Visitaba yo en cierta ocasión a un amigo. Me recibió en su despacho, para mí muy conocido, pero que encontré remozado. También su dueño me pareció rejuvenecido.
—Te presento a mi secretaria— me dijo, indicándome una muchacha de unos dieciocho años, sentada junto a una máquina de escribir.
—¿No es ésta tu hija Pilar?
—Claro que sí; pero es mi secretaria —me replicó con no disimulada satisfacción. Y antes de que yo pudiese decir nada, añadió, lanzando una mirada orientadora por toda la habitación, posando por fin sus ojos en unas flores colocadas sobre un fichero.
—¿No lo notas?
Y ¡vaya si lo notaba! Como que brillaba en toda la estancia un no sé qué de pulcritud y orden que antes no había.
Entonces me explicó. La chica, terminado el bachillerato, salió del colegio, y se le planteó el problema general: ¿a qué se dedicaría?
Varias de sus antiguas compañeras pensaban completar sus estudios y colocarse en una oficina. Tal proceder está de moda; no cabe duda que es muy «siglo xx», y no deja de tener sus encantos. Se goza de más libertad, se gana y se puede disponer de dinero para los caprichos. Tiene sus peligros; pero, ¿quién piensa en los peligros morales a los dieciocho años?
Pilar pensó en ellos, y pensó en más: Está muy bien que se coloquen las chicas que necesitan ayudar económicamente a sus padres. Es, indudablemente, una gran satisfacción para una hija poner el hombro bajo la carga familiar y, a principio de mes, entregar a su papá unos billetes de Banco que, sumados a los que él ha ganado, sirvan para sostener la familia. Sí; es una satisfacción legitima y un deber.
Pero, por desgracia, hay muchas chicas que acuden a una oficina, no para aportar su ayuda al bolsillo paterno, sino para lo que cínicamente llaman sus vicios. Con su sueldo tienen para vestir, maquillarse, ir al cine, a las excursiones, al bar, etc., etc., y en este etcétera etcétera se pueden poner muchas cosas no siempre laudables.
Claro, que con ello ocupan un puesto en el que otras chicas de inferior posición económica se ganarían el sustento propio y, a veces, el de su familia; pero a ellas, ¿qué les importa? La cosa es disponer de dinero no controlado por sus padres, y con él divertirse y gozar de la vida a sus anchas.
Lo peor es que su mal ejemplo seduce a otras muchas chicas obligadas a ayudar en su casa y que, arrastradas por aquéllas, se guardan el sueldo para sus vicios, sin preocuparse de las necesidades hogareñas.
La chica de mi amigo pensó que ella no podía proceder así. Gracias a Dios, la posición económica de sus padres era excelente; no necesitaba ganarse la vida. Ir a una oficina le pareció que era quitar el sueldo a otra muchacha necesitada. Entonces, ¿qué hacer?
Algunas amigas suyas habían soñado con la salida definitiva del colegio para lanzarse de lleno a la vida de sociedad: ¡Qué bien lo iban a pasar! Sin trabas de ninguna clase, sin obligaciones que les restasen el tiempo, ¡cómo se iban a divertir en la piscina, en el tennis, en las carreras, en los guateques!...
A Pilar le pareció esta vida muy tonta; una juventud vacía, sin objeto.
—¿Es posible— se decía —que una muchacha de clase alta no tenga en su juventud una misión que cumplir? Porque Dios nos ha dado dinero, ¿seremos inferiores a las demás y no tendrá otro objeto nuestra juventud que esperar, entre frivolidades e insulseces inútiles a la sociedad, a que seamos mayores y nos llegue la edad de casarnos para poder realizar en el matrimonio la misión que hemos traído a la vida?
—Te presento a mi secretaria— me dijo, indicándome una muchacha de unos dieciocho años, sentada junto a una máquina de escribir.
—¿No es ésta tu hija Pilar?
—Claro que sí; pero es mi secretaria —me replicó con no disimulada satisfacción. Y antes de que yo pudiese decir nada, añadió, lanzando una mirada orientadora por toda la habitación, posando por fin sus ojos en unas flores colocadas sobre un fichero.
—¿No lo notas?
Y ¡vaya si lo notaba! Como que brillaba en toda la estancia un no sé qué de pulcritud y orden que antes no había.
Entonces me explicó. La chica, terminado el bachillerato, salió del colegio, y se le planteó el problema general: ¿a qué se dedicaría?
Varias de sus antiguas compañeras pensaban completar sus estudios y colocarse en una oficina. Tal proceder está de moda; no cabe duda que es muy «siglo xx», y no deja de tener sus encantos. Se goza de más libertad, se gana y se puede disponer de dinero para los caprichos. Tiene sus peligros; pero, ¿quién piensa en los peligros morales a los dieciocho años?
Pilar pensó en ellos, y pensó en más: Está muy bien que se coloquen las chicas que necesitan ayudar económicamente a sus padres. Es, indudablemente, una gran satisfacción para una hija poner el hombro bajo la carga familiar y, a principio de mes, entregar a su papá unos billetes de Banco que, sumados a los que él ha ganado, sirvan para sostener la familia. Sí; es una satisfacción legitima y un deber.
Pero, por desgracia, hay muchas chicas que acuden a una oficina, no para aportar su ayuda al bolsillo paterno, sino para lo que cínicamente llaman sus vicios. Con su sueldo tienen para vestir, maquillarse, ir al cine, a las excursiones, al bar, etc., etc., y en este etcétera etcétera se pueden poner muchas cosas no siempre laudables.
Claro, que con ello ocupan un puesto en el que otras chicas de inferior posición económica se ganarían el sustento propio y, a veces, el de su familia; pero a ellas, ¿qué les importa? La cosa es disponer de dinero no controlado por sus padres, y con él divertirse y gozar de la vida a sus anchas.
Lo peor es que su mal ejemplo seduce a otras muchas chicas obligadas a ayudar en su casa y que, arrastradas por aquéllas, se guardan el sueldo para sus vicios, sin preocuparse de las necesidades hogareñas.
La chica de mi amigo pensó que ella no podía proceder así. Gracias a Dios, la posición económica de sus padres era excelente; no necesitaba ganarse la vida. Ir a una oficina le pareció que era quitar el sueldo a otra muchacha necesitada. Entonces, ¿qué hacer?
Algunas amigas suyas habían soñado con la salida definitiva del colegio para lanzarse de lleno a la vida de sociedad: ¡Qué bien lo iban a pasar! Sin trabas de ninguna clase, sin obligaciones que les restasen el tiempo, ¡cómo se iban a divertir en la piscina, en el tennis, en las carreras, en los guateques!...
A Pilar le pareció esta vida muy tonta; una juventud vacía, sin objeto.
—¿Es posible— se decía —que una muchacha de clase alta no tenga en su juventud una misión que cumplir? Porque Dios nos ha dado dinero, ¿seremos inferiores a las demás y no tendrá otro objeto nuestra juventud que esperar, entre frivolidades e insulseces inútiles a la sociedad, a que seamos mayores y nos llegue la edad de casarnos para poder realizar en el matrimonio la misión que hemos traído a la vida?
Pilar se revolvía contra esta idea. Le repugnaban las chicas que no hacen nada sino divertirse y divertir cómo si fuesen muñecas. Ser un bello juguete, ¡qué horror!
Un día, durante la comida, abordó de frente la solución de su problema.
—Papá: tú necesitas una secretaria. Tienes la mesa del despacho llena de papeles revueltos. El otro día te volviste loco buscando un documento que no sabías dónde lo habías dejado. Pasas demasiadas horas trabajando. ¿Por qué no tienes una persona que te ayude?
El padre se quedó parado. No esperaba el planteamiento de tal cuestión.
—Son cosas tan personales las mías —replicó—, que no resulta meter una persona extraña.
—¿Y si no fuese persona extraña?
-¿...?
—Papá, ¿me admites como secretaria tuya?
Y sin dejarle contestar, añadió:
—Todos los días, para cuando entres en el despacho, yo habré arreglado la habitación; te ordenaré los papeles de la mesa y los libros de la biblioteca, te archivaré los documentos, te llevaré el fichero, te escribiré las cartas y te llevaré las cuentas... Tú me enseñarás, y trabajaremos juntos. ¿Estás conforme?
El padre, por toda respuesta, abrazó a su hija y la besó.
Desde aquel día, Pilar es la secretaria de su papá. El despacho está más pulcro, más ordenado y más alegre. Parece que hasta hay más luz.
Efectivamente, hay más luz. Porque no sólo es luz la que entra por las cristaleras de las ventanas, sino también la que al alma de un padre llega a través del cariño de una hija buena.
Ya me lo decía mi amigo al despedirme:
—El día que esta chica se me case, el despacho se me vendrá encima.
¡Y pensar que hay por el mundo tantas muchachas que arrastran una juventud vacía y tantas otras que, sin necesidad alguna, se encierran en una oficina y se sujetan a un extraño pudiendo ser, con mayor comodidad y ventaja, la secretaria de su papá!
Un día, durante la comida, abordó de frente la solución de su problema.
—Papá: tú necesitas una secretaria. Tienes la mesa del despacho llena de papeles revueltos. El otro día te volviste loco buscando un documento que no sabías dónde lo habías dejado. Pasas demasiadas horas trabajando. ¿Por qué no tienes una persona que te ayude?
El padre se quedó parado. No esperaba el planteamiento de tal cuestión.
—Son cosas tan personales las mías —replicó—, que no resulta meter una persona extraña.
—¿Y si no fuese persona extraña?
-¿...?
—Papá, ¿me admites como secretaria tuya?
Y sin dejarle contestar, añadió:
—Todos los días, para cuando entres en el despacho, yo habré arreglado la habitación; te ordenaré los papeles de la mesa y los libros de la biblioteca, te archivaré los documentos, te llevaré el fichero, te escribiré las cartas y te llevaré las cuentas... Tú me enseñarás, y trabajaremos juntos. ¿Estás conforme?
El padre, por toda respuesta, abrazó a su hija y la besó.
Desde aquel día, Pilar es la secretaria de su papá. El despacho está más pulcro, más ordenado y más alegre. Parece que hasta hay más luz.
Efectivamente, hay más luz. Porque no sólo es luz la que entra por las cristaleras de las ventanas, sino también la que al alma de un padre llega a través del cariño de una hija buena.
Ya me lo decía mi amigo al despedirme:
—El día que esta chica se me case, el despacho se me vendrá encima.
¡Y pensar que hay por el mundo tantas muchachas que arrastran una juventud vacía y tantas otras que, sin necesidad alguna, se encierran en una oficina y se sujetan a un extraño pudiendo ser, con mayor comodidad y ventaja, la secretaria de su papá!
Emilio Enciso Viana
LA MUCHACHA EN EL HOGAR
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