CAPITULO XIV
EL M.R. PEDRO ARRUPE, PREPOSITO GENERAL DE LA COMPAÑIA VISITA A MEXICO PARA INTENSIFICAR LA REVOLUCION LATINOAMERICANA
Estábamos escribiendo estas páginas, cuando tuvimos por la prensa la sensacional noticia de que una vez más había venido a México el M.R. Pedro Arrupe, S. J., con la aureola, esta vez, de la suprema autoridad del Instituto Ignaciano, y acompañado por su equipo mayor del P. Asistente, de los PP. Provinciales, de los escritores y demás incondicionales, que activamente secundan a Su Paternidad, que apostólica y pastoralmente trata de remediar entuertos y errores cometidos, a partir de su fundador y de su fundación, por los ínclitos soldados de Ignacio de Loyola.
Esta visita, para cualquiera que conozca a los jesuítas o que se ponga, al menos a reflexionar sobre viaje tan poco usual y sobre los anuncios que le precedieron, la ostentosa publicidad que se le ha dado, las declaraciones oficiales que, en el aeropuerto primero y en una aula del Centro de Investigación y Acción Social, fueron después hechas a los representantes de la prensa, tiene forzosamente que originar numerosas y trascendentales preguntas, cuya respuesta práctica necesariamente ha de afectar no sólo al porvenir y la paz social del país, sino las estructuras todas de nuestros pueblos latinoamericanos.
¿A qué vino a México el Prepósito General de los Jesuítas? ¿Se trata, por ventura, de atender a la reforma urgente que la Compañía está exigiendo, no para arreglar los asuntos internos y externos de nuestra patria, que no le corresponde ni a él, ni a los suyos, ni a los obispos, ni a los clérigos? Supuestas las experiencias de su viaje y reunión en Río Janeiro y en Bogotá, ¿qué repercusiones tendrá esta venida no sólo en nuestro país, sino en toda la América Latina? ¿Hay sinceridad en sus declaraciones, cuando nos habla de las equivocaciones deplorables, que, en el pasado, cometieron los R.R.PP. de la Compañía de Jesús?
El periódico "EXCELSIOR" compendia, en llamativo encabezado, la Conferencia de Prensa, dada por el P. General, en el Centro de Investigación y Acción Social, que los jesuítas tienen en esta ciudad, al expresar literalmente la médula de las extensas confidencias que el P. Arrupe tuvo con los periodistas que le rodeaban, hechos todos oídos, y grababan en cintas magnetofónicas sus palabras: "Si por revolución se entiende un cambio radical, eso queremos".
Palabras semejantes, en otros tiempos, hubieran levantado ámpulas y hubieran justificado la convocación de una extraordinaria Congregación General de los profesos de la Orden, para pedir con energía la deposición inmediata del Prepósito General, que no tan sólo atentaba contra las cosas substanciales de la Compañía, sino contra la misma ortodoxia de la Iglesia. Pero, ahora el P. Arrupe es invulnerable, protegido y respaldado, como está, por el mismo Papa, ya que no está haciendo otra cosa que cumplir las consignas medulares de Paulo VI. Por eso han sido inútiles las protestas que, en todas partes, han hecho sus hijos, los mejores de sus hijos, los pobres viejos marginados, ignorados, menospreciados, cuya misión actual, como él dijo en Colombia, es la de tender los rieles, para que corran sobre ellos, las impetuosas juventudes, hechas transformación, hechas atentado, actos terroristas; hechas negación y ataque descarado contra la misma doctrina inmutable del Magisterio de la Iglesia.
¿Cuál es la "revolución" que quieren los jesuítas? "Hay que matizar mucho esa palabra", responde el incansable P. General. "No una revolución violenta, sino la transformación de pensamiento, de estructuras, de investigación teológica; todas esas cosas que ciertamente hay que cambiar". Es natural que la astucia del P. General y de sus consejeros y directores no quiera confesar las cosas como son. De sobra sabe el P. Arrupe que en México la Constitución nos prohibe a los clérigos el tomar parte en polítíca, y que hay un artículo de nuestra, leyes, que impone la sanción de expulsar del país a los curas extranjeros, que pretendan inmiscuirse en los asuntos internos de la nación. Por eso, al matizar, evita la palabra "revolución" y prefiere usar la palabra "transformación", "cambio". Pero esto es un ardid. Esas transformaciones son políticas, no religiosas exclusivamente; si se habla de cambios en la "investigación teológica" es para justificar la "teología de la muerte de Dios y la teología de la revolución". ¿Piensa el Prepósito General que tales transformaciones son posibles por una pacífica evolución de pensamiento, de las estructuras, de la investigación teológica, de todas las cosas que ciertamente hoy hay que cambiar? Por mucho "lavado cerebral" que nos hagan, por mucho silencio que quieran imponernos, la reacción tiene que ser violenta, sangrienta, trágica, ante la imposición clerical de los jesuítas, que, en el pasado, quisieron imponer el comunismo en las famosas reducciones del Paraguay y que, instigados, piensan que, con su poderosa influencia, ya deteriorada y desprestigiada, van ahora a impulsar a nuestros gobernantes a lanzarse a una aventura gravemente comprometedora y peligrosa.
Ya lo indiqué antes; y me permito repetirlo de nuevo: el mayor error de nuestros gobernantes sería el asociarse con el clero político; sería el dejarse adormecer por el canto de sirena del P. Arrupe, de los Méndez Arceo y de todos esos improvisados caudillos, que quieren "montarse en el caballo", y que, en su pequeñez pretenden emular las gestas del Ché Guevara y de Camilo Torres. El silencio del gobierno en estos casos, su actitud pasiva, sería complicidad, sería traición a la patria. Y que no teman los jefes de Estado el incurrir en las "excomuniones", ni el dar la impresión al pueblo de que estamos bajo el rigor de una nueva persecución religiosa. El gobierno no persigue a la Iglesia, si, en el cumplimiento de sus más altos deberes, impide la subversión, protege el bien común y defiende los legítimos intereses de los particulares, garantizados por la misma Constitución, cuando, con el pretexto de pastoral, de justicia social y de autenticidad evangélica, son precisamente los clérigos y los jesuítas los que solapadamente están sembrando la desconfianza, la inconformidad, el descontento y la subversión en todo el país.
¡Cambiar la teología! La frase es increíble y atrevida. ¡Piensan estos inquietos y revolucionarios jesuítas que la ciencia portentosa de nuestros grandes teólogos, que ellos ni siquiera conocen, está ya "superada" por una nueva teología que corresponda al nuevo "pensamiento", a la nueva religión, que el Papa Montini y sus aliados quieren imponernos! El problema es, pues, religioso y político. En cuanto religioso, no nos puede ser indiferente, ya que para nosotros la religión no es un adorno, un vestido que cambiamos, según los gustos o conveniencias, sino es el sentido, la proyección de toda nuestra vida. En cuanto político, tampoco nos puede ser indiferente; va de por medio el tesoro de nuestras libertades, de nuestros derechos, de nuestra misma personalidad humana.
Y los jesuítas del P. Arrupe son, ante todo, políticos. "Y cuando digo —son palabras del P. General— que nuestro compromiso político es un compromiso político hasta el fondo, creo que lo podemos probar". Y ¿cuáles son las pruebas? "Tenemos gente expulsada del Paraguay, y tenemos gente en la cárcel en Uruguay, y tenemos gente expulsada de Bolivia, y el obispo Bambarén estuvo en la cárcel en Perú; estuvo otro en la cárcel en Brasil. En Estados Unidos también. . ." "Sería una larga lista de todo lo que tenemos que pasar y sufrir; pero, eso, ¡vamos! cuando se trata de dar la cara por la justicia y nuestro Señor, sufrir nos gusta en cierto sentido. .." El padre Arrupe y sus pobres hijos son unos héroes, unos mártires de la justicia social. No dicen el por qué de esos destierros, ni de esos encarcelamientos. No dicen las enormes convulsiones sociales, que la prédica y la acción de los jesuítas han ocasionado y empujado en esos países hermanos, en los que la entereza y decisión de sus gobernantes, pese a su innegable catolicismo, se han visto obligados a acudir a esas sanciones extremas, cuando todo otro remedio resultó estéril. ¿Quién patrocinó las guerrillas en Bolivia? ¿Quién pretendió introducirlas en el Paraguay? ¿Quién organizó, fomentó y sigue sosteniendo a los tupamaros, sino la Compañía, sus colegios, sus activos propagandistas? En Brasil, en Perú, en Centro América, han sido los jesuítas los promotores de la insurrección armada. Y aquí en México, aunque los ricos no lo crean, aunque sigan pensando que los jesuítas son el non plus ultra de la santidad, de la ciencia, del celo apostólico; son los jesuítas los que de una manera activa, pero eficaz y subversiva, están introduciendo y preparando la nueva revolución, que ha de acabar con la "REVOLUCION MEXICANA", no para mejorar las condiciones nacionales, sino para hundirnos en la esclavitud del comunismo. El viaje del P. Arrupe no busca otra finalidad.
¿Y la posición de la Compañía de Jesús?, le preguntaron al P. Arrupe los periodistas. Y su respuesta fue tajante, clara, inequívoca: "Yo diría, yo la calificaría —dijo abriendo los brazos con las manos también abiertas, el P. Arrupe— de "hasta el último radicalismo evangélico. Queremos defender la justicia y ejercer la caridad, y esto nos lleva a un compromiso serlo, que es un gran apostolado".
En el lenguaje progresista, lenguaje inspirado en el de los comunistas, ya que de ellos lo han aprendido, las palabras son polivalentes. Hay que conocer lo que una misma palabra significa en el lenguaje ordinario de la gente, según el sentido del diccionario, y el sentido deformado, que, con hipocresía, quieren darle estos nuevos redentores.
"Radicalismo evangélico": he aquí' la contradicción disimulada. No podemos asociar esas palabras: o hay Evangelio o hay radicalismo; pero nunca radicalismo evangélico, en el sentido inequívoco, que el General les da a esas palabras. Lo que quiso decir es manifiesto: "estamos dispuestos a llevar esa "revolución matizada" hasta el radicalismo evangélico; es decir, estamos dispuestos a llevar hasta sus últimas consecuencias nuestro programa revolucionario, bajo el velo evangélico. Estos nuevos Quijotes quieren defender la justicia —tal como ellos la entienden— hasta el "compromiso"; pero esto, P. Arrupe, no es un "gran apostolado", sino una gran subversión, como la de Camilo Torres, como la de Fidel Castro, como la del "Che" Guevara, como la de sus nuevos mártires, que justamente están en la cárcel o son expulsados, como enemigos peligrosos del bien común.
Cita el Prepósito General, como una prueba apodictica de los magníficos resultados de este nuevo apostolado, que vino a destruir, el que San Ignacio había instaurado, los frutos abundantes que en los diversos países, por el convencimiento y concientización de sus propios valores, se están ya recogiendo. Antes del P. Arrupe, la Compañía tenía muchas y muy florecientes misiones, en las que los verdaderos apóstoles trabajaban fielmente por la conversión de los infieles, no por la "concientización de sus propios valores", sino por la predicación del mensaje incorrupto de Cristo. El mismo P. Arrupe, se supone, fue o debió ser uno de esos apóstoles. Es cierto que la Compañía tuvo graves problemas por haber pretendido, en tiempos pasados, concientizar en su propia identidad, en los ritos chinos a los chinos y en la mentalidad guaraní a los indígenas del Paraguay. Aquello era una mezcla de los errores más inconcebibles con la verdad del Evangelio de Cristo. No pienso que el actual General pretenda ahora repetir el experimento, que tantos dolores de cabeza dio a sus predecesores, hasta originar la expulsión y la supresión de la misma Compañía de Jesús.
Ese concepto de superioridad, que el P. Arrupe, al unísono con Paulo VI, califica de colonialismo, con el que los misioneros de Europa o de América o de cualquier otra región predicaban el mensaje de Cristo, debe desaparecer, porque no hay que hacer perder su identidad a los neófitos, para que adquieran la identidad cristiana. "Las potencias europeas o americanas van a un país, dice Arrupe, a imponer sus ¡deas, porque creen que, siendo superiores, hacen un favor imponiendo su mentalidad a un país en vías de desarrollo". Estas palabras son una repetición, casi con idénticos términos expresada, de los conceptos de Juan B. Montini, en su POPULORUM PROGRESSIO. La superioridad intelectual, cultural, social, económica y política de esos pueblos desarrollados es un fenómenos inevitable, que ninguna demagogia puede eliminar; el pedir ahora que las potencias superiores, que los misioneros, no pretendan imponer su mentalidad a esos países en vías de desarrollo; es defender su retraso mental, sus prejuicios, sus supersticiones, sus vicios; es impedir, en principio, con el pretexto de defender su propia identidad, el mismo desarrollo y progreso de esos pueblos, que llegarán hasta donde sus potencialidades lo consientan, no hasta donde la demagogia lo proclame. Que lo entienda bien Su Paternidad: la igualdad es uno de los grandes mitos de la historia; que recuerde las palabras de San Pío X: "Es conforme al orden establecido por Dios que en la sociedad humana existan gobernantes y gobernados, patronos y proletarios, ricos y pobres, sabios e ignorantes, nobles y plebeyos". Y completando el pensamiento del Santo Padre, podemos añadir: "Es conforme al orden establecido por Dios que, en el mundo, existan países ricos y países pobres".
Y no cambiamos el pensamiento del P. General, quien literalmente dijo: "Ciertamente el concepto de apostolado de misiones es un concepto evangélico, pero con la mentalidad de los países desarrollados o industrializados —y no hablo de la Iglesia— hay un concepto de superioridad, que se ha calificado con el nombre de colonialismo".
"Lo peor que puede hacer hoy una persona es ir a un país subdesarrollado, o en vías de desarrollo, queriendo imponer una ideología o una mentalidad. Este hombre ya está perdido. En poco tiempo estará fuera de ese país, porque no lo aceptan, y con razón, pues cada quien tiene su idiosincrasia y derecho a desarrollar su propia ideología. Esto repercute en nuestro trabajo apostólico en el sentido de que somos hijos de nuestros hijos y sin darnos cuenta podemos llevar esta manera de pensar". Estas palabras del P. Arrupe, son un programa, detestable programa, que viene a contradecir el mismo programa evangélico. Jesucristo dijo: "Id y Predicad; id y enseñad". Y la predicación y la enseñanza, en su misma esencia, tienden necesariamente a cambiar, a enriquecer la mentalidad y los conocimientos de los discípulos. El misionero necesariamente, por razón de su misma vocación, está comprometido con Dios, no con los hombres, a difundir la buena nueva, a cambiar la mentalidad de los neófitos, a deshacer las tinieblas del error y del pecado en las que, por siglos, han vivido esas gentilidades, cuya identidad es precisamente el impedimento que hay que remover para la transformación radical y salvadora.
El Prepósito General comprende luego su error y quiere componerlo, hundiéndose más en sus propias elucubraciones: "Yo no aplicaría jamás —y que quede bien claro— que la Iglesia ha tenido nunca colonialismo. La Iglesia ha dado a veces esa impresión, por sus métodos educativos, por su modo de ayudar, por sus estudios, hasta por sus edificios..." ¡Qué contradicción más manifiesta! ¡qué desorientación fundamental en los principios! La Iglesia nunca ha tenido colonialismo, aunque la Iglesia ha dado a veces esa impresión, por sus métodos educativos... El P. Arrupe supone las misiones y niega las misiones, al suponer que es colonialismo o algo parecido al colonialismo el pretender modificar, aunque sea para cristianizar, la mentalidad de los pueblos paganos. "Un misionero que vaya a un país del Tercer Mundo tiene que ir a servir a ese país, supeditado a las autoridades de ese país, y de acuerdo con la mentalidad de ese país. Si no lo hace así, mejor que no vaya, porque se convierte en un estorbo". Con este criterio, las misiones católicas salen no digo ya sobrando, sino salen estorbando, ya que forzosamente el misionero, en su labor apostólica, tiene que mejorar y aun, en muchos casos, contradecir los moldes de una vida rudimentaria y aun antagónica a los principios mismos de la religión católica.
Si así habla el General, ¿cómo hablarán los simples soldados? Después de estos breves comentarios, que hemos hecho a los conceptos novedosos del P. Arrupe, ¿habrá todavía ingenuos que sigan creyendo en la apostólica labor de los jesuítas, en estos tiempos de transformación y de aggiornamento? ¡Compañía de Jesús! ¡Ay, Jesús, que Compañía!
Ante la subversión actual en la Iglesia —guerra satánica, total, a muerte contra la religión— sólo son posibles tres actitudes: la de la claudicación, la de la sumisión y la de la resistencia. La primera actitud es la de aquellos, que ya perdieron la fe. Al asumir esta actitud los católicos (sean simples fieles, sean sacerdotes, sean obispos, o cardenales o sea el papa) no sólo se han pervertido, no sólo han abandonado la fe tradicional, sino que se han convertido en "activistas" incansables, en difundidores y defensores de las herejías modernistas. Conscientemente quieren la "autodemolición" de la Iglesia y a ella consagran todos sus recursos y las torcidas interpretaciones que su soberbia ha dado a la Palabra Revelada. Los "sumisos", que, por desgracia abundan, por incapacidad mental, por conveniencia o por cobardía, insisten en defender que, en el bien o en el mal, en la verdad o en el error, debemos estar con el Papa y con los obispos, de tal manera que es preferible ir al infierno por obediencia que ir al cielo por esa que ellos llaman desobediencia. A muchos de éstos o les falta cabeza o les falta ciencia o les faltan "pantalones", para decidirse a obrar, según su conciencia y el don sobrenatural de la fe que en el Santo Bautismo recibimos. La tercera actitud, la única verdaderamente católica, coherente, provechosa y necesaria para la vida eterna, es la que, ante los evidentes derrumbes en la Iglesia de Dios, ante la "autodemolición", que estamos presenciando y de la cual el mismo Paulo VI ha dado testimonio; ante el hecho innegable de que ahora hay ya dos religiones, dos "economías" del Evangelio, dos distintas "mentalidades", ellos con plena conciencia de su responsabilidad ante Dios y ante los hombres, solemnemente declaran: que entre la religión de veinte siglos, de todos los Papas y de todos los Concilios, y la religión del "aggiornamento", del "ecumenismo", la de Juan XXIII, Paulo VI y su Concilio Pastoral, están o estamos dispuestos, incluso a costa de la vida, de todas las difamaciones, calumnias y afrentas, a conservar la fe de siempre, la fe de nuestro bautismo, la de nuestra eterna salvación.
La primera actitud es, humanamente hablando, muy jugosa: protección y aprecio de los obispos, de los párrocos, de los que están en el poder; buenas entradas de dinero, libertad para hacer y decir lo que se quiera, perspectivas halagüeñas de futuras promociones, de dignidades y puestos de mando. Están haciendo su carrera para llegar a Monseñores, a cancilleres, obispos y cardenales; sobre todo ahora, cuando, para alcanzar esos puestos honoríficos, no se necesita la ortodoxia, la limpieza de costumbres, ni la ciencia suficiente en los promovidos, sino basta tan sólo una fidelidad ejemplarizada a la nueva religión. Este grupo lo forman los traidores; los apóstatas, herejes o cismáticos; los que no creen en nada, porque han perdido el don sobrenatural de la fe. Y los pecados contra la fe son pecados contra el Espíritu Santo, que difícilmente se perdonan, porque la fe, cuando se pierde no se recupera fácilmente.
La segunda actitud es lastimosa, digna de compasión. Están engañados; sospechan, sin embargo, que la cosa no va bien, pero les falta la decisión para investigar, en la verdad y sinceridad de su corazón, dónde está la VERDAD REVELADA, si en el Vaticano II, Juan XXIII y Paulo VI o en los Concilios todos anteriores y en los Papas legítimos de la Iglesia, predecesores de los dos últimos Papas. Porque hay contradicción evidente; hay dos religiones opuestas; hay la Iglesia de las catacumbas y la iglesia triunfalista de Juan B. Montini, que no es la de Cristo. La indecisión, la cobardía no excusan de pecado; ni la ignorancia, a no ser que ésta sea invencible; pero recordemos que, en los bautizados, no puede darse esa ignorancia invencible en las verdades elementales para la salvación, a no ser que se haya perdido voluntariamente el don sobrenatural de la fe, por un pecado contra la fe. Esto es lo que está pasando, trágicamente, la fe se está perdiendo sin que la gente se dé cuenta; la nueva religión se ha aceptado con una increíble docilidad, y, al aceptar la nueva religión, necesariamente se pierde de modo progresivo insensible y rápido, la fe.
Aquí también señalamos la inconmensurable gravedad de los pecados contra la fe de los obispos y de los sacerdotes, aunque sean monseñores o sean cardenales, por cuya culpa —así sea ésta tan sólo de omisión— las almas inmortales se están yendo al infierno, aunque ellos digan que no hay infierno.
No queda, pues, sino la última postura racional, libre, resulta, inconmobible: la de la resistencia. Lucharemos, sí, lucharemos, con la gracia de Dios; lucharemos hasta la muerte; lucharemos, aunque en su furia Su Eminencia o personas arriba de su eminencia quieran echar sobre nosotros otra "excomunión". Si esto es para el P. Antonio Brambila el querer yo excomulgarme; para mi conciencia sacerdotal y católica esto significa querer salvarme, querer morir en la fe de mis antepasados. Que él y los que le siguen busquen realizar el imposible de unir el no ser con el ser.
Y los jesuítas del P. Arrupe son, ante todo, políticos. "Y cuando digo —son palabras del P. General— que nuestro compromiso político es un compromiso político hasta el fondo, creo que lo podemos probar". Y ¿cuáles son las pruebas? "Tenemos gente expulsada del Paraguay, y tenemos gente en la cárcel en Uruguay, y tenemos gente expulsada de Bolivia, y el obispo Bambarén estuvo en la cárcel en Perú; estuvo otro en la cárcel en Brasil. En Estados Unidos también. . ." "Sería una larga lista de todo lo que tenemos que pasar y sufrir; pero, eso, ¡vamos! cuando se trata de dar la cara por la justicia y nuestro Señor, sufrir nos gusta en cierto sentido. .." El padre Arrupe y sus pobres hijos son unos héroes, unos mártires de la justicia social. No dicen el por qué de esos destierros, ni de esos encarcelamientos. No dicen las enormes convulsiones sociales, que la prédica y la acción de los jesuítas han ocasionado y empujado en esos países hermanos, en los que la entereza y decisión de sus gobernantes, pese a su innegable catolicismo, se han visto obligados a acudir a esas sanciones extremas, cuando todo otro remedio resultó estéril. ¿Quién patrocinó las guerrillas en Bolivia? ¿Quién pretendió introducirlas en el Paraguay? ¿Quién organizó, fomentó y sigue sosteniendo a los tupamaros, sino la Compañía, sus colegios, sus activos propagandistas? En Brasil, en Perú, en Centro América, han sido los jesuítas los promotores de la insurrección armada. Y aquí en México, aunque los ricos no lo crean, aunque sigan pensando que los jesuítas son el non plus ultra de la santidad, de la ciencia, del celo apostólico; son los jesuítas los que de una manera activa, pero eficaz y subversiva, están introduciendo y preparando la nueva revolución, que ha de acabar con la "REVOLUCION MEXICANA", no para mejorar las condiciones nacionales, sino para hundirnos en la esclavitud del comunismo. El viaje del P. Arrupe no busca otra finalidad.
¿Y la posición de la Compañía de Jesús?, le preguntaron al P. Arrupe los periodistas. Y su respuesta fue tajante, clara, inequívoca: "Yo diría, yo la calificaría —dijo abriendo los brazos con las manos también abiertas, el P. Arrupe— de "hasta el último radicalismo evangélico. Queremos defender la justicia y ejercer la caridad, y esto nos lleva a un compromiso serlo, que es un gran apostolado".
En el lenguaje progresista, lenguaje inspirado en el de los comunistas, ya que de ellos lo han aprendido, las palabras son polivalentes. Hay que conocer lo que una misma palabra significa en el lenguaje ordinario de la gente, según el sentido del diccionario, y el sentido deformado, que, con hipocresía, quieren darle estos nuevos redentores.
"Radicalismo evangélico": he aquí' la contradicción disimulada. No podemos asociar esas palabras: o hay Evangelio o hay radicalismo; pero nunca radicalismo evangélico, en el sentido inequívoco, que el General les da a esas palabras. Lo que quiso decir es manifiesto: "estamos dispuestos a llevar esa "revolución matizada" hasta el radicalismo evangélico; es decir, estamos dispuestos a llevar hasta sus últimas consecuencias nuestro programa revolucionario, bajo el velo evangélico. Estos nuevos Quijotes quieren defender la justicia —tal como ellos la entienden— hasta el "compromiso"; pero esto, P. Arrupe, no es un "gran apostolado", sino una gran subversión, como la de Camilo Torres, como la de Fidel Castro, como la del "Che" Guevara, como la de sus nuevos mártires, que justamente están en la cárcel o son expulsados, como enemigos peligrosos del bien común.
Cita el Prepósito General, como una prueba apodictica de los magníficos resultados de este nuevo apostolado, que vino a destruir, el que San Ignacio había instaurado, los frutos abundantes que en los diversos países, por el convencimiento y concientización de sus propios valores, se están ya recogiendo. Antes del P. Arrupe, la Compañía tenía muchas y muy florecientes misiones, en las que los verdaderos apóstoles trabajaban fielmente por la conversión de los infieles, no por la "concientización de sus propios valores", sino por la predicación del mensaje incorrupto de Cristo. El mismo P. Arrupe, se supone, fue o debió ser uno de esos apóstoles. Es cierto que la Compañía tuvo graves problemas por haber pretendido, en tiempos pasados, concientizar en su propia identidad, en los ritos chinos a los chinos y en la mentalidad guaraní a los indígenas del Paraguay. Aquello era una mezcla de los errores más inconcebibles con la verdad del Evangelio de Cristo. No pienso que el actual General pretenda ahora repetir el experimento, que tantos dolores de cabeza dio a sus predecesores, hasta originar la expulsión y la supresión de la misma Compañía de Jesús.
Ese concepto de superioridad, que el P. Arrupe, al unísono con Paulo VI, califica de colonialismo, con el que los misioneros de Europa o de América o de cualquier otra región predicaban el mensaje de Cristo, debe desaparecer, porque no hay que hacer perder su identidad a los neófitos, para que adquieran la identidad cristiana. "Las potencias europeas o americanas van a un país, dice Arrupe, a imponer sus ¡deas, porque creen que, siendo superiores, hacen un favor imponiendo su mentalidad a un país en vías de desarrollo". Estas palabras son una repetición, casi con idénticos términos expresada, de los conceptos de Juan B. Montini, en su POPULORUM PROGRESSIO. La superioridad intelectual, cultural, social, económica y política de esos pueblos desarrollados es un fenómenos inevitable, que ninguna demagogia puede eliminar; el pedir ahora que las potencias superiores, que los misioneros, no pretendan imponer su mentalidad a esos países en vías de desarrollo; es defender su retraso mental, sus prejuicios, sus supersticiones, sus vicios; es impedir, en principio, con el pretexto de defender su propia identidad, el mismo desarrollo y progreso de esos pueblos, que llegarán hasta donde sus potencialidades lo consientan, no hasta donde la demagogia lo proclame. Que lo entienda bien Su Paternidad: la igualdad es uno de los grandes mitos de la historia; que recuerde las palabras de San Pío X: "Es conforme al orden establecido por Dios que en la sociedad humana existan gobernantes y gobernados, patronos y proletarios, ricos y pobres, sabios e ignorantes, nobles y plebeyos". Y completando el pensamiento del Santo Padre, podemos añadir: "Es conforme al orden establecido por Dios que, en el mundo, existan países ricos y países pobres".
Y no cambiamos el pensamiento del P. General, quien literalmente dijo: "Ciertamente el concepto de apostolado de misiones es un concepto evangélico, pero con la mentalidad de los países desarrollados o industrializados —y no hablo de la Iglesia— hay un concepto de superioridad, que se ha calificado con el nombre de colonialismo".
"Lo peor que puede hacer hoy una persona es ir a un país subdesarrollado, o en vías de desarrollo, queriendo imponer una ideología o una mentalidad. Este hombre ya está perdido. En poco tiempo estará fuera de ese país, porque no lo aceptan, y con razón, pues cada quien tiene su idiosincrasia y derecho a desarrollar su propia ideología. Esto repercute en nuestro trabajo apostólico en el sentido de que somos hijos de nuestros hijos y sin darnos cuenta podemos llevar esta manera de pensar". Estas palabras del P. Arrupe, son un programa, detestable programa, que viene a contradecir el mismo programa evangélico. Jesucristo dijo: "Id y Predicad; id y enseñad". Y la predicación y la enseñanza, en su misma esencia, tienden necesariamente a cambiar, a enriquecer la mentalidad y los conocimientos de los discípulos. El misionero necesariamente, por razón de su misma vocación, está comprometido con Dios, no con los hombres, a difundir la buena nueva, a cambiar la mentalidad de los neófitos, a deshacer las tinieblas del error y del pecado en las que, por siglos, han vivido esas gentilidades, cuya identidad es precisamente el impedimento que hay que remover para la transformación radical y salvadora.
El Prepósito General comprende luego su error y quiere componerlo, hundiéndose más en sus propias elucubraciones: "Yo no aplicaría jamás —y que quede bien claro— que la Iglesia ha tenido nunca colonialismo. La Iglesia ha dado a veces esa impresión, por sus métodos educativos, por su modo de ayudar, por sus estudios, hasta por sus edificios..." ¡Qué contradicción más manifiesta! ¡qué desorientación fundamental en los principios! La Iglesia nunca ha tenido colonialismo, aunque la Iglesia ha dado a veces esa impresión, por sus métodos educativos... El P. Arrupe supone las misiones y niega las misiones, al suponer que es colonialismo o algo parecido al colonialismo el pretender modificar, aunque sea para cristianizar, la mentalidad de los pueblos paganos. "Un misionero que vaya a un país del Tercer Mundo tiene que ir a servir a ese país, supeditado a las autoridades de ese país, y de acuerdo con la mentalidad de ese país. Si no lo hace así, mejor que no vaya, porque se convierte en un estorbo". Con este criterio, las misiones católicas salen no digo ya sobrando, sino salen estorbando, ya que forzosamente el misionero, en su labor apostólica, tiene que mejorar y aun, en muchos casos, contradecir los moldes de una vida rudimentaria y aun antagónica a los principios mismos de la religión católica.
Si así habla el General, ¿cómo hablarán los simples soldados? Después de estos breves comentarios, que hemos hecho a los conceptos novedosos del P. Arrupe, ¿habrá todavía ingenuos que sigan creyendo en la apostólica labor de los jesuítas, en estos tiempos de transformación y de aggiornamento? ¡Compañía de Jesús! ¡Ay, Jesús, que Compañía!
TRES ACTITUDES DISTINTAS FRENTE AL NEO-MODERNISMO
San Gregorio Magno escribió una frase memorable, que, en las actuales circunstancias de herejía, de apostasía y de cisma, nos parece de una importancia capital, para esclarecer la conciencia de tantos timoratos o engañados, como hoy, consciente o inconscientemente, están colaborando, en la "SATANICA REVOLUCION", que, desde dentro, llevan a cabo esa "autodemolición" de la Iglesia fundada por Cristo: "Si, para defender la verdad —escribe el gran Pontífice— se corre el riesgo de que sobrevenga un escándalo, es preferible que venga el escándalo, antes que dejar de defender la verdad". Y el melifluo San Bernardo, en frase de idéntico sentido escribe: "El que, por obediencia, se somete al mal, está adherido a la rebelión contra Dios y no a la sumisión debida a El". Citemos unas palabras del divino Maestro, que confirman las dos frases de esos dos santos: "Porque es forzoso que vengan escándalos (dada la fragilidad y malicia de los hombres); pera, ¡ay de aquél por quien el escándalo viniere! Si tu mano o tu pie te hace tropezar, córtalo y arrójalo lejos de tí. Más te vale entrar en la vida manco o cojo, que ser, con tus dos manos o tus dos pies, echado al fuego eterno". (Mat. XVIII, 7 y ss.).Ante la subversión actual en la Iglesia —guerra satánica, total, a muerte contra la religión— sólo son posibles tres actitudes: la de la claudicación, la de la sumisión y la de la resistencia. La primera actitud es la de aquellos, que ya perdieron la fe. Al asumir esta actitud los católicos (sean simples fieles, sean sacerdotes, sean obispos, o cardenales o sea el papa) no sólo se han pervertido, no sólo han abandonado la fe tradicional, sino que se han convertido en "activistas" incansables, en difundidores y defensores de las herejías modernistas. Conscientemente quieren la "autodemolición" de la Iglesia y a ella consagran todos sus recursos y las torcidas interpretaciones que su soberbia ha dado a la Palabra Revelada. Los "sumisos", que, por desgracia abundan, por incapacidad mental, por conveniencia o por cobardía, insisten en defender que, en el bien o en el mal, en la verdad o en el error, debemos estar con el Papa y con los obispos, de tal manera que es preferible ir al infierno por obediencia que ir al cielo por esa que ellos llaman desobediencia. A muchos de éstos o les falta cabeza o les falta ciencia o les faltan "pantalones", para decidirse a obrar, según su conciencia y el don sobrenatural de la fe que en el Santo Bautismo recibimos. La tercera actitud, la única verdaderamente católica, coherente, provechosa y necesaria para la vida eterna, es la que, ante los evidentes derrumbes en la Iglesia de Dios, ante la "autodemolición", que estamos presenciando y de la cual el mismo Paulo VI ha dado testimonio; ante el hecho innegable de que ahora hay ya dos religiones, dos "economías" del Evangelio, dos distintas "mentalidades", ellos con plena conciencia de su responsabilidad ante Dios y ante los hombres, solemnemente declaran: que entre la religión de veinte siglos, de todos los Papas y de todos los Concilios, y la religión del "aggiornamento", del "ecumenismo", la de Juan XXIII, Paulo VI y su Concilio Pastoral, están o estamos dispuestos, incluso a costa de la vida, de todas las difamaciones, calumnias y afrentas, a conservar la fe de siempre, la fe de nuestro bautismo, la de nuestra eterna salvación.
La primera actitud es, humanamente hablando, muy jugosa: protección y aprecio de los obispos, de los párrocos, de los que están en el poder; buenas entradas de dinero, libertad para hacer y decir lo que se quiera, perspectivas halagüeñas de futuras promociones, de dignidades y puestos de mando. Están haciendo su carrera para llegar a Monseñores, a cancilleres, obispos y cardenales; sobre todo ahora, cuando, para alcanzar esos puestos honoríficos, no se necesita la ortodoxia, la limpieza de costumbres, ni la ciencia suficiente en los promovidos, sino basta tan sólo una fidelidad ejemplarizada a la nueva religión. Este grupo lo forman los traidores; los apóstatas, herejes o cismáticos; los que no creen en nada, porque han perdido el don sobrenatural de la fe. Y los pecados contra la fe son pecados contra el Espíritu Santo, que difícilmente se perdonan, porque la fe, cuando se pierde no se recupera fácilmente.
La segunda actitud es lastimosa, digna de compasión. Están engañados; sospechan, sin embargo, que la cosa no va bien, pero les falta la decisión para investigar, en la verdad y sinceridad de su corazón, dónde está la VERDAD REVELADA, si en el Vaticano II, Juan XXIII y Paulo VI o en los Concilios todos anteriores y en los Papas legítimos de la Iglesia, predecesores de los dos últimos Papas. Porque hay contradicción evidente; hay dos religiones opuestas; hay la Iglesia de las catacumbas y la iglesia triunfalista de Juan B. Montini, que no es la de Cristo. La indecisión, la cobardía no excusan de pecado; ni la ignorancia, a no ser que ésta sea invencible; pero recordemos que, en los bautizados, no puede darse esa ignorancia invencible en las verdades elementales para la salvación, a no ser que se haya perdido voluntariamente el don sobrenatural de la fe, por un pecado contra la fe. Esto es lo que está pasando, trágicamente, la fe se está perdiendo sin que la gente se dé cuenta; la nueva religión se ha aceptado con una increíble docilidad, y, al aceptar la nueva religión, necesariamente se pierde de modo progresivo insensible y rápido, la fe.
Aquí también señalamos la inconmensurable gravedad de los pecados contra la fe de los obispos y de los sacerdotes, aunque sean monseñores o sean cardenales, por cuya culpa —así sea ésta tan sólo de omisión— las almas inmortales se están yendo al infierno, aunque ellos digan que no hay infierno.
No queda, pues, sino la última postura racional, libre, resulta, inconmobible: la de la resistencia. Lucharemos, sí, lucharemos, con la gracia de Dios; lucharemos hasta la muerte; lucharemos, aunque en su furia Su Eminencia o personas arriba de su eminencia quieran echar sobre nosotros otra "excomunión". Si esto es para el P. Antonio Brambila el querer yo excomulgarme; para mi conciencia sacerdotal y católica esto significa querer salvarme, querer morir en la fe de mis antepasados. Que él y los que le siguen busquen realizar el imposible de unir el no ser con el ser.
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