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viernes, 20 de abril de 2012

De los que San Vicente Ferrer libró de pestilencia

Aunque en todo género de enfermedades se mostró San Vicente muy favorable a los hombres, pero más particularmente contra la pestilencia. En el año 1452, una mujer, viendo que a su hija, por estar herida, se le habían pasado tres días sin ver, ni hablar, ni poder tomar la teta, y que ya estaba fría y como muerta, un domingo se fué a la iglesia de Vannes, donde, después de haber oído algunos milagros del Santo, se fué a su sepulcro y le rogó que rogase a Dios que su hija no muriese. Vuelta a casa, la halló alegre y le dió a mamar, y dentro de algunos días estuvo del todo sana.
Guillém, criado del duque de Bretaña, siendo como de trece años, fué herido y vino al paso de la muerte y se le hicieron unas manchuelas, que solían salir a los que ya estaban en aquel punto; mas una señora que allí se halló en compañía de otras le prometió a San Vicente, y en el mesmo punto el mozo cobró la habla que había perdido y pidió de beber y se rió. Preguntáronle que adonde había estado, y respondió que no lo sabía, mas que había visto cosas muy hermosas. Finalmente, él sanó del todo.
A Radulfo Ruallano le dió una landre tan pestilencial, que el cuello se le paró tan grande como de un buey. Después de haberle durado la enfermedad quince días y recibido todos los sacramentos, hizo su mujer un voto a San Vicente por él y súbitamente el cuello se le deshinchó, y al otro día fué descalzo a visitar el sepulcro del Santo.
Juana, mujer de Juan Anguennegon, estando a la muerte de una landre que se le hizo en la ingle, viendo que la querían poner ya en la cama de penitencia (que, según parece, era costumbre de bretones poner a las personas, antes que se muriesen, en tierra, para que de allí pidiesen misericordia de sus pecados, entendiendo que el negocio iba de veras), rogó a San Vicente le fuese favorable en aquel punto. En fin, pusiéronle en el dicho lugar; mas ella conoció luego el efecto de su oración y se sintió mejor y pidió que la volviesen a la primera cama, donde acabó de sanar.
Juan Legat, del obispado de Vannes, habiendo de ir a buscar la madera necesaria para enterrar un hijo que se le había muerto herido, dijo a su mujer: Mejor será que de camino traiga también recaudo para enterrar a este otro niñito, que está para irse tras su hermano. La mujer, que se veía privada de todos los otros hijos por la pestilencia, si no era de aquél y de una otra niña que le quedaba, tomóse a dar voces y lamentar su desdicha, rogando a Dios le dejase aquellas dos prendas, y a San Vicente que le valiese con Dios para que sus lágrimas no fuesen sin provecho. A este fin prometió al Santo cierta moneda cada año, y envió a un su cuñado para que hiciese decir luego una misa en su santo sepulcro. Apenas se había apartado de la casa el otro, cuando el niño medio difunto, que estaba ya frío y en cuatro días no había comido, cogió calor y comió, y al cabo de dos o tres días se levantó sano.
Guillermo Lorans, en el año 1452, huyendo con su madre de la pestilencia, vino casi a dar en sus manos. Alcanzóle la enfermedad, y al cabo de ocho días ya no podía hablar; echó por la boca la espuma que los otros heridos echaban cuando se morían. Por donde pensando que era ya muerto (que la verdad Dios la sabe), lo querían amortajar. En esto acordóse la cuitada de la madre de los milagros del maestro Vicente, y con gran devoción le rogó que le volviese a su hijo. Luego abrió el niño los ojos y comenzó a convalecer.
Alano Annoblan tuvo cerca de Vannes una hija llamada Enrica, la cual, pegándosele la pestilencia, vino a lo último de la vida. Estuvo dos días sin sentido ni habla y estuvo con el pulgón negro y colorado que solían tener los que morían de aquella corrupción. Y como de los que llegaban a aquel paso pocos se escapaban, mandó el padre hacer una caja o ataúd para sepultarla. Mas, en el entretanto, él y su mujer la ofrecieron a San Vicente, prometiendo de llevarla a su sepulcro y ofrecer por ella un ataúd de una libra de cera. En acabar de hacer el voto, la Enrica, que era de más de veinte años, cobró el sentido y habló, y dentro de tres semanas estuvo sana perfectamente.
En el año 1452, una niña de seis años fué herida de la landre en el cuello y le salió bajo la oreja un carbunco negro. Estuvo ocho días así enferma, y los tres de ellos no comió ni bebió, y en dos no habló, de suerte que ya no se esperaba sino su muerte. En este tiempo, su madre en la mesma casa, el padre en la iglesia de Vannes, junto al sepulcro de San Vicente, hicieron un voto por ella al bienaventurado maestro. Vuelto el padre de la iglesia, halló a su hija como antes estaba y que le habían dado ya en la mano una candela encendida, como es costumbre darla a los que están ya en las manos de Dios, que dicen. Perdidas las esperanzas la madre de verla sana, dijo al padre: Provee de una cruz de madera y de un ataúd para esta niña, que ella corre por la posta a la muerte. Mas el padre tenía aún la esperanza muy viva, y así respondió a su mujer: Cierto que yo no haré esa provisión hasta ver cómo se habrá con nosotros el maestro Vicente. Común voz es que él cada día hace milagros, y yo tengo esperanza que rogará a Dios por esa niña, pues yo se la he encomendado. Dichas estas palabras y puestas las rodillas en tierra, con lágrimas que le saltaban de los ojos, invocó de nuevo al maestro Vicente, ratificando el voto ya hecho; en continente la enferma habló y pidió de beber y se levantó, y dijo a su madre: No lloréis, madre mía, que no me iré. Bien he conocido que me habéis encomendado a San Vicente, en el cual yo tanto confío, que creo me ayudará en breve, y ya en este punto conozco que lo ha hecho. Y fué así como la niña dijo.
Una buena señora de Vannes tenía dado a criar un hijo suyo a una ama que moraba en los arrabales de la mesma ciudad. Y como el año que se trató la canonización del maestro Vicente hubiese gran pestilencia, el niño fué herido y vino a tal extremo que cuando la ama dió a la madre el aviso de la enfermedad, juntamente le dijo que a su parecer ya ella no podía alcanzar a verle vivo. Mas la madre se dió priesa y le halló ya con la garganta y el cuello muy hinchado y con las señales que se veían en los otros muertos. No desmayó la buena madre con todo esto, sino que se le llevó a su casa. Desde las doce de la noche hasta las diez de la mañana había estado penando el niño, y entonces, porque su madre le ofreció a San Vicente, se rió y mamó, y dentro de media hora estuvo sano totalmente.
Otra señora, mujer de un ciudadano de Vannes, como huyese de esta plaga y se fuese a otro obispado, allí fué herida, que la muerte, cuando ha de venir, a doquiera sabe buscar a la persona, por bien que huya. Estuvo la mujer herida quince días, y por abreviar, llegó al paso de la muerte, tan a la clara, que ya enviaron a tratar con el cura de su entierro. Pero como ella fuese avisada del punto a que era llegada, encomendóse al maestro Vicente y súbitamente se sintió mejor y estuvo sana del todo.
Sería nunca acabar si quisiésemos contar uno a uno todos los milagros que cuenta el proceso hechos por San Vicente en esta materia. Ellos son infinitos y todos se resuelven en estas palabras: Fulano o Zutano estuvo herido gravemente, o llegó ya al paso de la muerte, y encomendándose a San Vicente, de allí a poco, y hartas veces súbitamente, alcanzó salud. También hubo otros a quien, por ser sus devotos, preservó de peste, muriéndose muchas personas en el vecindado. En especial hubo un hombre que, entre los otros, quería mucho a dos hijos suyos, y como se daban tanta priesa a morir en su barrio, rogó a San Vicente que, a lo menos, le guardase aquellos dos hijos que tanto él amaba. De allí a poco, se hirieron y murieron cinco otros hijos que tenía, y los dos que había encomendado a San Vicente fueron preservados de la mortandad y pestilencia.

Fray Justiniano Antist O.P.

VIDA DE SAN VICENTE FERRER

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