SOBRE
LA FALTA DE DOCTRINA Y EL DEBER
DE DARLA A CONOCER
DE DARLA A CONOCER
Venerables
hermanos: Salud y bendición apostólica
El
peso del Pontificado
Al dirigirnos por primera
vez a vosotros desde la suprema cátedra apostólica a la que hemos sido
elevados por el inescrutable designio de Dios, no es necesario recordar con cuántas
lágrimas y oraciones hemos intentado rechazar esta enorme carga del
Pontificado. Podríamos, aunque Nuestro mérito es absolutamente inferior,
aplicar a Nuestra situación la queja de aquel gran santo, Anselmo, cuando a
pesar de su oposición, incluso de su aversión, fue obligado a aceptar el honor
del episcopado. Porque Nos tenemos que recurrir a las mismas muestras de
desconsuelo que él profirió para exponer con qué ánimo, con qué actitud
hemos aceptado la pesadísima carga del oficio de apacentar la grey de Cristo. Mis
lágrimas son testimonio -esto dice-, así como mis quejas y los suspiros
de lamento de mi corazón; cuales en ninguna ocasión y por ningún dolor
recuerdo haber derramado hasta el día en que cayó sobre mí la pesada suerte
del arzobispado de Canterbury. No pudieron dejar de advertirlo todos aquellos
que en aquel día contemplaron mi rostro... Yo con un color más propio de un
muerto que de una persona viva, palidecía con doloroso estupor. A decir
verdad, hasta ese momento hice todo lo posible por rechazar lejos de mí esa
elección, o por mejor decir esa extorsión. Pero ya, de grado o por fuerza,
tengo que confesar que a diario los designios de Dios resisten más y más a mis
planes, de modo que comprendo que es absolutamente imposible oponerme a ello. De
ahí que, vencido por la fuerza no de los hombres sino de Dios, contra la que no
hay defensa posible, entendí que mi deber era adoptar una única decisión:
después de haber orado cuanto pude y haber intentado que, si era posible, ese cáliz
pasara de mí sin beberlo... entregueme por completo al sentir ya la voluntad de
Dios, dejando de lado mi propio sentir y mi voluntad (1).
Los
hombres están hoy apartados de Dios
Y
efectivamente no Nos faltaron múltiples y graves motivos para rehusar el
Pontificado. Ante todo el que de ningún modo, por nuestra insignificancia, nos
considerábamos dignos del honor del pontificado; ¿a quién no le conmovería
ser designado sucesor de aquel que gobernó la Iglesia con extrema prudencia
durante casi veintiséis años, sobresalió en tanta agudeza de ingenio, tanto
resplandor de virtudes que convirtió incluso a sus enemigos en admiradores y
consagró la memoria de su nombre con hechos extraordinarios? Luego, dejando
aparte otros motivos, Nos llenaba de temor sobre todo la tristísima situación
en que se encuentra la humanidad. Quién ignora, efectivamente, que la sociedad
actual, más que en épocas anteriores, está afligida por un íntimo y gravísimo
mal que, agravándose por días, la devora hasta la raíz y la lleva a la
muerte? Comprendéis, Venerables Hermanos, cuál es el mal; la defección y la
separación de Dios: nada más unido a la muerte que esto, según lo dicho por el
Profeta (2): Pues he aquí
que quienes se alejan de ti, perecerán. Detrás de la misión pontificia
que se me ofrecía, Nos veíamos el deber de salir al paso de tan gran mal: Nos
parecía que recaía en Nos el mandato del Señor: Hoy te doy sobre pueblos y
reinos poder de destruir y arrancar, de edificar y plantar (3);
pero, conocedor de Nuestra propia debilidad, Nos espantaba tener que hacer
frente a un problema que no admitía ninguna dilación y sí tenía muchas
dificultades.
«¡Instaurar
todas las cosas en Cristo!»
Sin embargo, puesto que
agradó a la divina voluntad elevar nuestra humildad a este supremo poder,
descansamos el espíritu en aquel que Nos conforta y poniendo manos a la
obra, apoyados en la fuerza de Dios, manifestamos que en la gestión de Nuestro
pontificado tenemos un sólo propósito, instaurarlo todo en Cristo (4),
para que efectivamente todo y en todos sea Cristo (5).
Habrá indudablemente quienes, porque miden a Dios con categorías humanas,
intentarán escudriñar Nuestras intenciones y achacarlas a intereses y afanes
de parte.
Para salirles al paso, aseguramos con toda firmeza que Nos nada queremos ser, y
con la gracia de Dios nada seremos ante la humanidad sino Ministro de Dios, de
cuya autoridad somos instrumentos. Los intereses de Dios son Nuestros intereses;
a ellos hemos decidido consagrar nuestras fuerzas y la vida misma. De ahí que
si alguno Nos pide una frase simbólica, que exprese Nuestro propósito, siempre
le daremos sólo esta:
¡instaurar
todas las cosas en Cristo!
Los hombres contra Dios
Ciertamente, al hacernos
cargo de una empresa de tal envergadura y al intentar sacarla adelante Nos
proporciona, Venerables Hermanos, una extraordinaria alegría el hecho de tener
la certeza de que todos vosotros seréis unos esforzados aliados para llevarla a
cabo. Pues si lo dudáramos os calificaríamos de ignorantes, cosa que
ciertamente no sois, o de negligentes ante este funesto ataque que ahora en todo
el mundo se promueve y se fomenta contra Dios; puesto que verdaderamente contra
su Autor se han amotinado las gentes y traman las naciones planes vanos (6);
parece que de todas partes se eleva la voz de quienes atacan a Dios: Apártate
de nosotros (7). Por eso, en la mayoría
se ha extinguido el temor al Dios eterno y no se tiene en cuenta la ley de su
poder supremo en las costumbres ni en público ni en privado: aún más, se
lucha con denodado esfuerzo y con todo tipo de maquinaciones para arrancar de raíz
incluso el mismo recuerdo y noción de Dios.
Es indudable que quien considere todo esto tendrá que admitir de plano que esta
perversión de las almas es como una muestra, como el prólogo de los males que
debemos esperar en el fin de los tiempos; o incluso pensará que ya habita en
este mundo el hijo de la perdición (8)
de quien habla el Apóstol. En verdad, con semejante osadía, con este desafuero
de la virtud de la religión, se cuartea por doquier la piedad, los documentos
de la fe revelada son impugnados y se pretende directa y obstinadamente apartar,
destruir cualquier relación que medie entre Dios y el hombre. Por el contrario
-esta es la señal propia del Anticristo según el mismo Apóstol-, el
hombre mismo con temeridad extrema ha invadido el campo de Dios, exaltándose por
encima de todo aquello que recibe el nombre de Dios; hasta tal punto que
-aunque no es capaz de borrar dentro de sí la noción que de Dios tiene-, tras
el rechazo de Su majestad, se ha consagrado a sí mismo este mundo visible como
si fuera su templo, para que todos lo adoren. Se sentará en el templo de
Dios, mostrándose como si fuera Dios (9).
Efectivamente, nadie en su sano juicio puede dudar de cuál es la batalla que
está librando la humanidad contra Dios. Se permite ciertamente el hombre, en
abuso de su libertad, violar el derecho y el poder del Creador; sin embargo, la
victoria siempre está de la parte de Dios; incluso tanto más inminente es la
derrota, cuanto Con mayor osadía se alza el hombre esperando el triunfo. Estas
advertencias nos hace el mismo Dios en las Escrituras Santas. Pasa por alto, en
efecto, los pecados de los hombres (10), como olvidado de su
poder y majestad: pero luego, tras simulada indiferencia, irritado como un
borracho lleno de fuerza (11),
romperá la cabeza a sus enemigos (12)
para que todos reconozcan que el rey de toda la tierra es Dios (13)
y sepan las gentes que no son más que hombres (14).
Todo esto, Venerables Hermanos, lo mantenemos y lo esperamos con fe cierta. Lo
cual, sin embargo, no es impedimento para que, cada uno por su parte, también
procure hacer madurar la obra de Dios: y eso, no sólo pidiendo Con asiduidad: Alzate,
Señor , no prevalezca al hombre (15),
sino -lo que es más importante- con hechos y palabras, abiertamente a la luz
del día, afirmando y reivindicando para Dios el supremo dominio sobre los
hombres y las demás criaturas, de modo que Su derecho a gobernar y su poder
reciba culto y sea fielmente observado por todos.
El
deseo de paz: dónde encontrarla
Esto es no sólo una
exigencia natural, sino un beneficio para todo el género humano. ¿Cómo no van
a sentirse los espíritus invadidos, Hermanos Venerables, por el temor y la
tristeza al ver que la mayor parte de la humanidad, al mismo tiempo que se
enorgullece, con razón, de sus progresos, se hace la guerra tan atrozmente que
es casi una lucha de todos contra todos? El deseo de paz conmueve sin duda el
corazón de todos y no hay nadie que no la reclame con vehemencia. Sin embargo,
una vez rechaza de Dios, se busca la paz inútilmente porque la justicia está
desterrada de allí donde Dios está ausente; y quitada la .justicia, en vano se
espera la paz. La paz es obra de la justicia (16).
Sabemos que no son pocos los que, llevados por sus ansias de paz, de tranquilidad
y de orden, se unen en grupos y facciones que llaman «de orden». ¡Oh,
esperanza y preocupaciones vanas! El partido del orden que realmente
puede traer una situación de paz después del desorden es uno sólo: el de
quienes están de parte de Dios. Así pues, éste es necesario promover ya él
habrá que atraer a todos, si son impulsados por su amor a la paz.
Y verdaderamente, Venerables Hermanos, esta vuelta de todas las naciones del
mundo a la majestad y el imperio de Dios, nunca se producirá, sean cuales
fueren nuestros esfuerzos, si no es por Jesús el Cristo. Pues advierte el Apóstol:
Nadie puede poner otro fundamento, fuera del que está ya puesto, que es
Cristo Jesús (17).
Evidentemente es el mismo a quien el Padre santificó y envió al mundo (18);
el esplendor del Padre y la imagen de su sustancia (19), Dios
verdadero y verdadero hombre: sin el cual nadie podría conocer a Dios como se
debe; pues nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo
quisiera revelárselo (20).
Que
los hombres vuelvan a Dios, por la Iglesia
De lo cual se concluye que instaurar
todas las cosas en Cristo y hacer que los hombres vuelvan a someterse a Dios
es la misma cosa. Así, pues, es ahí a donde conviene dirigir nuestros cuidados
para someter al género humano al poder de Cristo: con El al frente, pronto
volverá la humanidad al mismo Dios. A un Dios, que no es aquel despiadado,
despectivo para los humanos que han imaginado en sus delirios los materialistas,
sino el Dios vivo y verdadero, uno en naturaleza, trino en personas, creador del
mundo, que todo lo prevé con suma sabiduría, y también legislador justísimo
que castiga a los pecadores y tiene dispuesto el premio a los virtuosos.
Por lo demás, tenemos ante los ojos el camino por el que llegar a Cristo: la
Iglesia. Por eso, con razón, dice el Crisóstomo: Tu esperanza la Iglesia,
tu salvación la Iglesia, tu :efugio la Iglesia (21):
Pues para eso la ha fundado Cristo, y la ha conquistado al precio de su sangre;
y a ella encomendó su doctrina y los preceptos de sus leyes, al tiempo que la
enriquecía con los generosísimos dones de su divina gracia para la santidad y
la salvación de los hombres.
El
deber concreto de los Pastores
Ya veis, Venerables
Hermanos, cuál es el oficio que en definitiva se confía tanto a Nos como a
vosotros: que hagamos volver a la sociedad humana, alejada de la sabiduría de
Cristo, a la doctrina de la Iglesia. Verdaderamente la Iglesia es de Cristo y
Cristo es de Dios. Y si, con la ayuda de Dios, lo logramos, nos alegraremos
porque la iniquidad habrá cedido ante la justicia y escucharemos gozosos una
gran voz del cielo que dirá: Ahora llega la salvación, el poder, el reino
de nuestro Dios y la autoridad de su Cristo (22).
Ahora bien, para que el éxito responda a los deseos, es preciso intentar por
todos los medios y con todo esfuerzo arrancar de raíz ese crimen cruel y
detestable, característico de esta época: el afán que el hombre tiene por
colocarse en el lugar de Dios; habrá que devolver su antigua dignidad a los
preceptos y consejos evangélicos; habrá que proclamar con más firmeza las
verdades transmitidas por la Iglesia. toda su doctrina sobre la santidad del
matrimonio. la educación doctrinal de los niños, la propiedad de bienes y su
uso, los deberes para y con quienes administran el Estado; en fin, deberá
restablecerse el equilibrio entre los distintos órdenes de la sociedad, la ley
y las costumbres cristianas.
Los
medios: formar buenos sacerdotes
Nos, por supuesto,
secundando la voluntad de Dios, nos proponemos intentarlo en nuestro pontificado
y lo seguiremos haciendo en la medida de nuestras fuerzas. A vosotros,
Venerables Hermanos, os corresponde secundar Nuestros afanes con vuestra
santidad, vuestra ciencia, vuestras vidas y vuestros anhelos, ante todo por la
gloria de Dios; sin esperar ningún otro premio sino el hecho de que en todos se
forme Cristo (23).
Y ya apenas es necesario hablar de los medios que nos pueden ayudar en semejante
empresa, puesto que están tomados de la doctrina común. De vuestras
preocupaciones, sea la primera formar a Cristo en aquellos que por razón de su
oficio están destinados a formar a Cristo en los demás. Pienso en los
sacerdotes, Venerables Hermanos. Que todos aquellos que se han iniciado en las
órdenes sagradas sean conscientes de que, en las gentes con quienes conviven,
tienen asignada la provincia que Pablo declaró haber recibido con aquellas
palabras llenas de cariño: Hijitos míos, por quienes sufro de nuevo dolores
de parto hasta ver a Cristo formado en vos otros (24).
Pues, ¿quiénes serán capaces de cumplir su misión si antes no se han
revestido de Cristo? y revestido de tal manera que puedan hacer suyo lo que
también decía el Apóstol: ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí (25).
Para mí la vida es Cristo (26).
Por eso, si bien a todos los fieles se dirige la exhortación que lleguemos a
varones perfectos, a la medida de la plenitud de Cristo (27),
sin embargo se refiere sobre todo a aquel que desempeña el sacerdocio; pues se
le denomina otro Cristo no sólo por la participación de su potestad,
sino porque imita sus hechos, y de este modo lleva impresa en sí mismo la
imagen de Cristo.
En esta situación, ¡qué cuidado debéis poner, Venerables Hermanos, en la
formación del clero para que sean santos! Es necesario que todas las demás
tareas que se os presentan, sean cuales fueren, cedan ante ésta. Por eso, la
parte mejor de vuestro celo debe emplearse en la organización y el régimen de
los seminarios sagrados de modo que florezcan por la integridad de su doctrina y
por la santidad de sus costumbres. Cada uno de vosotros tenga en el Seminario
las delicias de su corazón, sin omitir para su buena marcha nada de lo que
estableció con suma prudencia el Concilio de Trento.
Cuando llegue el momento de tener que iniciar a los candidatos en las órdenes
sagradas, por favor no olvidéis la prescripción de Pablo a Timoteo: A nadie
impongas las manos precipitadamente (28);
considerad con atención que de ordinario los fieles serán tal cual sean
aquellos a quienes destinéis al sacerdocio. Por tanto no tengáis la mira
puesta en vuestra propia utilidad, mirad únicamente a Dios, a la Iglesia y la
felicidad eterna de las almas, no sea que, como advierte el Apóstol, tengáis
parte en los pecados de otros (29).
Cuidar a los sacerdotes jóvenes
Otra cosa: que los
sacerdotes principiantes y los recién salidos del seminario no echen de menos
vuestros cuidados. A éstos -os lo pedimos con toda el alma-, atraedlos con
frecuencia hasta vuestro corazón, que debe alimentarse del fuego celestial,
encendedlos, inflamad los de manera que anhelen sólo a Dios y el bien de las
almas. Nos ciertamente, Venerables Hermanos, proveeremos con la mayor diligencia
para que estos hombres sagrados no sean atrapados por las insidias de esta
ciencia nueva y engañosa que no tiene el buen olor de Cristo y que, con falsos
y astutos argumentos, pretende impulsar los errores del racionalismo y el
semirracionalismo; contra esto ya el Apóstol precavía a Timoteo cuando
le escribía: Guarda el depósito que se te ha confiado, evitando las
novedades profanas y las contradicciones de la falsa ciencia que algunos
profesan extraviándose de la fe (30).
Esto no impide que Nos estimemos dignos de alabanza los sacerdotes jóvenes, que
siguen estudios de ciencias útiles en cualquier campo de la sabiduría, para
hacerse mas instruid os en la guarda de la verdad y rechazar mejor las calumnias
de los odiadores de la fe. Sin embargo, no podemos ocultar, antes al contrario
lo manifestamos abiertamente, que serán siempre Nuestros predilectos quienes,
sin menospreciar las disciplinas sagradas y profanas, se dedican ante todo al
bien de las almas buscando para sí los dones que con vienen a un sacerdote
celoso por la gloria de Dios. Nos tenemos una gran tristeza y un dolor
continuo en el corazón (31),
al comprobar que es aplicable a nuestra época aquella lamentación de Jeremías:
Los pequeños pidieron pan y no había quien se lo repartiera (32).
No faltan en el clero quienes, de acuerdo con sus propias cualidades, se afanan
en cosas de una utilidad quizá no muy definida, mientras, por el contrario, no
son tan numerosos los que, a ejemplo de Cristo, aceptan la voz del Profeta: El
Espíritu me ungió, me envió para evangelizar a los pobres, para sanar a los
contritos de corazón, para predicar a los cautivos la libertad y a los ciegos
la recuperación de la vista (33).
La
falta de doctrina: enseñar con caridad
¿A quién se le oculta,
Venerables Hermanos, ahora que los hombres se rigen sobre todo por la razón y
la libertad, que la enseñanza de la religión es el camino más importante para
replantar el reino de Dios en las almas de los hombres? ¡Cuántos son los que
odian a Cristo, los que aborrecen a la Iglesia y al Evangelio por ignorancia más
que por maldad! De ellos podría decirse con razón: Blasfeman de todo lo que
desconocen (34),
y este hecho se da no sólo entre el pueblo o en la gente sin formación que,
por eso, es arrastrada fácilmente al error, sino también en las clases más
cultas, e incluso en quienes sobresalen en otros campos por su erudición.
Precisamente de aquí procede la falta de fe de muchos. Pues no hay que atribuir
la falta de fe a los progresos de la ciencia, sino más bien a la falta de
ciencia; de manera que donde mayor es la ignorancia, más evidente es la falta
de fe. Por eso Cristo mandó a los Apóstoles: Id y enseñad a todas las
gentes (35).
Y y ahora, para que el trabajo y los desvelos de la enseñanza produzcan los esperados frutos y en todos se forme Cristo, quede bien grabado en la memoria, Venerables Hermanos, que nada es más eficaz que la caridad. Pues el Señor no está en la agitación (36). Es un error esperar atraer las almas a Dios con un celo amargo: es más, increpar con acritud los errores, reprender con vehemencia los vicios, a veces es más dañoso que útil. Ciertamente el Apóstol exhortaba a Timoteo: Arguye, exige, increpa, pero añadía, con toda paciencia (37).
Y y ahora, para que el trabajo y los desvelos de la enseñanza produzcan los esperados frutos y en todos se forme Cristo, quede bien grabado en la memoria, Venerables Hermanos, que nada es más eficaz que la caridad. Pues el Señor no está en la agitación (36). Es un error esperar atraer las almas a Dios con un celo amargo: es más, increpar con acritud los errores, reprender con vehemencia los vicios, a veces es más dañoso que útil. Ciertamente el Apóstol exhortaba a Timoteo: Arguye, exige, increpa, pero añadía, con toda paciencia (37).
También en esto Cristo nos dio ejemplo: Venid, así leemos que El dijo, venid
a mí todos los que trabajáis y estáis cargados y Yo os aliviaré (38).
Entendía por los que trabajaban y estaban cargados no a otros sino a quienes
están dominados por el pecado y por el error. ¡Cuánta mansedumbre en aquel
divino Maestro! ¡Qué suavidad, qué misericordia con los atormentados!
Describió exactamente Su corazón Isaías con estas palabras: Pondré mi espíritu
sobre él; no gritará, no hablará fuerte; no romperá la caña cascada, ni
apagará la mecha que todavía humea (39).
Y es preciso que esta caridad, paciente y benigna (40) se extienda hasta
aquellos que nos son hostiles o nos siguen con animosidad. Somos maldecidos y
bendecimos, así hablaba Pablo de sí mismo, padecemos persecución y la
soportamos; difamados, consolamos (41).
Quizá parecen peores de lo que son. Pues con el trato, con los prejuicios, con
los consejos y ejemplos de los demás, y en fin con el mal consejero amor propio
se han pasado al campo de los impíos: sin embargo, su voluntad no es tan
depravada como incluso ellos pretenden parecer. ¿Cómo no vamos a esperar que
el fuego de la caridad cristiana disipe la oscuridad de las almas y lleve
consigo la luz y la paz de Dios? Quizás tarde algún tiempo el fruto de
nuestro trabajo: pero la caridad nunca desfallece, consciente de que Dios no ha
pro metido el premio a los frutos del trabajo, sino a la voluntad con que éste
se realiza.
El
deber insustituible de los Obispos
Pero, Venerables Hermanos,
no es mi intención que, en todo este esfuerzo tan arduo para restituir en
Cristo a todas las gentes, no contéis vosotros y vuestro clero con ninguna
ayuda. Sabemos que Dios ha dado mandatos a cada uno referentes al prójimo (42).
Así que trabajar por los intereses de Dios y de las almas es propio no sólo de
quienes se han dedicado a las funciones sagradas, sino también de todos los
fieles: y ciertamente cada uno no de acuerdo con su iniciativa y su talante,
sino siempre bajo la guía y las indicaciones de los Obispos; pues presidir,
enseñar, gobernar la Iglesia a nadie ha concedido sino a vosotros, a quienes
el Espíritu Santo puso para regir la Iglesia de Dios (43).
Que los católicos formen
asociaciones, con diversos propósitos pero siempre para bien de la religión.
Nuestros Predecesores desde ya hace tiempo las aprobaron y las sancionaron dándoles
gran impulso. y Nos no dudamos de honrar esa egregia institución con nuestra
alabanza y deseamos ardientemente que se difunda y florezca en las ciudades y
en los medios rurales. Sin embargo, de semejantes asociaciones Nos esperamos
ante todo y sobre todo que cuantos se unen a ellas vivan siempre cristianamente.
De poco sirve discutir con sutilezas acerca de muchas cuestiones y disertar con
elocuencia sobre derechos y deberes, si todo eso se separa de la acción. Pues
acción piden los tiempos; pero una acción que se apoye en la observancia santa
e íntegra de las leyes divinas y los preceptos de la Iglesia, en la profesión
libre y abierta de la religión, en el ejercicio de toda clase de obras de
caridad, sin apetencias de provecho propio o de ventajas terrenas. Muchos
ejemplos luminosos de éstos por parte de los soldados de Cristo, tendrán más
valor para conmover y arrebatar las almas que las exquisitas disquisiciones
verbales: y será fácil que, rechazado el miedo y libres de prejuicios y de
dudas, muchos vuelvan a Cristo y difundan por doquier su doctrina y su amor;
todo esto es camino para una felicidad auténtica y sólida.
Por supuesto, si en las ciudades, si en cualquier aldea se observan fielmente
los mandamientos de Dios si se honran las cosas sagradas, si es frecuente el uso
de los sacramentos, si se vive de acuerdo con las normas de vida cristiana,
Venerables Hermanos, ya no habrá que hacer ningún esfuerzo para que todo
se instaure en Cristo.
Y no se piense que con esto buscamos sólo la consecución de los bienes
celestiales; también ayudará todo ello, y en grado máximo, a los intereses públicos
de las naciones. Pues, una vez logrados esos objetivos, los próceres y los
ricos asistirán a los más débiles con justicia y con caridad, y éstos a su
vez llevarán en calma y pacientemente las angustias. de su desigual fortuna;
los ciudadanos no obedecerán a su ambición sino a las leyes; se aceptará el
respeto y el amor a los príncipes y a cuantos gobiernan el Estado, cuyo
poder no procede sino de Dios (44).
¿Qué más? Entonces, finalmente, todos tendrán la persuasión de que la
Iglesia, por cuanto fue fundada por Cristo, su creador, debe gozar de una
libertad plena e íntegra y no estar sometida a un poder ajeno; y Nos al
reivindicar esta misma libertad, no sólo defendemos los derechos sacrosantos de
la religión, sino que velamos por el bien común y la seguridad de los pueblos.
Es evidente que la piedad es útil para todo (45):
con ella incólume y vigorosa el pueblo habitará en morada llena de paz (46).
Exhortación
final
Que Dios, rico en
misericordia (47) acelere benigno esta instauración de la humanidad en Cristo Jesús; porque ésta
es una tarea no del que quiere ni del que corre sino de Dios que tiene
misericordia (48) y nosotros, Venerables Hermanos, con espíritu humilde (49),
con una oración continua y apremiante, pidámoslo por los méritos de
Jesucristo. Utilicemos ante todo la intercesión poderosísima de la Madre de
Dios: Nos queremos lograrla al fechar esta carta en el día establecido para
conmemorar el Santo Rosario; todo lo que Nuestro Antecesor dispuso con la
dedicación del mes de octubre a la Virgen augusta mediante el rezo público de
Su rosario en todos los templos, Nos igualmente lo disponemos y lo confirmamos;
y animamos también a tomar como intercesores al castísimo Esposo de la Madre
de Dios, patrono de la Iglesia católica, ya San Pedro y San Pablo, príncipes
de los apóstoles.
Para que todos estos propósitos se cumplan cabalmente y todo salga según
vuestros deseos, imploramos la generosa ayuda de la divina gracia, y en
testimonio del muy tierno amor de que os hago objeto a vosotros ya todos los
fieles que la providencia divina ha querido encomendarnos, os impartimos con
todo cariño en el Señor la bendición apostólica a vosotros, Venerables
Hermanos, al clero y a vuestro pueblo.
Dado en Roma junto a San Pedro, el día 4 de octubre de 1903, primer año de
Nuestro Pontificado.
PÍO
PAPA X
(3) Jer. I, 10
(4) Efes. I, 10
(5) Col. III, 11
(6) Salm. II, 1
(7) Job, XXI, 14
(7) 2 Tes. II,3
(8) 2 Tes. II, 4
(9) Sab. XI, 24
(11) Salm. 77, 65
(12) Salm. 67, 22
(13) Salm. 46, 7
(14) Salm. 9, 20.
(15) Salm. 9, 19
(16) Is. XXXII, 17
(17) I Cor. III, 11
(18) Jn. X, 36
(19) Hebr. I, 3
(20) XI Mt., 27
(21) Hom. de capto Eutropio, n. 6
(22) Apc. XII, 10
(23) Gal. IV, 19
(24) Gal. V, 19
(25) Gal. II, 20
(26) Filip I, 21
(27) Efes. IV, 13
(28) I Tim. V, 22
(29) I Tim. V, 22
(30) I Tim. VI, 20 s.
(31) Rom. IX, 2
(32) Tren IV, 4
(33) Lc. IV, 18-19
(34) Jud. 10
(35) Mt. XXVIII, 19
(36) 3 Rey XIX, 11
(37) 2 Tim. IV, 2
(38) Mt. XI, 28
(39) Is. 42, 1 s.
(40) I Cor. XIII, 4
(41) I
Cor. IV, 12 s.
(42) Ecli. XVII, 12
(43) Hech XX, 28
(44) Rom. XIII, 1
(45) I Tim. IV, 8
(46) Is. XXXII, 18
(47) Efes. II, 4
(48) Rom. IX, 16
(49) Dam. III, 39
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