CIEN PROBLEMAS SOBRE CUESTIONES DE FE
(9)
LA IGLESIA, DESAUTORIZADA POR UN FAMOSO ERROR: EL CASO GALILEO
Me permito llamar la atención sobre que la respuesta número 2 no ha tenido que ver con el tema. Debía haberse ceñido al hecho de si la Iglesia ha recibido de la ciencia, sobre la cuestión geocéntrica un mentís. Sí: el solemne mentís ha existido. Y tanto más ruidoso cuanto que en contra existe la condenación de Galileo, con la que la Iglesia se hizo la garantizadora de los errores científicos de los hombres de aquel tiempo.
Pero en el fondo ¿qué puede importar? El error de los hombres no es error de Dios, y la Iglesia puede estar sujeta alguna vez a error. (I. C.—Milán.)
Pero en el fondo ¿qué puede importar? El error de los hombres no es error de Dios, y la Iglesia puede estar sujeta alguna vez a error. (I. C.—Milán.)
Al perseguido florentino alarga una mano poderosa I. C. de Milán. Y sois ciertamente más dos. Y tenéis razón. ¿Cómo aludir a Galileo y pasar de largo? Pero, si os acordáis, había prometido volver sobre él. Ahora me obligáis a adelantarme.
Sin embargo, debo defender la congruencia de aquella respuesta mía a la consulta núm. 2. Se hablaba del fracaso del "geocentrismo y del antropocentrismo» de la Iglesia. Y dije demostré en qué nuevos y más importantes aspectos científicos y morales, en cambio, está hoy confirmado.
Sin embargo, debo defender la congruencia de aquella respuesta mía a la consulta núm. 2. Se hablaba del fracaso del "geocentrismo y del antropocentrismo» de la Iglesia. Y dije demostré en qué nuevos y más importantes aspectos científicos y morales, en cambio, está hoy confirmado.
En cuanto a la condena de Galileo, se me tiende benévolamente la mano, reconociendo que fue error de hombres y no de Dios. Si; pero es preciso poner bien en claro el por qué. Y es que no fue una opinión incluida en el magisterio de fe ordinario y universal de la Iglesia, ni una declaración conciliar, ni una declaración pontificia solemne o, como suele decirse ex cathedra, sino una condena pronunciada por un tribunal eclesiástico particular, no infalible. De otro modo hubiera sido sentencia infalible con la misma infalibilidad de Dios, sobre cuya asistencia indefectible se funda la Infalibilidad de la Iglesia; la cual por eso, en ese terreno, no puede «estar sujeta alguna vez a error», porque error... no puede tenerlo nunca.
Cuando se habla de infalibilidad de la Iglesia se entiende precisamente esa infalibilidad en sentido estricto; y desde este punto de vista, por tanto, la condena de Galileo se sale de la cuestión.
Todo eso está claro, como también está históricamente claro, contra las leyendas anticlericales de un tiempo, que Galileo al principio fue sólo amonestado y luego, solamente después de muchos años de tolerancia, condenado; jamás fue torturado; jamás encerrado en verdadera prisión, y siempre fue tratado, en lo compatible con la grave sentencia, con gran amabilidad y relativa libertad. Ciertamente, desde el punto que la rueda judicial había girado erradamente, no pudieron faltar algunas consecuencias dolorosas. Pero ¡cuánto brilla aun en esto la paternidad de la justicia eclesiástica! ¡Qué diferencia de otras condenas contra grandes sabios de la acera de enfrente!
Basta pensar en el astrónomo Silvano Bailly, guillotinado en 1793 por el pueblo enfurecido, en nombre de la libertad; y en el fundador de la Química moderna, el gran Antonio Lavoisier, decapitado también en 1794 por el Tribunal revolucionario, que a las peticiones de gracia respondió: «¡La República no tiene necesidad de sabios!»
Basta pensar, precisamente en tiempo de Galileo y por la misma doctrina copernicana, en el gran Juan Kepler, protestante, el cual fue invitado por la Corte romana a la Universidad de Bolonia, siempre fue inflexiblemente perseguido por las autoridades protestantes, por lo cual tuvo que abandonar la carrera eclesiástica y repetidamente alejarse de Austria, donde se había refugiado y donde en vano lo defendieron precisamente los jesuítas, hasta que murió en Ratisbona en la más estrecha miseria.
Cuando se habla de infalibilidad de la Iglesia se entiende precisamente esa infalibilidad en sentido estricto; y desde este punto de vista, por tanto, la condena de Galileo se sale de la cuestión.
Todo eso está claro, como también está históricamente claro, contra las leyendas anticlericales de un tiempo, que Galileo al principio fue sólo amonestado y luego, solamente después de muchos años de tolerancia, condenado; jamás fue torturado; jamás encerrado en verdadera prisión, y siempre fue tratado, en lo compatible con la grave sentencia, con gran amabilidad y relativa libertad. Ciertamente, desde el punto que la rueda judicial había girado erradamente, no pudieron faltar algunas consecuencias dolorosas. Pero ¡cuánto brilla aun en esto la paternidad de la justicia eclesiástica! ¡Qué diferencia de otras condenas contra grandes sabios de la acera de enfrente!
Basta pensar en el astrónomo Silvano Bailly, guillotinado en 1793 por el pueblo enfurecido, en nombre de la libertad; y en el fundador de la Química moderna, el gran Antonio Lavoisier, decapitado también en 1794 por el Tribunal revolucionario, que a las peticiones de gracia respondió: «¡La República no tiene necesidad de sabios!»
Basta pensar, precisamente en tiempo de Galileo y por la misma doctrina copernicana, en el gran Juan Kepler, protestante, el cual fue invitado por la Corte romana a la Universidad de Bolonia, siempre fue inflexiblemente perseguido por las autoridades protestantes, por lo cual tuvo que abandonar la carrera eclesiástica y repetidamente alejarse de Austria, donde se había refugiado y donde en vano lo defendieron precisamente los jesuítas, hasta que murió en Ratisbona en la más estrecha miseria.
¿Y hoy en los países de dictadura, o sea —para ser más exactos— de despiadada tiranía?
He querido decir esto incidentalmente para traer el cuadro completo de la situación, con demasiada frecuencia olvidada.
Pero el problema esencial que interesa es otro.
Doctrinalmente la Iglesia no está investida sólo de la autoridad infalible de magisterio. Las definiciones ex cathedra son raras. Su magisterio de verdad lo ejerce, en cambio, de ordinario con decretos y normas no infalibles, en materias religiosas o relacionadas con la religión, precisamente como en el caso de Galileo, y los fieles están obligados aun en esto a obedecerlas. reconociéndola, aunque no infalible, sumamente autorizada.
En este terreno práctico es en el que es preciso plantear la consulta de la obediencia a la Iglesia después de la condena de Galileo. Esto es: ¿no puede parecer que la Iglesia, en aquella ocasión, cayó en semejante ruidoso error, hizo una tristísima figura, por haber perdido el derecho de imponer, fuera del campo estrictamente infalible, sus enseñanzas a los fieles?
Cuando Kepler se convenció de que Galileo tenía razón, le escribió: «Vincisti, Galilaee», palabras que materialmente repiten las que pronunció Juliano el Apóstata moribundo, al lanzar rabiosamente al cielo y al divino Galileo la sangre que le salia de las heridas. ¿Se puede decir algo semejante de Galileo, como vindicador de la libertad científica contra el oscurantismo eclesiástico? Esa es la cuestión.
Pues bien: todo lo contrario. No por el puro hecho de un error se puede descalificar a un gran maestro, como ni por una derrota se puede descalificar a un gran general o a un deportista, etc. Es preciso tener en cuenta las circunstancias, y con extrema imparcialidad. Y en nuestro caso se disipará el escándalo.
Realmente: 1.° Un solo error en veinte siglos representa una vibrante confirmación de la elevadisima autoridad de la Iglesia aun en la enseñanza falible. ¿Qué otra sociedad humana puede contar en su pasivo con una sola equivocación?
2° El principio exegético adoptado por el Santo Oficio, que representaba el lado más importante de la sentencia, era exactisimo: «La ciencia no puede contradecir lo que expresamente está dicho en la Sagrada Escritura.» La verdad no puede, en realidad, contradecir a la verdad. El desdichado error nació solo del hecho de que se creyó contenido en la Sagrada Escritura, lo que, por lo contrario, no estaba en ella. Pero esto ademas ocurrió basándose en otra exacta regla exegética: la de tomar siempre sus palabras en su sentido «propio» mientras no haya razones fundadas para entenderlas en sentido metafórico, o, según las puras apariencias sensibles, como cuando se dice que el sol se mueve; estas razones, por demás, no se estaba prudentemente entonces en condiciones de verlas.
He querido decir esto incidentalmente para traer el cuadro completo de la situación, con demasiada frecuencia olvidada.
Pero el problema esencial que interesa es otro.
Doctrinalmente la Iglesia no está investida sólo de la autoridad infalible de magisterio. Las definiciones ex cathedra son raras. Su magisterio de verdad lo ejerce, en cambio, de ordinario con decretos y normas no infalibles, en materias religiosas o relacionadas con la religión, precisamente como en el caso de Galileo, y los fieles están obligados aun en esto a obedecerlas. reconociéndola, aunque no infalible, sumamente autorizada.
En este terreno práctico es en el que es preciso plantear la consulta de la obediencia a la Iglesia después de la condena de Galileo. Esto es: ¿no puede parecer que la Iglesia, en aquella ocasión, cayó en semejante ruidoso error, hizo una tristísima figura, por haber perdido el derecho de imponer, fuera del campo estrictamente infalible, sus enseñanzas a los fieles?
Cuando Kepler se convenció de que Galileo tenía razón, le escribió: «Vincisti, Galilaee», palabras que materialmente repiten las que pronunció Juliano el Apóstata moribundo, al lanzar rabiosamente al cielo y al divino Galileo la sangre que le salia de las heridas. ¿Se puede decir algo semejante de Galileo, como vindicador de la libertad científica contra el oscurantismo eclesiástico? Esa es la cuestión.
Pues bien: todo lo contrario. No por el puro hecho de un error se puede descalificar a un gran maestro, como ni por una derrota se puede descalificar a un gran general o a un deportista, etc. Es preciso tener en cuenta las circunstancias, y con extrema imparcialidad. Y en nuestro caso se disipará el escándalo.
Realmente: 1.° Un solo error en veinte siglos representa una vibrante confirmación de la elevadisima autoridad de la Iglesia aun en la enseñanza falible. ¿Qué otra sociedad humana puede contar en su pasivo con una sola equivocación?
2° El principio exegético adoptado por el Santo Oficio, que representaba el lado más importante de la sentencia, era exactisimo: «La ciencia no puede contradecir lo que expresamente está dicho en la Sagrada Escritura.» La verdad no puede, en realidad, contradecir a la verdad. El desdichado error nació solo del hecho de que se creyó contenido en la Sagrada Escritura, lo que, por lo contrario, no estaba en ella. Pero esto ademas ocurrió basándose en otra exacta regla exegética: la de tomar siempre sus palabras en su sentido «propio» mientras no haya razones fundadas para entenderlas en sentido metafórico, o, según las puras apariencias sensibles, como cuando se dice que el sol se mueve; estas razones, por demás, no se estaba prudentemente entonces en condiciones de verlas.
3.° El error nació de consideración a la ciencia de la época. Por eso, realmente, los jueces eclesiásticos no vieron las razones para entender las palabras de la Escritura en sentido metafórico. Para comprender la actitud de ellos, es preciso, naturalmente, volver a la mentalidad de la época. El movimiento de la tierra no sólo repugnaba a la inmediata observación del hombre, sino que incluso, tenaz y violentamente, lo negaba la mayoría de los sabios de entonces, anclados en la plurisecular doctrina tolemaica, como en un hecho definitivamente sentado. Hoy esto no cabría ya, porque nos hemos acostumbrado a los frecuentes cambios en las hipótesis científicas.
Piénsese en la seguridad que traslucen estas palabras de Tolomeo en la Sintaxis cuando todavía no se conocían las leyes de la gravedad y los principios de la dinámica: «Si la tierra se moviese con un movimiento que fuese común a los demás graves, es claro que se adelantaría a todos ellos; impulsada por el mismo exceso de su gran tamaño, se dejaría atrás, llevados sólo por el aire, los animales y todos los cuerpos más o menos graves, y acabaría por traspasar a gran velocidad los confines mismos del cielo. Pero basta concebir suposiciones semejantes para que parezcan ridiculas al primero que llegue". Y piénsese que el mismo Copérnico, en la introducción al innovador De revolutionibus orbium caelestium, dice con qué temblor había pensado proponer el nuevo sistema, que al principio a él mismo le parecía la negación del mismo buen sentido más elemental y... una idea absurda. Reflexiónese también en la obstinada desconfianza de los sabios a mirar por el anteojo de Galileo, por miedo —cuando no se conocían todavía las leyes ópticas— de que lo que alli se veía fuese ilusorio y aun por completo supersticioso, ya que los espejos servían para prácticas supersticiosas.
Pero, sobre todo, considérese que las pruebas experimentales principales aducidas por Galileo, las mareas, ¡eran falsas! La verdadera prueba de la rotación de la tierra no se dio hasta 1851-52 por Foucault (Además, continuando experimentos análogos sobre el péndulo hechos antes por Vicente Viviani, discípulo de Galileo, en 1661) con las famosas experiencias de la rotación relativa del plano del péndulo colgado de la cúpula del Panteón, de París. Y he leído con sorpresa que un Laplace (1749-1847) tuvo el valor de afirmar del sistema copernicano: «Semejante sistema no está demostrado, y, probablemente, no lo estará jamás.» Y un Arago (1802-1892): «Veo en este sistema dificultades insolubles.» Y un Poincaré (1854-1912): «Es una simple conjetura, no una verdad demostrada.» Lo que no comparto, pero es significativo.
Y finalmente hay que notar que estaba muy lejos la Iglesia de una consideración con la ciencia, debilitada —como muchos creen— por un tardío prejuicio tradicional. Realmente, antes del choque con Galileo, que obligó al Santo Oficio a tomar oficialmente una actitud, la hipótesis copernicana tuvo sus más fervientes simpatizantes, precisamente entre los eclesiásticos, como el cardenal de Cusa (1401-1464), el canónigo Calcagnani, de Ferrara; el Padre Diego de Zuñiga. El Papa Clemente VII la escuchó y alabó por boca de Alberto Widmanstadt. Y quien le dio nombre fue el piadoso canónigo Copérnico. Historia de siglo y medio hasta el fracaso con Galileo.
En él —para terminar— el Santo Oficio dio un tropezón. ¿Una prudencia mayor lo hubiera impedido? Puede ser. Pero no se puede pretender que la jerarquía eclesiástica esté formada siempre por superhombres. Cae.
Pero cae de pie.
Piénsese en la seguridad que traslucen estas palabras de Tolomeo en la Sintaxis cuando todavía no se conocían las leyes de la gravedad y los principios de la dinámica: «Si la tierra se moviese con un movimiento que fuese común a los demás graves, es claro que se adelantaría a todos ellos; impulsada por el mismo exceso de su gran tamaño, se dejaría atrás, llevados sólo por el aire, los animales y todos los cuerpos más o menos graves, y acabaría por traspasar a gran velocidad los confines mismos del cielo. Pero basta concebir suposiciones semejantes para que parezcan ridiculas al primero que llegue". Y piénsese que el mismo Copérnico, en la introducción al innovador De revolutionibus orbium caelestium, dice con qué temblor había pensado proponer el nuevo sistema, que al principio a él mismo le parecía la negación del mismo buen sentido más elemental y... una idea absurda. Reflexiónese también en la obstinada desconfianza de los sabios a mirar por el anteojo de Galileo, por miedo —cuando no se conocían todavía las leyes ópticas— de que lo que alli se veía fuese ilusorio y aun por completo supersticioso, ya que los espejos servían para prácticas supersticiosas.
Pero, sobre todo, considérese que las pruebas experimentales principales aducidas por Galileo, las mareas, ¡eran falsas! La verdadera prueba de la rotación de la tierra no se dio hasta 1851-52 por Foucault (Además, continuando experimentos análogos sobre el péndulo hechos antes por Vicente Viviani, discípulo de Galileo, en 1661) con las famosas experiencias de la rotación relativa del plano del péndulo colgado de la cúpula del Panteón, de París. Y he leído con sorpresa que un Laplace (1749-1847) tuvo el valor de afirmar del sistema copernicano: «Semejante sistema no está demostrado, y, probablemente, no lo estará jamás.» Y un Arago (1802-1892): «Veo en este sistema dificultades insolubles.» Y un Poincaré (1854-1912): «Es una simple conjetura, no una verdad demostrada.» Lo que no comparto, pero es significativo.
Y finalmente hay que notar que estaba muy lejos la Iglesia de una consideración con la ciencia, debilitada —como muchos creen— por un tardío prejuicio tradicional. Realmente, antes del choque con Galileo, que obligó al Santo Oficio a tomar oficialmente una actitud, la hipótesis copernicana tuvo sus más fervientes simpatizantes, precisamente entre los eclesiásticos, como el cardenal de Cusa (1401-1464), el canónigo Calcagnani, de Ferrara; el Padre Diego de Zuñiga. El Papa Clemente VII la escuchó y alabó por boca de Alberto Widmanstadt. Y quien le dio nombre fue el piadoso canónigo Copérnico. Historia de siglo y medio hasta el fracaso con Galileo.
En él —para terminar— el Santo Oficio dio un tropezón. ¿Una prudencia mayor lo hubiera impedido? Puede ser. Pero no se puede pretender que la jerarquía eclesiástica esté formada siempre por superhombres. Cae.
Pero cae de pie.
BIBLIOGRAFIA
Bibliografía de la consulta 2.
A. Favaro: Galileo e l'Inquisizione. Documenti del Processo Galileiano esistenti nell'Archivio del S. Uffizio e nell'Archivio segreto vaticano, per la prima volta integralmente publicati, Florencia, 1907;
P. de Vregille: Galilée, DAFC., II, págs. 147-192;
C. Bricarelli: Galileo Galilei. Le opere, il método, le peripezie, Roma, 1931;
V. Ronchi: Galileo e il cannochiale, Udine, 1942;
F. Soccorsi: Il processo di Galileo, Roma, 1947.
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