POR EL Pbro. Dr. JOAQUIN SAENZ Y ARRIAGA
LA APOSTASIA DEL JESUITA
JOSE PORFIRIO MIRANDA Y DE LA PARRA
México 1971
(pag. 143- final)
Tenemos, pues,
dos fórmulas, dos versiones del texto, que venimos comentando: la primera
sería: "tú fe te ha salvado" (entendiendo por fe lo que la Biblia
entiende, según José Porfirio, esperanza, confianza de que Dios intervendrá).
La segunda: "tu fe en Mí te ha salvado", es decir, porque has creído
que Yo tengo todo poder, que Yo soy Dios, esa fe te ha salvado. "El
eslabón intermedio, dice Miranda, es la fórmula de San Juan: "Creer que
Jesús es el Mesías". Pero, al creer esto, "no se trata —escribe el
jesuíta— de creer en ningún atributo intemporal, como podría entenderlo la
filosofía o la dogmática, sino de creer en un hecho histórico. Creer que ese
hombre, Jesús de Nazaret, es el Mesías, es creer que con él ha llegado el Reino
Mesiánico; es creer que en nuestra época ha llegado el Reino de Dios, que llena
todas las esperanzas".
Según Miranda y de la Parra, la fe de la
mujer, que posteriormente los escritores sagrados llamaron "fe en
Jesús", significaba el advenimiento de un hecho histórico, el advenimiento
del Reino Mesiánico, esperado por los judíos, anunciado por toda la Biblia, que
llega con un hombre, Jesús de Nazaret, y que, según toda la exégesis anterior
de nuestro extraordinario jesuita, es la implantación de la justicia
interhumana, que es el Reino de Dios.
"También en Pablo, escribe después
José Porfirio, ocurre la fórmula "creer en Cristo Jesús" e igualmente
debe entenderse como abreviación de "creer que...", referible a algo
que sucedió. "Pero, la proposición-objeto, (continúa explicando su
pensamiento), aquel hecho que se "cree que" sucedió no se expresa,
como en Juan, diciendo que Jesús es el Mesías, sino que "Dios lo resucitó
de entre los muertos" (Rom. X, 9) o que "Jesús murió y resucitó"
(I Tes. IV, 14). El fondo de la fe paulina está (siempre refiriéndose a este
hecho único), que la fe "cree que" sucedió. "Tanto en Pablo como
en Juan, "creer en Jesucristo" es abreviación formal de "creer
que algo sucedió"; creer que Jesús es el Mesías prometido y esperado es
creer, en que con el hecho histórico —Jesucristo, ha llegado el Reino
Mesiánico".
Poco importa para nuestro exégeta el
precisar si la fe en Cristo, supone o no la afirmación de su divinidad, punto
clave de la historia y de la teología. José Porfirio se contenta con considerar
a Jesucristo como un hecho histórico que abre en el mundo el Reino Mesiánico,
que es la liberación de los oprimidos, la supresión de los opresores y el
establecimiento en el mundo de la justicia interhumna. Más todavía, José
Porfirio parece negar la divinidad de Jesucristo, cuando dice: "Según eso,
'creer que Dios lo resucitó de entre los muertos' es exactamente sinónimo de
'confesar... que Jesús es el Señor', que Jesús es el Señor precisamente en
virtud de su resurrección. Con palabras de Michel: 'Por medio del
extraordinario y único hecho de la pascua, Dios ha hecho a Jesús Señor y dotado
de autoridad al hijo', (ibidem). El sentido mesiánico del título 'Señor', en
este contexto, es tan nítido e indudable como el del título 'hijo de Dios' (así
con minúscula), en Rom. 1,4: 'constituido (por Dios) hijo de Dios, en poder,
según espíritu de santidad, en virtud de la resurrección de los muertos'.
De estas citas, en las que Miranda y de la
Parra, apoya su pensamiento, se sigue que antes de la resurrección, Jesús no
era el Mesías, no era el Hijo de Dios vivo, sino que, al resucitarle Dios de
entre los muertos, lo hizo el Mesías, el Señor; dotó al hijo de autoridad (o le
dió la autoridad de hijo?). "El título 'hijo de Dios' indica primariamente
una función de Jesús, pues el v. 4 (Rom. I) expresa simplemente que en Pascua
fue cuando Jesús entró en funciones de 'Rey Mesiánico de la Comunidad' El
objeto de la fe (en Rom. X, 9), el hecho que creemos que ha sucedido, es el
mismo que en Juan: que ese hombre, llamado Jesús de Nazaret, es el Mesías
prometido, esto es, en el hecho histórico Jesucristo, ha llegado el Reino
Mesiánico".
Lo que sigue a continuación elimina toda
duda sobre el pensamiento del jesuíta apóstata: "lo que pasa —escribe— es
que para (San) Pablo la más estallante señal, la prueba inequívoca de que el
Reino ha llegado, es el hecho de que haya empezado la resurrección de los
muertos. En el plural va el acento. Si sólo contáramos con el texto de la
Epístola a los Romanos, I, 4, el plural podría atribuirse a la adopción de
fórmula prepaulina, pero existiendo (esa expresión) en otras Epístolas de San
Pablo, demuestran que ese plural va en serio. La resurrección de los muertos
es, en todos estos pasajes, una realidad histórica de dimensión supraindividual,
social, colectiva, como una época completamente nueva de la historia humana,
como un reinado nuevo, que rompe con la historia anterior".
Según esto, cuando hablamos o cuando habla
San Pablo de la "resurrección de Jesús", queremos o quiere San Pablo
decir lo mismo que cuando habla de la resurrección de los muertos, que, como ya
advirtió Miranda y de la Parra, "nada tiene que ver con una resurrección,
después de la muerte". En buena lógica así deberíamos interpretar las
palabras de San Pablo, en el capítulo I, versículo 4 de la Epístola a los
Romanos, sin despistarnos por el 'tercer día', pues, en el versículo 2
del mismo capítulo de la misma Epístola, expresamente se nos advierte que ese
mensaje de Dios "lo había de antemano prometido por sus profetas, en las
Escrituras Santas; el cual mensaje habla, como Pablo añade, con toda precisión,
acerca de su hijo, (así con minúscula); o sea, que del himno, aducido a
continuación, lo que Pablo ve renunciado en las Escrituras, es justamente (lo
siguiente"): constiuído hijo de Dios, en poder, según espíritu de
santidad, en virtud de la resurrección de los muertos". (Rom. I, 4).
Esta rara exégesis nos da el
recóndito sentido de estos textos paulinos. "Los pasajes escriturísticos
—añade Miranda— que suelen alegarse, para documentar la predicción
veterotestamentaria, aseverada por Pablo, sencillamente no la documentan; y, si
no lo logran empalmar es porque la búsqueda se hace pensando en una
resurrección individual... pero esa resurrección es de dimensión supraindividual,
colectiva; (es) constitutivo crucial del Reino prometido, elemento
imprescindible de la justicia de Dios, preanunciada y esperada por
siglos".
¿Qué significa entonces, para
Miranda y de la Parra, la resurrección de Cristo? "Nada tiene que ver —nos
responde— con una resurrección, después de la muerte". No nos debe
despistar, para entender correctamente la expresión, el que se hable de que
esta resurrección sucedió al tercer día (de enterrado el Señor). "Lo que
Pablo vio —escribe más abajo José Porfirio— de la resurrección de Cristo fue la
resurrección de los muertos, que llega como una realidad de dimensión social,
como un reinado nuevo, que rompe toda la historia pasada". "Esta
resurrección es un hecho social, de dimensión supraindividual, colectiva".
"Cristo es solamente 'el principio, el primogénito de entre los muertos'.
(Col. I, 8) 'Cristo fue suscitado de entre los muertos como primicia de los que
durmieron (I Cor. XV, 20), 'para que fuese primogénito entre muchos hermanos
(Rom. VIII, 29)... Como dice espléndidamente Lucas, interpretando con
autenticidad, las palabras de Pablo a Agripa: Cristo es 'el primero de la
resurrección de los muertos'. (Act. XXVI, 23).
Después de lo que hemos visto y
comentado, podríamos pensar, así nos da José Porfirio pie para hacerlo, que
nuestro exégeta, en un nuevo alarde de atrevimiento inaudito, nos niega también
ahora o, por lo menos, pone en duda la divinidad de Cristo, como antes
comentábamos; pero no; con lógica o sin lógica, él nos dice ahora: "Para
Pablo, la preexistencia de Cristo parece segura". Pero, pregunta él con
razón, "¿por qué la resurrección de los muertos hace que Jesús sea el
Mesías? Porque sólo la llegada del Reino Mesiánico hace que tenga sentido la
mesianidad de Jesús; sólo el hecho histórico de que ha llegado el Reino hace
que tenga sentido hablar de que Jesús es el Mesías. No se trata de creer en un
atributo, sino de creer que ha llegado el Reino'.
Las palabras de nuestro exégeta
son en verdad contradictorias. Sin darnos explicación alguna de esa preexistencia
de Cristo, que para San Pablo era segura, nos dice la resurrección de los
muertos, la llegada del Reino hace que Jesús sea el Mesías. "No se trata
de creer en un atributo". No; claro es que no. Se trata de confesar que
Cristo es el Hijo de Dios Vivo, que es la Segunda Persona de la Augusta
Trinidad, que se hizo Hombre. Esto no es atributo; es la UNION HIPOSTATICA, ES
LA ENCARNACION o, mejor dicho, es el VERBO ENCARNADO, que es el Mesías
prometido y con quien y por quien nos vino el Reino Mesiánico. El sentido de la
mesianidad de Jesús nos lo da su FILIACION DIVINA, el gran sacramento escondido
en el seno de Dios de recapitular todas las cosas en Cristo.
Después de esta intrincada selva
de exégesis mirandesca, en la que, no sé si al fin puede salvarse la misma
divinidad de Cristo, algunas ideas nos han quedado para expresar su
pensamiento: "La fe del Nuevo Testamento es creer en el Dios que irrumpe
en nuestra historia, en el hecho llamado Jesucristo". "Creer que
Jesús es el Mesías es el eslabón intermedio". "Y Jesús es el Mesías,
porque ha llegado el Reino de Dios". La síntesis la hallamos en el
Evangelio a San Marcos: "Postcuam autem traditus est Joannes, venit Iesus
in Galilaeam, praedicans evangelium regni Dei, et dicens: Quoniam impletum est
tempus et appropinquavit regnum Dei, et dicens paenitemini, et credite
evangelio", Después de ser Juan (el precursor) apresado, fue Jesús a
Galilea, predicando el Evangelio del Reino de Dios, y diciendo: Porque ya se ha
cumplido el tiempo y ha llegado el Reino de Dios; haced penitencia y creed el
Evangelio. Las palabras de San Marcos, nos están diciendo que el Reino de Dios
había llegado, por el advenimiento de Jesús, que, por ser el Verbo Encarnado,
era el Mesías. Se cumplieron los tiempos para la ejecución de los planes
divinos, para la Encarnación del Hijo de Dios; ya había venido, ya estaba entre
los hombres, para predicar el Evangelio, en cuyo cumplimiento está el Reino de
Dios.
José Porfirio no acepta que la
"Buena Nueva" es la venida de Jesús, sino que insiste en sostener su
posición ambigua: la "Buena Noticia" es el hecho histórico del
advenimiento del Reino; Jesús es tan sólo un vocero de esta "Buena
Noticia". "El cristocentrismo... me parece enteramente fuera de
cuestión; si algo está subrayado por Marcos es que se trata de la Buena Noticia
de Dios y del Reino de Dios; Cristo es el evangelizante, como lo pensó el
Deuteroisaías". Pregunto yo a Miranda: ¿sin Cristo, sin su venida hubiera
venido al mundo esa "Buena Noticia", ese "Reino"? Cristo no
es un mero evangelizador de la "Buena Noticia", del advenimiento del
"Reino de Dios". Cristo es en su unión hipostática la "Buena
Noticia"; el "Reino de Dios" será consecuencia de la obra de
Cristo. Tampoco la fe, con que "La Buena Noticia" es recibida es la
"importancia decisiva", en sí, sino, a lo más, para nosotros.
"Lo cual (la respuesta de fe) —escribe nuestro exégeta— es ciento por
ciento paulina... pues aquí es donde se juega toda la fuerza del Evangelio,
para salvar a todo creyente, mediante la realización de la justicia". No
tengo por qué volver a aclarar ideas, que José Porfirio tiene muy confusas,
sobre la "fe", la "justicia", la "justificación",
las cuales ya explicamos. Sólo le diré a nuestro preclaro escriturista que la
"fuerza del Evangelio" no es la fe, sino Dei virtus, la virtud de
Dios; y que la "realización de la justicia", significa aquí la
justificación de los hombres regenerados; la fe (hablo del acto, no de la
virtud infusa) es, a lo más, una condición, para los adultos.
José Porfirio parece aceptar esta
doctrina, cuando, más abajo, escribe: "Por eso es por lo que ni Marcos, ni
Jesús mismo, ni los Evangelios estiman explicarnos qué se entiende por el Reino
de Dios, pese a que toda la predicación de Jesucristo se resuma en proclamar
que "llega" (notemos el tiempo presente del verbo) el Reino de
Dios". Aquí Miranda parece admitir que el Reino de Dios es la venida y la
predicación de Jesucristo. Pero, es falso que ni Marcos, ni Jesús, ni los
Evangelios nos hayan explicado en qué consiste el Reino de Dios o el Reino de
los cielos. Todo el Evangelio, toda la predicación de Cristo, toda la Escritura
es una explicación de lo que es el Reino de Dios, que, cuando hablaba Cristo,
no "llega", sino ya había llegado. Es cierto que ya en el Antiguo
Testamento encontramos una descripción, aunque imprecisa, profética de lo que
iba a ser el Reino de Dios; pero, en el Evangelio desaparece la penumbra, ya
brilla luminoso el Sol de Justicia.
"Después de proclamar
—continúa el jesuíta— la llegada del Reino... Marcos nos habla de la
"fe" por segunda vez. (Mc. XI, 5). Es un pasaje de enorme importancia
para captar lo que significa "fe", si tenemos en cuenta que, antes de
narrarnos esa escena, sólo se ha usado el verbo "creer" (Mc. I,
14-15) donde la fe consiste en creer el anuncio de que ha llegado el Reino. Es
el caso del paralítico, que llevaron a Jesús. Dice San Marcos: "Y viendo
Jesús la fe de ellos" (Mc. XI, 5). ¿En qué puede consistir —pregunta
Miranda— esa fe... sino en que esos hombres efectivamente creen que ha llegado
el Reino, que socorrerá a todos los que sufren y ayudará a todos los
menesterosos de la tierra? Es el Reino tal como lo ha descrito el Antiguo
Testamento.
Verdaderamente es increíble cómo
Miranda y de la Parra juega —no podemos darle otro nombre— con la Sagrada
Escritura, para hacerla decir lo que ni remotamente ella insinúa. Jesús vio la
fe de aquellos hombres: del paralítico y de los que le llevaban; es decir, vió
que aquellos hombres creían en el poder sobrehumano de Cristo, en su poder
divino, y que por eso acudían a El en busca de socorro. Tal vez la idea del
Reino, ni siquiera pasaba por su mente. La descripción, metafórica, simbólica,
del Antiguo Testamento no puede tomarse literalmente, so pena de incurrir en
los mismos errores en que incurrieron los judíos, pensando que las promesas do
Dios se referían a los bienes materiales.
"¡Cuánto tiene que ver,
añade José Porfirio, esta fe con la esperanza; pero esperanza colectiva de
siglos, esperanza de todas las generaciones humanas, que han sufrido enfermedades,
injusticias y muerte!". Aquí de nuevo, con un poco de verdad, nos quiere
hacer aceptar el jesuíta una mentira. Sí; era la esperanza de siglos, la
esperanza de la humanidad prevaricadora, desde el primer pecado de nuestros
primeros padres, la que aguardaba esa hora de nuestra regeneración por
Jesucristo; pero no la esperanza de que el Reino de Dios iba a quitar, en este
mundo, todas las enfermedades, todas las injusticias y la misma muerte. La
muerte sería vencida, con la muerte de Cristo, pero no eliminada de este mundo.
Era la esperanza de que nuestra reconciliación iba a hacerse y que la humanidad
recobraría lo que por el pecado había perdido.
"Pablo —leemos después— no
sólo pretende conservar el significado de la fe veterotestamentaria; es consciente
de que su mensaje central sobre la justicia por la fe se vendría a pique, si la
argumentación (que usa en las Epístolas a los Romanos y a los Gálatas) empleara
el verbo "creer", en un sentido diferente al de la fe del Antiguo
Testamento". "La fe original de Israel es creer en el Dios que
interviene para hacer justicia en nuestra historia humana".
José Porfirio Miranda y de la
Parra vuelve de nuevo sobre el tema de la "fe" y la
"justicia", interpretadas a su gusto, para dejarnos ver más
claramente su tesis marxista: "La justicia brota de la fe". Si se
prescinde del v. 17 de Isaías, en el capítulo VIII, Pablo no tiene base, para
conextar la "fe" con la "justicia"... Según Isaías la
"fe" no defrauda, porque la nueva cimentación de la ciudad de los
hombres será la "justicia de Dios, 'justicia y derecho', que Yavé mismo
implanta", justicia rigurosamente social. "Para Pablo, ahí está todo:
la fe no defrauda, porque la nueva civilización humana tendrá como cimiento la
justicia de Dios, no la justicia de los hombres, que es la justicia de la Ley.
La justicia de la fe es la justicia de Dios". ¡Ya tenemos, por fin, al
descubierto, después de tanta exégesis, la tesis cumbre del jesuíta: LA
JUSTICIA DE DIOS, QUE ES JUSTICIA ESTRICTAMENTE SOCIAL, JUSTICIA INTERHUMANA,
HA DE SER LA NUEVA FUNDAMENTACION DE LA CIUDAD DE LOS HOMBRES. ESTA JUSTICIA NO
VIENE DE LA LEY (HUMANA) SINO DE LA FE. "El Yavista no es un archivista o
coleccionador, sino un verdadero autor de una obra estructurada con auténtica
unidad literaria". "Para el Yavista, Abraham es la encarnación misma
de toda esperanza humana". Abraham aparece en el Yavista (Gen. XII),
después de Caín, (que es el protagonista), y su fraticidio; esta maldad y este
crimen nos han dado la descripción de la historia humana. 'Yavé vio que la
maldad del hombre cundía en la tierra y que todos los pensamientos que ideaba
su corazón no eran más que mal de continuo; y le pesó a Yavé de haber hecho al
hombre en la tierra y se indignó en su corazón'.
"Es descaminado —dice con
Rad— el mirar el cierre de la prehistoria en el capítulo XI del Génesis, pues
entonces adquiere la prehistoria una significación excesivamente autónoma y
aislada. El cierre y clave, más bien, es el capítulo doce, vers. 1-3, ya que es
desde ahí desde donde empieza a volverse inteligible ese prólogo universal de
la historia de la salvación, en su significación teológica". Tiene razón
von Rad: la historia de la salvación, en su ejecución, empieza con la salida de
Abraham, siguiendo el plan y la orden divina, hacia Canaán: "Sal de tu
tierra y de tu parentela y de la casa de tu padre y ve a la tierra que Yo te
mostraré". Los castigos, que Dios había enviado contra la tierra pecadora,
habían terminado, como nota José Porfirio, con otros tantos serenamientos de su
ira; el diluvio, en cambio, se descarga sin miramientos, sobre todos los
hombres, excepción hecha de Noé y su familia. ¿Desecha Dios para siempre la
humanidad? Entonces aparece Abraham, el hombre "en el que serán bendecidas
todas las naciones de la tierra".
"En la estructura
existencial —escribe en la página siguiente nuestro exégeta, preparando su
entrada a su exposición definitiva— de la fe bíblica hay un elemento
absolutamente fundamental, que es común a la fe del Antiguo y del Nuevo
Testamento; y, sin el cual no es posible ni creer que Dios interviene en
nuestra historia, ni creer que esa intervención acaece en Jesucristo. Ese
elemento o momento existencial es una fe que consiste en creer que nuestro
mundo tiene remedio". Desde luego, los que han proyectado (torcido el
sentido del Antiguo y del Nuevo Testamento) la salvación y la gloria solamente
para otro mundo, para un más allá, no creen que nuestro mundo tenga remedio.
Pero, esta postura es inaceptable para nuestro exégeta, que jura y perjura, que
la maldad de los hombres —que no es más que injusticia— tiene remedio; que este
remedio ha de venir por la fe, la cual, tarde o temprano, ha de imponer en el
mundo la justicia interhumana, que eliminará toda maldad, incluso la corrupción
de la carne. "En efecto, dice Miranda, no por la ley, sino por la justicia
de la fe se le prometió a Abraham y a su descendencia que heredaría el mundo.
Cuando Mateo dice: 'bienaventurados los bondadosos, porque ellos poseerán la
tierra' (Mt. V, 5), es puro 'escapismo' el interpretarlo diciendo que se refiere
'a la tierra de sus corazones'; los dos bandos, en el que el supradicho
elemento de la fe absolutamente es básico, según el jesuita, dividen al mundo y
aquí se manifiestan irreconciliables.
No lo dice, pero lo
sobre-entiende José Porfirio: este es el punto que hace irreconciliables al
marxismo actual y al anticomunismo del preconcibo. Este es el obstáculo
invencible para que los hombres acepten sumisamente la doctrina salvífica de
Carlos Marx. Esta es la íntima razón, por la cual Pío XI y los preconciliares
pensaban que "es conforme al orden por Dios establecido que en la sociedad
humana haya gobernantes y gobernados, patronos y proletarios, ricos y pobres,
sabios e ignorantes, nobles y plebeyos", como había dicho Pío X. Ellos,
contra la fe de Israel, creen que nuestro mundo no tiene remedio; que la
justicia interhumana nunca será perfecta en esta vida. En cambio, Carlos Marx,
y con él Juan XXIII, Paulo VI, el Vaticano II y el "progresismo
triunfalista" piensan que esta injusticia interhumana sí tiene remedio en
este mundo, no en el otro; y el remedio nos vendrá por la justicia social.
"Marx —escribe el jesuita— queda del mismo lado que los autores bíblicos
si cree que el mundo tiene remedio".
"Cuando Mateo dice que
Cristo retornará a la tierra, para 'quitar de su Reino todos los escándalos y a
todos los hacedores de injusticias, —añade el jesuita— no podía, con mayor
claridad, significarnos que el Reino está en la tierra, que es el campo del
mundo". Debería haber leído Miranda y de la Parra el pasaje de San Mateo,
al que se refiere, en el capítulo XIII, versículo 41; y en el que quiere fundar
su sofístico argumento. Para refutar su escatológico comunismo, le bastaría
leer el contexto, oír la parábola de Cristo. Es la parábola de la cizaña y es
el mismo Jesucristo, quien nos da su interpretación: "Messis vero,
consummatio saeculi est". La cosecha es la consumación de los siglos, el
fin de los tiempos.
"Mi Reino —dijo Jesús— no es
de este mundo". La exégesis católica ha interpretado siempre, lo mismo que
Pilato, que el Reino de Cristo no está fundado en las cosas de la tierra; ni
busca tampoco las cosas de la tierra. "Si mi Reino fuese de este mundo,
mis ministros lucharían por Mí; pero mi Reino no es de este mundo".
Todavía buscaba nuestro escriturista
en San Pablo, interpretado según sus prejuicios y conveniencias, nuevos
argumentos, cuando han fallado el de San Mateo y el de San Juan. Se pregunta:
¿dónde hay más fe y esperanza, en creer en el Dios que resucita a los muertos o
en creer en el Dios que llenó de bienes a los hambrientos y a los ricos los
despidió sin nada? No responde, sino que, como suele hacerlo, vuelve a citar a
Pablo: "no por la ley, sino por la justicia de la fe, se le prometió a
Abraham y a su descendencia que heredaría el mundo". (Rom. IV, 13).
Aquí de nuevo, me sospecho,
Miranda y de la Parra nos deja entender las aspiraciones mesiánicas del
"gobierno mundial", que devoran a sus correligionarios y que, por
medio del comunismo intentan implantar, rompiendo antes las legítimas defensas
de la humanidad. En ese gobierno mundial, Abraham y su descendencia, piensa
José Porfirio, impondrán entonces la justicia y el derecho sobre todos los
pueblos, que son para el pueblo escogido "la tierra prometida".
CONCLUSION.
No quiero continuar perdiendo el
tiempo en hacer la exégesis de la exégesis de José Porfirio Miranda y de la
Parra. Creo que de sobra he demostrado lo absurdo, lo inconsistente, lo
arbitrario de su pensamiento, descaradamente comunista. El pretender defender
que el pensamiento de Marx no es incompatible con el pensamiento católico es ya
en sí, por lo menos, temerario, si es que no abiertamente herético; pero el
decir que el pensamiento de Marx se identifica con el mensaje de la Biblia es,
a todas luces, groseramente erróneo, injurioso para la palabra de Dios,
blasfemo e intolerable para los oídos católicos. Es, por esta razón también,
una verdadera APOSTASIA, a pesar del "Nihil obstat", del
"Imprimí potest" y del regio "Imprimatur", que avalan el
libro y lo recomiendan a los crédulos católicos.
Yo no puedo aceptar la benévola
excusa, que el Lic. Salvador Abascal dio en su reciente libro, para explicarnos
esas formalidades canónicas, que, no por ser formalidades, dejan de tener un
valor también teológico. No creo que hayan sorprendido a Su Eminencia
Reverendísima Miguel Darío Miranda y Gómez, para sacarle sorpresivamente el
"Imprimatur". El Excelentísimo Sr. Arzobispo Primado de México no es
de los que se dejan fácilmente sorprender. En el caso presente, hubo censura
previa, hubo el "Imprimí potest" del R.P. Prepósito Provincial de los
Jesuitas, en la Provincia de México, y hubo, sobre todo, una nota marginal, no
acostumbrada en estas formalidades canónicas, que, al asegurarnos que el libro
está escrito dentro del dogma católico, nos está diciendo que el libro sí fue
leído por Su Eminencia. A no ser que el Canciller se haya sentido portavoz
autorizado del Prelado Metropolitano, interpretando tan sólo su mente.
El libro de este equivocado y
"apóstata" jesuita tiene una decisiva importancia, no para bien, sino
para mal, en México y en los demás países de América Latina, en donde hay
tantos clérigos que se sienten émulos de Camilo Torres Restrepo y que,
sabiéndolo o sin saber, militan sumisos a las órdenes de la mafia
judeo-masónica, que pretende esclavizarnos. No es el verdadero progreso lo que
éstos buscan, sino la subversión y la ruina de nuestros países. Pretenden, para
engañar a los sencillos, convencernos de que el marxismo es la última edición
de los "textos sagrados". Ahora no se puede ser católico sincero sin
aceptar el comunismo.
A los que mayor daño hará, sin
duda alguna, este libro perverso es a los jóvenes —carne de cañón apetecida,
para los disturbios, que hoy se estilan— que, no teniendo la preparación necesaria,
para refutar al jesuita, piensan que la Iglesia, que ayer condenaba el
comunismo, al fin, reconociendo sus errores, se ha hecho comunista. Marx y
Cristo son para ellos la misma cosa.
Si ésta es la consigna, que viene
de Roma; si éste es el mensaje que trajo a Río de Janeiro el M.R.P. Pedro
Arrupe; si la Carta Pastoral de Nuestros Venerables Prelados, sobre el problema
social, implica esto —ya lo dije antes— decididamente me quedo con las
enseñanzas de los Papas anteriores al Concilio. Yo sigo pensando y diciendo que
el "comunismo es intrínsecamente perverso", como lo dijo Pío XI; yo
sigo pensando que los que militan en el comunismo o ayudan al comunismo, están
fuera de la Iglesia, como lo dijo Pío XII; yo, una vez más, sostengo que o estamos
con Cristo o estamos en contra de Cristo.
Padre Miranda y de la Parra,
comprendo que mi crítica ha sido muy dura. Se trata de mi fe católica; de mis
compromisos sacerdotales y de mi amor a mi Patria. En asuntos, como éstos, no
podemos andar con componendas, sin traicionar la conciencia. Sinceramente deseo
y pido a Dios que te ilumine, para que, reconociendo tus errores, vuelvas al
camino de la verdad, hasta la adoración humilde, profunda, agradecida, llena de
arrepentimiento y de súplica ardiente, ante ese Dios Creador de todo cuanto
existe, a quien negaste antes.
Roma, junio de 1971.
Pbro. Dr. Joaquín Sáenz y
Arriaga.
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