no perdió el tesoro de conocimientos que poseía; separada de todo organismo, pensaba con entera independencia de aquellas imágenes que suponen el concurso de las fuerzas corporales y son como la vestidura material de nuestras ideas. De donde se deduce que la condición de nuestro entender actual, por natural que sea el espíritu humano, no le es esencial. Por consiguiente, Dios, aun en el estado presente, puede libertar al alma humana de tal condición y darle el privilegio de pensar como los espíritus puros.
Y esto es lo que hizo en favor de su Cristo. Jesús, viviendo entre lo hombres, tenía, además de la ciencia beata con que contemplaba cara a cara la verdad infinita, aquella otra ciencia que la Teología llama ciencia infusa, inferior a la intuición divina, pero superior a todo conocimiento que dependa de las fuerzas orgánicas.
Y este fue también, si no nos equivocamos, el privilegio con que dotó a su divina Madre; y he aquí por qué, aun en las tinieblas del seno materno, a pesar de la impotencia en que todavía estaban las facultades orgánicas, podía conocer a Dios y las cosas de Dios, y corresponder con un amor inmenso al amor de la bondad divina hacia ella. Repitámoslo: la Iglesia nada ha definido acerca de este particular; pero, de todas las hipótesis que pueden imaginarse para explicar este uso anticipado de la razón en la Santísima Virgen, aquella que le concede una ciencia infusa propiamente dicha, es decir, una ciencia impresa por Dios mismo, una ciencia independiente, en su origen y en su ejercicio, de toda cooperación del organismo, es la más sencilla, la más natural, por no decir la única posible. Sabemos muy bien que esta manera de conocer está fuera de las leyes que rigen nuestra naturaleza en el estado de mortalidad; pero, como quiera que difiere esencialmente de la visión beatífica, y, por tanto, no se sale de la condición propia de la ciencia de la vida, nada se opone a que el Hijo de Dios se la diese a su Madre. Los Santos, en sublimes éxtasis, algunas veces contemplaron las perfecciones divinas sin concurso alguno y en el silencio más profundo de las facultades inferiores (Una prueba, entre otras, de que en estas comunicaciones extraordinarias del alma con Dios hay un modo de conocer más elevado, más libre de todo elemento sensible, Que al modo connatural a nuestro estado de mortalidad, es la impotencia de expresar claramente lo que en esos arrebatos sublimes del espíritu se ha visto u oído. ¡Cuántas veces habla Santa Teresa de esta imposibilidad! Multiplica hermosamente las comparaciones, las imágenes; pero al fin tiene que confesar siempre que nada le satisface. San Pablo, arrebatado al tercer cielo, ¿no oyó palabras misteriosas que al hombre no es permitido repetir? (II Cor., XII, 4)). ¿Qué tiene, pues, de extraño que la Madre de Dios recibiese de manera permanente aquello de que los servidores de Dios, como Santa Teresa y otros Santos, gozaron pasajeramente?
II. Consecuencias de las conclusiones precedentes. — La primera consecuencia es que este conocimiento maravilloso de María no tenía resonancia alguna fuera de Ella. Toda la gloria de la Hija del Rey estaba en su interior ("Omnis gloria, ejus filiae regia ab intus." (Psalm. XLIV, 24.)), oculta en el santuario secretísimo de su alma. Se entenderá claramente con sólo recordar cómo la ciencia infusa es independiente del ejercicio de los órganos. Nuestro Señor Jesucristo, en el pesebre no aparecía de condición distinta de los demás niños de su edad. No hablaba ni hacía cosa alguna demostrativa de inteligencia. Más adelante, su lengua se soltó conforme a la ley común; en él, como en los demás, se pudo seguir paso a paso el progreso de la razón, sin duda más rápido, pero semejante al de los otros niños. En Jesucristo, las acciones externas, es decir, las de la vida común, respondían, no a la ciencia divinamente infusa, sino al conocimiento adquirido, es decir, a ese conocimiento que supone como fundamento y principio el ejercicio normal de las facultades sensibles (Es indudable que la ciencia infusa no era extraña a la conducta externa del Salvador; pero Él proporcionaba sus manifestaciones al progreso de la ciencia adquirida; y era esto sabia disposición de su providencia, porque una sabiduría sensiblemente consumada en tan tierna edad hubiera hecho sospechosa la realidad de su naturaleza humana). Por consiguiente, no sería discreto decir, como algunas veces se ha dicho, ¿cómo creer que hay tantas luces en el fondo del alifra, cuando nada las revela a los ojos del observador? Esto sería olvidar la condición misma del conocimiento que se pretende poner en duda.
Y también olvidaría la condición connatural de la ciencia infusa (y esta es la segunda consecuencia) quien hablase de distracciones provenientes de entorpecimientos exteriores, de suspensiones en el pensamiento o eclipses en el raciocinio o descansos en el ejercicio de la inteligencia, causados por adormecimiento, turbación orgánica o sueño. ¿Cómo una ciencia que no necesita para nada el uso de los sentidos puede ser estorbada en su ejercicio porque los sentidos aceleren o retarden su acción?
La vida de los Santos y la Teología mística nos ofrecen más de un fenómeno que nos inducen a sospechar este privilegio en Jesús y en su Madre. Hanse visto siervos de Dios a quienes nada podía distraer de su presencia; testigos, San Luis Gonzaga y San Alfonso Rodríguez, obligados ambos por la obediencia a luchar contra Dios y vencidos en esta lucha, a pesar de sus laboriosos esfuerzos. Hanse visto otros a quienes el sueño mismo no podía sustraer de los asaltos del amor divino y que podían con verdad decir, como la Esposa de los Cantares: "Yo duermo, pero mi corazón vela" (Cant., V, 2.). Así fue, por ejemplo, el gran Apóstol de las Indias, Francisco Javier, que con el corazón y con la boca repetía en medio del sueño ardientes invocaciones a la Santísima Trinidad; así también San Alfonso Rodríguez, ya citado, cuyo descanso era, en cierto modo, una plegaria no interrumpida ("Le acaeció muchas veces durante el sueño que continuaba la oración comenzada durante la vigilia; una noche, cuando dormía, como él mismo refiere, hallóse todo abrasado en amor divino, y en este estado, semejante al reposo misterioso de la Esposa de los Cantares, permaneció una hora." Vie du bienhcureux Alphonse Rodríguez, L. I., p. 69. (Edit. Douniel.)). Y no hablemos de aquellos niños de quienes nuestros antiguos autores guardan memoria, y a los cuales nos los presentan cantando la gloria de Dios cuando su lengua era aún impotente para balbucir ni una palabra.
Y no se objete la fatiga que produciría esta atención continua a las cosas de Dios. El ejercicio de la inteligencia, de suyo, no engendra ni lleva consigo fatiga alguna. Si hay trabajo y cansancio, no tienen asiento en el espíritu, sino en el organismo: y la causa de ellos no es, ni el pensamiento ni la contemplación, por vivos y continuados que sean, sino la cooperación de las facultades inferiores, condición natural de nuestros conocimientos, aun de los más elevados, en el presente estado de nuestra naturaleza.
Anotemos otra consecuencia al resolver esta dificultad que espontáneamente se ofrece. He aquí la objeción. Esta unión del alma con Dios, esta absorción continua en Dios, si fuera en verdad como hemos dicho, hubieran paralizado por entero la vida exterior y hubieran impedido a la Santísima Virgen ocuparse de todo lo que fuese extraño al objeto de sus contemplaciones. ¿No es un hecho comprobado por la experiencia que cuando el entendimiento está embargado por una idea, el cuerpo queda como insensible a cualquiera impresión o excitación de fuera? Quien así tiene embargada su atención, no ve ni oye, como si fuese ciego, como si fuese sordo. Mil hechos naturales lo atestiguan, y los fenómenos sobrenaturales de éxtasis y raptos que se refieren en las vidas de los Santos de tal suerte lo confirman que no queda lugar a la menor duda para los creyentes.
¿Qué responder a esta objeción? La respuesta se halla en la misma naturaleza de la ciencia infusa. Esta ciencia, como ya hemos dicho, era independiente del organismo. Se asentaba en las alturas del alma, adonde no tiene acceso la sensibilidad. Por consiguiente, del mismo modo que no recibía auxiio de las potencias inferiores del ser, así tampoco les ponía obstáculo alguno en su funcionamiento. Porque si los fenómenos a que antes aludimos tienen por efecto el inmovilizar, en mayor o menor grado, las fuerzas del alma, esto nace de que la región en que se producen está relacionada, más o menos estrechamente, con el campo de la sensibilidad. Pero a medida que el conocimiento sobrenatural se eleva en la región de la inteligencia, a medida que los puntos de contacto entre la inteligencia y la sensibilidad van disminuyendo, la influencia mutua decrece y, al fin, viene a extinguirse.
Quizá parezcan estas consideraciones obscuras y poco decisivas. Vamos a esclarecerlas con ejemplos indudables. Sea el primero el del Verbo encarnado. Es absolutamente cierto que Jesucristo, en la parte superior de su alma, estuvo constantemente iluminado con los esplendores de la visión divina. Si algunos teólogos, para explicar los dolores de la Pasión, creyeron que era necesario admitir un eclipse momentáneo (No hablamos de otra opinión, expuesta en nuestros días, según la cual Jesucristo estuvo privado de la vista de Dios cuando fué tentado por el diablo en el desierto, para que de esta suerte pudiese libremente elegir entre la obediencia a su Padre celestial y el mal que le sugería el tentador. En esta opinión hay algo más que temeridad en la doctrina: hay ignorancia de que Nuestro Salvador era absolutamente impecable y de que el principio de esta impecabilidad era no sólo la visión beatífica, sino también la unión personal de la humanidad con el Verbo de Dios.), el sentir contrario ha prevalecido. Por otra parte, sería negar el Evangelio y trastornar toda la economía de nuestra fe el negar a Dios hecho hombre las funciones de la vida sensitiva. Por tanto, la experiencia prueba que no hay incompatibilidad radical entre el libre uso de los sentidos y la contemplación más alta, es decir, la más independiente de las fuerzas inferiores.
Otro ejemplo no menos demostrativo es el de los escogidos, después de su gloriosa resurrección. Grande, en efecto, es el error de los que se figuran el estado de los bienaventurados comprensores como un éxtasis inmóvil, en el que todas las fuerzas del cuerpo quedan en suspenso. No; el cielo será para el hombre exterior, del mismo modo que para el hombre interior, la vida pura, libre, llena; el ejercicio sin trabajo, sin dificultades, sin fatiga, soberanamente perfecto y soberanamente deleitable, de todas las actividades espirituales y sensibles.
A quien desease ejemplos más recientes le recordaríamos algunos hechos que se narran en las obras de los místicos, los cuales demuestran que la perfección de la vida contemplativa no corre pareja con los éxtasis y arrobamientos. A medida que las almas privilegiadas de Dios se acercan a la unión bienaventurada en que consistirá su gloria en la eternidad, más raro es aquel género de fenómenos sobrenaturales y mayor y más libre la facilidad de entregarse a las ocupaciones que se ordenan al servicio de Dios. Esto es lo que vemos en las vidas de los Santos y lo que Santa Teresa de Jesús hace constar muchas veces en el decurso de sus obras.
"Pareceros ha que, según esto, no andará en sí, sino tan embebida, que no pueda entender en nada. Mucho más que antes, en todo lo que es servicio de Dios..." (Moradas, Séptimas, c. I). Y dice además la Santa, por haberlo experimentado: "...en llegando aquí el alma, todos los arrobamientos se le quitan (el quitar se llama aquí cuanto a perder los sentidos), si no es alguna vez, y ésta no con aquellos arrobamientos y vuelos de espíritu..." (Ibídem, c. III). Y, ¿de dónde procede esto? En gran parte, de la sublimidad del modo del conocimiento, porque "aparécese el Señor en este centro del alma sin visión imaginaria, sino intelectual, aunque más delicada que las dichas" (Ibídem, c. II).
Tenemos de la misma Virgen Santísima el último ejemplo. Si en alma humana hubo alguna vez contemplación perfecta, fue en la de la Santísima Virgen, cuando Jesucristo, nacido de su seno apareció por vez primera delante de sus ojos arrobados. Y, con todo, esta Virgen benditísima, toda inundada en luz, lámpara brillante y ardiente con todos los fuegos de amor divino, quedó libre y expedita para las funciones de Marta. Mirad cómo coge al Niño Jesús con sus manos virginales, cómo lo envuelve en los pañales, cómo lo acuesta en el pesebre y, en una palabra, hace todo lo que cualquiera otra madre haría con el hijo de sus entrañas (Nicole ha escrito, en sus Pensamientos morales acerca de los Misterios de Jesucristo, §2: "No se ven en la Santísima Virgen raptos ni éxtasis. Estados son éstos en los que Dios pone a ciertas almas que aun tienen algo que sujetar y domar; pero en la Santísima Virgen nada resistía a Dios, a la impresión de Dios. Obraba según que Él la movía, sin dar un paso más." Continuat. de reflexions morales, t. XIII, p. 341. (París, 1741.) El Magníficat es el más sublime de los éxtasis; pero es un éxtasis espiritual que no paralizó los sentidos).
Últimas consecuencias. Cuando los Santos y los Doctores hablan del progreso de María en la santidad, del crecimiento continuo de sus méritos, siéntese uno tentado a creer que exageran en las cosas tan maravillosas que dicen. Pero, ¿cómo no creerles?; más aún, ¿cómo no persuadirse de que estas aparentes exageraciones se quedan por debajo de la verdad después de haber meditado el misterio de esta contemplación siempre en acto y siempre avivando el fuego de santo amor? Ya tendremos ocasión de hablar de este mismo asunto más de propósito cuando tratemos de la santidad final de la Madre de Dios.
Por último, esta teoría acerca de la ciencia de la gloriosa Virgen María nos explica mejor que otra cualquiera la feliz impotencia de María para cometer el menor pecado, conforme veremos en su lugar (Véase, sobre este asunto, al P. Fernando de Salazar, Pro immac. Deiparae V. conceptione Defensio, c. 132, n. 42-44; de Rhodes, de lncarnat., t. 8, q. 4, s. 6, § 3 ; Suár., de Myster. vitae Christi, d. 19. S. 3, Dico primo).
J. B. Terrien S.J.
LA MADRE DE DIOS...
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