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martes, 20 de septiembre de 2011

DONES DE INTELIGENCIA Y VOLUNTAD. Ciencia Infusa inicial


Ciencia sobrenatural de la Madre de Dios.—Relaciones entre la ciencia del hombre inocente y la de la Santísima Virgen.—La Madre de Dios, desde el primer instante de su ser, tuvo constantemente conocimiento actual de las cosas divinas; de donde se sigue el privilegio de haber sido santificada con el libre concurso de su propia voluntad, como los adultos.

I. Entre los efectos más desastrosos del pecado original, débese contar la ignorancia, es decir, la dificultad de conocer y la facilidad de errar. Para tener un concepto más claro y preciso de esta herida causada a la naturaleza humana (1) conviene considerar, siquiera sea sumariamente, la condición primitiva del hombre, en lo tocante al conocimiento.
Adán —nos dice el Angel de las Escuelas, y con él la mayor parte de los teólogos— no fue creado solamente en estado de gracia, llevando, por consiguiente, en su alma la imagen de Dios, su Autor y su Padre, sino que, además, a título de padre de la familia humana, recibió desde el principio, y como acompañamiento de la gracia, una ciencia infusa perfectísima: la ciencia de las cosas de la naturaleza, y la ciencia de las cosas de Dios, en la medida que convenía para el gobierno de su propia vida y de la vida de su futura descendencia. Estos conocimientos, salvo en lo tocante a su origen, eran substancialmente del mismo género que los nuestros. La inteligencia en Adán, como en nosotros, requería el concurso de la imaginación para entrar en acto, y sus pensamientos presuponían representaciones sensibles, en las que, por decirlo así, se encarnaba su objeto (2)
(1) Es necesario proceder con cautela al hablar de las heridas causadas por el pecado original a la naturaleza humana. Nuestra naturaleza no fue herida propiamente ni en sus principios constitutivos, que después del pecado siguen siendo los mismos absolutamente, ni en sus facultades nativas; la naturaleza humana no perdió ni su esencia ni las cualidades que de su esencia se derivan naturalmente. Lo que perdió fueron las perfecciones sobreañadidas a la naturaleza; la gracia original, la integridad, la exención de la muerte y de las enfermedades que la preparan. Este despojo privó al hombre, no sólo de los dones sobrenaturales que lo elevaban a un orden superior de ser y de actividad, sino que lo hizo menos hombre al arrebatarle cierta rectitud interior y aquel concierto de todas sus potencias que dimanaba de los privilegios gratuitos y que su naturaleza por sí sola no podía darle. Esto y no otra cosa es lo que nosotros queremos significar cuando decimos que la naturaleza humana fué herida por el pecado.
(2) "Secundum statum viae anima ad suum actum phantasmatibus indiget non solum ut ab eis scientiam accipiat secundum motum qui est a sensibus ad animam, sed etiam ut habitum cognitionis quam habet circa species phantasmatum, ponat secundum motum fui est ab anima ad sensus, et sic inspiciat in actu quod per habitum cognitionis tenet in mente." San Thom., in II. D. 20, q. 2, a. 2. ad 3.

Sin embargo, la ciencia natural de nuestro primer padre superaba a la nuestra en tres cosas muy importantes. Primeramente, el elemento sensible no fue para Adán, como lo es para nosotros, medio necesario para llegar a la adquisición del conocimiento, pues el mismo Dios había impreso en su alma, al crearla, la plenitud de ciencia adecuada al fin que había de cumplir. Esto no obstante, aunque las imágenes no fueron necesarias para la primera formación de los conocimientos intelectuales, tenían que acompañarlos inseparablemente para sostenerlos después; de suerte que la ley formulada por Aristóteles y por toda verdadera filosofía se cumplía también en Adán: el alma no entiende ni piensa nada sin convertirse a las imágenes sensibles.
Aventajaba también a nuestra ciencia en extensión. ¿Cómo dudar de esto, si recordamos que Dios se la había dado como a educador del mundo?
En tercer lugar, la ciencia natural de Adán era más excelente que la nuestra por su claridad. Gloria grande nuestra es poder conocer a Dios; pero la mirada intelectual de nuestro primer padre penetraba y ahondaba más en las perfecciones divinas. Dos grandes doctores, Santo Tomás y San Buenaventura, nos dirán la razón de esto. Adán, en el estado de inocencia, ¿veía intuitivamente la cara de Dios? Ambos de acuerdo, responden negativamente. Estaba en el camino, en la carrera de la prueba: Dios no se le revelaba inmediatamente. Mas si Adán tenía que elevarse de las perfecciones creadas a la bondad increada, esta elevación era muy diferente de la nuestra. Nosotros, como lo nota San Pablo, conocemos a Dios en el espejo de las criaturas, y además en enigma: per speculum in aenigmate (I Cor., XIII, 12). Adán también lo conocía en este espejo de las criaturas, pero sin enigma, es decir, como interpreta San Agustín (San August., de Trinit., L. XV, c. 9. n. 16), sin esfuerzo, no entre sombras espesas, como nosotros.
La razón de esto era, por una parte, que la imagen de Dios resplandecía en Adán con más perfección que en nosotros, y por otra parte, que, como la rectitud original llevaba consigo la subordinación total de las fuerzas inferiores a las facultades superiores, éstas no eran ni retardadas ni perturbadas en sus operaciones por aquéllas. Adán contemplaba, a la vez, el espejo y la faz de Dios reflejada en el espejo; mas nosotros primero contemplamos el espejo, y para subir de la contemplación del espejo a la contemplación de la imagen divina; es decir, para ascender de los efectos a la causa primera, de las perfecciones de la criatura a las perfecciones del Creador, nos es necesario, en grado mayor o menor, el auxilio del raciocinio.
Cierto que el conocimiento de las cosas inteligibles tenía también para Adán cierto carácter enigmático, porque ninguna perfección creada, ningún efecto salido de las manos de Dios, ninguna imagen impresa en el alma puede representar la bondad infinita como ella es en sí misma: toda criatura es obscuridad, cuando se la compara con las claridades divinas. Mas la neblina esparcida sobre el espíritu humano a consecuencia del pecado original, es decir, la influencia predominante de los objetos sensibles y la tiranía de la imaginación desordenada no se interponían entre la inteligencia de Adán y la suprema verdad, como acontece en la naturaleza caída (San Thom., I p. q. 94, a. I, in corp. et ad 8). El cuerpo de corrupción, usando el lenguaje de la Escritura Divina, no pesaba sobre el alma para encorvarla hacia las cosas de aquí abajo (Sap., IX. 15). Sin esfuerzo, sin fatiga, el alma ascendía, con un movimiento, digámoslo así, natural y espontáneo, hacia la región de la luz, esto es, hacia la región de las cosas inteligibles (3). Estado inestimable, del que nos derribó la culpa original. Por lo cual, los Santos Padres ven en esta caída uno de los motivos principales por los que era tan deseable la Encarnación.
(3) Para poner de relieve la diferencia entre estos dos estados de conocimiento sera muy útil recordar las respuestas de los antiguos doctores a esta cuestión: ¿Tuvo Adán la fe y fue justificado por la fe? No, responden Hugo de San Víctor y San Buenaventura. Es verdad que nuestro primer padre, dice el Doctor Seráfico, no tuvo ni pudo tener aquí abajo aquel modo de conocimiento intuitivo que es privilegio del estado de la gloria. Así, en el estado de naturaleza inocente como en el estado de naturaleza caída, se ve a Dios, si no medianamente, por medio del espejo, mediante speculo. Con todo, va mucha diferencia de un estado a otro. En el primero. Dios era conocido mediante un espejo clarísimo: las nieblas del pecado no habían velado aún la faz del alma. En el segundo, por el contrario, el espejo en que nosotros conocemos a Dios está obscurecido por el pecado del primer hombre. Y esta es la razón por la que conocemos per speculum in aenigmate, es decir, mediante una representación obscura.
"Advertir —añade— que hay cuatro maneras de conocer a Dios: por la fe, por la contemplación, por la aparición y por la visión clara. Hay fe cuando mi conocimiento me viene de otro, a quien Dios está presente: así, yo creo la Trinidad porque me la ha revelado el Hijo que está en el seno del Padre. Hay contemplación cuando se me manifiesta Dios mediante efectos que le son propios (in efectu proprio), y esta contemplación es tanto más elevada cuanto con más fuerza sienta yo en mí los efectos de la divina gracia, o cuanto yo pueda con más perfección considerar a Dios en las criaturas. Hay aparición cuando Dios se digna en hacerse presente en un signo sensible exterior, apropiado para revelarlo, como lo vemos en las teofanías del Antiguo Testamento. Por último, hay visión cara a cara cuando Dios se muestra inmediatamente en su propia luz. Ni el primer modo, esto es, el de la fe, ni el último, el de la visión facial, convenían al estado de inocencia; éste, porque la perfección suprema no es de esta tierra; aquél, porque es un conocimiento obscuro, enigmático, y además un conocimiento que de ordinario viene por el odio (fides ex auditu). Los otros dos modos intermedios pueden convenir a dos estados, principalmente el de contemplación; sin embargo, cuadraban mejor al estado de inocencia, por razón de la pureza del alma y de la sumisión le la carne y de las fuerzas inferiores a la razón; dos cosas que de ordinario faltan en el estado de naturaleza caída." (San Bonav . . . in II, d. 23. a. 2, q. 3.)
La doctrina del Doctor Angélico parece, a primera vista, contraria a la expuesta por lo menos en lo que respecta a la fe. El hombre y el ángel, enseña expresamente, tuvieron la fe desde su primer origen; porque ya en aquel momento pudieron acercarse a Dios. Ahora bien, según el Apóstol, "es imposible agradar a Dios sin la fe" (Hebr., XI. 6). Sin embargo, la oposición entre los dos grandes Doctores está más en las palabras que en las ideas. Porgue también Santo Tomás afirma que antes de la caída original "la contemplación era más alta que la nuestra; que por consiguiente, entonces el hombre podía llegarse a Dios más que nosotros y conocer sus operaciones de naturaleza y gracia más claramente que ahora nos es dable a nosotros. Así que ni el ángel ni el hombre tenían aquella fe que busca a Dios ausente, como ha de buscarlo el hombre después de la caída. Dios estaba muy presente al hombre, por virtud de una luz más excelente de la divina sabiduría; si bien no le estaba presente como lo está por la luz de la gloria". (San Thom., 2-2 q. 5. a. I. ad. 1.) Así, pues, es cosa manifiesta que tanto el ángel como el hombre tenían entonces fe; porque de una parte, sólo es compatible con la fe aquel conocimiento de las cosas divinas que consiste en la intuición de la verdad primera, objeto principal de la fe, y, por otra, si el hombre no recibía entonces de fuera la verdad por el oído de carne, la oía dentro por la inspiración de Dios, como en otro tiempo la oían los profetas. (Ibíd. in corp. et ad 3.) Donde se ve que la fe que Santo Tomás atribuye tanto al hombre inocente como a los ángeles antes de su bienaventuranza, apenas difiere de la contemplación de que habla San Buenaventura, pues ambas son un conocimiento medio entre la fe presente y la clara visión de Dios y sus misterios.


Así era el conocimiento de Adán cuando salió de las manos de Dios. Sus hijos hubieran participado del mismo privilegio, si la rebeldía de su padre no les despojara de aquella prerrogativa, como la perdió el mismo Adán. Mas esto no quiere decir que los hijos de Adán hubieran tenido como él la ciencia infusa desde el primer momento de su existencia. Como ya hemos notado varias veces, la ciencia de Adán era de la misma naturaleza que la nuestra, si bien superior en perfección; era, por tanto, dependiente del concurso de las imágenes y representaciones sensibles. Ahora bien; semejante concurso supone cierta perfección en los órganos, la cual depende a su vez del progreso de la edad, y de la que el hombre, en el primer período de su vida, no posee nada sino los gérmenes. Por esto "los niños, en el estado de inocencia, no hubieran nacido con una ciencia perfecta; pero con el tiempo la habrían adquirido sin esfuerzo, ya con sus propias meditaciones, ya con la enseñanza exterior, y con mayor plenitud que nosotros podemos adquirirla naturalmente en el presente estado de la humanidad" (4). No nos atreveríamos a afirmar que esta doctrina de nuestros grandes maestros acerca de la ciencia y de las condiciones del saber humano en el estado de inocencia sea absolutamente cierta en todos sus pormenores. Lo que la tradición católica no nos permite poner en duda es que la ignorancia es una de las mayores heridas que la caída original infirió al linaje humano.
(4) San Thom., 1 p., q. 101, a. 1 y 2. Observemos todavía que, como los hijos de Adán habían de recibir al nacer la naturaleza enriquecida con la gracia, hubieran recibido al mismo tiempo la fe infusa en cuanto a su principio, mas no en cuanto a su acto.

Ahora ya podemos volver a la Santísima Virgen. Inmaculada en su Concepción, no fue despojada de la justicia original. Por consiguiente, su inteligencia no fue herida como la nuestra, porque estas heridas tienen como principio la pérdida de la gracia. Por tanto, María es, por lo menos, lo que hubiera sido otro hijo de adán, si el orden primitivo no hubiera sido alterado. En Ella, las fuerzas inferiores conservaron aquella subordinación perfecta que las convertía en siervas dóciles de la inteligencia y les impedía que fueran estorbo a ésta en sus vuelos hacia las regiones inteligibles. Nunca la abatían; antes ella las elevaba. En verdad, era éste un gran privilegio, tanto más estimable, cuanto esta armonía entre las fuerzas naturales del hombre lo hacía mucho más apto para recibir las comunicaciones divinas. Ahora bien; esta concertada subordinación de las fuerzas del alma se unió desde el principio a las perfecciones sobrenaturales de la inteligencia, por lo menos a aquellas que no exceden los límites del estado de vía, es decir, a la virtud de la fe en el grado más eminente, a los dones de sabiduría, de inteligencia, de ciencia, de consejo, en una medida igual a la de la gracia santificante y de las virtudes que se infunden con ella. Aunque no pudiéramos pasar de aquí, ciertamente sería para la Santísima Virgen una superioridad admirable el haber poseído ya en su primer origen dones tan admirables, tan perfectos, y no haber participado ni de la debilidad ni de las imperfecciones actuales de la ciencia humana.

II. Mas si consideramos que la Santísima Virgen es la Madre de Dios, bien podemos esperar que, además de los dichos dones de inteligencia, tuviese otros aun más excelentes. Guardada la debida proporción, débese juzgar de la Madre como del Hijo, y "en Ella todo está lleno de misterios, todo lleno de maravillas" ("Omnia in illo plena sacramentis, plena mysteriis", dice San León.). Y ¿qué otros privilegios pudo tener su inteligencia? ¿El de la ciencia infusa del padre común de todos los hombres? Pero éste, según vimos, suponía, en cuanto a los actos, un organismo ya formado, pues dependía de la imaginación como de su natural complemento. Y, sin embargo, todo induce a creer que la Santísima Virgen, por razón de su maternidad, desde el primer instante de su existencia, en el momento mismo en que el Espíritu Santo descendió por primera vez sobre Ella, fue iluminada con un esplendor admirable, y que este ejercicio anticipado de la inteligencia continuó libre y sin interrupción aun durante aquel tiempo en que todo duerme, así los sentidos como el espíritu, en los otros niños. Ante todo, dejemos asentado el hecho, y después estudiaremos su forma y sus consecuencias.
¿Gozó la Santísima Virgen María del uso de la razón desde su entrada en esta vida, es decir, desde el momento mismo en que el Espíritu Santo descendió sobre Ella para preservarla de la degradación común y santificarla en el seno de su madre? Si alguna vez hubo criatura que gozó de semejante privilegio, no hay duda que también debió tenerlo la Santísima Virgen. Y no es menester probar esta conclusión, pues es natural consecuencia de un principio universalmente admitido por los más autorizados doctores, como ya se ha demostrado en el decurso de esta obra. Ahora bien; los ángeles del cielo y los primeros padres de la familia humana, santificados, según la opinión común en el instante mismo de su creación, lo fueron, los unos y los otros, en el pleno ejercicio de su inteligencia. Al mismo tiempo que Dios les daba la naturaleza y la gracia, su pensamiento y su corazón se elevaban hacia Aquel que tan liberalmente los colmaba de beneficios.
Acaso se diga que estos ejemplos no prueban que lo mismo sucediese en María. La santificación de los ángeles y del primer padre del linaje humano suponía en ellos el desarrollo completo de su ser de naturaleza, mientras que la Santísima Virgen, en aquel momento primero de su existencia, no estaba sino en el primer grado de su formación; era sólo como un esbozo de criatura humana, incapaz, por tanto, de operaciones intelectuales y sensibles. Cierto que con la gracia santificante recibió la luz de la fe; pero la tenía solamente en principio, no en acto.
Concedemos de buen grado que la comparación entre los ángeles y el primer hombre, de un lado, y la Santísima Virgen, de otro, no es completa. Pero hase de reconocer que, si era conveniente que los servidores de Dios le adorasen al entrar en esta vida, más conveniente era que la Madre del Señor no viviese días, meses y años sin conocerle y amarle, sumida, digámoslo así, en un sueño absoluto de sus más nobles facultades.
A mayor abundamiento, el Evangelio nos ofrece un hecho contra el que no pueden hacerse los susodichos reparos: el alborozo que experimentó Juan Bautista cuando María, llevando en sus entrañas a Jesús, visitó a la madre del Precursor, su prima Santa Isabel. Abramos el Evangelio de San Lucas: "Por aquellos días, María fue de prisa a las montañas, a una ciudad de Judá, y entró en la casa de Zacarías y saludó a Isabel. Y aconteció que como oyó Isabel la salutación de María, el niño brincó de gozo en su seno, y luego Isabel, llena del Espíritu Santo, alzó su voz y exclamó: Bendita tú eres entre todas las mujeres, y bendito es el fruto de tu vientre... Porque como la voz de tu saludo llegó a mis oídos, el infante saltó de gozo en mi seno" (Luc. I, 39-44).
Meditemos estos versículos. Es sentir unánime de la Iglesia de Dios que el encuentro del Precursor y del Mesías, de Juan y de Jesús, el uno y el otro encerrados en las entrañas maternas, es el momento en que Juan Bautista fue purificado del pecado de origen y santificado por los méritos del Salvador. Más adelante veremos la parte que cupo a María en este misterio; por ahora baste dejar asentado que el Precursor fue santificado y que acogió con saltos de gozo la visita y la cooperación santificante de Jesús. Ahora bien; observan comúnmente los Padres y los intérpretes que este alborozo, exultavit in gaudio, presupone la inteligencia actual y el conocimiento de la presencia y de la acción de Jesús. No ignoramos que algunos intérpretes no han visto en este alborozo del Precursor más que un hecho puramente orgánico, análogo al que se experimentaría con un sentimiento de alegría. Por tanto, según el sentir de los intérpretes a que nos referimos, Juan saltó, no porque realmente experimentase un gozo propio de una criatura inteligente, sino porque Dios quiso mostrar de esta manera con cuánta razón se alegraría si supiera lo que había obrado en él la visita de Jesús y de su Madre.
Pero preguntamos a estos hombres tímidos, que así interpretan el sagrado texto, por qué razón y con qué derecho quitan a las palabras su natural significación. No leemos sencillamente: "saltó", ni tampoco leemos: "saltó como si fuera de gozo"; lo que leemos es: "saltó de gozo", sin restricción: in gaudio, expresiones todas que de suyo significan no sólo ostensión de alegría, sino un gozo espiritual, un gozo que procede del conocimiento y se manifiesta con su natural efecto en un ser compuesto, como nosotros, de alma y cuerpo. El mismo Juan confirmará la verdad de esta interpretación en una alusión muy delicada que nos ha conservado el Santo Evangelio: "El amigo del Esposo, al oír su voz, se alegra con alegría grande, porque oye la voz del Esposo. Y esta alegría me ha sido dada plenamente" (Joan., III, 29). El Esposo es manifiestamente Jesucristo, y el amigo del Esposo, Juan el Precursor; la alegría de oír la voz del Esposo (del cual fue el salto de Juan en el seno de Santa Isabel presentimiento y, a la vez, posesión, digámoslo así, inicial) fue plenamente gustada cuando el Bautista oyó con sus oídos y vió con sus ojos de carne al Mesías en la actuación de su vida pública. Pero, ¿cómo pudo, desde el seno de su madre, oír la voz del Esposo? Mediante los oídos de Isabel, como Jesús hablaba con la lengua de María ("Christus locutus est per os Matris; Joannes audivit per aures matris." "Audiebat verba Domini per os Virginis personantis." San Hier., ep. 107 ad Laetam, n. 3. P. L., XXII, 870). Los dos niños se comunicaban por medio de sus madres, y esta comunicación exterior era como sacramento sensible de una comunicación interior íntima, de espíritu a espíritu, de corazón a corazón.
A quienes estas reflexiones sobre el texto evangélico no convencieren, les propondremos el sentir de los más ilustres entre los Santos Padres, los cuales, en el alborozo del Bautista han visto un acto de profeta, del mayor de los profetas. "Juan, el futuro Precursor de Cristo, recibió el espíritu de profecía en las entrañas de su Madre, y este niño, aun antes de ver la luz del día, manifestó con sus saltos a la Madre del Salvador" (San Leo., serm. 30, in Nativit. Domini. 10, n. c. 4. P. L. LIV, 232).
Mucho antes de San León, el gran Obispo de Lyón, San Ireneo, a propósito de las manifestaciones que de sí mismo hizo Jesucristo en los primeros días de su existencia mortal, escribía: "Juan mismo, cuando todavía estaba en las entrañas de su madre, y Jesús en las de María, reconoció al Señor y le saludó con alegría" (San Iren., c. Haetes., L. III. c. 16. 11. 4. P. G., XII, 923). Tertuliano nos presenta en las entrañas de Isabel "un profeta que ya entonces tenía pleno conocimiento de la presencia del Señor" ("Elisabeth prophetam portans jam Domini sui conscium infantem." Tertull., de Carne Christi, c. 21. P. L., II, 788). Según Orígenes, Juan, encerrado en el seno de su madre, sabía ya como por experiencia lo que ignoraba Israel, y por esto saltó, y no de cualquier manera, sino de alegría, como quien conoció que el Señor venía para santificar a su ministro (Orig., in Luc., hom. 7. P. G., XIII, 1818). "Entonces Jesús empezó a hacer de Juan su profeta, comunicándole interiormente la revelación del gran misterio" (Idem, Schol., in Luc., I, 36. P. G., XVII, 319).
Más explícito aún, si cabe, es San Ambrosio: "¿Qué diré de Juan, quien, según el testimonio de su religiosa madre, conoció en espíritu, estando en el seno materno, la presencia del Señor y la atestiguó saltando de gozo... ¿Profetizaba o no? Ciertamente, profetizaba, pues adoraba a su Autor y hablaba en su madre" (San Ambros., de Fide, L. XIV, n. 113; col. Expos. in Luc., L. II, n. 23, P. L. XV, 1560). Citemos, por último, el testimonio de San Cirilo de Jerusalén: "Juan —dice—, todavía prisionero en el seno de Isabel, fue santificado por el Espíritu Santo; de una manera semejante fué santificado Jeremías; pero Jeremías no projetizó en el seno materno. Juan, solo en aquella viviente prisión, saltó de alegría, y no viendo aún al Señor con los ojos del cuerpo, lo reconoció con el espíritu (San Cyrill. Hier., Catech. 3, de Baptismo, n. 6. P. G., XXXIII, 436). Podríamos multiplicar los testimonios y demostrar cómo la Iglesia ha reconocido la misma verdad en sus himnos (5); mas lo dicho baste para el fin que intentamos.
(5)
"Ventris obstruse recubans cubili
Senseras Regem thalamo manentem.
Hinc parens, nati meritis, uterque
Abditapandit."
(In Nativit. S. Joan. Baptist., himn. ad. I Ve.)

Muy difícil es, en verdad, no rendirse a este conjunto de autoridades. Ahora bien; todos estos testimonios hablan, y es cosa ésta digna de nota, de un conocimiento y de una alegría espiritual; los términos usados por los Santos Padres son explícitos y no dejan lugar a duda alguna. Además, el oficio mismo de profeta, del mayor entre los profetas, que los citados textos atribuyen a San Juan en esta ocasión, es por sí solo una prueba decisiva de que, según el modo de ver de los Santos Padres, el Precursor tuvo en aquel momento el ejercicio de las facultades intelectuales; porque solamente es en verdad profeta aquel cuyo espíritu es divinamente iluminado para juzgar de las cosas escondidas (6).
(6) "Non est talis censendus propheta, nisi illuminetur ejus mens ad judicandum." (San Thom., 2-2, q. 173, a. 2.) No es menester, después de aducidos tantos testimonios, recurrir a la autoridad de autores más modernos. "Communiter tenent doctores quod per omnipotentiam Dei acceleratus est usus rationis in Joanne nondum progenite", decía ya en su tiempo Dionisio el Cartujano. In. Evang. Luc. enarrat., a. 3, ad c. 1.

Presupuesto este hecho, volvamos al gran principio en virtud del cual todos los privilegios de gracia concedidos a los Santos deben atribuirse también, y en un grado superior, a la Santísima Virgen María. De ese principio inferimos que, pues San Juan gozó del ejercicio anticipado de la razón (7), con mayor razón ha de atribuirse este privilegio a la Santísima Virgen; y como quiera que este ejercicio se remonta a la santificación del Precursor, por la misma razón y con el mismo título debe remontarse a la primera santificación de María, es decir, al momento de su Concepción.
(7) A los testimonios alegados suele oponerse el de San Agustín en su epístola a Dardanus acerca de la Presencia de Dios. A decir verdad, el insigne doctor no manifiesta su parecer acerca de esta cuestión, que no intentaba resolver en aquella ocasión. Lo que él quiere demostrar es que los niños, para ser santificados por el bautismo y así llegar a ser templos de Dios, no necesitan prepararse, como los adultos, con actos personales de conocimiento y voluntad. Y como se le objetara que San Juan saltó de alegría cuando Jesucristo, su Santificador, llegó a su casa, da dos respuestas muy sencillamente. Primera, que esta exultación maravillosa no suponía un acto de inteligencia en el niño: "Exultatio... jacta est divinitus in infante, non humanitus ab infante." La segunda respuesta es que, aun concedido que el saltar fuese en el Precursor prueba de conocimiento actual, no podría inferirse de aquí una consecuencia general respecto de los demás niños: ''Quamquam etiamsi usque adeo est in illo puero acceleratus usus rationis et voluntatis ut intra viscera materna jam possent agnoscere, credere, consentiré, quod in aliis parvulis eaetas exspectabatur ut possent; etiam hoc in miraculis habendum divinae potentiae, non ad humanae trahendum exemplar nature." (San August., epis. 187 ad Dardan,, c. 7, nn. 23-25. P. L., XXXIII, 840, 841.) En otro lugar, el mismo Santo Doctor no vacila en afirmar que Juan se manifestó como profeta en las entrañas de su madre y que saludó a Jesús presente mediante el brinco de su cuerpo, por no poderlo hacer todavía con la voz. (Idem, serm. 291, n. 1 ; 292, n. 1 ; 293. n. 2. P. L., XXXVIII, 1.316, sqq.

Algunos autores, concediendo el privilegio de Juan Bautista, estimaron, según parece, que el principio en cuya virtud se afirma de María el mismo privilegio no tiene legítima aplicación en tal caso. Dicen que dicho principio vale solamente cuando se trata de dones inmediatamente relacionados con la santificación del alma. Ahora bien; añaden, el que el uso de la razón se anticipe más o menos es cosa que no entra en la categoría de semejantes prerrogativas.
Admitamos por un memento la restricción, si bien es más que discutible. Siempre quedará en pie que la conclusión de estos autores ni está demostrada ni es plausible. En efecto, dice Suárez, aunque el uso anticipado de la razón no sea santificante por sí mismo, por su naturaleza, todavía puede ayudar, y en gran medida, a la perfección de la justificación, cuando tiene por efecto inmediato el disponer el alma por medio de la fe, la esperanza y el amor, para recibir más abundantemente el don de Dios (Suár., de Myster. vitae Christi, d. 4, s. 7, dico primo). Ved por qué la justificación de los adultos, según el parecer de todos, sobrepuja a la de los niños. Segados por la muerte antes de aquella edad en que con sus actos propios hubieran embellecido la corona de su inocencia, serán siempre los más pequeños en el reino de los cielos.
De aquí que los teólogos, al tratar de la gracia conferida así al padre del linaje humano, como a la humanidad (San Thom., 1 p. q. 95, a. 1, ad 5, cum. II. parall) del Salvador en el momento de su unión personal con el Verbo, enseñan unánimemente que ni Adán ni Jesucristo recibieron la primera efusión de la gracia sin cooperar con sus propias disposiciones. De ambas partes, movimiento de amor; de ambas partes, conocimiento sobrenatural: de fe, en Adán; de ciencia superior y divinamente infusa, en Jesucristo. San Pablo no deja lugar a la menor duda acerca de los actos de Dios humanado: "Al entrar en el mundo, dijo, no habéis querido ni hostia ni oblación; pero me habéis formado un cuerpo... Entonces dije yo: Heme aquí que vengo, según que está escrito de mí a la cabeza del libro, para hacer, oh, Dios, tu voluntad" (Hebr., X, 6-7). ¿No tenemos aquí un acto infinitamente meritorio? Y ¿quién dirá que no salió del corazón de Jesús en el momento mismo en que comenzaba a latir?
Y ahora oigamos a Santo Tomás de Aquino, comentando y razonando estas enseñanzas del Apóstol: 'Cristo —dice— fue santificado (en su naturaleza humana) en el primer instante de su concepción. Mas hay dos formas de santificación: la de los adultos, que se obra en conformidad con los actos propios del justificado, y la de los infantes, que son justificados, no por su acto personal de fe, sino por la fe de sus padres o de la Iglesia. De estas dos maneras de santificación, la primera es tanto más perfecta, cuanto el acto es más excelente que el hábito, y aquello que es por sí sobrepuja a aquello que viene de fuera solamente. Ahora bien; la santificación de Cristo debía ser soberanamente perfecta, pues fue santificado para que santificase a los demás. De donde claramente se infiere que debió recibir la gracia de la santidad mediante un actual y libre movimiento de su voluntad hacia Dios. Y comoquiera que tal movimiento del libre albedrío es meritorio, hase de concluir que Cristo mereció desde el primer instante de su concepción" (San Thom., 3 p. q. 34, a. 3).
Para entender bien esta doctrina son necesarias dos observaciones. Primera: el Doctor Angélico no dice que Cristo mereció con este primer ímpetu de su corazón la plenitud sobreabundante de gracia que lo santificó entonces en su naturaleza humana; al contrario, tiene esto por imposible. Tampoco dice que los actos con que se volvió hacia Dios, en su concepción en el seno de María, fuesen meritorios por sí mismos, sin el auxilio de la gracia santificante cuya efusión acompañaron. Lo que afirma el Angélico es que estos actos, producidos en el instante mismo en que el Espíritu Santo derramaba en Jesucristo la gracia santificante con las virtudes y los dones que son su inseparable cortejo, fueron meritorios con el mismo título y de los mismos bienes que las otras acciones de su vida mortal.
Segunda observación: nada impedía que el alma de Jesucristo se volviese hacia su Padre, en la forma indicada, en el preciso momento en que Dios la unió a su carne mortal y la santificó, porque las operaciones del espíritu, a diferencia de las acciones en que el cuerpo y el organismo tienen parte, no requieren tiempo determinado para su producción; son de suyo y por naturaleza instantáneas ("Disendum quod, cum motus voluntatia non sit continuue, nihil prohibet etiam in primo instanti suae creationis, primum hominem gratiae consensisse." (San Thom., 1 p., q. 95, a. 1, ad 5 ; cf. 3., q. 34. in corp. y ad 1 et 2). Por tanto, el mismo momento indivisible vió la unión del alma de Jesús con su cuerpo, la unión del cuerpo y del alma con la divinidad del Verbo, la infusión de los dones sobrenaturales de la gracia y las primeras operaciones de la inteligencia y de la voluntad de Dios hecho hombre. Si hubo orden entre estos diferentes hechos, fué orden de naturaleza, y no orden de sucesión en la duración.
Estas consideraciones, tan poderosas cuando se recuerda el privilegio singular del Precursor, reciben nueva fuerza de un título que los Santos Padres dieron constantemente a la Santísima Virgen: el título de Esposa de Dios, de la sola Esposa de Dios.
Presupuesta la verdad de este título, preguntamos: ¿qué es la justificación por la gracia? La celebración de nupcias espirituales entre el alma y Dios. Y ves aquí la causa por qué, excepto los niños, nadie es justificado sin una disposición conveniente a tal acto, es decir, sin el legítimo consentimiento dado por el alma para la unión. Y siendo esto así, preguntamos nuevamente: ¿No es, en verdad, justo, justísimo que la Esposa, la más excelente y la más amada de todas, no contraiga de manera puramente pasiva tan glorioso matrimonio? ¿Diremos que esposas de Cristo que, comparadas con María, apenas merecen ser llamadas esposas, no son admitidas a la unión con Cristo sin que les haga el honor de esperar su libre consentimiento, y, en cambio, el alma de la Santísima Virgen no habría tenido ni aun conocimiento de la gracia que recibía? ¿Nos la imaginaremos sepultada en un adormecimiento absoluto, sin tener, digámoslo así, ni voluntad para salir al encuentro de su Amado, ni sentimiento para agradecerle el haberla escogido entre todas las criaturas para ser su Madre? ¿Es creíble esto? Y si consideramos que otras han tenido este privilegio, ¿cómo podremos persuadirnos de que Jesucristo se lo negó a su Madre? ¿Cómo es posible que Dios, que no quiso tomarla por Madre sin pedirle antes su consentimiento, prescindiese de la libre voluntad de María cuando la tomó por su Esposa?
Por lo cual, una vez que esta cuestión fué propuesta explícitamente, fueron muchos los Doctores y Santos que profesaron esta doctrina que nosotros proponemos. San Alfonso de Ligorio, en estos últimos tiempos, transcribió, aprobándolas, estas líneas del venerable Padre De la Colombiére: "No es una simple opinión, sino opinión del mundo entero, que cuando María recibió en el seno de Santa Ana la gracia santificante, recibió en el mismo instante el uso de la razón con una gran luz correspondiente a la gracia con que había sido enriquecida" (8). Y por tan cierta tiene esta doctrina el Santo Doctor, que no vacila en tomarla como fundamento para explicar el admirable crecimiento de María en la gracia.
(8) San Alfonso de Ligorio, Glorias de María, 11 p.t discursos sobre la Nativ. de María, p. 2. El texto del P. De la Colombiére, aunque sustancialmente idéntico, está un tanto alterado en la cifra que hace el Santo. Tal como se lee al principio de la segunda parte del sermón segundo para el día de la Concepción, dice así: "La santificación de María no fue el único privilegio con que Dios la honró en el momento en que fue concebida; para que nada faltase a su dicha era necesario que pudiera conocerla; por esto desde entonces recibió juntamente con la gracia el uso perfecto de la razón, y su espíritu fue adornado con todas las luces de la sabiduría, con todos los conocimientos, ora naturales, ora morales. Esta opinión... fue adoptada en tiempos de nuestros padres por los más sabios teólogos, y toda la Escuela está hoy de acuerdo en defenderla."

Este fue también el sentir de otro Doctor de la Iglesia, San Francisco de Sales: "Cierto —dice, hablando de la Santísima Virgen—; no hay Santo ni Santa que pueda comparársele... Ella aventaja grandemente a todos los bienaventurados, pues ninguno como Ella se dió y totalmente se dedicó al servicio de Dios desde el instante de su concepción, pues no hay duda alguna de que fue pura y gozó del uso de la razón desde que su alma fue infundida en aquel cuerpecito formado en las entrañas de Santa Ana" (San Franc. de Sal., serm. 38 para la fiesta de la Presentación (edic. de Annecy, 1897), IX, p. 384 : col. serm. 26, p. 233 ; serm. 16. p. 226).
San Bernardino de Sena había predicado la misma doctrina, al exponer las prerrogativas recibidas por la Virgen en su Concepción: "En su primera santificación, la Virgen fue iluminada en su inteligencia con una claridad sin igual ni semejante, que el Espíritu Santo difundió en Ella. De aquí su nombre de María, es decir, la Iluminada... Por tanto, la Bienaventurada Virgen, estando todavía en el seno de su madre, tuvo el uso de su libre albedrío y de la razón. Y, según el parecer de muchos, ya entonces alcanzó un estado de contemplación tan sublime, que ninguna otra criatura se le igualó en la madurez de la edad. Ahora bien; aunque Ella dormía en las entrañas maternas, como los demás niños, este sueño, que en nosotros es obstáculo que impide los actos libres y consiguientemente el mérito, en Ella no tenía, según creo yo, este efecto; su alma, con un movimiento libre y meritorio, se dirigía hacia Dios Nuestro Señor... Por lo cual Ella misma dice de sí, en el Cantar de los Cantares: "Yo duermo; pero mi corazón vela" (Cant., V, 2). Confieso, sin embargo, que, según otros, este estado de contemplación tan perfecta que por nada era turbado ni debilitado, fue consecuencia de la segunda santificación, y quizá su opinión es más verdadera (9). Por lo demás, no debe maravillarnos que la Madre de Dios, mucho antes de la edad fijada por la naturaleza, recibiera de Dios esta abundancia de luces, junta con un libérrimo ejercicio de su voluntad, pues tantos otros Santos, en edad muy tierna, ya nos ofrecen tan admirables ejemplos de virtud, de gracia y de inteligencia" (San Bernardino Sen., de Concept. B. M., serm. 4, a. 1, c. 3, t. IV, p. 80. (Lugo-duni, 1650).
(9) San Bernardino con las palabras "otros", se refiere a aquellos que opinaban con Santo Tomás de Aquino que el privilegio de la integridad perfecta fue diferido hasta la segunda santificación de María, es decir, hasta la Encarnación ; opinión que el mismo San Bernardino juzgaba más probable.

A la autoridad de los Santos se une la de la Teología, que habla por boca de sus más ilustres representantes (Cf. Suár., de Myster. vitae Christi, D. 4, s. 7. "Dico ergo primo"; Salmerón, t. III, tract. 12; Vázquez, in 3 P., D. 119, c. 3, donde caracteriza esta doctrina "como verdadera y común uti veram et communem", n. 22). Es cierto que suele oponerse el testimonio de Santo Tomás de Aquino, según el cual, "María no tuvo el uso de la razón mientras estuvo en el seno de su madre, porque éste fue el privilegio particular de Cristo" (San Thom., 3 p., q. 27, a. 3). No discutamos ahora la opinión del gran Doctor, y contentémonos con decir que el más autorizado de sus intérpretes entiende esta negación, no del momento preciso en que la Virgen fue santificada, sino de todo el espacio de tiempo que precedió a su nacimiento (Cajetan., in h. 1). Sea como fuere, el recurso al privilegio especial de Cristo no parece demostrativo contra el privilegio de su Madre. Porque, aun concediendo que todo el tiempo que permaneció en las entrañas de Santa Ana gozara de este privilegio, todavía subsistiría la diferencia entre el privilegio del Hijo y el de la Madre. En efecto, fuera de que todos los privilegios de María dimanaban de los méritos de Jesús, María no gozaba, como su Hijo, del acto perpetuo de la visión beatífica; ni este conocimiento que nosotros le suponemos tenía la perfección y la amplitud de la ciencia infusa de Cristo. Es ésta una observación muy sensata que hace Suárez.
¿Será posible, retrocediendo a las pasadas edades, hallar testimonios en favor de nuestra piadosa creencia? Ya dijimos anteriormente que, no habiendo sido propuesta implícitamente la cuestión, no son de esperar ni afirmaciones ni negaciones explícitas. Sin embargo, no faltan indicios que nos permiten creer que, si se hubiese suscitado la cuestión, entre las varias opiniones hubiera prevalecido la que sostiene este privilegio de María.
Y así, hacia la mitad del siglo XI, un teólogo griego, que parece fue Obispo, Jacobo el Monje, hace a María hablar de esta manera: "El amor de Dios ha seguido el crecimiento de mi cuerpo; ha crecido conmigo; nacida con él, cum hoc congenita, mi alma, oh, Dios, sin descanso te ha tejido alabanzas" (in V. Deip. Virit., n. 14. P. G. CXXVII, 676). Un amor de Dios que nunca descansa, un amor cuyo principio se confunde con el origen del alma, ¿no supone el uso de la inteligencia en el comienzo mismo de la vida?
Bien conocida es la tradición, cuyos vestigios se pueden seguir hasta los primeros siglos de la Iglesia, según la cual, la Santísima Virgen fue presentada en el Templo a la edad de tres años, para vivir allí entre las jóvenes consagradas al culto del Señor. Sin pretender aquilatar el valor de esta antigua tradición, respetable por la aquiescencia de innumerables cristianos y porque la misma Iglesia ha fundamentado sobre ella una de las fiestas de María, vamos a hacer una sencilla observación encaminada directamente al punto de que tratamos. Los Santos Padres, al celebrar tan temprano ofrecimiento de la Santísima Virgen, unánimemente predicen que María se ofreció Ella misma, de su propio movimiento, con la plenitud de una virtud consumada. Conocía el misterio de su Presentación; desde mucho antes anhelaba que llegase, y, por consiguiente, mucho antes que la naturaleza permita a los otros niños el libre uso de la inteligencia, María, suspendida del pecho de su madre, conocía a su Dios, su dominio soberano y la dicha de vivir únicamente para Él (10).
(10) Este ofrecimiento de la Virgen al Templo, hacia los tres años de su edad, se refiere ya en el más antiguo de los Evangelios apócrifos: en el llamado de Santiago. He aquí el juicio emitido por Benedicto XIV: "Ut ab incertis certa secernamus, negamus de praesentatione dubitari quidquam pose. Ea vero quae velut adjuncta ejus a noannullis narrantur, fatemur multas rationes suppetere quamobrem in dubium revocentur." (De festis B. M. V., c. 14, n. 4.) El Pontífice, en la última parte del texto, se refiere a las minuciosas circunstancias referidas por los apócrifos acerca de los trabajos de la Santísima Virgen en el Templo, de su comunicación cotidiana con los ángeles de cómo recibía de ellos un alimento celestiaal, de cómo tenía entrada libre en el Sancta Sanctorum para allí orar ante el Señor, etc., etc. De lo que dice el Pontífice que no puede dudarse es de la substancia del hecho; y en verdad no se ve razón alguna de diferir la consagración de María para una edad más avanzada. Sabemos, en efecto, por las Sagradas Escrituras (Psalm LXVII, 26; II Mach., III, 19; col. Reg., 1, 22) que en el Templo había jóvenes consagradas al servicio divino; por otro lado, el libro primero de los Reyes (I, 22) nos enseña, con el ejemplo de Samuel, que la oblación de los niños podía hacerse desde que se les había destetado. Ahora bien, la duración de la lactancia para las mujeres de Israel era, aproximadamente, de tres años. (II Mach., VII, 27.)

"Oh, alma pura y radiante que en un cuerpo lleno de vigor muestra dones muy superiores a la razón humana; alma bienaventurada, en la que la falta de edad y las debilidades de la infancia no impidieron ni la perfección de la virtud, ni la unión más íntima con Dios" (in SS. Deip. ingressum. P. G. C. 1434). Así habla Jorge, Obispo de Nicodemia. En una homilía acerca de la Presentación, Santiago el Monje, después de contar los sentimientos con que el padre de la Santísima Virgen la ofreció a Dios en su Templo, nos convida a contemplar a María: "Avanzaba —dice— purificando con sus inmaculados pies el suelo que pisaba y llenando el aire con el olor suavísimo de su santidad. Ninguna afectación mundana en su vestido; nada de alhajas de oro, ni de piedras preciosas cuyo esplendor pudiera realzar su hermosura; por adorno de su persona, el manto espléndido de una pureza sin mancha, y por todo ornamento, un candor de alma más rico incomparablemente que el oro y que todas las piedras preciosas" (11).
(11) Jacob. Mon., orat. in praesentat. Deip., n. 6. P. G., CXXVII, 604. Lo que había dicho de María niña, lo repite a propósito de la Visitación. "Era necesario ver a esta Virgen inmaculada pasando de Nazaret a la casa de Isabel su prima y en su andar ligero embalsamar con su pureza la tierra donde ponía el pie. ¡Oh suelo bienaventurado que recibió las huellas de sus purísimos pies ! ¿Quién me concederá la dicha de besar esta tierra donde fueron impresas las huellas de la Virgen sin mancha; de cogerla con mis manos, aplicarla sobre mis ojos, sobre mis labios, y con ella santificar todos mis sentidos?" (Orat. de Visit., n. 16, Ibíden, 676.)

Estos últimos textos, es verdad, no se refieren al tiempo en que la Santísima Virgen aún no había nacido; pero, si plugo a Dios adelantar milagrosamente la hora de su desarrollo intelectual, ¿por qué no lo había adelantado hasta el momento de su concepción? Una vez más advertimos que está muy lejos de nuestro intento el colocar esta doctrina, tan gloriosa para la Madre de Nuestro Salvador, entre aquellas que no pueden ser negadas sin pecado; pero fuerza es confesar que las razones por las cuales algunos creyeron que se la debía rechazar son muy débiles, comparadas con las que militan en su favor y que nos impelen a admitirla.
Sólo dos adversarios de este privilegio conocemos: Muratori y Juan Gerson. La autoridad del primero, cuando se trata de prerrogativas de la Madre de Dios, no es para tomada en consideración. Sabida cosa es que se ocultó bajo el seudónimo de "Ant. Lampridius" para, con más libertad, censurar la devoción de los fieles sencillos hacia la Santísima Virgen, y que el libro De superstitione vitanda, que escribió para el logro de aquel fin, mereció ser refutado por todos los verdaderos católicos (En el capítulo XXIII de la obra citada manifiéstase Muratori contra la doctrina común en el particular de que ahora tratamos).
Más extraño es que Gerson, uno de los devotos más fervientes de la Santísima Virgen, sea contrario a la misma doctrina. "Cristo —dice— no comunicó a su Madre desde el instante de su concepción o de su nacimiento el uso perfecto de razón, aunque hubiera podido hacerlo, y aunque, si lo hubiera hecho, hubiera sido cosa conveniente. Afirmar lo contrario, ya sea en el púlpito, ya en los libros, sería temeridad; como sería también temerario decir que María no se daba nunca al sueño, o que durante el sueño estaba en un acto permanente de contemplación." ¿Sobre qué motivos descansa juicio tan severo? Ya lo indicamos más arriba, en el capítulo en que tratamos de la regla de conveniencia: "Lo que no se apoya ni en la autoridad de la Escritura, ni sobre una razón probable, puede ser rechazado con la misma facilidad con que otros lo afirman" (12).
(12) Gerson, Tract. de suscept. humanit. Christi verit., 20, t. I, p. 453. Como Gerson, entre las reglas que da para dirigirse en el estudio de los privilegios de la Virgen, habla de piadosa creencia, veamos qué intenta significar con esta expresión. "Plácenos recordar aquí qué cosa sea creer piadosamente y qué proposiciones deben ser calificadas de creencias piadosas. Son todas aquellas que no se siguen claramente del contenido de !a Sagrada Escritura y tampoco le son evidentemente opuestas; y que, por otra parte, sirven para la edificación de la caridad y de !a devoción en los corazones, con condición de que en ellas nada se afirme temerariamente. Tales son, por ejemplo, las narraciones de los Santos Padres, las devotas contemplaciones sobre Cristo y su divina Madre, en las que se considera cómo muchas cosas que no se relatan en el Evangelio pudieron acontecer; por ejemplo, cuál fue la manera de vivir de Jesús, María y José desde el principio de su unión hasta la muerte de San José, etc." (24° veritas, ibídem, n. 453.) Entre los objetos de la piadosa creencia, Gerson cuenta, además, dos privilegios de San José, a saber: que fue santificado, como el Bautista, antes de su nacimiento —mas no en el primer instante de su vida, como algunos inconsideradamente le hacen decir— y que la concupiscencia en él estuvo ligada, por lo menos a partir del momento de su alianza con la B. Virgen. (Serm. de Nativit. B. V., t. 3, cons. 2 y 3, p. 1.349-50.) Todo lo cual demuestra una vez más que no se ha de tomar a la letra lo que con demasiada dureza dice en sus Reglas el docto y piadoso canciller de la Universidad de París.

Ahora bien; presupuesto lo que dejamos demostrado, adviértese que el principio formulado por Gerson no contradice a la doctrina que él rechaza. En efecto, no puede decirse que esta doctrina no se apoya en ninguna razón probable, ni tampoco que carece en absoluto de base escrituraria, pues tiene en su favor la autoridad de grandes Santos y se infiere de un hecho claramente enunciado en el Evangelio, conviene, a saber: del estremecimiento profético de Juan Bautista ("Puer infans adhuc in útero sextum mensem agens sic illustratus est ex rationali virtute, ut praesentiam noviter concepti Salvatoris agnosceret.. . Joannes hunc et talem puerum non corporali visíone sed illustratione prophetali cognovit, salutavit et adoravit." (Gerson, tract. 4, super Magníficat, et lect. 2 super Marc. IV, pp. 286 et 211); y, por último, es doctrina que responde a la regla, admitida también por Gerson, según la cual, débese atribuir a Maria cualquier privilegio de gracia que se dé en los demás Santos.

III. ¿Tuvo la Sacratísima Virgen el libre uso de su facultad intelectiva y volitiva sólo para el fugaz instante en que cooperó, con su fe y con su amor, a la recepción de la gracia por la que fue constituida Esposa e Hija de Dios, templo animado del Espíritu Santo, o bien podemos creer que la luz de la inteligencia, una vez encendida en su alma, ya no se apagó nunca? El Doctor Angélico, por lo menos según la interpretación de Cayetano, sostiene la primera hipótesis; Suárez no la juzga del todo improbable; pero él se adhiere a la segunda. Nosotros seguimos a Suárez; a ello nos inducen las autoridades de teólogos y de Santos que ha poco invocábamos. Es verosímil, por lo que atañe a Santiago el Monje y a Jorge de Nicomedia, y cosa cierta por lo que se refiere a los Santos. En efecto, San Alfonso de Ligorio no hubiera considerado este ejercicio prematuro de la razón como principio de progreso continuo en la santidad, si no hubiese sido más que un resplandor pasajero que se eclipsó un momento después de nacer.
Según San Francisco de Sales, ocurrió en la Madre lo que debía ocurrir en el Hijo. El uno y la otra, "habiendo tenido el uso de la razón desde el vientre de su madre, fueron, por consiguiente, dotados de mucha ciencia; mas la ocultaron bajo las leyes de un silencio profundo; porque, pudiendo hablar al nacer, no quisieron hacerlo, sujetándose a no hablar sino a su tiempo. Fue un acto de sencillez admirable este de la gloriosa niña que, pegada al pecho de su madre, no por eso deja de conversar con la divina Majestad" (de Sal., serm 16, para la Present., t. IX, pp. 126-27).
Palabras son éstas que no dejan lugar a la menor duda acerca del sentir del dulcísimo Doctor. Vuélvase a leer el texto de San Bernardino de Sena, y se verá que también este Santo es de la misma opinión. La vacilación que en él y en los autores a que aludo se observa, no afecta a la substancia del hecho de la continuación del privilegio inicial, sino únicamente a la permanencia de una contemplación siempre actual y nunca interrumpida ni turbada.
Es ésta una conclusión naturalísima, una vez que se admita el uso de la razón en la forma que lo hemos demostrado. En efecto, argumenta Suárez, los dones de Dios son sin arrepentimiento (Rom., XI, 29). Lo cual quiere decir que aquello que Dios hubiere concedido liberalmente para la santificación del alma no lo retira ya, sin que se le fuerce a ello de alguna manera, con infidelidades por las que el alma sea culpable y merecedora de tal privación y castigo. Ahora bien; la fe nos enseña que en María no se dió ninguna infidelidad. Por consiguiente, María no vió ni apagarse esta luz que brilló sobre ella en el primer momento de su ser, ni el fuego de la caridad, que antes de cualquier otro fuego ardió en su corazón. De suerte que en María se realizó en forma completa aquello del Salmo: "De la boca de los pequeñuelos, de la boca de aquellos que aún son amamantados, habéis recibido la alabanza perfecta" (Psalm. VIII,3).
Reconoceremos, si se quiere, que Juan Bautista, aunque fue milagrosamente esclarecido por el Espíritu Santo cuando recibió la visita del Señor, llevado en las entrañas de su Madre, no gozó de semejante favor sino un instante. Tal es, según creemos, la opinión más común. Pero, con todo, tiene contra sí más de una razón de peso.
Razón de autoridad: San Ambrosio, queriendo justificar la estancia prolongada de María en casa de su prima Santa Isabel, siguiendo a Orígenes, da esta explicación: "No fué sólo por caridad de pariente por lo que la Virgen moró allí tan largo tiempo, sino, principalmente, por interés en favor del gran profeta. Porque si ya la llegada de María le procuró tantas bendiciones celestiales, que saltó de gozo, ¿qué progreso no reportaría de la prolongación de su presencia?... Juan Bautista, durante estos tres meses, estaba en el seno de Isabel como un atleta que se ejercita y se fortalece para la lucha, pues su virtud se preparaba para un gran combate" (San Ambros., in Luc., L. II, n. 29, P. L., XIII, 1.B62. Cf. Origen, in Luc., hom. 9, P. G., XV, 1822). Todo lo cual supone en Juan Bautista el uso permanente de la inteligencia.
Razón tomada de la naturaleza de las cosas. En efecto, si la presencia del Salvador y de su Madre alcanzó este privilegio al Precursor, "¿por qué —pregunta el Cardenal Francisco de Toledono había de conservarlo mientras gozó de esta presencia, es decir, hasta su nacimiento? Ahora bien; no es verosímil que perdiese al nacer lo que tenía en el seno de su madre" (Comment. in Luc., c. I, a. 118). Pero, además de esta respuesta, hay otra menos problemática. La condición de Precursor y Madre de Dios son muy diferentes. Juan, profeta, hizo entonces un acto de profeta. Ahora bien; en conformidad con la doctrina de Santo Tomás, la luz profética no es, por su naturaleza, una luz permanente, ni un don permanente en el alma del profeta: aparece en las horas de Dios como los resplandores del relámpago en medio de la nube, sin que esté en poder de la voluntad humana el prolongar o el provocar la acción profética (13).
(13) San Thom., 2-2. q. 171, a. 2. "Nec sequitur, si anticipatus in Joanne fuit rationis usu, eudem in eo postea permanere debuisse, quia cum ad demonstrandum tantum Christum ei datus esset, necesso non erat ut, eo demostrato maneret; quemadmodum in prophetis, postquam ea praedixerant quae Deus volebat, non semper manebat spiritus prophetiae", dice Maldonado, Comment. in Luc., c. I de Exclamat. Elisabeth.

El título de Madre futura de Dios no pasa y, por consiguiente, aquello que Dios da en atención a este título debe tener un carácter de estabilidad, como lo tiene el mismo título que lo reclama. Además, ¿no es justo que allí donde hay comunidad de privilegios entre la Madre de Dios y los otros Santos, María se distinga, cuando menos, por la forma más perfecta con que los posea?
Para terminar, citemos un testimonio que, por su origen, demuestra hasta qué punto esta piadosa creencia se funda en la alta idea que los fieles tienen de la Madre de Dios. Es cosa muy cierta que nunca fueron acusados los hombres de Port-Royal de haberse excedido en reconocer privilegios de gracia en María. Pues bien; he aquí cómo uno de ellos, muy ponderado como director espiritual, escribió sobre esta materia: "Dios elevó a esta divina criatura a una dignidad tan eminente, que con toda verdad puede decirse en su honor que, no sólo cuando llegó a ser la Madre de su Hijo, sino también cuando acababa de nacer, el Señor hizo en ella grandes cosas, y que en su pequeñez misma encerró una infinidad de maravillas... Pues si algunos Padres creyeron que San Juan tuvo uso de razón desde su nacimiento..., ¿cuánto más debemos nosotros decir de la Santa Virgen, que se aventajó tanto a San Juan en la gracia, cuanto la cualidad de Madre del Salvador se eleva incomparablemente por cima de la de su Precursor? De manera que la Virgen era niña de cuerpo, y en este estado estaba por debajo de los hombres de madura edad; pero en cuanto al alma era inteligente y, además, toda llena del amor de Dios, y elevada ya desde entonces sobre todos los Santos. Por lo cual, aquello que la Iglesia canta en honor de Santa Inés, que, siendo muy jovencita y cuando parecía una niña, padeció martirio, se puede decir con mucha más verdad de la Virgen en este estado: Era sólo una niña, según el tiempo de su nacimiento; pero ya tenía la gravedad de la ancianidad por la disciplina de su espíritu" (51).

No se olvide que el autor habla así de María en cuanto al tiempo de su nacimiento. Nosotros, que profesamos su Concepción inmaculada, ¿por qué no hemos de trasladar al primer instante de su existencia un privilegio tan inexplicable por las fuerzas de la naturaleza en el primer tiempo como en el segundo? Por lo demás, no es menester hacer notar que este privilegio, como todos los demás de María, se funda en su divina maternidad, y que ésta, después de Dios, es la última razón de todos ellos. (Instructions chertienneg-sur les Mysteres de N. S. J. C., et. 7e. instr. pour la Nativit. de la S. V., I p. T. V., pp. 411-412. (París, Pralard, 1673.) La obra, publicada sin el nombre de autor, es de M. Singlin).
J. B. Terrien
LA MADRE DE DIOS...

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