Persuádete de que la religión no es solamente una convicción del espíritu; es también un conjunto de deberes positivos que es preciso cumplir, so pena de no ser más que medio cristiano.
No basta creer; es preciso también practicar, y hay ciertas obras que no se pueden omitir sin arriesgar la salvación eterna.
Conserva, pues, con cuidado la santa costumbre de hacer tu oración por la mañana y por la tarde, de asistir a la misa los domingos, de confesarte a menudo, de comulgar con frecuencia también. No puedes sin esto, en el seno de un mundo corrompido y corruptor, ni conservar tus buenas costumbres, ni salvaguardar tu fe.
En tanto tú reces, en tanto asistas fielmente a la misa, en tanto te confieses y comulgues, no temas nada, no podrás perderte.
Tu alma, herida por los asaltos del enemigo, encontrará su curación: si ella muriera, resucitaría. Encontrarías a Cristo en tu camino, y Cristo tocaría tu ataúd del pecado y te diría como en otro tiempo al hijo de la viuda: "¡Joven, levántate!"
No te dejes, pues, desviar de estas prácticas saludables, por nada, ni por nadie: reza, frecuenta los sacramentos, relacionate con el sacerdote y no olvides el camino que conduce a la iglesia.
Desprecia las chanzas y amenazas de los jóvenes tránsfugas, ¡ay! tus compañeros de ayer tal vez que quisieran arrastrarte con ellos al camino de las negligencias funestas y del culpable abandono.
Si cedes al capricho o al respeto humano, sábelo, el olvido de tus prácticas religiosas sería para ti el preludio infalible de todas las traiciones. Y quién sabe si Dios, abandonado, también te abandonara.
Sucede que la omisión de estos deberes sagrados ante la incredulidad o el odio, no sólo es una debilidad, es principalmente una apostasía. ¡El cristiano que esconde su fe es un perjuro!
No basta creer; es preciso también practicar, y hay ciertas obras que no se pueden omitir sin arriesgar la salvación eterna.
Conserva, pues, con cuidado la santa costumbre de hacer tu oración por la mañana y por la tarde, de asistir a la misa los domingos, de confesarte a menudo, de comulgar con frecuencia también. No puedes sin esto, en el seno de un mundo corrompido y corruptor, ni conservar tus buenas costumbres, ni salvaguardar tu fe.
En tanto tú reces, en tanto asistas fielmente a la misa, en tanto te confieses y comulgues, no temas nada, no podrás perderte.
Tu alma, herida por los asaltos del enemigo, encontrará su curación: si ella muriera, resucitaría. Encontrarías a Cristo en tu camino, y Cristo tocaría tu ataúd del pecado y te diría como en otro tiempo al hijo de la viuda: "¡Joven, levántate!"
No te dejes, pues, desviar de estas prácticas saludables, por nada, ni por nadie: reza, frecuenta los sacramentos, relacionate con el sacerdote y no olvides el camino que conduce a la iglesia.
Desprecia las chanzas y amenazas de los jóvenes tránsfugas, ¡ay! tus compañeros de ayer tal vez que quisieran arrastrarte con ellos al camino de las negligencias funestas y del culpable abandono.
Si cedes al capricho o al respeto humano, sábelo, el olvido de tus prácticas religiosas sería para ti el preludio infalible de todas las traiciones. Y quién sabe si Dios, abandonado, también te abandonara.
Sucede que la omisión de estos deberes sagrados ante la incredulidad o el odio, no sólo es una debilidad, es principalmente una apostasía. ¡El cristiano que esconde su fe es un perjuro!
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