Cuáles pueden o deben ser repetidos y cuáles no.
Por quién y cómo se han de administrar.
Por quién y cómo se han de administrar.
¿Creen los católicos que las gracias y dones de Dios están limitados a los siete sacramentos? La doctrina sobre los sacramentos, ¿no fue estructurada en los siglos medios? ¿Qué sabían los primitivos cristianos de "materia" y "forma", términos escolásticos? Parece que los sacramentos son más bien un obstáculo para la verdadera religión, pues la hacen depender de ritos que no significan nada.
La sola definición de sacramento nos dice que no se trata de un ritual sin significado, pues sacramento es un signo visible instituido por Jesucristo para significar y dar al alma gracia santificante. Todo sacramento, pues, tiene que tener tres propiedades:
1° Debe ser un signo visible, como, por ejemplo, el derramamiento del agua sobre la cabeza del que se bautiza, pronunciando al mismo tiempo la invocación: "Yo te bautizo...", etc., con lo que se significa la limpieza que entonces se efectúa en el alma, borrando de ella tanto el pecado original como los pecados actuales, si los hay.
2° Debe conferir gracia santificante; así, el bautismo, por ejemplo, produce en el alma gracia santificante, de suerte que "por el agua y el Espíritu Santo" (Juan III, 5) nacemos para el cielo, como dijo el Señor a Nicodemus.
3° Debe haber sido instituido por Jesucristo, porque los sacramentos dan gracia, y ningún hombre puede crear o instituir signos visibles que den gracia.
Aunque la gracia divina se nos da por la misa y por los sacramentos como por cauces ordinarios, sin embargo, no negamos que Dios no pueda darla por otros cauces, absolutamente hablando; pues, ciertamente, la da al que ignora sin culpa la existencia de la Iglesia y guarda la ley natural, o al católico que, a la hora de la muerte, hace un acto de perfecta contrición y muere sin recibir los sacramentos porque no hay a mano singún sacerdote. "Dios quiere que todos los hombres se salven y que vengan al conocimiento de la verdad" (1 Tim II, 4); de donde se colige que Dios da a todos gracias suficientes para que se puedan salvar.
Un protestante episcopaliano que reciba en su iglesia la comunión de buena fe puede recibir gracia como cuando se hace una comunión espiritual con fervor, pues ignora que el "sacerdote" episcopaliano es un mero lego sin poder alguno para consagrar.
Es cierto que los términos "materia" y "forma" no se introdujeron en la doctrina de los sacramentos hasta el siglo XIII; pero el significado de esos términos viene nada menos que de San Agustín (tract 80, In Joan 3). Estos términos filosóficos están tomados de Aristóteles y fueron oficialmente reconocidos por los Concilios de Constanza, Florencia y Trento. Estos términos no significan que los sacramentos sean algo material corporal; lo que significan es que, así como en los cuerpos hay dos constituyentes, uno que determina y otro que es determinado, así, en los sacramentos hay dos elementos, uno que determina (llamémosle forma) y otro que es determinado (llamémosle materia).
En el bautismo, por ejemplo, el lavatorio con agua es la "materia". La forma son las palabras: "Yo te bautizo en el nombre del Padre, Hijo, y del Espíritu Santo", que declaran el significado y simbolismo del agua. Es de fe que Jesucristo instituyó los siete sacramentos (Trento, sesión 7, De Sac. canon 1).
En cuanto a los sacramentos del Orden, Confirmación y Extremaunción, parece por la historia de Oriente y la de Occidente que Jesucristo no determinó la materia y la forma sino de una manera vaga, encargando a la Iglesia que las determinase con precisión. Los sacramentos de la Iglesia oriental ortodoxa son perfactamente válidos aunque usan diferente forma en el sacramento de la Confirmación: "El sello del don del Espíritu Santo, amén"; emplean una forma deprecatoria de absolución en el sacramento de la Penitencia: "Que este mismo Dios, por medio de mí, pecador, te lo perdone todo ahora y para siempre", y confieren las órdenes sólo con la imposición de la mano derecha.
Los sacramentos, lejos de ser un obstáculo para la religión, son la mayor ayuda divina posible para santificar nuestras almas, ya que nos aplican los méritos infinitos de la redención de Jesucristo. Cuando estamos muertos por el pecado, el sacramento del Bautismo o el de la Penitencia nos dan vida divina; cuando estamos en estado de gracia, los demás sacramentos nos la aumentan. ¿Quién podrá contar los millones de pecadores que, gracias al sacramento de la Penitencia, se han reconciliado con Dios, se han fortalecido en la fe, han visto renacer en sí la esperanza y han intensificado su amor a Jesucristo?
El incrédulo Harnack no iba descaminado cuando acusó de "necedad culpable" al protestantismo por haber privado al alma de este poder para el bien que encierran los sacramentos.
En la sagrada comunión se unen Jesucristo y el alma en la unión más íntima, y ese Jesús que así está real y verdaderamente dentro de nosotros es origen e incentivo de toda virtud. Los protestantes han llamado a la Eucaristía "el punto culminante de la piedad católica. En ella, la vida católica de oración llega a la profundidad, fervor y fortaleza que sólo conoce el que lo ha experimentado".
El cristianismo es una religión sacramental. Jesucristo es Dios y hombre. El Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros para que, por su Pasión y muerte, los hijos de los hombres llegasen a ser hijos de Dios. Su Iglesia es a la vez visible e invisible, con un elemento humano y otro divino. Nosotros, sus miembros, no somos espíritus puros, sino criaturas de cuerpo y alma. Por eso nos parece muy natural que en la vida sobrenatural de la Iglesia, Jesucristo haga que cosas visibles y humarías sean signos y causas de lo que en sí es invisible y divino. El ritual de los sacramentos no puede ser una cosa sin significado, pues todos los sacramentos significan la gracia de Dios y la producen en el alma.
Yo creo que los sacramentos no hacen más que fortalecernos en la fe, ya que no tienen poder intrínseco alguno. ¿No acertó Lutero cuando dijo que los sacramentos eran "meras señales de la promesa divina en virtud de la cual se nos habían de perdonar los pecados por medio de la fe"?; ¿o Calvino, que los llamó "meros mensajeros que nos anuncian la amabilidad de Dios"?; ¿o Zwinglio, para quien no son más que "signos con los que el cristiano hace profesión de su fe"?
Todos estos errores de los reformadores fueron expresamente condenados por el Concilio de Trento (ses 8, cán. 1-12). Es de fe que los sacramentos contienen la gracia que significan, y que dan esa gracia a todos los que no ponen obstáculo; y, según los teólogos, dan esa gracia, no como condiciones indispensables, sino como causas eficientes secundarias, ex opere operato, en frase escolástica.
Los errores de los reformadores en materia de justificación los llevaron lógicamente a negar la eficacia objetiva de los sacramentos. Si la fe sola nos justifica, y si la justificación no es más que una simple aplicación extrínseca de los méritos de Cristo, sin producir cambio alguno interior en el alma, sigúese que el único fin de los sacramentos es avivar la fe; de donde se infiere que no son, ni mucho menos, necesarios para alcanzar la salvación. Esta teoría es una invención que no encuentra apoyo alguno ni en la Biblia ni en la tradición.
Infinidad de textos del Nuevo Testamento nos presentan a los sacramentos como medios eficaces para el perdón de los pecados y para recibir la gracia santificante. Cuando los judíos, compungidos, preguntaron a San Pedro qué debían hacer, pues ya creían cuanto les decía, San Pedro no les respondió que esa fe les bastaba, sino díceles: "Haced penitencia y bautizaos todos en nombre de Jesucristo para que se os perdonen los pecados, y recibiréis el don del Espíritu Santo" (Hech 2, 38). A San Pablo, recién convertido, le dijo Ananías: "Levántate, bautízate y lava tus pecados invocando el nombre de Jesucristo" (Hech 22, 16).
San Pablo habla en muchos lugares de la eficacia del bautismo, que nos limpia de todo pecado y nos da la salvación "haciéndonos renacer por el bautismo y renovándonos por el Espíritu Santo", de suerte que podamos ya "llevar vida nueva" siendo "criaturas nuevas" e "hijos adoptivos" de Dios (Rom VI, 3-4; 1 Cor VI, 9-11; Gál VI, 15; Tito III, 5).
Jesucristo habló claramente de la eficacia objetiva de los sacramentos cuando dijo a Nicodemus: "En verdad, en verdad te digo que quien no renaciere del agua y del Espíritu Santo no puede entrar en el reino de los cielos" (Juan 3, 5); con lo cual nos declaró la necesidad del bautismo para la salvación, pues al ser tocado visiblemente el cuerpo por el agua, es purificada invisiblemente el alma por el Espíritu Santo. Después del bautismo, los apóstoles administraban el sacramento de la Confirmación. "Imponían sobre ellos las manos, y recibían al Espíritu Santo" (Hech 8, 17).
Según San Pablo, esta donación del Espíritu Santo implicaba una santificación, interior del alma: "La caridad de Dios ha sido derramada en nuestros corazones por medio del Espíritu Santo que se nos ha dado" (Rom 5, 5).
San Juan nos conservó las palabras mismas de Jesucristo, que prueban la eficacia del sacramento de la Eucaristía. Se trata del cuerpo real y verdadero de Jesucristo con su sangre, que se da al cristiano en alimento espiritual. Jesucristo nos comunica su vida divina, pues vive en nosotros y nosotros en El, y nos da la vida eterna haciéndonos participantes de su resurrección (Juan 6, 54-59).
San Pablo nos declara la eficacia objetiva del sacramento del Orden en su carta a Timoteo: "Aviva la gracia de Dios, que reside en ti por la imposición de mis manos" (2 Tim 1, 6).
San Ignacio de Antioquía (100), comentando la Epístola a los efesios, dice que la Eucaristía es "antídoto y medicina de inmortalidad, de suerte que los que la gustan no mueren, sino que viven eternamente con Jesucristo".
Tertuliano, hablando del bautismo, dice así: "Bendito sea este sacramento de nuestra agua, por el cual, limpiándonos de los pecados de nuestra ceguedad pasada, nos hacemos libres para la vida eterna... ¿No es cosa maravillosa que con un baño quedemos limpios de la muerte?"
Y San Agustín: "El bautismo no recibe su eficacia de los méritos del que lo administra, ni de los del que lo recibe, sino de su propia santidad y verdad intrínsecas, en atención a Aquel por quien fue instituido. Los que abusan de él, se pierden, los que usan de él como es debido, se salvan" (Contra Cres 4, 1619).
Según San Pablo, esta donación del Espíritu Santo implicaba una santificación, interior del alma: "La caridad de Dios ha sido derramada en nuestros corazones por medio del Espíritu Santo que se nos ha dado" (Rom 5, 5).
San Juan nos conservó las palabras mismas de Jesucristo, que prueban la eficacia del sacramento de la Eucaristía. Se trata del cuerpo real y verdadero de Jesucristo con su sangre, que se da al cristiano en alimento espiritual. Jesucristo nos comunica su vida divina, pues vive en nosotros y nosotros en El, y nos da la vida eterna haciéndonos participantes de su resurrección (Juan 6, 54-59).
San Pablo nos declara la eficacia objetiva del sacramento del Orden en su carta a Timoteo: "Aviva la gracia de Dios, que reside en ti por la imposición de mis manos" (2 Tim 1, 6).
San Ignacio de Antioquía (100), comentando la Epístola a los efesios, dice que la Eucaristía es "antídoto y medicina de inmortalidad, de suerte que los que la gustan no mueren, sino que viven eternamente con Jesucristo".
Tertuliano, hablando del bautismo, dice así: "Bendito sea este sacramento de nuestra agua, por el cual, limpiándonos de los pecados de nuestra ceguedad pasada, nos hacemos libres para la vida eterna... ¿No es cosa maravillosa que con un baño quedemos limpios de la muerte?"
Y San Agustín: "El bautismo no recibe su eficacia de los méritos del que lo administra, ni de los del que lo recibe, sino de su propia santidad y verdad intrínsecas, en atención a Aquel por quien fue instituido. Los que abusan de él, se pierden, los que usan de él como es debido, se salvan" (Contra Cres 4, 1619).
El sentir de la Iglesia en este punto puede deducirse de lo que viene practicando desde tiempo inmemorial. Si no creyera que el sacramento del Bautismo, por ejemplo, da gracia por sí mismo, no bautizaría a los niños, a los locos y a los que han perdido el uso de sus facultades. En la primitiva Iglesia se acostumbraba dar a los niños la Eucaristía, como ahora se les administra la Confirmación. Pío X declaró que se podía dar la comunión al niño que supiese distinguir entre el pan eucarístico y el pan ordinario.
Decir que los sacramentos confieren gracia por sí mismos, ¿no es atribuirles un efecto mágico?
No, señor; la Iglesia católica condena la magia, que es un pecado grave contra la religión, por ser una práctica inmoral con la que se pretende obrar milagros con la intervención del demonio. Llamamos mágica aquella acción en la que, de una causa desproporcionada e insuficiente, se esperan efectos muy superiores, como si a una cosa material y creada se la hiciese causa de algo sobrenatural o divino.
Los sacramentos, nótese bien, aunque causa eficiente de la gracia, no son causa primaria, sino secundaria o instrumental, pues es cosa clara que sólo Dios es el autor verdadero de la gracia. La eficacia, pues, de los sacramentos no depende del que los administra, ni depende de fórmulas y ceremonias, puestas las cuales Dios se obligó a obrar de modo determinado, sino que depende de Jesucristo, que los instituyó para nuestra salvación. Los sacramentos derivan su eficacia de la relación que guardan no sólo con la sangre preciosa de Cristo (Cil 1, 19; Hebr 9, 13; 1 Pedro 2), sino también con la de su sagrada Persona, en cuyo nombre actúan los ministros acá en la tierra (1 Cor 1, 13; 3, 4; 4, 1). De donde se sigue que los efectos de los sacramentos vienen de una causa principal divina, y ayudan en gran manera a levantar el nivel moral y religioso de los que los reciben. La magia viene del demonio y es esencialmente inmoral.
¿Por qué dicen los católicos que no se pueden repetir los sacramentos del Bautismo, de la Confirmación y del Orden?
Porque como enseña el Concilio de Trento, imprimen carácter, es decir, imprimen en el alma un signo espiritual e indeleble que invalida toda otra recepción de estos sacramentos.
San Pablo, al hablar de la acción del Espíritu Santo en los cristianos bautizados, la describe bajo el simbolismo de un sello: "Recibisteis el sello del Espíritu Santo que estaba prometido" (Efes 1, 13). Y más adelante: "No queráis contristar al Espíritu Santo en, Dios, con el cual fuisteis sellados para el día de la redención" (4, 30).
San Agustín escribió que el bautismo conferido por herejes o cismáticos tampoco debe repetirse (epístola 22, 2), porque el bautizado ha recibido en el bautismo "el carácter del Señor" (epístola 173, 23). Este carácter impreso en el bautismo no se puede perder; y se puede comparar a la marca de fuego con que se señalan las reses, o con que señalaban a los soldados de las legiones romanas, o a la imagen que se graba en una moneda (Contra Epis Parmen 2, 29). Asimismo, el santo ataca a los donatistas con la tradición de la Iglesia, que prohibía la repetición de la ordenación válida conferida por obispos indignos. El carácter sacerdotal lo da Dios de una vez para siempre, pues la acción del sacerdote es siempre la acción del mismo Jesucristo (in Joan 5, 15; Contra litt Petil 5).
Según Santo Tomás, el carácter sacramental es: "Un sello con el cual el alma queda marcada para que pueda recibir o dar a otros algo que pertenece al divino servicio; ...es específicamente el carácter de Cristo..., una como participación del sacerdocio de Jesucristo" (Summ 3, q. 63, arts. 3, 4).
Yo creo que no hay más que dos sacramentos: el Bautismo y la Cena del Señor. Los otros cinco son una corrupción de la doctrina predicada por los apóstoles. ¿Cómo me prueba usted que son siete los sacramentos? ¿Se encuentran éstos mencionados en la Biblia o en los escritos de la primitiva Iglesia? ¿No es cierto que ese número septenario data del siglo XII?
Los novadores del siglo XVI nunca se pusieron de acuerdo en el número exacto de sacramentos, aunque convenían todos en rechazar el número septenario. Lutero, que al principio había admitido tres: El Bautismo, la Penitencia y la Cena del Señor, al fin se dejó convencer de Calvino, y redujo a dos el número de sacramentos, a saber: el Bautismo y la Cena del Señor. Contra ellos definió el Concilio de Trento que "no hay más que siete y sólo siete" (ses 7, can 1).
El Nuevo Testamento menciona todos los siete sacramentos más o menos explícitamente, pero no dice que éstos sean siete. Nótese que los Evangelios no son tratados de Teología ni catecismos en los que se desarrolla la doctrina católica siguiendo un plan preconcebido.
Jesucristo encomendó a su Iglesia los siete sacramentos por El instituidos, como le encomendó la Biblia para que la guardase y custodiase; pero, aunque la Iglesia hace a diario uso de los sacramentos, empezó ya desde el principio a catalogarlos y a darnos su número exacto.
Los Padres primitivos mencionan todos los siete sacramentos, pero nunca se pararon a considerar su número ni lo creyeron necesario. Hablan de ellos según las necesidades que se les presentaban, como instrucción de catecúmenos, refutación de tal o cual herejía, sermones, etc. En aquel entonces no estaba fijada con precisión teológica la distinción entre sacramentos (que dan gracia y fueron instituidos por Cristo) y sacramentales (que sólo perdonan los pecados veniales y fueron instituidos por la Iglesia).
Así, vemos que San Justino habla del Bautismo y de la Eucaristía para refutar los errores y calumnias de los paganos. Cien años más tarde, Tertuliano habla de la Confirmación y de la Penitencia. La controversia que sobre el Bautismo se suscitó en el siglo III hizo que los escritores griegos y latinos disputasen sobre las condiciones necesarias para la validez del Bautismo, de la Confirmación, del Orden y de la Eucaristía. En el siglo IV, escritores como San Cirilo escribieron diversos tratados sobre el Bautismo, la Confirmación y la Eucaristía para instituir con ellos a los catecúmenos.
La secta de los donatistas obligó a San Agustín a escribir sobre el Bautismo y sobre las Ordenes; la herejía pelagiana le obligó a probar que se podía muy bien conciliar la santidad del Matrimonio con la propagación del pecado original. En sus escritos hallamos mencionados seis de los siete sacramentos; el séptimo, la Extremaunción, puede verse descrito por su contemporáneo el Papa Inocencio I en su carta a Decencio de Gubio.
Así, que en el siglo V vemos ya expuestos los siete sacramentos, no sólo en los escritos de los Padres católicos, sino también en los de los nestorianos y monofisitas, que los aceptaron todos sin excepción.Cuando, en 1576, los luteranos de Wittenberg quisieron atraer hacia sí a los griegos ortodoxos, Jeremías, patriarca de Jerusalén, rechazó la oferta, porque los luteranos negaban que fuesen siete los sacramentos. En 1638, un Sínodo de Constantinopla anatematizó a Lukaris por apartarse de la doctrina apostólica y adherirse a la luterana, al decir que no había más que dos sacramentos. Al mismo tiempo declaró el Sínodo que los sacramentos son siete, y que fueron instituidos por Jesucristo. Esta decisión fue confirmada por los Sínodos de Jassi en 1642 y el de Jerusalén de 1672.
Mencionan el número siete hablando de los sacramentos: Otón de Bamberga (1127), el obispo Gregorio de Bérgamo (1133-1146), Páululo de Amiéns (1150) y Rolando, más tarde Papa con el nombre de Alejandro III (1159-81). Por aquí se ve cuán descaminado va Harnack, que creyó que el número septenario había sido creado por Pedro Lombardo. Este teólogo no hizo más que desarrollar doctrinalmente lo que ya estaba en la tradición, aunque no en forma de una tesis.
Terminemos con un párrafo de Broglie, que en sus Conferencias sobre la vida sobrenatural dice así: "Después de todo, la doctrina ha sido siempre la misma a través de las edades, ya que todos nuestros signos sacramentales han sido siempre usados con fe en su eficacia; pero la forma sistemática y filosófica ha progresado. La proposición de que los sacramentos de la nueva ley son siete y que producen gracia ex opere operato, hoy dogma de fe, no podía ser evidente en el siglo XI, por la sencilla razón de que entonces no tenían estos términos la precisión actual. La Iglesia está siempre progresando en el conocimiento de la verdad; progresa despacio y con prudencia, es cierto, pero progresa. Cada siglo que pasa deja tras sí más precisión y más perfección en este conocimiento. El Espíritu Santo vela sobre su Iglesia para que, a medida que surgen errores, surja en ella precisión y claridad de doctrina que los desbarate."
¿No es cierto que la Iglesia inventó por lo menos cinco de los siete sacramentos? ¿No fueron éstos una imitación de los ritos paganos? Si Cristo instituyó los sacramentos, ¿cómo es que hay tanta variedad en la manera de administrarlos en el Oriente y en el Occidente?
El Concilio de Trento definió que los siete sacramentos fueron instituidos por Jesucristo (ses 7, De Sacr, canon 1). La Iglesia no tiene poder alguno para instituir ningún sacramento, porque los sacramentos producen en el alma gracia santificante, y Dios es el autor único de la gracia, pues ésta no es otra cosa que una participación de la naturaleza divina; de donde se sigue que sólo Dios puede instituir un sacramento. La diversidad con que en tiempos y sitios distintos se administran algunos sacramentos, como el del Orden en los primeros siglos y los de la Confirmación y Penitencia en la Iglesia griega y en la latina, prueba que Jesucristo no prescribió detalladamente la materia y la forma en todos y cada uno de los sacramentos. Como dice el Concilio de Trento: "En la administración de los sacramentos, la Iglesia siempre ha tenido poder para añadir o cambiar todo aquello que juzga ha de ser útil para el que los recibe o para mayor veneración, de los mismos sacramentos, dejando siempre a salvo la sustancia" (ses 21, can 2).
La teoría de los incrédulos modernos de que los sacramentos tienen su origen en las supersticiones paganas ha sido refutada valientemente por los teólogos católicos y aun por críticos no católicos, como Anrich, Cumont y otros, cuyos nombres sería largo enumerar.
Como dice el P. Prat en su obra sobre la Teología de San Pablo: "Todas las prácticas sugeridas por el instinto religioso tienen entre sí cierta analogía, pero incurrirían en una falacia imperdonable el que se basase en estas semejanzas para probar su dependencia mutua." Precisamente, lo que más odiaban los primitivos cristianos era el culto a los ídolos y otras prácticas supersticiosas paganas, hasta el punto de dejarse matar antes que consentir en ellas. Por el contrario, San Justino y Tertuliano nos dicen que fueron los paganos los que importaron de nosotros no pocos de sus ritos y ceremonias religiosas. Dice Tertuliano: "¿No imita el demonio en los misterios de los ídolos las cosas de la fe divina? También él bautizó a sus creyentes y les promete que hará que les desaparezcan las faltas con un lavatorio que él ha inventado. Si no me engaño, Mithra hace una marca a sus soldados en la frente y celebra la oblación del pan" (De Press, 40).
¿Puede cualquiera administrar los sacramentos? ¿No son sacerdotes todos los cristianos?
Esta es doctrina de Lutero y fue condenada por el Concilio de Trento (ses 7, can 10). Lutero, el primer anticlerical, creyendo que el fin de los sacramentos no es otro que avivar la fe del que los recibe, dijo que todos los cristianos éramos sacerdotes. El texto al que se agarraba para corroborar su aserto (1 Pedro 2, 5) habla de un sacerdote interno y espiritual que consiste en el ofrecimiento de un corazón contrito (Salm 1, 19), o también de un sacerdote celestial (Apoc 1, 6). Excepto los sacramentos del Bautismo y Matrimonio, ningún otro sacramento puede ser administrado válidamente por uno que no sea representante de Jesucristo y obre en nombre de Jesucristo. "Mírenos el hombre como ministros de Cristo y dispensadores de los misterios de Dios" (1 Cor 4, 1).
El bautismo es siempre una excepción, por ser absolutamente necesario para la salvación. Por eso, en caso de necesidad, puede administrarlo cualquier hombre o mujer que tenga uso de razón; pero para administrarlo con solemnidad se necesita estar ordenado. Como en el sacramento del Matrimonio el contrato y el sacramento se identifican, sigúese que los únicos ministros de este sacramento son los mismos contrayentes.
El bautismo es siempre una excepción, por ser absolutamente necesario para la salvación. Por eso, en caso de necesidad, puede administrarlo cualquier hombre o mujer que tenga uso de razón; pero para administrarlo con solemnidad se necesita estar ordenado. Como en el sacramento del Matrimonio el contrato y el sacramento se identifican, sigúese que los únicos ministros de este sacramento son los mismos contrayentes.
Si es cierto que para la administración válida de los sacramentos se requiere intención en el que los administra, ¿cómo puede estar uno seguro de que los recibe?
Como los reformadores creyeron que la eficacia de los sacramentos dependía única y exclusivamente de la fe del que los recibe, concluyeron, naturalmente, que la intención del sacerdote no desempeñaba papel alguno en la administración de los sacramentos. La Iglesia católica, que cree en la eficacia objetiva de los sacramentos, ve en el ministro a uno que representa a Jesucristo y obra en su nombre.
Por tanto, el ministro debe conformar su voluntad con la divina, y, como ministro que oficia en la Iglesia de Dios, tiene "que tener intención de hacer lo que la Iglesia hace" (Trento, ses 14, canon 9). Esta es una verdad axiomática. ¿Cómo va a quedar absuelto el penitente si el sacerdote no tiene intención de absolverlo? ¿Cómo va a ser válido el consentimiento en el matrimonio si los contrayentes, aunque digan que sí con los labios, no tienen intención de casarse? Por donde se ve que, en la administración de los sacramentos, la intención es un elemento esencial. Retirar la intención y administrar un sacramento sin ella es un pecado tan horrendo y monstruoso, que no hay razón para pensar que los sacerdotes lo hagan, si no es en un caso rarísimo, tan raro, que la providencia de Dios se encargará de que se repita muchas veces, dejándonos así tranquilos y confiados.
¿Por qué no creen los católicos que el lavatorio de los pies es un sacramento? (Juan 13, 4-10).
Porque la tradición divina nos dice que esta ceremonia y costumbre no es un sacramento, sino un sacramental. Las palabras que entonces pronunció el Señor no son un mandato, sino un consejo, contra lo que digan los menonitas y otros herejes.
Los sacramentales no producen gracia santificante, y derivan toda su eficacia de la disposición del que los recibe. La práctica de lavar los pies a los que se bautizaban se conservó muchos años en Milán, Francia e Irlanda, y se menciona en la Regla de San Benito como acto de humildad y caridad. Sabido es que en España los reyes siempre lavaban los pies a doce pobres la tarde del Jueves Santo, práctica observada por los obispos en las catedrales y por muchos superiores de Ordenes y casas religiosas.
BIBLIOGRAFIA.
Apostolado de la Prensa, La frecuencia de sacramentos.
Id.. Los sacramentos, pasaportes para el cielo.
Bilbao, Curso práctico de la religión.
Comerma, Tratado de los sacramentos.
Márquez, Explicación literal del catecismo de Astete.
Mortarino, Breve tratado de religión.
Regatillo, Casos de Derecho Canónico.
Rojo, Los sacramentos y su liturgia.
Muñoyerro. Moral médica en los Sacramentos de la Iglesia.
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