CIEN PROBLEMAS SOBRE CUESTIONES DE FE
(10)
¿LA MADRE O EL HIJO?
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¿LA MADRE O EL HIJO?
Le rogaría me ilustrase acerca de una afirmación hecha por el Padre Santo en uno de sus últimos discursos. «Salvar la vida de la madre —dijo el Papa— es un fin nobilísimo; pero el matar directamente al niño, como medio para ese fin es ilícito.» Estas palabras me han parecido muy oscuras, y, en especial, me parece que la afirmación misma es inconsistente. Realmente, las razones que pueden inducir a preferir la vida del feto más que la de la madre, en la mayoría de los casos, tienen un valor infinitamente inferior a las que imponen que se salve a la madre. Moralmente es ilicita la supresión del hijo; pero inversamente no me parece licito el matar a la madre como medio para salvar a su criatura. Considero sumamente cristiana y heroica la abnegación de una madre que espontáneamente se sacrifica, pero me parece injusta e inadmisible una obligación en ese sentido. (E. V. —Módena.)
El Papa ha dicho: "Salvar la vida de la madre es un fin nobilísimo, pero el matar directamente al niño como medio para ese fin no es licito.» Dice un periódico que no se debe matar al niño porque su vida podría llegar a ser valiosa en el futuro para la Humanidad... Podría llegar a ser... Pero podría llegar a ser algo diametralmente contrario... Por otra parte, ¿el valor de la vida del uno no equivale a la vida de la otra? Y ¿por qué, si hay que sacrificar una de las dos vidas, es precisamente a la madre a la que hay que dejar que se muera? ¿Existe una jerarquía de los valores humanos en las relaciones con la sociedad? (I. C. —Milán.)
No tenemos sino que meditar en las precisas palabras del segundo objetante: «¿Por qué es precisamente a la madre a la que hay que dejar que se muera?» Esto es: «Por qué no dejar, en cambio, que se muera el hijo?» Y el señor I. C. habría podido incluso considerar otro caso, que es el más trágico y doloroso, aquel en que no «dejando» que muera el hijo se pone fatalmente en peligro la vida de ambos: «¿Por qué dejarlos morir a ambos?»
No tenemos sino que meditar en las precisas palabras del segundo objetante: «¿Por qué es precisamente a la madre a la que hay que dejar que se muera?» Esto es: «Por qué no dejar, en cambio, que se muera el hijo?» Y el señor I. C. habría podido incluso considerar otro caso, que es el más trágico y doloroso, aquel en que no «dejando» que muera el hijo se pone fatalmente en peligro la vida de ambos: «¿Por qué dejarlos morir a ambos?»
No hay duda. Se puede perfectísimamente —o incluso se debe— dejar morir al hijo para que viva la madre.
Pero entre dejar que muera y apuñalarlo para matarlo hay un abismo; el abismo del empleo en el segundo caso, del medio ilícito, del verdadero asesinato. Concedido que sin ese medio mueren ambos. Esa es la desgracia de la muerte; aquello, el delito del asesinato.
En cambio, dejar que muera, después de hacer todo lo posible para salvar a ambos, no es un asesinato.
Como, al contrario, dejar que muera la madre para no matar el hijo, no es matarla.
Hay una lancha de náufragos con la madre y varios hijos. No puede cargar con todos. Habría que sacrificar a uno que pesa más para salvar a los otros. ¿Qué diríais si uno de los hermanos para deshacerse de aquél, lo apuñalase? Morirán todos; pero ninguno querrá mancharse la mano con ese horrendo delito, tanto más grave incluso cuanto más asociados están en el trágico peligro. Evidentemente, seria diferente su psicología si aquél, por desgracia, se cayese o se perdiese en el mar, restableciéndose así el indispensable equilibrio de la lancha. En ese caso, aun con el corazón desgarrado, los supervivientes podrían omitir aquellas tentativas de salvamento, que acabarían luego por perderlos a todos; habrían dejado que pereciese uno para salvar a todos los demás, pero no habrían matado a ninguno.
Es el gran principio moral de que el fin no justifica los medios. El fin bueno de salvar a la madre, aun en la hipótesis de que, de lo contrario, perecerían tanto la madre como el hijo, no puede justificar jamás el delictivo medio de asesinar al hijo.
Los pragmatistas y los empíricos se ríen de esta distinción moral entre el fin y los medios, pretenden poderlo justificar todo con la bondad y utilidad del fin. Esto les parece tanto más obvio cuando se trata de un medio (el matar al hijo) sin el cual no sólo aquel mal (la muerte del hijo) ocurriría naturalmente, sino que se añadiría otro mayor (la muerte asimismo de la madre, que, en cambio, con aquel medio se habría podido salvar). Pero no piensan que un principio moral, o vale siempre, o no vale nunca. Y si ese principio se viene abajo se producirían consecuencias catastróficas, humanas y socíales. Haced que se considere, sin más, licito lo que redunda en ventaja propia y no habría ya freno a las opresiones mutuas. En nuestro caso, borrad ese principio, y tendréis a los paganos que matan a los niños aun después de nacidos y estando sanísimos, y a los tiranos modernos que obligan a eliminar a los enfermos, a destruir las razas enemigas o a arrebatar los hijos a sus padres —como hicieron los comunistas en Grecia—, etc., por los ficticios fines buenos del interés propio, nacional o social; tendréis, en este como en todos los demás sectores, el aplastamiento de todos los derechos del hombre y el maquiavelismo social y político más cínico y más cruel.
Ideológicamente, ese principio es la bifurcación de las dos morales: religiosa y materialista.
Quien obra teniendo en cuenta la ley de Dios no tiene dudas. No se puede faltar a la ley de Dios. Cueste lo que cueste. Lo que verdaderamente importa para quien obra teniendo en cuenta que Dios lo mira y la voluntad de Dios, no es tanto el resultado cuanto el medio empleado para lograrlo, que para estar conforme con la divina voluntad debe ser intrínsecamente lícito. Lo cual resulta lógico además pensando que sólo los medios dependen del hombre y crean, por tanto, su responsabilidad, mientras los resultados pueden no estar en su mano y deben, por consiguiente, confiarse, con fe ilustrada, a la divina Providencia, la cual puede, ciertamente, permitir un mal, pero siempre, en definitiva, para un bien mayor. Bien sabrá Dios premiar, o en el tiempo o en la vida eterna, el sacrificio hecho para obedecer a su divina voluntad. Bien sabrá premiar a aquella madre que para no matar directamente sacrifica su propia vida. Y también en la tierra sabrá bendecir a aquella sociedad en que se respetan estos supremos principios.
Pío XI: Encíclica Casti connubii, 31 de diciembre de 1930 (Denz-U. 2.242-44);
Pío XII: Discurso a las comadronas, 29 de octubre de 1951 («Civilta Cattolica», 17 de noviembre de 1951);
Pío XII: Discurso a los padres de familia, 26 de noviembre de 1951 («Civilta Cattolica», 15 de diciembre de 1951);
A. Gemelli y A. Vermeersch: «Nouvelle Revue Théologique», 60 (1923), págs. 500-27, 577-620 y 677-95;
L. Schremín: Appunti di morale professionale per i medici, Roma, 1947;
C. Testore, P. Liuzzi y G. de Ninno: Aborto, EC., I, págs. 105-12.
Pero entre dejar que muera y apuñalarlo para matarlo hay un abismo; el abismo del empleo en el segundo caso, del medio ilícito, del verdadero asesinato. Concedido que sin ese medio mueren ambos. Esa es la desgracia de la muerte; aquello, el delito del asesinato.
En cambio, dejar que muera, después de hacer todo lo posible para salvar a ambos, no es un asesinato.
Como, al contrario, dejar que muera la madre para no matar el hijo, no es matarla.
Hay una lancha de náufragos con la madre y varios hijos. No puede cargar con todos. Habría que sacrificar a uno que pesa más para salvar a los otros. ¿Qué diríais si uno de los hermanos para deshacerse de aquél, lo apuñalase? Morirán todos; pero ninguno querrá mancharse la mano con ese horrendo delito, tanto más grave incluso cuanto más asociados están en el trágico peligro. Evidentemente, seria diferente su psicología si aquél, por desgracia, se cayese o se perdiese en el mar, restableciéndose así el indispensable equilibrio de la lancha. En ese caso, aun con el corazón desgarrado, los supervivientes podrían omitir aquellas tentativas de salvamento, que acabarían luego por perderlos a todos; habrían dejado que pereciese uno para salvar a todos los demás, pero no habrían matado a ninguno.
Es el gran principio moral de que el fin no justifica los medios. El fin bueno de salvar a la madre, aun en la hipótesis de que, de lo contrario, perecerían tanto la madre como el hijo, no puede justificar jamás el delictivo medio de asesinar al hijo.
Los pragmatistas y los empíricos se ríen de esta distinción moral entre el fin y los medios, pretenden poderlo justificar todo con la bondad y utilidad del fin. Esto les parece tanto más obvio cuando se trata de un medio (el matar al hijo) sin el cual no sólo aquel mal (la muerte del hijo) ocurriría naturalmente, sino que se añadiría otro mayor (la muerte asimismo de la madre, que, en cambio, con aquel medio se habría podido salvar). Pero no piensan que un principio moral, o vale siempre, o no vale nunca. Y si ese principio se viene abajo se producirían consecuencias catastróficas, humanas y socíales. Haced que se considere, sin más, licito lo que redunda en ventaja propia y no habría ya freno a las opresiones mutuas. En nuestro caso, borrad ese principio, y tendréis a los paganos que matan a los niños aun después de nacidos y estando sanísimos, y a los tiranos modernos que obligan a eliminar a los enfermos, a destruir las razas enemigas o a arrebatar los hijos a sus padres —como hicieron los comunistas en Grecia—, etc., por los ficticios fines buenos del interés propio, nacional o social; tendréis, en este como en todos los demás sectores, el aplastamiento de todos los derechos del hombre y el maquiavelismo social y político más cínico y más cruel.
Ideológicamente, ese principio es la bifurcación de las dos morales: religiosa y materialista.
Quien obra teniendo en cuenta la ley de Dios no tiene dudas. No se puede faltar a la ley de Dios. Cueste lo que cueste. Lo que verdaderamente importa para quien obra teniendo en cuenta que Dios lo mira y la voluntad de Dios, no es tanto el resultado cuanto el medio empleado para lograrlo, que para estar conforme con la divina voluntad debe ser intrínsecamente lícito. Lo cual resulta lógico además pensando que sólo los medios dependen del hombre y crean, por tanto, su responsabilidad, mientras los resultados pueden no estar en su mano y deben, por consiguiente, confiarse, con fe ilustrada, a la divina Providencia, la cual puede, ciertamente, permitir un mal, pero siempre, en definitiva, para un bien mayor. Bien sabrá Dios premiar, o en el tiempo o en la vida eterna, el sacrificio hecho para obedecer a su divina voluntad. Bien sabrá premiar a aquella madre que para no matar directamente sacrifica su propia vida. Y también en la tierra sabrá bendecir a aquella sociedad en que se respetan estos supremos principios.
BIBLIOGRAFIA
Pío XI: Encíclica Casti connubii, 31 de diciembre de 1930 (Denz-U. 2.242-44);
Pío XII: Discurso a las comadronas, 29 de octubre de 1951 («Civilta Cattolica», 17 de noviembre de 1951);
Pío XII: Discurso a los padres de familia, 26 de noviembre de 1951 («Civilta Cattolica», 15 de diciembre de 1951);
A. Gemelli y A. Vermeersch: «Nouvelle Revue Théologique», 60 (1923), págs. 500-27, 577-620 y 677-95;
L. Schremín: Appunti di morale professionale per i medici, Roma, 1947;
C. Testore, P. Liuzzi y G. de Ninno: Aborto, EC., I, págs. 105-12.
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