De cómo los argumentos que se oponían contra este privilegio se convierten en razones que lo proclaman.
I.—Las razones fundamentales de la santidad original de María se pueden reducir a dos grupos: María es Madre de Dios, María es Madre del Salvador, por tanto, María es inmaculada en su Concepción. Algunas veces, en los monumentos de la tradición, esos dos títulos al privilegio aparecen juntos; otras veces se presentan separadamente; pero, unidos o separados, ambos demuestran la tesis, y para quien los penetre bien redúcense a una sola prueba, con dos aspectos diferentes, pues María es la Madre de nuestro Salvador y su cooperadora en la obra de la reparación, porque es Madre de Dios, y es Madre de Dios para ser, con su Hijo y por su Hijo, la Reparadora del linaje humano, caído.
La maternidad divina implica la exención del pecado original. En el libro anterior hemos dejado firmemente asentado que la infinita grandeza del Hijo pide que todos los privilegios de gracia otorgados por la divina liberalidad a sus criaturas sean también caudal de su Madre. Los ángeles, creados para ser servidores de Dios, recibieron la gracia en el primer instante de su ser, al mismo tiempo que recibieron la naturaleza. ¿Podríamos afirmar que Dios hizo por la que había de ser su Madre menos que por los príncipes de su Corte, ministros y servidores cuya Reina es María? Eva, la primera mujer, creada por Dios para ser madre de los hombres, salió de las manos divinas resplandeciente de gracia. Y la nueva Eva, hecha para ser Madre de Dios, ¿entraría en el mundo enemistada con Dios? ¿Es creíble esto? "Si Juan Bautista, porque había de preceder al Señor en el espíritu y la virtud de Elias, fué lleno, antes de nacer, del Espíritu Santo, ¿quién se atreverá a decir que María, propiciatorio único del universo, lecho suavísimo en que descansó el Hijo de Dios omnipotente, careció, en su Concepción, de la luz santificante del divino Espíritu? (Tract. de Concept. P. L., CLIX, 305). ¿No era razón que la Madre fuese más favorecida que el precursor? Y ¿cómo lo hubiera sido sin ser inmaculada en su Concepción? Decid, si a tanto os atrevéis, que su dignidad y que su ministerio cerca de su Hijo, el Hijo eterno de Dios, no sobrepujaban a la dignidad, a la excelencia y al oficio de Juan Bautista, y entonces nos explicaremos vuestras vacilaciones en admitir que María fué inmaculada en su Concepción. Pero si la verdad os fuerza a confesar que la Madre del Hijo de Dios excede incomparablemente en excelencia al precursor de su Hijo, entonces habéis de confesar también que su santidad excede sin comparación a la del Bautista y, por tanto, llega más arriba y se remonta al primer instante de su existencia en el seno materno.
La maternidad divina, según dejamos ya asentado, no es un accidente en la vida de la Santísima Virgen; antes de ser hija del Adán terrestre era, en los designios de Dios, Madre de Adán Celeste (María no pasó de hija de Adán a Madre de Jesús, sino, antes por el contrario, para ser Madre de Jesús, nació de Adán. Por consiguiente, en María la maternidad divina prevalece sobre la filiación natural. Como hija de Adán era fuerza que contrajese la mancha común del género humano: como Madre de Jesús debía ser exceptuada. Dos condiciones que están en oposición y en lucha: ¿Quién vencerá? ¿El viejo Adán o el Nuevo? Vencerá el Hijo de Dios, que hizo a María para ser hecho de Ella y que, por consiguiente, debió hacerlo como Él quería ser hecho de Ella, esto es, sin mancha. Si el nacimiento de María exige el pecado, su futura maternidad es inconciliable con el pecado, el medio para armonizarlo todo era que María fuese preservada por los méritos de Aquel que la hizo para ser hecho de Ella. Preservada decimos: luego debía contraer la culpa original; preservada: luego no la contrajo). Lo que Dios intentó, al formarla, no fue solamente hacer una criatura humana capaz de conocerlo, amarlo y servirlo. Este es el fin común de todos los hombres. Ante todo y por cima de todo, se preparaba una Madre. ¿Qué haces, Señor, al volver milagrosamente fecunda a esta mujer, que por ley natural había quedado estéril? Estoy haciendo a mi Madre, os responde; el templo animado que de aquí a poco habitaré yo mismo, en carne mortal; un cuerpo del que yo tomaré mi cuerpo. Esta es mi intención principal; de tal manera principal, que si éste no fuese el blanco de mi operación, dejaría la naturaleza en su esterilidad. Cuando Dios creó al primer hombre puso en él todas las propiedades y todas las perfecciones necesarias para la consecución del fin para que lo creaba. Y ¿es posible que, cuando se inclinó sobre el seno de Santa Ana para formar a su propia Madre, no diese a ésta aquello que sobre todo lo demás se requiere en la Madre de Dios, conviene a saber: la gracia y la inocencia? Si así no hubiera sido, no podríamos decirle: Pero, Señor, ¿pretender formar a tu Madre y edificar un templo reservado para morada tuya únicamente, y haces una madre que es tu enemiga y un templo que desde el principio está manchado con la presencia de Satanás? ¿Dónde está tu sabiduría? ¿Dónde está tu poder? ¿Se engañaron, pues, tus Santos cuando llamaron a María "templo santo de Dios que el Salomón espiritual edificó para sí mismo; templo todo resplandeciente, no por el oro material, sino por la luz del Espíritu Santo" (San Joan. Damasc., hom. de Nativit. Deip., n. 10. P. G. XCVI 617); tabernáculo sagrado que el Verbo, nuevo Beseleel, fabricó con sus manos divinas (San Epherem., III (graece), p. 529); santuario donde el pecado no entró, y propiciatorio divino que el mismo Dios fundó (Modest. Hier., Encom. Deip., n. 10. P. G., LXXXVI); paraíso plantado por la Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, y edén espiritual más santo y más augusto que el primero (Pueden verse estos testimonios y otros mucho mas, incontables, en la obra de Passaglia de Inmaculato Conceptu, n. 1301, sqq. et alibi passim). Por consiguiente, ¿se engañaban, pues, cuando en la fiesta de la Concepción de la Virgen hablaban a los fieles "del palacio real construido hoy mismo por el Señor del mundo", y cuando decían que este día vence, por los esplendores de la gracia, a todas las claridades del cielo? (Jacob Monach., Orat. in SS. Deip. Concept., n. 1-4 P. G. CXXVII 544 aqq., etc.).
Entiéndese la fuerza invencible de estas pruebas. María, en el orden de la naturaleza, fue concebida como los demás, porque la asistencia divina que remedió la esterilidad materna no produjo otro efecto que despertar y activar la virtud generadora infusa por la misma naturaleza. Por tanto, si las tres personas de la Trinidad concurren para hacer una obra digna de ellas, su acción especial y singularmente propia pertenece al orden de la gracia. Lo que la Trinidad produjo no fue la materia para el templo futuro, una materia que sea necesaria separar por la masa informe y manchada, purificarla, tallarla para que una la morada de Dios; no, en el primer instante el santuario sale del amor y del poder divino purificado, enriquecido, consagrado. Porque, repitámoslo, en conformidad con los textos citados. lo que Dios quería hacer, al producir a María, era, ante todo y sobre todo, a su Madre; a su Madre, decimos y no solo a una mujer a quien después elija para nacer de ella. La eleción está hecha desde toda le eternidad, y esta elección impera y regula la formación de María; más aún: impera y regula la existencia misma de María.
¿Se desea otra consideración? Contemplemos el seno del Padre, donde eternamente fue concebido Aquel que es al mismo tiempo Hijo del Padre y de la Virgen. Aquel seno es no solamente puro, sino la misma pureza; es, no solamente santo, sino la misma santidad. Y ¿podríais admitir que este Hijo eternamente concebido y eternamente nacido en aquel abismo sin fondo, de santidad y pureza, fuese concebido en el tiempo y nacido de un seno que fuese originariamente manchado? ¿No hubiese considerado el Padre como una afrenta hecha a su generación santísima semejante nacimiento? Y siendo esto así, ¿hubiera consentido ese nacimiento?
Oigamos a San Anselmo, el cual nos dice: "Era conveniente que brillase con pureza sin igual, después de la de Dios (qua major sub Deo nequit intelligi), esta Virgen, a la que Dios Padre iba a dar su Hijo único, Hijo nacido de su corazón, igual al mismo, de tal manera que el Hijo del Padre y el hijo de la Virgen fuesen naturalmente un solo e idéntico Hijo" (San Anselm., L. de Conceptu Virg., c. 18. P. L., CLVIII, 451). Y, a pesar de esta altísima conveniencia, ¿había de ser impuro el origen de María, como el nuestro? ¿Redundaría esto en gloria del Padre y de su amor hacia su Hijo? Podremos juzgar viendo lo que sucede acá, entre nostros, en los matrimonios. Si un hombre, aunque sea insigne en mérito y en virtud, tiene una mancha de origen, esta mancha será bastante para estorbarle la entrada en una familia de limpio abolengo: no habrá padre ni madre que lo reciban, por marido de su hija.
II.—Si consideramos a María como Madre de Dios Salvador y Reparador de la naturaleza caída, el privilegio de su Concepción inmaculada resalta con la misma certeza y con la misma claridad. En efecto, en cuanto Madre del Salvador, le está asociada en la gran obra de reparación, como nueva Eva junto al nuevo Adán. Cuando Dios creó al primer hombre, lo creó para que fuera padre de una posteridad, que según su designio primordial, había de recibir la vida de la gracia, recibiendo la de la naturaleza, de tal suerte que los hombres, en el mismo momento, empezasen a ser hijos del hombre o hijos adoptivos de Dios. Por esto Dios le dió desde el primer momento de su creación la doble vida que había de ser herencia de toda criatura humana al hacer su entrada en el mundo. Y como quiera que la mujer había de propagar, juntamente con Adán, la familia humana, así santificada en su principio, Dios la formó de la carne del primer hombre y la dotó, como a él, de la doble vida de la naturaleza y de la gracia. ¿No era razón que el origen de nuestros primeros padres fuese tan santo como el de su posteridad?
Por tanto, aunque no supiésemos que el nuevo Adán es Hijo de Dios, no nos causaría extrañeza el oír cómo el Apóstol enseña que fué santo, puro, inmaculado, separado de los pecadores, lleno de gracia y de verdad ya en el mismo instante en que se revistió de nuestra naturaleza (Hebr., VII, 26; Joan., I, 14). Lo que debería maravillarnos sería que la nueva Eva, la Madre de los vivientes, hubiera sido concebida en la muerte y que desde el primer instante de su existencia no saliera, por anticipación viva y pura, del costado de Jesús dormido en la Cruz. El orden de la reparación no estaría en consonancia con el de la primera institución; y la compañera del Hombre-Dios estaría, en cuanto a esto, menos preparada para su ministerio que la compañera de nuestro primer padre.
Nuestros antiguos Doctores, especialmente los de Oriente, celebraron en la Concepción de la bienaventurada Virgen la prenda y las arras de nuestra futura liberación (Sus discursos sobre este misterio frecuentemente tienen este título: De la Concepción de Santa Ana, porque con esta locución querían significar la concepción activa); se les presentaba como la aurora del hermoso día en que, reconciliándose el cielo con la tierra, la cólera daba lugar a la gracia, y la muerte, a la vida. Esta niña que viene a la vida es para ellos el rescate magnífico y glorioso de Eva; es la nueva masa de la segunda creación, las primicias de una descendencia santísima. ¿Hubieran tenido tales pensamientos si la Concepción de María no hubiese sido sin mancha? ¿Los hubieran tenido si en el día de la Concepción de María no hubiera entrado en el mundo sino una niña hija de ira como las demás, y como las demás privada de la gracia y de la amistad de Dios? Hubiera sido, en verdad, singular preparación de la Cooperadora del Verbo encarnado en sus triunfos sobre el enemigo del género humano, si antes de ser llamada a participar de los trabajos y del honor de la victoria, ella misma hubiera llevado el yugo de su adversario y hubiera estado incluida en el número de los vencidos.
Nos saldríamos de nuestro plan si quisiéramos declarar exactamente aquel anuncio profético del Libertador, incluido en la maldición lanzada por Dios contra la serpiente infernal: "Pondré enemistad entre ti y la mujer, entre tu descendencia y la suya, y ésta quebrantará tu cabeza" (Gen., III, 15). Mas sí nos será permitido mostrar en pocas palabras, cómo este vaticinio confirma lo que hemos expuesto en las páginas precedentes. Que la mujer mencionada en ese oráculo divino sea María, es cosa que no ofrece duda para el pueblo cristiano, el cual con mucha frecuencia ha visto imágenes en que está representada magullando la serpiente bajo su planta virginal. Presuponemos, pues, como verdadera esta interpretación, que más adelante probaremos con toda solidez. Nuestro razonamiento es el siguiente:
Según el sagrado texto, la enemistad entre la mujer y la serpiente es una enemistad sin restricción, absoluta, que el mismo Dios ha puesto; una enemistad singularmente propia de esta mujer, por razón de la unión íntima que la liga con su fruto; una enemistad que coloca a la misma mujer en oposición con la serpiente infernal, causante del pecado de naturaleza; una enemistad que contrasta eficazmente con la amistad de Eva, es decir, con una amistad cuyo término es para Eva y para su descendencia privación de la gracia original; una enemistad semejante, o, mejor dicho, idéntica a la que debe haber entre el hijo de la mujer y el demonio, representado por la serpiente; una enemistad, por fin, que, en definitiva, se endereza al aplastamiento de la serpiente infernal bajo el pie del hijo de la mujer.
Supongamos ahora que la Virgen, Madre de Dios, fue concebida en pecado como nosotros; su enemistad con Satanás no sería la que acabamos de describir. No sería enemistad absoluta, singularmente propia de la mujer, pues para Ella, como para nosotros, sería una enemistad que sucedía a la amistad; no sería apoco una enemistad que pusiese a esta mujer en oposición con el autor mismo del pecado original y que la separase de Eva la pecadora, pues la segunda Eva habría contraído el mismo pecado que esclavizó a la primera y la despojó de las riquezas de la gracia; no sería la enemistad que admiramos en el Hijo, porque éste no perteneció nunca a la sociedad del demonio; finalmente, la mujer no quebrantaría con su hijo y por su hijo la cabeza del monstruo, causa principal de nuestra ruina, pues ella hubiera sido primero su víctima y su esclava.
Y no se objete que todos los Santos, por el hecho mismo de ser miembros vivos de Cristo vivo, forman parte de la descendencia de la mujer, y que esto no implica que hayan sido exceptuados de contraer el pecado original. La respuesta es fácil. Si fueron pecadores, fue porque todavía no eran descendencia de la mujer por su incorporación con Cristo. Hecha esta dichosa unión, y mientras dure, es decir, en tanto que pertenezcan a la descendencia de la mujer, son enemigos del demonio. "Quienquiera que es nacido de Dios, no comete pecado" (I Joan., III, 9).
El mismo Cristo, que por su naturaleza humana es descendencia la mujer, siempre estuvo, en conformidad con el oráculo que comentamos, absolutamente separado del demonio. Por tanto María, que desde su Concepción fue la mujer por excelencia, la mujer que tiene por descendencia Cristo Salvador, sigue la misma suerte de su Hijo; de donde se deduce que siempre hubo emistad entre Ella y el diablo; luego, aun en el primer instante su existencia, estuvo adornada de la gracia y fue limpia de la mancha y de todo pecado (Véase sobre este razonamiento, lo que dice el R. P. Billot en su tratado de Verbo incarnato. D. 341. sqq.).
Y ahora, ¿quién no ve cómo ya en este primer oráculo la eternidad divina aparece como fuente y raíz de la inmaculada Concepción? Porque quien primeramente quebranta la cabeza de la serpiente con su pie victorioso es la semilla principal de la mujer, esto es, Cristo Redentor, y el triunfo del Hijo es la victoria y la salvación de la Madre: Ipsum conteret caput tuum (Es cosa sabida que el texto de la Vulgata dice: Ipsa conteret; sin embargo, aceptamos la lección generalmente admitida como más conforme con el texto origina). Y ved de nuevo, cualquiera que sea el privilegio que admiremos en María, cómo venimos a parar siempre a su divina maternidad.
III.—Cosa admirable: las dificultades que se proponían contra el privilegio de la Concepción inmaculada de María, bien examinados, se convierten en argumentos para probarlo o para confirmarlo.
Decíase que este privilegio es demasiado extraordinario. Y esto mismo nos induce a admitirlo. Este privilegio es extraordinario. Luego, inferimos, María lo recibió. Si lo suprimís, la Concepción de María no tendría nada que fuese singularmente propio de la Virgen. Entraría en la serie de las concepciones humanas, como una de tantas; porque hasta el milagro de haber sido concebida en entrañas estériles se obró en otras ocasiones, aun antes que María recibiese tal merced, directamente otorgada a Santa Ana. Y esto es precisamente lo que no podemos admitir cuando consideramos bien la vida de la Santísima Virgen. Tropezando a cada paso con privilegios, viéndola en todas las otras circunstancias fuera de la ley común, no se puede entender que en el momento de la concepción quedase en la misma categoría que los demás hijos de los hombres y que, como ellos, fuese concebida en la iniquidad.
"Si, por el contrario, observamos en ella una dispensa casi general de todas las leyes; si, conforme a la fe ortodoxa, o, por lo menos, conforme al sentir común de los más graves doctores, vemos en Ella un alumbramiento sin dolor, una carne sin fragilidad, sentidos sin rebelión, vida sin mancha, muerte sin padecimiento; si su esposo no es más que su custodio; su matrimonio, el velo sagrado que cubre y protege su virginidad; su Hijo, amadísimo, una flor que ha brotado de su integridad; si cuando Ella lo concibió, la naturaleza, asombrada y confusa, creyó que todas sus leyes iban a ser abolidas para siempre; si el Espíritu Santo hizo las veces de la naturaleza, y las delicias de la virginidad llenaróh el lugar que de ordinario ocupa la concupiscencia ¿quién podrá creer que no hubo nada sobrenatural en la Concepción de esta Princesa, y que este instante sea el único de su vida que no esté señalado por un milagro insigne?" (Bossuet, serm. prim. sobre La Concep. de la Sma. Virgen, punt. prim.).
Por tanto, no hay razón para oponer contra la Concepción inmaculada lo extraordinario de este privilegio; porque responderemos que para la Madre de Dios lo extraordinario es lo ordinario, porque vemos cómo Dios doquiera y siempre la singulariza colocándola por cima de las leyes comunes, en un orden aparte, únicamente reservado para Ella.
Aún más: la exención de la culpa original y la santidad primitiva no solamente se hermanan con los otros privilegios reclamados por la maternidad de María, sino que, además, son base o complemento de ella, de suerte que tales privilegios no se explicarían bien si desapareciera la exención de la culpa original y la santidad primitiva. Ya dijimos de la plenitud de gracias con que fue enriquecida esta Madre admirable, después volveremos a tratar de este mismo asunto, pero no dejaremos de notar aquí que, según el sentir de los Santos Padres, de los intérpretes de las Sagradas Escrituras y de los Santos, la plenitud de gracia en María es una plenitud que no cede más que a la plenitud de gracia en Cristo; tanto excede a todas demás, que no podemos concebir su grandeza. Pues suponed ahora una concepción sin la gracia, una concepción sometida a la maldición que pesa sobre toda la descendencia del primer hombre; en una palabra, una concepción en pecado: ¿en qué viene a parar la plenitud de gracia tan maravillosamente exaltada y ponderada? Seríanos cosa muy fácil ver los límites de semejante plenitud y concebir otra más excelente sin remontarnos a la de Jesucristo. Por consiguiente, la exención de la culpa original aparece como parte integrante del océano de gracias que forma la santidad de la Madre de Dios.
Este privilegio de la Concepción inmaculada se enlaza con otros privilegios de María, con muchos aún más visibles, si no más estrechos. Es privilegio de la Madre de Dios el haber sido preservada de todos los efectos deshonrosos del pecado original, es decir, de todas las consecuencias que su Hijo no quiere sobrellevar. En María, ningún aguijón ni desorden de la concupiscencia; no conoció la fragilidad que inevitablemente nos arrastra a pecados por lo menos veniales; su maternidad fue sin dolor, y su sepulcro devolvió su cuerpo sin que lo hubiese tocado la corrupción; finalmente, para coronar esta enumeración de prerrogativas magníficas, María fue madre sin perder la flor de su virginal pureza. No es del caso demostrar aquí la verdad de estos privilegios; lo que intentamos hacer notar, y es cosa que no tiene duda, es que todos hincan sus raíces en la Concepción inmaculada de María, o por lo menos la requieren como indispensable complemento. Como quiera que la insubordinación de los sentidos, la fragilidad común, los dolores de la maternidad, la descomposición que sigue a la muerte, son consecuencias del pecado original, y en María no se dan, ¿no es razonable concluir que la misma bondad de Dios que preservó a María de las consecuencias la preservase también de la causa de donde emanan? Nada, en efecto, más natural y más puesto en razón que esta consecuencia.
La virginidad de la Madre de Dios no se deriva necesariamente de una concepción sin mancha, pero la encierra. Porque esta virginidad no es sólo la virginidad de la carne, sino principalmente la del alma. Los Santos Padres no se engañaron acerca de esto. Siguiendo a San Ambrosio y a San Juan Damasceno, enseñan unánimemente que María, para ser digna de engendrar al Salvador, había de ser virgen de alma y de cuerpo. Esta Virgen es la Siempre Virgen. Decía el Oriente, por boca de Dídimo, en la aurora del siglo IV; Semper-Virgo, respondía la Iglesia latina, con perfecta consonancia. Y este nombre de Siempre Virgen se halla desde entonces en las Liturgias, en las actas de los Concilios y en las obras de los Santos Padres; en una palabra, dondequiera se hable de la Bienaventurada Madre de Dios (Cf. Mingarelli, Not in I, Dydimi de S. Trinit. L. I., 27.). Ahora bien: la virginidad del alma, cuando es perfecta, implica la exención de toda mancha y de toda sombra de pecado ("Non satis est ut virgo sancta sit corpore, verum etiam spiritu. Hoc enim vera est virginitas animae, nimirum puritas", dice Teofilacto en su Comentario a la Epíst. I a los Corintios, c. 7. P. G., CXXIV, 1038. Y esta es la explicación de por qué la Santísima Trinidad, por ser la santidad por esencia y la fuente de toda pureza, recibió de San Gregorio Nacianceno el nombre de La Virgen Primera "Prima Virgo est pura Trinitas". Carmín. Theol., s. I; carm I in Laúd. Virg. P. G. XXXVII, 523.).
Si, pues, María es verdaderamente la Virgen por excelencia y la siempre Virgen, menester es confesar que por este título se libra totalmente de la caída original. ¿Y no es esto también lo que la razón misma, sencilla y recta, por sí misma, nos dice y enseña? ¿Quién puede concebir que Dios derogase las leyes más generales de la naturaleza para que su Madre conservase intacto el tesoro de su virginidad corporal, y que no se cuidase de suspender las leyes de su justicia para que otro tesoro, incomparable más precioso para ella y más glorioso para él, no le fuese arrebatado? (Así lo proclamó San Buenaventura: "Era de altísima conveniencia que Aquella en quien el Altísimo se complació hasta el punto de hacerla su Esposa, y Madre de su Unigénito, fuese inmaculada en su espíritu, como lo era en su carne." (In IV Sent.. D. 3, a. 2, q. 1) La conclusión que no dedujo San Buenaventura, la dedujo otro teólogo de la misma Orden, Francisco de Mairón, llamado el Doctor Iluminado, en su segundo sermón acerca de la Concepción de la Santísima Virgen. Desde entonces la Orden Seráfica fue uno de los campeones más fervientes de este privilegio de María). Tanto más, que la virginidad del cuerpo tenía por principio y salvaguardia la virginidad del alma ("Duplicis virginitatis navem servaverat incolumen. Maria enim non minus animam quam corpus servaverat virginem: linde etiam conservnbatur corpori virginitas." San Joan. Damasc., hom. I in Dormit. B. V. M„ n. 7. P. G.. XXVI, 709).
Y asimismo se ensalza la Concepción inmaculada de María con el privilegio de su impecabilidad con muy apretados nudos, conforme lo notó Bossuet: "Está escrito —dice— de los hombres en general que todos pecan y en muchas cosas faltan" (Jac., III, 2). Estas palabras, que nos enseñan que todos los hombres caen en pecados actuales, por lo menos en aquellos pecados, hijos de la fragilidad, que se llaman veniales, no son ni menos expresivas ni menos generales que aquellas otras en que se nos dice que todos, por necesidad, incurrimos en el pecado original. Por esto San Agustín, gran maestro de los teólogos en esta materia, habla de la una y de la otra necesidad con los mismos términos generales, hasta tal punto, que en el libro V contra Juliano dice que todos los que han contraído el pecado original, todos también caen, consiguientemente, en pecados actuales" (Bossuet, serm. sobre La Concep., 2* parte. (8 dic. 1668.) Obras oratorias. Lebarcq., V. p. 393). De donde se deduce que, no habiendo cometido María ninguna falta actual, tuvo que ser inmaculada en su Concepción. Esta es la conclusión que por ahora se impone, hasta tanto que expliquemos cómo la preservación del pecado original, y sola ella, puede conducir, por la exención de la concupiscencia y de las inconsideraciones de la mente, al privilegio de no pecar nunca.
Se ha dicho también que el privilegio de la concepción sin mancha parece excesivo. Y, cierto, lo sería para los demás; pero de ninguna manera para la Santísima Virgen. Dios, escogiéndola para Madre suya, ¿no la elevó infinitamente por cima de todas las demás criaturas? La inmaculada Concepción no la eleva más que por cima de los hombres pecadores, pero la divina maternidad la eleva sobre los mismos ángeles. Porque ¿cuál es el ángel que puede decir a Dios: Tú eres mi Hijo; yo te he engendrado hoy? Y ¿cómo es posibe que, exaltando Dios a esta Virgen por cima de la naturaleza angélica, por razón de su maternidad, no la elevase, mediante una Concepción inmaculada, por cima de la humanidad caída? El primer exceso ¿no llama al segundo como un abismo llama a otro abismo? Otra cosa sería más de temer: la indiferencia del Hijo para con su Madre; éste si que sería un exceso. ¿Dónde estaría el amor que él le tiene tantas veces demostrado, si cuidando de su nacimiento, formándola él mismo y pudiendo dotarla con un privilegio que por tantos títulos le conviene, no se lo hubiera querido otorgar? Por muy flojo y tibio tendríamos el amor de un hijo que, pudiendo, sin detrimento de su gloria, antes con ventaja de sus intereses, preservar a su madre de la vergüenza e ignominia moral, la dejase, mas que sólo fuese por un momento, en tan triste y lamentable estado.
Se ha dicho también que es privilegio incomunicable de Jesucristo el haber sido concebido sin pecado, y que, por tanto, María no podía participar de tal privilegio, igualándose con su Hijo. Concedido: hay en la Concepción de Jesucristo dos títulos, que le son propios y que reclaman la exclusión de toda mancha, de todo pecado original. Sólo Él nació de una Virgen, sólo Él es Dios en carne humana. Este es el privilegio incomunicable de Jesucristo. Lejos de nosotros el atribuírselo a su Madre. La inocencia de Cristo es la de un Dios Redentor, no la de una criatura redimida. Pero por debajo de esta inocencia original se concibe otra: la de una hija de Adán que, ni por su condición de pura criatura, ni por el orden de su nacimiento, quedaría a salvo del contagio común y que, para ser exceptuada, hubo de ser preservada por gracia y rescatada de la servidumbre antes de caer en ella.
Ahora bien: el privilegio de Jesucristo, singularísimo privilegio, en verdad, no sólo no es incompatible con la indicada inocencia de su Madre, sino que mediante ella se pone de relieve por manera excelentísima. No es incompatible, porque lo que Jesucristo tiene por derecho propio se le concede a su Madre por gracia. Más aún, el privilegio de María depende de la santidad de su Hijo, como el efecto depende de su causa. Hemos dicho, además, que el privilegio de María pone de relieve de una manera excelentísima el de Jesucristo, porque ¿no se encarece incomparablemente la pureza del Hijo cuando se la muestra tan perfecta que no pueda tolerar ni la menor mancha en su Madre, y tan excelsa que supere, no sólo la inocencia reparada de los que han sido pecadores, sino también la inocencia de una criatura inmaculada? De esta suerte, todo se hermana y concierta, la concepción de la Virgen queda por debajo de la concepción de su Hijo, porque María es pura criatura, y en virtutd de su nacimiento debió quedar incluida entre los pecadores; pero, a la vez, esta misma concepción sobrepuja a las concepciones comunes y ordinarias, porque es la concepción de la Madre de Dios encarnado, Reparador universal del humano linaje.
Resta otra dificultad, que, como las anteriores, nos llevará a la misma conclusión: la Concepción sin mancha de la Santísima Virgen es soberanamente necesaria, porque es soberanamente conveniente. El Hijo único del Padre descendió del cielo para rescatar y salvar al mundo. "Le llamarás —dijo el Angel a María— Jesús; le llamarás Jesús —dijo poco después el Angel a José" (Luc., I. 3; Matth., I, 21)—, es decir, Salvador. Este es el nombre propio de Dios humanado, el nombre que determina y explica su misión. El Hijo de María es el Salvador, y, por tanto, el que quita los pecados del mundo, el que nos justifica, nos rescata, nos lava; el que reconcilia la tierra con el cielo. Mas todas estas cosas, ¿cómo las obra? Por su sangre (Rom., V, 9; Ephes., I, 7; Col., I, 14; Hebr., IX, 13, 14: I, Petr., I, 2, 19, Apoc., I. 6; V, 9.). Por consiguiente, decían los adversarios de la inmaculada Concepción, María fue concebida en pecado, porque Ella, como todos los hijos de Adán, tuvo que ser salvada, rescatada, reconciliada, lavada y purificada en la sangre de Jesucristo.
De lo cual nosotros, con mejor derecho que los adversarios de la Concepción inmaculada, deducimos que María no contrajo la mancha original. Persuádenos de esta conclusión el origen mismo de esta sangre redentora; en otras palabras, la maternidad de María. Sí, es cierto, certísimo: María fue rescatada, pero de una manera más eminente, más divina. ¿No convenía que la sangre de Jesucristo remontase hasta su fuente para purificarla, preservándola de toda mancha, y que el río de las gracias que se extiende por todas las almas para santificarlas tuviese en el alma de María una eficacia que no tiene en las demás? Ahora bien: la primera fuente de la sangre de Jesucristo brota en la concepción de su Madre divina, y su eficacia singular no se explica debidamente si María, en el principio de su vida, no tuvo otra santificación que la que tienen las demás mujeres, y si no fue tan perfectamente rescatada que ni un instante fuese sierva de pecado. Contemplad a María en el Calvario, en pie, más cerca de la Cruz que ningún otro: ¿no es esto como un símbolo de la eficacia singularísima de la sangre de Cristo en el alma de María?
Y lo que la sangre de Jesucristo debía a su propio origen, lo debía también a su propia gloria. La gloria de la sangre divina es destruir en todos los lugares la obra del demonio y llegar con su eficacia adondequiera que el espíritu del mal haya llegado con sus perniciosos efectos: para esto recibió Jesucristo su sangre de la Virgen Santísima y la derramó en el Calvario. Veamos ahora cómo Jesucristo, en su vida mortal y después de su muerte, demostró ahincadamente, con hechos, la múltiple virtud de su preciosa sangre. El mal ha manchado las almas. Él las purifica: testigos: la Magdalena y tantas otras sacadas del fango y blanqueadas con la sangre del Cordero. El mal nos había privado de todo derecho a la visión divina, pues apenas ha sido derramada la sangre divina, cuando ya se abre el Cielo para recibir el alma de un criminal insigne, pero arrepentido. El mal había introducido la muerte en el mundo, y de ahí que los méritos de la sangre de Cristo nos adquieren la inmortalidad gloriosa, y que la Santísima Virgen la posee ya en compañía de Jesús resucitado. El mal trajo, con la muerte, un cortejo tristísimo de enfermedades y dolores, y por la virtud de la sangre de Cristo somos sanados de cierto modo, por la esperanza que tenemos de serlo en realidad; y, además, ¡cuántas curaciones son de hecho concedidas como preludio de la liberación futura definitiva y total de toda enfermedad y de todo padecimiento!
¿Qué más es necesario para la demostración palpable de la omnipotencia salvífica y purificadora de la sangre de Jesucristo? Que esta sangre penetre hasta el seno de las madres para santificar su fruto, aun antes de que esté plenamente formado; más aún: que llegue hasta los orígenes mismos de la vida para dar en una concepción inmaculada el testimonio decisivo de su eficacia universal. Pues bien, esta concepción inmaculada, tan necesaria para la gloria de la sangre de Jesucristo, ¿para quién será, si María, la Virgen Madre, es concebida en pecado? Por tanto, como quiera que consideremos la maternidad de la Santísima Virgen, siempre veremos en ella el título y la razón de su Concepción inmaculada.
J. B. Terrien S.J.
LA MADRE DE DIOS Y...
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