Carta Encíclica de San
Pío X
Sobre la persecución de
la Iglesia en Portugal
Del 24 de mayo de 1911
Venerables hermanos: Salud y
bendición apostólica
1. Graves persecuciones a
la Iglesia en Portugal.
Bien conocido tenéis todos,
Venerables Hermanos, según creemos, con cuan increíble velocidad se ha caminado
desde hace algún tiempo en Portugal para oprimir a la Iglesia con toda clase de
atroces atropellos, Porque ¿quién ignora que desde que el régimen de gobierno se
cambió en república se comenzó al punto y sin interrupción a decretar cosas que
respiran un implacable odio a la Religión Católica? Vimos ser violentamente
disueltas las comunidades de religiosos, y de éstos grandísima parte dura e
inhumanamente ser lanzados fuera de la frontera de Portugal. Vimos, por el
pertinaz empeño de secularizar las costumbres civiles y borrar de la vida
pública todo rastro de religión, ser borrados del número de las fiestas los días
festivos de la Iglesia; arrancado del juramento su natural carácter religioso;
establecida, sin pérdida de tiempo, la ley del divorcio; excluida de las
escuelas públicas la enseñanza de la Doctrina cristiana. Por último, omitiendo
otras cosas que fuera largo enumerar, vimos ser perseguidos con gran furor los
Obispos, y arrojados de la sede de su dignidad dos dignísimos Obispos, el de
Oporto y el de Beja, varones insignes, tanto por su integridad de vida cuanto
por sus méritos en bien de la patria y de la Iglesia. Dando los nuevos jefes de
la nación portuguesa tales y tantas muestras de su tiránico capricho, bien
sabéis cuan paciente y moderada se ha portado con ellos esta Sede Apostólica.
Pues con suma diligencia juzgamos oportuno evitar todo cuanto pudiera parecer
hecho con ánimo hostil en contra de la república. Abrigábamos en efecto alguna
esperanza que ellos por fin habían de adoptar resoluciones más sensatas y de
algún modo dar satisfacción a la Iglesia por las injurias inferidas.
2. Propósito de separar la
Iglesia y el Estado.
Pero ha salido del todo
fallida Nuestra esperanza; y he ahí que ponen por remate de su inicua labor la
promulgación de la pésima y perniciosísima ley de la separación del Estado y la
Iglesia. Ahora bien, tolerar con paciencia y pesar en silencio tan grave ultraje
inferido a los derechos y dignidad de la Religión Católica, de ningún modo Nos
lo permite la obligación de Nuestro Apostólico ministerio. Por lo tanto, con
esta carta os ponemos por testigos a vosotros, Venerables Hermanos, y
denunciamos toda la indignidad de este hecho a todos los cristianos.
3. Iniquidad de la ley
proyectada.
Primeramente, ser la
mencionada ley cosa absurda y monstruosa se patentiza considerando que establece
que la vida pública ha de carecer de todo culto divino, como si los hombres,
tanto individualmente, cuanto las reuniones y sociedades de hombres, no
dependieran de Aquel que es creador y conservador de todas las cosas; además,
porque esa ley exime a Portugal de la obligación de profesar la Religión
Católica, de la Religión Católica, que fue el mejor baluarte y ornato de esta
nación, y que profesa casi la totalidad de sus ciudadanos. Pero sea en buena
hora; han tenido a bien romper el lazo que tan estrechamente tenía unidos el
Estado y la Iglesia, reforzado por la solemne fidelidad debida a los pactos
convenidos. Hecha esta separación, lógico, sin duda, era prescindir de la
Iglesia y dejar gozar a ésta de la común libertad y derechos de que goza todo
ciudadano y toda honesta reunión de ciudadanos. Todo lo contrario ha sucedido.
Porque esta ley nombre tiene de separación, pero en realidad tiene la eficacia
de reducir a la Iglesia a la última miseria en los bienes temporales por el
despojo, y en lo que pertenece a su sagrada potestad, hacerla esclava de la
república por la opresión.
4. En cuanto a los bienes
externos.
Y lo primero, en lo que toca a
los bienes externos, de tal modo se aparta de la Iglesia la república
portuguesa, que no le deja absolutamente nada con que pueda atender al decoro de
la Casa de Dios, sostener a los miembros del clero y ejercitar los múltiples
oficios de caridad y piedad. Pues por lo mandado en esta ley, no sólo es
despojada la Iglesia de la posesión de todos los bienes muebles e inmuebles,
aunque adquirida con perfectísimo derecho, sino que se le quita del todo el
poder de adquirir en adelante cosa alguna. Se establece, es verdad, que ciertas
juntas de ciudadanos presidan el ejercicio del culto divino, pero se coarta en
términos increíbles la facultad que a las tales se les concede para recibir lo
que por ese motivo les fuere ofrecido.
Además, la ley extingue y
anula las obligaciones en virtud de las cuales los ciudadanos católicos solían
dar algún subsidio o estipendio a sus propios curas, prohibiendo se exija ya
nada por ese título. Ciertamente permite que los católicos contribuyan a los
gastos necesarios para el culto con alguna voluntaria suscripción, pero manda
que de la suma reunida se tome la tercera parte para invertirla en la
beneficencia civil. A todo esto pone el colmo el que por ley los edificios que
se apliquen o construyan para uso sagrado, transcurrido cierto número de años,
dejados a un lado sus legítimos dueños y sin que nada se les indemnice, pasan al
dominio público.
5. En cuanto a la jerarquía
de la Iglesia.
Mas en lo que toca a la
potestad sagrada de la Iglesia, mucho mayor y más pernicioso es el escarnio de
esta Separación, que, como hemos dicho reduce a una servidumbre indigna a
la misma Iglesia. Ante todo, no se hace caso de la Jerarquía, como si se
ignorase su existencia. Si alguna mención se hace de los clérigos, es para
prohibirles en absoluto mezclarse en la dirección del culto religioso. Todo el
cuidado de éste queda en manos de juntas de legos ya formadas, o que en
adelante se formarán, con fines benéficos y precisamente instituidas, según las
normas de la ley civil, por autoridad de la república, para que de ningún modo
dependan de la jurisdicción de la Iglesia.
Y si sobre la junta, a que
debe pertenecer este cuidado, hubiere alguna discrepancia entre los clérigos y
legos o entre los mismos legos, el asunto ha de ser decidido, no por la Iglesia
sino por sentencia de la República pues sólo ella tiene autoridad sobre tales
instituciones. Y hasta tal punto los que están al frente del Estado en Portugal
no permiten la participación del clero en la dirección del culto divino, que
claramente está mandado y establecido no poder los dedicados al ministerio de
la religión ser elegidos para las rectorías de las parroquias ni parte en la
administración o régimen de las sobredichas juntas, prescripción la más injusta
e intolerable que se puede imaginar, pues pone a los clérigos, en aquello mismo
en que son superiores, en condición inferior a los demás ciudadanos.
6. En cuanto a la libertad
de la Iglesia.
Parece increíble parece con
qué lazos la ley portuguesa coarta y traba la libertad de la Iglesia; tan
contrario es ese proceder a las costumbres de estos tiempos y a los públicos
alardes de toda clase de libertades, tan indigno de toda acción humana y civil.
Porque prohibido queda, bajo graves penas, imprimir cualquier acto de los
Obispos y proponerlo al pueblo de cualquier modo aun dentro del recinto de los
templos, sin anuencia de la república.
Además, vedado está fuera de
los templos celebrar ceremonia alguna, sin consultar a la república, tener una
procesión, llevar algún ornamento sagrado y aun el mismo traje talar. Está
también prohibido poner, no sólo en los monumentos públicos, sino en las casas
particulares señal alguna de Religión Católica; pero no se prohíbe lo que ofende
a los católicos. Tampoco es lícito congregarse para practicar la religión y la
piedad; a las tales sociedades se las tiene exactamente en el mismo concepto que
a las perversas, formadas con criminales intentos. Aun más; estando permitido a
todos los ciudadanos poder disponer de sus cosas a su arbitrio, contra todo
derecho y justicia inoportunamente se cohíbe a los católicos esa libertad,
si algo de lo suyo quieren aplicar en auxilio de los difuntos o para ayuda
de los gastos del culto divino; y cuanto sobre esto está ya piadosamente
establecido, con impía violentamente se aplica a otros fines, contrariando así
al testamento y voluntad de sus dueños. Por último, lo que es más duro y grave,
se atreve la república a invadir el reino de la autoridad eclesiástica y
disponer sobre una cosa que, por pertenecer a la constitución misma de la
sagrada Jerarquía, exige la mayor vigilancia de parte de la Iglesia, a saber:
sobre la enseñanza y formación de la juventud destinada al sacerdocio. Ya que no
sólo obliga a los clérigos seminaristas a dedicarse a los estudios de letras y
ciencias, que preceden a la Teología, en los liceos públicos, donde integridad
en la fe se vea expuesta a gravísimos peligros por razón de una enseñanza ajena
de Dios y de la Iglesia, sino que en el régimen y vida doméstica de los
seminarios se ingiere la república hasta el punto de atribuirse el derecho de
designar a los maestros, aprobar los libros y dirigir los estudios sagrados de
los clérigos. De este modo pone de nuevo en uso las anticuadas opiniones de los
Regalistas, que eran gravosísima pretensión cuando estaba en vigor la
concordia entre la Iglesia y el Estado; pero ahora que el Estado nada quiere con
la Iglesia, ¿no es acaso pretensión contradictoria y loca? Pero, ¿qué decir
cuando la ley parece hecha a propósito para corromper las costumbres del clero y
provocar la rebeldía a sus superiores? Porque asigna determinadas pensiones del
erario público a los que por mandato de sus Prelados tienen que abstenerse de
celebrar, y premia con singulares gracias a los sacerdotes que, miserablemente
olvidados de su obligación, atentaren contraer matrimonio, y lo que causa
vergüenza referir, llega a extender las mismas gracias a la cómplice y frutos de
la sacrílega unión si sobrevinieren.
Por último, poco sería que la
república casi esclavizase a la Iglesia lusitana despojándola de sus bienes, si
no pretendiera también, en cuanto está a su alcance, apartarle, por una parte, a
ella del gremio de la unidad católica y de los brazos de la Iglesia Romana, y
por otra, impedir que la Sede Apostólica con su autoridad y providencia mire por
los asuntos de la religión en Portugal.
Pues por esta ley no es
lícito promulgar los preceptos mismos del Romano Pontífice, si no lo permite la
autoridad pública. Del mismo modo, no puede ejercer el ministerio sagrado el
sacerdote que, en algún colegio constituido por autoridad Pontificia, ha
conseguido los grados académicos en las ciencias sagradas, aunque haya estudiado
privadamente el curso de Teología. En lo cual es manifiesto lo que pretende la
república, esto es: hacer que los jóvenes clérigos que desean perfeccionarse e
ilustrarse en esas sublimes ciencias no puedan acudir, ni aun con ese motivo, a
esta ciudad de Roma, cabeza del pueblo católico, donde más fácilmente que en
ninguna otra parte suele suceder que los entendimientos se amoldan a la pura
verdad de la doctrina cristiana y los corazones a los sentimientos de fidelidad
y sincera piedad para con esta Sede Apostólica. Estos, pues, dejadas otras cosas
de no menor iniquidad, éstos son los principales capítulos de esta perversa ley.
7. Reprobación de la ley de
separación.
Por lo tanto, amonestándonos
la conciencia de Nuestro deber Apostólico a mirar con toda vigilancia por la
dignidad y lustre de la religión y a conservar intactos los sagrados derechos de
la Iglesia Católica en medio de tamaño furor y audacia de los enemigos de Dios,
Nos por Nuestra Apostólica autoridad reprobamos, condenamos y rechazamos la ley
de separación de la república lusitana y de la Iglesia, ley que desprecia a
Dios, desecha la profesión católica, rompe, violando el derecho natural y de
gentes, los pactos solemnemente firmados entre Portugal y la Sede Apostólica,
despoja a la Iglesia de la posesión de las cosas que justísimamente le
pertenecían, destruye la libertad misma de la Iglesia, pervierte su divina
constitución y, por último, injuria y ultraja la majestad del Romano
Pontificado, el orden de los Obispos, el clero y pueblo de Portugal y aún a
todos los católicos del mundo.
Y como vehementemente Nos
lamentamos que tal ley haya sido dada, decretada y promulgada, y como
presentamos solemne reclamación ante aquellos que la han formado o intervenido
en eso, así decretamos y declaramos ser nulo e írrito y que por tal ha de ser
tenido cuanto en esa ley se establece en contra de los derechos inviolables de
la Iglesia.
8. Alabanza y exhortación a
los Prelados y Clero.
Sin duda las presentes
dificultosísimas circunstancias por que atraviesa Portugal, después de haberse
declarado allí públicamente la guerra contra la religión, Nos causan gran
congoja y tristeza. Nos lamentamos ante el espectáculo de tantos males como
afligen a una nación que amamos de lo íntimo del corazón; Nos angustiamos por el
temor de los mayores males que seguramente la amenazan si los que gobiernan no
tornan a lo que deben. Pero vuestro denodado valor, Venerables Hermanos que
regís la Iglesia de Portugal, y el ardor de ese clero, que corresponde
admirablemente a vuestro valor, Nos llenan de consuelo y dan esperanza que han
de lucir Dios mediante, días mejores. Todos vosotros no atendíais, ciertamente,
a vuestra seguridad y provecho, sino a vuestra obligación y dignidad, cuando
indignados pública y libremente rechazasteis la inicua ley de Separación;
cuando a una declarasteis que preferíais redimir la libertad de vuestro
ministerio sagrado con la pérdida de vuestros bienes, a vender vuestra
esclavitud por vil precio y por fin, cuando asegurasteis que ninguna astucia o
acometimiento de los enemigos podría jamás romper el vinculo que os une con el
Romano Pontífice. En tended, pues, que estos vuestros ejemplos, dados en
presencia de toda la Iglesia, de fidelidad, constancia y fortaleza han sido de
gran gozo a todos buenos, de grande honor para vosotros y de no pequeño provecho
en sus calamidades para Portugal. Seguid, por lo tanto, como habéis comenzado,
defendiendo valerosamente la causa de la religión, con la cual va unida la salud
común de la patria, pero atended sobre todo, a que entre vosotros, el pueblo
cristiano y vosotros, y entre todos y esta Cátedra de San Pedro conservéis y
afiancéis diligentemente gran unanimidad y concordia. Ya que el propósito, como
dejamos dicho, de los autores de esta perversa ley no fue separar la Iglesia
lusitana, que despojan y persiguen, de la república (como quieren aparentar),
sino del Vicario de Jesucristo. Por eso, si con todo empeño procuráis vosotros
oponeros y resistir al intento y maldad de esos hombres habréis mirado, como
conviene, por el interés de los católicos en Portugal. Nos, en tanto, según
exige el singular amor con que os amamos, suplicamos al Dios omnipotente proteja
benigno vuestro celo y diligencia. Y a vosotros todos, Prelados del orbe
católico restante, rogamos queráis cumplir en unos tiempos tan angustiosos el
mismo deber con vuestros solícitos Hermanos de Portugal.
9. Bendición final.
En prenda de los divinos dones
y en testimonio de Nuestra benevolencia, os damos de todo corazón a vosotros
todos, Venerables Hermanos, y a vuestro clero y pueblo la Bendición Apostólica.
Dado en Roma junto a San
Pedro, el día 24 de mayo, fiesta de Nuestra Señora Auxiliadora de los
Cristianos, el año 1911, octavo de Nuestro Pontificado.
PÍO X
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