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lunes, 7 de enero de 2013

Oportunidad de la promulgación de la maternidad espiritual de la Virgen María, hecha en el Calvario por el Redentor moribundo.

     Tenemos que meditar en este capítulo una doble oportunidad: primeramente, oportunidad de una promulgación explícita de la maternidad de gracia; segundo, oportunidad de hacerla en el momento mismo en que el Señor, yendo a expirar en la Cruz, dice a su Madre: "He aquí tu hijo".

     I. Oportunidad de una promulgación explícita de la maternidad de gracia. No lo negamos: hubiera bastado absolutamente que esta maternidad, como varias otras verdades del orden sobrenatural, nos hubiese sido revelada de un modo implícito. Y, ciertamente, aunque Jesús no hubiese pronunciado desde la Cruz las dos afirmaciones traídas por San Juan, no sería esta santa maternidad un misterio ignorado de los cristianos. Habría bastantes otros principios de donde podríamos deducirla. Pero, ¡qué aumento de confianza y de consuelo para los fieles al oír al mismo Cristo, y en tal momento proclamar con su voz moribunda que les da su Madre!
     Cristo podía, si hubiera querido, darnos su gracia por medio de sacramentos en los cuales el don que de ella hace no estuviera, como en los nuestros, significado por palabras expresas. Pero, como es nuestro Dios, conoce a fondo la naturaleza humana y sabe cuánto poder tiene la palabra para convencerla y conmoverla. Por esto, en todo hace de la palabra la envoltura sensible de sus liberalidades para con nosotros, y por razón de idéntico designio, la Santa Iglesia, iluminada por el Espíritu Santo, ha instituido ceremonias exteriores para manifestarnos los misterios invisibles de la gracia y de Dios. La Madre de Dios es mi Madre, lo sé de la misma boca de su Hijo y Dios mío: ¿Qué más podemos desear, ni qué más necesitar para venerarla y amarla sobre todas las cosas, después de Dios?
     Siendo soberanamente útil para los discípulos esta atestación solemne, lo era también para María. Aun cuando por gracia estuviese esta Señora elevada sobre la Humanidad, era, al fin, de nuestra naturaleza: capaz, por consiguiente, de emocionarse con más viveza si la voz, y, sobre todo, la voz de su Hijo, confirmaba para Ella lo que ya sabía que debían realizar los hechos.
     Añadamos a estas consideraciones, fundadas sobre la naturaleza de las cosas, otro conjunto de razones sacadas de hechos análogos. Ley es de la Providencia que Dios no confiera inmediatamente por Sí mismo un oficio o cargo en su reino sin darlo a conocer por una declaración solemne. Así obró con su Hijo. Aun cuando cien prodigios lo habían ya revelado como al Enviado de su diestra, lo vemos auténticamente presentado por la voz del Padre como al Hijo muy amado de Dios, que el mundo debe escuchar y seguir; esto, prescindiendo de la manifestación hecha a los pastores por los ángeles en el primer día de su humana existencia; y bien pronto su realeza aparecerá proclamada, en el momento mismo de más profundo aniquilamiento. Igualmente obró Dios con la Madre del mismo Hijo en el día dichoso de la Anunciación, e igualmente hará Jesucristo con sus Apóstoles antes de subirse al cielo.

     II. Pero, si era tan oportuno el promulgar la maternidad espiritual de María, ningún instante más a propósito que aquel mismo en el que la Madre de los Dolores, de pie junto a la Cruz de Cristo, consumaba con El la obra de nuestra salvación. A su maternidad divina pediremos la primera prueba de esta verdad.
     María, como ya lo sabemos, fué desde el primer instante de su existencia, en cierto sentido, la Madre de Dios. Lo fué por destinación, puesto que toda la razón de su venida al mundo fué su futura maternidad. Lo fué en preparación. Si desde aquel momento comenzó Dios a derramar sobre Ella una abundancia incomparable de gracias, es que la consideraba ya como quella que debía dar el sér de hombre a su Hijo unigénito. Desde aquella hora también, María concebía en espíritu a aquel que debía engendrar algún día en su carne. Y, sin embargo, solamente desde la anunciación fué su Madre actualmente, cuando el misterio de la maternidad divina le fué expresamente revelado. Así debía suceder con la revelación formal, explícita y pública de su maternidad espiritual. Para que la oiga salir de la boca de Jesús, su Hijo natural, no basta que seamos ya sus hijos por destinación, ni que Ella haya concurrido por su parte con el Salvador al misterio de nuestra adopción; tiene que estar consumado este nuevo nacimiento, a lo menos en principio; en otros términos: es preciso que la obra de la Redención haya recibido su complemento final en los dolores comunes de Jesús y de María.
     Esto mismo vienen a confirmar dos ejemplos ilustres: el de la gran promesa hecha al Padre de los creyentes, y el de la proclamación de la realeza de Jesucristo Nuestro Señor.
     Apenas hubo terminado el sacrificio de Abraham, del modo y en la medida por Dios determinados, cuando oyó el Patriarca estas divinas palabras: "Por Mí mismo lo he jurado —dice el Señor—; porque has hecho esto, y no has perdonado a tu único hijo por Mí, Yo te bendeciré y multiplicaré a tu descendencia como las estrellas del cielo y como las arenas del mar" (
Gen., XXII, 16, 17).     Grande y magnífica promesa, que Dios realizó muy pronto a la letra en el pueblo judío, y más tarde en la multitud de los fieles, posteridad del santo Patriarca según el espíritu. Ya lo veis: la misteriosa paternidad de Abraham es solemnemente proclamada por Dios. Pero, ¿cuándo? Cuando la había merecido por el acto más heroico al cual Dios la había vinculado: "Porque tú has hecho esto, Yo multiplicaré tu descendencia."
     Ahora bien: lo mismo sucede con la realeza del Verbo hecho hombre. Esta realeza será el precio de su voluntaria inmolación. "El Señor —decía el Profeta, relatando por anticipado la Pasión de Cristo—, el Señor ha querido desmenuzarlo por el sufrimiento. Pero porque dió su vida para expiar el pecado, verá una descendencia sin fin... Porque su alma ha pasado por el trabajo y la angustia, verá y será saciado . .. Porque se ha entregado a la muerte y ha sido contado entre los criminales; porque se cargó los pecados de una muchedumbre criminal y ha rogado por los violadores de la ley, le dará por herencia un pueblo numeroso, y repartirá los despojos de los fuertes" (
Isa., LIII. 10, sqq.).
     Esta posteridad sin fin de Cristo, este pueblo enriquecido por Él con los despojos de los fuertes ya lo conocemos, y vemos con nuestros ojos realizado en nosotros mismos el oráculo divino.
     Y ahora abrid el Evangelio y leed cómo esta realeza de su Hijo la proclama Dios solemnemente en el momento y en los lugares mismos en que ese Hijo la conquistaba con la efusión de su sangre. Es Pilato, inconsciente del misterio, pero instrumento y ministro de Dios, el que hace esta declaración, públicamente, en presencia del pueblo, a la faz del mundo: "Entonces Pilato... hizo traer fuera a Jesús y se sentó en su Tribunal, en el lugar llamado Lithostrotos, en hebreo Gabbatha, y Pilato dijo a los judíos: He aquí vuestro Rey. Y ellos gritaban: Quita, quita, crucifícalo; y Pilato preguntó: ¿Crucificaré a vuestro Rey?" (
Joan., XIX. 13, sqq.).
     Si dudáis de que esta declaración venga del Padre por el órgano de Pilato, alzad los ojos y leed la inscripción que remata la cruz, sobre la cabeza del Crucificado: "Jesús Nazareno, Rey de los Judíos." El Rey de los Judíos, el Rey tan deseado, tan largos siglos esperado, es el Mesías, el Hijo de Dios, el vencedor del mundo. En vano sus enemigos van a reclamar al procurador romano; en vano le piden que modifique a gusto de ellos dicha inscripción. El Juez, tan débil hace poco, tan tímido y cobarde ante sus clamores que llega hasta hacer sacrificar a un justo, que a ciencia cierta sabía era inocente, resiste ahora. Con una frase corta sus ruegos: "Lo que está escrito, está escrito." ¿Es posible no reconocer aquí la mano y la obra de Dios? Por consiguiente, es el mismo Dios quien lo ha dictado todo. Y esta promulgación de la realeza de su Hijo, la destina al mundo entero, porque "estaba escrita, dice el Evangelio, en hebreo, en griego y en latín" (
Joan., XIX, sqq.), prueba auténtica que no era solamente para los judíos, sino para todas las naciones.
     La consecuencia que debemos sacar de estos ejemplos, del último sobre todo, es clara y manifiesta. ¡Sí! La maternidad de gracia debía ser proclamada y la hora de la proclamación fué aquella en que Jesús dijo a su Madre: "Mujer, he aquí tu hijo." Porque sólo en esta hora la Virgen Santísima quedó convertida completamente en Madre de los hombres. Hasta entonces lo era imperfectamente, como su mismo Hijo no era del todo salvador. De igual modo que Jesús debía pasar por la Pasión y por la cruz para que, siendo expiados los pecados del mundo, pudiese derramar a torrentes sobre los hombres la gracia de la filiación divina con la sangre redentora, así María necesitaba su Compasión, para tener su parte selectísima en la salud obrada por su Hijo. Entonces solamente Cristo, haciéndonos entrar en la vida de Dios por su muerte, podía decir al Padre celestial, presentándole el hombre rescatado: "He aquí tu hijo." Así también entonces podía mostrar el mismo hombre a Aquella que, juntamente con el Padre, y con una misma voluntad, acababa de dar a luz entre angustias inenarrables, y decirle Cristo: "He aquí tu hijo. Si ha nacido de mi sangre, sale también de tu corazón, desgarrado, porque de Ti he recibido yo la sangre que lo vivifica, y con tu consentimiento la he derramado."
     Convincente es esta primera prueba; pero otras hay no menos sólidas. Dejemos aquí también hablar a Bossuet; nadie mejor que él ha tratado de este misterio: "¿Por qué nuestro Salvador quiso esperar a aquella hora postrera para darnos a María en calidad de hijos? He aquí la verdadera razón: es que quiere darle para nosotros entrañas y corazón de Madre. Y, ¿cómo es esto?, diréis. Admirad los secretos de Dios. María estaba al pie de la cruz; veía a aquel Hijo querido todo cubierto de llagas, extendiendo sus brazos a un pueblo incrédulo y despiadado, derramando su sangre por todas sus venas, cruelmente desgarradas. ¿Quién podrá explicar cuánta era la conmoción de la sangre maternal? ¡Ah! Nunca sintió mejor que era Madre. Todos los sufrimientos de su Hijo se lo hacían sentir al vivo. ¿Qué hará entonces el Salvador? Vais a ver que poseía perfectamente el secreto de excitar los afectos. Cuando el alma está prevenida por el objeto de una pasión violenta, recibe fácilmente las impresiones para los otros que se le presenten. Por ejemplo: estáis poseídos dé la ira. será muy difícil que los que se acerquen a vosotros no sientan algunos de sus efectos. Lo mismo sucede con las otras pasiones, porque estando ya el alma excitada, no hace falta sino aplicarla a otros objetos, a los que su propio movimiento la tiene extremadamente dispuesta."
     "Por eso Nuestro Señor Jesucristo quería que su Madre fuese nuestra, a fin de ser Él nuestro hermano con toda verdad, considerando desde la cruz cuán enternecida estaba el alma de esta Señora; como si esto sólo esperase, escogió aquel momento para decirle, mostrándole a San Juan: "¡Oh, Mujer, he aquí tu hijo!".
     Hallamos aquí en los manuscritos de Bossuet la siguiente nota marginal, en la cual robustece con la autoridad de su palabra el significado místico que dábamos al texto: "San Juan representa en esta acción a la universalidad de los fieles. Comprended, si os place, este razonamiento. Todos los otros discípulos de mi Salvador lo han abandonado; y Dios lo permitió, a fin de darnos a entender que hay pocos que sigan a Cristo hasta la cruz. Por consiguiente, habiendo huido los demás, la Providencia no conservó al lado del Señor agonizante sino a Juan, el amado de su corazón. Es el único, es el verdaderamente fiel. Porque sólo es verdaderamente fiel el que sigue a Jesús hasta la cruz; y así este único fiel representa a todos los fieles. Por consiguente, cuando Jesucristo hablando a su Madre le dice que San Juan es su hijo, no creáis que considera al discípulo como a un hombre particular: le da en la persona de Juan todos sus discípulos, todos sus fieles, todos los herederos de la nueva alianza, todos los hijos de la Cruz. De aquí proviene, como ya lo he notado, que la llama mujer: quiere decir mujer por excelencia, mujer escogida especialmente para ser madre del pueblo escogido, ¡Oh mujer! —le dice—. ¡Oh nueva Eva!, he aquí tu hijo: él y todos los fieles que representa son tus hijos. Juan es mi discípulo y mi amado; recibe en su persona a todos los cristianos, pues él ocupa el lugar de todos, y puesto que son ellos lo mismo que Juan, mis discípulos y mis muy amados" (Serm. II para la Nativ. de la Sma. Virgen (edic. Lachat), t. XI, p. 97, en nota). 

     "Estas son las palabras, y he aquí su sentido: "¡Oh, mujer afligida, a quien un amor infortunado hace sentir ahora hasta dónde puede llegar la ternura y la compasión de una madre; este mismo afecto maternal que tan vivamente sientes por Mí, ténlo por Juan, mi discípulo amado; tenlo por todos los fieles, que te recomiendo en su persona, porque son todos ellos también mis discípulos y mis amados." Estas fueron sus palabras, que imprimieron en el Corazón de María una ternura de Madre para todos los fieles, como sus verdaderos hijos. Porque, ¿qué podría haber más eficaz sobre el Corazón de la Santísima Virgen que las palabras de Cristo agonizante?" (Bossuet, Segundo Sermón para la Nativ. de la Sma. Virgen, 2° p. Cf. Serm. sobre la Compasión, segundo serm. para el Viernes de la Sem. de Pasión, 2° p.)
     Ved aquí, si es que lo hemos penetrado bien, el pensamiento de Bossuet. La Virgen Santísima amó siempre a su Hijo con un amor al cual nunca podrá compararse ni el amor de los ángeles, ni el de los Santos. No obstante, este amor tan tierno, tan fuerte, tan continuo, se excita más en aquella hora en que contempla a su Hijo en el acto de su sacrificio. Jamás hasta entonces había comprendido ni sentido tan bien los tesoros de ternura, de caridad, de generosidad, de mansedumbre; en una palabra, de amabilidades infinitas que se encerraban en aquel Corazón, y, por consiguiente, jamás se había abrasado en un amor igual al que ahora la consume. En este momento, el Corazón de María, enternecido, transportado, derretido en amor, no sabía más que amar, y en este momento, repetimos, es cuando Cristo la sorprende, por así decir, la toma y la vuelve hacia nosotros. Este discípulo que está de pie a tu lado, y todos los hombres en este discípulo, son hijos tuyos; mejor dicho, tu hijo, porque mi gracia, esta gracia vinculada a tantas heridas, tanta ignominia y tanta sangre, los incorpora o debe incorporarlos con mi persona. Los amarás, pues, como yo los amo y como Tú me amas, o, mejor dicho, me amarás en ellos a Mí, a Mí, tu Hijo, cuyos son hermanos y miembros. ¡Sí! A estos mismos verdugos los amarás como Madre, porque la voz de mi sangre, pidiendo misericordia al Padre, no exceptúa a nadie, y el horror que tengo a su deicidio no me impide el amarlos hasta morir por ellos.
     ¿Es posible imaginar una exhortación más viva, más perentoria y más eficaz? Por eso, el gran orador ve en las palabras de Cristo una espada aguda que, atravesando el Corazón virginal de María, lleva hasta sus últimas profundidades el amor de madre que quiere introducir en él para todos los fieles. "Así, prosigue dirigiéndose a la Virgen, nos has dado a luz con un corazón desgarrado por la violencia de una aflicción sin medida, y cuantas veces se presentan los cristianos delante de Ti te acuerdas de aquella palabra última, y tus entrañas se conmueven sobre nosotros, como hijos de tu dolor" (
Bossuet, ibid.).
     No disimularemos que estos pensamientos podrían parecer opuestos a lo que pronto diremos, siguiendo a San Pedro Damiano y a Santo Tomás de Villanueva, sobre la virtud práctica de las palabras del Salvador. ¿A qué recurrir, en efecto, a las circunstancias dolorosas en que son dichas estas palabras, para explicar su eficacia, si por sí mismas tienen poder para producir en María su amor de Madre?
     Esta objeción es más aparente que sólida. Los sacramentos de la Iglesia contienen en sí mismos la gracia, y por esto tienen el poder de producirla o aumentarla en nosotros. Y, sin embargo, su efecto depende en gran parte del estado y de las disposiciones del que los recibe, y basta esto para darnos a entender que las palabras del Señor a la Virgen Santísima, aun cuando supongamos que son eficaces por sí mismas, debieron imprimir en Ella un amor tanto más fuerte, cuanto que su corazón estaba mejor preparado para recibirlas, por el desgarramiento que le había producido su amor maternal. Por consiguiente, con todo derecho insiste el ilustre panegirista de María en la consideración de la hora en que fueron dichas estas palabras postreras. Si la Virgen Santísima guardaba con tanto cuidado en su corazón, para meditarlos, los misterios de la infancia del Salvador (L
uc., II, 19), ¿cómo su Pasión no la tendría eternamente presente? Por consiguiente, perpetuamente Ella también oye resonar en lo más hondo de sus entrañas las palabras por siempre memorables: "Mujer, he aquí tu hijo." ¿Y puede oírlas sin sentirse movida a realizar plenamente su significado?
     ¿Queréis saber si hubo algunos motivos más para que Nuestro Señor Jesucristo proclamara a María Madre nuestra en el momento en que va a expirar sobre la cruz? Os mostraremos a Juan el Evangelista, y en ese discípulo a todos los cristianos que representa. Decirle a él y decirnos a nosotros, entonces, cuando va a dejar su vida mortal y a quitarnos su presencia visible: "He aquí tu Madre", ¿no es esto presentarnos a María como nuestro único refugio y nuestra única esperanza después de Él? ¿No es enseñarnos con una elocuencia incomparable lo que deben ser los hijos de María? Substituidos, por decirlo así, a Jesús crucificado, declarados hijos sobre el Calvario, arrojados en los brazos de la Madre de los dolores, ¿no debemos nosotros, sus hijos; nosotros los hermanos de Jesús, ser mortificados, llevar la cruz, compartir el oprobio y la penitencia de nuestro Salvador? Pues seremos tanto más hermanos suyos cuanto mejor reproduzcamos en nosotros la Pasión de Jesús y la Compasión de María.
     Imitemos al discípulo amado. Apenas oyó la suprema recomendación de su dulce Maestro, cuando se sintió repentinamente poseído del más filial amor a María. Para siempre ya la mirará como a su Madre: Et accepit eam discipulus in sua (
Joan.. XIX, 27).
     Ella es de él, él es de Ella, y nada separará ni podrá separar en adelante al discípulo del amor, de la Madre del amor hermoso. Su corazón, calentado junto al Corazón de Jesús, arderá para Ella en el mismo abnegado afecto que llenaba el de Cristo.
J. B. Terrien S.J.
LA MADRE DE DIOS Y ...

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