A Decio, muerto frente a los bárbaros que rompían por el Danubio las fronteras del Imperio, sucede Galo, otro nombre vacío en la serie de emperadores del siglo III. La muerte del perseguidor volvió la paz a la Iglesia; muy pronto, sin embargo, un terrible azote, que periódicamente diezmaba la población del Imperio, descargó nuevamente sobre él. La peste invadió el orbe romano, haciendo estragos no comparables a la más desastrosa batalla en las fronteras del Rhin, del Danubio o de Persia. Al sentir crujir el Imperio, las gentes sentían que el mundo se derruía. Los cristianos viven bajo la impresión del fin de los tiempos; los paganos no saben, desesperanzados, a dónde volver los ojos. A lo más, a los cristianos mismos, para culparles de todas las calamidades de que era víctima el mundo. Así lo propalaba a ladridos Demetriano, personaje de consideración en Cartago, a quien por fin, tras larga paciencia y silencio, se decide San Cipriano a taparle la boca con el interesante tratado Ad Demetrianum. Si estallan con más frecuencia las guerras, si la peste y el hambre hacen estragos, si un cielo de plomo niega por largo tiempo su agua a la tierra, a los cristianos hay que imputárselo. Los cristianos tienen la culpa de que todo disminuya en el mundo. San Cipriano opina que la culpa está en la vejez misma del mundo.
Como quiera que fuera, el sentimiento de que la paz devuelta a la Iglesia no podía ser muy duradera, dominaba el alma del gran obispo, y, naturalmente, de ese sentimiento habían de participar sus colegas africanos y el pueblo fiel entero. De ahí estas dos cartas, de singular importancia: la LVII, en que los cuarenta y un obispos reunidos en Cartago, bajo la presidencia de San Cipriano, dan cuenta al papa Cornelio de la resolución tomada de acortan el plazo de penitencia para la reintegración de los lapsi, y la LVIII, a los habitantes de Thibaris, preparándolos para la inminente lucha en que habrán de verse los cristianos y excusándose de no visitarlos personalmente por la urgencia de los asuntos que tiene que resolver en Cartago, con miras indudablemente a la próxima persecución. Ambas cartas se reproducen aquí por lo que tienen de documento de aquellos días de fiebre de martirio. La primera (LVII), nos vuelve por última vez a la persecución de Decio, cuyos rastros trata definitivamente de borrar; la segunda, nos da la mejor idea de lo que debía de ser entonces la preparación para el martirio. Porque no bastaba ser cristianos; había que estar siempre preparados para ser mártires.
CARTA LVII
Cipriano, Liberal, Qaldonio, Nicomedes, Cecilio, Junio, Marrucio, Félix, Suceso, Faustino, Fortunato, Víctor, Saturnino, otro Saturnino, Rogaciano, Tertulo, Luciano, Sacio, Secundino, otro Saturnino, Eutiques, Ampio, otro Saturnino, Aurelio, Prisco, Herculáneo, Victórico, Quinto, Honorato, Mantaneo, Hortensiano, Veriano, Jambo, Donato, Pomponio, Policarpo, Demetrio, otro Donato, Privaciano, Fortunato, Rogato y Mónulo, a su hermano Cornelio, salud.
I. 1. Habíamos de primero, hermano carísimo, después de deliberar entre nosotros, tomado la decisión de que los que en el estrago de la persecución habían sido derribados por el enemigo, cayeron y se mancharon con ilícitos sacrificios, hicieran por largo tiempo penitencia completa, y sólo en caso de enfermedad, de amenazar golpe de muerte, recibieran la paz. Y, efectivamente, no era lícito por ley divina, ni consentía la piedad paterna y la clemencia de Dios, cerrar la Iglesia a los que llamaban a ella, y a los que con dolor nos lo suplicaban negarles el auxilio de la saludable esperanza, de suerte que salieran de este mundo sin el despacho de la comunión y paz para ir al Señor, siendo así que el mismo Señor permitió, y aun de ello puso ley, que cuanto se atare en la tierra quede atado en el cielo y cuanto en la tierra desatara la Iglesia podía ser desatado en el cielo.
2. Mas como veamos acercarse otro día de nueva devastación, y con incesantes visiones seamos amonestados a estar armados y preparados para la lucha a que el enemigo nos provoca, bien es que también aprestemos con nuestras exhortaciones al pueblo que la divina dignación nos ha confiado, y a todos los soldados de Cristo, sin excepción ninguna, que desean armas y piden batalla, los recojamos dentro de los campamentos del Señor. Así, pues, hémos determinado, por apremio de las circunstancias, que a todos aquellos que no se apartaron de la Iglesia y no cesaron de hacer penitencia, lamentarse y suplicar al Señor desde el día primero de su caída, se les ha de dar la paz y que es preciso armarlos y prepararlos para la batalla que está inminente.
II. 1. Debemos, en efecto, obedecer a las manifestaciones y advertimientos justos, por los que se nos avisa que los pastores no abandonen en el peligro a sus ovejas, sino que todo el rebaño se recoja en un solo aprisco y el ejército del Señor se arme para el combate de la celeste milicia. Razón había para dilatar por largo tiempo la penitencia de los que se dolían de su culpa, con la limitación de socorrer a los enfermos, cuando dábamos por segura la quietud y tranquilidad que permitían diferir a largo plazo las lágrimas de los que lloraban y socorrer tardíamente en su enfermedad a los que iban a morir.
2. Mas, a la verdad, ahora la paz no es necesaria a los enfermos, sino a los fuertes, ni hemos de dar la comunión con la Iglesia a los que mueren, sino a los que viven, de suerte que a quienes excitamos y exhortamos a la batalla no los dejemos inermes y desnudos, sino protegidos por la sangre y el cuerpo de Cristo; y pues la Eucaristía se consagra para ser tutela y defensa de los que la reciben, a los que queremos estén seguros contra el ataque del enemigo armémoslos con el escudo de la hartura del Señor. Pues ¿con qué derecho les enseñamos o provocamos a que en la confesión del nombre de cristianos estén prontos a derramar su sangre, si cuando van a entrar en la milicia les negamos la sangre de Cristo? ¿Y cómo los hacemos aptos para beber el cáliz del martirio, si no los admitimos primero, por derecho de comunión, a beber en la Iglesia el cáliz del Señor?
III. 1. Diferencia debe haber, hermano carísimo, entre los que apostataron y, vueltos al siglo a que habían renunciado, viven a la manera de gentiles o se pasaron como tránsfugas a los herejes y toman a diario contra la Iglesia armas parricidas, y entre aquellos que, sin apartarse del umbral de la Iglesia, no cesan de implorar con dolor los divinos y paternos consuelos y se declaran preparados para la lucha de ahora y prometen mantenerse firmes y combatir valerosamente por el nombre de su Señor y por su propia salvación.
2. En el tiempo en que estamos, no damos la paz a los que duermen, sino a los que velan; no damos la paz al regalo, sino a las armas; no damos la paz para el descanso, sino para la batalla. Si, conforme a lo que de ellos oímos y nosotros deseamos y creemos, se mantienen valerosamente firmes y derrotan, junto a nosotros, al adversario al enfrentarnos con él, no nos penará haber dado la paz a tan valientes soldados; antes bien, honor será y gloria grande de nuestro episcopado haber dado la paz a mártires, de suerte que los obispos, que diariamente celebramos los sacrificios de Dios, le preparemos hostias y víctimas a Dios. Si, por lo contrario, lo que Dios no permita en nuestros hermanos, alguno de los caídos nos engañare, pidiendo la paz astutamente y recibiendo la comunión con la Iglesia sin intención de pelear en la batalla inminente, sepa que a sí mismo se engaña y burla, pues una cosa oculta en el corazón y otra pronuncia con la boca. Nosotros, en la medida en que se nos concede mirar y juzgar, vemos la cara de cada uno, pero no podemos escudriñar el corazón ni penetrar en la mente. Del corazón y la mente juzga Aquel que es escudriñador y conocedor de lo oculto y que ha de venir pronto y juzgará de lo arcano y secreto del corazón. Ahora bien, los malos no deben dañar a los buenos, sino más bien ser ayudados los malos de los buenos. Y por tanto, no puede ser razón para negar la paz a los que han de sufir el martirio el hecho de que algunos han de renegar la fe, pues lo cierto es que debemos dar la paz a todos los que han de ir a la guerra, no sea que, por ignorancia, sea cabalmente preferido el que ha de ser coronado.
IV. 1. Y nadie diga: "El que sufre el martirio se bautiza con su propia sangre, y no es necesaria la paz que haya de darle el obispo a quien va a tener la paz de su propia gloria y ha de recibir mayor premio de la dignación del Señor."
2. Pues, en primer lugar, no puede ser apto para el martirio quien no es armado por la Iglesia para la batalla, y desfallece el alma a la que la recepción de la Eucaristía no levanta y enciende. El Señor, en efecto, dice en su Evangelio: Cuando os entregaren, no penséis lo que habéis de hablar; pues en aquel momento se os dará lo que habléis. Porque no sois vosotros los que habláis, sino el Espíritu de vuestro Padre el que habla en vosotros (Mt. X, 19-20). Si, pues, dice el Señor que en los que han sido entregados y confiesan su nombre habla el Espíritu del Padre, ¿cómo puede estar preparado y ser apto para la confesión de la fe quien, recibida la paz, no haya recibido ese mismo Espíritu del Padre que es el que, fortaleciendo a sus siervos, habla y confiesa la fe en nosotros?
3. Además, si dejando el cristiano todas sus cosas huyere y, metido en sus escondrijos o errante por las soledades, cayere acaso en manos de salteadores o muriese de fiebre y agotamiento, ¿acaso no se nos imputará a nosotros que un soldado tan excelente, que lo abandonó todo y, despreciada casa, padres o hijos, prefirió a todo seguir a su Señor, haya muerto sin la paz y comunión con la Iglesia? ¿Acaso en el día del juicio- no se nos tachará, o de perezosa negligencia o de dureza cruel, porque no tratamos, como pastores, de cuidar en la paz las ovejas confiadas ni de armarlas en la guerra?
4. ¿No nos echará en cara el Señor lo que por su profeta dice clamando: Consumís la leche y os cubrís con la lana de las ovejas y matáis las cebadas; pero no apacentáis mis ovejas, ni robustecisteis a las flacas, ni cuidasteis a las enfermas, ni vendasteis a las pernirrotas, ni buscasteis a las errantes; a las fuertes, en cambio, las rendísteis de fatiga. Y se dispersaron mis ovejas por no tener pastores, y vinieron a ser presa de todas las fieras del campo y no hubo quien las fuera a buscar y redujera a buen camino. Por lo tanto, esto dice el Señor: He aquí que yo voy a caer sobre los pastores, y requeriré mis ovejas de las manos de ellos y las apartaré, para que no apacienten ellos mis ovejas. Y ya no las apacentarán más y sacaré a mis ovejas de la boca de ellos, y yo las apacentaré con juicio? (Ez. XXXIV, 3-6; 10-16).
V. 1. Así, pues, para que el Señor no nos reclame las ovejas que nos ha encomendado de una boca con que negamos la paz, con que ponemos delante antes la dureza de la humana crueldad que de la divina piedad paterna, nos ha parecido conveniente, por inspiración del Espíritu Santo y admonición del Señor en muchas y manifiestas visiones, puesto que se nos anuncia y manifiesta el inminente ataque del enemigo, recoger dentro del campamento a los soldados de Cristo y, examinados uno a uno los casos, dar la paz a los caídos, o más bien armas a los que van a salir al combate. Y creemos que esta decisión ha de ser acogida con agrado por parte vuestra, habida consideración a la misericordia de Dios Padre.
2. Ahora bien, si alguno de nuestros compañeros opina que, aun estando inminente el combate, no se debe dar la paz a nuestros hermanos y hermanas, él dará cuenta al Señor en el día del juicio o de su inoportuna severidad o de su inhumana dureza. Nosotros, según decía, con nuestra fidelidad, caridad y solicitud, hemos declarado lo que había en nuestra conciencia: que se nos manifiesta a menudo de parte de Dios, y por la providencia y misericordia del Señor frecuentemente se nos avisa, que el día del combate está próximo, que el enemigo se va a levantar muy pronto violento contra nosotros y que esta lucha será más grave y dura que la pasada. Los que en Él confiamos podemos estar seguros de su ayuda y piedad, pues quien en la paz anuncia a sus soldados la lucha por venir, El dará a los que pelean la victoria en el combate. Te deseamos, hermano amadísimo, que goces siempre de buena salud.
CARTA LVIII
Cipriano, al pueblo de Thibaris, salud.
I. 1 Había pensado, amadísimos hermanos, y ardientemente lo deseaba, de permitirlo la situación de mis asuntos y la condición de los tiempos, ir yo mismo a visitaros, conforme a vuestros deseos frecuentemente expresados y, personalmente ahí, fortalecer a toda la congregación de hermanos con mi exhortación, por mediocre que ella fuere. Mas como aquí me detienen asuntos urgentes y no me es posible alejarme de aquí por largo viaje ni estar por mucho tiempo ausente del pueblo a cuyo frente nos ha puesto la divina indulgencia, os envío la presente carta que haga mis veces con vosotros.
2. Pues como quiera que el Señor se digna frecuentemente incitarnos y advertirnos, creemos un deber nuestro llevar también a vosotros la solicitud de nuestro advertimiento. Debéis, en efecto, saber y creer y tener por cierto que el día de la tribulación se cierne ya sobre nuestras cabezas y que está llegando el ocaso del mundo y el tiempo del anticristo, a fin de estar todos en pie preparados para la guerra, y no admitamos otro pensamiento que el de la gloria de la vida eterna y de la corona de la confesión del Señor. Y no nos imaginemos que lo que va a venir se asemejará a lo pasado. La lucha que está inminente será más dura y feroz, y a ella deben prepararse los soldados de Cristo con fe incorruptible y valor denodado, considerando que, si cada día beben el cáliz de la sangre de Cristo, es para que también ellos estén prontos a derramar su sangre por Cristo.
3. Querer ser hallado en Cristo significa justamente imitar lo que Cristo enseñó e hizo, según lo dice el apóstol Juan: El que dice que permanece en Cristo debe, conforme Cristo anduvo, andar también él (lo. 2, 6). Por modo semejante nos exhorta el apóstol Pablo y nos enseña diciendo: Somos hijos de Dios; mas si somos hijos, somos también herederos de Dios y coherederos con Cristo, a condición de que con Él padezcamos para ser con Él glorificados (Rom. VIII, 16-17).
II. 1. Todas estas verdades son ahora de considerar para nosotros, a fin de que nadie desee cosa alguna de un mundo que se está muriendo, sino que todos sigamos a Cristo, que no sólo vive para siempre, sino que da la vida a sus siervos que mantienen la fidelidad a su nombre. Está, efectivamente, llegando, hermanos amadísimos, aquel tiempo que ya predijera un día el Señor, y nos avisó que había de venir, diciendo: Vendrá una hora en que todo el que os quitare la vida piense que hace un servicio a Dios. Mas esto lo harán porque no conocieron al Padre ni me conocieron tampoco a mí. Pero yo os he hablado de estas cosas para que cuando llegue la hora os acordéis de que yo os lo dije (lo. XVI, 2-4).
2. Y no se maraville nadie de que nos fatiguen constantes persecuciones, y angustiosas tribulaciones nos apremien a cada momento, pues de antemano predijo el Señor que todo esto había de ocurrir en los últimos tiempos y Él instruyó nuestra milicia con el magisterio y exhortación de su palabra. Pedro otrosí, apóstol suyo, nos enseña que las persecuciones vienen para prueba nuestra y para unirnos también nosotros por la muerte y sufrimientos al amor de Dios, siguiendo el justo ejemplo de los justos que nos han precedido. Y así dice él en su carta: Amadísimos, no os admiréis del incendio que se ha levantado entre vosotros, que sucede para prueba vuestra, ni os desaniméis como si os sucediera algo sorprendente; antes bien, siempre que toméis parte en los sufrimientos de Cristo, alegraos por todo, a fin de que en la revelación de su gloria, vuestra alegría sea jubilosa. Si se os insulta en el nombre de Cristo, bienaventurados de vosotros, pues el nombre de la majestad y del poder de Dios reposa sobre vosotros; nombre que para ellos es objeto de blasfemia, mas para nosotros honor (1 Petr. IV, 12-14).
3. Ahora bien, los apóstoles nos enseñaron de los preceptos del Señor y de los mandamientos celestes lo que ellos también aprendieron, corroborándonos por otra parte el «Señor cuando nos dice: Nadie hay que deje casa, o campo, o madres, o hermanos, o mujer, o hijos, por el reino de Dios, y no reciba siete veces tanto en este tiempo y en el siglo venidero la vida eterna (Lc. XVIII, 29-30). Y otra vez: Bienaventurados —dice— seréis cuando los hombres os aborrecieren y os expulsaren y maldijeren vuestro nombre, como cosa mala, por causa del Hijo del hombre. Alegraos en aquel día y regocijaos, pues vuestra recoímpensa es grande en los cielos (Lc. VI, 22-23).
III. 1. Quiso el Señor que nos alegráramos y nos regocijáramos en las persecuciones, pues cuando éstas estallan, entonces es cuando se dan las coronas a la fe, entonces se prueban los soldados de Dios, entonces se abren de par en par a los mártires las puertas del cielo. Y es así que no nos alistamos en la milicia cristiana para pensar sólo en la paz y hablar mal y rehusar la campaña, siendo así que antes que nosotros salió a ella el Señor, maestro de humildad, paciencia y sufrimiento. Lo que enseñó hacer, Él lo hizo el primero, y lo que nos exhortó a padecer, Él lo padeció antes por nosotros.
2. Tengamos delante de nuestros ojos, hermanos amadísimos, que Aquel que recibió, Él solo, todo el juicio de parte de su Padre y que como juez está para venir, ya ha pronunciado la sentencia de su juicio y proceso venidero al anunciarnos de antemano y asegurarnos que Él confesará ante su Padre a quienes a Él le confiesen, y negará a quienes le negaren. Si hubiera modo de evadirnos de la muerte, con razón temeríamos morir. Ahora bien; pues es forzoso que el mortal muera, abracemos la ocasión que nos viene de la divina promesa y dignación y cumplamos el deber de la muerte con premio de inmortalidad. Lejos de nosotros el miedo a morir violentamente, cuando nos consta que, al matarnos, se nos corona.
IV. 1. Tampoco ha de desconcertarse nadie porque, al estallar la persecución, el miedo ponga en fuga y disperse a nuestro pueblo y no pueda ver a la fraternidad reunida ni oír las instrucciones de los obispos. No es posible estar entonces juntos todos, como quiera que matar no nos es lícito y la muerte, de ser sorprendidos, sería inevitable. Dondequiera se hallare un hermano en aquellos días, separado temporalmente y por fuerza de las circunstancias, y aun eso, de cuerpo y no de espíritu, no se turbe por el horror de aquella fuga ni, al apartarse y esconderse él mismo, se espante de la soledad de un lugar desierto. No está solo quien lleva en su huida por compañero a Cristo. No está solo quien, conservando el templo de Dios dondequiera que estuviere, no está sin Dios.
2. Y si al fugitivo le sorprenden salteadores en los descampados y montes, si le ataca una fiera, si le aflige el hambre, la sed o el frío; si navegando precipitadamente por esos mares le hunde en lo profundo una deshecha borrasca y tormenta, sepa que Cristo está contemplando a su soldado dondequiera que éste luche, y al que en la persecución muera por el honor de su nombre, le da el premio que prometió daría en la resurrección. No disminuye la gloria del martirio el hecho de no unorir públicamente y en presencia de muchos, como la causa de la muerte sea Cristo. Basta para testimonio de su martirio tener por testigo a Aquel que prueba y corona a los mártires.
V 1. Imitemos, hermanos amadísimos, al justo Abel que inauguró los martirios al ser muerto el primero por la justicia. Imitemos a Abrahán, el amigo de Dios, que no vaciló en ofrecer por sus propias manos como víctima a su hijo, dando gusto a Dios con fidelidad abnegada. Imitemos a los tres jóvenes, Ananías, Azarías y Misael, los cuales, sin espantarse de su poca edad, ni quebrantarse por los trabajos de la cautividad, derrotada la Judea y tomada Jerusalén, vencieron al rey en su propio reino con la fuerza de su fe. Dándoseles orden de adorar la estatua que había hecho el rey Nabucodonosor, se mostraron más fuertes que las amenazas del rey y que las llamas, proclamando y atestiguando su fe por estas palabras: Rey Nabucodonosor, no tenemos nosotros necesidad de responderte sobre ese particular. El Dios a quien nosotros servimos, en efecto, poderoso es para librarnos del horno de fuego ardiente, y de tus manos, oh rey, nos librará. Y si no, sábete que a tus dioses no les servimos y la estatua que has hecho no la adoramos. (Dan. III, 16-18). Creían que, según su fe, podían escapar al fuego; más añadieron "y si no", para que entendiera el rey que ellos podían también morir por el Dios a quien daban culto.
2. Y ahí está, efectivamente, la fuerza del valor y de la fidelidad, en creer y saber que Dios puede liberarnos de la muerte presente y, sin embargo, no temer la muerte, no retroceder ante ella, a fin de demostrar más valientemente la fe. Por boca de aquellos jóvenes salió con fuerza el incorrupto e invicto vigor del Espíritu Santo, para que se vea ser verdad lo que en su Evangelio afirmó el Señor, diciendo: Cuando os prendieren, no penséis lo que vais a hablar, pues en aquel momento se os dará lo que habléis. Porque no sois vosotros los que habláis, sino el Espíritu de vuestro Padre el que habla en vosotros. (Mt. X, 19-20). Dijo el Señor que se nos dará y ofrecerá, por gracia divina, lo que en aquel momento hayamos de hablar y que no somos entonces nosotros los que hablamos, sino el Espíritu de Dios Padre. Ese Espíritu, como no se aparta ni divide de los que confiesan la fe, Él mismo habla y es coronado en nosotros. Así Daniel, al intentar forzarle a adorar al ídolo Bel, al que entonces daba culto el pueblo y el rey, para afirmar el honor de su Dios, prorrumpió con plena fe y libertad diciendo: Yo no doy culto sino al Señor Dios mío, que hizo el cielo y la tierra (Dan. XIV, 4).
VI. 1. En la historia de los Macabeos, los terribles tormentos de los bienaventurados mártires, los múltiples suplicios de los siete hermanos, aquella madre que anima a sus hijos en sus dolores y, por fin, muere también ella con sus hijos, ¿no nos dan ejemplos de grande valor y fidelidad y nos exhortan con sus sufrimientos al triunfo del martirio? ¿Qué nos dicen los profetas a quienes inspiró el Espíritu Santo para el conocimiento de lo futuro? ¿Qué los apóstoles a quienes el mismo Señor eligió? ¿No es así que cuando los justos son muertos por causa de la justicia, nos enseñan también a morir a nosotros?
2. El nacimiento de Cristo se celebró con los martirios de los niños de pecho, de suerte que por su nombre fueron muertos los de dos años para abajo. Una edad que no era aún hábil para la lucha lo fue para la corona. Para que se viera que son inocentes los que son muertos por Cristo, la infancia inocente fue muerta por causa de su nombre. Mostróse también que nadie está libre del peligro de la persecución, cuando tales sufrieron el martirio.
3. ¡Y qué grave pecado no será no querer padecer el siervo que lleva el nombre de Cristo, cuando antes padeció su Señor, y no querer padecer nosotros por nuestros propios pecados, cuando Él, que no tenía pecado propio, padeció por nosotros! El Hijo de Dios padeció para hacernos hijos de Dios, y el Hijo del hombre no quiere padecer para continuar siendo Hijo de Dios. Si el mundo nos persigue con su odio, Cristo soportó, el primero, el odio del mundo. Si en este mundo hemos de soportar injurias, fuga, tormentos, recordemos que más graves sufrimientos hubo de soportar el Hacedor y Señor del mundo, que nos amonesta diciendo: Si el mundo os aborrece, acordaos que antes me aborreció a mí. Si fuerais del mundo, el mundo amaría lo que es suyo; mas como no sois del mundo y yo os escogí del mundo, por eso os aborrece el mundo. Acordaos de la palabra que os tehgo dicha: "No es el siervo mayor que su amo". Si a mí me han perseguido, también os perseguirán a vosotros (Jo. XV, 18-20). El Señor y Dios nuestro, cuanto enseñó, también lo hizo, de suerte que no tenga excusa el discípulo que aprende y no hace.
VII. 1. Y no quiera Dios, hermanos amadísimos, haya nadie entre vosotros que de tal modo se aterre por el miedo de la persecución futura o la llegada inminente del anticristo, que no se halle armado para todo evento con las exhortaciones del Evangelio y los preceptos y avisos celestes. Viene el anticristo, pero tras él viene Cristo. Nos invade y se ensaña en nosotros el enemigo; pero inmediatamente viene a sus alcances el Señor para vengar nuestros martirios y llagas. Nuestro contrario se irrita y amenaza; pero hay quien puede librarnos de sus manos.
2. Sólo Aquel merece ser temido, de cuya ira nadie puede escapar. El mismo es quien de antemano nos lo advierte diciendo: No temáis a quienes pueden matar el cuerpo, pero al alma no la pueden matar. Temed más bien a Aquel que puede matar cuerpo y alma para el infierno. (Mt. X, 28). Y otra vez: El que ama su alma, la perderá, y el que odia su alma en este mundo, la guarda para la vida eterna (Jo. XII, 25).
3. Y el Apocalipsis nos instruye y advierte diciendo: El que adorare la bestia y su imagen y recibiere la marca de ella en su frente, beberá el viito de la ira de Dios, mezclado en el vaso de su ira, y será castigado a fuego y azufre ante los ojos de los santos ángeles y ante los ojos del Cordero, y el humo de los tornrentos de ellos subirá por los siglos de los siglos, y no tendrán descanso día y noche los que adoraren la bestia y la imagen de ella. (Apoc. XIV, 9-11).
VIII. 1. Para los combates seculares se ejercitan y preparan los hombres, y tienen a grande honor recibir la corona de vencedores en presencia del pueblo y a la vista del emperador. Pues he aquí un combate sublime en su grandeza y glorioso por el premio de la corona celeste. Dios mismo es el que nos contempla en la lucha, y a los que se ha dignado hacernos hijos, extendiendo sobre nosotros sus ojos, se goza contemplando cómo combatimos. Dios nos mira mientras damos la batalla y luchamos en el combate de la fe, nos miran sus ángeles, nos mira Cristo mismo. ¡Qué dignidad de gloria, qué grande dicha combatir teniendo a Dios por presidente de los juegos y ser coronado con Cristo por juez!
2. Armémonos, hermanos amadísimos, con todas nuestras fuerzas y preparémonos para el combate con mente incorruptible, con fidelidad entera, con valor denodado. Avancen los campamentos de Dios al campo de batalla a que se nos provoca. Armense los sanos. No pierda el sano la gloria de haberse antes mantenido en pie. Armense también los caídos, para que el caído recupere lo que antes perdió. A los sanos el honor, a los caídos provoque él dolor a la batalla.
3. El bienaventurado Apóstol nos enseña a armarnos y prepararnos diciendo: No es nuestra lucha contra la carne y la sangre, sino contra los poderes y príncipes de este mundo y de estas tinieblas, contra los espíritus de maldad en los cielos. Por lo tanto, revestios de la armadura total, para que podáis resistir en el día malísimo. Y así, completa vuestra armazón, manteneos firmes, ceñidos vuestros lomos con la verdad, cubiertos de la loriga de la justicia y calzados vuestros pies en la preparación del Evangelio de la paz, embrazando el escudo de la Fe, en que podáis apagar todos los dardos encendidos del maligno, y tomando el casco de la salud y la espada del espíritu, que es la palabra de Dios (Eph. VI, 12-17).
IX. 1. Tomemos estas armas, pertrechémonos de estas espirituales y celestes defensas, a fin de que en el día malísimo podamos resistir y contrarrestar las amenazas del diablo. Revistámonos la loriga de la justicia, a fin de tener el pecho defendido y seguro contra los tiros del enemigo. Estén nuestros pies calzados y armados con el magisterio del Evangelio, a fin de que cuando la serpiente fuere por nosotros pisada y aplastada, no le sea posible mordernos ni derribarnos. Manejemos valerosamente el escudo de la fe, con cuya protección todo dardo encendido del enemigo pueda quedar extinguido.
2. Tomemos cada uno para cubrir nuestra cabeza el casco espiritual y con él se protejan nuestras orejas, para no escuchar los fúnebres edictos; se protejan nuestros ojos, para no mirar los abominables simulacros; se proteja nuestra frente, para que el signo de Dios se conserve incólume; se proteja nuestra boca, para que nuestra lengua confiese victoriosa a su Señor Cristo. Armemos otrosí nuestra diestra con la espada espiritual, para rechazar valerosamente los funestos sacrificios y, acordándose de la Eucaristía, la mano que recibe el cuerpo del Señor, ésa misma lo estreche, pues ella es la que luego ha de recibir del Señor el premio de las celestes coronas.
X. 1. ¡Qué bello y qué grande día aquel, hermanos amadísimos, en que el Señor hará recuento de su pueblo y con el contraste del divino proceso reconocerá los méritos de cada uno y enviará al infierno a nuestros enemigos y perseguidores, condenados a arder en llamas de castigo eterno, y a nosotros nos pagará la paga de nuestra fidelidad y abnegación! ¡Qué gloria y qué alegría ser admitido a ver a Dios, tener el honor de recibir juntamente con Cristo, Señor Dios tuyo, el gozo de la eterna salvación y de ia luz eterna, saludar a Abrahán, Isaac, Jacob y a todos los patriarcas, a los apóstoles, a los profetas y a los mártires, gozar del placer de la alcanzada inmortalidad junto a los justos y amigos de Dios en el reino de los cielos, tomar, en fin, allí lo que ni ojo vió ni oído oyó ni corazón de hombre alcanzó!
2. Que hayamos de recibir premio mayor de cuanto aquí obramos o padecemos, lo pregona el Apóstol diciendo: No pueden parangonarse los sufrimientos de este tiempo con la gloria por venir, que ha de manifestarse en nosotros. (Rom. VIII, 18). Cuando esa manifestación viniere, cuando la gloria de Dios fulgiere sobre nosotros, nos sentiremos tan dichosos y tan alegres al ser honrados por la dignación de Dios, como tristes y míseros quedarán los que, desertando de Dios o rebeldes contra Dios, hicieron la voluntad del diablo, de manera que sea forzoso arder junto con él en el fuego inextinguible.
XI. Que estas verdades, hermanos amadísimos, estén bien fijas en vuestros corazones. Esta sea la preparación de nuestras armas, ésta nuestra meditación diurna y nocturna: tener ante los ojos y revolver constantemente con el pensamiento y los sentidos los suplicios de los inicuos y los premios de los justos, qué castigos conmina el Señor a los que le niegan y qué gloria promete a los que le confiesan. Si mientras estas verdades pensamos y meditamos sobreviniere el día de la persecución, el soldado de Cristo, instruido por sus preceptos y avisos, no se espanta para la lucha, sino que está preparado para la corona.
Os deseo, hermanos amadísimos, que gocéis siempre de buena salud.
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