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lunes, 14 de enero de 2013

EFECTOS DE LA PROMULGACION DE LA MATERNIDAD DIVINA DE LA VIRGEN MARIA

Fuerza y virtud de las palabras de Nuestro Señor; efectos que produjeron, ya en la Santísima Virgen, ya en el discípulo amado, ya, en fin, en aquellos de quienes éste era representante.

     I. La promulgación auténtica de la fecundidad espiritual de María, hecha en las circunstancias que hemos dicho, tuvo una fuerza y virtud maravillosa para imprimir en el Corazón de la Virgen el afecto más maternal que hubo jamás hacia los hombres. Al mismo tiempo, es muy propia para darnos a nosotros mismos una convicción palpable y más profunda de nuestra filiación. Sucede con esto lo mismo que con la absolución sacramental. Por muchas pruebas que pueda tener un pecador de la perfección de su arrepentimiento y del perdón recibido, jamás o casi nunca gustará tanto la confianza y la serenidad del alma como al escuchar las palabras, la sentencia del sacerdote que le dice en nombre de Cristo: "Yo te absuelvo de tus pecados, vete en paz."
     Puede, además, proponerse esta cuestión: ¿No tuvieron otro efecto las palabras de Nuestro Señor? Ahora bien; según el sentir de los sabios doctores y de grandes santos, su eficacia no se detuvo aquí. Las palabras de Cristo eran de las que han llamado los teólogos prácticas, porque llevan en sí la verdad que expresan. Nuestro Señor, en la última Cena, tomó el pan, lo bendijo y dijo, presentándolo a sus Apóstoles: "Este es mi cuerpo." Y era su cuerpo el que les daba a comer; lo que hasta entonces no era más que pan, se había convertido, por la virtud misma de sus palabras, en la propia carne del Hijo de Dios. Un ciego se postra a los pies de Cristo y le suplica que le dé vista: "Hágase según lo que crees", dice el Señor, y el ciego ve. Palabras prácticas también, puesto que han obrado lo que significan.
     ¿Diremos ahora de las palabras de Cristo moribundo: "He aquí tu hijo, he aquí tu Madre", que no solamente promulgaron la maternidad de María, sino que la hicieron? Esto hemos leído en más de un autor, y, sin embargo, no puede ser admitido, según toda la propiedad de los términos, porque la razón fundamental por la cual debemos ver en María a nuestra Madre según la gracia, es su cooperación al misterio de nuestra liberación, queremos decir el engendrar al Salvador del mundo, y su propia Compasión.
     Menos aún podríamos adoptar una opinión singular, sostenida en otro tiempo por varios autores.
    El P. Alfonso Salmerón la ha refutado en sus Comment. in histor. evang., t. X, tract. 41, tertium dubium est. Cf. P. Theoph. Raynaud, Diptycha Mariana, p. I, punct. 8, n. 28. Esta opinión tuvo, según parece, por primer autor a un teólogo de la Orden de San Francisco, Nicolás de Orbellis. Salmerón, no obstante, no hace mención del docto y devoto franciscano. "Algunos —dice— casi de nuestro tiempo y en nuestro siglo han pretendido que, en virtud de las palabras del Señor, Juan fué constituido hijo de la Virgen Santísima según la naturaleza. Hace tiempo, un cierto Baurinon defendió en Roma esta opinión en una disputa pública, y contra él, según creo, escribió obispo de Brescia (Brixiensis), Domingo de Dominis, en el Pontificado de Pío II. Más recientemente, un predicador sostenía una opinión idéntica en Tarragona, en España. Según él, Juan, entre sus otras prerrogativas, contaba la de haber recibido de Dios una filiación natural respecto de la Virgen Santísima." Vienen después los argumentos traídos en favor de la tesis, y que sería ocioso citar minuciosamente. El primero de todos es, como siempre, una prueba basada sobre la eficacia de las palabras de la consagración).

     Según esta opinión, Juan, por virtud de las palabras del Señor, se habría convertido para María, no en un hijo adoptivo, sino en un hijo según la naturaleza, filuis naturalis. El Padre Teófilo Raynaud, que cita la misma opinión para refutarla con la vivacidad, a veces demasiado mordaz, propia de su estilo, llega hasta sospechar que tales autores han imaginado no sé qué clase de transubstanciación del hijo del Zebedeo en el hijo de la Virgen, Madre de Dios. Sea como quiera, nada hay más inverosímil que semejante sentir, ya se extienda a la filiación común de los cristianos, ya se restrinja, como es más creíble, a la del discípulo amado de Cristo.
     La razón es clara. Porque toda filiación natural es una relación del padre y madre al hijo, que presupone como fundamento esencial una generación propiamente dicha, es decir, una transmisión de la naturaleza de los padres al fruto vivo que llevará el nombre de hijo.
     Vanamente han invocado en apoyo de estos piadosos sueños la autoridad de San Pedro Damiano. He aquí, por otra parte, el párrafo con el cual pretendían confirmarlos; júzguese si contiene lo que pretendían encontrar en él. Está sacado del segundo sermón sobre el Apóstol San Juan: "Las palabras pronunciadas por el Salvador en la cruz: "Mujer, he aquí tu hijo y he aquí tu Madre", no deben ser entendidas como palabras puramente humanas; fueron eficaces apoyadas como estaban sobre la virtud divina y la invencible autoridad de la verdad. Porque el Verbo Unico del Padre es un Verbo substancial, eterno, consubstancial al Padre, y, por consiguiente, sus palabras, porque son espíritu y vida, no pueden pasar sin efecto. "El cielo y la tierra pasarán, ha dicho Él mismo, pero mis palabras no pasarán" (
Matth., XXIV, 35). De igual modo que dijo a su Madre: "He aquí tu hijo", dijo a sus discípulos: "Este es mi cuerpo." Y tal fué el poder de estas últimas palabras, que el pan que señalaba fué inmediatamente cambiado en su cuerpo. Dijo, y todo ha sido hecho; mandó, y todo fué creado (Psalm., CXLVIII, 5). Así, por una cierta analogía, ex quadam similitudine, si nos atrevemos a hablar así, el bienaventurado Juan no recibió solamente el nombre de hijo, sino que, en virtud de las palabras del Señor, mereció contraer un parentesco más íntimo y más profundo con la Virgen Santísima. Consideremos, pues, amados míos, cuánta es la gloria de este gran hombre, a quien el sacramento de esta adopción misteriosa hizo hijo de la Virgen y hermano del Salvador" (San P. Dam., scrm. 64, de S. Joan Apost., 2, P. L., CXLIV, 868).
     No es difícil comprender el pensamiento del santo doctor. Lejos de imaginar una especie de metamorfosis física del discípulo en la persona del Maestro, la rechaza claramente, cuando dice que es sólo una analogía. ¿Qué virtud da, pues, a las palabras del Salvador? La que reconocemos nosotros mismos: la virtud de producir en la Virgen y en el discípulo la fuente siempre abundante de sentimientos y afectos de la mejor de las madres para con su hijo y del mejor de los hijos para con su Madre. Es, en efecto, lo que nunca podrán hacer palabras puramente humanas. Tienen, si se quiere, poder para establecer deberes y lazos exteriores; pero jamás podrán, por sí mismas, transformar inmediatamente los corazones, hacer en un instante un corazón de hijo y un corazón de madre.
     Santo Tomás de Villanueva había conocido esta extraña doctrina; pero, lejos de admitirla, aprueba con todo el peso de su autoridad la interpretación que proponíamos hace poco, a propósito del texto de San Damián: "Cristo —dice— estaba clavado en la cruz, a punto de morir y de volver al sitio de donde había bajado. Hizo sus disposiciones testamentarias, legando su espíritu al Padre, su cuerpo a la Iglesia, su sangre a los pecadores, al ladrón el reino del cielo, a los soldados sus vestiduras, a Pedro su Iglesia, a los Apóstoles el Espíritu Santo y la abundancia de su gracia a los elegidos. Ve a sus pies al discípulo amado, esperando su parte en la herencia del Salvador. ¿Qué te dejaré a ti, querido mío? He aquí tu madre. Es de todos mis bienes el más precioso y el más amado, y te lo doy; tuya es. Y volviéndose a su Madre: He aquí —dijo— tu hijo... Y no vayamos a creer que son estas palabras vacías y estériles. Se han visto hombres doctos y piadosos que han afirmado que esta filiación no se parece en modo alguno a las que, teniendo por fundamento las adopciones humanas, son del todo exteriores y no llevan consigo cambio alguno de la intimidad del sér. Aquel que todo lo ha creado con una sola palabra, ¿no puede hacer un hijo de quien no lo era? Si pudo hacerlo, lo hizo. Así razonan estos que he dicho. Cristo, en efecto, no dijo: "Tenia por tu Madre", sino que dijo con un tono más afirmativo: "He aquí tu Madre." 
     "Que esta opinión sea devota y religiosa, no lo niego; sin embargo, no me atrevo a darle fe. La Virgen Santísima es, por consiguiente la Madre de Juan, no por una disposición puramente legal, no por naturaleza, sino por gracia. Con justicia, pues, la tomó el discípulo consigo desde aquella hora. El Señor imprimió con esta palabra en el Corazón virginal de María un amor maternal hacia San Juan, pero un amor más fuerte y más ardiente que el que naturalmente se produce en el corazón de las madres. Y recíprocamente infundió en las entrañas del Apóstol un respeto filial hacia la Virgen, tal como hijo alguno tuvo jamás para su madre. De igual modo, pues, que al decir: "Este es mi cuerpo" hizo del pan su verdadero cuerpo, así cuando dijo: "He aquí tu hijo", transformó por amor el que no era más que pariente en hijo. Pero no es, sin embargo, un lazo de naturaleza, sino de gracia; más levantado, no obstante, y más íntimo del que hubieran podido formar la ley y la adopción humanas" (S. Thom. de Villanova, Conc. I de S. Joan Apost., n. 9. Opp., t. II, p. 585, sq.).
     He aquí, por tanto, lo que debió ser el efecto ex opere operato de las palabras del Señor, en su Madre y en su discípulo amado. Y es también la virtud que Suárez les reconoce como la única verosímil: "Varios han afirmado y hasta publicado por escrito, dice el grave teólogo, que las palabras de Cristo tuvieron una eficacia verdaderamente singular: la de producir el efecto propio y físico que significaban. Hubieron, por consiguiente, impreso en la Virgen y en el discípulo amado la relación física y real de una madre para con su hijo y de un hijo con su madre lo que manifiestamente es una ficción y una imposibilidad. Porque relaciones de este género suponen un fundamento que aquí no existe. Lo que, no obstante, es verosímil, es que Cristo imprimió con las mismas palabras un amor recíproco entre la Virgen Santísima y San Juan; una fuente de amor maternal en Ella y una fuente de amor filial en él" (
De Myster. Vitae Christi, D. 37, S. 4, § Tertium verbum... Suárez añade: Sed de hoc alias. Si quiso con esto prometer explicaciones más amplias, no sabemos en qué parte de sus obras podrían hallarse).
     Idénticos pensamientos en Cornelio Alápide: "Las palabras de Cristo no son como las de los hombres, puramente orales y sin eficacia, sino palabras de Dios, reales, eficientes, que producen lo que significan. Por eso grabaron en el Evangelista un amor y un espíritu filial hacia la Virgen Santísima, tal como se debe tener para con una madre" (
Cornel. Alápide, Comment. in Evang. Joan, XIX).

     II. Por consiguiente, si, como lo hemos demostrado y como este último autor lo reconoce también, Cristo, en persona de San Juan, se dirige a la universalidad de sus discípulos, este mismo efecto deben producir sus palabras en ellos, respecto de María. Por lo demás, larga sería la lista de autores en los cuales se halla tal doctrina.
     Bossuet la ha predicado formalmente en uno de sus más hermosos sermones: "Deciros cómo estas palabras, lanzadas del Corazón del Hijo, se clavaron profundamente en el Corazón de la Madre, y la impresión que produjeron en él, cosa es que no me atrevo a tocar. Pensad solamente que quel que habla, obra todas las cosas con su palabra omnipotente; que esta palabra debe tener un efecto maravilloso, sobre todo en su Madre Santísima, y que para darle más fuerza, la ha animado con su sangre y la ha proferido con una voz moribunda, casi con el último suspiro. Todo esto junto y unido, no es imaginable lo que fué capaz de producir en el alma de la Santísima Virgen".
     Bossuet, Segundo Sermón para el Viernes de la Semana de Pasión, 2° punto. Hay que interpretar en el mismo sentido, según creemos, a lo menos en lo concerniente a San Juan, este texto de Arnaud, obispo de Chartres: "Vices filii naturalis accepit adoptivus, et transfunditur in ministrum filialis affectus, formaturque et firmatur in ambobus pietatis unicae gratus concorsque complexus, non ex traduce naturae, sed ex munere gratiae" (Ernald. Carnotens., de Verbi Domini in Cruce, tract. III, P. L., CLXXXIX, 1696)

     Pasamos en silencio otra porción de testimonios atribuyendo la misma eficacia a las palabras del Salvador. Se hallarían en abundancia acudiendo a las obras que reconocen en esas mismas palabras una proclamación de la maternidad de gracia (Véase más arriba, 1. VI, c. 2, p. 286 y sigs.).
     Ahora bien; lo que la autoridad del testimonio nos lleva a creer, la naturaleza misma de las cosas y la experiencia se unen también para persuadírnoslo. He dicho la naturaleza de las cosas. Recordemos el gran Principio establecido por Santo Tomás de Aquino, cuando se trataba de determinar las perfecciones de gracia concedidas a la Madre de Dios: "Cuando Dios escoge por Sí mismo alguna de sus criaturas para una función especial, la dispone por adelantado y la prepara a cumplir dignamente el ministerio a que la destina" (
S. Thom., 3 p., q. 27, a. 4. Cf. p., 1. p., 1 III, c. 3, t. I, p. 256 y sigs.).
     Si en ciertas circunstancias muy especiales un hombre rico y poderoso deja por testamento a un extraño por hijo de su madre, deberá, si es prudente y si los ama, recomendarles que tengan él para ella y ella para él sentimientos conformes con los nuevos lazos que los unen. Es todo lo que puede hacer, y no más. Pero lo que basta para un hombre, no basta cuando es Dios el que forma esta alianza, porque su poder va más lejos.
     Así, vemos que el orden de la naturaleza ha plantado en el corazón de las madres y en el de los hijos un afecto mutuo, tan espontáneo, tan universal, que para carecer de él sería preciso despojarse del ser humano. Dios no puede ser menos liberal en el orden de la gracia. Por consiguiente, y es una conclusión que se impone, haciendo y declarando a María Madre nuestra, ha debido darle superabundantemente el corazón, las disposiciones, los sentimientos y el afecto de una madre. Por consiguiente, las mismas palabras que, salidas de su corazón más todavía que de su boca, se oyeron en el Calvario, dirigidas a la Virgen bendita, llevaban en sí una llama de amor que la abrasó en amor maternal hacia los hombres. Y estas mismas palabras prendieron en el corazón de los discípulos un amor filial a María que no debe extinguirse jamás, porque la filiación que sancionan durará tanto como la maternidad; es decir, hasta la consumación de los siglos y aún más allá.
     ¿No es esto lo que nos descubre en cada página y casi en cada línea la historia del pueblo cristiano? Jamás palabras algunas han tenido un comentario tan vivo y tan palpable. No es éste lugar de referir las universales manifestaciones de este doble amor. La ternura y la abnegación de la bienaventurada Virgen no se cansan ni se agotan nunca: continuamente resuena en su corazón la amantísima y poderosísima voz del Hombre-Dios, diciéndole: "Mujer, he aquí a tu hijo." Y lo que decimos de la Madre hay que entenderlo, guardada la debida proporción, de los hijos que le fueron dados.
     Es que la palabra de Jesús: He aquí a vuestra Madre, obra siempre a través de los siglos, poniendo en los corazones de los fieles respeto, confianza y amor instintivos hacia su divina Madre. 
     Recordamos que el abad Guerrico ha señalado con mucho acierto este doble efectoen su primer sermón sobre la Asunción de María. Después de haber mostrado la vivacidad y duración de los sentimientos maternales de esta Virgen, aun rechazada por sus hijos, añade : "Vide autem si non et filii matrem videntur agnoscere, dictante utique ipsis veluti quadam naturali pietate fidei, ut ad invocationem nominis ejus refugiant in ómnibus necessitatibus et periculis, tanquam parvuli ad sinum matris" (Guerric. Abb., in Assumpt., scrrn. I, nn. 3 et 4, P. L., CLXXXVI, pp. 188, 189).

     No nos pongáis por delante, como objeción, a esos cristianos que son para Ella olvidadizos o indiferentes, porque hay muchos hijos naturales que no son ni más amantes, ni más respetuosos hacia su madre carnal, o porque no han tenido la dicha de conocerla, o porque están más o menos desnaturalizados. Si la conducta de éstos no prueba nada contra la voz común de la naturaleza, ¿por qué desconocer la de la gracia, bajo el pretexto especioso de que no siempre es oída y atendida?
     Por lo demás, podemos invocar en este asunto un testimonio bien respetable. Es León XIII quien lo da en una de sus Encíclicas sobre el Rosario. Hablando de la indulgencia y de la benignidad sin medida de la Virgen Santísima, nuestra universal Mediadora junto a su Hijo, añade el Pontífice: "Así es como Dios nos la ha preparado. Por lo mismo que la dió por Madre a su Unigénito, la inculcó sentimientos maternales, sentimientos que sólo respiran amor y perdón... Así también la proclamó Jesús desde la cruz, cuando encomendó a sus cuidados y a su amor a todo el género humano, en la persona de Juan, su discípulo amado; así, en fin, se dió Ella misma cuando, recogiendo con un corazón varonil la herencia de inmensa labor que le dejaba su Hijo moribundo, comenzó sin tardanza a cumplir con todos sus deberes de Madre.
     "Y este designio de misericordia realizado en María por Dios y confirmado por el testamento de Cristo, lo sintieron desde el principio dichosamente los Apóstoles y los primeros fieles. Lo sintieron también los venerables Padres de la Iglesia y todas las naciones cristianas de todas las edades con ellos. Y aun cuando sus palabras y escritos enmudecieran, una voz escapada de todo pecho cristiano nos lo recordaría elocuentemente. Y la razón es que la fe divina, por un impulso poderosísimo y dulcísimo, nos empuja y nos lleva a María... Muy dignos de lástima son aquellos que, participando de nuestra santa fe, se atreven a motejar a veces como excesivo y exagerado nuestro culto hacia la Virgen Madre, porque en esto hieren grandemente la piedad filial'
(
Leo XIII, Encycl. Octobri mense; 22 sept. 1891).
     El mismo Soberano Pontífice, en otra Encíclica, habla también de esta devoción filial de los cristianos hacia María, como de un sentimiento que les es en cierto modo natural. Recuerda la escena del Calvario; cómo en la persona de su discípulo, Cristo había designado a María por madre de todo el género humano, pero especialmente de los fieles; cómo, después de haber sido la Cooperadora de la Redención, recibió esta Señora un poder casi inmenso para dispensar los frutos de la gracia. "He aquí por qué —continúa León XIII— las almas cristianas, movidas por una especie de impulso nativo, se dirigen a María; por esto le comunican confiadamente sus proyectos, sus obras, sus penas y sus gozos; por esto se encomiendan a Ella, con todo lo que tienen, entregándose a su solicitud y a su bondad como hijos: more filiorum" (
Leo XIII, Encycl. Adjutricem populi, 5 sept. 1895).

J. B Terrien S.J.
LA MADRE DE DIOS ... 

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