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martes, 1 de enero de 2013

San Vicente Ferrer, fraile predicador

     Estas notas postreras de nuestra Introducción son fragmentos de confesiones juradas por quienes conocieron y convivieron con el Santo. En ellas quisiéramos que apareciera, perfectamente contorneada, la imagen de San Vicente Ferrer, apóstol de Europa, fraile predicador, encarnando sus doctrinas espirituales, la definición vital de su pensamiento sobre el apostolado.
     No seguimos el esquema de la exposición doctrinal, pues restaría flexibilidad y naturalidad a los rasgos de su vida de fraile predicador. Los testigos no hablan según un plan lógico de ideas, sino más bien relatando las impresiones más sobresalientes que pudieron admirar en aquel hombre extraordinario.
     Trasladémonos, pues, a los últimos años de la vida del Santo y  contemplemos en la pantalla de Europa, todavía impregnada de esencías medievales, a aquel hombre "de mediana estatura y calvo", vestido con el tosco hábito de su Orden, "hombre de Dios, santo varón, recatado, caritativo, paciente y excelente predicador sobre todos sus contemporáneos", cabalgando en un modesto asno, recibido por todos como el enviado del Señor, agasajado por nobles y plebeyos, enfermo y sin fuerzas cuando subía al pulpito, y muy ágil durante la predicación.
     Después de haber porfiado con el papa de Aviñón para que renunciara a su pretendida tiara y llegase la paz y la unión de la Iglesia, San Vicente le abandonó. Tomó el báculo en su mano y marchó por el mundo a predicar el evangelio de Cristo. Fue pobre hasta la muerte. Durante esta peregrinación apostólica le salió una llaga en la tibia, por lo que se vió obligado a valerse de un asno en sus continuos traslados. Recorría villas y ciudades, y celebraba todos los días la santa misa con gran solemnidad, y después de la misa predicaba.

     Todos los dias, muy temprano, después que su comitiva cantaba las partes de la misa que celebraba el maestro Vicente, en el mismo lugar, depuestas las vestiduras sagradas y llevando el hábito de su Orden, volvíase al pueblo y comenzaba el sermón con rostro alegre y colorado, con aspecto angélico, como si fuese un joven de veinte o treinta años. Ponía tal fervor de caridad en su expresión y sus palabras fluían con tan excelente facundia explicando los secretos de la teología, que cuantos le escuchaban, viejos y jóvenes, grandes y pequeños, rudos y eruditos, recibían la palabra de Dios con mansedumbre y caridad, saciandose con el pábulo de su doctrina. Nadie se cansaba, aun cuando su prédica durara ordinariamente tres horas, o más. 
     El modo de su predicación era la práctica de los consejos dados en el Tratado de la vida espiritual. Aun sin tener noticia de las personas a quienes predicaba, descubría y enumeraba todos sus pecados, como si los viera claramente escritos en la conciencia de cada cual, de tal modo que todos creían que el maestro conocía los secretos de su conciencia y sus costumbres. Esto movía a los oyentes a penitencia, contrición y confesión.
     Predicaba por la mañana, después de la misa, al pueblo en general. Y después de comer, a puertas cerradas, predicaba a los religiosos y eclesiásticos. Les decía las verdades desnudas, y, con todo, nadie le aborrecía u odiaba. Todos le escuchaban alegres y con el corazón pacífico, a pesar de que les decía sus faltas. De tal modo conocía su vida y sus pecados, cual si siempre hubiera convivido con ellos. Y eso que hablaba a todos. Si entre una multitud de diez mil personas había un pecador con un pecado determinado, y al Santo se le ocurría hablar de tal pecado, parecía que se refería sólo, al reo, comó si estuviese dialogando con él.
     Su conocimiento y aplicación de la Biblia dejaba a todos llenos de admiración. De tal manera la conocía y la traía a colación, que cuando la citaba parecía que estaba leyendo. Sus sermones eran dulces y fructuosos. En cuatro sermones que le escuchó cierto testigo calificado, aducía las citas de la Escritura para confirmar sus dichos con tanta propiedad, que a todos los más excelentes y cultos ingenios les parecía que aquellos pasajes escriturarios estaban escritos expresamente para confirmar sus palabras.
     Los frutos de su predicación eran ubérrimos. Enamorado de Jesús crucificado, movía a todos a penitencia, incluso a los niños de tierna edad, los cuales, unidos a la comitiva general de disciplinantes, rasgaban sus blandas carnes por los pecados del pueblo. Los sacerdotes y religiosos cumplían mejor sus deberes, después de escuchar al maestro, y los vicios del pueblo se evaporaban al conjuro de su verbo.

     En cuanto a su mortificación se refiere, sabemos que era copartícipe de los que dirigían las escenas penitenciales que tenían lugar después de la predicación. Este ejercicio penitencial era obra divina más que humana, porque en sus filas se contaban los nobles, los clérigos seculares y regulares, todo el mundo, con sus azotes de hierro y plata. Es curioso saber que en Tolosa los plateros habían montado tiendas públicas para vender disciplinas. Y era tal la crueldad con que a veces se azotaban los penitentes, que tenían que quitarles los instrumentos de sus manos, al ver correr la sangre por la túnica de lino que vestían para que nadie los conociera.
     Estos eran los frutos de su predicación, tan distintos de aquellos que se producían en diversas compañías de penitentes medievales, y sobre los que Gerson ponía en guardia a nuestro Santo en una carta que citamos oportunamente. Las precauciones divinas y humanas estaban tomadas. Sus efectos inmediatos eran una buena confesión, saludable penitencia y enmienda de vida.
     La pobreza y abstinencia del maestro Vicente se convierten en algo proverbial a través del proceso de canonización. Caminaba siempre humilde y devoto, vistiendo siempre el hábito de su Orden; y tanto él como los frailes que le acompañaban cumplían la observancia regular y las Constituciones. Observaba pobreza evangélica y apostólica, de palabra y de obra, en público y en privado. No andaba preocupado por la comida del día siguiente; encomendaba a la Providencia su vida y la de aquellos que viajaban con él. Hacía una sola comida al día. La abstinencia y demás observancias de su regla las cumplía cuidadosamente, de tal modo que era propuesto por modelo de observancia hasta el día de su muerte.
     Cuando llegaba a una ciudad, si había convento en ella, en él se hospedaba, rivalizando con los más fervorosos novicios en el cumplimiento de las reglas monásticas.
     Las mañanas, ocupadas en su mayor parte por la predicación y las confesiones, no daban lugar a nuevas actuaciones públicas. Después de su frugal refección, se entregaba al estudio y a la oración, hasta la hora de visitar a los enfermos. Si tenía que predicar en privado a los religiosos o a distintas corporaciones, lo hacía después de la comida.
     A media tarde iba a visitar a los enfermos, consolando a todos y curando a muchos de ellos. Entre sus seguidores se decía que sonaba la hora de los milagros cuando el Santo anunciaba con una campanilla la hora de los enfermos.
     Y a la hora de vísperas, si no se trasladaba de lugar, se hacía la procesión de disciplinantes.
     Después de una modesta colación se clausuraba la jornada vicentina. Dormía sobre un jergón de paja el poco tiempo que concedía al descanso. Pasaba la mayor parte de la noche orando y estudiando. Su estudio preferido era la lectura de la Biblia.
     Llegado que hubo cierta vez al convento de Albi, le fué preparada la celda de fray Teobaldo, famoso predicador, el cual guardó una llave de su habitación para entrar en ella cuando le placiera. Fray Teobaldo declaró que, mientras el maestro Vicente estaba en su celda, entró en ella varias veces con disimulo, a veces a primera hora de la noche, otras hacia la medianoche, y otras al amanecer. Nunca encontró al Santo durmiendo: siempre estaba estudiando y orando, y en ocasiones dirigía sus palabras a Dios como si le viera presente. Era pública voz y fama que el maestro pasaba el día y la noche en el servicio de Dios; sobre todo, pasaba la noche en oración y ocupado en la lectura de los libros sagrados.
     Los devotos y los descreídos eran ocasión de sufrimiento para el santo peregrino. Unos por impetuosidad y otros por malicia, le eran verdadera cruz. Los piadosos, porque querían acercarse a él, tocarle, cortarle el hábito o lo que pudieran, y en esta confusión le propinaban serios golpes, que el Santo aguantaba pacientemente por amor de Dios. Los maliciosos interrumpían su predicación y le pedían explicaciones, tratándole de embustero. Y si algo faltaba a su vida penitencial, el Santo empuñaba la disciplina por la noche y azotaba despiadadamente su cuerpo. Lo contaron los indiscretos, que lo vieron por unos agujeros secretos practicados en las habitaciones en que se hospedaba el maestro.
     Los testimonios de sus virtudes apostólicas podrían multiplicarse sin medida. Es una tentación vehemente la lectura del proceso, ya que la pluma, se resiste a no transcribirlo por entero. En los textos que acabamos de espigar se proyecta su vida y su obra, reflejo fiel de lo que él pedía para el predicador. La pobreza, la unión con Jesucristo humanado, los medios de perfección, la penitencia, el estudio, la oración, la predicación...
     El santo taumaturgo surcó los caminos de España, Francia, Italia, Suiza... Las cortes, los gobernantes, los obispos, el clero, los fieles, se lo disputaban. Las ciudades revivían con su presencia y el cristianismo recibía infusiones de renovación por su palabra y por su ejemplo.
     Y un miércoles de la semana de Pasión, 5 de abril de 1419, lejos de su patria natal, expiraba, arrullado por el vuelo de unas mariposas blancas. Calixto III, su compatriota, treinta y seis años más tarde le concedía los supremos honores ante la Iglesia militante, cumpliendo la profecía del Santo, según testimonia la tradición.
     Su figura y su obra, dulces y simpáticas, por divinas y por el sentido de lo humano, han traspuesto los umbrales de los siglos y aparecen hoy como una lección, un ejemplo vivo, del prototipo del predicador, del santo y del sabio: el ideal de la SABIDURÍA TEOLÓGICA, APOSTÓLICA, ANGÉLICA Y HEROICA.

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