INTRODUCCION
1. Ocasión y fin del tratado
Tenía fray Vicente Ferrer treinta años de edad, cuando el cardenal de Aragón, don Pedro de Luna, del bando aviñonés, le libra de su cargo de prior del convento de Predicadores de Valencia para llevarlo consigo a las cortes reales a dar la batalla que conquistara a los monarcas para su causa (Cf J. Tbixidok, O. P., Vida de San Vicente Ferrer,
Apóstol de Europa, Archivo Convento Predicadores de Valencia, n. 84,
notas al 1. 1, nota 21. En esta carta los jurados
de la ciudad llaman seis veces "prior" a San Vicente Ferrer).
Siendo prior, durante el breve tiempo que duró su cargo, el cardenal le delega para que predique en Valencia la causa de Aviñón. El Santo cumple esta misión, y los jurados de la ciudad, que tenían orden real de permanecer neutrales y de que permaneciera neutral la ciudad, escriben al rey don Pedro IV de Aragón, el Ceremonioso, para notificarle, alarmados, la predicación de fray Vicente, demostrando de este modo fidelidad a las reales órdenes. El Santo alegó no ser éste asunto del señor temporal, pero se atuvo a la decisión de los padres de la patria. Esperaron la licencia del monarca, pero no llegó. En el presente tratado, contra la conducta que aquí observó, insertará un capítulo (p. 3, c. 3) en el que demostrará que la prohibición de un príncipe no puede recaer sobre la predicación e información de una verdad de tanta trascendencia como ésta.
Asociado a la legación del cardenal aragonés, Vicente Ferrer se enfrenta oficialmente con el grandioso problema de su siglo. La misión que se le encomienda es convencer al rey de su absurda posición.
Don Pedro IV de Aragón, el Ceremonioso, por la misma idiosincrasia que le mereció el despectivo apellido (Cf. A. Sorbelli, II trattato di San Vincenzo Ferrer intorno al grande Scisma d'Occidente, 2.» ed. (Hologna 1906). En la introducción hace el autor un cuadro de la psicología de Pedro IV el Ceremonioso. Son interesantes las notas a lo largo de la obra, porque compara las ideas y razones del Santo con las de otros contemporáneos, partidarios o impugnadores del papa de Aviñón.), permanecía neutral, indeciso por un papa o por otro. Es más, en el fondo se encontraría muy a gusto, fluctuando entre dos corrientes, arrimándose a la que más le conviniera en cada ocasión, según el cebo político de gracias y privilegios pontificios que se le ofrecieran en perspectiva. Prácticamente le tenía muy sin cuidado que ambos fuesen verdaderos papas, o que no lo fuera ninguno de los dos o que fuera necesario o indiferente prestar obediencia al uno o al otro, o, en fin, que fuera una obediencia condicional, prestada a cualquiera, poniendo una salvedad: con tal que fuera el verdadero. Y, consecuencia lógica, no tenia por qué determinarse por ninguno de los dos. De este modo sería menos comprometida su situación en una época en que el poder de Pedro pesaba mucho todavía sobre los príncipes temporales y sobre el pueblo fiel, noble patrimonio de la Edad Media.
Vicente Ferrer, con ciertas deferencias hacia el monarca, reconoce su bondad y su fe sincera hacia la Iglesia universal, y estas cualidades que en él advierte le mueven a manifestarle la verdad, escribiendo el Tratado del Cisma moderno (pról.).
La humildad del Santo se excusa de la presunción a que pueda dar lugar el escribir un tratado sobre Hechos tan arduos y peligrosos, y más después que tantos doctores han escrito sobre el caso. Él es, en su propio concepto, un hombre iliterato. Pero, pobrecillo predicador, quiere depositar en el gazofilacio su pequeña aportación, medida por la pequeñez de su ingenio.
Con el presente escrito pretende convencer al rey de sus errores acerca del pontificado y de sus notas características. Mejor que la predicación oral, o tal vez para corroborar las conversaciones que iba a tener, o que tuvieron lugar, entre el Ceremonioso y la legación pontificia, fray Vicente, instigado por el cardenal, escribe la obra presente hacia el año 1380, con el fin de que Pedro IV pueda leer, releer y meditar las razones que movían al Santo a determinarse por uno de los dos que se decían sumos pontífices: por el de Aviñón, Clemente VII.
La obra no consiguió el fin prefijado. El rey de Aragón permaneció indeciso hasta la muerte. Y después de prolongadas tentativas, el cardenal y su adlátere tuvieron que abandonar la corte, esperando mejor ocasión de conseguir lo que en ésta no pudieron. Vicente Ferrer vuelve a Valencia, en donde se le espera para que asuma el cargo de lector de la Seo, en 1385. El de Luna marcha a Aviñón. en cuya corte será elegido papá en 1394. Desde la sede pontificia llamará a Vicente, en 1395, para confiarle sus cuitas más secretas.
Siendo prior, durante el breve tiempo que duró su cargo, el cardenal le delega para que predique en Valencia la causa de Aviñón. El Santo cumple esta misión, y los jurados de la ciudad, que tenían orden real de permanecer neutrales y de que permaneciera neutral la ciudad, escriben al rey don Pedro IV de Aragón, el Ceremonioso, para notificarle, alarmados, la predicación de fray Vicente, demostrando de este modo fidelidad a las reales órdenes. El Santo alegó no ser éste asunto del señor temporal, pero se atuvo a la decisión de los padres de la patria. Esperaron la licencia del monarca, pero no llegó. En el presente tratado, contra la conducta que aquí observó, insertará un capítulo (p. 3, c. 3) en el que demostrará que la prohibición de un príncipe no puede recaer sobre la predicación e información de una verdad de tanta trascendencia como ésta.
Asociado a la legación del cardenal aragonés, Vicente Ferrer se enfrenta oficialmente con el grandioso problema de su siglo. La misión que se le encomienda es convencer al rey de su absurda posición.
Don Pedro IV de Aragón, el Ceremonioso, por la misma idiosincrasia que le mereció el despectivo apellido (Cf. A. Sorbelli, II trattato di San Vincenzo Ferrer intorno al grande Scisma d'Occidente, 2.» ed. (Hologna 1906). En la introducción hace el autor un cuadro de la psicología de Pedro IV el Ceremonioso. Son interesantes las notas a lo largo de la obra, porque compara las ideas y razones del Santo con las de otros contemporáneos, partidarios o impugnadores del papa de Aviñón.), permanecía neutral, indeciso por un papa o por otro. Es más, en el fondo se encontraría muy a gusto, fluctuando entre dos corrientes, arrimándose a la que más le conviniera en cada ocasión, según el cebo político de gracias y privilegios pontificios que se le ofrecieran en perspectiva. Prácticamente le tenía muy sin cuidado que ambos fuesen verdaderos papas, o que no lo fuera ninguno de los dos o que fuera necesario o indiferente prestar obediencia al uno o al otro, o, en fin, que fuera una obediencia condicional, prestada a cualquiera, poniendo una salvedad: con tal que fuera el verdadero. Y, consecuencia lógica, no tenia por qué determinarse por ninguno de los dos. De este modo sería menos comprometida su situación en una época en que el poder de Pedro pesaba mucho todavía sobre los príncipes temporales y sobre el pueblo fiel, noble patrimonio de la Edad Media.
Vicente Ferrer, con ciertas deferencias hacia el monarca, reconoce su bondad y su fe sincera hacia la Iglesia universal, y estas cualidades que en él advierte le mueven a manifestarle la verdad, escribiendo el Tratado del Cisma moderno (pról.).
La humildad del Santo se excusa de la presunción a que pueda dar lugar el escribir un tratado sobre Hechos tan arduos y peligrosos, y más después que tantos doctores han escrito sobre el caso. Él es, en su propio concepto, un hombre iliterato. Pero, pobrecillo predicador, quiere depositar en el gazofilacio su pequeña aportación, medida por la pequeñez de su ingenio.
Con el presente escrito pretende convencer al rey de sus errores acerca del pontificado y de sus notas características. Mejor que la predicación oral, o tal vez para corroborar las conversaciones que iba a tener, o que tuvieron lugar, entre el Ceremonioso y la legación pontificia, fray Vicente, instigado por el cardenal, escribe la obra presente hacia el año 1380, con el fin de que Pedro IV pueda leer, releer y meditar las razones que movían al Santo a determinarse por uno de los dos que se decían sumos pontífices: por el de Aviñón, Clemente VII.
La obra no consiguió el fin prefijado. El rey de Aragón permaneció indeciso hasta la muerte. Y después de prolongadas tentativas, el cardenal y su adlátere tuvieron que abandonar la corte, esperando mejor ocasión de conseguir lo que en ésta no pudieron. Vicente Ferrer vuelve a Valencia, en donde se le espera para que asuma el cargo de lector de la Seo, en 1385. El de Luna marcha a Aviñón. en cuya corte será elegido papá en 1394. Desde la sede pontificia llamará a Vicente, en 1395, para confiarle sus cuitas más secretas.
2. Planteamiento de la cuestión y esquema del tratado
Con toda objetividad plantea el autor el estado de la cuestión en el prólogo. Muerto Gregorio XI, los cardenales eligen a Bartolomé, arzobispo de Bari, al cual obedecen durante cuatro meses. Después de este tiempo, reunido en Fondi el colegio cardenalicio, declara ser nula la elección de Bartolomé, ya que le eligieron sólo por temor a la muerte, temor infundido por los terribles romanos. Y eligen a Roberto de Ginebra, al que obedecen ciegamente.
La cristiandad queda automáticamente dividida en tres secciones:
Unos obedecen al que reside en Roma, Urbano VI.
Otros al residente en Aviñón, Clemente VII.
Y unos terceros no se determinan ni por Urbano ni por Clemente, esperando mayor evidencia en un asunto tan trascendente.
Fray Vicente Ferrer ha de poner todo su empaño en demostrar la obligación que tiene todo fiel cristiano de obedecer a un pontífice supremo, y en sentar firmemente que uno solo es el verdadero vicario de Cristo, sucesor de Pedro, cabeza visible de la Iglesia militante. Y que es una gran responsabilidad, no exenta de falta grave, permanecer indeciso, o, lo que es peor, confesarse adicto a uno u otro, según lo exijan las circunstancias del momento.
Determinado ya a la obediencia singular y exclusiva, ha de exponer las razones que militan en pro del papa de Aviñón, al que obedece el Santo, sinceramente convencido.
Respondiendo a este planteamiento de la cuestión, el tratado se divide en dos secciones, la segunda de las cuales da lugar a dos partes. De este modo queda dividido en tres partes.
La PRIMERA abarca la cuestión general, que mueve a la determinación por uno o por otro, en contra de la indecisión que no acierta a pronunciarse en favor de Urbano o de Clemente.
Esta primera parte es, sin duda, la mejor lograda. Tiene valor teológico imperecedero y refleja una inteligencia clara en conceptos eclesiológicos y dogmáticos, suscritos por los católicos de todos los tiempos. San Vicente habla con una seguridad y suficiencia teológica tan espontáneas, que en otro que no fuera santo podrían parecer altivez. La evidencia le obliga a ello.
Se trata de la fe en el verdadero papa, necesaria para la salvación. Es imposible que ambos sean verdaderos papas. Esto es de fe. Lo prueba por la unidad de régimen, por la unidad de fe, por la perfección del régimen monárquico, por la sacra-mentalidad de la Iglesia militante, que significa la triunfante, la Jerusalén celeste, presidida por un solo jerarca; por la unidad del cuerpo místico, en analogía con el cuerpo natural, cuya cabeza agrupa los distintos miembros entre sí; por la plenitud de jerarquía depositada por Cristo en Pedro y sus sucesores.
Por estas razones, concluye el autor, yerran gravemente quienes, con el fin de alcanzar gracias y dispensas, suplican reverentemente a los dos elegidos, cual si los dos fueran verdaderos papas. La acusación va, sin rodeos, contra el rey de Aragón (c. 1).
Tampoco es lícito ni seguro lo contrario, esto es, creer que ninguno de los dos es verdadero papa.
Porque si la primera elección fué canónicamente celebrada, entonces es Urbano el verdadero; y si no, es Clemente. Uno u otro; ni los dos verdaderos, ni los dos falsos. Tratándose de un hecho de tanta importancia, y que pertenece a la Fe, no es lícito estar tranquilos viviendo en esta duda; todos deben aconsejarse de los jueces competentes. De lo contrario cabría pensar que Cristo, contra su promesa, había abandonado su Iglesia (c. 2).
El problema sigue planteado en toda su crudeza y vigor. Hay que pronunciarse por uno o por otro, pero de tal modo que será muy peligroso para los fieles cristianos adherirse al que no es verdadero papa. En este asunto no puede excusar la ignorancia, puesto que se trata de una ignorancia vencible y que hay que vencer. Y nada se diga de aquellos que permanecen ignorantes fingidos, por conveniencias temporales. Estos pecan mortalmente (c. 3).
De ningún modo es suficiente para salvarse tener una fe condicionada e indeterminada en el papa, ya que entonces podría tenerse la misma fe para con la Iglesia y con la Revelación, Además, en estas condiciones los mismos griegos y cismáticos, y aun los mismos infieles, estarían justificados (c. 4).
Para salvarse es necesaria la determinación por el verdadero papa. No dice en este último capitulo quién es el verdadero papa, pero se adivina en la segunda razón que, para el autor, es el de Aviñón. Las demás razones valen para los dos supuestos papas (c. 5). Con esto termina la primera parte, síntesis y esquema eclesiológico bastante completo, sobre todo en el primer capítulo, que es el más acertado, aunque por su brevedad no hace más que enunciar las razones teológicas. Las frases tendenciosas que hallamos en esta parte no tendrían sentido exclusivo si no hubiera escrito lo restante del tratado.
La SEGUNDA parte tiene otros cinco capítulos, que son una batalla continuada para demostrar la tesis de la legitimidad de Clemente, frente a la ilegitimidad de Urbano. Los principios teológicos en que se basa la primera parte los encarna en el papa de Aviñón. verdadero vicario de Cristo para fray Vicente.
La razón fundamental en que se apoya el autor para proclamar la nulidad absoluta, total, de la elección de Urbano es la coacción moral que presionó a los cardenales reunidos en conclave. Una elección de este género era, según el derecho, absolutamente nula. Nuestro autor discurre asi:
Toda elección hecha por miedo fundado, miedo que recae en un varón fuerte, y que no se haría en otras condiciones, es, según el derecho y según todos los doctores, lotcil y absolutamente nula.
Ahora bien, la elección papal de Bartolomé de Dari fué hecha sólo por miedo, miedo fundado, capaz de hacer temblar a varones fuertes y constantes, de modo que en otras condiciones no hubiera recaído en él.
Luego dicha elección es total y absolutamente nula.
La proposición mayor de este raciocinio no la prueba el autor, porque estaba clara en el derecho y todos los doctores la admitían.
Prueba la proposición menor, definiendo el miedo fundado, el que hace temblar a los varones fuertes, el que recae, según los términos jurídicos, in constantem virum. Todos admiten que la amenaza de muerte que no sea vana, sino fundada, próxima, dispuesta a realizar sus enunciados, causa un miedo de este género.
Pues bien, los cardenales reunidos en conclave fueron amenazados de muerte si no elegían un romano o un italiano. Y esta amenaza era bien fundada, próxima y dispuesta a realizar sus enunciados, dadas las circunstancias de que iba acompañada.
Luego la elección de Bartolomé fué total y absolutamente nula.
Los datos positivos en que se basa San Vicente para elaborar esta prueba tienen para él fuerza irrebatible. En primer lugar, el carácter del pueblo romano. No se le hace difícil comprender la presión de los romanos sobre los cardenales, habida cuenta de su modo de ser, descrito tan al vivo por San Bernardo en su libro De consideratione, dirigido a Eugenio III. Nuestro autor repite las frases lapidarias del abad de Claraval y comulga con ellas. Y con este cuadro a la vista, concluye que no es raro que amenazaran con la muerte al colegio cardenalicio si no elegía un romano o italiano para el Papado.
En segundo término, la información, de que hace gala el Santo, habida a través de varios cardenales, sobre cuanto ocurriera en el conclave romano. La autoridad jurada de los príncipes de la Iglesia le merecía las máximas garantías de veracidad. No sabemos quiénes eran estos cardenales, pero se adivina fácilmente que serían del bando aviñonés, quienes repetían a coro el estribillo.
Con estos dos datos concretos, jurados por los actores del tenebroso conclave, nadie podía oponer al Santo razones convincentes en contra de su tesis y las pruebas de la misma. La cuestión, admitidos estos presupuestos, era, a priori, clarísima, evidente. El desenvolvimiento de los hechos llevó a fray Vicente a la convicción contraria y dedujo, a posteriori, que el intruso era el papa de Aviñón, y no el residente en Roma.
La cristiandad queda automáticamente dividida en tres secciones:
Unos obedecen al que reside en Roma, Urbano VI.
Otros al residente en Aviñón, Clemente VII.
Y unos terceros no se determinan ni por Urbano ni por Clemente, esperando mayor evidencia en un asunto tan trascendente.
Fray Vicente Ferrer ha de poner todo su empaño en demostrar la obligación que tiene todo fiel cristiano de obedecer a un pontífice supremo, y en sentar firmemente que uno solo es el verdadero vicario de Cristo, sucesor de Pedro, cabeza visible de la Iglesia militante. Y que es una gran responsabilidad, no exenta de falta grave, permanecer indeciso, o, lo que es peor, confesarse adicto a uno u otro, según lo exijan las circunstancias del momento.
Determinado ya a la obediencia singular y exclusiva, ha de exponer las razones que militan en pro del papa de Aviñón, al que obedece el Santo, sinceramente convencido.
Respondiendo a este planteamiento de la cuestión, el tratado se divide en dos secciones, la segunda de las cuales da lugar a dos partes. De este modo queda dividido en tres partes.
La PRIMERA abarca la cuestión general, que mueve a la determinación por uno o por otro, en contra de la indecisión que no acierta a pronunciarse en favor de Urbano o de Clemente.
Esta primera parte es, sin duda, la mejor lograda. Tiene valor teológico imperecedero y refleja una inteligencia clara en conceptos eclesiológicos y dogmáticos, suscritos por los católicos de todos los tiempos. San Vicente habla con una seguridad y suficiencia teológica tan espontáneas, que en otro que no fuera santo podrían parecer altivez. La evidencia le obliga a ello.
Se trata de la fe en el verdadero papa, necesaria para la salvación. Es imposible que ambos sean verdaderos papas. Esto es de fe. Lo prueba por la unidad de régimen, por la unidad de fe, por la perfección del régimen monárquico, por la sacra-mentalidad de la Iglesia militante, que significa la triunfante, la Jerusalén celeste, presidida por un solo jerarca; por la unidad del cuerpo místico, en analogía con el cuerpo natural, cuya cabeza agrupa los distintos miembros entre sí; por la plenitud de jerarquía depositada por Cristo en Pedro y sus sucesores.
Por estas razones, concluye el autor, yerran gravemente quienes, con el fin de alcanzar gracias y dispensas, suplican reverentemente a los dos elegidos, cual si los dos fueran verdaderos papas. La acusación va, sin rodeos, contra el rey de Aragón (c. 1).
Tampoco es lícito ni seguro lo contrario, esto es, creer que ninguno de los dos es verdadero papa.
Porque si la primera elección fué canónicamente celebrada, entonces es Urbano el verdadero; y si no, es Clemente. Uno u otro; ni los dos verdaderos, ni los dos falsos. Tratándose de un hecho de tanta importancia, y que pertenece a la Fe, no es lícito estar tranquilos viviendo en esta duda; todos deben aconsejarse de los jueces competentes. De lo contrario cabría pensar que Cristo, contra su promesa, había abandonado su Iglesia (c. 2).
El problema sigue planteado en toda su crudeza y vigor. Hay que pronunciarse por uno o por otro, pero de tal modo que será muy peligroso para los fieles cristianos adherirse al que no es verdadero papa. En este asunto no puede excusar la ignorancia, puesto que se trata de una ignorancia vencible y que hay que vencer. Y nada se diga de aquellos que permanecen ignorantes fingidos, por conveniencias temporales. Estos pecan mortalmente (c. 3).
De ningún modo es suficiente para salvarse tener una fe condicionada e indeterminada en el papa, ya que entonces podría tenerse la misma fe para con la Iglesia y con la Revelación, Además, en estas condiciones los mismos griegos y cismáticos, y aun los mismos infieles, estarían justificados (c. 4).
Para salvarse es necesaria la determinación por el verdadero papa. No dice en este último capitulo quién es el verdadero papa, pero se adivina en la segunda razón que, para el autor, es el de Aviñón. Las demás razones valen para los dos supuestos papas (c. 5). Con esto termina la primera parte, síntesis y esquema eclesiológico bastante completo, sobre todo en el primer capítulo, que es el más acertado, aunque por su brevedad no hace más que enunciar las razones teológicas. Las frases tendenciosas que hallamos en esta parte no tendrían sentido exclusivo si no hubiera escrito lo restante del tratado.
La SEGUNDA parte tiene otros cinco capítulos, que son una batalla continuada para demostrar la tesis de la legitimidad de Clemente, frente a la ilegitimidad de Urbano. Los principios teológicos en que se basa la primera parte los encarna en el papa de Aviñón. verdadero vicario de Cristo para fray Vicente.
La razón fundamental en que se apoya el autor para proclamar la nulidad absoluta, total, de la elección de Urbano es la coacción moral que presionó a los cardenales reunidos en conclave. Una elección de este género era, según el derecho, absolutamente nula. Nuestro autor discurre asi:
Toda elección hecha por miedo fundado, miedo que recae en un varón fuerte, y que no se haría en otras condiciones, es, según el derecho y según todos los doctores, lotcil y absolutamente nula.
Ahora bien, la elección papal de Bartolomé de Dari fué hecha sólo por miedo, miedo fundado, capaz de hacer temblar a varones fuertes y constantes, de modo que en otras condiciones no hubiera recaído en él.
Luego dicha elección es total y absolutamente nula.
La proposición mayor de este raciocinio no la prueba el autor, porque estaba clara en el derecho y todos los doctores la admitían.
Prueba la proposición menor, definiendo el miedo fundado, el que hace temblar a los varones fuertes, el que recae, según los términos jurídicos, in constantem virum. Todos admiten que la amenaza de muerte que no sea vana, sino fundada, próxima, dispuesta a realizar sus enunciados, causa un miedo de este género.
Pues bien, los cardenales reunidos en conclave fueron amenazados de muerte si no elegían un romano o un italiano. Y esta amenaza era bien fundada, próxima y dispuesta a realizar sus enunciados, dadas las circunstancias de que iba acompañada.
Luego la elección de Bartolomé fué total y absolutamente nula.
Los datos positivos en que se basa San Vicente para elaborar esta prueba tienen para él fuerza irrebatible. En primer lugar, el carácter del pueblo romano. No se le hace difícil comprender la presión de los romanos sobre los cardenales, habida cuenta de su modo de ser, descrito tan al vivo por San Bernardo en su libro De consideratione, dirigido a Eugenio III. Nuestro autor repite las frases lapidarias del abad de Claraval y comulga con ellas. Y con este cuadro a la vista, concluye que no es raro que amenazaran con la muerte al colegio cardenalicio si no elegía un romano o italiano para el Papado.
En segundo término, la información, de que hace gala el Santo, habida a través de varios cardenales, sobre cuanto ocurriera en el conclave romano. La autoridad jurada de los príncipes de la Iglesia le merecía las máximas garantías de veracidad. No sabemos quiénes eran estos cardenales, pero se adivina fácilmente que serían del bando aviñonés, quienes repetían a coro el estribillo.
Con estos dos datos concretos, jurados por los actores del tenebroso conclave, nadie podía oponer al Santo razones convincentes en contra de su tesis y las pruebas de la misma. La cuestión, admitidos estos presupuestos, era, a priori, clarísima, evidente. El desenvolvimiento de los hechos llevó a fray Vicente a la convicción contraria y dedujo, a posteriori, que el intruso era el papa de Aviñón, y no el residente en Roma.
En la TERCERA parte del tratado, sentado que Clemente es el legítimo pontífice, se plantea el autor —o se la plantean las circunstancias— la cuestión de la predicación de esta verdad, que todos han de creer y divulgar, no obstante la prohibición de algunos príncipes o magnates en contra. No son los príncipes, sino el Espíritu Santo quien rige la Iglesia, a pesar del cisma presente. Esta escisión en la Iglesia fué prevista por la sagrada Escritura, pues San Pablo y Daniel hablan de ella claramente. San Pablo, en el famoso fragmento sobre la "parousía", o sea la segunda venida de Cristo, precedida de apostasías y cismas terribles. Y el profeta Daniel en la visión apocalíptica de las cuatro bestias, salidas del Mar Grande. Las cuatro bestias son los cuatro cismas principales que ha sufrido la Iglesia de Cristo. El cisma judío, el mahometano, el oriental y el occidental, entonces al vivo. Cada cual, con sus características específicas, son prefigurados en las distintas bestias, cuyas propiedades individuantes va aplicando el autor, con su viva imaginación, a cada cisma.
Termina el tratado con la esperanza puesta en el poderoso David, nuestro Señor Jesucristo, que tiene energías suficientes para matar esta bestia cruel. Esta esperanza destruye la idea, varias veces apuntada en el texto, de la posibilidad de que el presente cisma durara para siempre, o de que fuera el preludio del fin del mundo.
Termina el tratado con la esperanza puesta en el poderoso David, nuestro Señor Jesucristo, que tiene energías suficientes para matar esta bestia cruel. Esta esperanza destruye la idea, varias veces apuntada en el texto, de la posibilidad de que el presente cisma durara para siempre, o de que fuera el preludio del fin del mundo.
3. Valoración teológica e histórica
Frente a las corrientes conciliaristas contemporáneas—recordemos a Occam, Masilio de Padua, Gersón, etc—, Vicente Ferrer se muestra firme en su tesis de la superioridad del papa sobre el concilio. El poder que en el texto se atribuye a los cardenales consiste en la declaración acerca de la rectitud y canonicidad de las dos elecciones en cuestión. Supuesta la validez de una u otra, nadie tiene poder sobre el pontífice válidamente elegido. Ni los mismos cardenales pueden convocar nuevo conclave para elegir a un tercero, que fuera el legítimo sucesor de Pedro, aunque hay dos cardenales italianos que piensan así (p. 2, c. 2).
Siendo el tratado una obra ocasional, la doctrina que en él se maneja, sobre todo en la primera parte, no puede llamarse circunstancial o temporal. Y a través de su lectura integra se advierte la solidez de los principios teológicos y canónicos, por nadie rebatidos. La aplicación de estos principios al caso concreto le ha fallado a fray Vicente Ferrer, no precisamente por sus raciocinios y datos positivos a priori, sino por la sucesión negativa de los hechos, que han desvirtuado al papa de Aviñón y, por exclusión, han hecho recaer la legitimidad papal sobre el pontífice de Roma.
No es de nuestra incumbencia proclamar la legitimidad de uno u otro papa. La historia y la práctica de la Iglesia, y el mismo San Vicente, se inclinaron por Urbano, aunque no faltan fanáticos, incluso hoy en día, que pretenden demostrar lo contrario. Con todo, y a pesar del tratado, es preciso anotar que nadie tuvo mejor intención de averiguar la verdad que Vicente Ferrer. Convencido él, procuró convencer a los demás. Si le engañaron con astucia política, carece de toda responsabilidad. Nadie trabajó como él en persuadir a su amigo, el cardenal de Luna, hecho papa, de la conveniencia de abdicar la pretendida tiara en bien de la unidad de la Iglesia. Más tarde, cuando el de Aviñón se cegó en su proverbial testarudez, el Santo le negó públicamente la obediencia, y, por contraste providencial, el que una y otra vez intentara convencer al rey de Aragón, se hace portavoz de la negación del monarca, a la sazón don Fernando de Antequera, el del Compromiso de Caspe, cuyo hijo primogénito, el príncipe Alfonso, firma en Perpiñán la negación del reino a la obediencia del papa Benedicto. Vicente Ferrer leerá este decreto real, predicando acto seguido a los fieles la libertad del juramento que les ligaba a la obediencia del que creyeron sumo pontífice.
Nuestro Santo trabajó para que Benedicto asistiera al Concilio de Constanza, pero todos sus esfuerzos resultaron vanos. Gersón, el canciller de la Universidad de París, le envía una preciosa carta, invitándole al concilio, a la cual añade Pedro dAilly una posdata.
Era el 6 de enero de 1416. Benedicto XIII, el recio cardenal, el político avasallador, el hombre al que nunca se pudo acusar sino de obstinado, el diplomático sin par, quedó casi solo, desamparado del cielo y de la tierra, viniendo a refugiarse definitivamente en el pintoresco castillo de Peñíscola, en el reino de Valencia. Allí juraron sus fieles cardenales elegirle sucesor. Y allí se convirtió para los literatos en "el papa del mar". El cisma había terminado prácticamente con aquel Te Deum de paz y de unidad, que arrancó de todos los reunidos en Constanza la noticia del documento real que fray Vicente leyera en Perpiñán la mañanita del 6 de enero. El canciller parisino, Juan Gersón, escribía desde Constanza al maestro Vicente: "A no ser por vos, jamás se hubiera llegado a semejante acuerdo —que es obra vuestra-, gracias al cual todos los aquí reunidos esperamos llegar en breve al bien tan deseado de la paz".
Siendo el tratado una obra ocasional, la doctrina que en él se maneja, sobre todo en la primera parte, no puede llamarse circunstancial o temporal. Y a través de su lectura integra se advierte la solidez de los principios teológicos y canónicos, por nadie rebatidos. La aplicación de estos principios al caso concreto le ha fallado a fray Vicente Ferrer, no precisamente por sus raciocinios y datos positivos a priori, sino por la sucesión negativa de los hechos, que han desvirtuado al papa de Aviñón y, por exclusión, han hecho recaer la legitimidad papal sobre el pontífice de Roma.
No es de nuestra incumbencia proclamar la legitimidad de uno u otro papa. La historia y la práctica de la Iglesia, y el mismo San Vicente, se inclinaron por Urbano, aunque no faltan fanáticos, incluso hoy en día, que pretenden demostrar lo contrario. Con todo, y a pesar del tratado, es preciso anotar que nadie tuvo mejor intención de averiguar la verdad que Vicente Ferrer. Convencido él, procuró convencer a los demás. Si le engañaron con astucia política, carece de toda responsabilidad. Nadie trabajó como él en persuadir a su amigo, el cardenal de Luna, hecho papa, de la conveniencia de abdicar la pretendida tiara en bien de la unidad de la Iglesia. Más tarde, cuando el de Aviñón se cegó en su proverbial testarudez, el Santo le negó públicamente la obediencia, y, por contraste providencial, el que una y otra vez intentara convencer al rey de Aragón, se hace portavoz de la negación del monarca, a la sazón don Fernando de Antequera, el del Compromiso de Caspe, cuyo hijo primogénito, el príncipe Alfonso, firma en Perpiñán la negación del reino a la obediencia del papa Benedicto. Vicente Ferrer leerá este decreto real, predicando acto seguido a los fieles la libertad del juramento que les ligaba a la obediencia del que creyeron sumo pontífice.
Nuestro Santo trabajó para que Benedicto asistiera al Concilio de Constanza, pero todos sus esfuerzos resultaron vanos. Gersón, el canciller de la Universidad de París, le envía una preciosa carta, invitándole al concilio, a la cual añade Pedro dAilly una posdata.
Era el 6 de enero de 1416. Benedicto XIII, el recio cardenal, el político avasallador, el hombre al que nunca se pudo acusar sino de obstinado, el diplomático sin par, quedó casi solo, desamparado del cielo y de la tierra, viniendo a refugiarse definitivamente en el pintoresco castillo de Peñíscola, en el reino de Valencia. Allí juraron sus fieles cardenales elegirle sucesor. Y allí se convirtió para los literatos en "el papa del mar". El cisma había terminado prácticamente con aquel Te Deum de paz y de unidad, que arrancó de todos los reunidos en Constanza la noticia del documento real que fray Vicente leyera en Perpiñán la mañanita del 6 de enero. El canciller parisino, Juan Gersón, escribía desde Constanza al maestro Vicente: "A no ser por vos, jamás se hubiera llegado a semejante acuerdo —que es obra vuestra-, gracias al cual todos los aquí reunidos esperamos llegar en breve al bien tan deseado de la paz".
4.- NUESTRA EDICION
El padre Fages no alteró en nada —a no ser cuando lo pedía el sentido— la redacción del manuscrito, tal vez porque no pudo compulsar los distintos manuscritos existentes, sobre todo el que existe en la Biblioteca Vaticana y que publicó Sorbelli, bien anotado críticamente.
La literatura del tratado es algo pesada, por sus términos corrientes y por la repetición de vocablos y sinónimos, lo cual hace bastante difícil la traducción. Hemos procurado acomodarnos, en lo posible, a la forma literal, aunque en algunas ocasiones no ha sido posible.
La literatura del tratado es algo pesada, por sus términos corrientes y por la repetición de vocablos y sinónimos, lo cual hace bastante difícil la traducción. Hemos procurado acomodarnos, en lo posible, a la forma literal, aunque en algunas ocasiones no ha sido posible.
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