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jueves, 31 de enero de 2013

La Misa

 A menos de una absoluta imposibilidad, tú, hijo mió, debes asistir a la misa todos los do­mingos y, como lo dice el catecismo, en las fiestas de obligación. Es un deber grave; no te es permitido violarlo sin razón grave.
Este deber —no lo ignoro— en a veces pe­noso: en el campo, en el ejército, en los via­jes; un joven cristiano que quiere ser fiel, encontrará mil obstáculos ante sus pasos; pues a veces todo parece conjurarse contra su buena voluntad, y le es preciso, en varias circunstancias, un valor casi heroico.
Es necesario despreciar el respeto humano que se experimenta al encontrarse solo, o ca­si solo, en una iglesia, con niños y mujeres.
Es necesario hacer un largo viaje por ca­minos difíciles; el sol es demasiado ardiente; el viento sopla frío; la lluvia cae.
Es necesario sacrificar una parte del pla­cer y faltar a una cita, donde tu ausencia será notada y comentada.
Es necesario arreglar su tiempo y hacer combinaciones embarazosas, donde el espíritu se confunde.
Además, cuántos se dejan llevar por la co­rriente de la cobardía o debilidad general y faltan a la misa, por no tener el valor de im­ponerse un sacrificio.
Tú, hijo mío, sé heroico si es necesario; pe­ro no te dejes ablandar ni arrastrar.
El dia en que un joven, educado cristiana­mente, falte voluntariamente a la misa, habrá quitado la piedra del ángulo, y el edificio de su fe y de su virtud se ha resquebrajado.
El que ha faltado una vez, faltará dos ve­ces, faltará siempre, y muy pronto Dios ya no tendrá un lugar en su vida.
Por ahora, asistir a la misa del domingo es casi el único medio de profesar públicamente su fe; si no te muestras cristiano por ese ac­to. ¿cómo lo mostrarás?

APOSTATA (12)



POR EL Pbro. Dr. JOAQUIN SAENZ Y ARRIAGA
LA APOSTASIA DEL JESUITA
JOSE PORFIRIO MIRANDA Y DE LA PARRA 
México 1971 
(pag. 143- final)
     Tenemos, pues, dos fórmulas, dos versiones del texto, que venimos comentando: la primera sería: "tú fe te ha salvado" (entendiendo por fe lo que la Biblia entiende, según José Porfirio, esperanza, confianza de que Dios intervendrá). La segunda: "tu fe en Mí te ha salvado", es decir, porque has creído que Yo tengo todo poder, que Yo soy Dios, esa fe te ha salvado. "El eslabón intermedio, dice Miranda, es la fórmula de San Juan: "Creer que Jesús es el Mesías". Pero, al creer esto, "no se trata —escribe el jesuíta— de creer en ningún atributo intemporal, como podría entenderlo la filosofía o la dogmática, sino de creer en un hecho histórico. Creer que ese hombre, Jesús de Nazaret, es el Mesías, es creer que con él ha llegado el Reino Mesiánico; es creer que en nuestra época ha llegado el Reino de Dios, que llena todas las esperanzas".
     Según Miranda y de la Parra, la fe de la mujer, que posteriormente los escritores sagrados llamaron "fe en Jesús", significaba el advenimiento de un hecho histórico, el advenimiento del Reino Mesiánico, esperado por los judíos, anunciado por toda la Biblia, que llega con un hombre, Jesús de Nazaret, y que, según toda la exégesis anterior de nuestro extraordinario jesuita, es la implantación de la justicia interhumana, que es el Reino de Dios.
     "También en Pablo, escribe después José Porfirio, ocurre la fórmula "creer en Cristo Jesús" e igualmente debe entenderse como abreviación de "creer que...", referible a algo que sucedió. "Pero, la proposición-objeto, (continúa explicando su pensamiento), aquel hecho que se "cree que" sucedió no se expresa, como en Juan, diciendo que Jesús es el Mesías, sino que "Dios lo resucitó de entre los muertos" (Rom. X, 9) o que "Jesús murió y resucitó" (I Tes. IV, 14). El fondo de la fe paulina está (siempre refiriéndose a este hecho único), que la fe "cree que" sucedió. "Tanto en Pablo como en Juan, "creer en Jesucristo" es abreviación formal de "creer que algo sucedió"; creer que Jesús es el Mesías prometido y esperado es creer, en que con el hecho histórico —Jesucristo, ha llegado el Reino Mesiánico".
     Poco importa para nuestro exégeta el precisar si la fe en Cristo, supone o no la afirmación de su divinidad, punto clave de la historia y de la teología. José Porfirio se contenta con considerar a Jesucristo como un hecho histórico que abre en el mundo el Reino Mesiánico, que es la liberación de los oprimidos, la supresión de los opresores y el establecimiento en el mundo de la justicia interhumna. Más todavía, José Porfirio parece negar la divinidad de Jesucristo, cuando dice: "Según eso, 'creer que Dios lo resucitó de entre los muertos' es exactamente sinónimo de 'confesar... que Jesús es el Señor', que Jesús es el Señor precisamente en virtud de su resurrección. Con palabras de Michel: 'Por medio del extraordinario y único hecho de la pascua, Dios ha hecho a Jesús Señor y dotado de autoridad al hijo', (ibidem). El sentido mesiánico del título 'Señor', en este contexto, es tan nítido e indudable como el del título 'hijo de Dios' (así con minúscula), en Rom. 1,4: 'constituido (por Dios) hijo de Dios, en poder, según espíritu de santidad, en virtud de la resurrección de los muertos'.
     De estas citas, en las que Miranda y de la Parra, apoya su pensamiento, se sigue que antes de la resurrección, Jesús no era el Mesías, no era el Hijo de Dios vivo, sino que, al resucitarle Dios de entre los muertos, lo hizo el Mesías, el Señor; dotó al hijo de autoridad (o le dió la autoridad de hijo?). "El título 'hijo de Dios' indica primariamente una función de Jesús, pues el v. 4 (Rom. I) expresa simplemente que en Pascua fue cuando Jesús entró en funciones de 'Rey Mesiánico de la Comunidad' El objeto de la fe (en Rom. X, 9), el hecho que creemos que ha sucedido, es el mismo que en Juan: que ese hombre, llamado Jesús de Nazaret, es el Mesías prometido, esto es, en el hecho histórico Jesucristo, ha llegado el Reino Mesiánico".
     Lo que sigue a continuación elimina toda duda sobre el pensamiento del jesuíta apóstata: "lo que pasa —escribe— es que para (San) Pablo la más estallante señal, la prueba inequívoca de que el Reino ha llegado, es el hecho de que haya empezado la resurrección de los muertos. En el plural va el acento. Si sólo contáramos con el texto de la Epístola a los Romanos, I, 4, el plural podría atribuirse a la adopción de fórmula prepaulina, pero existiendo (esa expresión) en otras Epístolas de San Pablo, demuestran que ese plural va en serio. La resurrección de los muertos es, en todos estos pasajes, una realidad histórica de dimensión supraindividual, social, colectiva, como una época completamente nueva de la historia humana, como un reinado nuevo, que rompe con la historia anterior".
     Según esto, cuando hablamos o cuando habla San Pablo de la "resurrección de Jesús", queremos o quiere San Pablo decir lo mismo que cuando habla de la resurrección de los muertos, que, como ya advirtió Miranda y de la Parra, "nada tiene que ver con una resurrección, después de la muerte". En buena lógica así deberíamos interpretar las palabras de San Pablo, en el capítulo I, versículo 4 de la Epístola a los Romanos, sin despistarnos por el 'tercer día', pues, en el versículo 2 del mismo capítulo de la misma Epístola, expresamente se nos advierte que ese mensaje de Dios "lo había de antemano prometido por sus profetas, en las Escrituras Santas; el cual mensaje habla, como Pablo añade, con toda precisión, acerca de su hijo, (así con minúscula); o sea, que del himno, aducido a continuación, lo que Pablo ve renunciado en las Escrituras, es justamente (lo siguiente"): constiuído hijo de Dios, en poder, según espíritu de santidad, en virtud de la resurrección de los muertos". (Rom. I, 4).
     Esta rara exégesis nos da el recóndito sentido de estos textos paulinos. "Los pasajes escriturísticos —añade Miranda— que suelen alegarse, para documentar la predicción veterotestamentaria, aseverada por Pablo, sencillamente no la documentan; y, si no lo logran empalmar es porque la búsqueda se hace pensando en una resurrección individual... pero esa resurrección es de dimensión supraindividual, colectiva; (es) constitutivo crucial del Reino prometido, elemento imprescindible de la justicia de Dios, preanunciada y esperada por siglos".
     ¿Qué significa entonces, para Miranda y de la Parra, la resurrección de Cristo? "Nada tiene que ver —nos responde— con una resurrección, después de la muerte". No nos debe despistar, para entender correctamente la expresión, el que se hable de que esta resurrección sucedió al tercer día (de enterrado el Señor). "Lo que Pablo vio —escribe más abajo José Porfirio— de la resurrección de Cristo fue la resurrección de los muertos, que llega como una realidad de dimensión social, como un reinado nuevo, que rompe toda la historia pasada". "Esta resurrección es un hecho social, de dimensión supraindividual, colectiva". "Cristo es solamente 'el principio, el primogénito de entre los muertos'. (Col. I, 8) 'Cristo fue suscitado de entre los muertos como primicia de los que durmieron (I Cor. XV, 20), 'para que fuese primogénito entre muchos hermanos (Rom. VIII, 29)... Como dice espléndidamente Lucas, interpretando con autenticidad, las palabras de Pablo a Agripa: Cristo es 'el primero de la resurrección de los muertos'. (Act. XXVI, 23).
     Después de lo que hemos visto y comentado, podríamos pensar, así nos da José Porfirio pie para hacerlo, que nuestro exégeta, en un nuevo alarde de atrevimiento inaudito, nos niega también ahora o, por lo menos, pone en duda la divinidad de Cristo, como antes comentábamos; pero no; con lógica o sin lógica, él nos dice ahora: "Para Pablo, la preexistencia de Cristo parece segura". Pero, pregunta él con razón, "¿por qué la resurrección de los muertos hace que Jesús sea el Mesías? Porque sólo la llegada del Reino Mesiánico hace que tenga sentido la mesianidad de Jesús; sólo el hecho histórico de que ha llegado el Reino hace que tenga sentido hablar de que Jesús es el Mesías. No se trata de creer en un atributo, sino de creer que ha llegado el Reino'.
     Las palabras de nuestro exégeta son en verdad contradictorias. Sin darnos explicación alguna de esa preexistencia de Cristo, que para San Pablo era segura, nos dice la resurrección de los muertos, la llegada del Reino hace que Jesús sea el Mesías. "No se trata de creer en un atributo". No; claro es que no. Se trata de confesar que Cristo es el Hijo de Dios Vivo, que es la Segunda Persona de la Augusta Trinidad, que se hizo Hombre. Esto no es atributo; es la UNION HIPOSTATICA, ES LA ENCARNACION o, mejor dicho, es el VERBO ENCARNADO, que es el Mesías prometido y con quien y por quien nos vino el Reino Mesiánico. El sentido de la mesianidad de Jesús nos lo da su FILIACION DIVINA, el gran sacramento escondido en el seno de Dios de recapitular todas las cosas en Cristo.
     Después de esta intrincada selva de exégesis mirandesca, en la que, no sé si al fin puede salvarse la misma divinidad de Cristo, algunas ideas nos han quedado para expresar su pensamiento: "La fe del Nuevo Testamento es creer en el Dios que irrumpe en nuestra historia, en el hecho llamado Jesucristo". "Creer que Jesús es el Mesías es el eslabón intermedio". "Y Jesús es el Mesías, porque ha llegado el Reino de Dios". La síntesis la hallamos en el Evangelio a San Marcos: "Postcuam autem traditus est Joannes, venit Iesus in Galilaeam, praedicans evangelium regni Dei, et dicens: Quoniam impletum est tempus et appropinquavit regnum Dei, et dicens paenitemini, et credite evangelio", Después de ser Juan (el precursor) apresado, fue Jesús a Galilea, predicando el Evangelio del Reino de Dios, y diciendo: Porque ya se ha cumplido el tiempo y ha llegado el Reino de Dios; haced penitencia y creed el Evangelio. Las palabras de San Marcos, nos están diciendo que el Reino de Dios había llegado, por el advenimiento de Jesús, que, por ser el Verbo Encarnado, era el Mesías. Se cumplieron los tiempos para la ejecución de los planes divinos, para la Encarnación del Hijo de Dios; ya había venido, ya estaba entre los hombres, para predicar el Evangelio, en cuyo cumplimiento está el Reino de Dios.
     José Porfirio no acepta que la "Buena Nueva" es la venida de Jesús, sino que insiste en sostener su posición ambigua: la "Buena Noticia" es el hecho histórico del advenimiento del Reino; Jesús es tan sólo un vocero de esta "Buena Noticia". "El cristocentrismo... me parece enteramente fuera de cuestión; si algo está subrayado por Marcos es que se trata de la Buena Noticia de Dios y del Reino de Dios; Cristo es el evangelizante, como lo pensó el Deuteroisaías". Pregunto yo a Miranda: ¿sin Cristo, sin su venida hubiera venido al mundo esa "Buena Noticia", ese "Reino"? Cristo no es un mero evangelizador de la "Buena Noticia", del advenimiento del "Reino de Dios". Cristo es en su unión hipostática la "Buena Noticia"; el "Reino de Dios" será consecuencia de la obra de Cristo. Tampoco la fe, con que "La Buena Noticia" es recibida es la "importancia decisiva", en sí, sino, a lo más, para nosotros. "Lo cual (la respuesta de fe) —escribe nuestro exégeta— es ciento por ciento paulina... pues aquí es donde se juega toda la fuerza del Evangelio, para salvar a todo creyente, mediante la realización de la justicia". No tengo por qué volver a aclarar ideas, que José Porfirio tiene muy confusas, sobre la "fe", la "justicia", la "justificación", las cuales ya explicamos. Sólo le diré a nuestro preclaro escriturista que la "fuerza del Evangelio" no es la fe, sino Dei virtus, la virtud de Dios; y que la "realización de la justicia", significa aquí la justificación de los hombres regenerados; la fe (hablo del acto, no de la virtud infusa) es, a lo más, una condición, para los adultos.
     José Porfirio parece aceptar esta doctrina, cuando, más abajo, escribe: "Por eso es por lo que ni Marcos, ni Jesús mismo, ni los Evangelios estiman explicarnos qué se entiende por el Reino de Dios, pese a que toda la predicación de Jesucristo se resuma en proclamar que "llega" (notemos el tiempo presente del verbo) el Reino de Dios". Aquí Miranda parece admitir que el Reino de Dios es la venida y la predicación de Jesucristo. Pero, es falso que ni Marcos, ni Jesús, ni los Evangelios nos hayan explicado en qué consiste el Reino de Dios o el Reino de los cielos. Todo el Evangelio, toda la predicación de Cristo, toda la Escritura es una explicación de lo que es el Reino de Dios, que, cuando hablaba Cristo, no "llega", sino ya había llegado. Es cierto que ya en el Antiguo Testamento encontramos una descripción, aunque imprecisa, profética de lo que iba a ser el Reino de Dios; pero, en el Evangelio desaparece la penumbra, ya brilla luminoso el Sol de Justicia.
     "Después de proclamar —continúa el jesuíta— la llegada del Reino... Marcos nos habla de la "fe" por segunda vez. (Mc. XI, 5). Es un pasaje de enorme importancia para captar lo que significa "fe", si tenemos en cuenta que, antes de narrarnos esa escena, sólo se ha usado el verbo "creer" (Mc. I, 14-15) donde la fe consiste en creer el anuncio de que ha llegado el Reino. Es el caso del paralítico, que llevaron a Jesús. Dice San Marcos: "Y viendo Jesús la fe de ellos" (Mc. XI, 5). ¿En qué puede consistir —pregunta Miranda— esa fe... sino en que esos hombres efectivamente creen que ha llegado el Reino, que socorrerá a todos los que sufren y ayudará a todos los menesterosos de la tierra? Es el Reino tal como lo ha descrito el Antiguo Testamento.
     Verdaderamente es increíble cómo Miranda y de la Parra juega —no podemos darle otro nombre— con la Sagrada Escritura, para hacerla decir lo que ni remotamente ella insinúa. Jesús vio la fe de aquellos hombres: del paralítico y de los que le llevaban; es decir, vió que aquellos hombres creían en el poder sobrehumano de Cristo, en su poder divino, y que por eso acudían a El en busca de socorro. Tal vez la idea del Reino, ni siquiera pasaba por su mente. La descripción, metafórica, simbólica, del Antiguo Testamento no puede tomarse literalmente, so pena de incurrir en los mismos errores en que incurrieron los judíos, pensando que las promesas do Dios se referían a los bienes materiales.
     "¡Cuánto tiene que ver, añade José Porfirio, esta fe con la esperanza; pero esperanza colectiva de siglos, esperanza de todas las generaciones humanas, que han sufrido enfermedades, injusticias y muerte!". Aquí de nuevo, con un poco de verdad, nos quiere hacer aceptar el jesuíta una mentira. Sí; era la esperanza de siglos, la esperanza de la humanidad prevaricadora, desde el primer pecado de nuestros primeros padres, la que aguardaba esa hora de nuestra regeneración por Jesucristo; pero no la esperanza de que el Reino de Dios iba a quitar, en este mundo, todas las enfermedades, todas las injusticias y la misma muerte. La muerte sería vencida, con la muerte de Cristo, pero no eliminada de este mundo. Era la esperanza de que nuestra reconciliación iba a hacerse y que la humanidad recobraría lo que por el pecado había perdido.
     "Pablo —leemos después— no sólo pretende conservar el significado de la fe veterotestamentaria; es consciente de que su mensaje central sobre la justicia por la fe se vendría a pique, si la argumentación (que usa en las Epístolas a los Romanos y a los Gálatas) empleara el verbo "creer", en un sentido diferente al de la fe del Antiguo Testamento". "La fe original de Israel es creer en el Dios que interviene para hacer justicia en nuestra historia humana".
     José Porfirio Miranda y de la Parra vuelve de nuevo sobre el tema de la "fe" y la "justicia", interpretadas a su gusto, para dejarnos ver más claramente su tesis marxista: "La justicia brota de la fe". Si se prescinde del v. 17 de Isaías, en el capítulo VIII, Pablo no tiene base, para conextar la "fe" con la "justicia"... Según Isaías la "fe" no defrauda, porque la nueva cimentación de la ciudad de los hombres será la "justicia de Dios, 'justicia y derecho', que Yavé mismo implanta", justicia rigurosamente social. "Para Pablo, ahí está todo: la fe no defrauda, porque la nueva civilización humana tendrá como cimiento la justicia de Dios, no la justicia de los hombres, que es la justicia de la Ley. La justicia de la fe es la justicia de Dios". ¡Ya tenemos, por fin, al descubierto, después de tanta exégesis, la tesis cumbre del jesuíta: LA JUSTICIA DE DIOS, QUE ES JUSTICIA ESTRICTAMENTE SOCIAL, JUSTICIA INTERHUMANA, HA DE SER LA NUEVA FUNDAMENTACION DE LA CIUDAD DE LOS HOMBRES. ESTA JUSTICIA NO VIENE DE LA LEY (HUMANA) SINO DE LA FE. "El Yavista no es un archivista o coleccionador, sino un verdadero autor de una obra estructurada con auténtica unidad literaria". "Para el Yavista, Abraham es la encarnación misma de toda esperanza humana". Abraham aparece en el Yavista (Gen. XII), después de Caín, (que es el protagonista), y su fraticidio; esta maldad y este crimen nos han dado la descripción de la historia humana. 'Yavé vio que la maldad del hombre cundía en la tierra y que todos los pensamientos que ideaba su corazón no eran más que mal de continuo; y le pesó a Yavé de haber hecho al hombre en la tierra y se indignó en su corazón'.
     "Es descaminado —dice con Rad— el mirar el cierre de la prehistoria en el capítulo XI del Génesis, pues entonces adquiere la prehistoria una significación excesivamente autónoma y aislada. El cierre y clave, más bien, es el capítulo doce, vers. 1-3, ya que es desde ahí desde donde empieza a volverse inteligible ese prólogo universal de la historia de la salvación, en su significación teológica". Tiene razón von Rad: la historia de la salvación, en su ejecución, empieza con la salida de Abraham, siguiendo el plan y la orden divina, hacia Canaán: "Sal de tu tierra y de tu parentela y de la casa de tu padre y ve a la tierra que Yo te mostraré". Los castigos, que Dios había enviado contra la tierra pecadora, habían terminado, como nota José Porfirio, con otros tantos serenamientos de su ira; el diluvio, en cambio, se descarga sin miramientos, sobre todos los hombres, excepción hecha de Noé y su familia. ¿Desecha Dios para siempre la humanidad? Entonces aparece Abraham, el hombre "en el que serán bendecidas todas las naciones de la tierra".
     "En la estructura existencial —escribe en la página siguiente nuestro exégeta, preparando su entrada a su exposición definitiva— de la fe bíblica hay un elemento absolutamente fundamental, que es común a la fe del Antiguo y del Nuevo Testamento; y, sin el cual no es posible ni creer que Dios interviene en nuestra historia, ni creer que esa intervención acaece en Jesucristo. Ese elemento o momento existencial es una fe que consiste en creer que nuestro mundo tiene remedio". Desde luego, los que han proyectado (torcido el sentido del Antiguo y del Nuevo Testamento) la salvación y la gloria solamente para otro mundo, para un más allá, no creen que nuestro mundo tenga remedio. Pero, esta postura es inaceptable para nuestro exégeta, que jura y perjura, que la maldad de los hombres —que no es más que injusticia— tiene remedio; que este remedio ha de venir por la fe, la cual, tarde o temprano, ha de imponer en el mundo la justicia interhumana, que eliminará toda maldad, incluso la corrupción de la carne. "En efecto, dice Miranda, no por la ley, sino por la justicia de la fe se le prometió a Abraham y a su descendencia que heredaría el mundo. Cuando Mateo dice: 'bienaventurados los bondadosos, porque ellos poseerán la tierra' (Mt. V, 5), es puro 'escapismo' el interpretarlo diciendo que se refiere 'a la tierra de sus corazones'; los dos bandos, en el que el supradicho elemento de la fe absolutamente es básico, según el jesuita, dividen al mundo y aquí se manifiestan irreconciliables.
     No lo dice, pero lo sobre-entiende José Porfirio: este es el punto que hace irreconciliables al marxismo actual y al anticomunismo del preconcibo. Este es el obstáculo invencible para que los hombres acepten sumisamente la doctrina salvífica de Carlos Marx. Esta es la íntima razón, por la cual Pío XI y los preconciliares pensaban que "es conforme al orden por Dios establecido que en la sociedad humana haya gobernantes y gobernados, patronos y proletarios, ricos y pobres, sabios e ignorantes, nobles y plebeyos", como había dicho Pío X. Ellos, contra la fe de Israel, creen que nuestro mundo no tiene remedio; que la justicia interhumana nunca será perfecta en esta vida. En cambio, Carlos Marx, y con él Juan XXIII, Paulo VI, el Vaticano II y el "progresismo triunfalista" piensan que esta injusticia interhumana sí tiene remedio en este mundo, no en el otro; y el remedio nos vendrá por la justicia social. "Marx —escribe el jesuita— queda del mismo lado que los autores bíblicos si cree que el mundo tiene remedio".
     "Cuando Mateo dice que Cristo retornará a la tierra, para 'quitar de su Reino todos los escándalos y a todos los hacedores de injusticias, —añade el jesuita— no podía, con mayor claridad, significarnos que el Reino está en la tierra, que es el campo del mundo". Debería haber leído Miranda y de la Parra el pasaje de San Mateo, al que se refiere, en el capítulo XIII, versículo 41; y en el que quiere fundar su sofístico argumento. Para refutar su escatológico comunismo, le bastaría leer el contexto, oír la parábola de Cristo. Es la parábola de la cizaña y es el mismo Jesucristo, quien nos da su interpretación: "Messis vero, consummatio saeculi est". La cosecha es la consumación de los siglos, el fin de los tiempos.
     "Mi Reino —dijo Jesús— no es de este mundo". La exégesis católica ha interpretado siempre, lo mismo que Pilato, que el Reino de Cristo no está fundado en las cosas de la tierra; ni busca tampoco las cosas de la tierra. "Si mi Reino fuese de este mundo, mis ministros lucharían por Mí; pero mi Reino no es de este mundo".
     Todavía buscaba nuestro escriturista en San Pablo, interpretado según sus prejuicios y conveniencias, nuevos argumentos, cuando han fallado el de San Mateo y el de San Juan. Se pregunta: ¿dónde hay más fe y esperanza, en creer en el Dios que resucita a los muertos o en creer en el Dios que llenó de bienes a los hambrientos y a los ricos los despidió sin nada? No responde, sino que, como suele hacerlo, vuelve a citar a Pablo: "no por la ley, sino por la justicia de la fe, se le prometió a Abraham y a su descendencia que heredaría el mundo". (Rom. IV, 13).
     Aquí de nuevo, me sospecho, Miranda y de la Parra nos deja entender las aspiraciones mesiánicas del "gobierno mundial", que devoran a sus correligionarios y que, por medio del comunismo intentan implantar, rompiendo antes las legítimas defensas de la humanidad. En ese gobierno mundial, Abraham y su descendencia, piensa José Porfirio, impondrán entonces la justicia y el derecho sobre todos los pueblos, que son para el pueblo escogido "la tierra prometida". 

CONCLUSION.
     No quiero continuar perdiendo el tiempo en hacer la exégesis de la exégesis de José Porfirio Miranda y de la Parra. Creo que de sobra he demostrado lo absurdo, lo inconsistente, lo arbitrario de su pensamiento, descaradamente comunista. El pretender defender que el pensamiento de Marx no es incompatible con el pensamiento católico es ya en sí, por lo menos, temerario, si es que no abiertamente herético; pero el decir que el pensamiento de Marx se identifica con el mensaje de la Biblia es, a todas luces, groseramente erróneo, injurioso para la palabra de Dios, blasfemo e intolerable para los oídos católicos. Es, por esta razón también, una verdadera APOSTASIA, a pesar del "Nihil obstat", del "Imprimí potest" y del regio "Imprimatur", que avalan el libro y lo recomiendan a los crédulos católicos.
     Yo no puedo aceptar la benévola excusa, que el Lic. Salvador Abascal dio en su reciente libro, para explicarnos esas formalidades canónicas, que, no por ser formalidades, dejan de tener un valor también teológico. No creo que hayan sorprendido a Su Eminencia Reverendísima Miguel Darío Miranda y Gómez, para sacarle sorpresivamente el "Imprimatur". El Excelentísimo Sr. Arzobispo Primado de México no es de los que se dejan fácilmente sorprender. En el caso presente, hubo censura previa, hubo el "Imprimí potest" del R.P. Prepósito Provincial de los Jesuitas, en la Provincia de México, y hubo, sobre todo, una nota marginal, no acostumbrada en estas formalidades canónicas, que, al asegurarnos que el libro está escrito dentro del dogma católico, nos está diciendo que el libro sí fue leído por Su Eminencia. A no ser que el Canciller se haya sentido portavoz autorizado del Prelado Metropolitano, interpretando tan sólo su mente.
     El libro de este equivocado y "apóstata" jesuita tiene una decisiva importancia, no para bien, sino para mal, en México y en los demás países de América Latina, en donde hay tantos clérigos que se sienten émulos de Camilo Torres Restrepo y que, sabiéndolo o sin saber, militan sumisos a las órdenes de la mafia judeo-masónica, que pretende esclavizarnos. No es el verdadero progreso lo que éstos buscan, sino la subversión y la ruina de nuestros países. Pretenden, para engañar a los sencillos, convencernos de que el marxismo es la última edición de los "textos sagrados". Ahora no se puede ser católico sincero sin aceptar el comunismo.
     A los que mayor daño hará, sin duda alguna, este libro perverso es a los jóvenes —carne de cañón apetecida, para los disturbios, que hoy se estilan— que, no teniendo la preparación necesaria, para refutar al jesuita, piensan que la Iglesia, que ayer condenaba el comunismo, al fin, reconociendo sus errores, se ha hecho comunista. Marx y Cristo son para ellos la misma cosa.
     Si ésta es la consigna, que viene de Roma; si éste es el mensaje que trajo a Río de Janeiro el M.R.P. Pedro Arrupe; si la Carta Pastoral de Nuestros Venerables Prelados, sobre el problema social, implica esto —ya lo dije antes— decididamente me quedo con las enseñanzas de los Papas anteriores al Concilio. Yo sigo pensando y diciendo que el "comunismo es intrínsecamente perverso", como lo dijo Pío XI; yo sigo pensando que los que militan en el comunismo o ayudan al comunismo, están fuera de la Iglesia, como lo dijo Pío XII; yo, una vez más, sostengo que o estamos con Cristo o estamos en contra de Cristo.
     Padre Miranda y de la Parra, comprendo que mi crítica ha sido muy dura. Se trata de mi fe católica; de mis compromisos sacerdotales y de mi amor a mi Patria. En asuntos, como éstos, no podemos andar con componendas, sin traicionar la conciencia. Sinceramente deseo y pido a Dios que te ilumine, para que, reconociendo tus errores, vuelvas al camino de la verdad, hasta la adoración humilde, profunda, agradecida, llena de arrepentimiento y de súplica ardiente, ante ese Dios Creador de todo cuanto existe, a quien negaste antes.
Roma, junio de 1971.
Pbro. Dr. Joaquín Sáenz y Arriaga.

miércoles, 30 de enero de 2013

MARTIRIO DE SAN JULIO, BAJO DIOCLECIANO, AÑO 302

     Se ignora la fecha en que el veterano San Julio sufrió el martirio, pues el comienzo de sus bellas actas no puede ser más vago: Tempore persecutionis... Lo más probable es —adelantó Ruinart— que haya de ponerse en la magna persecución de Diocleciano, y, concretamente, en la depuración del ejército que precedió, según Eusebio, al desencadenamiento de la persecución general. Dorostoro, donde Julio sufrió el martirio, fué en otro tiempo ciudad episcopal, bajo el arzobispo de Marcianópolis, en la Mesia inferior; se dice haber quedado hoy reducida a una aldea de la actual Bulgaria. La Mesia, como, en general, toda la frontera del Danubio, reunía una de las más grandes concentraciones de tropas de todo el Imperio. Puestas bajo el mando del feroz Galerio, se explica que la persecución se ensañara en los soldados cristianos, que no debían de ser raros en aquellas regiones.
     Como quiera, las actas del martirio de este soldado veterano son bellas y, en su sencillez notarial, las penetra un aliento de patética emoción. Su autenticidad, fuera de algún leve retoque, es segura. El texto publicado en Analecta Bollandiana (1891, p. 50), es juzgado así por los editores:

Martirio de San Julio, veterano.

    I. En tiempo de la persecución, cuando los fieles esperaban recibir los premios eternos prometidos a los vencedores en los combates gloriosos de la fe, fue detenido Julio y presentado al gobernador Máximo por agentes de la audiencia.
El presidente Máximo dijo:      ¿Quién es éste?
Los oficiales respondieron:
    —Es un cristiano que no quiere obedecer los edictos imperiales.
Presidente:      ¿Cómo te llamas?
Respondió:     Julio.
Presidente: ¿Qué dices, Julio? ¿Es verdad lo que de ti me informan?
Julio: Así es, puesto que yo soy cristiano y no puedo negar que soy lo que soy.
Presidente: ¿Es que ignoras los mandatos de los emperadores, que ordenan sacrificar a los dioses?
Julio: No los ignoro, ciertamente; pero yo soy cristiano y no puedo hacer lo que quieres. Porque no conviene que yo me olvide del Dios verdadero y vivo.

     II. Máximo. —Pues ¿qué mal hay en echar unos granos de incienso y marcharse?
Julio: Yo no puedo despreciar los mandamientos divinos y aparecer infiel a mi Dios. Y, efectivamente, cuando yo seguía el error de la vana milicia, jamás, en veintisiete años, hube de comparecer ante tribunal alguno por criminal o pendenciero. Siete veces salí a campaña, y nunca me quedé a la zaga de nadie ni combatí con menos denuedo que el más valiente. Jamás me vió el príncipe cometer una perfidia. ¿Y quieres tú ahora que, después de mostrarme leal en lo Imenos, pueda yo ser un traidor en lo más?
Máximo.—¿Qué milicia has seguido?
Julio. He seguido las armas, y a mi debido tiempo me licencié como veterano. Temiendo siempre a Dios, que hizo el cielo y la tierra, le he tributado culto, y ahora le sigo ofreciendo mi servidumbre.
Máximo.—Julio, veo que eres hombre prudente y grave. Hazme, pues, caso a mí e inmola a los dioses, a fin de alcanzar una grande remuneración.
Julio.—No hago lo que dices por temor a incurrir en pena eterna.Máximo.—Si piensas que ello es un pecado, yo cargo con él. Yo soy quien te hago fuerza, para que no parezca que voluntariamente cedes. Luego te vas tranquilo a tu casa, recibes el dinero de las fiestas decenales, y nadie, en adelante, se ha de meter contigo.
Julio.—Ni ese dinero de Satanás ni tu astuta persuasión podrán privarme de la luz eterna. Da, pues, sentencia contra mí, como contra un cristiano.

     III. Máximo.—Si no acatas los mandatos imperiales y sacrificas, te haré cortar la cabeza.
Julio.—Muy bien lo has pensado. Yo te ruego, pues, piadoso presidente, por la salud de tus emperadores, que lleves a cabo tu pensamiento y pronuncies sentencia contra mi, y se cumplan así mis deseos.
Máximo.—Si no te arrepientes, seguro puedes estar que se cumplirán.
Julio.—Si esto mereciere sufrir, eterna gloria me espera.
Máximo.—Así te lo imaginas. Como alcanzarías gloria eterna sería sufriendo por las leyes de la patria.Julio.—Por las leyes, no hay duda que sufro; pero es por las leyes divinas.
Máximo.—¿Las que os enseñó uno que murió crucificado? Ya ves lo necio que eres, témiendo más a un muerto que a emperadores vivientes.
Julio.—Él murió por nuestros pecados, para darnos vida eterna; pero siendo Dios, el mismo Cristo permanece por los siglos de los siglos. El que le confesare tendrá la vida eterna; el que le negare, sufrirá castigo eterno.
Máximo.—Me inspiras compasión, y por ello te doy consejo que sacrifiques y vivas con nosotros.
Julio.—Si viviere con vosotros, ello sería para mí la muerte; mas si muero en la presencia del Señor, viviré eternamente.
Máximo.—Oyeme y sacrifica, no me vea obligado, como te he prometido, a quitarte la vida.
Julio.—Yo he escogido morir temporalmente, para vivir con los santos para siempre.
Así, el presidente Máximo dió la sentencia, diciendo:
—Julio, cpie se ha negado a obedecer a los edictos imperiales, sufra pena capital.

     IV. Conducido que fue al lugar del suplicio, todos le besaban. Mas el bienaventurado Julio dijo:
     —Que cada uno vea la intención con que me besa.
     Había entre los asistentes un tal Isiquio, soldado cristiano, también preso, que le dijo al santo mártir:  —Yo te ruego
Julio: cumple con gozo tu promesa y recibe la corona que el Señor ha prometido dar a los que le confiesan, y acuérdate de mí, que te he de seguir muy pronto. Saluda también de mi parte, con todo afecto, te ruego, a nuestro hermano Valentión, siervo de Dios, que por su buena confesión nos ha tomado la delantera camino del Señor.
Julio, por su parte, habiendo besado a Isiquio, le dijo:
—Date prisa, hermano, en venir. Tus encargos los recibirá el que tú saludas.
Y tomando el pañizuelo, se ató él mismo los ojos y tendió el cuello, diciendo:
Señor Jesucristo, por cuyo nombre sufro la muerte, yo te suplico que te dignes recibir mi espíritu con tus santos mártires.
Asi, pues, el ministro del diablo, descargando el golpe de la espada, puso fin a la vida del beatísimo mártir en Cristo Jesús, Señor nuestro, a quien es honor y gloria por los siglos de los siglos. Amén.

EL METODO DEL PERIODO AGENESICO (2)

El método del experimento de la rata de Farris.
     Todo tratado acerca de los últimos métodos científicos para determinar el tiempo de la ovulación, resultaría incompleto sin mencionar, al menos brevemente, el trabajo del doctor Edmond J. Farris, del Instituto Wistar de Anatomía y Biología de Filadelfia. Es verdad que el método por él inventado supone trabajo de laboratorio, siendo, por consiguiente, demasiado costoso y nada práctico para el vulgo. No obstante esto, la exactitud excepcional con que el doctor Farris ha sido capaz de llevarlo a cabo, merece una alusión a su trabajo. Los matrimonios que están muy deseosos de tener un hijo, y que no han visto bendecido su hogar con alguno, probablemente estarían dispuestos a soportar cualquier inconveniencia y gastos que estos experimentos pudieran acarrearles. Este método determinaría de una manera bien precisa los días en que la concepción tendría lugar con más probabilidad. De igual manera, en el caso de los esposos para los cuales el embarazo constituyera un grave peligro, los inconvenientes y los gastos del experimento podrían ser bien aceptados.
     Una breve exposición del experimento bastará al propósito. La presencia de la ovulación humana se revela en la reacción del ovario no maduro de la rata con la inyección hipodérmica de la orina de la mujer. Si la ovulación no existe actualmente en la mujer, su orina no tiene efecto sobre el ovario de la rata. Por el contrario, si la ovulación tiene lugar, la orina inyectada en la rata produce hiperemia en los ovarios del animal. El tiempo de la ovulación es observado en las mujeres ordinariamente durante dos o tres meses consecutivos. El primer mes es considerado simplemente como un mes de control, y los datos conseguidos durante el mes se usan solamente para determinar si la ovulación tuvo lugar, si la actividad fué normal o anormal, y, si fué normal, en qué momento del ciclo menstrual ocurrió. Después del primer mes, la reacción positiva en las experiencias indica la presencia de la ovulación y señala el mejor tiempo para que se realice la concepción. Cuando las reacciones a los experimentos resultan negativas, hay entonces una certeza fundada de que el periodo de infecundidad ha comenzado.
     La exactitud asombrosa de estas pruebas y una exposición más detallada de las mismas se encontraran en los excelentes artículos científicos sobre este tema del doctor Farris (American Journal of Obstetrics and Gynecology), publicados en agosto de 1944, junio de 1946, septiembre de 1947 y agosto de 1948.

Moralidad del método del período agenésico.
     El hallazgo del período agenésico es de gran interés para el estudio de la Etica, a causa de los problemas morales que plantea.
     ¿Difiere este método de limitación de la natalidad de la práctica anticoncepcionista? ¿Son lícitas a los esposos las relaciones matrimoniales durante los períodos agenésico? ¿Son culpables los esposos por ejercer los derechos matrimoniales solamente durante los períodos agenésicos? Estas cuestiones son de mucha importancia y merecen especial atención en la esfera de la Etica.
     Según los sanos principios de la Etica, el uso del período agenésico es de por si moralmente lícito. En el uso del período agenésico, los esposos no impiden en manera alguna la operación de la naturaleza. Sus relaciones matrimoniales son llevadas a cabo de una manera rigurosamente moral. La concepción no resulta de su acción, no porque ellos le pongan obstáculos, sino porque el Creador ha formado de tal manera a la naturaleza humana, que, en un tiempo determinado de esas relaciones, no se sigue la concepción. No se realiza acción alguna contra la naturaleza por parte de aquellos que ejercen sus derechos matrimoniales de un modo natural durante el período de agenesia. Ni tiene lugar la concepción simplemente porque el Autor de la naturaleza no se dignó disponer las cosas de tal modo que venga al mundo una vida nueva en este tiempo preciso. En el matrimonio ambas partes adquieren derechos permanentes y recíprocos a las relaciones matrimoniales. Este factor indica que ellos gozan de ese derecho en todo tiempo. Sin embargo, generalmente hablando, no tienen obligación de ejercer sus derechos en ningún tiempo en concreto. Es evidente, por tanto, que, aunque las partes tienen estos derechos durante todos los días del mes, no tienen, sin embargo, la obligación de ponerlos en práctica en tales o cuales días. Así, en general, podemos decir que si ellos acuerdan tener las relaciones matrimoniales de una manera perfectamente natural durante el período agenésico, no pueden ser acusados de culpa moral.
     En lo hasta aquí expuesto se supone que el uso de los derechos matrimoniales queda restringido al período de agenesia por mutuo consentimiento de ambas partes. Asimismo se sobrentiende que ambas partes están moralmente obligadas a acceder a la exigencia razonable de la otra parte, para tener relaciones matrimoniales en cualquier tiempo.
     Podemos ahora formular esta pregunta: ¿Sería ilícito moralmente a los esposos tener relaciones matrimoniales sólo durante el periodo agenésico, y nunca cuando pueda tener lugar la concepción?
     Como respuesta podemos decir que, debido a circunstancias extrínsecas, el uso exclusivo del período agenésico podría ser pecaminoso. Debemos tener en cuenta que por el matrimonio las dos partes se han hecho miembros de una institución natural, cuyo fin primario es la procreación y educación de los hijos. Este ha sido el motivo por el cual ha dado el Autor de la naturaleza al hombre las facultades generativas. Es cierto, además, que el Creador ha vinculado al uso de estas facultades un placer determinado, cuya finalidad descansa en ser un aliciente e inclinación natural en el hombre para usar esas facultades y así propagar la especie.
     Con estos hechos a la vista, parece evidente que aquellos que toman este estado, y se benefician de sus privilegios y placeres, contraen una obligación moral de conseguir alguna que otra vez el fin primario del matrimonio, fin primario también del placer de que disfrutan.
     Esta última afirmación no ha de extenderse, naturalmente, a aquellos que no desean tener hijos por razones graves.
     Hay que insistir, sin embargo, en que el propósito de hacer uso del período agenésico de una manera habitual y exclusiva, no está exento de muchos peligros espirituales. Existe el peligro de la incontinencia para una o ambas partes, ocasionado por el propósito de abstenerse de las relaciones matrimoniales durante el período de la fecundidad. Esta dificultad puede ser grave particularmente para la mujer, ya que, según el testimonio de médicos competentes, el deseo que tienen las mujeres por las relaciones sexuales se intensifica, en especial, durante el periodo de fecundidad.
     Existe, además, el peligro de que las relaciones entre los esposos lleguen a degenerar, y se conviertan en algo que se base primordialmente en el egoísmo y placer sensual. Estas son las razones que han inducido a muchos moralistas de nota, asi como también a la Santa Sede, en sus respuestas privadas, a tomar las debidas precauciones y a restringir la divulgación y fomento del periodo agenésico.
     No debería ser necesario advertir a los esposos, a quienes Dios ha bendecido con buena salud y suficiencia de bienes de fortuna, que es un deber para ellos el tener hijos. Una mirada cristiana sobre la vida y la consideración de lo que significa un hijo, deberían ser motivos más que suficientes para mover a tales esposos a desear, desde lo más íntimo de sus corazones, el más grande don de Dios.
     El médico o enfermera verdaderamente católicos harán todo lo que esté a su alcance para presentar el punto de vista genuinamente cristiano sobre tan importante materia a todos aquellos con quienes, por razón de su oficio, se han de poner en contacto.
     Bien sabido es que, en el caso de algunas mujeres, el alumbramiento demasiado frecuente puede suponer grave perjuicio para la salud. A veces, una mujer puede hallarse en condiciones tales, que el parto puede causarle «invalidez permanente». Hay, además, enfermedades que pueden causar la muerte, si establecen una complicación con el embarazo. Los factores económicos pueden también hacer desear el cese, al menos temporalmente, de los partos. Es admisible que los esposos tengan frecuentemente sólidas razones para desear que los hijos no se sucedan a menudo.
     Siempre que aconseje la prudencia la limitación de los hijos, la solución primera y obvia del problema es un acuerdo mutuo sobre la práctica de la continencia cristiana. El mundo moderno ridiculizará una solución de este género, reputándola como imposible; pero al través de los siglos, innumerables discípulos fieles a Cristo han demostrado lo contrario. Sin embargo, cuando una de las partes desee poner en práctica sus derechos matrimoniales, o siempre que la abstinencia sexual originase un peligro para la continencia en cualquiera de los esposos o una mengua del amor conyugal, debe acudirse, en tales casos, al uso habitual y exclusivo del método del período agenésico.
     Es bien sabido cuánto abusan muchas personas de las condiciones requeridas para la plena licitud del método. Nadie urge a los padres el tener hijos cuando su nacimiento puede poner en peligro salud habitual o la vida de la madre; pero asimismo se sabe que las molestías ordinarias de la maternidad son exageradas, hasta el punto de constituir una excusa para no tener descendencia. De la misma manera, nadie insta a los esposos a tener hijos si es evidente que, a causa de las condiciones económicas, les es imposible atender a las necesidades más perentorias de su vida. Pero sabemos muy bien que para muchos esposos «la imposibilidad económica» de criarlos sólo significa —con harta frecuencia— que el hijo implicaría el sacrificio de algunas comodidades superfluas, una disminución en ciertas satisfacciones y un poquito más de vida en el hogar.
     Los defensores de la anticoncepción objetan que el método del período agenésico resuelve a lo más el problema matrimonial durante un cierto espacio de tiempo en el mes. Esta observación es muy atinada y nos proporciona una excelente oportunidad de recordar que la templanza constituye todavía una virtud cristiana. Aquellos a quienes falta la perspectiva espiritual de la vida, difícilmente podrán comprender la naturaleza y el valor de la virtud cristiana de la templanza. La moderación en el uso de los placeres constituye la esencia de dicha virtud.
     El método del período agenésico puede extenderse aproximadamente a las dos terceras partes del mes; revela un desarrollo espiritual muy lastimoso aquel a quien se le hace demasiado largo tener la naturaleza inferior sometida a la razón durante un período del mes relativamente corto. Afortunadamente, el cristiano sabe que la parte inferior del hombre debe estar sometida a la superior.
     El Padre Vermeesch, en su obra sobre Qué es el matrimonio, hace la siguiente observación, por cierto muy atinada:
     «Notemos que hay una gran diferencia entre la práctica del control de la natalidad y el uso restringido del matrimonio. Los abusos del control de la natalidad pueden sucederse continuamente, dejan rienda suelta a las pasiones, no exigen el ejercicio de fuerza moral alguna; mientras que, por el contrario, el uso limitado del matrimonio de que hablamos, requiere, para que pueda observarse la abstinencia voluntaria en ciertos días, una fuerza moral cuya práctica no carece de importancia para la sociedad.»
     El descubrimiento del método del período agenésico es, por tanto, una fortuna para muchas personas. Los más, sino todos, de los métodos anticonceptivos son antiestéticos y repugnantes para las mujeres dotadas de sensibilidad noble y exquisita. Sabemos, además, que son inmorales, y la experiencia médica nos advierte que la práctica de la anticoncepción puede ser nociva; ha originado frecuentes desórdenes nerviosos, esterilidad, «invalidez permanente» y hasta la misma muerte.

    
Pío XII y el uso del método del período agenésico.

     Es una fortuna para los teólogos el encontrarse con un análisis detallado de un problema moral dictado por la Santa Sede. Durante más de veinte años, desde la primera formulación de la doctrina sobre el método del período agenésico (1929-1951), no se había pronunciado la Santa Sede de una manera terminante. Las únicas directrices existentes sobre esta materia fueron publicadas el 31 de diciembre de 1930 por el Papa Pío XI en la Encíclica sobre el matrimonio cristiano. Decía así:
     «No se ha de considerar que obren en contra de la naturaleza aquellos esposos que usan rectamente de sus derechos, aunque por razones del tiempo en que usan del matrimonio o por ciertos defectos físicos, no se siga la concepción.»
     Este pensamiento era tan breve, que, sin poderse evitar, fué interpretado de muy diversas maneras, según los teólogos. Algunos lo entendieron como haciendo alusión, no a los períodos estériles dentro del ciclo menstrual, sino más bien al período estéril en la vida de la mujer que por la edad avanzada no es capaz de tener más hijos. Mucho se escribió por tales autores durante estos veinte años acerca de la moralidad en el uso del período agenésico. Finalmente, hemos sido agraciados con un documento explícito sobre este asunto en dos alocuciones de su Santidad Pío XII.
     El 29 de octubre de 1951, el Santo Padre dirigió un discurso al Congreso de la Unión Católica Italiana de Comadronas, sobre Moralidad en el matrimonio. Algunos de sus pensamientos fueron mal entendidos, lo cual dió pie a que un mes más tarde (nov. 27, 1951) aclarase su pensamiento a las dos Asociaciones Nacionales de Familias Italianas. Estos dos discursos son de pensamiento tan claro, que lo más propio es que sean presentados como el mejor análisis posible de los problemas morales que implica el uso de los períodos de esterilidad.

     l.°) El Santo Padre expone que los esposos no están obligados a restringir el uso del matrimonio a los períodos de fertilidad, no siendo comparable a la práctica anticoncepcionista el hecho de usar del matrimonio en los períodos de esterilidad.
     «Si la práctica de esta teoría no quiere significar otra cosa sino que los cónyuges pueden hacer uso de su derecho matrimonial también en los días de esterilidad natural, no hay nada que oponer; con esto, en efecto, aquéllos no perjudican en modo alguno la consumación del acto natural y sus ulteriores consecuencias. Precisamente en esto la aplicación de la teoría, de que hablamos, se distingue esencialmente del abuso antes señalado, que consiste en la perversión del acto mismo.»

      2.°) El Santo Padre hace notar que si los esposos tienen intención de restringir sus relaciones matrimoniales solamente a los períodos estériles del ciclo, se origina un problema moral que necesita ser analizado cuidadosamente:
     «Si, en cambio, se va más allá, es decir, se permite el acto conyugal exclusivamente en aquellos días, entonces la conducta de los esposos debe ser examinada más atentamente.»
     Respondiendo a este problema, el Santo Padre enseña, en primer lugar, que un verdadero contrato matrimonial implica necesariamente la entrega mutua de derechos permanentes a las relaciones sexuales. Todo atentado, por cualquiera de las partes, al contraer matrimonio, a otorgar el derecho a las relaciones sexuales solamente durante determinados tiempos del ciclo, invalidaría el matrimonio. Hay que distinguir entre derecho y uso de un derecho. Podemos poseer un derecho permanente a tales o cuales actos, quedando libres para ejercitar el uso de ese derecho cuando nos convenga. Por consiguiente, toda discusión sobre la restricción de las relaciones sexuales a los períodos de esterilidad supone el derecho a tales relaciones en cualquier día del mes; solamente se puede tratar de la moralidad acerca del uso restringido de los derechos.
     «Si, ya en la celebración del matrimonio, al menos uno de los cónyuges hubiese tenido la intención de restringir a los tiempos de esterilidad el mismo derecho matrimonial y no sólo su uso, de modo que en los otros días el otro cónyuge no tendría ni siquiera el derecho a exigir el acto, esto implicaría un defecto esencial del consentimiento matrimonial que llevaría consigo la invalidez del matrimonio mismo, porque el derecho que deriva del contrato matrimonial, es un derecho permanente, ininterrumpido, y no intermitente, de cada uno de los cónyuges con respecto al otro.» 

     3.°) El Santo Padre acentúa la idea de que, si los esposos han otorgado el derecho mutuo permanente y restringen el uso a los días estériles, su matrimonio, es, sin duda, válido; esto, sin embargo, no significa que tal restricción sea siempre moralmente lícita.
     «Si, en cambio, aquella limitación del acto a los días de esterilidad natural, se refiere, no al derecho mismo, sino sólo al uso del derecho, la validez del matrimonio queda fuera de discusión; sin embargo, la licitud moral de tal conducta de los cónyuges habría que afirmarla o negarla según que la intención de observar constantemente aquellos tiempos estuviera basada o no sobre motivos morales suficientes y seguros. El solo hecho de que los cónyuges no ataquen a la naturaleza del acto y estén prontos a aceptar y educar al hijo, que, no obstante sus precauciones, viniese a la luz, no bastaría por sí sólo a garantizar la rectitud de la intención y la moralidad rigurosa de los motivos mismos.
     La razón es porque el matrimonio obliga a un estado de vida que, del mismo modo que confiere ciertos derechos, impone también el cumplimiento de una obra positiva que mira al estado mismo.
     El contrato matrimonial, que confiere a los esposos el derecho a satisfacer la inclinación de la naturaleza, los constituye en un estado de vida, el estado matrimonial; ahora bien, a los cónyuges que hacen uso de él con el acto específico de su estado, la Naturaleza y el Creador les imponen la función de proveer a la conservación del género humano. Esta es la prestación característica que constituye el valor propio de su estado, el bonum prolis. El individuo y la sociedad, el pueblo y el Estado, la Iglesia misma, dependen para su existencia, en el orden establecido por Dios, del matrimonio fecundo. Por tanto, abrazar el estado matrimonial, usar continuamente de la facultad que le es propia y sólo en él es lícita, y, por otra parte, sustraerse siempre y deliberadamente, sin un grave motivo, a su deber primario, sería pecar contra el sentido mismo de la vida conyugal.»

     Según las últimas palabras del Santo Padre, es evidente que el uso prolongado del período agenésico, sin graves razones, es gravemente pecaminoso. Un espacio de cinco años parece ser un máximum racional de tiempo que puede ser considerado como «período» prolongado. El recurso habitual al uso de los períodos de esterilidad, sin razones suficientes, durante un tiempo más corto sería pecado venial (suponiendo en este último caso que no exista peligro próximo de incontinencia, porque, si así fuera, aun el uso del período agenésico durante breve tiempo constituiría pecado mortal).
     Respecto de los esposos que no tienen graves razones para poner un límite al número de sus hijos, se pregunta: ¿Existe un límite determinado que obligue a los padres a tal o cuál número de hijos?
     El Padre Gerald Kelly, S. J., distingue entre el deber y lo que significaria algo conveniente más allá del deber. Piensa que tales esposos tienen el deber de tener tres o cuatro hijos (ateniéndose a la norma sociológica de que familias de este tipo son las que se necesitan, de ordinario, para la conservación de la especie, fin primario del matrimonio). Según su parecer no se extiende más allá la obligación moral, pero afirma que deben ser animados a tener más hijos para conformarse a los ideales cristianos acerca del valor de las familias numerosas (America, 3 de mayo de 1952, pp. 128-130).
     En cambio, el Padre Francis Connell, C. Ss. R., opina que la obligación impuesta por Dios al hombre de multiplicarse queda sustancialmente intacta aun cuando los esposos hayan tenido ya siete u ocho hijos, supuesto siempre que deseen seguir haciendo uso del matrimonio y no haya razones graves para evitar la prole (American Ecclesiastical Review, agosto, 1952, pp. 136-141).

      4.°) Afirma Pío XII que la obligación que tienen los esposos de tener hijos, es de tipo positivo. En Etica se distinguen los deberes morales según que se basen en la ley natural positiva o negativa. Esta segunda comprende las leyes que nos ordenan no hacer actos que son malos de suyo. La ley natural negativa es más rígida: obliga siempre, y nunca admite relajación o dispensa. Es un principio fundamental de la Etica, el siguiente: «el fin no justifica los medios». Por consiguiente, ninguna razón podrá justificar un acto malo prohibido por la ley natural negativa.
     Por el contrario, la ley natural positiva manda ejecutar ciertos actos buenos. Esta no es tan rígida como la anterior, porque obliga a ejecutar tales actos buenos en determinadas circunstancias, quedando libres de dicha obligación cuando su cumplimiento comporta una grave incomodidad. Es evidente que el cumplimiento de la ley siempre llevará consigo una molestia, un sacrificio de tipo ordinario; pero el legislador, divino o humano, no intenta obligarnos a un acto bueno cuando su observancia implica una grave pérdida para nosotros.
     Basándose en dichos principios, el Santo Padre enseña que el deber positivo de tener hijos no obliga a los esposos, para quienes el cumplimiento de este deber envuelve una grave incomodidad:
     «La razón es porque el matrimonio obliga a un estado de vida que, del mismo modo que confiere ciertos derechos, impone también el cumplimiento de una obra positiva que mira al estado mismo. En este caso se puede aplicar el principio general de que una prestación positiva puede ser omitida, si graves motivos, independientes de la buena voluntad de aquellos que están obligados a ella, muestran que tal prestación es inoportuna  o prueban que no se puede pretender equitativamente por el acreedor a tal prestación (en este caso el género humano)...
     De esta prestación positiva obligatoria pueden eximir, incluso por largo tiempo y hasta por la duración entera del matrimonio, serios motivos, como los que no raras veces existen en la llamada «indicación» médica, eugénica, económica y social. De aquí se sigue que la observancia de los tiempos infecundos puede ser «lícita» bajo el aspecto moral; y en las condiciones mencionadas es realmente tal. Pero si no hay, según un juicio razonable y equitativo, tales graves razones personales o derivantes de las circunstancias exteriores, la voluntad de evitar habitualmente la fecundidad de la unión, aunque se continúe satisfaciendo plenamente la sensualidad, no puede menos de derivar de una falsa apreciación de la vida y de motivos extraños a las rectas normas éticas...
     Por desgracia, se dan muchos casos en que hablar, aun con cautela, de los niños como bendición de Dios, es suficiente para provocar la burla o la indignación. Domina, en cambio, muy a menudo la idea de que son una «carga» muy pesada. ¡Cuán opuesto es este modo de pensar al lenguaje de la Sagrada Escritura, a la sana razón y a los sentimientos de la naturaleza! Si se dan en la vida condiciones y circunstancias en las cuales los esposos, sin violar la ley de Dios, pueden evitar la «bendición» de los hijos, son éstos más bien casos de fuerza mayor que no autorizan la perversión de ideas al respecto, la depreciación de valores ni el desprecio de la madre, que se siente con ánimo y juzga un honor contribuir a la formación de una nueva vida.»
     El Santo Padre insiste en este punto en su segunda alocución de 27 de noviembre de 1951:
     «Y como el fin primario del matrimonio es estar al servicio de la vida, Nuestra principal complacencia y Nuestra paternal gratitud se dirigen a aquellos esposos generosos que, por amor de Dios y confiando en Él, sostienen animosamente una familia numerosa.
     Por otra parte, la Iglesia sabe considerar con simpatía y comprensión las dificultades reales de la vida matrimonial en nuestros días. Por eso, en nuestra última alocución sobre la moral conyugal, afirmamos la legitimidad, y al mismo tiempo los límites —en verdad bien amplios— de una regulación de la prole, que, contrariamente al llamado «control de los nacimientos», es compatible con la ley de Dios.»

     Se han presentado los siguientes ejemplos como «justificantes» de la práctica del método del período agenésico: 
     a) Cuando el embarazo es  peligroso o uno de los esposos está demasiado enfermo, con peligro consiguíente para la prole (razones médicas); 
     b) La probabilidad real de anormalidad mental o de un grave defecto de herencia en los niños, o la debilidad mental por parte de los padres (razones eugénicas);  
     c) Dificultades de alojamiento, numerosidad de la prole, empleo del esposo en un oficio público —por ejemplo, el servicio militar— que es incompatible, al menos temporalmente, con la vida de familia (razones sociales);  
     d) Incapacidad de proveer decentemente a los hijos según un tipo de salario necesario para la vida familiar de acuerdo con la mente de los Papas (razones económicas). (Kelly G., mayo, 3, 1952).

     5.°) El Santo Padre reconoce que existen algunos «casos difíciles» en los que por tal o cual razón es imposible el recurso al uso del período de esterilidad. En tales casos acentúa la prohibición que pesa sobre los esposos de recurrir al acto inmoral de la anticoncepción para solucionar sus problemas, no habiendo otro remedio que la abstención completa de las relaciones sexuales, cosa que, de suyo, no es imposible siendo necesaria.
     «Pero acaso insistáis observando que en el ejercicio de vuestra profesión os encontráis a veces ante casos muy delicados, en que no es posible exigir que se corra el riesgo de la maternidad, lo cual tiene que ser absolutamente evitado, y en los que, por otra parte, la observancia de los períodos agenésicos, o no da suficiente seguridad, o debe ser descartada por otros motivos.
     Y entonces preguntáis cómo se puede todavía hablar de un apostolado al servicio de la maternidad.
     Si, según vuestro seguro y experimentado juicio, las condiciones requieren absolutamente un «no», es decir, la exclusión de la maternidad, sería un error y una injusticia imponer o aconsejar un «sí». Se trata aquí verdaderamente de hechos concretos y, por tanto, de una cuestión no teológica, sino médica; ésa es, por tanto, competencia vuestra. Pero en tales casos los cónyuges no piden de vosotras una respuesta médica necesariamente negativa, sino la aprobación de una «técnica» de la actividad conyugal, asegurada contra el riesgo de la maternidad.
     Y aquí, con esto, sois llamadas de nuevo a ejercitar vuestro apostolado en cuanto que no tenéis que dejar ninguna duda sobre que, hasta en estos casos extremos, toda maniobra preventiva y todo atentado directo a la vida y al desarrollo del germen, está prohibido y excluido en conciencia, y que sólo un camino permanece abierto, es decir, el de la abstinencia de toda actuación completa de la facultad natural. Aquí vuestro apostolado os obliga a tener un juicio claro y seguro y una tranquila firmeza.
     Pero se objetará que tal abstinencia es imposible, que tal heroísmo es impracticable. Esta objeción la oiréis vosotras, la leeréis con frecuencia hasta por parte de quienes, por deber y por competencia, deberían estar en situación de juzgar de modo muy  distinto. Y como prueba, se aduce el siguiente argumento: «Nadie está obligado a lo imposible, y ningún legislador razonable se presume que quiera obligar con su ley también en lo imposible». Pero para los cónyuges, la abstinencia durante un largo período es imposible. Luego no están obligados a la abstinencia. La ley divina no puede tener este sentido.»

     De este modo, de premisas parciales verdaderas se deduce una consecuencia falsa. Para convencerse de ello, basta invertir los términos del argumento: «Dios no obliga a lo imposible. Pero Dios obliga a los cónyuges a la abstinencia si su unión no puede ser llevada a cabo según las normas de la Naturaleza. Luego en estos casos la abstinencia es posible». Como confirmación de tal argumento, tenemos la doctrina del Concilio de Trento que, en el capítulo sobre la observancia necesaria y posible de los mandamientos, enseña, refiriéndose a un pasaje de San Agustín: «Dios no manda cosas imposibles, pero cuando manda, advierte que hagas lo que puedes y que pidas lo que no puedes, y Él ayuda para que puedas.»
     "Por esto no os dejéis confundir en la práctica de vuestra profesión y en vuestro apostolado por tanto hablar de imposibilidad, ni en lo que toca a vuestro juicio interno, ni en lo que se refiere a vuestra conducta externa. ¡No os prestéis jamás a nada que sea contrario a la ley de Dios y a vuestra conciencia cristiana! Es hacer una injuria a los hombres y a las mujeres de nuestro tiempo estimarlos incapaces de un continuado heroísmo. Hoy, por muchísimos motivos —acaso bajo la presión de la dura necesidad, y a veces hasta al servicio de la injusticia— se ejercita el heroísmo en un grado y con una extensión que en los tiempos pasados se habría creído imposible. ¿Por qué, pues, este heroísmo, si verdaderamente lo exigen las circunstancias, tendría que detenerse en los confines señalados por las pasiones y por las inclinaciones de la Naturaleza? Es claro: el que no quiere dominarse a sí mismo, tampoco lo podrá; y quien crea dominarse contando solamente con sus propias fuerzas, sin buscar sinceramente y con perseverancia la ayuda divina, se engañará miserablemente.»

      Finalmente, de la segunda alocución del Santo Padre (27 de noviembre de 1951) se deduce evidentemente que la ciencia sobre los períodos de esterilidad es considerada como un descubrimiento afortunado de la Medicina moderna, y se expresa la esperanza de que ulteriores progresos han de perfeccionar dichos conocimientos, de tal manera que los esposos, que verdaderamente lo necesiten, puedan encontrar en ellos una solución moral para sus problemas:
     «Podemos esperar (y en esta materia la Iglesia se confía, naturalmente, al juicio de la Medicina) que la ciencia conseguirá llegar a tener bases suficientemente seguras para la aplicación de este método, como parecen confirmarlo las informaciones e investigaciones más recientes.» 

 Actitud de médicos y de enfermeras frente al problema

     Los médicos y enfermeras católicos se enfrentarán constantemente con el problema de la limitación de la familia, y nunca han de perder de vista su deber en una materia tan importante y vital.
     En primer lugar, tengan siempre presente que en ningún caso pueden informar o instruir a otros acerca de la anticoncepción. Esto constituiría una cooperación formal al pecado.
     Segundo, no deben olvidar jamás que la procreación y educación de los hijos es el fin primario del matrimonio. Deben tener una profunda estima de los designios del Creador en esta materia, y hacerse cargo de que un hijo es el don más grande que Dios puede otorgar a los esposos. En la procreación de los hijos, los padres desempeñan uno de los papeles más sublimes: son, en cierto sentido, cooperadores, juntamente con Dios, en la creación de un alma inmortal. El hijo consolida el amor de los esposos, que tienen el derecho y el deber de guiarle a lo largo del camino de su eterna felicidad. Médicos y enfermeras deben aprovechar las oportunidades que se les presenten para inculcar estos nobles ideales a aquellas personas con quienes han de ponerse en contacto.
     Tercero, la profesión médica se dará cuenta de que en algunos casos no sea conveniente que los padres tengan más hijos. Razones de salud o circunstancias económicas pueden originar situaciones de este género; pero ha de ser muy prudente y circunspecta en estos casos. No ha de constituirse en defensora de la necesidad de la infecundidad. Si las circunstancias indicasen claramente la necesidad de la limitación de los hijos, su deber es animar a sus pacientes a que consulten el caso con un director espiritual, que pueda sugerirles el método del período agenésico. Si la persona rehusase consultar a un sacerdote, puede inducirle a exponer su caso a un médico verdaderamente católico.
     Los médicos y enfermeras, que se oponen constantemente a la anticoncepción, que enseñan a los esposos, capaces de entenderla, la importancia de los hijos, y que ofrecen la solución del método agenésico a aquellos que verdaderamente lo necesitan, son apóstoles cien por cien de la Acción Católica.
 Charles J. Mc Fadden (Agustino)
ETICA Y MEDICINA