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viernes, 28 de febrero de 2014

EL SACRIFICO DE LA MISA (32)

TRATADO II
PARTE I: LA ANTEMISA 
SECCIÓN I: EL RITO DE ENTRADA 
7. La incensación del altar

     395. En la misa solemne, al ósculo del altar sigue la incensación del mismo. Por estar reservado este rito actualmente a las misas solemnes (Tal limitación a la misa solemne no fue norma absoluta ni siquiera en la época moderna, conforme lo demuestran algunos decretos de la Sagrada Congregación de Ritos del siglo XVIII, en los que se fija esta norma: cf. el resumen en P. Maetinucci. Manuale decretorum SRC, p. 130 (nn. 633-637). Véase el Ordo Rom. XIV, n. 61: PL 78. 1174s. En la actualidad existen varios indultos que permiten la incensación en determinados días de fiesta en algunas diócesis aun fuera de la misa solemne; cf. Ph. Hartmann-J. Kley, Repertorium rituum, 14 ed. (Paderborn 1940), 459. En los capuchinos, la incensación en su misa conventual no cantada es de tradición antigua, confirmada por la Sagrada Congregación de Ritos el 7 de diciembre de 1888 para las fiestas; Decreta auth. SRC, número 3697, 2) queda patente que se considera ante todo como un medio para dar mayor solemnidad al culto. Lo mismo que el adorno de las flores y el resplandor de las velas, la riqueza de los ornamentos y los acordes del órgano, también las nubes de incienso que suben al cielo perfumando el templo hacen patente aun a los sentidos la grandeza de la solemnidad.

Empleo del incienso en la antigüedad pagana
     Los antiguos apreciaban mucho los múltiples géneros de incienso que les venían de Oriente. Se gustaba de su perfume en las casas particulares, se usaba profusamente en los entierros. Pero fue sobre todo en el culto pagano donde el incienso desempeñaba un papel importante, y esto, al lado de otros reparos más generales contra toda clase de materialismo del culto divino, fue razón suficiente entre los cristianos para mantenerlo alejado de su culto.

Primeros testimonios de su uso en el culto cristiano
     396. Con todo, a causa de su uso en la vida privada y después de haber desaparecido el culto pagano, el incienso fue entrando poco a poco también en el culto cristiano. Por el año 390 se quemaba incienso en las funciones religiosas dominicales de Jerusalén, de manera que todo el templo se llenaba de aroma (Aetheriae Peregrinatio, c. 24, 10: CSEL 39, 73). El baptisterio junto al Letrán poseía un thymiamaterium de oro puro, regalo del emperador Constantino (Duchesne, Liber pont.. I, 174). Según el primer Ordo Romanus, cuando el papa entraba solemnemente en las basílicas romanas, le precedían siete acólitos con candelabros y un subdiácono con el thymiamaterium (Ordo Rom. I, n. 8: PL 78, 941 Acerca de la forma de aquellos incensarios, consúltese Braun, Das christliche Altargerat, 598-632. Un incensario encontrado junto a Salona en las ruinas de una basílica destruida en 624 (1. c., 608; lám. 127) se sujetaba ya por tres cadenas), costumbre en la que sobrevivía el solemne ceremonial de la corte imperial.

Su simbolismo
     397. Una vez desaparecidos los reparos contra la admisión del incienso en el culto divino, sus características sugerían el uso como determinado simbolo religioso. En la ascensión pausada de las nubes de incienso en los santuarios veía ya el salmista un hermoso símbolo de la oración del justo, que sube al trono de Dios (Sal 140,2); y para el autor del Apocalipsis, el perfume en las copas de oro de los ancianos significa las oraciones de los santos (Apoc 5, 8. Cf. la interpretación de la segunda ofrenda de los Magos (Mt II,11) dada por les Santos Padres). Así el incienso llegó a expresar la elevación mental de la comunidad en oración, de su vuelo hacia Dios. Pero también se le consideraba como objeto sagrado, portador de las bendiciones divinas, sobre todo después de haber recibido una bendición de la Iglesia. Al contrario del Oriente, donde el uso se había generalizado ya hacía siglos, en la liturgia romana encontramos tal interpretación simbólica y, en consecuencia, una intensificación de su empleo en las funciones religiosas, sólo en territorio franco. Amalario menciona, por ejemplo, entre las diferencias que existían con las costumbres romanas, el que se emplease incienso en el ofertorio (Amalario, De ecel. off., praef. altera: PL 105. 992. Por lo que se refiere al principio de la misa, sólo menciona que se llevaba el thuribulum (1. c., III, 5: PL 105, 1109s). Lo mismo, más o menos, en la Expositio de los años 813-14, del mismo Amalario (ed. Hanssens en «Eph. Liturg.» [1927] 170 173), según la que se pueden emplear también tres incensarios, uno para los altares, otro para los hombres y el tercero para las mujeres).

La incensación del altar
     398. El uso del incienso al principio de la misa aparece claramente en el siglo IX. Después de haber saludado el celebrante a los asistentes, tras del Confíteor se acercaba en algunas iglesias un clérigo al altar para ofrecer incienso (incensum ponens) (Ordo Rom. VI (s. X) n. 3 (PL 78, 990 D). Sin embargo, hay ejemplos de iglesias, aun de tiempos recientes, en que se emplea el incienso exclusivamente para la procesión al altar, pero no para la incensación del mismo. Numerosos ejemplos de ambas costumbres, así como de otras modificaciones, véanse para los siglos IX hasta XIX en Atchley, 214-231). El sacramentario de Amiéns contiene ya dos oraciones para la bendición del incienso (Leroquais en «Eph. Liturg.»), de las cuales por lo menos la segunda procede de Oriente, delatando así el origen de todo este rito (Domine Deus omnipotens, sicut suscepisti munera. Abel; confróntese la liturgia griega de Santiago, igualmente al principio de la misa (Brightman, 32). Del origen sirio de esta liturgia hay un testimonio de incensación al principio de la misa en Pseudo-Dionisio. De eccl. hierarchia, III, 2; Quasten, Mon., 294, cf. Hanssens, III, 72 80). Una incensación del altar en toda regla se menciona por vez primera en el siglo XI (Juan de Avranches, De off. eccl.: PL 147, 28 B. En Italia, el primer testimonio está en aquel pontifical de los siglos XI-XII que conocemos ya como representando las tradiciones normandas).
     Esta incensación al principio de la antemisa, prescindiendo de algunas pocas excepciones, no adquirió importancia mayor en toda la Edad Media, y a esto obedece el que aun actualmente se encuentre menos desarrollada que la incensación al principio de la misa sacrifical. Es verdad que se bendice en esta ceremonia el incienso (El cód. Chigi menciona aún la incensación sin bendición), para lo cual existían varias fórmulas (Sacramentario de Amiéns. La segunda fórmula manifiesta a continuación claramente la doble interpretación que se dio entonces al incienso: suscipere digneris incensum istud in odorem suavitatisin remissionem peceatorum meorum et populi tui. Esta frase está también en la Missa Hlyrica. Otras fórmulas ponen de relieve únicamente su sentido latréutico: así la fórmula Incensum istud dignetur Dominus benediecre et in odorem suavitatis accipere; misal de Toul (siglos XIV-XV) Confróntese también las fórmulas en el sacramentario de Boldau, hacia 1195), y entre ellas la que actualmente usamos (En el área normando-inglesa, desde el siglo XIII Ab illo sanctificeris in cuius honore cremaris, in nomine patris). Pero, al igual de hoy, no se dice ninguna oración propia durante la misma incensación (Así expresamente Durando, IV, 8, 2. Según Juan de Avranches, el celebrante inciensa el altar mientras dice el Gloria; es la misma solución que tenemos hoy en las vísperas, donde se inciensa el altar mientras se canta el Magníficat. Con todo, se menciona por algunas fuentes el salmo 140,2 (Dirigatur); sacramentario de Amiéns d. c.. 441; Sicaudo de Cremona. Mitrale. III, 2: PL 213, 96 B); Breviarium de Ruán). Aun en lo exterior la ceremonia es más sencilla. Fuera de la incensación del altar no se menciona en la baja Edad Media otra que la del celebrante (Missale de Sarum). Sólo el misal postridentino, al reglamentar definitivamente esta ceremonia, ha añadido las incensaciones de la cruz y de las reliquias (Rit serv., IV, 4-7).

Otro aspecto de su simbolismo
     399. Más adelante habrá ocasión de explicar cómo se llegó a la costumbre de incensar a personas, lo cual nos dará nueva luz sobre el sentido de la incensación de objetos. En todos estos usos ejercía cierta influencia el sentido del incienso como elemento purificador y conservador (Según la primera oración del sacramentario de Amiéns, el incienso es munimentum tutelaque defensionis contra el enemigo), que por cierto no falta tampoco entre los motivos por los cuales se incensaba el altar, y que evolucionó luego en el sentido de una distinción honorífica. Como tal pudo aplicarse en general a todos los objetos sagrados, incluso al más santo de todos, el Santísimo Sacramento, que hoy con preferencia es objeto de la incensación.

Rito de comienzo
     400. De este modo, la incensación al principio de la misa se nos revela como rito de comienzo, que se repite con mayor solemnidad con ocasión de la segunda apertura, al principio de la misa sacrifical. Su sentido es dar al lugar sagrado el mayor realce envolviendo al altar y al celebrante en una atmósfera sagrada para separarle de este mundo pecaminoso. También cabe pensar en un influjo ejercido por el Antiguo Testamento; pues habiendo sido norma del culto antiguo (Lev XVI, 12) que el sumo sacerdote no podía empezar el culto sin incensar, dada la propensión del hombre medieval a buscar para todo modelos en el Antiguo Testamento, no nos equivocaremos al suponer que tal ejemplo del Antiguo Testamento fue decisivo para la introducción del incienso en la Iglesia del imperio de los francos.

     La influencia del Antiguo Testamento se manifestaba especialmente clara cuando, conforme atestigua Durando (IV, 8, 1) recordando las acciones del sacerdos legalis, se imponía el incienso y se lo bendecía antes de las palabras Deus tu conversus, o sea antes de subir las gradas del altar.
P. Jungmann, S. I.
EL SACRIFICO DE LA MISA

jueves, 27 de febrero de 2014

SAGRADA PASIÓN DE NUESTRO SEÑOR JESUCRISTO por las Benditas Animas del Purgatorio

DEVOCIÓN A LA SANTÍSIMA PASIÓN
DEVOTÍSIMO OFRECIMIENTO
DE LA SAGRADA PASIÓN DE NUESTRO SEÑOR JESUCRISTO 
Por las Benditas Animas del Purgatorio 
(Distribuido en los siete días de la semana.)

Domingo
     Ofrece los gravísimos afanes, tormentos, angustias y dolores que padeció el Señor en el huerto, diciendo:
     Yo os ofrezco, dulcísimo Jesús, por las almas del Purgatorio, uno por uno, todos los tormentos de vuestra Pasión santísima, la muerte penosísima de cruz y la preciosa Sangre que derramasteis por la salvación eterna de nuestras almas.
     Yo os ofrezco, dulcísimo Jesús, por las almas del Purgatorio, aquellos grandes pasmos y terrores que asaltaron vuestro angustiado Corazón en el huerto. Porque representándose al vivo de la imaginación todos los martirios que el día siguiente habíais de padecer, Vos sufristeis en el cuerpo y en el alma un mortal dolor.
     Yo os ofrezco, dulcísimo Jesús, por las almas del Purgatorio, aquella tan fiera tristeza que os ocasionó el horror de la muerte que os amenazaba, faltándoos muy poco para expirar de dolor, como lo expresasteis a vuestros amados discípulos con aquellas palabras: "Triste está mi alma hasta la muerte"; esto es, afligida con tristeza mortal.
     Yo os ofrezco, dulcísimo Jesús, por las almas del Purgatorio, aquel acto humilde y devoto con que en las más graves angustias, queriendo orar a vuestro Eterno Padre, os pusisteis de rodillas, postrado sobre la tierra, por reverencia del Padre y por las mortales ansias y congojas que oprimían a vuestro purísimo Corazón.
     Yo os ofrezco, dulcísimo Jesús, por las almas del Purgatorio, aquella oración resignada con que pedisteis a vuestro Padre que si era posible os dispensase el amargo cáliz de vuestra muerte, y conformando vuestra humana voluntad con la divina, dijisteis: "Cúmplase vuestra voluntad, y no la mía."
     Yo os ofrezco, dulcísimo Jesús, por las almas del Purgatorio, aquella ardiente caridad con que visitasteis a vuestros amados discípulos, estando anegado en un mar de angustias, exhortándolos a la vigilancia y la oración para que de la tentación no fuesen vencidos.
     Yo os ofrezco, dulcísimo Jesús, por las almas del Purgatorio, aquella confortación misteriosa que os hizo el ángel, hallándose vuestra alma santísima llena de tantas congojas y dolores, que bastaban a quitaros la vida.
     Yo os ofrezco, dulcísimo Jesús, por las almas del Purgatorio, aquel gran conflicto que os puso en mortales agonías, explicando vuestra grande aflicción con aquellas palabras: "El espíritu está pronto; pero la carne lo resiste."
     Yo os ofrezco, dulcísimo Jesús, por las almas del Purgatorio, aquella firme perseverancia en la oración, estando en el colmo de vuestras aflicciones, agonizando en mortales angustias por el remedio y salvación eterna de los pecadores.
     Yo os ofrezco, dulcísimo Jesús, por las almas del Purgatorio, aquella sagrada y preciosa Sangre que a fuerza de intenso dolor sudasteis en tanta abundancia, que corrió hasta la tierra.

Lunes
     Ofrece las penas y tormentos que el Señor padeció desde que fue preso hasta que lo presentaron al pontífice Anás, diciendo:
     Yo os ofrezco, dulcísimo Jesús, por las almas del Purgatorio, aquella prontitud de ánimo que mostrasteis para morir cuando, levantándoos de la oración, bañado del sudor de sangre, salisteis a encontrar a vuestros enemigos, diciendo que Vos erais aquél a quien ellos buscaban.
     Yo os ofrezco, dulcísimo Jesús, por las almas del Purgatorio, el gran dolor que sentisteis por la gravísima culpa de la traición de Judas, vendiéndoos a los judíos por treinta dineros, y con el fingido ósculo de paz entregándoos en manos de vuestros enemigos, dolor tan agudo y sensible, que es uno de los mayores que atravesaron vuestro piadosísimo Corazón.
     Yo os ofrezco, dulcísimo Jesús, por las almas del Purgatorio, aquellos actos de heroica piedad con que disteis lugar a vuestros crueles enemigos para que se levantasen de la tierra, y curasteis la oreja que vuestro fervoroso discípulo había cortado con celo de vuestra defensa al indigno siervo del pontífice que os venía a prender.
     Yo os ofrezco, dulcísimo Jesús, por las almas del Purgatorio, aquella gravísima tribulación que padecisteis cuando fuisteis embestido en el huerto de tanto número de soldados, y os prendieron y ataron con inhumana crueldad, que es imposible comprenderla con humano discurso.
     Yo os ofrezco, dulcísimo Jesús, por las almas del Purgatorio, aquella admirable paciencia con que sufristeis tantos golpes, oprobios y baldones, hasta arrancaros los cabellos de vuestra sacrosanta cabeza, estando Vos como cordero humildísimo, sin responder palabra alguna.
     Yo os ofrezco, dulcísimo Jesús, por las almas del Purgatorio, aquellos actos internos que en medio de las opresiones hacíais de amor de Dios, de tolerancia y resignación, ofreciendo siempre al Eterno Padre todos aquellos malos tratamientos que os hacían, en satisfacción de nuestros pecados.
     Yo os ofrezco, dulcísimo Jesús, por las almas del Purgatorio, aquel dolor vivísimo que os atravesó el Corazón cuando en medio de tales tribulaciones os hallasteis solo y abandonado de vuestros más caros amigos, los cuales, cuando os vieron preso y atado, huyeron todos.
     Yo os ofrezco, dulcísimo Jesús, por las almas del Purgatorio, aquellas aflicciones y dolores que sufristeis desde el huerto hasta la casa de Anás, por tantos golpes que os daban y las blasfemias que os decían los verdugos, haciéndoos caminar con tanta prisa y desprecio por fuera y dentro de la ciudad.
     Yo os ofrezco, dulcísimo Jesús, por las almas del Purgatorio, aquel acto de humildad y mansedumbre cuando delante del pontífice Anás estuvisteis con las manos atadas, en forma de reo, oyendo los cargos que os hacían y las falsas acusaciones que daban contra Vos, como si fuerais el hombre más facineroso y malo del mundo.
     Yo os ofrezco, dulcísimo Jesús, por las almas del Purgatorio, aquella cruelísima bofetada que os dio aquel hombre vilísimo con tan infernal furia, que os desfiguró la mejilla, y la indecible paciencia y mansedumbre con que hablasteis a aquel indigno pontífice.

Martes
     Ofrece los tormentos que el Señor padeció en la noche de su Pasión en la casa de Caifás, diciendo:
     Yo os ofrezco, dulcísimo Jesús, por las almas del Purgatorio, aquel grande ultraje con que fuisteis llevado y puesto en la presencia del pontífice Caifás, quien os recibió con una infernal indignación, hecho blanco de sus iras y de los ministros y soldados que estaban con él.
     Yo os ofrezco, dulcísimo Jesús, por las almas del Purgatorio, las acusaciones inicuas y falsos testimonios que os levantaron aquellos hombres vilísimos, no habiéndose testificado cosa alguna contra vuestra inocencia.
     Yo os ofrezco, dulcísimo Jesús, por las almas del Purgatorio, aquel admirable silencio vuestro, no respondiendo ni una palabra para defenderos de tantas falsedades, injurias y calumnias como os imponían, dejándonos ese ejemplo, admirable para seguiros en nuestras adversidades.
     Yo os ofrezco, dulcísimo Jesús, por las almas del Purgatorio, aquel torpe y escandaloso conjuro que os hizo el soberbio Caifás para que respondieseis si erais Hijo de Dios, a quien con profundísima humildad, por reverencia del Padre, respondisteis que sí, y que con grande majestad vendríais a juzgar el mundo.
     Yo os ofrezco, dulcísimo Jesús, por las almas del Purgatorio, aquella injuriosa afrenta que os hicieron aquellos ministros infernales después de haber oído vuestra respuesta, y debiendo postrarse y adoraros como verdadero Dios, os publicaron por blasfemo y hombre merecedor de una afrentosa muerte.
     Yo os ofrezco, dulcísimo Jesús, por las almas del Purgatorio, aquel rabioso furor con que los pérfidos judíos os embistieron después que confesasteis ser Hijo de Dios vivo, hiriendo con crueles bofetadas vuestro divino rostro, y maltratando vuestro cuerpo santísimo con fieros golpes, llevando con tanta mansedumbre estas ofensas horribles, que no se os oyó la menor queja.
     Yo os ofrezco, dulcísimo Jesús, por las almas del Purgatorio, aquel oprobio vilísimo de escupiros en vuestro soberano rostro con tantas y tan hediondas salivas, que no se hallan palabras para explicar tan grande desprecio.
     Yo os ofrezco, dulcísimo Jesús, por las almas del Purgatorio, aquella injuriosa burla y mofa con que os trataron los pérfidos judíos cuando os vendaron los ojos con un paño muy sucio, y dándoos muchos golpes, decían: "Profetiza y adivina quién te ha herido, pues os preciabais de ser Profeta."
     Yo os ofrezco, dulcísimo Jesús, por las almas del Purgatorio, las tres negaciones ingratas de vuestro apóstol San Pedro y la grande compasión que de él tuvisteis cuando volvió en sí, se dolió, y comenzó a llorar amargamente su pecado.
     Yo os ofrezco, dulcísimo Jesús, por las almas del Purgatorio, todas aquellas penas y ultrajes que padecisteis en toda aquella tristísima y funesta noche, habiendo quedado al arbitrio de vuestros enemigos y de gente vilísima para ser atormentado a su voluntad, no cesando de afligiros con todos aquellos géneros de tormentos, afrentas y desprecios que quisieron con su diabólica crueldad.

Miércoles
     Ofrece los tormentos y desprecios que el Señor padeció en casa de Pilatos y Herodes, hasta el grande tormento de los cruelísimos azotes, y dirás con devoción lo siguiente:
     YO os ofrezco, dulcísimo Jesús, por las almas del Purgatorio, aquellas tres falsas acusaciones que los judíos dieron contra Vos a Pilatos, esto es, que engañabais a los pueblos, que mandabais no se pagase tributo al César y que os hacíais rey de los judíos.
     Yo os ofrezco, dulcísimo Jesús, por las almas del Purgatorio, aquella grande humildad con que os dejasteis llevar atado por las calles públicas de Jerusalén, y presentaros como a malhechor al rey Herodes, quien hizo burla y escarnio de vuestra inocencia y grandeza divina.
     Yo os ofrezco, dulcísimo Jesús, por las almas del Purgatorio, aquel vilísimo desprecio con que os trató aquel soberbio rey cuando mandó poneros la vestidura blanca, como a un loco, y presentaros así delante de los príncipes, escribas y fariseos y de un concurso muy grande.
     Yo os ofrezco, dulcísimo Jesús, por las almas del Purgatorio, aquellos gravísimos escarnios que sufristeis de todo el pueblo cuando por las calles de Jerusalén os llevaban con la vestidura blanca y os llenaban de injurias y baldones.
     Yo os ofrezco, dulcísimo Jesús, por las almas del Purgatorio, aquellas horribles voces de los impíos judíos cuando decían: "Muera, muéra; crucifícale, crucifícale," y daban por libre a Barrabás, hiriendo con tal cruel sentencia vuestro purísimo Corazón y el de vuestra Santísima Madre.
     Yo os ofrezco, dulcísimo Jesús, por las almas del Purgatorio, aquellos pasos que disteis a la columna donde habíais de ser azotado, y aquella grandeza de amor y de humildad con que os ofrecisteis a tan cruelísimo castigo.
     Yo os ofrezco, dulcísimo Jesús, por las almas del Purgatorio, aquel gran rubor y vergüenza que tuvisteis cuando os desnudaron para el tormento, y asimismo aquellos vivísimos dolores que os causaron las ligaduras de los brazos y las manos, que fueron de fuerte mortificación.
     Yo os ofrezco, dulcísimo Jesús, por las almas del Purgatorio, uno por uno, todos aquellos fuertes azotes que dieron a vuestro sacratísimo cuerpo aquellos verdugos infernales, rompiendo vuestras carnes santísimas y derramando con grande copia vuestra preciosa sangre.
     Yo os ofrezco, dulcísimo Jesús, por las almas del Purgatorio, aquel imponderable dolor que tuvo vuestra Madre santísima por este tormento, pues cuantos golpes dieron en vuestro delicadísimo cuerpo, tantos puñales atravesaron sus purísimas entrañas.
     Yo os ofrezco, dulcísimo Jesús, por las almas del Purgatorio, aquellos horribles dolores que os causaron por todo vuestro cuerpo santísimo, y las llagas que os hicieron con más de cinco mil azotes, y aquel desmayo tan grande que al último tuvisteis, por el intenso dolor y falta de sangre, cayendo en tierra como difunto.

Jueves
     Ofrece el acerbísimo tormento de la corona de espinas como se sigue:
     YO os ofrezco, dulcísimo Jesús, por las almas del Purgatorio, aquellos pasos dolorosos que disteis cuando os llevaban al puesto y lugar de la coronación de espinas, todo lleno de heridas y llagas que destilaban vuestra sangre preciosísima, después de la áspera y cruel flagelación.
     Yo os ofrezco, dulcísimo Jesús, por las almas del Purgatorio, aquel vivo dolor que sentisteis cuando os desnudaron segunda vez, renovando las llagas de los azotes al despegar la túnica de vuestro santísimo cuerpo con una crueldad inhumana.
     Yo os ofrezco, dulcísimo Jesús, por las almas del Purgatorio, aquella rigurosa crueldad con que los soldados asentaron sobre vuestra santísima cabeza una tirana corona, apretándola con fieros golpes para que penetrasen las espinas con tan intenso dolor, que se deja a la piadosa consideración.
     Yo os ofrezco, dulcísimo Jesús, por las almas del Purgatorio, aquella sangre preciosa que salió de vuestra divina cabeza corriendo hasta la tierra, estando Vos con humildad profundísima sujeto a esos cruelísimos tiranos, ofreciendo al Eterno Padre por nuestra salvación eterna tan atroz tormento.
     Yo os ofrezco, dulcísimo Jesús, por las almas del Purgatorio, aquellos afrentosos golpes que os dieron sobre la corona de espinas con la misma caña que os pusieron por cetro, para que penetrasen más sus puntas y fuesen más profundas las heridas.
     Yo os ofrezco, dulcísimo Jesús, por las almas del Purgatorio, aquellos oprobios, injurias y baldones que os hicieron los soldados cuando, puestos de rodillas, os dieron tantas bofetadas, saludándoos ignominiosamente con aquellas irrisorias palabras: "Dios te salve, rey de los judíos," como si fueseis rey de burlas.
     Yo os ofrezco, dulcísimo Jesús, por las almas del Purgatorio, aquella grande afrenta, cuando con sucias y hediondas salivas mancharon los soldados insolentes vuestro divino rostro, con tanta copia, que os desfiguraron del todo.
     Yo os ofrezco, dulcísimo Jesús, por las almas del Purgatorio, aquella virginal y angelical erubescencia que sentisteis cuando en aquella lamentable forma, casi desnudo, os mostró Pilatos al numeroso pueblo, diciendo: Ecce homo.
     Yo os ofrezco, dulcísimo Jesús, por las almas del Purgatorio, aquel grito diabólico del pueblo judaico cuando clamó diciendo: "Crucifícale, crucifícale," llenando de pavor y espanto mortal a vuestro purísimo Corazón con la sangrienta muerte a que os condenaba.

Viernes
     Ofrece lo que padeció Nuestro Señor con el grave peso de la cruz, hasta ser en ella crucificado, y dirás:
     YO os ofrezco, dulcísimo Jesús, por las almas del Purgatorio, aquella grande fatiga de llevar la cruz, tan pesada, que os hizo una grande llaga en el hombro, sobre las muchas que teníais en vuestro santísimo cuerpo.
     Yo os ofrezco, dulcísimo Jesús, por las almas del Purgatorio, aquellas mortales congojas que tuvisteis y os ocasionaron los soldados en el camino del Calvario tirando cruelmente de la soga, y los desprecios que os hicieron con las injurias, baldones y blasfemias del ingrato pueblo, y con tantos malos tratamientos, como si fuerais el más malvado hombre del mundo que llevaban al suplicio.
     Yo os ofrezco, dulcísimo Jesús, por las almas del Purgatorio, aquellas tres veces que caísteis con el grave peso de la cruz, como debilitado y sin fuerzas, y asimismo ofrezco aquella grande impiedad con que os levantaron del suelo tirando de las sogas con que os llevaban atado.
     Yo os ofrezco, dulcísimo Jesús, por las almas del Purgatorio, aquel sumo desprecio con que fuisteis sacado de la ciudad, cargado con la cruz, atado, escarnecido y vituperado de todo el pueblo y acompañada de unos ladrones, como el más facineroso del mundo.
     Yo os ofrezco, dulcísimo Jesús, por las almas del Purgatorio, aquella pena y dolor con que vuestra Madre Santísima os iba buscando por las calles de Jerusalén, y habiéndoos hallado, la apartaron luego de vuestra presencia, haciéndoos caminar aprisa al monte Calvario.
     Yo os ofrezco, dulcísimo Jesús, por las almas del Purgatorio, aquella gran flaqueza y desmayo que sentisteis, y no pudiendo por ellos cargar el grave peso de la cruz, os dieron al Cirineo para que os la ayudase a llevar hasta el Calvario.
     Yo os ofrezco, dulcísimo Jesús, por las almas del Purgatorio, aquel intenso dolor que sentisteis cuando con tanta impiedad os arrancaron y quitaron la túnica, que estaba pegada a las llagas de vuestro santísimo cuerpo, y se renovaron todas las heridas, arrojando por todas ellas mucha copia de sangre, y en especial de la cabeza, por haberse movido la corona de espinas.
     Yo os ofrezco, dulcísimo Jesús, por las almas del Purgatorio, aquellos mortales dolores que sentisteis en las manos y en los pies cuando os clavaron en la cruz, y asimismo los dolores de vuestra Santísima Madre cuando veía poner los clavos y sentía los golpes.
     Yo os ofrezco, dulcísimo Jesús, por las almas del Purgatorio, aquella oferta sacrosanta que Vos mismo hicisteis al Eterno Padre en el altar de la santísima cruz para redimir al hombre y abrirnos las puertas del cielo.

Sábado
     Ofrece lo que padeció Nuestro Señor en la cruz mientras en ella estuvo vivo y pendiente; dirás como sigue:
     YO os ofrezco, dulcísimo Jesús, por las almas del Purgatorio, aquella suma de todos los grandes dolores que en vuestro divino cuerpo padecisteis desde, los pies a la cabeza, sin haber parte que no padeciese y fuese atormentada con pena vehementísima.
     Yo os ofrezco, dulcísimo Jesús, por las almas del Purgatorio, aquellas tres horas que estuvisteis vivo, pendiente de la cruz, con aquellos sumos dolores de las manos, pies y cabeza, por las heridas de los clavos y las espinas.
     Yo os ofrezco, dulcísimo Jesús, por las almas del Purgatorio, aquellos terribles dolores que os ocasionaban las principales llagas de vuestro divino cuerpo, como la del hombro, del espinazo, de las espaldas, de las rodillas, de los ojos y de algunos huesos fuera de sus lugares.
     Yo os ofrezco, dulcísimo Jesús, por las almas del Purgatorio, aquellos dolores mortales que atormentaban vuestro piadosísimo Corazón, singularmente viendo a vuestra Santísima Madre al pie de la cruz, al amado discípulo y a la penitente y amorosa Magdalena.
     Yo os ofrezco, dulcísimo Jesús, por las almas del Purgatorio, aquellas palabras injuriosas que os gritaban los judíos ingratos estando clavado en el madero santo de la cruz.
     Yo os ofrezco, dulcísimo Jesús, por las almas del Purgatorio, aquellas fervientes lágrimas con que estando en la cruz rogabais al Eterno Padre que perdonase a vuestros enemigos.
     Yo os ofrezco, dulcísimo Jesús, por las almas del Purgatorio, aquella sed ardentísima que os atormentaba las entrañas, cuando exclamasteis diciendo: "Tengo sed."
     Yo os ofrezco, dulcísimo Jesús, por las almas del Purgatorio, aquella bebida amarga de hiel y vinagre que os dieron en una esponja, y gustándole, llenasteis de amargura vuestra santísima boca.
     Yo os ofrezco, dulcísimo Jesús, por las almas del Purgatorio, aquel doloroso clamor que disteis viéndoos desamparado del Padre, de los amigos y discípulos amados explicando vuestro dolor con aquellas misteriosas palabras: "¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has desamparado?"
     Yo os ofrezco, dulcísimo Jesús, por las almas del Purgatorio, la amorosa queja que disteis a vuestro Eterno Padre, fundada en que no os enviaba algún consuelo y alivio para entretener más vuestra vida, para que los tormentos y penas que padecíais no os la acabasen de quitar por el ardiente amor y deseo que teníais de estar más tiempo padeciendo en el sagrado leño de la cruz, en servicio de vuestro Padre y provecho de los hombres.
     Yo os ofrezco, dulcísimo Jesús, por las almas del Purgatorio, aquel sumo y último dolor que sentisteis al separarse vuestra alma santísima del cuerpo, encomendando el espíritu en las manos del Eterno Padre con aquellas palabras: "Padre mío, en tus manos encomiendo mi espíritu,"
     Yo os ofrezco, dulcísimo Jesús, por las almas del Purgatorio, todos los dolores, angustias y trabajos que padeció vuestra Madre santísima al pie de la cruz, en su soledad, en la herida del costado y en vuestro entierro hasta que os vio resucitado.

ORACIÓN
     Para cada día después de los ofrecimientos, para ganar las santas indulgencias concedidas por cada uno de ellos.
     DIOS eterno, por tu inmensa clemencia, en nombre de tu Hijo Jesucristo, y por los méritos de su Pasión santísima, te suplico concedas eterno descanso a las afligidas almas que están detenidas en las acerbísimas penas del Purgatorio, para que cuanto antes gocen de la bienaventuranza eterna, como lo desean. También te pido humildemente, Dios mío, en nombre del mismo Jesucristo, Hijo tuyo y Redentor del mundo, que perdones los pecados que yo y todos los vivientes hemos cometido; que a todos nos des verdadero arrepentimiento para enmendarnos y observar tu divina ley con los auxilios de gracia que necesitamos, para mejor servirte en esta vida y alabarte en la eterna gloria que esperamos por tu infinita misericordia. Amén.
     Padre Nuestro, Ave María, Gloria Patri.
Rev. J. M. Lelen, 
EL DEVOTO DEL PURGATORIO

Culto a María Santísima en las Catacumbas

     Antigüedad del culto de los cristianos a su celestial Madre.—El culto de María en las Catacumbas y sobre todo en la de Santa Priscila, que es la más antigua.—Vanas pretensiones del protestantismo. Dos clases de representaciones: la Virgen con el principal atributo de su maternidad; la Virgen en forma de Orante.— Bajorrelieves, frescos y vasos pintados sobre fondo de oro.—Conclusiones en favor del culto.

     I. Los adversarios del culto de la Madre de Dios nos conceden fácilmente que este culto es desde hace siglos universalmente admitido y profesado en la Iglesia, y es una de las prácticas idolátricas que le recriminan con más insistencia. Lo que no confiesan es la perpetuidad del mismo culto. Si se lo mostráis practicado en la doble salutación del Arcángel Gabriel y de Santa Isabel; si añadís que Jesucristo mismo lo ha recomendado por un codicilo de su Testamento cuando nos dio a María por Madre en la persona de Juan, el discípulo amado, os responden unánimemente: "No, ese culto de la Madre de Jesús, no estaba en las intenciones de Dios; lo que leemos en el Evangelio no es ni la inauguración ni la aprobación. De otro modo, la Iglesia no hubiera vivido durante varios siglos sin rendir a María los honores que reclamáis para Ella, sobre todo en los tiempos en que reinaba aún el primitivo espíritu cristiano y en que las enseñanzas de su Fundador no habían sido corrompidas por las tradiciones humanas". Ahora bien: es bastante fácil asentar, con la Historia en la mano, los orígenes del culto de la Madre del Salvador. Data del Concilio de Efeso, es decir, de la primera mitad del siglo V. Entonces, a continuación de la condenación de la herejía nestoriana, se de arrolló este culto y se extendió progresivamente por toda la Iglesia.
     Si les objetáis la imposibilidad de fijar en esa época los primeros comienzos de un culto religioso que se traducía, aun antes de ella, por monumentos consagrados a la Madre de Dios, tales, por ejemplo, iglesias, y probablemente también fiestas especiales, se resignan a confesar, aunque a la fuerza, que, ciertamente, esta práctica supersticiosa tenía ya algunas raíces en la segunda mitad del siglo IV. Pero desde los Apóstoles hasta los años en que ya se acentúa la decadencia del espíritu cristiano, es decir, durante los siglos heroicos del cristianismo, María no recibió culto alguno. Los monumentos o, mejor dicho, la ausencia de monumentos es prueba de ella.
     En vano le opondréis de nuevo que habrían podido honrar a la Santísima Virgen sin que nos quedase pieza alguna auténtica que atestiguase el hecho. Tantos monumentos que podía revelarlo han perecido durante la era de las persecuciones. Además, ¿podemos imaginar que los cristianos, tan solícitos en glorificar a los mártires, como lo demuestran infinidad de testimonios, descuidasen en su culto a la Reina de los Mártires? ¿Es probable también que ese culto de la Madre de Dios se revelase al mundo con tanto esplendor y universalidad en los tiempos posteriores si hubiese sido hasta entonces desconocido en la Iglesia? Si veis un río caudaloso corriendo con ímpetu no podéis creer que tenga su origen allí donde lo contempláis tan anchuroso, aun cuando no podáis remontaros hasta su fuente.
     Tales razones son decisivas contra nuestros adversarios o, mejor dicho, contra los adversarios de la Madre de Dios. Sin embargo, sería un consuelo incomparable escuchar directamente la voz de los primeros siglos de nuestra Era uniéndose a la voz de las edades sucesivas para celebrar las alabanzas de María. Dios ha querido darnos este consuelo, y esta voz la podemos oír. Uno y otra nos han venido de las catacumbas, es decir, de los subterráneos cavados por los primitivos fieles para depositar en ellos a sus muertos, para celebrar su culto y hasta para buscar un asilo en el tiempo de la persecución. Hablamos, sobre todo, de las catacumbas romanas, las más importantes, las mejor conservadas y las mejor conocidas. Allí ha recibido, en efecto, el protestantismo el más solemne mentís. Y esto es lo que nos proponemos poner en evidencia con ayuda de algunas consideraciones tomadas de las más graves autoridades, y en particular de los trabajos del caballero De Rossi, el feliz e incansable explorador de esos monumentos sagrados.

     II. Era como un axioma entre los protestantes que las representaciones de la Santísima Virgen, en general, y especialmente aquellas en que aparecía María con el atributo de su maternidad, es decir, llevando a Jesús en sus brazos, fueron ignoradas en la antigüedad cristiana; no databan, según ellos, sino de fines del siglo V. Ahora bien, este axioma está en oposición abierta, flagrante y palpable, con las revelaciones de las catacumbas. En efecto: aun cuando haya todavía cementerios muy imperfectamente conocidos y hasta totalmente inexplorados; aun cuando una multitud de monumentos hayan sido destruidos, y muchos otros, perdonados por el tiempo y las devastaciones, queden sepultados entre los escombros, se han descubierto ya pinturas, en número considerable, en las que se ve representada la Santísima Virgen, bien en los aposentos sepulcrales, bien en las paredes de las galerías subterráneas. Vamos a recordar las principales. Pero antes de emprender su descripción no será inútil una advertencia. Y es que tales pinturas se reducen a dos tipos generales. En unas aparece la Virgen con su Hijo en los brazos o sobre las rodillas. Este grupo la representa, pues, como Madre, y Madre de Dios. En las otras, Jesús no aparece. Generalmente, la Virgen está de pie, con los brazos extendidos, bajo la figura de una Orante. Era, en efecto, ésta una de las posturas más ordinaria para la adoración y la oración. ¿Por qué no ver en Ella a la Mediadora y, por consiguiente, a la Madre de los hombres?
     Imposible nos sería el estudiar aquí, ni aun sumariamente, todas las imágenes de María halladas en las catacumbas, aunque nos limitásemos a las de los cuatro primeros siglos de la Era cristiana. En la necesidad de elegir, hablaremos de las más antiguas, sin descuidar por eso, al menos de paso, el indicar pinturas similares de una época algo menos remota. Además de la ventaja de la brevedad, esta elección ofrece otras dos más importantes. Por una parte, no había ya ocasión de objetar, como a veces se ha hecho, que esos testimonios del culto a María son de fecha relativamente reciente y no demuestran claramente lo que hay que probar, es decir, la antigüedad absoluta de los homenajes rendidos por los cristianos a la Madre de Dios. Por otra parte, será para nosotros, hijos de María, un gozo incomparable el verla propuesta, desde el origen de la Iglesia, a las miradas y a la devoción de los fieles, tal como lo fue, por confesión misma de sus enemigos, en las edades subsiguientes. No olvidaremos tampoco las figuras de María grabadas sobre lo vidrios y cristales historiados, cuyos fragmentos se han recocido en lo: mismos cementerios; tanto más cuanto que ilustran, en ciertos casos, sobre el significado de los monumentos de que tratará nuestro estudio.
     Entre los cementerios cristianos, uno de los primeros, si no el primero, en fecha es el de Santa Priscila, llamado así porque la construcción de sus criptas más antiguas, las que fueron como el centro de toda la catacumba, es debida a Santa Priscila, madre del senador Pudente, contemporáneo y discípulo de los Apóstoles, y abuela de las vírgenes Práxedes y Pudenciana; por donde se ve que el cementerio pertenece, por su origen, a los tiempos apostólicos. Además de ser el más antiguo de los cementerios, sobrepuja también a los otros, según el célebre De Rossi, de acuerdo con Garruci y Bosio, por el número y variedad de imágenes de la Virgen, hasta el punto de que podría llamarse el cementerio o catacumba de María.
     M. de Rossi escribe de nuevo, a comienzo de sus Escovaziani e scoperte nel cimitero di Priscilla: "El cementerio de Priscilla es reputado por uno de los más antiguos, uno de los cementerios primordiales de la Iglesia Romana. En mis escritos le he confirmado generalmente la prerrogativa del más alto arcaísmo, y me parece que de hoy en adelante será aceptada por todos los que se entreguen a nuestros estudios. Esta necrópolis, en su región central (es decir, en la que fue el punto de donde irradiaron las galerías que se fueron abriendo), era riquísima en monumentos de todo género, pintura, escultura, arquitectura, epigrafía, de antiquísimo estilo. Allí, probablemente, descansó Priscilla, la fundadora del cementerio, madre de Pudente, contemporánea de los Apóstoles. Allí los topógrafos, las cartas publicadas bajo el nombre de Pastor y Timoteo, y los compiladores de los Martirologios históricos muestran las tumbas de Pudente, de sus hijas Pudenciana y Práxeres, del sacerdote Demetrio y de otros mártires cuya sepultura dícese que fue solicitada por aquellas dos santas hermanas en tiempo de Antonino Pío..." "Bullettino di Archeolopia crist.", 188).
     Según el mismo autor, esas criptas venerables y tan ricas en recuerdos cristianos de toda clase fueron devastadas primeramente por los godos, mandados por Vitiges en 537. En cuanto a los lombardos, hicieron destrozos horribles en los santuarios suburbanos, año de 755. Los sarcófagos fueron destrozados y reducidos a polvo, más aún en el cementerio de Priscila que en los otros hipogeos.
     La más notable de esas pinturas se ve en la bóveda de un aposento sepulcral, en la parte primitiva del cementerio. Representa a la Virgen sosteniendo en los brazos al Niño Jesús, "que se vuelve sobre las rodillas de su Madre con un movimiento completamente análogo al que le da Rafael algunas veces en sus Sagradas Familias" (Vitet, Journal des Savants, fév. 1866, p. 96). María viste túnica formando numerosos pliegues, y sobre la túnica, manto. Su cabeza está medio cubierta por un velo corto y transparente, según costumbre de las desposadas, de las recién casadas y de las vírgenes consagradas a Dios. Al lado de María hay un hombre de pie, vestido con pallium, que deja descubierto el hombro izquierdo. En una mano tiene un volumen enrollado y con la otra señala a una estrella. Los arqueólogos no están todos de acuerdo sobre el personaje designado por esta última figura. Algunos ven a San José, quizá a uno de los Magos. Según el caballero De Rossi, cuyo sentir va prevaleciendo cada vez más, sería uno de los dos profetas que anunciaron con más claridad el misterio de Belén, esto es, a Miqueas (Mich., V., 2, 3), o, más probablemente, Isaías, prediciendo la gran luz que se ha levantado sobre los hombres, que estaban sentados en la sombra de la muerte, y el parto virginal de la Madre de Dios (Is„ IX, 1, sqq.; VII, 14, sq.). Lo que hace más plausible esta última interpretación es que se encuentra la misma figura, y en la misma actitud, de pie delante de Jesucristo, simbolizado por el sol, en un compartimiento de un vaso con fondo de oro hallado en las catacumbas; y allí no es dudosa la identificación, porque otro compartimiento del mismo vaso lo representa aserrado en dos por los judíos, conforme a la tradición que cuenta San Jerónimo (Véase sobre la antigüedad de la catacumba y de la pintura a De Rossi, liorna sotterranea, t. I, pp. 188 y 193 (1864); item. Bulletino (1870), p. 56). Bosio (Roma sotterranea, pág. 245) nos ha conservado un fresco del cementerio de Calixto, muy semejante al que estudiamos, con la diferencia, sin embargo, que no hay en él estrella y que detrás de la Virgen y del Niño se ve en perspectiva la imagen de una ciudad, Belén, sin duda, tantas veces reproducido en los bajorrelieves y mosaicos de época más reciente.
     En cuanto al origen de la Virgen del cementerio de Priscila, Rossi no vacila en decir que fue pintada, si no en los tiempos apostólicos y, por decirlo así, bajo la mirada misma de los Apóstoles, a lo menos en los ciento cincuenta años primeros de la Era cristiana. La topografía del cementerio, la forma de las inscripciones halladas en la capilla misma de la Virgen y en toda la región próxima y, en fin, la clase de ladrillos empleados en la construcción, todo demuestra la más remota antigüedad. Pero la imagen misma es la que prueba claramente la fecha que le asigna el célebre arqueólogo. La pureza del dibujo, la libertad del pincel, la nobleza y la gracia de las figuras son de estilo clásico, comparable a las pinturas de Pompeya, por una parte, y por otra, notablemente superiores a los frescos de los aposentos vecinos a la cripta papal, en el cementerio de Calixto, bien que estos últimos no pueden ser posteriores a la primera mitad del siglo III. Todo este conjunto no permite, por consiguiente, retrasar este hermoso trabajo más acá de los límites asignados.
     Ya hemos dicho que esa pintura tiene otras análogas en los cementerios antiguos de la Roma subterránea, y hemos citado un ejemplo. Hay otros más. Tal es una pintura en la catacumba de Santa Inés, a la cual ha dado el P. Marchi gran celebridad. Es del cuarto siglo, como lo acreditan su forma y el monograma de Cristo que se ve a cada lado del asunto principal; pero, como ni la Madre ni el Hijo están nimbados, hay que asignarla más bien a la primera mitad de dicho siglo que a la segunda. En el centro de la escena aparece la Santísima Virgen con el Divino Niño de pie delante de su Madre. Dos orantes hacen frente al grupo y lo contemplan.
     Mártigny, en su Dictionaire des antiquités chrétiennes, describe otra imagen de la Virgen Madre, que tiene también al Niño Dios en sus rodillas. Pero tampoco pertenece, como ni las anteriores, al grupo histórico de la Adoración de los Reyes Magos. Ahora bien: esta pintura debe remontarse ciertamente al tiempo de las persecuciones; porque la copa en el fondo de la cual la trazó el artista cristiano demostraba todavía su origen, por las manchas de sangre, cuando Boldetti la recogió en el cementerio de Calixto.
     Pero volvamos a la catacumba de Santa Priscila. La segunda pintura al fresco que ofrece a nuestras miradas es la de la Adoración de los Mago (Está en la cripta central, llamada capilla griega por los fosores o sepultureros. Colocada en la clave de la bóveda en el lugar mas elevado, pertenece, según De Rossi, a la restauración de la capilla realizada hacia fines del siglo tercero. Quizá no sería más que el retoque de una pintura primitiva). Este asunto es muy familiar a los artistas de las catacumbas. Diríase que los primeros fieles, salidos de la gentilidad, no se cansaban de contemplar un misterio en el cual estaba promulgada tan claramente su vocación. Fuera del cementerio de Priscila hallamos el mismo asunto en el cementerio de Domitila, en la catacumba de Santa Inés y de San Sotero; en el cementerio de Ciriaco, en la vía Tiburtina, y en el de Transon y San Saturnino. Está dos veces repetido en el cementerio de los Santos Pedro y Marcelino, y dos veces también en el de Calixto. En todas partes recibe el Niño Jesús las ofrendas y Adoración de los Magos en las rodillas de su Madre, la cual parece estar asociada voluntariamente por el artista a los homenajes de que es objeto su Hijo. Lo más frecuente es ver a la Virgen sentada y a los Magos dirigiéndose al grupo formado por la Madre y el Niño; en tres o cuatro pinturas ocupa la Virgen el centro del fresco, y para igualar los dos lados de la composición disminuye o aumenta el número de los Magos (Los vasos historiados, llamados también con fondos de oro, de los que hablaremos muy pronto, reproducen abreviada la escena de la Epifanía. Por toda figura no hay más que un mago con sus presentes. Uno de esos vasos fue hallado, en 1766, en el cementerio de Santa Priscila, incrustado en la cal que cerraba el loculus de un niño): cuatro en el cementerio de Santa Domitila, dos solamente en el de los Santos Pedro y Damián. Por lo demás, estas representaciones pertenecen a diversas épocas. Las dos últimas que acabamos de recordar son, según De Rossi, de la primera y segunda mitad del tercer siglo.
     El fresco de Santa Priscila parece que tiene la primacía de origen. Se encuentra en lo que se ha convenido en llamar capilla griega. Vese en ella el número tradicional de los tres Reyes. Otro aposento del mismo cementerio ofrece una nueva escena de la Epifanía descubierta más recientemente. Está grabada a cincel sobre una placa de mármol que cerraba la tumba de una cristiana con este epitafio: Severa, in Deo vivas ("Severa, vive en Dios"). Aclamación —hace notar De Rossi— particular del estilo más antiguo de la epigrafía cristiana. Lo que distingue esta segunda representación de la primera es que hay detrás del sitial de la Santísima Virgen un hombre, joven todavía, y de pie, extendiendo las manos sobre la cabeza de María. El P. Marchi, doctísimo arqueólogo, pero aficionado en demasía a las interpretaciones simbólicas, ha visto en ese joven al Espíritu Santo, la virtud del Todopoderoso, cubriendo con su sombra a la Madre de Dios. Otros, en mayor número y, según parece, con más verdad, reconocen al esposo de María, San José, a cuya custodia fueron providencialmente confiados la Virgen sin mancha y el Niño Jesús; y esta última identificación se considera tanto más cierta cuanto que el personaje en cuestión está vestido con la túnica sencilla y corta propia de los artesanos.
      Se ve por esta figura y por otros monumentos en los que verosímilmente está representado San José, que el Santo Patriarca de las catacumbas no es el anciano cargado de años que algunos Padres orientales, entre ellos San Epifanio, han retratado sin duda bajo la influencia de los Apócrifos. Añadamos que bajo esta forma primitiva está el santo más en armonía con su doble oficio de esposo de la Virgen y Padre nutricio de Jesús.
     Pero volvamos al aposento sepulcral del mismo cementerio donde contemplamos a la Virgen con el Niño, el Profeta y la estrella, porque nos presenta otras tres pinturas igualmente dignas de atención.
     La primera es la del Buen Pastor llevando en sus hombros la oveja perdida y hallada: asunto que con más frecuencia y más amor reproduce la pintura, la escultura y el grabado entre todos los asuntos representados en las catacumbas. No queda sino la mitad de este bajorrelieve; la otra está totalmente destruida. Pero pinturas análogas, que se encuentran muchas veces en otras criptas, nos permiten suponer que habría en ésta una imagen de orante al lado del Pastor. Es, en efecto, un grupo bastante conocido en los antiguos cementerios de Roma. ¿Quién es esa orante, es decir, esa mujer, de pie al lado del Pastor, orando con los brazos extendidos y ligeramente elevados? La Santísima Virgen, dicen unos; la Santísima Virgen, a quien el Pastor viene a presentar la oveja perdida. Así veríase atestiguada desde entonces por un símbolo viviente esta verdad católica: María, nueva Eva, es la gran protectora de las almas, hasta de las menos fieles (Les Catacombes de Rome et la doctrine catholique, par Dom Maur. Wolter). Según otros, la Orante de esa clase de grupos es la Iglesia. Otros, en fin, ven en la Orante a la Virgen Madre y a la Iglesia: La Iglesia, personificada en la Virgen, y la Virgen, ejemplar y tipo de la Iglesia por su maternidad virginal (No hablamos aquí de las pinturas en las que el buen Pastor está rodeado de una o varias orantes. Porque entonces se comprende bastante bien que dichas orantes simbolizan a las almas de los difuntos encerrados en las tumbas, y las representan como perteneciendo, en calidad de ovejas al Pastor Supremo. Quizá podría exceptuarse, pero no con toda certeza, una escena del cementerio de Calixto, en la que la posición particular de una de las orantes en el grupo ha hecho creer a algunos arqueólogos que se trataba de la Santísima Virgen. (Véase a Raff. Guarrucci, Storia dell'arte crist., t. II, tav. 15) Tal es, según creemos, la opinión del caballero De Rossi; y lo que hace dicha opinión más probable es la costumbre que había, desde los tiempos más remotos, de expresar con una misma figura a la Madre de Cristo y a su Esposa. Ya hemos desarrollado con bastante extensión dicha figura, y no tenemos necesidad de explanar otra vez su prueba y la explicación.
     Permítasenos citar, traducido, un importante párrafo de De Rossi, relativo al asunto que nos ocupa. Habla de la imagen del Buen Pastor alternando en las criptas de Lucina con la de orante, y pregunta la interpretación que hay que dar a esta última: "Que se hayan pintado en los sepulcros figuras de hombres y mujeres en oración, para representar los difuntos, es una cosa muy corriente, de que la Roma subterránea daría pruebas numerosas. Pero se ha advertido, juiciosamente, que esas figuras son con más frecuencia de mujeres que de hombres, y que, además, la mujer orante es costumbre el representarla en frente del Pastor. El conde Grimaldo de San Lorenzo ha pensado que la orante así unida al Pastor era la Virgen María. Punto es este cuyo examen no quiero emprender, porque necesitaría una discusión demasiado larga y demasiado seria. Diré solamente que me parece muy evidente que las orantes de la clase de las que tratamos reclaman una interpretación más alta y más conexa con la imagen del Buen Pastor que la que ve simplemente en ellas una representación de las personas difuntas. Me parece, pues, o que debemos adoptar la idea del conde de San Lorenzo, o pensar en la Iglesia, Esposa del Pastor. De igual modo, en efecto, que en los escritos apostólicos y en los Padres más antiguos, la Iglesia fue personificada en una Virgen sin mancha, ni ruga, así en los monumentos la representan bajo la forma de una mujer, y de una mujer en oración, de una orante. Hoy convienen los arqueólogos en ello (cf. Garrucci, Museo Later., p. 120; Vetri, 2? ed., p. 102). Pero, porque no quiero emprender una disertación prolija, me abstengo de enumerar las pruebas de mi aserto, y me contento con señalar el hecho de que la tradición de ese símbolo se ha conservado hasta los siglos más cercanos a nosotros. En un rollo litúrgico para la bendición del Cirio Pascual, volumen adornado con miniaturas del siglo XI o XII, y conservado en la Biblioteca Barberini, una imagen de orante semejante a las de las catacumbas lleva este nombre: Ecclesia. Esto sentado, pienso que las dos interpretaciones de la orante yendo al par con el Pastor pueden fundirse en una sola: de modo que las confrontaciones que nos llevan a reconocer a la Virgen María, y las que favorecen las personificación de la Iglesia, no sean contrarias, sino que se acuerden entre sí y nos conduzcan al mismo punto. La Iglesia, en el lenguaje de la antigüedad cristiana, transmitido hasta la Edad Media, es llama Virgen y Madre. No citaré textos sin fin para probar una cosa tan obvia. Puédese ver entre los más antiguos la magnífica carta de Lyon sobre sus mártires (Euseb., V, 1); véase también cómo el autor de las actas de los Santos Nereo y Aquileo, queriendo hacerlas pasar por un escrito del primer siglo, introduce en ellas esta idea de la Iglesia Virgen Madre, Esposa de Cristo (Acta Santorum, t. III, maii, p. 8). En el Bautisterio mayor de la Iglesia, el de Letrán, hizo grabar Sixto III en letras mayúsculas un epigrama sobre el Bautismo y sobre la Maternidad de la Iglesia, donde se lee: Virgíneo fetu Genitrix Ecclesia natos.—Quos spirante Deo concipit, annue parit. Estas pocas nociones nos dan a entender que la Virgen Madre del Evangelio fue mirada como el tipo de la Iglesia; y San Ambrosio, en el cap. 14 de Institutione Virginis enseña expresamente que multa in figura Ecclesiae de Maria prophetata sunt.. Por consiguiente, la orante que acompaña al Pastor puede encerrar en sí, según la intención de los primeros fieles, las dos significaciones que resaltan de la confrontación de los monumentos antiguos, la de la Virgen Madre de Cristo, y de la Virgen Madre, Esposa de Cristo, la Iglesia" (G. B. de Rossi, la Roma sotterranca cristiana; t. I, c. 6. pp. 347 y sigs).
     Léese, además , en el Bulletino di Archeol. Crist., del mismo autor (t. V, pp. 84-85): "Cuando la orante, compañera del Pastor, es representada en las escenas de la celestial patria, personifica en María a la Iglesia de los Santos triunfando y rogando por sus hermanos que combaten en la arena de este mundo."
     Sea como quiera, que la Orante de pie junto al Pastor represente a María solamente, o a la Virgen personificando a la Iglesia, es siempre la Madre del Salvador la que tenemos ante los ojos. Por esta razón, De Rossi, cuyas opiniones son tan ponderadas, no ha vacilado en colocar esta clase de representación entre las Imágenes escogidas de la Santísima Virgen en las catacumbas romanas (G. B. de Rossi, Imagini scelte della B. Vergine nelle catacombe romane).
     Además de la Orante colocada al lado del Buen Pastor, ofrecen las catacumbas de San Calixto otra orante, sola, grabada sobre una piedra sepulcral, teniendo, como el Pastor, dos ovejas a sus lados, las cuales elevan hacia ella, como hacia el Pastor, una mirada llena de ardiente y tierna súplica. Claramente se ve que esta orante no puede representar al mártir o personaje enterrado en el aposento donde está reproducida. Es o la Iglesia o María, o una y otra a la vez, como decíamos arriba, tratando de otras pinturas análogas; y si hubiera que eliminar una de las dos, parece que deberíamos inclinarnos con preferencia hacia el simbolismo de la Virgen, porque Ella es a quien los monumentos designan más expresamente en esa actitud, como nos lo enseñan los vasos de que pronto trataremos. Sabido es que en las medallas bizantinas y en las obras del arte griego, en general la Virgen es representada a menudo en la actitud antigua de la oración. ¿No es razonable considerar en esta costumbre una prolongación de lo que se hacía en las primeras edades?
     La imagen de la Virgen Santísima  que primero estudiamos estaba a la izquierda del Buen Pastor. A la derecha, en la misma bóveda, aparece un tercer grupo compuesto de tres personas: un hombre, una mujer y un niño en actitud de orar, es decir, de pie, con los brazos extendidos. Es, dicen unos, la Sagrada Familia en el Templo de Jerusalén, pues así parece indicarlo la edad del niño; otros ven en esas tres personas la familia cuya era la tumba, sin que sea posible juzgar, por la ausencia de datos característicos, cuál de estas dos opiniones es más conforme a la verdad.
      Esta incertidumbre no la tenemos respecto a una pintura notable del mismo cementerio de Priscila que los inteligentes más concienzudos no vacilan en tener como el cuadro primero y el más antiguo de la Asunción. El Angel se ve sin alas, bajo la forma y rasgos de un joven. Está de pie, hablando a la Virgen, y la Virgen sentada en un sitial, probablemente para mostrar, por la diversidad de actitudes, la desigualdad en el mérito y en la dignidad.
     Monseñor Wilpert, explorando las galerías del cementerio de San Pedro y San Marcelino, descubrió un cubiculum medio enterrado en el escombro y notó sobre su bóveda pinturas cuyo estilo fija a su origen hacia mediados del siglo III. En uno de los cuadros vecinos a la entrada se encuentran representados una mujer sentada, y delante de ella un personaje que le dirige la palabra. A continuación se ve la adoración de los magos, los cuales muestran con la mano una estrella pintada bajo la forma preconstantiniana del monograma de Cristo, lo que autoriza a tomar el primer grupo por una escena de la Asunción; de aquí también la conclusión de que el grupo análogo del cementerio de Santa Pricila es verdaderamente es la pintura del mismo misterio, aunque críticos protestantes lo han negado (Vease a Orazio Marucchi, Revue de l'Art Chrétien, IIIe liv. ., p. 271).
     Mencionemos otra pintura, la última, que pertenece también al cementerio de Priscila. Nos muestra una Orante entre dos escenas. La orante es, verosímilmente, la persona enterrada en el arcosolium (Dase este hombre a los monumentos arqueados que se encuentran tan a menudo en las catacumbas, y generalmente, en todos los cementerios cristianos. El arcosolium era, pues, un sarcófago con un arco cimbrado encima. En la mayor parte de esos monumentos el espacio vacío circunscrito por el arco que remata la tumba está adornado de pinturas; algunas lleva además bajorrelieves sobre la delantera del sarcófago. Hay arcosolios que se acercan mucho a las formas de nuestros altares, de aquellos, al menos, que están apoyados en el muro. El sarcófago, en vez de estar colocado directamente bajo el arco, rebasa sobre el área de la cripta, y las caídas de ese mismo arco se sostienen en pies derechos y no sobre la tabla de mármol que sirve de cubierta a la tumba. Los arcosolios que contenían los cuerpos de los mártires estaban cavados en las capillas, donde se reunían las asambleas cristianas, y eran los altares donde se ofrecía ordinariamente el Santo Sacrificio. (Vease a Martigny, en las palabras Arcosolium y Altar). El primer grupo, a la izquierda, se compone de un anciano sentado en una cátedra, de una joven, de pie delante de él, y de un joven que está a la izquierda de aquélla. La joven lleva en las manos un velo largo, otros dicen una túnica; en todo caso están de acuerdo en ver el vestido que se usaba en la consagración de las vírgenes. Enfrente, y del otro lado de la orante, está una mujer sentada, como el anciano, con un niño en los brazos. He aquí la interpretación dada por el Abate Wilpert y aceptada como verdadera por De Rossi. El arcosolium donde está el fresco sería la tumba de una virgen consagrada a Dios, y esta virgen sería la orante. La escena de la izquierda reproduciría el acto de su profesión; la de la derecha, que el anciano señala a la joven con el dedo, representaría a la Madre de Dios, como el tipo, el modelo y la protectora de las vírgenes cristianas.
     Tales son los frescos relativos a la Santísima Virgen descubiertos en un solo cementerio, y, lo repetimos, el más antiguo, quizá, de todos, puesto que sus primeras criptas se remontan a los tiempos apostólicos. Hállase en ellos, en substancia, todo cuanto podría verse de María en los monumentos posteriores. Nada añadiremos a lo dicho, de paso, sobre las otras catacumbas. Esto basta para entender qué lugar tan importante ocupaban en dichos lugares las representaciones de la Madre de Dios.

     III. Hay otra clase de monumentos que no nos es permitido pasar del todo en silencio. Nos referimos a los vasos dorados, cuya fecha hay que fijar en los siglos III y IV. Se han recogido más de cuatrocientos fragmentos, ya de pequeñas copas con los pies redondeados en forma de óvalo, ya de cráteras con asas de una dimensión más considerable; estaban incrustados en el cemento de los loculi (Se llamaban así los nichos cavados en las paredes de los corredores y de las criptas para depositar a los difuntos). Estos fragmentos están adornados con figuras, y he aquí cómo las obtenían. El artista cristiano aplicaba al fondo del vaso una hoja de oro, sobre la cual grababa con el buril inscripciones, escenas y figuras bíblicas; después vertía por encima una capa de vidrio derretido, o bien, según otros, adaptaba sobre la hoja de oro una placa muy delgada de cristal, que, bajo la acción del fuego, se adhería al fondo de la copa.
     El doble fondo, envuelto en la argamasa, ha resistido a la acción del tiempo, mientras las frágiles paredes del vaso, que nada protegía, han sido destruidas casi totalmente. Apenas si hasta ahora han sido descubiertas dos o tres copas intactas. Quizá no se clavaban en el cemento más que pedazos de vaso. Sea como quiera, ello es que los cristianos se servían de vasos así decorados en los ágapes que seguían a las solemnidades del bautismo, del matrimonio y de los funerales, o también en las fiestas públicas de los mártires y de los santos. De aquí resulta la gran importancia que tienen en el asunto que tratamos.
     Ahora bien: gran número de esos vasos representan a una mujer en la postura ordinaria de la oración, es decir, una Orante. Aunque a veces se pueda dudar si el artistas pretendió grabar la imagen de la Madre de Dios, con harta frecuencia también es imposible dudarlo, porque al pie de la figura se lee con todas sus letras el nombre de María. El P. Rafael Garruci ha publicado varias de estas imágenes, que pueden hallarse explicadas y reproducidas en su obra sobre los Vasos historiados de las catacumbas. En unas está la Virgen de pie, con los brazos extendidos, entre San Pedro y San Pablo; en otras aparece en la misma actitud, pero entre dos árboles. Hay, además, el singular pormenor de que los dos Apóstoles tienen cada uno un rollo, o en la mano, o muy cerca de ellos, a la altura del rostro. Esos volúmenes serían las Escrituras, según la interpretación más probable. Por lo demás, la edad de los monumentos se determina, no sólo por los escombros entre los cuales han sido descubiertos, sino también por la forma misma y la disposición de las vestiduras.
     Para darse cuenta de las interpretaciones de esas diferentes imágenes de orantes son indispensables algunas advertencias.
     La primera se refiere a los dos Apóstoles Pedro y Pablo. Otros monumentos los muestran también teniendo entre ellos, uno a su derecha, otro a su izquierda, una orante; y esta orante no puede ser María, porque otro nombre es el que está grabado: el Agne, por ejemplo, o el de Peregrina; o también, como en el célebre sarcófago de Zaragoza, el de Floria. Ahora bien: los dos apóstoles, en esas imágenes, significan a la Iglesia, al menos según una opinión muy verosímil (R. Garrucci. Vetri, p. 27, n. 7). De donde se sigue que la Orante designada con el nombre de María no puede ser la personificación de la Iglesia, sino que significa simplemente la Madre de Dios.
     La segunda advertencia concierne al simbolismo de los árboles sustituyendo a los dos Apóstoles en algunas imágenes de orantes. Según algunos, esos árboles (y lo mismo decimos de las espigas gruesas y granadas que a veces los acompañan o los reemplazan) figuran también a la Iglesia, pero sobre todo a la Iglesia triunfante, porque los Padres acostumbraban a comparar a las almas santas, ya con los árboles frutales, ya con un trigo escogido. Es la explicación que da el P. Garrucci. Según otros, y esta segunda explicación no difiere, en el fondo, de la primera, esos emblemas serían figuras del Paraíso. En efecto, para los Padres antiguos, el Paraíso es el vergel eterno, morada de los santos placeres, en donde incesantemente flores se abren y frutos maduran. Con símiles análogos describe Saturno el cielo de los elegidos en las Actas de Santa Perpetua y de sus compañeros de martirio: Quasi viridariun, arbores habens rosas et omne genus flores (Act., c. 11). En el capítulo III de las mismas Actas se ve a los mártires reunidos en ese celestial vergel, "a la sombra de grandes rosales que una suave brisa deshojaba continuamente; allí se recreaban hasta saciarse de perfumes inenarrables: in viridario, sub arbore rosae... odore inenarrabili alebamur, qui nos satiabat". Así los textos responden a los monumentos, y lo que éstos podrían tener de oscuros se aclara con la luz de aquéllos (El Abate Martigny, Dictionnaire... en la palabra "Paradis"). Por consiguiente, esa figura de Orante que representa a la Virgen, ya entre los Apóstoles, ya, principalmente, entre dos árboles, imagen abreviada del Paraíso, es María en la gloria. Y ¿qué conclusión sacar de estas figuras sino que está allí en su oficio de mediadora, revelado por su actitud suplicante?
     Ultima advertencia: La costumbre de orar en pie no era exclusiva entre los primeros cristianos. Oraban también de rodillas o postrados. Los Hechos de los Apóstoles nos ofrecen ilustre ejemplo: "Y habiéndonos puesto de rodillas sobre la orilla, hicimos oración", dice el compañero de San Pablo (Act., XXI. 5). Encontramos otra prueba en la Vida de Santiago el Mayor, cuyas rodillas estaban endurecidas como las de un camello por causa de sus largas y frecuentes oraciones. Tercer ejemplo, en las Actas del martirio de San Ignacio (Ruinart, t. VII, p. 10). Superfluo es buscar otras pruebas (Puédese leer sobre este asunto el Abate Martigny, Dictionnaire..., en la palabra "Priére").
     Insistamos en un particular muy importante. Y es que los primeros cristianos habían adoptado este último modo de orar como señal de duelo y demostración de dolor y tristeza. Así, Nuestro Señor tomó esta actitud humillada en su oración en el huerto de Getsemaní (Luc. XXI, 41). La Iglesia primitiva, modelando su modo de orar en el de Cristo, había prescrito, desde el principio, que se orase de pie los domingos y durante el tiempo pascual, en señal de alegría, y de rodillas ordinariamente el resto del año, en señal de penitencia. Esta regla está mencionada por Tertuliano (Tertullian., De corona militis, c. 3. P. L., II), por el autor de las Preguntas y respuestas a los ortodoxos, atribuidas por error a San Justino (Quaest, ad Orthod., resp. 117. P. G., VI, 1363), y por un curioso párrafo de San Jerónimo, en el cual leemos: "San Pablo se quedó en Efeso hasta Pentecostés, tiempo de alegría y de victoria, en que no doblamos las rodillas ni nos postramos en el suelo, sino que, resucitados con el Señor, nos dirigimos en pie hacia el cielo".
     S. Hieron., in Prologo Comment. ep. ad Ephes., P. L., XXVI, 442. ¿No podemos atribuir a esta antigua costumbre la actitud que tomamos para rezar el Angelus en el tiempo pascual y en los domingos? En la primitiva Iglesia, los catecúmenos oraban de pie, como los fieles, pero con la diferencia, sin embargo, de que éstos levantaban un poco la cabeza hacia el cielo (Tertull., de Corona c. 3), mientras que aquéllos la inclinaban ligeramente, porque no habían obtenido todavía por el Bautismo el título de hijos del Padre que está en los cielos, lo que nos vuelve a llevar a las ideas anteriormente expresadas.
     Ahora bien: las imágenes de cristianos orando de rodillas faltan completamente en los monumentos de las catacumbas, lo que parecería dar la razón a los que ven generalmente en los orantes representadas en las tumbas otras tantas figuras de almas glorificadas, a menos, sin embargo, que ciertos signos característicos excluyan ese simbolismo (Véase sobre esos diferente puntos a Martigny, 1. c.). Una medalla conservada en el museo cristiano de la Biblioteca Vaticana muestra a San Lorenzo extendido en la parrilla y su alma volando al cielo en forma de una orante. Las Actas de San Pedro y San Marcelino refieren también que se vieron las almas de los dos mártires subir al cielo bajo la figura de dos jóvenes ricamente vestidas. Lo que inclinaría a confirmar este modo de ver son las inscripciones que acompañan frecuentemente a esas imágenes: Cum Deo in pace; In pace anima ipsius, y, más expresamente aún, Vivis in gloria Dei. Sea como quiera, de esta inducción general no hay duda cuando la Orante lleva las atribuciones de la gloria; si, por ejemplo, aparece en medio de árboles y de flores, entre Pedro y Pablo, símbolos de la Iglesia triunfante, como sucede con la Madre de Dios. Por consiguiente, lo repetimos, nuestras orantes simbolizan a María bienaventurada y gloriosa, y a María en el acto de perpetua súplica, propio de la Madre de los hombres; tal, en fin, como los Padres nos la han descrito después de su admirable Asunción. No iremos más allá en estas descripciones e inquisiciones. Que los que deseen más amplios informes vayan a las obras mencionadas, y muy especialmente a la colección de las Imágenes de María en las catacumbas, publicada por De Rossi.
     Debemos no obstante, indicar, siquiera por recuerdo, algunas otras figuras de la Santísima Virgen. La primera ha sido hallada por el P. Arturo Martín (V. Hagioglpt., p. 36) sobre una tumba de mármol, de un estilo bárbaro, en la cripta de Santa Magdalena, en San Maximino. Representa a María de pie, en actitud de orar, es decir, con las manos extendidas en la forma de los orantes y vestida de dalmática. En lo alto se lee la inscripción: María Virgo Minister de Tempulo Jerosale. Lo que prueba, digámoslo de paso, que en la época en que fue erigido ese piadoso monumento habría ya corrido entre los fieles la creencia tradicional de que María había sido ofrecida al templo desde su infancia.
     M. Rohault de Fleury (La Ste. Vierge, Etudes archéol. et inconogr., T. I, ch. 2) habla también de una imagen de la Visitación, que sería la más antigua de las representaciones de este misterio, y que él asegura ser anterior al año 340. Está reproducida sobre piedra dura, depositada en el Gabinete de Medallas de París, en el núm. 1332. Tiene de dimensión como 13 mm. por 16. Las dos primas se abrazan mutuamente, y entre ellas se ve una estrella y una media luna.

     IV. Llegada es la hora de sacar nuestras deducciones en favor de la antigüedad del culto de María. Ahora bien: nada es más fácil, aun con la sola ayuda de los monumentos que hemos citado. Y los protestantes lo han comprendido bien, porque han hecho todos los esfuerzos posibles para arrojar la duda sobre la edad de esas imágenes o sobre la identificación con la Madre de Dios; tan persuadidos estaban que, una vez admitidas estas dos nociones, tendrían que confesar que el culto de los cristianos hacia María no es una invención posterior al Concilio de Efeso, sino que arraiga en la más remota antigüedad, en esa antigüedad de la que tanto han celebrado, para oponerse a nosotros, la pureza de doctrina y la perfecta ortodoxia. Lo que hemos dicho, de acuerdo con los grandes maestros, nos dispensa de tener que establecer de nuevo los dos puntos combatidos. Por otra parte, las negaciones han tenido que atenuarse y desaparecer en un gran número de adversarios, ante las pruebas convincentes y sin apelación que hemos señalado.
     De Rossi, en uno de los boletines de arqueología cristiana (Edición francesa por el abate Duchesne, 3 serie, 5° año, 1880, pp. 22 y sigs. ), volviendo a tratar de "la más antigua de las pinturas de la Virgen María que se conoce hoy en los cementerios romanos", escribe a este propósito: "Era natural que un resultado semejante, y los razonamientos en que se apoya, excitasen en algunas personas desconfianzas y repugnancias que provienen de opiniones preconcebidas y de prevenciones extrañas a la ciencia y a la arqueología. Siento que un libro serio, como el Dictionary of Christian Antiquities, de Smith haya merecido la censura severa, pero justa, que le impone la docta e imparcial crítica del abate Duchesne. En la Historia del arte cristiano, el segundo y el sexto siglo están caracterizados de una manera tan distinta, que la confusión entre ellos es imposible y adsurda... Tales extravagancias se refutan por sí mismas; no obtienen el menor crédito entre los sabios, y los inteligentes aun protestantes. Mi estudio sobre la edad de esta pintura tropezaba con el prejuicio que entonces corría, aun entre los católicos, de que las  con su divino Hijo en los brazos, no se habían hecho sino después de la condenación de Nestorio en el Concilio do Efeso. A pesar de esto, fue acogido dicho estudio con gran atención, sobre todo en Alemania. Ultimamente, el Sr. Víctor Schultze, que había tomado sobre sí la tarea de rebajar en lo posible la importancia del monumento y contradecir mis razones, se ha visto obligado a convenir en que se puede colocar la fecha del año 150 al 170, en tiempo de los dos primeros Antoninos."

     Arrojados de esta primera posición, los adversarios del culto de la Santísima Virgen se refugian en otra. Si los creemos, esas figuras de María, frescos, bajorrelieves o representaciones grabadas de Orantes, no tienen relación alguna con el culto de honor que nosotros pretendemos atribuirles. Son puramente escenas históricas o adornos accesorios, únicamente destinados a ornamentar las tumbas. Dos afirmaciones igualmente contradichas por los hechos. Aun cuando la simple representación de la Virgen en una escena de la Epifanía podría no ser más que un cuadro conmemorativo del relato evangélico, ¿habría derecho para formar el mismo juicio sobre la pintura tantas veces repetida, más aún, puesta por todas partes en sitio de honor como el motivo dominante del cuadro? Además, ¿cómo tener por representación puramente histórica la imagen de María separada de los Magos y pasando delante de nosotros junta con el Niño Jesús, como es la del cementerio de Priscila?
     Habría que decir también, por consiguiente, que el Salvador, bajo cualquier forma que aparezca, ya en brazos de María, ya como Pastor, no prueba nada en favor del culto que le rendían nuestros Padres. ¿Hubieran aquellos cristianos de las primeras edades multiplicado así las figuras y símbolos de la Madre de Dios si no hubiesen tenido en sus corazones para con Ella la estima, la veneración y el amor mismo que nosotros sentimos en los nuestros?
     Hemos dicho que la Santísima Virgen, eh las diferentes escenas, está con su Hijo en el sitio de honor. Lo que prueba también que no está allí como cualquier personaje secundario en una escena histórica; aparece sentada, y en una cátedra con palio análoga a la de los Obispos: símbolo, por consiguiente, del poder y de la grandeza; adornada con vestiduras más ricas de las que llevó siempre en su vida mortal. Es, pues, un personaje honrado y venerado.
     Si queréis otras pruebas recordad esta verdad cierta: que María, en las catacumbas, es más de una vez la personificación de la Iglesia, y, sobre todo, de la Iglesia triunfante; no ya una sombra cualquiera de la Iglesia de Cristo, sino más bien el ejemplar divino sobre el cual está moldeada la Iglesia. ¿Puede haber para la Virgen alabanza más alta?
     Además, y por aquí llega hasta la evidencia la verdad de nuestra conclusión, María, en esas figuras de orantes se ofrece a nosotros como la Mediadora de intercesión, Mediadora glorificada, puesto que los símbolos accesorios que la acompañan la muestran en el seno de los vergeles eternos; Mediadora perpetua, puesto que siempre tiene los brazos extendidos y las manos elevadas en oración. Y no decidme que esto no prueba en modo alguno que se le rindiese culto de honor. No os hubiera parecido esta respuesta plausible cuando tales monumentos yacían todavía envueltos en el polvo. Seguramente que si algún sabio católico hubiese presentido desde entonces los descubrimientos hechos después, nuestra persuasión de que la antigüedad cristiana no rendía culto alguno a la Virgen os hubiera hecho rechazar su predicción como una quimera.
     Pero nos sugieren las catacumbas otro argumento, del todo decisivo. Los cristianos de entonces, como los de ahora, invocaban a María como a su Mediadora delante de Dios. Si lo dudáis, leed las inscripciones de los cementerios más antiguos. He aquí algunas: "Sutius, ruega por nosotros a fin de que seamos salvos." "Augenda, vive en el Señor e intercede por nosotros." "Matrona, ruega por tus padres; vivió un año y cincuenta y dos días." "Atico, duerme en paz, seguro de tu salud, y ruega con empeño por nuestros pecados." (Hallado en Roma, cerca de Santa Sabina, en 1873) "Atico, tu espíritu vive en el Bien: pídele por tus padres." (Cementerio de Calixto.) "Sabacio, dulce alma, ruega por tus hermanos y tus compañeros." (Cementerio de los Santos Giordano y Epímaco.) "¡Ojalá que vivas en Dios y ruegues por nosotros!" "Ibas, está en paz y ruega por nosotros." (Dos inscripciones griegas del cementerio de Domitila). De manera que de todas las catacumbas se levantan por centenares voces que atestiguan el dogma católico de la invocación de los Santos, tan calumniado por nuestros adversarios (Sabido cuanto se han burlado de la costumbre de poner exvotos ante las imágenes de María y de los santos, en prueba de gratitud por las gracias obtenidas mediante su intercesión. Según ellos ha sido menester toda la ignorancia de la Edad Media para introducir una costumbre tan supersticiosa. Ignoramos si una más detallada exploración de las catacumbas nos mostrará algún día establecido este uso desde los primeros siglos de la Era cristiana. Lo que sabemos muy bien es que desde la primera mitad del siglo quinto estaba en pleno vigor, y que por consiguiente, hay que volver muy atrás para hallar su origen.
     Tenemos en este asunto un testimonio valioso de Teodoreto; testimonio tanto más decisivo cuanto que él habla de esta práctica como de cosa corriente, y que salta a los ojos de todos, incluso de los mismos paganos); hemos dicho de los Santos, y no sólo de los mártires, porque esto es lo que dichas inscripciones demuestran hasta la evidencia.
     Ahora bien; preguntamos: si los cristianos invocaban a sus mártires, y no sólo a sus mártires, sino a sus hermanos salidos de este mundo para entrar en la paz eterna y vivir en Dios, ¿cómo no rendir el mismo culto de oración a la Madre de Dios, a la que se complacían en representar asociada a los homenajes ofrecidos a su Hijo por los Magos de Oriente, sentada siempre en el sitio de honor entre los amigos de Dios, sus abogados, en la actitud de la Orante suprema, en el seno de la gloria?
     Leemos en un sermón de San Juan Damasceno: "Siempre que miro una imagen de la Virgen María, Madre de Dios, digo en seguida: Inmaculada Madre de mi Dios, Madre de Cristo Dios, ruega a tu Hijo y mi Dios para que tenga piedad de mí en su misericordiosa bondad. Y es que la súplica de su Madre es poderosa sobre el corazón tan tierno del Señor. Así, pues, oh, Virgen excelentemente digna de veneración, no desprecies la oración de los pecadores, porque es misericordioso y poderoso para salvarnos Aquel que se dignó sufrir por nosotros la muerte, y la muerte de cruz" (Opusc., adv. Iconocl., Joan Damasc. sive Joann. Patriarc Hierosol., n. 14. P. G.). Lo que decía y pensaba San Juan Damasceno, ¿por qué no habrían de pensarlo y decirlo ante las mismas imágenes los cristianos de las primeras edades? ¿Hay algo más natural a la piedad cristiana? Tanto más cuanto que lo pensaban y decían a vista de otras imágenes, según atestiguan los textos contemporáneos; tanto más cuanto que su postura misma de Suplicante les invitaba a ello más vivamente aún que si en cualquiera otra actitud estuviera; porque dicha postura recuerda claramente el oficio de Abogada por excelencia atribuido por los Padres a María desde el siglo II (S. Iren., Haeres. P. G. VII, 1175).
     Suponed un protestante que entra en una iglesia católica, y preguntadle en qué señales conoce que allí se veneran los Santos, y más particularmente a María. Os mostrará los cuadros donde están representados, en las paredes y altares, y en sitio más honorífico, después de la estatua de Cristo, la de su divina Madre. Estas serán para él señales manifiestas de que el culto tan aborrecido a las imágenes y Santos, de los cuales son aquéllas la reproducción, está en honor entre los cristianos que vienen a orar a dicho templo. Por esto mismo, cuando la Reforma hubo rechazado el culto de los Santos se dió tanta prisa a quitar las imágenes de los templos y a hacerlas pedazos. Por consiguiente, lo repetimos, puesto que los cristianos de las primeras edades, en la época en que acababan de desaparecer los Apóstoles, representaron en los lugares destinados al culto, no sólo la imagen del Salvador, sino también la de su Madre, y en las condiciones dichas, esto es una demostración clara y patente de que rendían culto religioso a los ejemplares de dichas imágenes.
     Es costumbre general reducir a tres partes principales el culto que rendimos a los Santos, y muy especialmente a la Madre de Dios: culto de honor, culto de invocación, culto de imitación. Ahora bien: he aquí lo que nos han demostrado los monumentos de las catacumbas. Culto de honor: nadie está junto a Jesús, en el primer lugar, como su divina Madre, María. Culto de invocación: mirad a la Orante perpetua ante el Buen Pastor y en las glorias del paraíso. Culto de imitación: acordaos de la escena en que el Pontífice pone ante los ojos de la joven virgen, cuya consagración recibe, a María, tipo, modelo y perfecto ejemplar de la virginidad.
J. B. Terrien S. J.
LA MADRE DE DIOS...