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miércoles, 25 de febrero de 2015

¿LA VIRGEN, MENOS VERÍDICA QUE LOS APÓSTOLES?

CIEN PROBLEMAS SOBRE CUESTIONES DE FE
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¿LA VIRGEN, MENOS VERIDICA QUE LOS APOSTOLES?
     Para que una verdad sea de fe debe estar contenida en la Sagrada Escritura o en la Tradición Apostólica, la cual se cerró con la muerte del último Apóstol. Ahora me pregunto: si la Virgen hubiese revelado, por ejemplo, en Lourdes misterios divinos no contenidos en el susodicho depósito de la fe, ¿por qué no deberían creerse con la «misma fe» con que creemos en las verdades enseñadas por los Apóstoles? También la Virgen selló su aparición con tantos milagros, como, para convalidar la enseñanza divina, por tantos milagros fue acompañada la vida de Jesús y de los Apóstoles. (C. R.—Salerno.)

     Es gracioso, lectores míos, y es la primera vez que lo oigo. ¡Sería verdaderamente bonito que debiésemos dar menos crédito a la Virgen que a los Apóstoles!
     No quiero detenerme en la Innegable diversidad de certeza histórica entre las apariciones privadas de Lourdes —aunque son también ciertas— y la larga y pública vida y testimonio de Jesús y de los Apóstoles.
     La respuesta esencial se basa en la distinción entre las verdades católicas ciertas y las de fe, entendiendo ésta en sentido pleno: esto es de fe divino-católica. Estas últimas añaden a la certeza infalible la sumisión privada y pública a Dios revelador. Se refieren, por tanto, sólo a la enseñanza dada personalmente por Jesús y que quiso confiar enteramente a los Apóstoles —como representantes suyos oficiales y jerárquicos—, bien durante su vida, dentro de los límites de su capacidad de comprensión, bien después de la Ascensión; con las aclaraciones complementarias y completivas del Espíritu Santo, clausurada con la muerte del último Apóstol (véase Juan, XIV, 26; XVI, 12-13); enseñanza transmitida íntegramente por la Iglesia Católica. Un ejemplo de verdad católica infaliblemente cierta, pero no de fe, son el proclamar santos, realizado por la Iglesia en las solemnes canonizaciones; no son verdades reveladas por el Divino Redentor, por la sencilla razón de que esos santos no existían en tiempo de Jesús y de los Apóstoles.
     Una hipotética revelación ulterior de un misterio divino, hecha en una aparición cierta (no sólo testificada por el vidente, sino aprobada por la Iglesia) de la Virgen Inmaculada, sería, por tanto, cierta —con un grado de certeza proporcional a la seguridad de la aparición— pero no de fe católica, porque no entraría en la revelación pública hecha durante la vida de Jesús en la tierra, confiada por completo a los Apóstoles y, mediante ellos, a la Iglesia. Esta distinción no depende, pues, puramente de la diferencia entre revelación pública y privada. Aun suponiendo que se trate de apariciones y revelaciones de la Virgen, no ya fundadas en la sola veracidad del vidente o de los videntes, sino también en una pública aprobación de la Iglesia (como en Lourdes y semejantemente en Fátima), serían siempre comunicaciones celestiales hechas fuera de la revelación de Jesús y de los Apóstoles, y por eso no de fe católica.
     Es verdad que habría una sumisión a Dios —aparte la certeza—admitiendo asimismo una eventual revelación segura hecha hoy por la Virgen, como por un santo, de un misterio divino. Desde este punto de vista no sería erróneo hablar de «fe divina», pero no católica.
BIBLIOGRAFIA
Bibliografía de la consulta 17.
Pier Carlo Landucci
CIEN PROBLEMAS SOBRE CUESTIONES DE FE

martes, 24 de febrero de 2015

Quid fecisti?

¿Qué has hecho?

     Verdaderamente, el infeliz Pilatos no sabía a quién se dirigía.
     Porque si no ¿cómo hacer semejante pregunta?
     Y, misericordiosamente, Jesús no le respondió.
     Si hubiera querido avergonzarle públicamente y avergonzar también —si eran capaces de vergüenza— a aquellos príncipes del pueblo judío que le habían entregado al juez romano, hubiera bastado con responder a aquella pregunta.
     ¿Qué has hecho, Señor?
     Beneficios, y sólo beneficios; prodigios de amor y milagros de misericordia.
     Y así te pagamos los hombres.
     Por eso no respondes a Pilatos, porque no quieres avergonzarnos echándonos en cara nuestra ingratitud cruel y vergonzosa.
     Mas llegará un día en que la pregunta no te la harán a Ti, Señor, sino que serás Tú quien me la haga a mí y a cada uno de los hombres.
     Y todos tendremos necesariamente que responder a ella.
     Yo no sé, Señor, lo que los otros podrán responder.
     Pero, ¿qué te responderé yo cuando Tú, Juez supremo constituido por el Eterno Padre, llamándome por mi propio nombre, me preguntes: Quid fecisti? ¿Qué has hecho?
     Ahora me das tiempo para preparar esa respuesta.
     Y yo quiero, Señor, que Tú puedas aceptarla como buena y como digna de la recompensa eterna que tienes preparada para tus elegidos.
     ¿Qué he hecho, Señor?
     Hasta ahora, mostrarme ingrato a tus favores, infiel a mis propósitos, negligente y descuidado en el cumplimiento de mis obligaciones, cobarde ante los sacrificios, miedoso ante las dificultades...; en una palabra: mostrar lo que soy por mi egoísmo, que me lleva a pensar sólo en mí...
     ¿Qué he hecho, Señor?
     Permíteme que te responda más bien lo que deseo hacer con tu gracia en adelante, lo que quiero poder responderte cuando Tú me hagas esta pregunta en ese Tribunal supremo en que seré juzgado y del que no hay apelación:
     quiero, Señor, cumplir siempre y en todo, en lo grande y en lo pequeño, en lo fácil y en lo difícil, tu santa voluntad.
     Este es mi deseo único.
     Dame tu gracia para poderlo realizar.
     Y que cuando vengas a preguntarme: Qui fecisti?, pueda responderte con toda verdad:
     Señor, he cumplido tu voluntad.

Alberto Moreno S.I.
ENTRE EL Y YO

lunes, 23 de febrero de 2015

SAN IGNACIO DE LOYOLA (20)

LIBRO IV
EL FUNDADOR DE ORDEN RELIGIOSA
Capítulo Décimoctavo
LAS CONSTITUCIONES

     La Bula de Paulo III daba a la Compañía un estatuto canónico y un bosquejo de legislación. Muy pronto se reconoció que este bosquejo era insuficiente. Ya vimos que el 4 de marzo de 1541, Iñigo y sus Compañeros interpretaron ese texto, precisando cuarenta y nueve puntos (1).
     No había en eso ni política fraudulenta, ni temeraria audacia. Paulo III al registrar la fórmula del Instituto, que los iñiguistas le presentaron por medio del Cardenal Contarini, les reconoció y concedió el derecho de hacer unas Constituciones para la Orden como lo juzgaran conveniente y además es manifiesto, cuando se examinan los puntos fijados en 1541, que sus desarrollos prolongan las líneas de la Bula en el mismo sentido en el que ya iban dirigidas. El edificio se levantó y engrandeció, pero conforme al reducido plan trazado desde un principio.
     Este ensayo de legislación concierne sobre todo a la enseñanza de la doctrina cristiana a los niños, y a la manera de vestir y calzar. Ignacio considera estos puntos ya fijos, como teniendo fuerza de ley, aunque declara su redacción provisoria. Promulgó esos artículos, con ese doble carácter, en una carta a Laínez, (2) fechada el 18 de marzo de 1545. Al mismo tiempo advirtió por una circular a todos los suyos que Paulo III había quitado la restricción hecha a la Compañía de Jesús, de no pasar del número de sesenta sus miembros; podría ya desde entonces reclutarse sin límite alguno. (3)
     Desde el momento en que se amplía así el horizonte y que a través del favor del Papa que crece se transparentaba el aliento divino a proseguir audazmente la obra comenzada, es probable que Ignacio, ya en 1543, se ocupaba de las futuras constituciones. Tenemos esta seguridad formal, de parte de Domenech, en una carta del principio de 1544. (4) Pero ese trabajo debe entenderse un trabajo fragmentario, al capricho de los tiempos libres, que son pocos, y de las reflexiones que son lentas. Iñigo tenía mala salud, estaba muy ocupado, y nunca tuvo la costumbre de precipitar el trabajo.
     La experiencia y la voluntad de Dios son sus dos grandes reglas de conducta. Cree en los hechos, y cree también que por los acontecimientos habla la Providencia divina. Primero, observa el rendimiento de la maquinaria que ha construido. Sus compañeros ejercen su apostolado en países y bajo formas múltiples. Tal diversidad, es una experiencia preciosa. Gracias a las frecuentes correspondencias en las que quiera que cada uno de los obreros se acostumbre a contarle lo que hace, el jefe de la Compañía puede medir personalmente el justo alcance o la no conveniencia de los medios empleados para el fin propuesto. El mismo, en Roma, no se absorbe por completo en el trabajo de administración. Cierto, recibe (5) gran cantidad de cartas, y escribe otras con gran trabajo; (6) trata con muchas personas, españoles de marca, Prelados y Cardenales de la Curia Romana; y sus audiencias le quitan demasiado tiempo; pero su celo encuentra todavía tiempo para oír confesiones, acoger a los judíos convertidos y a las pecadoras arrepentidas. Este trabajo personal controla el de los otros, y en todo caso enriquece su experiencia.
     En la obra del Código de la Compañía de Jesús, Ignacio procede como lo hizo en la redacción del libro de los Ejercicios, y como quiere que el ejercitante, formado por él, lo haga para el reglamento de su vida personal: anotar las luces de lo alto y las lecciones de los hechos, a medida que se presenten. En eso está la prudencia cristiana. Un libro iluminado como un cielo de estío, un libro sólido como el granito de las montañas, saldrá de esta lenta elaboración.
     Por los papeles de los Archivos sabemos que, a partir de 1542, no tardó en tomar algunas decisiones, especialmente sobre la fundación de los Colegios y sobre la pobreza. (7) La donación de la iglesia de Nuestra Señora de la Strada, hecha por Pedro Codacio, es aprobada (8) por el Papa (24 de junio de 1541) y presenta desde luego candente la cuestión de si el Santuario, a defecto de la Comunidad, podría poseer algo. El problema fue resuelto afirmativamente, conforme al uso de las Ordenes mendicantes reconocido como legítimo por todos los canonistas (9). Pero esta solución no agradó mucho tiempo a Ignacio. A principios de 1544 comenzó a reflexionar detenidamente sobre el caso; y al mismo tiempo que, durante esta deliberación, tenía el cuidado de estudiar las reglas de todos los otros institutos religiosos, imploraba ardientemente la luz del cielo. Tenemos una parte de su diario de 1544 y 1545. (10) En él vemos con qué increíble perseverancia y con qué admirables escrúpulos trataba de arrancar al Señor el secreto de su voluntad acerca de la pobreza que convenía a las casas profesas de la Orden. Cuarenta días de esfuerzo son necesarios antes de llegar a la decisión en plena luz.
     Hacia esta época también el fundador pone por escrito sus puntos de vista acerca de las misiones, (12) para las que el Papa pide sujetos de la Compañía. Luego vendrán los ordenamientos para las casas de estudios, (12) notas sobre los impedimentos (13) que pueden apartar de la Compañía a un candidato, sobre la ambición de puestos honoríficos, (14) sobre los ministerios que hay que evitar (15).
     A pesar de todo esto, el trabajo avanzaba lentamente. Muchos menesteres diversos disputaban las horas a Ignacio, y no tenía a su disposición sino secretarios eventuales. Coduri, que le hubiera sido su auxiliar precioso, le había sido arrebatado por una muerte prematura; Javier había partido para Lisboa y las Indias; los otros, que vinieron después, eran demasiado jóvenes para servir de otra cosa que de amanuenses; Frusio, Nadal, Rivadeneyra, Domenech, Ferrón, tuvieron ocasiones de prestar su pluma a su venerado maestro y Padre (16). Fue solamente hacia mediados de 1547 cuando Juan de Polanco tomó cerca de Ignacio el puesto de secretario, en el que durará muchos años. (17) Nacido en Burgos en 1515, estudiante de Filosofía en la Universidad de París, Juan de Polanco, cuando salió de Francia, había tomado el camino de Roma, para entrar en posesión de un empleo de scriptor apostolicus. En este viaje encontró a Laínez e hizo los Ejercicios en 1541. Entrando en la Compañía, acabó sus estudios en la Universidad de Padua, y en seguida se entregó en Toscana a los ministerios apostólicos. Esos siete años le hicieron conocer bien lo que era la vida de la nueva Orden. Muy afecto a su vocación, joven, instruido, tenía desde niño el gusto de escribir. Desde el momento que fue llamado al lado de Ignacio, éste tuvo mayor libertad; escribió menos cartas personales; redujo el número de sus penitentes y se desprendió cuanto pudo de otros negocios. La redacción de las Constituciones fue entonces su ocupación capital. Polanco lo asegura en una carta (18) del 31 de octubre de 1547.
     Se ha dicho a veces que el Santo, cuando se ocupaba en esta empresa, no tenía sobre su mesa de trabajo otra cosa que su breviario, y que ignoraba todas las reglas de las demás Ordenes religiosas. Piadosa ilusión, desmentida por los hechos y poco conforme al carácter de aquel hombre. Como todos los grandes jefes, Ignacio nunca quería dar una resolución sino sobre datos exactos, y tenía demasiada estima de la tradición, para desdeñar diez siglos de experiencias monásticas. Polanco le servía para esa indispensable rebusca en las legislaciones de las Ordenes religiosas anteriores, y para la adaptación del Código de la Compañía al Derecho Canónico en vigor y a las Bulas de Paulo III. Ya Bartoli hizo alusión al estudio de los precedentes (19), y los papeles que nos quedan prueban cuán minucioso fue el examen de las constituciones de los franciscanos, benedictinos y agustinos. (20) La ayuda de Polanco era tanto más preciosa al General, cuanto que Laínez, Salmerón y Nadal, buenos consejeros por cierto, estaban frecuentemente lejos, pero no es necesario decir que no fue Polanco el único consejero; Nadal lo fue también. (21)
     En agosto de 1548, el trabajo había avanzado lo suficiente para que el General pudiera pensar en una reunión de todos los profesos, que podría tener lugar en Roma con ocasión del jubileo de 1550 (22). Después de la muerte de Paulo III y antes de la elección de su sucesor, tomó cuerpo el proyecto, y se decidió la reunión; tenemos la huella en la correspondencia de Ignacio de las invitaciones que se hicieron. (23) Julio III, desde su advenimiento, declaró inaugurado el jubileo que su predecesor había ya promulgado, y se dispuso todo para la llegada de los profesos.
     Francisco de Borja partió de Gandía el 31 de agosto con Antonio Araoz, Andrés de Oviedo, Diego Mirón, Manuel de Saá, Pedro de Tablares, Francisco Estrada y Francisco Rojas. Por el sur de Francia y el norte de Italia los peregrinos llegaron a Roma el 23 de octubre. Ignacio, rodeado de su Comunidad, recibió al duque de Gandía en la puerta de Santa María de la Strada, (24) en tanto que las calles vecinas estaban llenas por el cortejo triunfal que el Papa, el Embajador de España y los Cardenales y el Patriciado habían organizado en honor del nieto de Alejandro VI. Nadie en esta multitud del desfile sabía que aquel grande de España acababa de ser graduado, el 20 de agosto, Doctor en Teología, y que pronto sería sacerdote; que desde el l°. de febrero de 1548, era profeso de la Compañía de Jesús, y que había hecho el viaje a Roma para deliberar con el P. Ignacio y los otros Padres sobre las Constituciones de la Orden, que Julio III acababa de confirmar (21 de julio de 1550).
     Laínez, Miona, Andrés de Freux, Polanco, estaban cerca de Ignacio; Jayo y Salmerón estaban ocupados en Alemania; Broet en Bolonia y Bobadilla en Calabria; pero es cierto que Bobadilla vino por unos momentos a unirse a los demás profesos, y que Salmerón avisado por Ignacio que sería llamado, pasó por Roma en enero de 1551. (25) Desde los primeros días de noviembre de 1550 hasta los primeros días de febrero de 1551, el General de la Compañía conferencio con los profesos que había llamado, a fin de solicitar humildemente su parecer. Cada uno tenía plena libertad para formular sus observaciones. Algunos lo hicieron. (26) Bobadilla encontraba el texto de Ignacio demasiado largo y hubiera querido un resumen fácil de leer; y además pedía que en cada casa hubiera una biblioteca, y que los escolares tuvieran cada ocho días un ejercicio de predicación en griego o en latín. Laínez, Araoz y Salmerón fueron de parecer , que renunciar a sus bienes antes de la profesión era injusto y peligroso y que preferían reservar al Papa más que al General el poder de expulsar a los religiosos en cualquier país; dijeron que siendo falseada la Vulgata, o ser su texto menos claro que el original hebreo, era excesivo decir que los jesuitas aprenderían las lenguas antiguas para defender a la Vulgata; y finalmente, no veían por qué en la Compañía, como en las otras Ordenes religiosas, el procurador no había de vivir en la casa. Salmerón puso aun otras dificultades; éstas entre otras: ¿por qué no reducir los impedimentos canónicos a tres o cuatro? ¿Por qué suscitar para los candidatos la cuestión de la descendencia de cristianos nuevos? ¿Sería exacto declarar libres de sus votos a los sujetos expulsados, en atención a que sus votos habían sido perpetuos? ¿Será bueno fijar la profesión a los 25 años, de manera que sea imposible hacerla antes de esa edad? ¿Para qué dejar en la fórmula de los votos de los profesos, la cláusula circa puerorum eruditionem, puesto que la Bula de Julio III no la tiene? Y de una manera general ¿no sería mejor abreviar el texto de las Constituciones propiamente dichas?
     En conjunto, la obra elaborada por Ignacio tenía la aprobación de todos. Los puntos señalados por algunos como susceptibles de modificación no eran sino pequeños detalles sin gran importancia. A despecho de esta clara manifestación del contento de los profesos reunidos, Ignacio de Loyola estaba convencido de que lo mejor para su Orden era que el gobierno fuera confiado a otro General. El 30 de enero de 1551 escribió una nota. que contenía sus intenciones. Hablando como si estuviera delante de Dios su juez, decía a los suyos: “Mis numerosos pecados, mis numerosas imperfecciones y mis numerosas debilidades, me hacen incapaz de mi cargo; lo he pensado desde hace mucho tiempo; deseo que se considere delante del Señor si no convendría elegir a otro que gobierne en mi lugar, “mejor que yo” o por lo menos, menos mal, y aun convendría elegir a uno que gobernara como yo; en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, renuncio simple y absolutamente a la función que tengo, rogando al Señor con toda mi alma, a los profesos y a todos aquellos que quieran unírseles, acepten mi ofrecimiento que está muy justificado delante de la Divina Majestad; y si entre aquellos que tengan que decidir en esto, para la mayor gloria de Dios, hay alguna divergencia de opiniones, por el amor y reverencia debidas a Dios Nuestro Señor, les pido que encomienden mucho este asunto a la divina Majestad, a fin de que en todo se haga su santísima voluntad, para su mayor gloria, el bien más universal de las almas y de toda la Compañía”. (27)
     Al abrir la nota que contenía aquellas líneas, cada uno de los padres presentes en Roma debió besar con admiración la firma de Ignacio y dar gracias a Dios por haberles dado tal Padre. Ninguno absolutamente quiso aceptar aquella dimisión, y todos le rogaron que quisiera continuar, por el bien de la Compañía, llevando el fardo del gobierno. (28) El Santo no tardó en caer gravemente enfermo; pero la bondad de Dios permitió que la caída fuera de poca duración. Sin recobrar toda su solidez, su salud se mejoró por unos meses. (29)
     El 4 de febrero de 1551, Francisco de Borja volvió a España, con Araoz, Mirón, Tablares, Ochoa, Estrada y algunos otros. (30) Al llegar a Viterbo, los viajeros encontraron a Simón Rodríguez y a Jorge Morera, que iban a Roma. Un breve alto en la ciudad les permitió un momento de fraternal conversación. (31)
     Rodríguez había sido llamado a Roma, como los otros profesos, para deliberar sobre los intereses generales de la Orden. (32) No cabe duda que se le presentaron las Constituciones. Pero no parece haberse preocupado de otra cosa que de conservar para la Provincia de Portugal el uso exclusivo de los bienes que recibiera (33) de la munificencia de Juan III.
     Como se ve, el control a que Ignacio de Loyola había querido someter su obra, le traía, por la aprobación de los suyos, una garantía de verdad. Sin embargo, él revisará y retocará su texto, pero se puede afirmar que en 1551 el Código de la Compañía de Jesús estaba ya determinado.
*
*      *
     Una de las novedades del Instituto de los jesuitas es lo largo de su formación. Ignacio de Loyola pensaba que el verdadero medio de garantizar a su Orden contra el peligro de relajamiento, era el de multiplicar las pruebas antes de la incorporación a ella. No es, pues, sorprendente que al comienzo mismo del libro de las Constituciones encuentre bajo el título de Examen general un código preliminar, que se dirige a los candidatos. Es preciso que estos tengan desde el principio una idea sumaria pero exacta de la vida que desean abrazar, y es conveniente también que la Compañía pueda desde el primer momento tener como un bosquejo del retrato moral de aquellos que quieren ser miembros suyos. El Examen General provee a ambas cosas.
     Ante todo hay los impedimentos, por así decir, dirimentes; (34) imposible admitir en la Compañía a herejes notorios; pecadores públicos; hombres cargados con una sentencia infamante; personas ligadas por los lazos del matrimonio o de la esclavitud; nerviosos, cuyo juicio no esté bien equilibrado. Esto es evidente en una Orden de sacerdotes consagrados a la santificación del prójimo.
     Antes de recibir alguno en la Compañía, Ignacio de Loyola quiere certificarse acerca de los orígenes, la complexión y el capital intelectual y moral del que se presente.
     La gracia de Dios es capaz de transformaciones instantáneas y radicales; no obstante, las conversiones maravillosas son raras. Importa extraordinariamente para calcular las probabilidades de la perseverancia en el bien, saber si un novicio nació de legítimo matrimonio, tiene sangre cristiana en las venas y fue formado desde su infancia en los hábitos de virtud y piedad (35). No es tampoco indiferente que la condición de su familia sea modesta, mediana u opulenta, ¡son tantas las tendencias morales que en ello tienen su raíz profunda! En una Orden de apóstoles destinados a predicar el Evangelio en cualquier país, es necesariamente indispensable una salud lo bastante resistente para soportar largos estudios, duros trabajos, climas rigurosos; prudencia para el confesionario y elocuencia para el pulpito; una inteligencia penetrante y una memoria fiel que hagan el estudio fácil y provechoso. En fin, en un tiempo en que el protestantismo infectaba una gran parte de Europa y se infiltraba en las Universidades, ninguna precaución sería superflua para apartar de la Compañía a los espíritus inclinados a las opiniones nuevas o aun a las opiniones alejadas de la enseñanza comúnmente recibida en la Iglesia. Se preguntaría, pues, al candidato a la Compañía su estado de alma en materia de fe; sus dones intelectuales; qué escuelas y qué maestros había frecuentado y con qué deseo de aprender, y sus éxitos académicos; cuál era su temperamento (36) y su estado de salud, cuáles eran sus prácticas religiosas, (38) cuál era la religión y la condición de sus padres y sus parientes y cuál en fin el lugar de su origen. (39)
     Con mayor razón debía interrogársele acerca de la historia de sus deseos de vida religiosa. Qué motivos lo llevaban a ella; desde qué tiempo pensaba en ello y quién le había infundido tal idea; ¿no sería acaso un jesuíta? En tales circunstancias, habría que esperar un tiempo, a fin de que el candidato, después de madura reflexión y de oración constante al Señor, tomara su partido con plena independencia. (40) En toda hipótesis y de donde quiera que le hubiese venido el pensamiento de entrar en religión, ¿estaba bien decidido a abandonar el mundo, para seguir los consejos evangélicos, y tenía una voluntad deliberada de vivir y de morir en la Compañía de Jesús? (41)
     Y para evitar todo equívoco, se le decía lo que era esta Compañía. Una orden religiosa aprobada por Paulo III en 1540 y confirmada por Julio III en 1550, que tiene por fin la santificación de sus miembros y la de los prójimos. (42) Los jesuítas están ligados por los tres votos de pobreza, castidad y obediencia. No tienen derecho a ningún honorario, que pudiera ser considerado como recompensa de sus ministerios. Sus casas profesas no tienen bienes, ni rentas estables. La casa de formación sí puede tenerlas. (43) Los profesos, a los tres votos tradicionales de religión, añaden el de una obediencia especial al Soberano Pontífice y deben estar dispuestos a partir, según órdenes suyas, a no importa cuál lugar del mundo, sin ocuparse del viático necesario. (44) La Orden no tiene penitencias de regla, pero cada uno puede tomar las que su confesor o Superior autorizarán. (45) Se distinguen en la Compañía varias categorías de personas: la. Los profesos, ligados por los cuatro votos solemnes ya dichos: 2a. Los coadjutores espirituales y temporales; los primeros se ocupan de los trabajos apostólicos y los segundos de los trabajos domésticos, y no hacen sino los tres votos de pobreza, castidad y obediencia; sus votos son públicos pero no solemnes. 3a. los escolares, quienes como su nombre lo indica, se aplican a los estudios; después de dos años de noviciado hacen sus votos simples de religión, a los que la promesa de entrar en la Compañía, a título de coadjutores espirituales o profesos, según que lo decidan los superiores, llegado el momento; (46) 4a. los indiferentes.
     Con las tres primeras categorías de religiosos la Compañía de Jesús presenta ya una fisonomía aparte en la galería de las Ordenes fundadas hasta el siglo XVI, y en los alrededores del año 1540 tenía ya lo bastante para sorprender a un candidato a la vida religiosa. La categoría de los indiferentes presentaba algo de más anormal aún, y muy significativo. Ignacio de Loyola supone que hay, y desea que los haya, hombres que llamen a la puerta del noviciado para no importa cuál servicio de Dios, así debieran pasar su vida entera haciendo la cocina o barriendo la casa. Llama a estos candidatos los indiferentes (47). Para explicar esta concepción, es preciso recordar que en el siglo XVI el número de cristianos que entraban en la vida religiosa era considerable, y que para muchos jóvenes, aun de cierta condición, los estudios comenzaban tarde. Pero esta explicación no es sino parcial. El legislador, en Ignacio, es el mismo hombre de los Ejercicios Espirituales y de la meditación fundamental y la meditación del Reino. La indiferencia a todo lo que no sea servicio de Dios, la disposición generosa para reaccionar contra los gustos de la naturaleza, ávida de placeres y de honores, es para el la característica esencial del cristiano y la verdadera señal de un jesuíta. Esta es la razón profunda por la que pone entre los candidatos la categoría de los indiferentes.
     Y es esto tan cierto, que aun a los candidatos que tienen estudios quiere que se les pregunte si están dispuestos a pasar su vida en los trabajos domésticos, en el caso que los Superiores juzgaren que más valdría así, para el bien de sus almas y el servicio del Señor. (48) Indiferentes y abnegados, todos lo deben ser en la Compañía de Jesús. Los coadjutores temporales no deben aspirar a los trabajos apostólicos, (49) los estudiantes deben aplicarse a los estudios que los superiores prefieran para ellos (50) y acabados sus estudios no deben desear más ser profesos que coadjutores espirituales (51); los que son incorporados a la Orden en la categoría de coadjutores espirituales, no deben intrigar para pasar a la de profesos, (52) y todos, sean lo que sean, profesos, coadjutores espirituales, coadjutores temporales, escolares o novicios, deben dirigir sus mejores y más constantes esfuerzos a buscar en el Señor su mayor abnegación y provecho espiritual y la más completa abnegación de sí mismos y la más continua mortificación que puedan. (53) En esto está para el fundador de la Compañía de Jesús el secreto de una vida espiritual intensa y de un apostolado fecundo. La Orden tiene por fin la santificación de sus miembros y de los prójimos, y este fin se logrará, en la medida en que cada uno sepa morir a sí mismo, conforme al consejo del Evangelio. La diversidad de grados, lo largo del período de formación en la Compañía de Jesús, tienen sus peligros para la debilidad humana; podrán ser para los candidatos una objeción previa, pero no lo serán para los corazones bien penetrados de la máxima evangélica: que aquel que quiera salvar su alma, que la pierda. Tal es la idea capital que desea Ignacio penetre a los futuros jesuítas desde el umbral de la vida religiosa. No hay otra, ni más indispensable, ni más eficaz.
     A los que juzguen de las cosas únicamente por las apariencias, podrá parecer que en esto hay una preocupación autoritaria y el deseo imperioso de tener a mano instrumentos dóciles en vista de una obra, que es la que importa. Ignacio de Loyola tenía, en efecto, acerca del mando una idea demasiado clara y precisa para no querer esta subordinación completa de las voluntades individuales a la voluntad de un jefe, perfectamente obedecido. Su famosa carta sobre la obediencia bastaría para demostrar cuán familiares le eran estos pensamientos. Y no hay ningún espíritu juicioso para quien esta concepción no tenga la claridad de un axioma. No se es hombre de gobierno sino a condición de comprender y querer y procurar así la unidad social. En el espíritu de Ignacio de Loyola, el acierto de estos puntos de vista humanos se iluminan con una luz superior: la luz que sale de las palabras y los ejemplos de Cristo llena su alma. Son las evidencias sobrenaturales del Evangelio las que le han lanzado a él mismo por los senderos de una abnegación heroica y arrastra a los suyos tras él. El candidato que sienta en sí el deseo sincero de esas santas aspiraciones, tendrá en su alma el germen de todas las virtudes que exige su vocación y ninguno podrá ser candidato si no da testimonio de estos deseos. (54)
     Así, las pruebas previstas al principio del noviciado y durante todo el tiempo de formación, se encaminan a la destrucción total del espíritu del mundo y del orgullo.
     El novicio tendrá que someterse a seis clases de pruebas: un mes de Ejercicios Espirituales, un mes de servicio a los enfermos en los hospitales, un mes de piadosa peregrinación, sin más recursos que las limosnas recibidas; además todos serán empleados en los trabajos domésticos más humildes; enseñarán la doctrina cristiana a los niños y a los sencillos; se ejercitarán en la predicación y cuando lleguen a sacerdotes en la confesión. El orden de estas pruebas, el tiempo que se les ha de consagrar y la época en que deben hacerse, queda siempre a la discreción de los superiores. Y claro está que el candidato debe tener buen testimonio de todos aquellos que lo vean a la obra, durante estas diversas pruebas, sin el cual la Compañía quedaría expuesta a conocerle mal. (55)
     Una vez admitido en una casa de la Orden, guardará la clausura y todas las observancias; se confesará y comulgará cada ocho días; tendrá vestidos, alimentos, cuarto y muebles propios de pobres; en los oficios domésticos será diligente, exacto y dócil; paciente y obediente en la enfermedad; dispuesto a recibir todas las penitencias que se le darán por sus faltas y dichoso de ser conocido a fondo por sus superiores.
     Antes de los votos, sean simples o públicos, debe hacer un retiro de ocho días y una consideración atenta de las Constituciones y Letras apostólicas que aprobaron la Compañía. Durante tres días los que han de hacer los votos mendigarán de puerta en puerta. Además es una disposición esencial que cada uno tenga lo m!ás profundo en el fondo del corazón el deseo de renunciar al mundo, a sus máximas y a su espíritu, y de revestirse de la misma librea de Jesucristo, que fue la de la pobreza y los oprobios. La miseria humana nos aparta de esos sentimientos evangélicos, que fueron los de los santos, y por lo menos es necesario que cada uno de la Compañía tenga un sincero deseo de alcanzarlos, y se aficione, en el Señor, a la mayor abnegación y mortificación de sí mismo. (56)
     El noviciado dura dos años. Hasta que hayan hecho los votos los novicios no tendrán hábito definido. Antes de entrar en religión todos deben hacer la renuncia de sus bienes personales. Si hay algunas buenas razones para no proceder inmediatamente a esta renuncia, el novicio debe por lo menos al cabo de un año declararse presto a despojarse de todo, el día que lo tenga a bien el Superior, y por lo menos, hay que hacer eso en el momento de los votos públicos de coadjutor o de profeso. Los pobres son los herederos previstos por el Evangelio; tal es la palabra misma del Señor al joven que le preguntaba por el camino de la vida eterna; pero puede suceder que se deban preferir los parientes a los pobres, y como en esto hay peligro de ilusión, por eso los religiosos deben, en caso de duda, remitirse al juicio de tres hombres de saber y experiencia designados por el Superior. En todo caso mientras estén en una casa de la Orden, no tendrán dinero a su disposición. Si son eclesiásticos, deberán resignar su beneficio, en las mismas condiciones que los que tienen un patrimonio.
     Para mejor apartarse del siglo, es necesario que eviten al principio toda correspondencia con sus amigos y familiares, y serán contentos de que las cartas recibidas o enviadas sean leídas por el Superior, el cual podrá darlas o no al que van dirigidas, según le pareciere conveniente en el Señor. Todos los afectos naturales, por legítimos que sean, deben ser, como lo sugiere el Evangelio, dominados y gobernados por el amor de Cristo, que tendrá el lugar de todos aquellos a quienes ha abandonado por seguirle (57).
     Este rompimiento de la naturaleza es una operación indispensable, a los ojos de Ignacio de Loyola, para que la formación del hombre religioso que desea sea posible. Insiste en ello en todos los capítulos del Examen General.
     Quiere también que, entretanto se pronuncian los últimos votos, los escolares y los coadjutores temporales revisen frecuentemente las Bulas apostólicas y las Constituciones, y sean interrogados acerca de la firmeza de su resolución en permanecer fieles a la vocación recibida. (58) El mismo practicaba a maravilla el consejo evangélico de sentarse para examinar si se tienen los recursos necesarios para edificar hasta el techo. Y desea que esta ley de prudencia sea la de los que se alistan en la Compañía de Jesús, porque pretende que su alistamiento ha de hacerse al mismo tiempo a la luz de la razón y con el fervor del amor.
     Del mismo modo piensa que nunca conocerán lo bastante los jefes a aquellos que deben guiar en las empresas y campañas apostólicas. Es un punto en el que reflexionó largamente, en presencia de Dios, y con la luz de lo alto vio que la conducta de los obreros evangélicos ganará tanto más cuanto sus almas sean más transparentes a las miradas de los superiores.  No solamente prescribe al principio de la vida religiosa en el noviciado una confesión general, que se renovará cada seis meses durante todo el período de formación, y todos los años después de los últimos votos; no solamente aconseja tener un confesor estable a quien se declare todo el bien y todo el mal que ha hecho, hasta el punto de repetir espontáneamente las confidencias que quizás hubiera hecho ya a otros confesores, (60) sino que ordena que se dé una cuenta de conciencia exacta y detallada al Superior desde el principio del noviciado, después dos veces durante el período de formación, y una vez cada año en lo sucesivo. Esta franca apertura del corazón, a causa de la humildad y pureza de intención que supone, es a sus ojos la condición de la perseverancia de todos en una virtud generosa, el único medio de un gobierno paternal y eficaz en la Compañía, la fuente de gracias divinas especialísimas y la garantía de un progreso universal constante (61). Tales son los puntos de vista que da acerca de la vida de un religioso de la Compañía de Jesús, el Examen General. La sustancia espiritual de las Constituciones está ya en este Código preliminar.
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     El libro de las Constituciones propiamente dicho, es un libro admirable. Su plan es grandioso, la prudencia rara, el lenguaje simple, y la idea toda iluminada por la fe y el amor de Dios.
     El legislador trata sucesivamente de la admisión de los candidatos; de su expulsión; de los medios de conservar a los religiosos en el espíritu de su vocación; de su formación intelectual; de las diversas categorías de religiosos; de las obligaciones personales de cada uno; del apostolado; de la unión de los miembros entre sí y con el Superior; del General de la Orden y de su gobierno; de los medios generales propios para asegurar la conservación y mejoramiento de toda la sociedad.
     En los futuros jesuitas, Ignacio de Loyola desea lo más posible de dones naturales y sobrenaturales. La nobleza de nacimiento, una buena fortuna y una gran notoriedad en el mundo, hacen a una vocación más edificante por el desprecio de las vanidades que hace el que a ellas renuncia; pero estas superioridades humanas no pueden sustituir a las cualidades del espíritu, del corazón y de la virtud, que son las que más importan. Para los que serán destinados a los oficios domésticos, es necesario que tengan una conciencia firme, temperamento tranquilo, suave humor; que sean amigos de la perfección, inclinados a la devoción, contentos con servir a Dios y vivir en empleos vulgares. Los que están destinados al sacerdocio, deben tener buena cabeza para el estudio, discreción en su conducta, buen juicio, buena gracia en la conversación, calma, constancia, espíritu de empresa y valor, amor a la virtud y celo de las almas. Mientras más respondan los candidatos a estos ideales, serán más aptos para ser jesuítas. Que los que tengan el cargo de recibirlos los estudien bien y que cuenten para apreciarlos en su debida estima con la unción de la prudencia divina. (62) Los indómitos, los intrigantes, los débiles, los devotos indiscretos, los tontos, los falsos de carácter, los tercos no pueden ser aceptados sin grave daño. Quien tenga que decidir sobre tales candidatos, debe acordarse que la caridad hacia la Orden y hacia las almas que se han de evangelizar debe primar sobre el deseo de ayudar a un particular, facilitándole la entrada en un estado en donde hay el peligro de que sea inútil. (63)
     En la cuestión de la expulsión, Ignacio de Loyola establece una escala graduada de dificultades, calculada según los lazos de los religiosos con la Orden, los servicios que haya prestado, la gravedad de las faltas cometidas o de los impedimentos constatados. (64) No admite proceso ninguno. El superior calificado obrará a la manera de un padre de familia; pero se le recomienda orar ardientemente, reflexionar seriamente, pedir consejo, obrar con las mejores intenciones, emplear respecto del que se ha de despedir los procedimientos más amigables y más consecuentes, de manera que la separación deje al que parte en paz, y a los que queden, edificados. En su misericordia Ignacio indica que el despedido podrá ser de nuevo incorporado, si desaparecieren las causas de su separación; los superiores serán los jueces de lo que conviene; si lo aceptan de nuevo, el despedido volverá a recorrer enteramente el curriculum de las pruebas del noviciado como si jamás hubiera formado parte de la Compañía. (65)
     La tercera parte de las Constituciones encierra la médula de la ascética ignaciana. Un corto capítulo reglamenta lo que conviene para la conservación de la salud. El mayor cuidado del legislador en este punto es sobre todo la conservación del espíritu religioso. Señala la importancia y recuerda los motivos de las virtudes de la pobreza, de la castidad y de la obediencia; del silencio, de la modestia, de la temperancia, y del trabajo; de la lucha contra las tentaciones, de la clausura, de las penitencias; de la pureza de intención, de la unión fraterna, del examen de conciencia, de la frecuentación de los sacramentos de penitencia y Eucaristía; de la generosidad y de la paciencia en las enfermedades (66).
     Cada uno debe ayudarse a sí mismo con el máximum de buena voluntad y la más entera confianza en que la gracia de Dios no ha de faltarle. Pero la debilidad humana es siempre temible. Así, para sostenerla, Ignacio quiere la asistencia de tres hombres obligados por su oficio a velar y socorrer: el superior a quien el religioso debe dar cuenta de su conciencia; el confesor estable, al que cada uno debe abrir su alma como un libro, y el prefecto de las cosas espirituales, cuyos consejos privados y exhortaciones públicas dirijan y exciten el ardor de todos; el admonitor que tiene por misión señalar, sea al superior, sea a cada interesado las faltas exteriores al decoro religioso. El ejemplo de los más antiguos debe servir de aguijón a los más jóvenes. (67)
     Para los religiosos que estudian, la mayor solicitud de Ignacio es que tengan un alma toda de Dios. Sin duda, quiere que el alimento y el sueño convenientes les den las fuerzas físicas necesarias para la vida apostólica futura, (68) pero quiere también que nada se descuide para una sólida y completa formación intelectual: estudios de Gramática, de Humanidades y de Retórica; después, el ciclo de los estudios filosóficos y la Teología Escolástica y Positiva coronarán todo; se estudiará la Sagrada Escritura al mismo tiempo que la Teología o después; algunos también, a discreción de los superiores, estudiarán las lenguas griegas y orientales, no para combatir, sino para defender la Vulgata aprobada por la Iglesia. Se tendrá cuidado de que los profesores sean “doctos, diligentes y asiduos.” Los estudiantes tendrán a su disposición una biblioteca común. Serán fieles en repasar las lecciones oídas, duchos en la argumentación, en el uso de la lengua latina, en la composición en verso, y tomarán grados universitarios. Los más inteligentes podrán, acabados sus cursos, emplear algún tiempo en especializarse, escribir algún libro, o ser destinados a su vez a dar públicas lecciones. (69) En todas estas prescripciones se encuentra al hombre del siglo XVI, el antiguo estudiante de Alcalá y de París, a quien el saber le parecía como un indispensable medio para autorizar el apostolado.
     Pero por fuerte y clara que sea esta convicción, Ignacio prefiere la virtud a la ciencia. Por eso a cada instante bajo su pluma vienen los consejos espirituales. Recuerda en un prólogo que la doctrina no es sino un medio para ayudar a las almas a conocer y a servir a Dios. Recomienda a los estudiantes velar por que el ardor del estudio no apague su fervor; prescribe ejercicios cotidianos, la confesión y la comunión semanarias, la recitación del Oficio de la Virgen, la renovación de los votos dos veces por año (70). Todos tendrán, al tratar con los otros estudiantes, el más perfecto cuidado de la edificación. (71) Ante todo conservarán sus almas puras, y se nutrirán de las más altas intenciones; se entregarán al trabajo con una aplicación constante, en la persuasión de que, a su edad, no podrán hacer nada más agradable a la divina Majestad que prepararse para servir a las almas (72). Los cuidados empleados en el estudio no deben dispensarlos de aquellos que son necesarios para aprender las ceremonias de la Misa, el arte de manejar la lengua vulgar, el arte de predicar y confesar, de enseñar la doctrina cristiana, y de explicar los Ejercicios Espirituales. Aunque la unción del Espíritu Santo no falta jamás a los que ponen en Dios toda su confianza, la prudencia cristiana requiere que los futuros apóstoles se provean de todos los medios capaces de hacer su ministerio más fructuoso.
     Por esta alianza de un saber experimentado y de una caridad ardiente, Ignacio cree poder preparar para la Iglesia a los “sacerdotes reformados” de que tiene tanta necesidad (73).
     La incorporación a la Orden se hace por los votos simples de los escolares y coadjutores temporales, y por los votos solemnes de los profesos. Aquí, donde Ignacio se explica a fondo sobre los deberes de los religiosos, comienza por la obediencia. La quiere sobrenatural, diligente, completa, universal, de manera que en todo, fuera de lo que sea pecado, el religioso dependa de su superior, en cuyas órdenes debe de ver las de Dios mismo. La pobreza es el trampolín de la vida religiosa; la historia del monaquismo lo demuestra, fue precisamente por las brechas abiertas en esa muralla protectora por donde se introdujo la relajación, y por la relajación, el vicio, que arruinó todo. (75) Los profesos de la Compañía se obligarán, pues, a no rebajar jamás el rigor de la pobreza impuesta por las Constituciones. Todos evitarán aun las apariencias mismas de lucro y de la búsqueda de lo confortable. (76) Acerca de la castidad, Ignacio se contenta con decir que los religiosos de la Compañía deben rivalizar en pureza con los ángeles. (77) Y cuenta con que serán tan amigos de la oración y de las mortificaciones corporales, que es superfluo trazar su práctica por regla. El celo de los confesores, la vigilancia de los superiores bastarán para excitar a los recalcitrantes y a moderar a los que se excedan. (78)
     No habrá coro, ni para el Oficio divino ni para la Misa cantada. (79) No habrá confesores ordinarios para los Monasterios. (80) Ninguna fundación de Misas perpetuas en las iglesias de la Orden (81). No se ocuparán de negocios seculares, como de ser testamentarios o procuradores de cosas civiles, ni como parte en los procesos ni como testigos. (82) Todas las fuerzas y todo el tiempo deben reservarse a los ministerios doquiera que lo exija la obediencia.
     Ignacio termina por un capítulo magnífico en el que reglamenta los socorros espirituales que han de impartirse a los suyos en el momento de la muerte, a fin de que estén llenos de fuerza en el dolor, firmes para rechazar los asaltos del enemigo, radiantes de fe, de esperanza y de amor frente a los bienes eternos que Jesucristo nos alcanzó con los increíbles trabajos de su vida, pasión y muerte. (83).
     El apostolado es la verdadera razón de ser de la Compañía de Jesús. En la séptima parte de las Constituciones, Ignacio se explica sobre la manera cómo él entiende se ha de ejercer este apostolado. El primer principio es que el Papa puede emplear a los Jesuitas en lo que quiera y como lo quiera. Desde un principio esto fue así. Oriundos de nacionalidades diversas, para no engañarse en las preferencias de su celo, Ignacio y sus compañeros tomaron órdenes de Roma. En la palabra del Papa veían el oráculo de la Providencia. El cuarto voto de la Compañía perpetúa este gesto de homenaje y de fe hecho en 1537. El General puede explicar, informar, objetar en caso necesario; pero si la decisión pontificia se mantiene, lo domina todo. Individualmente o en comunidad, es preciso que los Jesuitas vayan a donde el Papa quiere, para cumplir lo mejor que puedan con sus intenciones. (84) Si el Papa no pide nada especial, es el General de la Orden el que decide el empleo de las fuerzas de la Compañía.
     Las normas que debe seguir son muy sencillas. Cuanto más grande sea el peligro de las almas, y más las probabilidades de ser útiles, y más universal el bien que puede hacerse y de más alcance, i s más conveniente enviar allá obreros apostólicos (85). Es necesario razonar del mismo modo respecto de las obras que han de preferirse. Desde el momento en que no se puede bastar a todo, es preciso saber escoger; los socorros espirituales importan más que los temporales; la predicación llega a más gente que la confesión, las cosas durables valen más que las pasajeras, las necesidades urgentes pasan antes que otras. (86)
     Finalmente, en la elección de las personas conviene reservar para las empresas difíciles a los más aptos, para las más fatigantes a los más fuertes, para las más peligrosas para el alma a los más firmes en la virtud, las más delicadas a los más discretos, las más intelectuales a los más instruidos, las más populares a los que tienen mas talento de predicar y confesar. (87) Para cualquier trabajo, dos pueden más que uno; pondrán en común sus ideas y se dividirán la carga del negocio, sobre todo si se tiene cuidado de asociarlos de manera que sus dones se complementen y que estén seguros en su acuerdo (88).
     Además, el Superior no debe faltar en darles instrucciones precisas, si es necesario por escrito; orar y celebrar misas a intención del viajero, y durante todo el tiempo que el religioso esté ausente, la comunicación debe quedar establecida por medio de cartas frecuentes, detalladas y cordiales. (89) Puede suceder también que el inferior tenga que decidir por sí solo el teatro y género de su actividad, cuando el país a donde fue enviado es inmenso y los Superiores no hayan determinado nada, sea para su residencia, sea para los trabajos apostólicos en que debe emplearse; en tal ocurrencia el misionero entregado a sí mismo debe reflexionar, orar y ponerse indiferente, decidiendo por fin lo que crea mas conducente para la gloria de Dios. (90)
     En las casas de la Compañía, ya sean casas profesas, casas para la formación de los religiosos, colegios para alumnos o Universidades, todos deben dar el ejemplo de una vida irreprochable y sostener con sus santos deseos, oraciones fervientes y misas celebradas, las obras emprendidas. En las iglesias de estas casas la administración de los sacramentos de la Penitencia y de la Eucaristía, la predicación y los catecismos deben estar en honor. Todos se esforzarán en ayudar al prójimo, por medio de santas conversaciones y sobre todo por los Ejercicios Espirituales. Si hay quienes tengan el talento necesario para escribir libros, que lo hagan. Y aunque las obras de misericordia tengan menos alcance que las espirituales, que se den a ellas, en la medida en que el tiempo y las fuerzas lo permitan. Socorrer a los pobres, visitar a los enfermos y a los prisioneros, reconciliar a los enemigos, ayudar a los enfermos de los hospitales son deberes enseñados en el Evangelio. La prudencia de los Superiores decidirá en cada caso lo que convenga. (91)
     La octava parte de las Constituciones trata de la unión de los miembros entre sí y con su jefe. Desde muy temprano la Compañía de Jesús se distribuyó por todas las partes del mundo y en regiones muy distantes. De ahí un cuidado particular de mantener la unión. Esta depende esencialmente de la unión apasionada de todos a Jesucristo. El amor de los hombres a Dios ha sido siempre el más poderoso resorte del amor de los hombres a sus prójimos. El desprecio de todo interés terrestre ayuda a esto grandemente, suprimiendo una de las causas ordinarias que los dividen. La uniformidad de las reglas, de los usos, de las doctrinas, servirá mucho a mantener la unión de los corazones. Lo mismo la frecuente correspondencia y el cambio de oraciones. En fin, los lazos de perfecta obediencia que unirán a los Provinciales con el General, a los Superiores locales con las Provinciales y a los inferiores con los Superiores locales, tendrán una eficacia singular para mantener en la unidad al cuerpo social, sin la cual no podrá ni obrar fuertemente, ni durar mucho tiempo. (92) A todas estas reflexiones, dictadas por el sentido común y el espíritu cristiano, Ignacio añade tres indicaciones que conviene referir. La excelencia en la elección de los superiores y el reclutamiento de los sujetos, es uno de los factores más esenciales del problema. Cuanto los inferiores sean más selectos por su virtud, y los superiores más eminentes en el don de gobierno, la unión de la Compañía será más fuerte y segura. (93) Por el cuidado que tiene Ignacio de hacer la acción de los superiores tan fácil como eficaz, inventa la función del admonitor, especie de sombra del Superior, de providencia siempre presente, pero en un segundo plano, voluntario y deferente. Papel muy difícil de cumplir y más difícil aún de hacer aceptar. Porque el que lo representa debe hablar como teniendo más juicio, mientras que el que escucha queda siempre dueño de rehusar el concurso de un prudente. La humildad y la libertad de los santos más muertos a sí mismos son la condición esencial del juego de esta institución de previsión con que Ignacio cree que debe ayudar a los Superiores locales, al Provincial y al General mismo. (94)

     En todas las Ordenes religiosas los Capítulos tienen la más grande importancia. El régimen monárquico que Ignacio ha dado a su Compañía no impide el que haya previsto Congregaciones generales. Estas Congregaciones no son periódicas, y el legislador espera de la bondad de Dios que no serán frecuentes La razón principal de reunirlas es la elección de General. Fuera de esta ocasión puede haber un motivo excepcional, cuando se trata de arreglar asuntos de muy grave importancia, y al mismo General compete el decidir sobre ello; y si sucede que las Congregaciones provinciales formulan el deseo, el General debe apresurarse a convocar una Congregación general. (95)
     Los profesos formarán la asamblea, a razón de tres por Provincia de la Orden, de los cuales uno será el Provincial y los otros dos elegidos por sus pares. Reunidos en Roma, se recluirán en la casa por tres días, dedicados a orar y tomar sus informes. El cuarto día habrá una Misa del Espíritu Santo, en la que todos comulgarán de las manos del Vicario General. Después de la cual serán encerrados en una sala, sin otro alimento que pan y agua, hasta que hayan elegido al General. Cada uno, después de haber orado, dará su sufragio por escrito y firmado con su nombre. Acabado el escrutinio de los sufragios, el Vicario General proclama el resultado diciendo: “En el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo, yo N... en mi nombre, y en el nombre de todos los que piensan como yo, elijo a N... como General de la Compañía de Jesús”. Y todos entonces se acercarán al elegido, y doblando la rodilla, le besarán la mano, sin que éste pueda ni rehusar este homenaje, ni declinar la elección. (96)
     Hecha esta elección, la Congregación general puede ya tratar los asuntos graves que se ofrezcan. El General preside a la deliberación. Las decisiones se toman por mayoría absoluta. Si ésta no puede lograrse se nombrará a cuatro de los profesos presentes, que de acuerdo con el General, tomarán las decisiones oportunas. Si ni aun éstos estuvieran unánimes, la Congregación tendrá por válido lo que decidan tres contra dos. Los decretos serán consignados en los registros de la Orden y promulgados en Roma primero, y después en todas partes. (97)
     A propósito del gobierno del General, Ignacio expone su pensamiento en los seis capítulos de la novena parte de las Constituciones. Indica las razones por que prefiere el cargo vitalicio. Los jesuítas están muy ocupados para ser distraídos de sus trabajos apostólicos por Capítulos frecuentes. Y luego, el ejercicio prolongado del poder da más experiencia, un conocimiento más exacto de los hombres, y por consiguiente más crédito a lo que ordena. Además, cuanto menos sean las elecciones, menos ambición e intrigas habrá. Es más fácil encontrar un jefe supremo capaz de tan alta función, que encontrar varios. En la Iglesia el Papa y los Obispos son vitalicios. Los supremos jefes del Estado también. (98)
     La idea que el fundador de la Compañía de Jesús se forma del General de la Orden, es muy elevada. Las páginas donde hace el retrato de este jefe ideal son de las más bellas de las Constituciones. El General estará extremadamente unido a Dios, hombre de oración ferviente y de vida pura; ejemplo vivo para sus hermanos de todas las virtudes, y principalmente de una humildad sincera y de una caridad extraordinaria, que lo haga amable a Dios y a los hombres; dueño de sus pasiones, circunspecto en su lenguaje, severo y dulce a la vez, en su gobierno; magnífico y fuerte para soportar las debilidades de los suyos, emprender obras del servicio de Dios, desafiar las contradicciones de los poderosos; permanecer superior a la buena y la mala fortuna, morir si es preciso al servicio de su Orden y por amor a Jesucristo. Que sea eminente por la inteligencia y el juicio, aunque en su oficio importan más que los conocimientos especulativos la prudencia en los negocios, el arte de manejar a los hombres y la experiencia de las cosas espirituales; que sea vigilante y celoso en las empresas y vigoroso y perseverante para llevarlas a cabo. No es inútil tener en cuenta su edad, sus fuerzas corporales, aunque la estima, la reputación y los servicios prestados importan más que todo. Que si alguna de las cualidades enumeradas le faltase, no se pueda por lo menos reprochar al General falta de probidad y de amor a su Orden, de juicio y de doctrina. (99)
     A un tal jefe quiere Ignacio que le sean confiados todos los intereses de la Compañía y de sus miembros. Finanzas, estudios, obras apostólicas, casas y hombres, vida interior y vida conventual; todo debe depender de él en todas partes y para siempre. La autoridad de los Provinciales y de los Superiores locales emana de él; la delega en la medida que quiera, y su administración estará sometida a su control; (100) puede tratar directamente con los Superiores locales, sin pasar por el Provincial, y con los inferiores, sin pasar por los Superiores locales. (101) Sin embargo debe partir de este principio: que no puede hacerlo todo por sí mismo, especialmente en las cosas que están lejos de él; y uno de sus cuidados principales debe ser el escocer superiores capaces, a quienes dé mucho poder y confianza plena. (102)
     A causa de su enorme labor, el General tiene necesidad de ser ayudado. Tendrá un secretario encargado de su correspondencia, cuatro o más asistentes que centralicen los negocios de las diversas provincias. El concurso de estos hombres es indispensable para presentar los asuntos en curso, esclarecer las decisiones que han de tomarse y procurar su ejecución. La curia generalicia debe componerse de hombres instruidos, de una fidelidad a toda prueba y de una integridad de carácter absoluta. El General podrá no tomar en cuenta su juicio, porque él sólo tiene el gobierno, pero ellos deben exponer su pensamiento con toda libertad. (103) En el caso, lo que Dios no permita, que el General se hiciese indigno o incapaz de su cargo, proveerán ellos a los medios de corregirle y aun de deponerle del cargo; le darán un Vicario General que asumirá el Gobierno de la Compañía. (104) De manera que, según las disposiciones tomadas por Ignacio, la autoridad suprema está constituida con la mira a una soberana eficacia para el bien, al mismo tiempo que rodeada de las más firmes garantías contra el error y el mal.
     En la décima y última parte de las Constituciones, el legislador resume toda su obra. Por última vez insiste en los fines sobrenaturales de la Compañía de Jesús y en la preponderancia de las virtudes religiosas en cada uno de sus hijos. Ni la riqueza, ni la ambición de un gran papel en el mundo servirían sino para perder a la Orden. La ciencia misma es una palanca impotente para levantar el mundo de las almas. Los privilegios concedidos por la Sede Apostólica pueden dañar al bien si no se usan con precaución. Su gran fuerza es la gracia de Dios. Y ésta está prometida con abundancia a los religiosos unidos a Dios, rectos en sus intenciones, prestos a todos los trabajos y todos los sufrimientos, dóciles bajo la mano de los superiores. Finalmente, cuanto más sean vigorosos los cuerpos, fraternales los corazones, bien reclutados los novicios y bien elegidos los superiores, tanto más la Orden será capaz de realizar la santificación de sus miembros y de los prójimos. (105)
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     Superfluo sería decir que Ignacio de Loyola no ha inventado la vida religiosa, ni los consejos evangélicos, que son su alma. De la augusta boca de Cristo han salido las fórmulas de la perfección, y desde los primeros días de la Iglesia los paganos y los judíos estupefactos, han visto a los cristianos apartarse del mundo, para llevar en su retiro una existencia toda absorta en Dios. ¿Quién no conoce los nombres de los fangosos legisladores del monaquisino, Pacomio, Basilio, Benito; y la gloriosa historia de Cluny y del Císter?
     Tampoco Ignacio ha inaugurado las Ordenes religiosas apostólicas. Eusebio de Vercelli y Agustín de Hipona han organizado en comunidad la vida de sus sacerdotes. Mil años antes que Ignacio, San Gregorio el Grande había ya infundido al monaquisino benedictino ardores de conquista. Un poco más tarde, ¡qué admirables misioneros son San Willibrordo y San Bonifacio, San Cirilo, San Metodio, San Adalberto! En la mitad del siglo XIII aparecen las radiosas figuras de San Francisco y Santo Domingo, y fue la gloria común de ambos patriarcas el haber buscado el punto de equilibrio en que podían unirse la tradición claustral y el ministerio activo de la predicación.
     La originalidad de Ignacio de Loyola consiste en haber dado a la Orden apostólica fundada por él una estructura aparte y nueva. Antes, todos los religiosos: dominicos, franciscanos, carmelitas, agustinos, benedictinos, tenían un hábito particular, la salmodia en el coro, ayunos y penitencias de regla; todos daban Obispos, todos nombraban los cargos y decidían en los negocios por vía de sufragio; todos tenían la profesión al terminar el noviciado. El fundador de la Compañía de Jesús modifica o suprime estas disposiciones tradicionales. Sistematiza y prolonga las pruebas de los novicios; establece los votos simples al principio, y retarda los solemnes, hasta después de un período largo de formación; a la culpa conventual sustituye un modo de corrección más profundo y más riguroso, por el uso de amonestaciones públicas, vigilancia amigable de un síndico, y obligación de la menta de conciencia; suprime el hábito, el coro, el acceso a las dignidades eclesiásticas, las austeridades de regla, el sistema de elección; el generalato es vitalicio, y la actividad se extiende a toda clase y forma de apostolado. En una palabra, la organización entera de la Orden está determinada por una idea dominante: el pensamiento de formar un ejército de hombres apostólicos, instruidos, generosos, a los que ninguna observancia exterior disminuya su capacidad de trabajo, ni ningún orgullo comprometa la docilidad al jefe que los manda.
     Hasta en ese siglo XVI a que pertenece, y en esa Italia que comienza a evangelizar en 1537, Ignacio ha tenido precursores. Cayetano de Thiena, Jerónimo Emiliano, Antonio María Zacarías son santos, y su celo ha reclutado compañeros de apostolado: los teatinos, los somasca, los barnabitas, nacieron antes que la aprobación de Paulo III haya sancionado la existencia de la Compañía de Jesús. Sucesivamente en ese mismo suelo italiano San Felipe Neri fundó el Oratorio; san Juan Leonardo los clérigos regulares de la Madre de Dios; San Camilo de Lelis los clérigos ministros de los enfermos; San Francisco Caracciolo los clérigos regulares menores; y antes de que se acabara el siglo Francia recibió de manos del Venerable César de Bus a los clérigos de la doctrina cristiana. Ciertamente, entre esos nuevos institutos de la Compañía de Jesús hay muchos puntos de contacto; pero cuando se comparan las Constituciones entre ellas, se sorprende uno de las diferencias. No solamente la plenitud y la armonía del plan, la previsión y ponderación de los detalles y el acento ascético ponen a parte la obra de Ignacio de Loyola, sino que el conjunto de los rasgos característicos de su Compañía no se encuentra en ninguna de esas Órdenes de clérigos, cuya actividad ha preparado o realizado en el siglo XVI la reforma de la Iglesia. (106)
     Para explicar el libro ignaciano de las Constituciones, ciertos historiadores, amigos de la paradoja, han alegado el influjo de las cofradías musulmanas; políticos crédulos han hablado de un espíritu maquiavélico, del que las monita secreta serían el instrumento y la prueba. (107) Una y otra explicación contradicen a los hechos y tienen el valor de un puro charlatanismo. Nadie ha demostrado que Ignacio haya conocido, pero ni aun sospechado, las cofradías musulmanas; y en cuanto a las mónita secreta a pesar de las numerosas ediciones que las distribuyeron por todo el mundo desde 1606, su inautenticidad es perfectamente cierta: se sabe hasta el nombre del falsario, fugitivo de la Orden, que las construyó en todas sus piezas. Este panfleto no tiene ninguna importancia, sino para los cerebros obsesos o débiles.
     Algunos escritores recientes han insinuado que el texto de las Constituciones es un mosaico, en el que un hombre perito puede fácilmente discernir algunos raros fragmentos ignacianos en medio de documentos que son de la mano de Polanco o de Nadal. Ciertamente, Polanco y Nadal estuvieron asociados por el mismo Ignacio al trabajo de redacción del Código de la Compañía. Pero una cosa es formular un punto de legislación y otra el decidir sobre él. Pues bien, lo sabemos por incontestables documentos que antes de toda colaboración de Polanco y Nadal, fueron tomadas determinaciones esenciales acerca de todas las cuestiones de organización. Ignacio hasta su muerte tuvo siempre la última palabra; los manuscritos de las Constituciones de 1551 a 1556 suministran la prueba material de que han sido revisadas por el fundador. En definitiva, si Ignacio de Loyola dio a Polanco y a Nadal la más entera confianza y frecuentemente les pidió su parecer, él solo ha aceptado lo que a la luz de Dios y de la experiencia convenía para su plan.
     Interrogar, reflexionar, orar, son las tres operaciones acostumbradas de su prudencia en las diarias deliberaciones. ¡Cuánto más no se sujetaría a este proceder en un problema tan complejo y tan grave, como el de la legislación de su Orden! Y ya lo sabemos, a su parecer la oración importaba más que la reflexión, la balanza de su libre arbitrio no se inclinaba sino por influencias divinas.
     Tenía un alma fuerte, apasionada por Jesucristo ardientemente. Quiere cooperar a la Redención en una medida no común, porque los daños del pecado en la Iglesia de su tiempo humillaban su nobleza y le arrancaban lágrimas por los cristianos que se perdían. Para esta obra de salvación que le ha inspirado, ¿cómo el Señor le rehusaría su luz? Aunque Dios socorre con ella a todos los que le invocan, ¿la lógica misma de sus designios eternos, no le obliga en cierto modo a iluminar los caminos de los enviados de su Providencia? Ignacio imploraba esas claridades de lo alto y con qué ardor y qué sinceridad las hojas de su diario espiritual lo dicen suficientemente.
     Y esta explicación sobrenatural es la única histórica válida. Desde 1521 la mano de Dios dirige esta vida. Por caminos que parecen cruzarse y de hecho se concuerdan, el Señor conduce al antiguo combatiente de Pamplona hasta llevarle a ser el jefe de un ejército de soldados evangélicos consagrados a Cristo y al Papa. En ello está la clave de su destino y el secreto de sus Constituciones.

P. Pablo Dudon S.J.
SAN IGNACIO DE LOYOLA

1.—Constituciones (ed. La Torre) 306; ed. crítica, I, 34-38.
2.—Ep. et lnstr. I, 246.
3.—Ibid. 1, 246. Con razón advierten los editores que la circular que cita el texto tiene dos fechas diferentes. La primera parte es a lo más tarde del 17 de marzo, puesto que la Bula Injunctum nobis es del 14 y al notificar la decisión de Paulo III Ignacio dice: “Esta semana S. S. etc... . Ver el texto de la Bula en la Ed. crit. de las Constituciones, I, 81-85.
4.—Ep. et Instr. I, 290.
5.—Ibid., I, 540, 550, 600, 697.
6.—Ibid., I, 238.
7.—Ed. Crit. I, 48-65, 77, 81 Proleg. LXVIII-XCII-XCV.
8.—Ibid. I, 70-77 Bula Sacrosantae Romanae.
9.- Justa advertencia del editor de las Const. Ibid. I, 34-36.
10.- Ibid. I, 85-158. El texto de este diario está aquí completo; en su edición el P. La Torre no había publicado sino los fragmentos más importantes. Ver ibis. Proleg. XCV-CXX.
11.- Ibid. 159-163, Proleg. CXX, CXXV.
12.- Ibid. I, 174-176; Proleg. CXXVII, CXXXIII.
13.- Ibid. I, 176-180.
14.- Ibid. I, 163-166, Proleg. CXXV-CXXVII.
15.- Ibid. I, 180; Proleg. CXXXVl-CXXXIX.
16.- Ep. et. Instr. I, 285.
17.- La primera carta que conocemos es de mayo de 1547. Ibid. I, 519.
18.—Ibid. I, 610.
19.—Vita, Lib. III, cap. 4.
20.—Ed. crit. I, 220, 231, 268-274, 284-317; Proleg. CLII-CLVI, CLXVIII-CLXIX.
21.—Ibid. I, 346-356.
22.—Ep. et Instr. II, 200.
23.—Ibid. II, 622, 654 III, 223, 226, 237, 241, 247, 267. Ed. crit. Proleg. LXXVII-LXXXI.
24.- Suau op. cit. 221, 226.
25.- Ep et Instr. II, 717; Cron. II, 163.
26.- Ed. La Torre, 337-338; Ed. crit. I, LXXXI-LXXXIX, 390-396.
27.—Ep. et Instr. III, 304.
28.- Cron. II, 15.
29.- Ibid. II, 15.
30.- Ibid. II, 164.
31.- Ibid. II, 163.
32.- Ibid. II, 98, 133.
33.- Ed. La Torre, 339.
34.—Exam. gen. cap. II, n. 1-7.
35.—Id. cap. III, n. 2.
36.—Id. III, n. 11, c. V, n. 2 y 3.
37.—Id. III, n. 8.
38.—Id. III, n. 10, 12.
39.—Id. III, n. 1, 2, 4.
40.- Id. III, 13, 14, 15.
41.- Id. III, n. 13, 14.
42.- Id. Cap. I. n. 1 y 2.
43.- Id. I, n. 3 y 4.
44.- Id. I, n. 5.
45.- Id. I, n. 6.
46.- Id. I, n. 7, 8, 9, 10.
47.—Id. Cap. VIII, 1, 2, 3.
48.- Id. V, n. 8.
49.—Id. VI, 6.
50.—Id. VII, n. 3.
51.—Id. VII, n. 1.
52.—Id. VI n. 5.
53.- Id. IV, n. 46.
54.- Id, 45. Que esto haya entrado en la práctica, el P. Tacchi lo ha demostrado perentoriamente, exhumando las notas del noviciado de Roma. Hombres como Rodolfo Acquaviva, Gagliardi, Posevino y Belarmino entraron al noviciado en calidad de "indiferentes" Arch. hist. Soc. Jesu, enero-mayo 1932, 11-12.
55.—Id. IV, n. 9-24. 
56.- Id. IV, 41-46.
57.—Id. IV, 1-7.
58.- Id. VI, 7; III, 8. 
59.- Id. IV, n. 34.
60.—Id. IV, 41.
61.—IV. 35-40.
62.—Const, X, part. II, 1-13.
63.—la. Part. III, 9-14, 15.
64.—2a. part. I, Ded. A. y C. cap. II, Decl. A y B.
65.—2a. part. III, 1-10 cap. IV, n. 5.
66.—3a. part. I, n. 4-11, 13-15, 17-18, 22-25.
67.—3a. part. I, 11, 12, 16, 20.
68.—4a. part. IV, 1.
69.—4a. part. VI, 4-8, 10-14, 16-18.
70.- 4a. part. IV, 2, 3, 5.
71.- 4a. part. IV, 6.
72.- 4a. part. VI, 1, 2.
73.- 4a. part. VIII, 1-8.
74.- 4a. part. I, 1, 2, 3.
75.—6a. part. II, I y Decl. A.
76.—6a. part. II, 5-7, 8-14, 15-16.
77.—6a. part. I, 1.
78.—6a. part. III, 1 y Decl. A.
79.—6a. part. III, 6.
80.—6a. part. III, 5.
81.—6a. part. III, 6.
82.—6a. part. III, 7, 8.
83.—6a. part. IV, 1.
84.- 7a. part. I, 2, 3.
85.- 7a. part. II, Decl. D.
86.- 7a. part. II, Decl. E.
87.- 7a. part. II, Decl. E.
88.- 7a. part. II, Decl. F.
89.- 7a. part. II, n. 2 y Decl. M.
90.—7a. part. IIL 1, 2.
91.—7a. part. IV, 2-9.
92.—8a. part. I, 4, 8, 9.
93.- 8a. part. I, 2, 6, y Decl. G.
94.- 8a. part. I, n. 3 y Decl. D.
95.- 8a. part. II.
96.—8a. part. VI.
97.—8a. part. VII.
98.—8a. part. I n. 1 y Decl. A. Ignacio escribía en tiempos de las monarquías absolutas.
99.- 9a. part. II.
100.- 9a. part. III, 1-20.
101.- 9a. part. VI, 2.
102.- 9a. part. VI, 1, 2, 6.
103.- 9a. part III, 16; V, 2; VI, 8, 16.
104.- 9a. part. V, 4-6.
105.—10a. part. n. 1-13.
106.- Ver la nota 17 apend.
107.—Ver la nota 18 Apend.