Vistas de página en total

sábado, 10 de septiembre de 2011

SEDE VACANTE XIX

CAPITULO XIII
EL ECUMENISMO, MEDIO EFICAZ PARA LA AUTO DEMOLICION DE LA IGLESIA

Aunque ya en las páginas anteriores hablamos del "ecumenismo", parece, sin embargo, necesario el insistir en punto tan importante, ya que el movimiento ecuménico ha sido no tan sólo el pasaporte seguro para que los "separados" se inroduzcan libremente en la Iglesia, hagan en ella una intensa labor de proselitismo, sino, sin resistencia alguna, a título de exégesis y teología liberal, eliminen y destruyan nuestra teología y nuestra filosofía perenne.
En septiembre del año pasado (1971), la Comisión Mixta Anglicana-Católica redactó un documento, una especie de primer común acuerdo, que fue publicado el 30 de diciembre y constituye, según ellos, un suceso histórico, porque es el primer acuerdo doctrinal en el anglicanismo y el catolicismo, desde la separación entre Roma y Cantorbery. ¿Fue acaso un triunfo de Roma? ¿fue el reconocimiento de algunos errores, que habían desgajado esa, en otros tiempos, pujante rama del tronco dos veces milenario de la verdadera y única Iglesia de Jesucristo? No; nada de eso. Ni los anglicanos, ni los ortodoxos no católicos, ni ninguna de las sectas protestantes están dispuestas a buscar la "unidad", a costa del reconocimiento de sus propios errores. El dicho documento no compromete más que a los miembros de la comisión mixta; es, como dijo el arzobispo católico Dwyer, "un documento de teólogos". Es, pienso yo, el primer paso para el compromiso y la claudicación. ¿Qué más pruebas podían pedirnos los anglicanos de la sinceridad con que buscamos la unión con ellos? Hemos aceptado y seguido el mismo camino del reformador Thomas Cranmer, para la protestantización de la Iglesia: el Arzobispo de Canterbury, quien gozó de todo poder en la esfera religiosa, de 1547 a 1553.
Crammer fue sincero al declarar sus intenciones y no pretendió nunca ocultar su opinión, según la cual, el poder "de la gran prostituta, esto es, la pestífera Sede de Roma" descansa "en la doctrina papal de la "transubstanciación", de la Real Presencia de la carne y sangre de Cristo, en el sacramento del altar (como ellos lo llaman) y en el sacrificio y la oblación de Cristo, hecha por el sacerdote, para salvación de los vivos y de los muertos". Los medios principales que él usó para llevar adelante su programa destructor fueron tres: la lengua vernácula, la sustitución del altar por la Santa Mesa y los cambios hechos en el Canon de la Misa.
En sus ansias de ecuménico abrazo, Juan B. Montini había aceptado ya seguir, con la implantación de su "Novus Ordo Missae" esos tres substanciales cambios del reformador anglicano: contra lo definido y decretado en Trento, se impuso el uso de las lenguas vernáculas, aboliendo prácticamente el latín; se eliminaron o destruyeron los altares, para poner en su lugar la "mesa" y, finalmente, se adulteró substancialmente el Canon; hasta el nombre de Canon se cambió por el de "Oraciones Eucarísticas".
Parece que en Roma causó gran inquietud la enorme publicidad dada al texto de la Comisión mixta, ya que, apoyándose en ese documento, los fieles podrían pensar que ya se habían dado las condiciones necesarias para la "intercomunión entre las dos Iglesias". En realidad, para una persona bien preparada, el truco es manifiesto: ¿cómo puede haber ¡ntercomunión entre dos Iglesias distintas? No es una intercomunión la que debemos buscar, sino una conversión total de la Iglesia anglicana y de las sectas protestantes a la verdadera y única Iglesia de Jesucristo. Aquí no se trata de ritos, sino de dogmas.
La intención de los doce católicos y de los doce anglicanos, que formaban la comisión era "la búsqueda de un comprensión más profunda de esta realidad que es la Eucaristía, más conforme a la enseñanza de la Escritura y la tradición de nuestra herencia común". Por eso se evita recurrir, tanto a las fórmulas del Concilio de Trento, como a los 39 artículos, en los cuales, la Iglesia Anglicana expresó su fe, cuando se separó de Roma. ¡Actitud y táctica, en verdad incomprensible! ¿Cómo puede un católico, ni a título de estrategia, prescindir en su diálogo, de una doctrina cierta, dogmática, infalible? Esta es, a mi modo de ver, una prueba apodíctica de las desviaciones intrínsecas que en sí encierra el "movimiento ecuménico", que el Vaticano II atribuye a la acción del Espíritu Santo. Veamos ahora, como define la Comisión mixta a la Eucaristía:
"El documento de la comisión mixta define a la Eucaristía como el "memorial" de la vida, de la muerte, de la resurrección de Cristo "efectuada de una vez por todas en la historia". "Dios, dice el texto, ha dado la Eucaristía a su Iglesia como un medio, por el cual se anuncia y se hace eficaz en la Iglesia la obra redentora de Cristo en la Cruz. El término memorial, tal y como se comprendía en la celebración pascual en tiempos de Cristo —es decir, hacer efectivamente presente un suceso del pasado— ha abierto el camino a una mejor inteligencia de la relación entre el sacrificio de Cristo y la Eucaristía. Así pues, el memorial eucarístico no es el simple recordatorio de un suceso pasado o de su significado, sino la proclamación eficaz de la obra poderosa de Dios, hecha por la Iglesia". ¡Presencia de Cristo, pero presencia espiritual, no real!

En esta definición, bien analizada y comprendida, vemos que la doctrina católica de Trento "impresionantemente" se desvanece, se elimina, para dejar el lugar a la doctrina de Cranmer. La esencia de la Eucaristía, según la doctrina Católica, no es el memorial, sino el SACRIFICIO, verdadero y real sacrificio, repetición o continuación incruenta del Sacrificio de la Cruz, para aplicarnos los frutos redentores y para recordar la Pasión y muerte del Señor.
La celebración pascual, en tiempos de Cristo, era un memorial, a un mismo tiempo recordatorio de la liberación de Israel del pueblo egipcio, y representativo de la liberación que en la Cruz iba a hacer Cristo de la humanidad prevaricadora. La celebración pascual, en nuestra Iglesia, no se asimila en nada con la pascua judía. Es, como dijimos antes, la liberación no del pueblo judío, sino de toda la humanidad, por la redención de Cristo en el Calvario; y, la eucaristía, hace efectivamente presente el mismo sacrificio del Calvario, de una manera incruenta y para aplicarnos losfrutos salvíficos de esa Redención, no por una "proclamación", sino, vuelvo de nuevo a decirlo, por una repetición real y verdadera del Sacrificio de la Cruz.
La Comisión mixta creyó establecer el puente entre la doctrina católica y la doctrina de Cranmer, diciendo que la Eucaristía no es un simple recordatorio de un suceso pasado, sino la "proclamación eficaz" de la obra poderosa de Dios hecha en su Iglesia. No; la doctrina católica es totalmente opuesta a esta explicación o definición de marcado tinte protestante. En la Misa no sólo proclamamos el Sacrificio de la Cruz, ni sólo alcanzamos por esta proclamación los frutos redentores, sino se ofrece a Dios Padre un Sacrificio, a saber, el Cuerpo y la Sangre del Señor, en orden a obtener el perdón de los pecados y la salvación de vivos y muertos. "El pueblo debe saber, decía Cranmer, que Cristo no está física, realmente presente en el sacramento, sino sólo en los que dignamente lo reciben. El comer y beber la carne y la sangre de Cristo, no debe entenderse según el sentido ordinario, con la boca y los dientes, para comer una cosa que está presente, sino una fe viva, en el corazón y en la mente, para digerir algo que está ausente". El nuevo rito, que Cranmer inventó para subtanciar esta creencia, "la administración de la Santa Cena" no debía tener nada que se asemejase a la "nunca suficientemente execrada Misa". Y el que en la Misa "se ofreciese a Dios Padre un Sacrificio, a saber, el Cuerpo y la Sangre del Señor, real y verdaderamente, en orden a obtener el perdón de los pecados y la salvación de vivos y muertos" fue declarado por Cranmer como una herejía, merecedora de muerte".
Según el documento de la Comisión mixta anglicana-católica, la Eucaristía (no se acepta el nombre de Misa) es el "memorial de la vida, muerte y resurrección de Cristo; es un medio por el cual se anuncia y se hace eficaz en la vida de la Iglesia la obra redentora de Cristo en la Cruz"; pero, ¿cómo? Veamos lo que nos dice el documento: "La comunión en Cristo, en la Eucaristía, supone su presencia verdadera, eficaz y significada por el pan y el vino, que en este misterio, se tornan en su cuerpo y en su sangre. La presencia real del cuerpo y la sangre de Cristo, sin embargo, no puede ser comprendida más que dentro del contexto de la obra redentora, por la cual se da a sí mismo, y por la cual da a los suyos, en sí mismo, la reconciliación, la paz y la vida". "El cuerpo y la sangre sacramentales del Salvador se encuentran presentes, como una ofrenda al creyente que espera su regreso. Cuando esta ofrenda es recibida con fe, produce un encuentro vivificador..." De nuevo: presencia espiritual, sí, pero no transubstanciación.
Todo es aquí ambigüedad, todo confusión, para negar la doctrina católica y para reafirmar la doctrina anglicana. En la Santa Misa (no la Cena, no el memorial) no sólo se anuncia y se hace eficaz, en ia vida de la Iglesia, la obra redentora de Cristo en la Cruz, el misterio de la REDENCION, sino que se reproduce, real y verdaderamente, de un modo incruento, el Sacrificio del Calvario. El término "memorial" hay que entenderlo, dice la Comisión, como se entendía en la celebración pascual en los tiempos de Cristo. Es decir, como la cena legal, conque el pueblo judío hacía, en cierto modo, presente el suceso pasado de su liberación de Egipto. Así la "Cena", no la "Misa" hace, en cierto modo, presente la vida, muerte y resurrección de Cristo; no porque se repita en el altar el sacrificio de la Cruz, sino porque el pan y el vino, que están presentes sobre la mesa, significan, representan actualmente la vida, muerte y resurrección del Señor, que son sucesos ya pasados. Y no es esta Cena un simple recordatorio de un suceso pasado, sino una proclamación de la obra poderosa de Dios, hecha por la Iglesia. Así se explica la afirmación del sacerdote y la aclamación del pueblo, en el "Novus Ordo", después de haberse dicho la fórmula consecratoria: "ESTE ES EL SACRAMENTO DE NUESTRA FE", dice el sacerdote; y el pueblo contesta: "Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección. ¡Ven, Señor Jesús!" "Cada vez que comemos de este pan y bebemos de este cáliz, anunciamos tu muerte. Señor, hasta que vuelvas". "Por tu Cruz y resurrección nos has salvado, Señor! "
"La comunión en Cristo (notemos bien: no de Cristo), en la Eucaristía, supone su presencia verdadera, eficaz y significada por el pan y el vino, que, en este misterio, se tornan en su cuerpo y su sangre. La presencia real del cuerpo y la sangre de Cristo, sin embargo, no puede ser comprendida más que dentro del contexto de la obra redentora". He aquí una evidente contradicción; una concesión hecha por los doce teólogos católicos a los doce teólogos protestantes: "La comunión en Cristo; no el sacrificio en la consagración, en la transubstanciación, supone la presencia verdadera, eficaz, significada por el pan y el vino, (que, por lo visto, están substancialmente en el altar), a pesar de que el documento nos diga, que el pan y el vino "se tornan en el cuerpo y la sangre de Cristo"; porque "esta presencia real no puede ser comprendida más que dentro del contexto de la obra redentora, (no de la obra justificadora, santificadora), por la cual Cristo se da a sí mismo, y por la cual da a los suyos, en sí mismo, la reconciliación, la paz y la vida". Presencia real, pero espiritual: ahí está el truco.
En medio de esta confusión de términos y de conceptos, lo que se ve muy claro es que la Comisión, en su documento, aceptó la negación intransigente de los anglicanos y protestantes todos, acerca de la "transubstanciación" eucarística, por eso leemos, después: "El término transubstanciación, en la Iglesia Católica Romana, es tomado habitualmente para indicar que Dios, actuando en la Eucaristía, efectúa un cambio en la realidad interna de los elementos. Este término ha de ser considerado como una afirmación del hecho de la presencia de Cristo y del cambio misterioso y radical que se lleva a cabo. En la teología católica contemporánea, este término no es comprendido como indicando ta forma en que se lleva a cabo ese cambio". Otra manera de decir que se trata de la presencia real, sí, pero espiritual, no física.
En esas últimas palabras, encontramos ya la negación o disimulación, cuando menos, de la transubstanciación, como la teología dogmática, infalible e inmutable del Concilio de Trento, la entiende. En la Profesión de Fe Tridentina, que, según la Bulla de Pío IV "INIUNCTUM NOBIS" del 13 de noviembre de 1564, debíamos hacer todos los sacerdotes, se encuentra clara la teología católica, que, según esos teólogos progresistas, no es ya la doctrina de la Iglesia: "Profiteor pariter in Misa offerri Deo verum, proprium et propitiatorium sacrificium, pro vivis et defunctis, atque in sanctissimo Eucharistiae sacramento esse vere, realiter et substantialiter corpus et sanguinem, una cum anima et divinitate Domini Nostri lesu Christi, fierique conversionem totius substantiae panis in corpus et totius substantiae vini in sanguinem, quam conversionem catholica Ecclesia transsubustantiationem apellat. Fateoretiam sub altera tantum specie, totum atque integrum Christum verumque sacramentum sumí". (Confieso del mismo modo que en la Misa se ofrece a Dios un verdadero, propio y satisfactorio sacrificio, por los vivos y por los difuntos, y que, en el Santísimo Sacramento de la Eucaristía, está verdadera, real y substancialmente el cuerpo y la sangre con el alma y la divinidad de Nuestro Señor Jesucristo, y que se hace una conversión de toda la substancia del pan en el cuerpo, y de toda la substancia del vino en la sangre, la cual conversión la Iglesia Católica llama transsubstanciación. Y confieso también que bajo una sola de las especies se recibe a todo e íntegro Cristo y al verdadero sacramento").
Después de estas palabras, no sé cómo los así llamados teólogos católicos hayan podido afirmar en ese documento que "en la teología católica contemporánea —la de la Iglesia montiniana— este término (transsubstanciación) no es comprendido como indicando la forma en que se lleva a cabo ese cambio". He aquí la prueba inequívoca del cambio que el neo-modernismo, la iglesia montiniana, ha querido hacer en los dogmas más importantes y sagrados de nuestra fe católica. El "ecumenismo" de Bea, de Willernards, del Vaticano II, de Juan B. Montini, es la más negra traición a nuestra fe católica; es el trasbordo ideológico a las sectas protestantes.

OTRA VEZ LOS JESUITAS

"Del 2 al 12 de agosto se ha tenido en Lovaina, en el escolasticado de los jesuítas flamencos, la reunión de Fe y Constitución, la más importante comisión del Consejo Ecuménico de las Iglesias. Se ocupa de las cuestiones doctrinales, que están en el corazón del ecumenismo. Su oficio propio ha sido confirmado en Lovaina, y es: 'proclamar la unidad esencial de la Iglesia de Cristo y manifestarla como una necesidad para la misión y la evangelización'. Pero se ha hablado de un cambio de perspectiva en cuanto que la unidad de las Iglesias será considerada en su relación con la unidad de la humanidad, de la que sería como el modelo y el fermento. Es como pasar de la teología a la antropología, de Dios al hombre. Esto puede facilitar la colaboración de las Iglesias, en los campos humanitarios, y la colaboración es un factor de unidad".
¡Este sí que es un trasbordo ideológico, que manifiestamente nos está diciendo el fin del "ecumenismo montiniano"!: "es como pasar de la teología a la antropología, de Dios al hombre". Y, en esta actividad están comprometidos los jesuítas, que graciosamente brindan su casa de formación, para celebrar tan increíble reunión. También en su escolasticado de Woodstock, Maryland, U.S.A., como ya vimos, trabajó, en mayo de este año, la Comisión Mixta Anglicana-Católica, en el espinoso asunto de los ministerios.
No siendo, por ahora, factible, llegar a una transacción en el orden teológico con los "separados", había que buscar un acuerdo, en el orden antropológico, humano. Tal vez esta unión antropológica sirva después para llegar a un entendimiento doctrinal, en el que con ciertas reservas, ciertos cambios, cierta "nueva economía del Evangelio, cierta nueva mentalidad" se pueda llegar a un sincretismo religioso, pacífico, amigable, humano; en el que primero está el hombre y después, sólo después, está Dios. ¡Cómo sería la proposición a discutir, que un teólogo ruso Meyendorff, que presidía la reunión, se mostró contrario a este cambio de perspectiva, que ya había sido propuesto y alabado en la asamblea de Upsala en 1968! "Es verdad que las Iglesias se han de ocupar del hombre y de su bienestar. El designio del Creador comprende a todos los hombres y destina a la Iglesia para el bien de los mismos, aun el material. Pero el orden terrestre no es el cometido específico de la Iglesia y su eficiencia, en aquel campo será siempre limitado. En cambio, la unidad eclesial es un ideal superior y digno de ser querido por sí mismo. La dispersión de los esfuerzos no ayuda a la consecución de la unidad, que debe seguir siendo el fin esencial del Consejo Ecuménico. No conviene dar pretexto al que reproche a los ecumenistas que hacen demasiada política".
Esta advertencia, hecha por un ortodoxo ruso, en el escolasticado de los jesuítas de Lovaina, a los miembros católicos, entre los cuales, sin duda, estarían algunos reverendos de la benemérita Compañía, es en verdad penoso. Es un reproche a ese viraje que los progresistas, guiados y apoyados por el Papa Montini, están empeñados en dar de lo sobrenatural a lo natural, del Creador a las creaturas, de lo eterno a lo temporal. Y, como dijo el ortodoxo ruso, eso es salimos de nuestra misión, de lo que Dios y la Iglesia esperan de nosotros.
"También se ha discutido en Lovaina sobre la ¡ntercomunión, o, como prefiere decir Max Thurian de Taizé, sobre "la hospitalidad eucarística". Esta, en suma, consiste en tomar la participación común en la comunión eucarística como un medio para procurar la unidad cristiana y promoverla más allá de los casos en que ya está autorizada. En estos casos, de hecho, no se quiere directamente promover la unidad, sino procurar un auxilio espiritual a quien no lo puede conseguir de otro modo. Un mes antes, en los primeros días de julio, el cardenal Willebrands, comentando las cartas que se enviaron al papa Paulo VI y al Patriarca Atenágoras, observaba que aun entre los ortodoxos y católicos, que están de acuerdo sobre la doctrina eucarística, la participación del mismo cáliz, escribe, será un acto que expresará y sellará la completa reconciliación entre la Iglesia Católica y la Iglesia ortodoxa: será la señal y la realización de la plena comunión. Este será el gran día". (L'Osservatore Romano). Entre tanto, progrese cada Iglesia hacia la unidad, celebrando la Eucaristía, según la propia tradición. En cuanto a los impacientes, jóvenes u otros, es de desear que su deseo de la comunicación eucarística encienda en ellos el deseo de la fe común".
"El Director de la Comisión Fe y Constitución es el Pastor Lukas Vischer, que mantiene, como su predecesor, el Dr. O. Tomkins, obispo de Bristol, la línea de la búsqueda de la unidad espiritual de los cristianos, y no sólo de una simple federación. Para promover esta unidad ha propuesto la idea de un Concilio universal, que habrían de preparar todas las Iglesias (L'Osservatore Romano, 27 de septiembre 1970). No se trata de una Asamblea ordinaria, como las del Consejo Ecuménico, sino de un verdadero Concilio, esto es, de la reunión de los representantes de toda la cristiandad, unidos entre sí hasta el punto de constituir una comunión, de deliberar juntamente y de tomar decisiones aceptables para todos. Para la preparación cuenta con la acción convergente de grupos interconfesionales, que constituirán entre sí, bajo el influjo del Espíritu Santo, comuniones locales, que multiplicándose e nponiéndose darán por resultado una comunión universal. Lo excelente de esta idea consiste en orientar las actividades locales hacia un fin universal, concreto y atrayente. Pero no faltan las dificultades, que, al menos, los ortodoxos y los católicos no pueden menos de oponer. En Lovaina las expresó Meyendorff: "Un Concilio genuino supone la unidad de fe ya realizada o, al menos, como en Florencia, debe ser convocado para completar tal unidad, deseada ya por las dos partes y que se presenta como un fruto sazonado. ¿Cuándo se dará semejante situación para todas las Iglesias cristianas? Luego los grupos locales, si se quiere evitar la anarquía y nuevas divisiones, deberán conformarse con la ortodoxia de sus iglesias y, para esto, recibir su dirección de alguna jerarquía. No pertenece a la base, como se dice, el gobernar. Cuando se procede de una manera contraria a la institución de Cristo, no es el Espíritu Santo el que guía".
No puedo yo entender todo este movimiento ecumenista, en el que todas las sectas o las iglesias cismáticas han manifestado su inequívoco deseo de permanecer firmes en su propio CREDO, dejándose querer por la Iglesia Católica, que parece la única dispuesta a modificar, silenciar o eliminar sus dogmas, su moral su ligurtia y su misma disciplina. Me temo que por ese camino se cumpla lo que anunciaba el Gran Oriente de Francia: "No es el patíbulo lo que le espera al Papa, sino una proliferación de iglesias locales, en donde, en vez de la unidad, encontremos nuevas e insospechadas divisiones.
Y son los jesuítas de la nueva ola los que principalmente están llevando adelante este movimiento ecuménico de la Iglesia, que vino a paralizar su labor apostólica y las conversiones que de día en día se multiplicaban antes de Juan XXIII, ya que los "separados", viendo la inestabilidad, la inconsistencia, la incredulidad de sus iglesias, infiltradas por judíos, masones y comunistas, buscaban la verdad inmutable de la Iglesia Católica, Apostólica y Romana. Los jesuítas decididamente, apoyados y conducidos por su General, han dado el paso primero, para arrastrar en pos de sí a innumerables religiosos y sacerdotes, cuya futura actuación es fácil ya, desde ahora, de prever. El gran viraje de la Iglesia se debe principalmente al viraje de los jesuítas, de las fuerzas selectas del catolicismo, como ellos mismos se sentían y decían ser.
"La batalla de Teilhard de Chardín apenas ha empezado", escribía Jacques Madaue, al día siguiente del célebre "MONITUM" del Santo Oficio. Los tres años, que desde entonces transcurrieron, comprobaron ampliamente esa predicción. El "MONITUM" decía que las obras de Teilhard de Chardin "plagadas de ambigüedades y de errores tan graves ofenden la doctrina católica". Los teilhardianos organizaron luego la resistencia; sin embargo, siendo, como parecían ser, unos buenos cristianos, no pensaron por entonces atacar de frente a una decisión tan grave de la Santa Sede; se contentaron, por lo pronto, con hacer ineficaz el "MONITUM".
Libros, artículos, conferencias, charlas en la radio y en la televisión: nada se ahorró para convencer al público de la grandeza del pensamiento teilhardiano y de su fundamental ortodoxia; y, al mismo tiempo, todo lo que se escribía contra Teilhard era cuidadosamente ignorado. El silencio es una de las armas más poderosas, que la subversión maneja; cuando se trata de impedir la luz de la verdad, se baja la cortina de hierro. Pero Jacques Madaule dice otra cosa terrible: para él es ésta una batalla, la tercera gran batalla, que dan los jesuítas contra Roma. Las primeras dos las perdieron: la de los ritos chinos y la de Paraguay. Veremos cuál es el resultado de esta su tercera acometida.
Algunos espíritus selectos no parecían inclinarse por esta hipótesis. "¿Es verdad, preguntaba ITINERAIRES en noviembre de 1962, que esta es una batalla de la Compañía de Jesús, en cuanto tal? ¿Es cierto que la Compañía de Jesús corporativamente tiene el propósito de teilhardizar la Iglesia, para atacar así a fondo a la Santa Sede? A nuestro modo de ver esto no puede sostenerse. Hay simplemente algunas apariencias, a veces muy enfadosas".
Es necesario reconocer que las apariencias de entonces, lejos de disiparse, se han agravado, por lo contrario. No solamente los jesuítas franceses han tomado una actitud cada vez más combatiente por Teilhard e Chardin, sino que, con el tiempo, sin ceder un palmo del terreno conquistado, han obtenido lo que quizá nunca pensaron alcanzar: la aprobación total, solemne, entusiasta de la más alta autoridad de su Orden, el Prepósito General Pedro Arrupe, S. J.
El nuevo General de los jesuítas fue elegido el 22 de mayo de 1965. Días después, el 14 de junio, el M.R.P. PEDRO ARRUPE dio una conferencia de prensa. Interrogado sobre el hecho de que, a pesar del "MONITUM" del Santo Oficio, los publicistas y autores católicos exaltan a Teilhard, sin hacer las reservas que se imponen, el Prepósito General recién electo entregó a la prensa una declaración escrita: "Sí hay autores que íncondícionalmente alaban al P. Teilhard, escribió el P. Arrupe, éstos no están entre los jesuitas", como lo demuestran, según él, las dos obras recientes de los Padres Pierre Smulders y Emíle Rídeau, los cuales, "aunque manifiestan toda su simpatía por sus ideas, no dejan de hacer las reservas necesarias sobre muchos puntos ambiguos o erróneos". Sigue un elogio de Teilhard, que no puede menos de ser calificado como tendencioso, tanto que "esas reservas necesarias" apenas si tienen lugar al lado de esas alabanzas: "es, dice el General, uno de los grandes maestros del pensamiento del mundo moderno", que ofrece a nuestros tiempos un mensaje, cuya riqueza no puede ser desconocida y que, de hecho, ejerce una influencia muy benéfica en los medios científicos, cristianos y no cristianos; además, por su profunda espiritualidad, es un verdadero hijo de San Ignacio, a pesar de las ambigüedades y errores, que en él se encuentran y que "ciertamente él nunca hubiera querido, porque él deseaba permanecer siempre absolutamente fiel a las enseñanzas de la Iglesia". "Sus esfuerzos, continúa el P. Arrupe, se sitúan exactamente en la linea de apostolado de la Compañía de Jesús".
No hay por qué admirarse del grito de triunfo que brotó de todos los teilhardistas con estas declaraciones. Era natural; el nuevo General de los Jesuítas, el papa negro, había tomado la defensa de su ídolo; se había puesto a la cabeza de los seguidores de Teilhard; se había declarado el más importante y destacado exponente del nuevo movimiento. Una pieza importantísima estaba actuando en el tablero. Sin embargo, no era, ni es tan simple, como parece, a pesar de una toma de posición tan claramente declarada. Los juegos de ingenio no son todavía realidades. iEI tiempo lo dirá!
Teilhard fue siempre un jesuíta peligroso y difícil. A su muerte en Nueva York, el día de Pascua de 1955, él era un exiliado, en el sentido literal de la palabra. El año anterior, había obtenido el permiso de pasar el verano en Francia, a donde llegó a principios de junio. Tuvo entonces la idea de contestar al pequeño ensayo de Jean Rostand "Ce que je crois" y para hacerlo pidió la autorización de Roma, exponiendo las líneas principales de su proyecto. Recibió la respuesta el 31 de julio: "Prohibición de publicar y orden de regresar luego a América". El 5 de agosto dejó Francia para no regresar nunca a ella.
El P. Teilhard de Chardin no era un jesuíta fácil para sus superiores, no porque careciese de sumisión aparente, sino porque, en materia de religión, tenía lo que Bossuet llamaba "opiniones particulares", que él a toda costa trataba de difundir. El alejamiento era el único medio, que podía impedir a este jesuíta el hablar y escribir aquellas elucubraciones no tan apropiadas al buen nombre de la Compañía. Lo malo estaba en que la línea de conducta adoptada había tenido resultados exactamente opuestos a los que se pretendían. Después de una nota sobre "el pecado original", que en 1924 había alarmado a Roma, se había enviado a Teilhard de nuevo a China, para que sus desviaciones hiciesen menos escándalo. Teilhard quería permanecer en Francia, porque allí pertenecía él a la sinarquía y a otros grupos esotéricos, y, porque sus relaciones femeninas también se hallaban allí. El sinántropo lo puso de nuevo en plena luz. Regresó a París con bastante frecuencia y aprovechó esas, a veces largas estancias en la Ciudad Luz, para poder asegurar allí sus contactos útiles. Es verdad que, con pocas excepciones no tenía permiso para publicar sino trabajos científicos. Algunos ensayos de filosofía y religión que, no obstante las prohibiciones escribió, las hizo circular profusamente en copias mimiografiadas. Sin embargo, la difusión no parecía haberse extendido lo suficiente para llenar las aspiraciones y el programa del autor. Pero, el secreto mismo ayudaba al prestigio de sus ideas, que se propagaban de boca en boca, sin que nadie puediera refutarlas por falta de textos. Así vino a convertirse en un mártir, doblemente ejemplar, por las audacias dé su pensamiento y por su humildad y aparente sumisión a los rigores de una nueva Inquisición.
Sus superiores creyeron que su muerte pondría un término a los problemas, que sin cesar, durante treinta años se habían originado por el caso Teilhard. Estaban equivocados. Persuadido de que debía aparentar sumisión, para proseguir su labor de proselitismo, Teilhard tuvo cuidado de poner en manos ajenas a la Compañía, en manos femeninas, sus escritos, para su publicación postuma. El problema del teilhardianismo, que tanto había de dañar a las inteligencias superiores, apenas comenzó el día de su muerte. Ahora, apoyando mis puntos de vista en el P. David Núñez, ampliamente conocido en el mundo católico, voy a tratar el último capítulo de este libro.

NUESTRA OBEDIENCIA Y RESPETO RELIGIOSO AL PAPA Y A LOS OBISPOS

Son muchos los católicos sinceros, que ante la carencia del ejercicio de su autoridad en las jerarquías eclesiásticas, incluyendo en ellas al mismo Papa, para reprimir la herejía que cunde, abiertamente o solapadamente, en la Iglesia, fomentando no solamente la confusión, sino la defección de muchísimas almas, sacerdotes y fietes, se preguntan con ansiedad si la autoridad ha claudicado y, unida al enemigo, conspira, consciente o inconscientemente, en la destrucción de la Iglesia. Y, ante esta tangible crisis de la autoridad, todos se preguntan ¿hasta dónde estamos obligados los súbditos a obedecer a los que mandan, cuando ellos se abstienen de mandar, cuando imponen reformas que están mudando totalmente las estructuras de la Iglesia, cuando soslayan la difusión de los más graves y evidentes errores, cuando, abusando de su autoridad, impiden la legítima defensa de la verdad, cuando ponen los divinos misterios en las manos profanas, cuando toleran y respaldan esa obra nefanda de corrupción espiritual y moral de los jóvenes seminaristas, los futuros pastores de las almas?
Porque no nos vengan a decir que todo esto sucede a espaldas de la jerarquía; que el Papa y los obispos y los sacerdotes, que ejercen el cargo de superiores ignoran el mal y son ajenos a su difusión. No; esto es mentira. Bien saben ellos lo que está ocurriendo aquí y en todos los países; bien saben que el famoso "CATECISMO HOLANDES", a pesar de las gravísimas denuncias que sobre él se han hecho en el Santo Oficio y en todas partes del mundo, sigue circulando y sigue envenenando a los seminaristas, a los fieles y a muchísimos sacerdotes. Y, lo más incomprensible es que las ediciones traigan el "imprimatur" de nuestros jerarcas; bien saben las satánicas profanaciones que, a título de experimento, se están haciendo diariamente en nuestros templos, en la celebración de los misterios sagrados. ¿Ignora Su Eminencia el Cardenal Primado que en la iglesia de Loreto, los domingos, después de la "misa de la juventud", llena de novedades, el P. Luis invita a los jóvenes (drogadictos, pandilleros, etc. etc) a que se diviertan bailando en la casa de Dios?
¿Tiene la sumisión y la obediencia —también al Papa— algunos límites, más allá de los cuales no podemos, no debemos obedecer? La pregunta es clara, es categórica; pero, antes de responder, haremos algunas aclaraciones:
1) La obediencia no es la suprema virtud de la vida cristiana; sobre la obediencia están las virtudes teologales: la fe, la esperanza y la caridad. Dice a este propósito Santo Tomás: "Así como el pecado consiste en que el hombre se apegue a los bienes mutables, con desprecio de Dios; así el mérito de los actos virtuosos consiste en que el hombre, despreciando los bienes creados, se una a Dios como a su fin. Mas, el fin es mejor que los medios a él conducentes. .. aquellas virtudes, por las cuales nos unimos a Dios, es decir, l^s teologales son más excelentes que las virtudes morales (como la obediencia), por las cuales se desprecia algo terrestre para unirse a Dios". (Cuestión CIV a. III).
2) La obediencia, en tanto es virtud, en tanto es meritoria, en tanto es laudable, en cuanto se funda y nace de la fe, se nutre en la fe y termina en la caridad. Una obediencia por temor, por conveniencia, por simple rutina, no es virtud, es cobardía, es entreguismo, es falta de visión y de talento.
3) La obediencia solamente se debe al superior LEGITIMO, porque sólo éste tiene las veces de Dios, la autoridad de Dios, de "quien toda paternidad desciende", como dice San Pablo. A un superior ilegítimo no se debe obedecer.
4) Sobre la obediencia a los hombres debe estar siempre la obediencia a Dios, porque la autoridad de los hombres se funda en Dios, representa a Dios, mientras no se aparte, mientras no contradiga la autoridad de Dios.
5) La autoridad de un superior humano, cualquiera que ésta sea, no es nunca absoluta, ni independiente, ni ilimitada. A este propósito dice Santo Tomás: "el hombre está sometido a Dios en absoluto, en cuanto a todas las cosas, ya interiores, ya exteriores, y, por lo tanto, en todas está obligado a obedecerle; mas los súbditos no están sometidos a sus superiores en todas las cosas, sino determinativamente, acerca de algunas, respecto de las cuales los superiores son intermediarios entre Dios y los súbditos; mas, respecto de las otras cosas, están sometidos inmediatamente a Dios, por quien son instruidos mediante la ley natural o la ley positiva, (la conciencia).
6) Al dar Dios la autoridad al hombre que lo representa, (eclesiásticos o civiles) no los libra, por eso, de su condición humana de ignorantes y pecadores; de donde se sigue que, de buena o de mala fe, los superiores puedan mandar lo que es en sí malo, o porque contradice la ley de Dios, o porque contradice los legítimos derechos que Dios ha dado al hombre y que son inalienables, o porque son esas disposiciones contrarias al bien común, que todo superior debe buscar en su gobierno. De aquí se sigue que la obediencia que debemos a Dios es siempre absoluta, porque El nunca puede mandar el error o el mal; pero la obediencia a los hombres es siempre condicionada al mandato que se da y a la legitimidad de la autoridad humana que la da.
7) La autoridad eclesiástica, que manda, en un caso algo contrario a la voluntad de Dios, a los derechos inalienables que Dios nos ha dado o al bien común, aunque, en ese específico mandato, no tenga autoridad para mandar, no por eso podemos decir que ha perdido toda su autoridad y para siempre. Sería un mal superior, pero no por eso dejaría de ser superior.
8) Es distinto el caso, cuando el superior eclesiástico —siempre en la hipótesis de que haya sido legítimamente elegido— incurre en la herejía o se aparta manifiestamente de la voluntad de Dios, ya que entonces perdería totalmente su autoridad y para siempre, aunque no fuera sino una sola verdad de la fe la que en su mandato ha negado, porque el que niega una verdad de fe, niega toda la fe. La fe es una (Efes. IV, 5), ya que todas nuestras creencias (todas y cada una) se fundan en la misma autoridad de Dios revelante. La fe es, ya lo dijimos, el principio, la raíz, el fundamento, en que se basa toda autoridad, y así como quitando el fundamento cae por tierra el edificio, así sucede con la autoridad religiosa, cuando ella misma ha removido, por su negación a una verdad de fe, el mismo fundamento en que se apoyaba y sostenía su autoridad. El que, con palabras o con hechos niega la fe, es hereje y, por lo tanto, queda fuera de la Iglesia y, por tanto, no puede ser cabeza o autcfidad en la Iglesia el que está fuera de Ella.
9) Así como la ley, la autoridad humana está o debe estar siempre ordenada al bien común, de la sociedad a la que rige. El bien común de la Iglesia, por su universalidad y por sus consecuencias, es, a no dudarlo, la fe y todo lo que a ella conduce, favorece, conserva y alimenta. La fe es el bien supremo, ya que de ella depende esencialmente y como condición "sine que non" la salvación de todas las almas, que forman la comunión de la Iglesia: "EL QUE CREYERE, SE SALVARA; EL QUE NO CREYERE, SE CONDENARA". (Marc. XVI, 16). Hay otros bienes en la Iglesia que no corresponden propiamente a la fe, pero están conexos con ella y deben guardarse en la debida proporción, porque son como los puntales que la sostienen y conservan en toda su pureza e integridad.
10) La primera, pues, la más grave obligación de la jerarquía y especialmente del Papa es la de enseñar esa verdadera y única fe y vigilar para que nadie la corrompa. Descuidar este deber o no poner los medios necesarios para cumplirlo es no sólo perder su autoridad, sino faltar gravemente contra la fe, ya que la autoridad que tienen, instituida por Jesucristo N. S., está ordenada a la conservación y difusión de la Iglesia, que, sin la verdadera fe, no puede darse. En vez de cumplir esas jerarquías su deber, lo contradicen. Ante el error contra la fe, una actitud pasiva de la jerarquía es gravemente pecaminosa y este pecado es contra la virtud de la religión. La autoridad de la Iglesia, como de cualquier otra autoridad, está en función de servicio, el cual consiste no en destruir, sino en administrar el tesoro de la sociedad que les ha sido confiada, en el caso: la fe de la Iglesia.
11) CORRELACION DE DERECHOS ENTRE LOS SUPERIORES Y LOS SUBDITOS. Téngase en cuenta que los derechos y obligaciones, tanto en el superior como en el subdito, son correlativos, de suyo, graves. Lo primero implica que con la misma fuerza que puede el superior "EXIGIR" al súbdito obediencia, cuando le enseña la verdadera fe; puede también el súbdito "EXIGIR" al superior, pues tiene derecho a que le dé esa fe junto con todo lo que la favorezca; y le prevenga o corrija contra todo lo que la empañe, la manche o extinga. Y, cuando, como ahora, el superior conoce casos clarísimos de alguno o de algunos de sus súbditos, que públicamente niegan alguna verdad de fe o la deforman, y no se esfuerza por corregir al delincuente, sobre todo si es sacerdote, como, por desgracia, también estamos viendo ahora, el superior comete un gravísimo pecado de injusticia para con los demás súbditos suyos, porque falta a la más grande obligación que para ello tiene; y peca también contra la caridad para con el mismo delincuente, porque no le procura el bien que debe procurarle. Y si esta tolerancia al error y al pecado es permanente, es habitual en el superior, éste pierde su autoridad, porque su proceder, que es complicidad, es negativo y nocivo a la sociedad que preside. El no ejercer la debida autoridad de una manera sistemática es suprimirla, es abdicar de ella; y sociedad sin autoridad va inevitablemente a la ruina.
12) Aplicando esta sana doctrina a las circunstancias actuales, nos encontramos con muchos obispos, cardenales y el mismo Papa como está acontenciendo ahora en todo el mundo, (por que el mal viene de la cabeza), por una parte reprenden, censuran y aún prohiben que se predique íntegramente la fe antigua, la fe de siempre, la fe recibida por tradición o por el mismo Evangelio de los Apóstoles y de Jesucristo; y, por otra parte, permiten que se multipliquen y se propaguen por escrito o de palabra los errores contra la fe más absurdos, aún en los mismos Seminarios; autorizan las supresiones de imágenes y devociones del pueblo cristiano, (santas y benéficas devociones, aprobadas, recomendadas y aun mandadas por la Iglesia); favorecen la disolución callando, quizá manifiesta u ocultamente alentando o, tal vez, positivamente aprobando a los que la propagan; bendicen a los innovadores y sus novedades, aun cuando la experiencia muestre que son perniciosas para la fe del pueblo; tal vez trafican con la fe, y la falsean o permiten que se falsee tanto la fe, como la Palabra de Dios, la teología y la filosofía católicas, las verdades de derecho natural, etc. etc., en ese caso, ante la evidencia de estas condescendencias y aprobaciones de los errores y de las herejías, cabe preguntarnos: ¿está el pueblo católico obligado a reconocer en esas personas la autoridad legítima de la Iglesia? ¿está obligado a obedecerlos? o, por lo contrario ¿no sólo puede desobedecerles, sino resistirles?
13) En toda sociedad hay un tácito cuasi contrato de rigurosa justicia entre el que manda y los que obedecen, en virtud del cual cada uno se obliga respecto del otro a cumplir su propia obligación: el súbdito a obedecer los justos mandatos del superior, respetando y guardando con eso, prácticamente, su derecho a mandar; pero también el superior se obliga a tutelar sobre todo los derechos esenciales del súbdito, aunque sea arriesgando el propio interés y bienestar, y, si el caso lo pidiere, la misma vida. Y ¿qué bien y qué derecho más esencial en la Iglesia puede darse entre súbditos y superiores que la fe, para que cada uno cumpla con su deber?
14) Pero, aun prescindiendo de esta consideración y de todas las otras razones dadas y por dar, mirando el asunto desde el punto de vista meramente canónico, es también de suma gravedad, por las penas canónicas en que incurrirían los jerarcas de la Iglesia por abandonar la defensa de la fe. Veámoslo, aunque no sea sino de paso.

El Canon 336 dice: "Procurarán también los obispos que se conserve la pureza de la fe y de las costumbres en el clero y en el pueblo". Obligación gravísima, puesto que atañe nada menos que al fin ESENCIAL de la Iglesia, la salvación de las almas.
Y el Canon 1325 añade: "Los fieles cristianos (y a fortiori los obispos) estas obligados a confesar públicamente la fe SIEMPRE QUE SU SILENCIO, tergiversación o MANERA DE OBRAR llevare consigo negación simplemente de la fe, DESPRECIO DE LA RELIGION, OFENSA DE DIOS O ESCANDALO DEL PUEBLO".
Finalmente, el Canon 2316 dice: "Es sospechoso de herejía el que espontáneamente y a sabiendas ayuda DE CUALQUIER MODO A LA PROPAGACION DE LA HEREJIA".
Veamos ahora la aplicación de estos cánones a las circunstancias actuales. ¿Cuántas de esas delincuencias lleva consigo el silencio de las Jerarquías? Porque los obispos tienen obligación gravísima de hablar cuando se ataca pública y descaradamente la religión o sea la fe, la moral, la liturgia (can. 336); están obligados a confesar públicamente la fe siempre que SU SILENCIO O MANERA DE OBRAR ceda en desprecio de la religión, ofensa de Dios o escándalo del prójimo (Can. 1325, 1); son sospechosos de herejía si espontáneamente y a sabiendas AYUDAN DE CUALQUIER MODO A LA PROPAGACION DE LA HEREJIA" (Can. 2316).
Y ahora preguntamos: En casos, como el presente, el silencio de las autoridades religiosas y la manera de obrar de las mismas ¿no lleva consigo DESPRECIO DE LA RELIGION, OFENSA DE DIOS Y ESCANDALO DEL PUEBLO? ¡Evidentísimo! Y, si asi es ¿no es un MODO, y bien eficaz, por cierto, de PROPAGAR LA HEREJIA O DEJAR QUE SE PROPAGUE, a causa del SILENCIO que guardan? ¿No cede ese modo de proceder en DESPRECIO DE LA RELIGION Y ESCANDALO DEL PUEBLO? Por los frutos que ese escandaloso silencio está produciendo lo podemos juzgar.
Por eso audazmente nos atrevemos a decir que el principal culpable (a nuestro parecer; no sabemos a los ojos de Dios), el principal culpable de toda esta marejada existente en la Iglesia es su Cabeza visible, es JUAN B. MONTINI. Porque, con frecuencia habla maravillosamente, sí; pero, a pesar de haber sido más de una vez, extremosa e increíblemente audaz en otras muchas cosas, si no atañentes formalmente a la fe propiamente dicha (de lo cual tenemos razones para dudar), sí al filo con ella, para modificarlas en sentido peroyativo. En el caso de la Misa, yo no veo que haya manera de exonerar a Paulo VI de una claudicación en la fe, para complacer a los herejes y establecer su soñado "ecumenismo".
Abusando increíblemente de su autoridad —que no ejerce como debe y todo el sano pueblo católico reclama a gritos— él deja correr las cosas a la chita callando, como si lo hiciera expresamente para que los herejes se envalentonen cada vez más, las verdades de la fe, incluso las más fundamentales, como la existencia de Dios, la divinidad de Jesucristo, la autenticidad y divina inspiración de las Sagradas Escrituras etc. etc., se nieguen o se pongan públicamente en duda, con gravísimo escándalo de todo el pueblo verdaderamente católico, que se halla confundido, desorientado, perplejo y derrotado y asqueado de tanta lenidad o cobardía o traición o lo que sea, que Dios lo sabe, sin que a esos herejes se les arroje de la Iglesia, fulminando sobre ellos la excomunión, el anatema, sobre todo, sabiendo, como se sabe, por confesión propia, como en el caso de Teilhard, que se quedan dentro de la Iglesia, para demolerla. ¿Quién es, pues, el principal demoledor de la Iglesia, sino el que, pudiendo y DEBIENDO, con obligación suprema, cumplir los cánones 336, 1325 y 2316, dejaque lascosas sigan corriendo, desmoronándose y perdiéndose la fe, juntamente con las almas?
Nos duele en el alma tener que decir estas cosas; pero las hemos tenido tanto tiempo calladas, nada más por el respeto religioso que se debe al legítimo Vicario de Cristo, que ya no podemos silenciar más nuestra conciencia. PARA MI JUAN B. MONTINI NO ES UN LEGITIMO PAPA y esta afirmación quizás signifique la salvación de la Iglesia y de la fe de muchas almas.

No hay comentarios: