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martes, 15 de enero de 2013

MARTIRIO DE SANTA CRISPINA

Martirio de Santa Crispina.

I. Siendo cónsules Diocleciano por novena vez y Maximiano por octava, el día de las nonas de diciembre (5 de diciembre), en la colonia de Theveste, sentado dentro de su despacho en el tribunal el procónsul Anulino, el secretario de la audiencia dijo:
     —Si das sobre ello orden, Crispina, natural de Tagura, por haber despreciado la ley de nuestros señores los emperadores, pasará a ser oída.
     El procónsul Anulino dijo:
     —Que pase.
     Entrado, pues, que hubo Crispina, Anulino dijo:
     —¿Conoces, Crispina, el tenor del mandato sagrado?
     Crispina. Ignoro de qué mandato se trate.
     Anulino. —Que tienes que sacrificar a todos los dioses por la salud de los príncipes, conforme a ley dada por nuestro señores Diocleciano y Maximiano, píos augustos, y Constancio y Máximo, nobilísimos Césares.
     Crispina. -Yo no he sacrificado jamás ni sacrifico, sino al sólo y verdadero Dios y a nuestro Señor Jesucristo, Hijo suyo, que nació y padeció.
     Anulino. —Corta esa superstición y dobla tu cabeza al culto de los dioses de Roma.
     Crispina. —Todos los días adoro a mi Dios omnipotente; fuera de Él, a ningún otro Dios conozco.
     Anulino. —Eres mujer dura y desdeñosa; pero pronto vas a sentir, bien contra tu gusto, la fuerza de las leyes.  
     Crispina. —Cuanto pudiere sucederme lo he de sufrir con gusto por mantener la fe que profeso.
     Anulino. —Tan grande es tu vanidad, que ya no quieres abandonar tu superstición y venerar a los dioses.
     Crispina. -Diariamente venero, pero al Dios vivo y verdadero, que es mi Señor, fuera del cual ningún otro conozco.
     Anulino. —Mi deber es presentarte el sagrado mandato para que lo observes.
     Crispina. —Un sagrado mandato he de observar, pero es el de mi Señor Jesucristo.
     Anulino. —Voy a dar sentencia de que se te corte la cabeza si no obedeces a los mandatos de los emperadores, nuestros señores, a quienes se te forzará a servir, obligándote a doblar el cuello bajo el yugo de la ley. Toda el Africa ha sacrificado, como de ello no te cabe a ti misma duda.
     Crispina. —Jamás se ufanarán ellos de hacerme sacrificar a los demonios; sino que sacrifico al Señor que hizo el cielo y la tierra, el mar y cuanto hay en ellos.

II. Anulino. —¿Luego no son para ti aceptos estos dioses, a quienes se te obliga que rindas servicio, a fin de llegar sana y salva a la devoción?
     Crispina. —No hay devoción alguna donde interviene fuerza que violenta.
     Anulino. —Mas lo que nosotros buscamos es que tú seas ya voluntariamente devota, y en los sagrados templos, doblada tu cabeza, ofrezcas incienso a los dioses de los romanos.
     Crispina. —Eso yo no lo he hecho jamás desde que nací, ni sé lo que es, ni pienso hacerlo mientras viviere.     Anulino. —Pues tienes que hacerlo, si quieres escapar a la severidad de las leyes.
     Crispina. —No me dan miedo tus palabras; esas leyes nada son. Mas si consintiera en ser sacrilega, el Dios que está en los cielos me perdería, y yo no aparecería en el día venidero.
     Anulino. —Sacrilega no puedes ser cuando, en realidad, vas a obedecer sagradas órdenes.
     Crispina. —¡Perezcan los dioses que no han hecho el cielo y la tierra! Yo sacrifico al Dios eterno que permanece por los siglos de los siglos, que es Dios verdadero y temible, que hizo el mar, la verde hierba y la tierra seca. Mas los hombres que Él mismo hizo ¿qué pueden darme?
     Anulino. —Practica la religión romana, que observan nuestros señores los Césares invictos y nosotros mismos guardamos.
     Crispina. —Ya te he dicho varias veces que estoy dispuesta a sufrir los tormentos a que quieras someterme, antes que manchar mi alma en esos ídolos, que son pura piedra, obras de mano de hombre.
     Anulino. —Estás blasfemando y no haces lo que conviene a tu salud.

III. Y añadió Anulino a los oficiales del tribunal:
     —Hay que dejar a esta mujer totalmente fea, y así empezad por raerle a navaja la cabeza, para que la fealdad comience por la cara.     Crispina. —Que hablen los dioses miamos, y creo. Si yo no buscara mi propia salud, no estaría ahora delante de tu tribunal.
     Anulino. —¿Deseas prolongar tu vida o morir entre tormentos, como tus otras compañeras?
     Crispina. —Si quisiera morir y entregar mi alma a la perdición en el fuego eterno, ya hubiera rendido mi voluntad a tus demonios.
     Anulino. —Mandaré que se te corte la cabeza si te niegas a adorar a los dioses venerables.
     Crispina. —Si tanta dicha lograre, yo daré gracias a mi Dios. Lo que yo deseo es perder mi cabeza por mi Dios, pues a tus vanísimos ídolos, mudos y sordos, yo no sacrifico.
     Anulino. —¿Con que te obstinas de todo punto en ese necio propósito?
     Crispina. —Mi Dios, que es y permanece para siempre, Él me mandó nacer, Él me dió la salud por el agua saludable del bautismo, Él está en mí, ayudándome y confortando a su esclava, a fin de que no cometa yo el sacrilegio de adorar a los ídolos. 

IV. Anulino. —¿A qué aguantar por más tiempo a esta impía cristiana? Léanse las actas del códice con todo el interrogatorio.
     Leídas que fueron, el procónsul Anulino. leyó de la tablilla la sentencia:
     —Crispina, que se obstina en una indigna superstición, que no ha querido sacrificar a nuestros dioses, conforme a los celestiales mandatos de la ley de los augustos, he mandado sea pasada a filo de espada.
     Crispina respondió:
     —Bendigo a Dios que así se ha dignado librarme de tus manos. ¡Gracias a Dios!     Y, signándose la frente, fué degollada por el nombre de nuestro Señor Jesucristo, a quien sea honor y gloria por los siglos de los siglos. Amén.

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