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sábado, 31 de mayo de 2014

31 de mayo Fiesta de María, Medianera de todas las gracias

INTRODUCCIÓN 
Génesis de la fiesta.  
     En los últimos años de su gloriosa vida, el Cardenal Mercier tomó muy a pechos lograr que se decretara para María un nuevo título: el de Medianera de todas las gracias. Una nueva efusión de bendiciones divinas sería, según el piadoso prelado, la respuesta celestial a la proclamación oficial que definiera el dogma de esta Mediación.

     Bajo su iniciativa e impulso, los teólogos de varias naciones. particularmente de Bélgica, de España, de Francia, de Holanda y de Italia, fueron llamados a pronunciarse sobre la definibilidad de tal prerrogativa (Merecen especial mención los estudios del R. P. Bover, S. I., De B. V. Maria, universali gratiarum mediatrice, Barcinone, 1912, y de J. Bittremieux, Prof. de Lovaina, De mediatione universali B. M. Virginis quoad gratias, I vol. in 8.°, 319 páginas, Bruges, Beyaert). Unas comisiones, por ejemplo en Bélgica y en Roma, fueron constituidas para el estudio de la cuestión que suscitaba. El Congreso Mariano, flamenco y francés, celebrado en Bruselas, del 8 al 11 de septiembre de 1921, hizo de esta cuestión el objeto principal de sus trabajos (Las Memorias y la reseñas francesas aparecieron en 1'Action catholique de Bruselas; las flamencas, en Bruselas).

     Algunos meses antes, el 12 de enero de 1921, para secundar los anhelos de la piedad católica, el Sumo Pontífice Benedicto XV, un año antes de que fuera a gozar, junto a María, la recompensa de su celo, instituyó, por un decreto de la Sagrada Congregación de Ritos, la fiesta de Maria Medianera de todas las gracias, con Misa y Oficio propios (Festum Mariae Mediatricis omnium gratiarum. Tal es el titulo oficial de la Misa. En las oraciones de la Misa se ha omitido la palabra omnium; María es simplemente llamada Madre y Medianera de gracias).

     La celebración de la fiesta, juntamente con los actos pontificios, particularmente de León XIII (Octobri mense, 22 de septiembre de 1891, y Secunda semper, 8 de septiembre de 1894), de San Pío X (Enc. Ad diem illum, 2 de febrero de 1904), de Benedicto XV (22 de marzo de 1918), decreto por el cual se conceden indulgencias a la Congregación de Nuestra Señora de la Buena Muerte; el discurso de 6 de abril, aprobando los milagros para la canonización de Santa Juana de Arco y la carta de S. S. Pío XI, de 10 de junio de 1923, a los obispos de Bélgica, en los cuales la mediación universal de la Santísima Virgen es afirmada, recordada y recomendada, son de tal naturaleza, que pueden apresurar, si entra en los designios de la Providencia divina, la proclamación dogmática, manifestada por tantos deseos. Esta es una tazón, por la cual nos aplicamos especialmente a meditar este tema. ¿Acaso no puede contribuir nuestro fervor a una nueva exaltación de la Madre de Dios, a la que también nos complacemos en llamar Madre nuestra?
     Sin embargo, conviene no se yerre sobre el sentido y el alcance de la Mediación de María. He aquí por qué parece oportuno que este ejercicio vaya precedido de una breve exposición doctrinal.

Exposición doctrinal

     El mediador es un amigo común entre dos personas a las cuales separa una lamentable enemistad. Cuanto más justificada es, por una parte, la enemistad, tanto mayor crédito supone en el mediador el éxito de su gestión. Este crédito aumenta en razón de la intimidad que une al mediador con las dos partes enemistadas. Si, además, ofrece a la parte ofendida una reparación proporcionada a las ofensas; si satisface completamente por la injuria recibida, entonces una cierta conveniencia exige que este ofrecimiento y esta satisfacción sean aceptados, pero sin crear una seria obligación. Pero cuando la aceptación ya ha tenido lugar, la reconciliación se hace sobre las bases de la justicia: el mediador es llamado Mediador de justicia.
     Nadie puede entender hasta qué punto era cruel y contra naturaleza el divorcio, que, desde el pecado original, separaba a la humanidad de su Creador, y hasta qué punto era atroz la injuria que lo había acarreado. Jesucristo se interpuso misericordiosamente para ser nuestro mediador. Hombre-Dios estaba, a la vez, autorizado para hablar a los hombres y para defender su causa ante Dios: era, y sólo El podía ser, el mediador natural. El valor infinito, que la dignidad de su persona vinculaba a todos sus actos, permitió también únicamente a Él ofrecer a Dios una superabundante satisfacción por la humanidad culpable. Esta satisfacción, lo sabemos por la Fe, fue la de su pasión y la de su cruz. Así llegó a ser mediador de justicia. Sólo El mediador natural y sólo Él mediador de justicia, Jesucristo 
es, de esta manera dos veces único mediador, único necesario y único suficiente.
     Toda otra mediación entre Dios y el hombre no se puede concebir sino subordinada a esta mediación indispensable, de la cual saca todo su valor.
     De hecho, Nuestro Señor, ha merecido, primero para su Madre y, después, para los demás hombres, la gracia santificante, que los acerca a Dios, puesto que los diviniza, y ha querido, en diversos grados, constituirlos, bajo Él, mediadores por su gracia. Fundada en la gracia santificante merecida por Jesucristo, esta mediación, lejos de obscurecerla, glorifica la mediación de justicia, de la cual es una pura participación.
     Esta mediación participada puede concebirse en un sentido más lato, relativo a la Encarnación y a la Redención en sí mismas, y, en un sentido propio, relativo a la dispensación de las gracias merecidas por la obra reparadora de Jesucristo.
     Relativo a la Encarnación y a la Redención en sí misma, en el sentido de que Dios puede tener en cuenta la fidelidad prevista de las criaturas enriquecidas de gracias por Jesucristo, para decidir la Encarnación y la Redención.
     Relativo a la dispensación de las gracias ya merecidas, primeramente en el sentido de que Dios, para llamar a los infieles a la fe, para convertir a los pecadores y santificar a los justos, puede querer que a la causa eficiente de las gracias que es sólo Jesucristo, se añada la influencia moral de la oración formal y de las obras impetratorias de sus buenos servidores; y también en el sentido de que puede permitir suplir el defecto de nuestras oraciones y de nuestras acciones para darnos, por misericordia, las gracias de Jesucristo.
     Honrando a María le atribuimos esta triple mediación, llevada al mayor grado posible en una pura criatura.
     La saludamos Medianera por la Encarnación y por la Redención, por causa de sus méritos y de sus oraciones previstas desde toda la eternidad ; por causa de su consentimiento a la misma Encarnación y por causa de la parte q
ue tomó en el sacrificio de la Cruz: en el Calvario, como en un templo, ofreció a Jesucristo con el mismo Jesucristo.
     La saludamos Medianera por la dispensación de las gracias, reconociendo la influencia de su intervención en dicha distribución. En este caso, si ninguna gracia dada a los hombres, y aun a los ángeles, escapa a su influencia, esto justifica el título de medianera de todas las gracias. Sin embargo, hay que exceptuar de esta universalidad la primera gracia recibida por ella misma (Tal es la opinión común, que M. Bittremieux (pág. 141) tiene por cierta. Recordemos, empero, que la teología de esta Mediación dista mucho de estar acabada), sin la cual sería impotente para obtener cosa alguna.
     Finalmente, la saludamos Medianera entre Jesucristo y los hombres, reconociéndola Madre de Misericordia, para suplir todas nuestras insuficiencias y para obtener para todos, pobres pecadores, los efectos de la redención.
     Esta triple mediación es una Mediación por gracia en su título, y de intercesión en su ejercicio, porque es debido a una primera gracia otorgada gratuitamente a María y porque se acentúa en el valor impetratorio de los méritos y de la intercesión de esta Madre de Dios y de los hombres.
     La fiesta de María Medianera de todas las gracias es un solemne homenaje tributado a esta triple mediación. Sin embargo, la finalidad pretendida por la institución de la fiesta y el mismo título de Medianera de todas Las gracias atrae especialmente nuestra devoción sobre la influencia de María en la dispensación de las gracias. Nos complacemos en reconocer esta influencia como universal, con la esperanza de que, iluminada con toda claridad, por los estudios de los teólogos y prudentemente formulada, esta verdad llegue a ser, por la autoridad del Pontífice infalible, un dogma explícito de la Fe.


Plan de la meditación
     «Qui elucidant me vitam aeternam habebunt»
     Los que me dan a conocer, tendrán la vida eterna (Eccl. XXIV, 31. Hay que notar que este versículo es de la Vulgata. La Iglesia aplica a María estas palabras que se refieren a la Sabiduría).
     La mediación es el principió de una filiación espiritual.

     En el primer punto la consideraremos en nosotros con respecto a Jesús; en el segundo punto, también en nosotros con respecto a María: por este medio, conoceremos naturalmente el objeto particular de la nueva fiesta y la tarea especial, a cuyo desempeño estamos invitados.

MEDITACIÓN
     1° Preludio. — Imaginemos el Calvario, en el momento en que Jesús confía su Madre a San Juan, diciendo a éste: «Hijo, he aquí a, tu Madre».
     2° Preludio. — Pidamos a Nuestro Señor que, por amor a su Madre y a los hombres, nos dé a conocer mejor lo que Él y su santa Madre son para nosotros y que se acreciente con respecto a ellos nuestra confianza y nuestra devoción.

I. JESÚS MEDIADOR DEL PADRE
     I. 1. Sabemos por la fe que Jesús, merced a la unión de una naturaleza humana con su persona divina, es nuestro mediador.
     Mediador, que, interponiéndose entre su Padre y nosotros nos ha reconciliado con Él; mediador de quien manan sobre nosotros todas las gracias, como de su fuente meritoria;
     Mediador, en cuyo nombre nuestras oraciones suben al cielo;
     Mediador de justicia, que ofrece a su Padre una reparación más que adecuada, un precio superior a todo favor solicitado;
     Mediador de justicia, único, sólo necesario y plenamente suficiente.
     La Iglesia tributa homenaje a este mediador terminando así sus oraciones: «por Jesucristo, Nuestro Señor».
     2. Todos los cristianos conocen la Mediación de Jesucristo, pero pocos saben que Jesucristo es, por lo mismo, nuestro Padre. Con más frecuencia es presentado como el primogénito entre muchos hermanos. Lo es, ciertamente. ¿Acaso no dijo él mismo, en el mensaje que, después de su 
resurrección, confió a las santas mujeres: «Id a anunciar a mis hermanos que vayan a Galilea»? (Matth. X, 28).
     Sin embargo, esta cualidad de Padre, referente a nosotros, no es menos verdadera. San Pablo celebra en él al nuevo Adán, al nuevo Padre del género humano, hombre celestial, cuyos rasgos debemos reproducir, a la manera que nos habíamos parecido al primer hombre terrenal (Cor., XV, 45-49).
     3. ¿Por qué Nuestro Señor nos da la mediación como Padre? Porque como mediador, nos merece y nos transmite la vida sobrenatural de la gracia.
     4. Mientras, en el orden natural, el padre transmite la vida una vez, sin ninguna otra influencia, Nuestro Señor nos hace vivir durante todo el decurso de nuestra existencia. El mismo se comparó a una viña, de la cual somos nosotros los sarmientos. La cepa de la vid no cesa de hacer pasar por las ramas la savia, sin la cual se secan y mueren. Asimismo Vuestro Señor no cesa de engendrarnos a la vida sobrenatural, por un influjo continuo, que conserva y aumenta en nosotros la gracia santificante.
     5. La Mediación de Nuestro Señor, este beneficio, en el cual se fundan todas nuestras esperanzas, reviste un aspecto maravilloso y conmovedor, cuando entendemos que este beneficio nos lo concede un Padre y que este Padre es Jesucristo.
     II. Los brazos paternales de Jesucristo están ampliamente abiertos, siempre prestos a acogernos. ¡Sean ellos nuestro perpetuo refugio! Vivamos y muramos en estos brazos, sobre el corazón de nuestro Padre. En la efusión de nuestro agradecimiento, no nos olvidemos de hacerle esta promesa: «Padre, somos débiles y vacilantes, pero nunca toleraremos que nos falte nuestra confianza».


II.    MARIA, MADRE Y MEDIANERA
     I. 1. Cuántos cristianos dicen y repiten con San Estanislao: Mater Dei et Mater mea. María madre de Dios, es también mi madre.     Mas para la mayor parte de los cristianos ¿en qué consiste esta maternidad ?
     Interrogados nos responderían: María es nuestra madre, porque puso en el mundo a Jesucristo.
     María es nuestra madre, porque nos ama tanto y más que una madre.
     Pensamientos indudablemente justos, emocionantes y confortadores. Pero, ¿contienen toda la verdad? ¿Contienen la mejor parte de la verdad?
     2. No lo parece. Madre por adopción y en sentido figurado, es también real y verdaderamente nuestra madre, porque nos ha dado la vida, como toda verdadera madre la da a sus hijos. ¿Qué nos enseña la tradición? Coloca a María al lado de Jesús. Como Eva fue puesta al lado de Adán. Eva, en el orden físico, es lealmente la madre común de todos los hombres, porque todos hemos recibido de ella la vida. María, nueva Eva, también debe engendrarnos a la vida. ¿A qué vida? A la vida superior de la gracia.
     3. Mas ¿cómo podemos recibir de María una vida que, toda entera, nos viene por Jesús? Porque la gracia de Jesús puede descender sobre nosotros por la intercesión de María.
     Desde lo alto de la cruz, Jesús derramó en el corazón de su Madre una plenitud de gracia, que María por su oración había de distribuir entre los hombres, los cuales, de esta suerte, llegarían a ser sus hijos. Luego, por las gracias, de las cuales es una especie de canal, María es medianera, no de justicia, sino de gracia, es decir, por vía de simple intercesión y por un mérito de congruo
(
Bittremieux, De Mediatione universali, pág. 40). La deuda del pecado se extinguió por los méritos de Jesucristo. Jesús reconcilió el cielo y la tierra. Pero plugo a la divina Providencia, que dio una madre a Jesús, distribuir por la intercesión de María las gracias que fluyen de esta feliz reconciliación. Plugo a la divina Providencia que la Madre de Jesús fuera de esta manera también nuestra Madre.
     4. He aquí la persuasión que se trasluce en los documentos pontificios de nuestra época; he aquí lo que la gratitud y la confianza nos hacen reconocer en María; he aquí lo qué decimos con San Bernardo (De Aquaeductu, Migne, P. L. 183, 445): «Totum nos habere voluit per Mariam», Dios ha querido que todo nos venga por María; he aquí la verdad que, para gloria de nuestra Madre, tantos fieles, tantos sacerdotes, tantos obispos, desean ver definida como dogma de fe.
     5. Así como Jesús es nuestro Padre como Mediador, de la misma manera María es nuestra madre, ante todo, como medianera.
     Las tres oraciones de la misa de esta fiesta unen, en una misma expresión, la mediación y la maternidad de María.
     Solamente nuestra piedad se ha habituado a mirar en Jesús al Mediador y a honrar en María su cualidad de madre.
     II. Tengámonos por felices por haber adquirido de esta manera, bajo la dirección de la Iglesia, un conocimiento más claro de Jesús y de María.
    Juntemos, en adelante, más exprofeso, en nuestra veneración y en nuestro afecto filial, a Jesús, Mediador y Padre, y a María, Madre y Medianera.
     Demos gracias a la divina Sabiduría, la cual, en la nueva economía de nuestra regeneración, se ha complacido en asociar, como en el orden de la generación natural, una madre a un primer padre.
     La Iglesia nos hace decir con mucha razón: «si admiramos la gran obra de la creación del mundo, más admirable aparece la restauración» (
En el Lavabo de la Misa).

III. LA FIESTA DE MARÍA MEDIANERA
     I. Participando de la consoladora convicción de muchos pontífices y de numerosos santos, celebremos la fiesta de María Medianera como una fiesta de gratitud y, al mismo tiempo, de esperanza confiada para ella y para nosotros.
    De gratitud. Hemos de dar las gracias a María por todos los bienes que nos ha valido su maternal mediación; después, remontándonos más alto, hemos de bendecir a J
esús por haberse asociado a su Madre, a fin de colmar el género humano de gracias y favores.
     De esperanza confiada para María. En efecto, si esta fiesta se extiende de día en día hasta hacerse universal, si va ganando el corazón del pueblo fiel, prepara la proclamación dogmática de la mediación universal de María.
     De esperanza confiada para nosotros. Acrecentando el fervor de nuestra devoción y haciendo resaltar ante nuestros ojos el valimiento de María, esta fiesta nos dispone para recibir una gran abundancia de gracias. María, como Jesús, sólo espera de nosotros mejores disposiciones para enriquecernos más y más.
     II. 1. Fiesta de gratitud y de esperanza, la fiesta de María Medianera ha de ser también una fiesta de apremiantes súplicas.
     Hemos de rogar a Dios, para que se digne derramar sobre el mundo, o mejor sobre la Iglesia, las luces necesarias para la prudente promulgación de un dogma nuevo.
     2. Inspirándonos en los ejemplos de muchos santos, que estaban seguros de la maternal e incesante intervención de María en su favor, pidamos a Dios que nos conceda lo que María pide por nosotros.

COLOQUIO
     Acudamos a María como a una Madre que posee toda nuestra confianza y a la cual deseamos ver cada día más glorificada.
     Pidamos a Dios Padre esta glorificación para Jesucristo.
     Roguemos bendiga nuestra acción y nuestro apostolado por Jesús y por María.
Arturo Vermeersch S.J.
MEDITACIONES SOBRE LA SANTÍSIMA VIRGEN

viernes, 23 de mayo de 2014

SAN IGNACIO DE LOYOLA (10)

Capitulo Noveno 
(Primera parte)
EL MAESTRO DE ARTES DE PARIS 
(Febrero 1528 a marzo 1535)

     Ignoramos todo lo referente al viaje de Iñigo; desde Barcelona a París el camino es largo, pero es preciso contentamos con unos pocos detalles consignados en una carta suya a Inés Pascual. (1) “Por la gracia y la bondad de Dios Nuestro Señor, favorecido por el tiempo y enteramente a salvo en mi persona, llegué a esta Ciudad de París el día 2 de febrero, resuelto a estudiar aquí hasta que el Señor me ordene otra cosa.” Lo pintoresco de los nuevos países que atravesaba, los acontecimientos religiosos que agitaban a Francia, la rivalidad de Francisco I y de Carlos V, dirían sin duda alguna cosa al espíritu alerta del viajero; pero no sabemos qué, y él no juzgó a propósito instruirnos de ello; conocer y cumplir la voluntad de Dios era el solo asunto que tenía verdaderamente en medio de su corazón.
     La Universidad de París (2) en el momento en que Iñigo de Loyola llegó a ella para seguir sus estudios, difería bastante de las de Valladolid, Salamanca y Alcalá. Era un centro intelectual mucho más antiguo, mucho más complicado y mucho más internacional. La situación geográfica de Francia, su carácter especial de Hija primogénita de la Iglesia, hicieron de su capital desde la edad media una especie de encrucijada de los grandes espíritus. En los días del Renacimiento y de la Reforma, París ofrecía más que nunca el mismo espectáculo.
     En la Sorbona, en Navarra, en los conventos de los Jacobinos y de los Cordeleros la Teología se enseñaba a personas que venían de todas partes. Las Facultades de Derecho y de Medicina tenían también su clientela multicolor. Pero eran sobre todo las cátedras de Filosofía, de Retórica y de Gramática, las que se enorgullecían de reunir en casi sesenta colegios a estudiantes de todos los rincones de Europa. Estos estaban agrupados, según el título consagrado, en Cuatro Naciones: “Nación de Normandía” para los normandos, los bretones, los angevinos y los manzones; ‘Nación de Picardía” para los arlesianos y valones; “Nación de Inglaterra o de Alemania” para los escoceses, los ingleses, los alsacianos, los alemanes y los suizos; “Nación de Francia” para los franceses del Este, Centro y Sur, para los italianos, españoles y portugueses.
     En esta república del saber, el pueblo es numeroso, agitado, celoso de sus derechos, quisquilloso sobre las costumbres, tramposo en las disputas, tumultuoso en sus reclamaciones. La facultad de Artes, la más antigua de todas —praeclara Facultas— nombraba al rector de la Universidad, cuyas funciones duraban tres meses solamente. Los procuradores de cada nación, como los antiguos documentos lo atestiguan, eran ardientemente celosos de esta preeminencia y defendían contra las iniciativas de las otras Facultades sus privilegios propios; en estos combates no era raro que los concursos de elocuencia acabaran a mano armada. Es necesario añadir que por los alrededores de 1328 las cuestiones de estatutos eran insignificantes respecto de las cuestiones de método y de doctrina que agitaban a la Universidad de París.
     El Rey de Francia de entonces, Francisco I, era llamado el Padre de las Letras, y no era todo adulación en este título, porque el Rey amaba verdaderamente las Letras y los letrados; y si no ejercía siempre su protección con la decisión y clarividencia que hubieran convenido al jefe de un gran pueblo católico, sus debilidades mismas descubren la gravedad de las horas de su reino (3). En aquellos momentos el Renacimiento estaba en todo su esplendor en París y la Reforma comenzaba a brotar. Estas dos palabras bastan para indicar qué clase de problemas se presentaban a la Universidad. Cuando Iñigo de Loyola llegó en 1528 a inscribirse en el colegio de Montaigu, como estudiante de Gramática, Lutero había sido ya condenado por León X en 1520; rompió definitivamente con la Iglesia y con el Imperio en la Dieta de Worms en 1521 y sus libros traducidos al latín comenzaron a circular en Francia en 1525; Juan Calvino estudiaba Derecho en Orleans y en Bourges; pero no tardaría en dirigirse a París en 1531, donde se instalaría en el Colegio de Fortet y resbalaría prontamente en un protestantismo de su elección, cuyo manifiesto doctrinal será la Institución Cristiana (1535).
     Frente al luteranísimo, la Sorbona (4) tomó posiciones a buen tiempo; el Parlamento la siguió con resolución; pero la Corte contemporizaba. Luisa de Saboya era muy firme, pero Margarita de Navarra más indulgente. Tan fiel como su madre en la creencia y tan celoso como su hermana en representar un papel de Mecenas, Francisco I oscilaba del rigor a la apatía. Se le vió unas veces ordenar algunos suplicios y otras defender a los sospechosos a riesgo de comprometer con este doble juego la doctrina católica que a pesar de todo quería sostener. En este embrollo de tendencias diversas los humanistas estaban divididos.
     En Francia, como en Alemania y en Italia, había antes de la aparición de Lutero, un humanismo que abría el camino al protestantismo, desacreditando el latín medioeval, burlándose de las sutilezas de la Escuela, sacudiendo el yugo de la Teología sobre las ciencias humanas y despreciando la concepción cristiana y tradicional de la vida. Pero existía también, anteriormente a Lutero, un humanismo muy diferente. Sus adeptos eran amigos de los refinamientos del lenguaje, preconizaban con gusto nuevos métodos para el estudio de las Letras, de la Filosofía y de la Teología, pretendiendo que era únicamente en las fuentes de la antigüedad clásica y de la antigüedad cristiana, donde los espíritus podrían abrevarse del verdadero saber. En el fervor de sus deseos de renovación intelectual externan a veces críticas virulentas contra la rutina de las ideas, de las instituciones y de los hombres; pero a través de estas iniciativas y de esas censuras no se parecen a los protestantes sino en apariencia; sus esfuerzos tendían únicamente a aquella reforma en la cabeza y en los miembros que la cristiandad de occidente deseaba con todas sus ansias desde hacía dos siglos. Si se equivocaban en algunos puntos pensaban que esos puntos no comprometían a la fe, porque deseaban permanecer católicos. Gil de Viterbo en Italia, Nicolás de Cusa en Alemania, encarnan este espíritu de tradición y de progreso; y no faltaban franceses que llevaron en sí un alma semejante. Guillermo Fichet, Roberto Gaguín, José Clichtove, Guillermo Budé, Guillermo Petit, Germán de Brie, para limitamos a algunos nombres significativos, forman una cadena viva de influencias parisienses, por la que circula esa doble corriente de humanismo y de fe (5). Puede también unírseles Lefevre de Etaples (6).
     Por sus relaciones con Erasmo y Reuchlin y por ciertas de sus fórmulas, algunos de estos reformistas parecen andar en coqueterías y complicidad con el protestantismo; pero en realidad son antiluteranos. Hasta en el cenáculo evangélico de Meaux y entre los protegidos de Margarita de Navarra, es preciso distinguir espíritus y tendencias de una gran diversidad (7).
     En los sesenta colegios de la capital el grupo de los principales y los regentes conserva hacia la Iglesia la misma obediencia. La autoridad de la Sagrada Facultad de Teología se imponía a ellos. Ora se tratase de los libros de Lutero o de los de Berquín, no se ve a ningún maestro levantarse para defenderlos; y en las procesiones solemnes, ordenadas para reparar las blasfemias de los herejes, la Universidad toma voluntariamente su lugar al lado del Parlamento y del Clero, protestando así su fidelidad a la religión nacional. Sin duda en medio de los múltiples problemas que se agitaban, aquellos hombres instruidos no suscribían todas las opiniones del síndico de la Sorbona, Noel Veda (8). Pero en el fondo mismo de la doctrina católica desean permanecer en la Iglesia y con la Iglesia. El rector Nicolás Cop y algunos otros fugitivos no son sino excepciones.
     Tal es el agitado medio viviente, tranquilizador y peligroso a la vez, en el que Iñigo de Loyola va a permanecer durante siete años como aprendiz del saber. Llega allá provisto solamente de algunos pocos conocimientos de la gramática latina; pero es de edad madura, tiene una prudencia innata, el alma recta y noble, y su corazón está consagrado a Dios. Recomenzará en Montaigu sus clases de Gramática; hará en Santa Bárbara todos sus estudios filosóficos y los Dominicos del Convento de la Calle de Saint Jacques serán sus maestros de teología. Vamos a seguirle bien pronto en estos tres medios tan desemejantes para tratar de medir lo que aprendió; pero antes hemos de notar algunos incidentes de su vida que nos ha referido él mismo.

*
*          *

     Al llegar a París se alojó en una hospedería frecuentada por españoles, probablemente en las cercanías del Hospital de Saint Jacques. “Poco después recibió de un mercader de Barcelona, 25 escudos en un billete.” Los amigos catalanes permanecían fieles a su protegido. Pero Iñigo firme en sus costumbres de pobreza evangélica, dio a guardar su dinero a uno de sus compañeros de la hospedería, el cual estimulado por este buen suceso, indiscretamente gastó aquel tesoro hasta tener que confesar, un día, al interesado, que le era imposible devolverle ni un centavo. (9) Cuando llegó la fiesta de la Pascua, Iñigo de Loyola se encontraba sin recurso alguno; y su pobreza le obligó a salir de la hospedería para buscar un refugio en el Hospital de Saint Jacques de los Peregrinos, en la calle Mauconseil más allá de la iglesia y el cementerio de los Inocentes, (10) Seguro ya de un abrigo gratuito, el estudiante no tenía más que mendigar su alimento y no dudó en hacerlo conforme a la costumbre que había tomado en Barcelona y en Alcalá. Pero haciéndolo, se encontró que aquéllo tenía el grave inconveniente de hacerle perder un tiempo precioso. Además la distancia era muy larga entre la calle Mauconseil y la montaña de Santa Genoveva; y el reglamento del hospital se compaginaba mal con el de Montaigu. No podía salir de Saint Jacques sino después de amanecer, y de día volver antes del Angelus. Ahora bien, en Montaigu se seguía el uso común de las escuelas que era dar la primera clase a las cinco de la mañana y una repetición a las siete de la tarde. Reducido por su pobreza a la condición de “martinete” y de “martinete” alojado en un hospital lejano, Iñigo se veía privado diariamente de dos ejercicios escolares, lo que para un escolar de treinta y cinco años, que apenas andaba con los rudimentos del latín, era causa de un retardo deplorable. Deliberó, pues, consigo mismo cómo saldría de aquel apuro y lo que mejor le pareció fue el ponerse a servir a algún regente, como otros hacían, con lo cual tendría al mismo tiempo la habitación, la comida y todas las facilidades de estudiar. Además su fe encontró en la combinación grandes ventajas espirituales: porque, ¡qué gran consolación era para su alma representarse a su amo como a Cristo en Persona, y a los condiscípulos como a los apóstoles, sirviéndoles con espíritu de humildad y de caridad! Faltábale solamente descubrir al profesor que aceptara sus servicios. Para lograrlo rápidamente y mejor, confió su designio al bachiller Castro, a un religioso de la Cartuja de París, que conocía a muchos regentes y aun a otras personas; pero todo fue inútil.
     Por fin un fraile español, a quien le manifestó un día sus dificultades, le aconsejó que fuera cada año a Flandes, y pasando dos meses pidiendo limosna a los ricos comerciantes españoles de aquel país, recogería fácilmente lo que le era necesario para vivir un año entero. Meditó delante de Dios aquel consejo, lo juzgó bueno y comenzó a ponerlo en práctica (11).
     Flandes, como España, formaba parte del dominio de Carlos V. El emperador había nacido en Gante y los flamencos eran muy favorecidos en la Corte. De un país al otro la política y los negocios estaban en estrechas relaciones.
     Brujas, era uno de los centros del comercio internacional. Su prosperidad comenzó a declinar en el siglo XVI, porque a partir de 1516 los alemanes y los italianos preferían Amberes; sin embargo conservó una gran parte de su clientela española. Aquellos ricos negociantes, se agrupaban en torno de la calle que aun ahora se llama La Española, en donde se encontraban los consulados de España y de Castilla. En la esquina de la Calle Española y de la Calle de la Galia, en el hotel llamado Pynappel, vivía Gonzalo de Aguilera; era un cristiano celoso, un gentilhombre auténtico y un opulento comerciante. Iñigo de Loyola fue a llamar a su puerta en sus viajes a Brujas en 1528, 1529 y 1530. Como Gonzalo de Aguilera estaba casado con Ana de Castro, no es difícil que el mismo bachiller Castro haya dado a Iñigo aquella dirección burguesa (12).
     Del mismo modo que los Aguilera, Luis Vives (13), vivía en la Calle Española. Había venido a instalarse en Brujas en 1521 después de haber abandonado su cátedra de la Universidad de Lovaina. Desde que había dejado en 1528 sus funciones de preceptor de la Pricesa María, hija de Enrique VIII y de Catalina de Aragón, Vives volvió a vivir en Brujas y allí se había casado en 1528; con lo que para este español de Valencia era como una segunda patria. La vecindad, y mucho más la celebridad del ilustre escritor, debieron sugerir a los Aguilera el presentar a Vives a un español estudiante de la Universidad de París. El encuentro tuvo lugar en efecto como lo asegura Iñigo mismo, añadiendo Polanco, que fue en una comida familiar que le ofreció Vives.
     Por poco que se hayan leído las obras del filósofo valenciano, ya se imagina uno, sin trabajo, lo que pudo ser aquella conversación. Entre los Canales de Brujas, al borde de los cuales Vives había fijado su morada, miraba a veces hacia la Montaña de Santa Genoveva con algún resentimiento; porque la había frecuentado en otro tiempo y guardaba de ella un mal recuerdo. Teniendo ante él a un estudiante de Montaigu y de Santa Bárbara, debió preguntarle si sus compatriotas continuaban firmes en el castillo de la ignorancia y en hacer a la Universidad de París el detestable servicio de ridiculizarla en toda Europa. Aquel gran hombre estaba poseído en grado igual de un violento amor por la ciencia y por su patria; su espíritu abierto y atrevido sufría con las dificultades que se oponían aun a la marcha de los letrados de todo el mundo; tanto más cuanto sus propias iniciativas le habían valido más de una sospecha. En la famosa controversia que había puesto en apuros a Zúñiga y a Erasmo no había disimulado sus simpatías por el célebre editor del Nuevo Testamento impreso en Basilea en 1519. Es muy posible que semejante hombre teniendo delante de sí a un estudiante de París, se haya tomado la libertad de burlarse de los malos latinistas y los pseudodialécticos que tan cruelmente ha fustigado en sus escritos.
     De sus conversaciones con Vives, Iñigo de Loyola, desgraciadamente, no nos ha dicho nada. Pero sabemos por Polanco (14) un detalle, y es éste: del mismo modo que Erasmo, Vives dudaba de la prudencia de las ordenanzas eclesiásticas acerca de la abstinencia; los alimentos permitidos, decía, son tan buenos como los otros y agradan al gusto del mismo modo si están bien preparados. A lo que Iñigo respondió: “en efecto, los que se tratan bien durante la cuaresma, practican muy mal la penitencia, en vista de lo cual la Iglesia prescribe la abstinencia; pero no es lo mismo con la masa de los hombres, y es a los intereses de la multitud a los que la Iglesia ha querido proveer.”
     Esta discusión sobre la abstinencia debió de ser una breve y apacible disputa. En esta fecha, Vives escribió sus cuatro Libros de Política dedicados al emperador, un Breve Tratado de la Paz ofrecido en homenaje al arzobispo Antonio Manríquez de Lara, un opúsculo sobre la condición de los cristianos que vivían bajo el yugo de los turcos; y a intención de los magistrados de Brujas había ordenado todo un plan de obras de misericordia. Pues bien, Iñigo era un amigo de los pobres, un antiguo peregrino de Jerusalem, un familiar de los Manrique de Lara y un antiguo soldado de Carlos V: hermosa ocasión para un cambio de puntos de vista entre aquellos dos hombres. Sin gran esfuerzo de la imaginación, reconstituiremos la escena, que hubiera podido tentar a cualquier pintor flamenco: en una hermosa sala-comedor, Vives prodiga la agudeza de su espíritu; su mujer Margarita Valdaura y la flor de la colonia española en Brujas, lo escuchan encantados; y sus ojos curiosos pasan del amable señor de la casa a aquel estudiante de París vestido con su larga túnica negra, el rostro sereno, el aire modesto, que dice de vez en cuando una palabra cuando la conversación toca las cuestiones del día.
     Amberes, rival de Brujas y naciente metrópoli del comercio de los Países Bajos, recibió también la visita de Iñigo de Loyola en sus viajes de limosnero. La tradición, y nunca ha variado, conserva el nombre de un hombre de bien que acogió a su paso al pobre de Jesucristo. Juan de Cuéllar no se contentaba con dar a Iñigo la hospitalidad y el oro de su bolsa, sino que provocaba la generosidad de otros comerciantes; y después de 1530 tomó la costumbre de enviar a París las letras de cambio que dispensaban al mendigo de volver a Flandes. La casa habitada por Juan de Cuéllar ha desaparecido con las reformas hechas desde 1736 a la fecha; pero se sabe exactamente el lugar, en la esquina de la larga Calle Nueva y la Calle de la Encina, frente al portal Sur de la Iglesia de Saint Jacques. Durante más de 100 años (1622-1736), una estatua y una inscripción recordaban que Iñigo de Loyola había vivido allí (15).
     Sabemos también que en 1530, el estudiante limosnero llegó hasta Inglaterra (16). Quizás Luis Vives le diera algunas direcciones. De su estancia en la Corte de Enrique VIII, el preceptor de la Princesa María no conservaba sino amargos recuerdos. A causa de no haber querido sostener la legitimidad del divorcio de Enrique con Catalina de Aragón, perdió su puesto y la pensión que se le pagaba de las cajas reales. Pero debía conocer en Londres o en algún puerto de la costa algunos comerciantes españoles más generosos que el Rey de Inglaterra. En todo caso Iñigo de Loyola se encontró después del viaje a Inglaterra más rico que nunca lo había sido. Parece también que a partir de 1531, sus finanzas se mejoraron hasta el punto de dispensarle de la fatiga de ir tan lejos a tender la mano (17). Todo lo que recibía de Flandes, de Inglaterra o de España le llegaba por letras de cambio contra un comerciante parisiense. Un depositario de más conciencia que el primero, guardaba todo este dinero. Iñigo sacaba de esta abundancia: muy poco para él, mucho para sus camaradas de escuela. Escribía en un papel la suma y el nombre del beneficiario y al presentársele el billete el depositario pagaba. Cuántos pobres “martinetes” fueron socorridos así por este mendigo voluntario (18).
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     Volvamos ahora al ciclo de los estudios seguidos en París por Ignacio de Loyola.
     Los dos años que pasó en Barcelona y los quince meses de Alcala, le habían dejado muy ignorante en el latín. Según su propia expresión le faltaban los fundamentos necesarios para edificar un edificio de sólida ciencia. Los consejeros de España le impulsaron quizás demasiado a aglomerar conocimientos diversos. Desde su licuada al Colegio de Montaigu tomó la resolución heroica de recomenzar en medio de los niños sus clases de Gramática.
     En Montaigu, (19) como en los otros colegios, los alumnos se dividian en bolsistas, descargados de todo gasto por las rentas de la fundación; camaristas, ricos instalados allí con sus domésticos y pedagogos; porcionistas, que dividían con los pensionados o bolsitas la vida y el alimento; y martinetes, o externos alojados y nutridos en cualquier parte y sólo presentes en el colegio a la hora de las lecciones y de las repeticiones. Iñigo fue primero un pobre “martinete” de Montaigu. Hubiera podido pedir lecciones de latín a cualquier maestro, porque los reglamentos universitarios no exigían un certificado de escolar, sino para el curso de artes. Pero prefirió sin duda beneficiarse de los socorros de un colegio de renombre. Y por lo demás Montaigu se dividía con Coqueret y Santa Bárbara, la clientela bastante numerosa de los estudiantes portugueses y españoles.
     El colegio, desaparecido ahora, daba a la calle de las Siete Vías y a la de San Esteban de Gres. Ocupaba los dos ángulos orientales de un cuadrilátero cerrado al oriente por el Colegio de Santa Bárbara y el hotel de los Abades del Monte San Miguel. Hacia fines del siglo XV, el sacerdote de Malinas, Juan Standonck había construido allí una casa de estudios y de vida austera. Según la idea del reformador, los capetos (así se llamaba a los bolsistas a causa del manto y capucha que llevaban encima de sus sotanas), debían de ser clérigos escogidos a fin de prometer a la Iglesia sacerdotes excelentes de que tenía tanta necesidad. Standonck contaba con que por el contagio del ejemplo, los alumnos ricos admitidos en su colegio al lado de los pobres, ayudarían a la renovación de todo el clero. Este designio apostólico se deriva de los Hermanos de la Vida Común; Standonck había sido su alumno en Gouda antes que estudiara en Lovaina y en París, y hasta su muerte mantuvo con ellos estrechas relaciones.
     Cuando murió, el 5 de febrero de 1503, aquel hombre de Dios había escogido ya a su sucesor en el cargo de Principal del colegio: Noel Beda asociado desde mucho antes a los trabajos de Standonck era de origen picardo. Este tenía la seriedad y sobre todo la tenacidad de Calvino. Conservó al colegio de Montaigu su carácter de austeridad, a despecho de la experiencia que hubiera podido aconsejarle suavizar el régimen alimenticio de los capetos y el reglamento de sus jornadas. Pero por el contrario, dobló la rigidez de la vida, conforme a sus ideas. En su tiempo porcionistas y camaristas participaban del mismo régimen intelectual; régimen que pudiéramos llamar integrista. Aun cuando dejó de ser el principal, Beda quedó de amo de la casa. Su vigilancia, su celo, su intrepidez le dieron, hasta su muerte en 1537, un papel importante en la Facultad de Teología de la que era síndico; y ya se imagina uno si sería fácil que un hombre de este carácter hubiera abierto con complacencia a las novedades del tiempo las puertas de Montaigu. Sus sucesores en la dirección, Pedro Tempeste y Juan Hegón más tarde, sufrieron o aceptaron su dominio. (20)
     Tal es la casa a la que Iñigo de Loyola llegó a pedir lecciones de gramática.
     Había entonces en la enseñanza de las lenguas antiguas dos métodos que chocaban entre sí: la vieja rutina de la época medieval tan vivamente criticada por Luis Vives, y las innovaciones del humanismo. Desde el último tercio del siglo XV, París tenía humanistas impresores de libros; y no publicaban solamente las ediciones de Salustio, de Cicerón, de Virgilio y de Lucano, sino aun manuales preceptivos. (21) Fichet publicó una Retórica, Gaguín un Tratado de Métrica, Tardif una Gramática. Erasmo, que llegó a Montaigu 1495 para enseñar allí la Sagrada Escritura, ha superabundantemente ridiculizado la escasa comida del colegio, pero precisa poco cual era la disciplina intelectual que allí reinaba. Su presencia en la casa de Standonck da testimonio de que Montaigu no ponía mala cara al humanismo; pero después de la rebelión de Lutero es muy probable que el cielo se tornó tempestuoso en Montaigu para aquellos que latinizaban y grecizaban. Beda escribirá especialmente en contra de Lefevre de Etaples y Erasmo en su opúsculo Adversus Clandestinos Lutheranos de 1528, y obtendrá que la Sorbona prohíba en los colegios los Coloquios de Erasmo (23/junio/1528), de los que el librero parisiense Colines acababa de tirar veinte mil ejemplares.
     Después de estos golpes, el humanismo, en 1528 debía de estar en Montaigu en calidad de sospechoso.
     ¿Sería un engaño decir que la desgracia de Erasmo fue compartida por Lorenzo Valla, Aldo Manucio, José Bade y aun el flamenco Despautere, cuyos manuales de latinidad impresos en París, hacían desaparecer entre sus múltiples ediciones todos los rudimentos antiguos? Con mayor razón Beda no hubiera sufrido que entrasen en aquella casa que miraba siempre como suya, la Gramática Latina y la retorica de Felipe Melanchton. No se figura uno en el tradicionalista Montaigu, que los ma

estros pudieran seguir otras Gramáticas q
ue el Doctrinal en verso de Alejandro de Villadios y el Grecismo de Everardo de Bethune cuya boga data de la Edad Media (22). Ni el principal Pedro Tempete, ni el principal Juan Hegón tratarían ciertamente de cambiar alguna cosa en el plan de estudios de Gramática que Noel Beda había elaborado en 1509, distribuyendo en siete clases la explicación del Doctrinal.
     Este plan preveía que cada uno de los regentes, paralelamente al comentario del Doctrinal, debía explicar un prosista y un poeta. Ahora hien, los libreros parisienses del siglo XVI, editaban los más grandes autores de la Roma antigua; Cicerón sobre todo, era el favorito: cartas, discursos, tratados, etc., salían en profusión de las prensas, dejando bien atrás a las Décadas de Tito Livio, los Comentarios de César y las Cartas de Plinio. Virgilio, Ovidio, Horacio, eran equilibrados por Persio y Terencio. A pesar de su amor por la Edad Media, los maestros de Iñigo quizás habían dado un lugar en sus lecciones a aquellos textos clásicos. En cuanto a los diccionarios, parece claro que los escolares sólo tenían a su disposición los viejos palimsestos, compilados por los Lombardo, Papías, el Obispo Ugoccio y el dominico Juan de Ragusa para ayudar a los clérigos a descifrar los monumentos de la antigüedad cristiana. Estienne no imprimirá sus Diccionarios sino hasta 1530 o 1531.
     Para iniciarse en la Retórica, Iñigo tuvo sin duda las glosas de sus maestros sobre Aristóteles o Boecio, a menos que no haya preferido leer el Isagogo de Raymundo Lulio. (24)
     ¿Estudió Iñigo el griego en Montaigu? Es poco probable. La enseñanza de esta lengua en París se había reanudado a mediados del siglo XV, pero tuvo numerosas intermitencias. Gregorio el Tiphemate y Jerónimo Alejandre son meteoros que pasan. En el colegio del Cardenal Lemoyne y en el de Santa Bárbara, había algo de ello, pero en otras partes, nada. Lefevre de Etaples, que editó tantos Tratados de Aristóteles, lo hizo en latín. Los famosos Comentarios de Guillermo Budé (25) sobre la lengua griega, no aparecerán sino hasta el estío de 1529; los cursos de los lectores reales sobre lenguas antiguas, que provocaron tanta emoción en la Facultad de Artes y en la Soborna, no comenzaron sino en marzo de 1530. Hay algunos autores griegos que aparecían en las librerías, pero muy discretamente: Platón, Aristóteles, Tucídides, Luciano, estaban traducidos al latín; el Saboyano Claudio de Seyssel puso en francés a Jenofonte y a Diódoro de Sicilia. Si alguna vez Iñigo de Loyola estudió el griego no sería sino con Pedro Fabro en Santa Bárbara. De Montaigu no saldría probablemente sino con un bagaje de latín, en que el humanismo tendría muy pequeña parte.
     Fue en el otoño de 1529 cuando pasó a Santa Bárbara para seguir allí el curso de Artes.
     Santa Bárbara en 1529 (26) era una especie de feudo portugués en la Universidad de París. El principal Diego de Govea, era proveedor del colegio desde 1520; a su demanda, el Rey Juan III fundó en él cincuenta becas para los súbditos de su reino. Los sobrinos del principal, Marcial, Andrés y Antonio de Govea dominaban por su talento a sus émulos portugueses, españoles y franceses. Diego de Govea aunque haya sido presentado por Enrique Estienne como un ignorante, tuvo por lo menos el mérito de inflamar en su colegio los más hermosos entusiasmos por las Letras y la Filosofía.
     Montaigu y Santa Bárbara no estaban separados sino por la estrecha calle de San Sinforiano o de Los Perros. En 1522, hubo entre los alumnos de los dos colegios un combate épico que narra un mal poema intitulado Barbaromaquia. Este episodio es símbolo de la rivalidad de las dos casas en el dominio de la enseñanza. Aunque conquistado por las teorías nominalistas, Montaigu era más hostil al movimiento del Renacimiento. En Santa Bárbara, Maturín Cordier, Luis de Estrebay, Jorge Buchanan y Antonio de Govea renovaron las enseñanza de las lenguas antiguas e hicieron penetrar en él al Humanismo. Juan Gélida de Valencia ayudado por su genial servidor Guillermo Postel, Juan Fernel de Montdidier y más tarde su alumno Antonio de Mouchy, llamado de Mocharés hicieron un esfuerzo para ensanchar los viejos moldes de la Filosofía Escolástica.
     Fuera de la Universidad comenzaron en 1530 las lecciones de los lectores reales, (27) primeros maestros de lo que se llamó más tarde el Colegio de Francia. Enseñaban las lenguas antiguas de acuerdo con los métodos de los más fervientes humanistas de Alemania y de Italia; y además los italianos estaban mezclados a los franceses en este nuevo cuerpo profesoral.
     Como estos profesores, por falta de un edificio único, daban sus cursos en el Colegio de los Tres Obispos, en el del Cardenal Lemoyne, en el de los Lombardos, y en el de Fortet, la juventud de las escuelas era conducida más o menos hacia los métodos nuevos. Los libros y las lecciones de Lefevre de Etaples habían en otro tiempo debilitado el Colegio del Cardenal Lemoyne y el de Navarra: allí se picaban de Humanismo; se buscaba el pensamiento de Aristóteles en sus propios escritos; se pedía en su texto original el sentido de la Escritura; y se pretendía renovar la misma Teología, oyendo por encima del ruido de los glosadores escolásticos, los ecos del pseudo Dionisio, de San Juan Damasceno y de los Padres de la Iglesia, sin hablar de Raymundo Lulio y de Ruysbroek. (28)
     Bajo la influencia del viejo profesor Juan Mayor y del ex-principal Noel Beda, doblando la obstinación escocesa con la resolución picarda, Montaigu permaneció anclado en la tradición antigua. Entre la retaguardia de Montaigu y la vanguardia de Navarra, Santa Bárbara tenía el lugar de un cuerpo medio que desearía pasar a primera línea.
     En tiempos de Iñigo de Loyola, el curso de Artes duraba tres años y medio. Cada uno de esos tres años tenía su regente, y los alumnos se llamaban Sumulistas, Lógicos y Físicos: nombres sacados de la principal de sus ocupaciones sucesivas. Aristóteles permanecía siendo el maestro por excelencia, que los profesores más famosos se honraban en comentar. Como lo señala expresamente el reglamento del Cardenal de Estouteville (1452), (29) en sus artículos concernientes a la facultad de Artes, si la Dialéctica es un gran punto en los estudios, no lo es todo; la Metafísica y la Ética deben de tener una parte notable con algunos elementos de Matemáticas y de Cosmografía.
     Un poco antes que Iñigo de Loyola llegara a la Universidad de París, el Colegio de Santa Bárbara había conocido el triunfo del valenciano Juan de Celaya y del picardo Juan Fernel. El primero, interpretando a Aristóteles se gloriaba de conciliar a Santo Tomás de Aquino, Escoto y Occam; ¿pero se podía esperar menos de aquel que se llamaba el doctor muy resuelto? El segundo había comenzado unas lecciones de Cosmografía que eran todo un acontecimiento. En defecto de su persona, quedaron sus obras. Quizás Iñigo tuvo tiempo para hojearlas. Pero él no nombra sino uno solo de sus maestros, el doctor Juan Peña, que le inició en los secretos del Arbol de Porfirio. Desgraciadamente con citar este nombre es necesario detenerse porque se ignora todo del personaje. El valenciano Juan Gélida con su famoso criado Postel, habían ya emigrado al Colegio del Cardenal Lemoyne; Iñigo debió oír hablar de él, pero no fue su discípulo; acaso conoció en Santa Bárbara al portugués Juan Riveyro apasionado admirador de Celaya (30).
     Celaya no era el único comentarista de Aristóteles, lo eran también Lefevre de Etaples, Francisco Vatable y Leónico Thomé. Las Súmulas lógicas de Pedro de España estaban en boga. Pero los manuales más recientes de Dialéctica eran numerosos; se podía escoger entre el de Jorge de Trevisonda, Juan L’Arboré y Adolfo Agrícola, sin hablar de Felipe Melanchton. En los antiguos libros ti«- Matemáticas de Boecio y Euclides y en la Esfera del monje inglés Juan de Sacrobosco, los libreros parisienses añadían los Tratados más modernos de Lefevre de Etaples y de Juan Fernel; del español Juan Martinez Guijeño llamado Silíceo; del célebre profesor de Alcalá Antonio de Nebrija; y aun Simón de Colines editará en español el Cuadro de Cebes de Juan Población, médico de la Reina de Francia Leonor de Austria (31).
     Sea lo que sea de los libros que hubiera podido leer y de los maestros de quienes hubiera podido seguir las lecciones, es preciso notar que Iñigo de Loyola, al comenzar el curso de artes, encontró el mejor socorro en dos amigos suyos muy queridos, el saboyano Pedro Fabro y el navarro Francisco Javier.
     Pedro (32) estaba en París hacía ya cuatro años y acababa de pasar sus exámenes de licencia. Francisco había también terminado sus estudios y recibido el birrete doctoral; daba clase de Filosofía en el Colegio de Beauvais, pero vivía todavía en Santa Bárbara y compartía la misma habitación con Pedro Fabro. Iñigo de Loyola fue el tercero en el otoño de 1529, y desde el primer momento se convino en que Francisco daría a Iñigo una repetición de la Filosofía; pero de hecho fue Pedro Fabro el que se encargó de esta repetición. Guiado por este joven de veinticuatro años, dulce, puro y penetrante a la manera de los ángeles, el antiguo soldado de Pamplona repetía las materias explicadas, proponía sus dudas, se ejercitaba en la discusión, y hacía algunas lecturas. Con el tiempo leyó a Aristóteles, por virtud, como en otro tiempo leía por gusto los libros de caballerías. Los progresos fueron lentos; sus facultades habían perdido su flexibilidad, pero la inteligencia era de un hombre de acción y el corazón estaba dominado por el deseo del reino de Dios. No obstante, el saber parisiense entró poco a poco en su espíritu y al cabo de tres años Iñigo intentó la adquisición de los grados universitarios.
     Antes de Navidad de 1532 un día que ignoramos, se presentó en las escuelas de la Nación de Francia, calle de Fouare. Conforme a la costumbre los profesores y numerosos escolares estaban presentes. Contra un regente de Santa Bárbara que argumentaba, Iñigo sostenía la discusión. Después más tarde, en los primeros días de febrero, sufrió a puerta cerrada las interrogaciones de cinco examinadores escogidos por los Intrants de las cinco provincias que componían la Nación de Francia. Otro grupo de escolares fueron examinados como él, sobre Gramática, Retórica y Lógica. Dadas las respuestas, los examinadores hicieron la lista de los candidatos admitidos e Iñigo recibió de ellos en presencia del Procurador de la Nación de Francia, las letras testimoniales que le declaraban Bachiller en Artes. (34)
     El reglamento de 1452 (35) insistía porque se conservara en los colegios la antigua costumbre que obligaba a los bachilleres a discutir por treinta días seguidos durante la cuaresma, dando respuesta a todo el que preguntaba. Si en 1532 estaban aun en uso en Santa Bárbara estas discusiones cuadragesimales, Iñigo terminó con esta abundancia de silogismos las pruebas de su doctorado.
     Los exámenes de licenciatura estaban tan minuciosamente arreglados como los de bachillerato. (36) Ninguno podía ser admitido a ellos sin presentar testimonio escrito de que había oído comentar por algún maestro, y no rápidamente, sino con toda calma, los Tratados de Aristóteles sobre la generación y la corrupción, sobre el cielo y el mundo y también los Parva Naturalia y la Metafísica y la Moral del Estagirita; y el mismo testimonio se exigía acerca de los cursos seguidos sobre Aritmética, Geometría y Astronomía. Se hacían recomendaciones instantes a los escolares para que profundizaran particularmente las tesis de Ética y de Metafísica. (37)
     En 1533 Iñigo de Loyola afrontó “las tentativas”, como se decía entonces, de la licenciatura de Artes. Comenzaron en febrero, después de la fiesta de la Purificación. Luego tuvo un examen privado en Santa Bárbara; luego la discusión pública llamada Quodlibetaria, en la iglesia de San Julián el Pobre y finalmente el examen solemne en Santa Genoveva. Los candidatos podían graduarse en Notre Dame o en Santa Genoveva, e Iñigo escogió esto último. Conforme a los reglamentos de la Nación de Francia, cuatro examinadores, escogidos por ella, procedían a las interrogaciones y presidía el Canciller o el Vicecanciller. En los años normales se presentaban ochenta candidatos; se les clasificaba por grupos de diez y seis, por nación y por mes.
     No sabremos nunca lo que preguntaron a Iñigo ni lo que el respondió; nos tenemos que contentar con la conclusión de que, puesto que fue inscrito en la lista de los Actos del Rectorado, sus respuestas fueron pertinentes. Después del examen en el día fijado por el director de la Universidad, el grupo de los candidatos acompañado del rector, de los procuradores de las naciones y de los bedeles de la Facultad de Artes, se presentaba en la iglesia de la abadía de Santa Genoveva. Tomando entonces el primer bedel de manos del canciller la lista por orden de méritos de los examinados, le daba lectura. Ignoramos también el lugar de Iñigo en esta lista. Si fue de los cuatro primeros, tuvo que exponer una tesis y responder a las objeciones del Canciller; pero, como es de imaginarse, esta parada no era más que un puro espectáculo. Terminada la discusión de los cuatro primeros, todos prestaban juramento de observar los deberes de un maestro, recordados en una corta arenga. Y entonces el canciller levantándose les decía: “Por la autoridad de los apóstoles Pedro y Pablo, que me ha sido delegada a este efecto, os doy licencia de regentear, de discutir, de determinar, y de hacer todos los actos escolares y magistrales tanto en París como por toda la tierra en nombre del Padre y del Hijo y del Espíritn Santo”. (38) Aquel día fue el 13 de marzo de 1533.

1.— Ep. et Inst. I, 74.
2.— Crevier, Hist, de L'Université de Paris (1761). El tomo V contiene la Historia de la Universidad de 1494 a 1554.
3.— Se podría formar un díptico de hojas contradictorias, con los actos del Rey de 1321 a 1328, referentes a los avances de la Reforma en Francia.
4.— L. Defísle. Notice sur un registre de la faculté de théologie (1595-1533.) L. Clerval, Registre des procés yerbaux de la faculté de théologie de París, I, 1505-1523, Paris Lecoffre, 1917; Crevier, op. cit. V, 172, 195-197, 202-304.
5.— Imbart de la Tour, Les origines de la Reforme II, 392-445; III, 59-157; A. Renandet, Prereforme et humanisme, 76-89, 141-159, 205-209, 366-403.
6.— Emile Doumergue Calvin, (III, 88, 89) hace de Lefevre un protestante. Yo he protestado de esto muchas veces (Etudes, 20 de febrero 1918, 154 a 155 y otros). M. Vienot, (Revue chretienne, nov. dic. 1917, 504) N. Weiss (B. de l’hist. du protest., 1910, 81-85, 1913, 97-168) M. Renaudet (Préreforme et humanisme, 698-703) declaran falsa la tesis de Doumergue. El Guillaume Farel publicado en 1930 por eruditos suizos sigue las mismas conclusiones (99-113).
7.— Pedro Jourda, Marguerite d’Angouleme, I, 97-99; 181-182; 184, 186. Etudes26 de set. 1931, 698-702.
8.— Noel Beda o Bedier, nació hacia 1470 en Picardía, ya estaba en el Colegio de Montaígu con Standonck en 1495. Recibió la sucesión de Standonck en 1503, se doctoró m Teología el 15 de abril de 1508, dió su dimisión de Principal de Montaigu en 1514, se convirtió en síndico de la Facultad de Teología el 5 de mayo de 1520. A partir de esta fecha hasta su desgracia en 1527, no cesó en su actividad contra los luteranizantes. Acerca de el véanse además de Imbart de la Tour, Delisle y Clerval; Pedro Caron Potitions de l’ecole de charles, 1898: Weiss y Bourilly Bullet. d’hist. du prot. francais, mayo de 1903. 
9.— González de Cámara, n. 73.
10.— La primera piedra del hospital de Saint Jacques, fue puesta por Juana, hija de Luis de Hutin, en 1322, la primera misa que allí se dijo fue el 18 de marzo de 1322. El Hospital tenía capilla y cementerio. La fiesta patronal se celebraba solemnemente el 25 de julio. El hospital estaba destinado a los peregrinos de Santiago de Compostela. Tenía illi su sede una Cofradía de antiguos peregrinos. Ver Piganiol de la Forcé, Descrption de París, III, 171-211; Lebeuf, I. 127-128, 252-257.
11.— González  de Cámara, n. 76.
12.— G. Rambry, Ignacio de Loyola en Brujas, Luis de Plancke, 1898; Acta SS. julio VII 674, consignan esta tradición.
13,—,A. Bonilla y San Martín, Madrid, 1963, 163-183; Paul Dudon Homenaje a Bonilla y San Martin, II, 153-161, La rencontre d’Ignace avec Luis Vives a Bruges, 1528-1330.
14.— Cronicon, I, 43.
15.— Doy gracias al P. Poncelet por las notas que tuvo la bondad de comunicarme acerca de la estancia de S. Ignacio en Amberes; y cito su Historia de la Compañía de Jesús en los antiguos Países Bajos, I, 35-37-39.
16.— González de Cámara, n. 76.
17- Cronicon, I, 43. 
18— Scrip. S. Ign. I, 735.
19- Marcel Godet, La Congregation de Montaigu, Paris, Champion 1912
20._ Godet, op. cit. 66, 68. Ver nota 13 Apéndices.
21- A Renaudet, op. cit. 114-116, 276.
22- Ch. Thurot. De Alexandri de Villadei Doctrinali, París, Dezobry, 1850.
23- Una copia de este reglamento de 1509, está en la Bibl. del Arsenal ms. 1168. En las adicciones y correcciones añadidas a su tesis De l’organisation de l'enseiguement a L'Universite de Paris au Moyen Age, Thurot, 11-13, ha resumido las prescripciones de Beda.
24.— A. Renaudet, Annales de l'imprimerie; Phil. Renouard Bibliographie des impressions de Jone BadiusBibliog. des editions de Simón Colines.
25.— Abel Lefranc, Histoire de College de France, 31, 98, 102, 109; Louis Delaruelle, Guillaume Budé, París, Champion, 1907; 43-45.
26— J. Quicherat, Histoire de Sainte Barbe, I, 122-140.
27- A. Lefranc, op. cit. 101-125.
28.— A. Renaudet, op. cit. 281, 374-378, 474, 472-485, 487-408, 621.
29.— Chart. Univ. París. IV 728-729.
30.— J. Quicherat, op. cit. I, 165-174, 177-184.
31- Ver. Ant. et Philp. Renouard op. cit. años 1520-1533.
32- Mon. Fabri, Memoriale, n. 3.
33- L. CrosHistoire de S. Francois Xavier, I, 109-111, 123.
34.—Thurot, op. cit. 42-47. 
35— Chart. Univ. París. IV, 729.
36,—Thurot, op. cit. 49-58.
37,—Chart. Univ. Paris. IV, 729.
38- Thurot, op. cit. Add. et corr., p. 8.

Gnosticos

     Herejes del primero y segundo siglo de la Iglesia, que aparecieron principalmente en el Oriente. Su nombre griego significa ilustrado, iluminado, dotado de conocimiento, y se atribuyeron, porque pretendían ser más ilustrados e inteligentes que el común de los fieles, y aun que los apóstoles. Consideraban a estos último como gentes sencillas, que no tenían el verdadero conocimiento del Cristianismo, y que explicaban la Sagrada Escritura en un sentido demasiado literal y grosero.
     En el principio fueron filósofos mal convertidos, que quisieron acomodar la teología cristiana con el sistema de filosofía de que estaban prevenidos; mas como cada uno de ellos tenía sus ideas particulares, formaron un gran número de sectas, que llevaban el nombre de sus jefes: simonianos, nicolaitas, valentinianos, basilidianos, carpocracianos, ofitas, setianos, etc. Todos tomaron el nombre general de gnósticos o iluminados, y cada uno a creencia separada, aunque era la misma en ciertos puntos. Parece que este desorden empezó desde el tiempo de los apóstoles y que San Pablo alude a él en muchos lugares de sus cartas; I Tim., VI, 20, advierte a Timoteo, "que evite las novedades profanas, y todo lo que opone una ciencia falsamente llamada gnose, que profesándola algunos se han separado de la fe; que no se entretenga con fábulas y genealogías sin fin, que mas bien sirven para excitar disputas, que para establecer por la fe el verdadero edificio de Dios.» Muchos sabios han reconocido los gnósticos en este cuadro.
     Sabemos que el escollo de la filosofía y del raciocinio humano fue siempre el querer explicar el origen del mal; el conciliar con la bondad, la sabiduría, y el poder de Dios, las imperfecciones y desórdenes de las criaturas, la conducta de la Providencia, la oposición aparente que se halla entre el antiguo y nuevo Testamento, etc. Para darse una razón, los gnósticos se imaginaron que el mundo no había sido criado por el Dios supremo, ser soberanamente poderoso y bueno, sino por espíritus inferiores, que él había formado, o mas bien, que habían salido de él por emanación.
     En consecuencia, además de la Divinidad suprema que los valentinianos llamaban Pleroma. plenitud o perfección, admitieron una numerosa generación de espíritus o de genios que llamaban eonos, es decir, seres vivientes e inteligentes, personajes por cuya operación se lisonjeaban explicarlo todo. Mosheim, instruidísimo crítico, ha hecho una disertación bastante larga para saber lo que significa la palabra eon en griego, y no sabe qué decir de ella. (Inst. Hist. crist . 2* part., c. 1, § 2). No hubiera tenido esta dificultad, si hubiese atendido a que este nombre viene de los orientales; que en su lengua haiah, hajah, havah, significa la vida de los seres vivientes. Mientras que los griegos pronunciaban «eon», los latinos han dicho aevum, la vida o duración: nosotros decimos la edad, que es el hebreo hajah. Como siempre se han unido a la vez la vida y la inteligencia, los eonos son seres vivos e inteligentes que llamamos espíritus; los griegos los llamaban demonios que casi tiene el mismo sentido. Estos pretendidos eonos eran, o los atributos de los dioses personificados, o nombres hebreos sacados de la Escritura, o palabras bárbaras inventadas a discreción. Así de Pleroma o Divinidad salían nous la inteligencia, sophia la sabiduría, sige el silencio, logos el verbo o la palabra, sabaoth los ejércitos, achamoth las sabidurías, etc. El uno había formado el mundo, otro había gobernado a los judíos y hecho su ley, el tercero había aparecido entre los hombres con el nombre del Hijo de Dios o de Jesucristo, etc. Nada les costaba el multiplicarlos, los unos eran varones y los otros hembras; de su matrimonio había salido una numerosa familia; de aquí aquellas genealogías sin fin de que habla San Pablo.
     Mosheim, que ha examinado de cerca el sistema de estos sectarios, dice que todos, aunque divididos en muchas cosas, admitían los dogmas siguientes: la materia es eterna e increada, esencialmente mala y el principio de todo mal; está gobernada por un espíritu o genio naturalmente perverso, que tiene a las almas nacidas de Dios sujetas a la materia, a fin de tenerlas bajo su imperio; él es el que ha hecho el mundo. Dios es bueno y poderoso; pero su poder no es bastante grande para vencer al del constructor del mundo; este u otro genio malo es el que ha hecho la ley de los judíos. Otro, bueno por su naturaleza y amigo de los hombres, ha bajado del cielo para librarlos del imperio del principio de la materia: pero como la carne, obra de este último, es esencialmente mala, el buen genio, que llamamos Salvador, no ha podido revestirse de ella; no ha tomado mas que las apariencias: parece que ha nacido, padecido, muerto y resucitado, aunque nada de esto haya sucedido en realidad.
     Así los gnósticos no admiten ni el pecado original, ni la redención de los hombres en el sentido propio; consistía únicamente en que Jesucristo había dado a los hombres lecciones y ejemplos de sabiduría y de virtud (San Ireneo 1, c. 21). Para obrar una redención de esta especie no se necesitaba que Jesucristo fuese un Dios encarnado, ni un hombre en cuerpo y alma; bastaba que este Verbo divino se mostrase bajo el exterior de un hombre: su nacimiento, sus padecimientos y su muerte parecían a los gnósticos no solo inútiles, sino indecentes: el Verbo, decían, después de haber llenado el objeto de su misión, había vuelto a la Divinidad tal como había bajado. En consecuencia, la mayor parte fueron llamados docetas, opinantes o imaginantes, porque, según su opinión, la humanidad de Jesucristo había sido solo imaginaria o aparente. 
     Sus ideas sobre la naturaleza del hombre no eran menos absurdas; según su sistema había hombres de tres especies: los unos, puramente materiales, no eran susceptibles mas que de las afecciones o mas bien de las cualidades pasivas de la materia; los otros, verdaderos animales, aunque dotados de la facultad de raciocinar, incapaces de elevarse sobre las afecciones y de los gustos sensuales; los terceros, nacidos espirituales se ocupaban de su destino y de la dignidad de su naturaleza, y triunfaban de las pasiones que tiranizaban a los demás hombres. (San Ireneo).
     Es evidente que este cáos de errores, lejos de satisfacer al entendimiento y resolver las dificultades, las multiplica. Supone que Dios no es libre; él no ha producido los eonos con libertad, sino que han salido de él por emanación y por necesidad de naturaleza. Son pues seres coeternos y consustanciales a Dios. Es un absurdo el decir que Dios, ser increado, existente por si mismo, no tiene mas que un poder limitado, y que de un ser esencialmente bueno hayan salido genios esencialmente malos; que la materia, otra sustancia eterna y necesariamente existente, es mala por su naturaleza; si es así, es inmutable: ¿como espíritus subalternos han podido cambiar su disposición y ordenarla? Son mas poderosos que Dios, puesto que han sustraído de su imperio las almas nacidas de él, encadenándolas a la materia. Los hombres tampoco son libres, puesto que han nacido materiales, animales o espirituales, sin que su voluntad haya contribuido a ello para nada, y no depende de ellos el cambiar de naturaleza: todo es pues necesario e inmutable; tanto valdría enseñar el materialismo puro.
     Después los marcionitas y los maniqueos simplificaron este sistema, admitiendo solamente dos principios de todas las cosas, uno bueno y otro malo: mas el resultado y los inconvenientes eran siempre los mismos. Tales son los extravíos de la filosofía de todos los siglos, cuando cierra los ojos a las luces de la fe.
     Hasta ahora, para conocer las opiniones de los gnósticos, se habían consultado a San Ireneo, que los ha refutado, a San Clemente Alejandrino, a Orígenes, Tertuliano y San Epifanio, que habían leído sus obras. En el día los críticos protestantes sostienen que estos PP, son malas guías, porque los gnósticos habían tomado sus errores en la filosofía oriental, de la que los PP. no tenían ningún conocimiento. Por filosofía oriental entienden la de los caldeos, de los persas, sirios y egipcios; podían añadir de los indios. Esta filosofía, dicen, se designó siempre con el nombre de gnose o conocimiento, y los que los que la seguían se llamaban gnósticos; mas los libros que la contenían estaban escritos en lenguas que los PP. griegos y latinos no entendían. En consecuencia han referido mal a la filosofía de Platon las opiniones de los gnósticos, que sin embargo se aprecian muy poco; luego las han concebido, expuesto y refutado muy mal; aun muchos han adoptado sus errores sin saberlo, y los han introducido en la teología cristiana. (Este es el parecer de Beausobre, Mosheim, Brucker, etc. Mosheim lo ha desenvuelto con mucha destreza y erudición. Inst. Hist. crist., 2* parte, c. i. § 6 y sig.; c. 5, § 2 y sig.; Hist. crist., siglo II, § 26. Brucker la ha seguido en su Hist. crit. de la filos.); considera este descubrimiento de Mosheim como la llave de todas las disputas antiguas.
     Si esta pretensión no tuviera por objeto mas que refutar a los escritores modernos que han considerado las primeras herejías como vástagos del platonismo, nos interesaría bien poco; pero como ataca directamente a los PP. de la Iglesia, nos importa examinar si está bien o mal fundada.
     Es cierto que Tertuliano, (de Praescript., c. 7; de Anima, c. 13), ha considerado a Platon como el padre de todas las antiguas herejías, y que Dom Massuet, (Disert. sobre S. Ireneo), se ha esforzado en demostrar la conformidad de las opiniones de los gnósticos con la de Platón; y puesto que conviene Mosheim que en efecto había mucha semejanza entre unas y otras, no vemos en qué han pecado los que se han dedicado a buscar hasta las mas pequeñas diferencias. Al menos San Ireneo ha observado la principal a juicio del mismo Mosheim; dice, (adv. Haeres., I. 3, c. 23, n. 5), que Platón ha sido mas religioso que los gnósticos, que ha reconocido un Dios bueno, justo, todopoderoso, que ha hecho el universo por bondad; en vez que los gnósticos, atribuían la formación del mundo a un ser inferior a Dios, malo por naturaleza, enemigo de Dios y de los hombres. Este P. ha sabido distinguir el platonismo del sistemas de los gnósticos, pero veremos después que la profesión de fe de Platón no ha sido muy constante.
     Para averiguar la genealogía de las opiniones de los gnósticos, no preguntaremos de qué nación eran sus principales jefes Valentín, Cerdón, Basilides, Menandro, Carpócrates, etc.; si entendían mejor las lenguas orientales que los PP. Pasa como cierto que la mayor parte habían aprendido la filosofía en la célebre escuela de Alejandría, y que algunos eran egipcios. Clemente y Orígenes no solo habían estudiado allí sino que habían enseñado. Convendría que nos dijesen por qué medio los heresiarcas de que hablamos han adquirido en la filosofía oriental luces y conocimientos de que carecían estos dos PP. de la Iglesia.
     En segundo lugar, los gnósticos, dice Mosheim, declamaban altamente que habían tomado su doctrina, no de Platón ni de los griegos, sino de los escritos de Zoroastro, de Zostriano, de Nícosheo, de Mesus y demás filósofos orientales. (Inst. Hist. crist. maj., siglo I, 2" parte, § S, notas).
     Luego si estos herejes lo publicaban así, los Padres que los refutaban no podían ignorarlo; sin embargo, a pesar de la aserción de los PP. no han persistido menos en decir que los gnósticos habían tomado sus errores de Platón; han juzgado pues que estos sectarios los engañaban. ¿A quién debemos creer mejor, a los gnósticos reconocidos por Mosheim como falsarios, o a los PP. de la Iglesia, a quienes no se les puede probar la impostura? El hecho cierto es que los libros de Zoroastro no contienen ya en en el dia la doctrina de los gnósticos, en vez de que se halla en los de Platón; los PP. son pues mas creíbles que estos herejes.
     En tercer lugar, el mismo Mosheim ha vituperado su método de juzgar. «No puedo aprobar, dice, la conducta de aquellos que buscan con mucha sutileza el origen de los errores; al momento que hallan la menor semejanza entre dos opiniones, no dejan de decir: esta viene de Platón, aquella de Aristóteles, esta otra de Hobbes o de Descartes. No hay pues bastante corrupción y demencia en el entendimiento humano para forjar errores, raciocinando desarreglado, sin que necesite maestro ni modelo.» (Notas sobre Cudworth., c. 4, § 36, pág. 876). Luego si los PP. han hecho mal en atribuir a Platón la invención de los sistemas de los gnósticos, Mosheim habrá hecho todavía mucho peor en atribuirlo a los orientales, cuyas obras ya no tenemos, ni ningún monumento auténtico de su doctrina.
     Sea de esto lo que quiera, conviene Mosheim, (Inst.. pág. 347 y 348), en que los PP. han referido fielmente los sentimientos de los gnósticos; manifiesta que Plotino ha echado en cara a sus sectarios los mismos errores que San Ireneo les atribuye. Hé aquí el punto esencial. Desde que los PP. han comprendido bien las opiniones de estos herejes, se han hallado en estado de refutarlas sólidamente, y lo han hecho. Puesto que por otro tenían entre manos los escritos de Platón, les ha sido fácil ver lo que había de semejante o desemejante entre una y otra doctrina.
     Aquí podríamos concluir, y esto bastaría para poner a los PP. a cubierto de acusaciones; mas todavía es bueno saber si las opiniones de los filósofos orientales, abrazadas por los gnósticos, han sido tan diferentes de las de Platón como pretende Mosheim. Los orientales, dice, (ibid., c. 1,§ 8, pdg. 139), embarazados por saber de dónde vienen los males que hay en el mundo, convinieron generalmente en enseñar: 
      Que hay un principio eterno de todas las cosas, o un Dios exento de vicios y de defectos, pero cuya naturaleza no podemos comprender.  Que hay también una materia eterna, increada, grosera, tenebrosa, sin orden y sin disposición.  Que han salido de Dios, sin saber cómo, seres inteligentes, imperfectos, limitados en su poder, que se llaman eonos; que estos, o uno de ellos, es el que ha formado el mundo, y la raza de los hombres con todos sus vicios y defectos.  Que Dios ha hecho todo lo posible para remediarlo, que en todas partes ha derramado señales de su bondad y de su providencia; pero que enteramente no ha podido remediar el mal que habían producido unos constructores impotentes, torpes y maliciosos, que se oponen a sus designios. Que hay en el hombre dos almas, una sensitiva que ha recibido de los eonos, otra inteligente y racional que le ha dado Dios. 5° Que el deber del sabio es hacer, en cuanto pueda, a esta segunda alma independiente del cuerpo, de los sentidos y del imperio de los eonos, para elevarla, unirla a Dios solo; que puede conseguirlo por la contemplación, y reprimiendo los apetitos corporales; que entonces el alma, libre de los vicios y de las impurezas de este mundo, está segura de gozar una perfecta bienaventuranza después de la muerte.
     Resta saber en qué se diferencia este sistema del de Platón: Mosheim se ha dedicado a demostrarlo, (Hist. christ., secc. -1, § 62, pdg. 183). Platón, dice, enseña en el Tímeo que Dios ha obrado ab aeterno. Los gnósticos suponían que Dios estaba ocioso y en un perfecto descanso; estos concebían a Dios como rodeado de luz; Platón lo creía puramente espiritual. En segundo lugar el mundo de Platón es una obra hermosa, digna de Dios; el de los gnósticos es un caos de desórdenes que Dios se ocupa en destruir. En tercer lugar, según Platón, Dios gobierna al mundo y a sus habitadores, o por sí o por genios inferiores. Según los gnósticos, el artífice y gobernador del mundo es un tirano orgulloso, celoso de su dominación, que oculta a los mortales cuanto puede el conocimiento de Dios.
     Hay que hacer sobre esta sabia teoría de Mosheim una infinidad de observaciones.
      No es cierto que todas las sectas de los gnósticos hayan tenido todas las opiniones que les da Mosheim. Vemos por la narración de los PP. que no hay nada constante ni uniforme entre estos herejes.
      En vez de enseñar que Dios ha obrado ab aeterno, Platón parece suponer lo contrario; dice en el Timeo, (pág. 527, B, y 529, D) que la materia estaba en un movimiento desarreglado antes que Dios la hubiese ordenado, y que la ordenó porque lo creyó mejor. Añade que Dios ha hecho el tiempo con el mundo, que una naturaleza que ha empezado a ser no puede ser eterna. También han estado divididos los platónicos sobre este punto.
      Muchos piensan que este filósofo ha confundido a Dios con el alma del mundo; de modo que está rodeada de materia lo mismo que el Dios de los gnósticos; es imposible concebir a Dios como un ser puramente espiritual, cuando no se admite la creación; como Platón no la admite, ha supuesto lo mismo que los gnósticos la eternidad de la materia.
      Para probar que el mundo es una obra digna de Dios, Platón se funda en el mismo principio que los gnósticos, a saber, que un ser buenísimo no puede hacer sino lo mejor. (Timeo, p. 827, A, B). Supone que Dios ha construido el mundo lo mejor que ha podido: no le atribuye lo mismo que los gnósticos mas que un poder muy limitado.
      Estos herejes insistían menos en los defectos físicos de la máquina del mundo, que en los desórdenes e imperfecciones de los hombres; así Platón pensaba lo mismo que ellos, que no es Dios el que ha hecho e los hombres, ni e los animales: según su opinión, Dios comisiono a dioses inferiores, a los genios o demonios que adoraban los paganos, (Timeo, p. 530, H), y lo repite muchas veces. Pero importa que haya llamado a estos genios dioses o eonos; no da de ellos una idea mas ventajosa que la que tenían los gnósticos; el gobierno de unos no era mejor que el de los otros.
      Según los gnósticos, los eonos han salido de Dios por emanación. Platón parece haber pensado que Dios ha sacado de sí mismo el alma del mundo; que ha separado partes de ella para animar a los astros y demás partes de la naturaleza; llama dioses celestiales al mundo, al cielo, los astros, la tierra; de estos, dice, han nacido los dioses mas jóvenes, los genios o demonios, y estos últimos han formado a los hombres y a los animales; para animar a estos nuevos seres ha tomado Dios porciones del alma de los astros. (Timeo, p. 555, G). Esta genealogía de las almas es por lo menos tan ridícula como la de los eonos.
      Para resolver la gran cuestión del origen del mal, poco importa saber si ha venido de la impotencia o de la malicia de los eonos, como pretendían los gnósticos, o si es una consecuencia de los irreformables defectos de la materia, como parece haberlo supuesto Platón; una de estas hipótesis no satisface mejor que la otra a la dificultad. 
     Todos convienen en que el sistema de Platón es un cáos tenebroso; que este filósofo parece haber afectado hacerse oscuro en lo que ha dicho de Dios y del mundo: los platónicos antiguos y modernos han disputado para saber cuáles eran sus verdaderos sentimientos. Aun cuando los PP. no hubieran visto con mas claridad unos que otros, no podríamos acusarlos de falta de luces, ni de reflexión. Es pues fuera de tiempo cuando se les acusa haber confundido las opiniones de Platón con las de los gnósticos, y de no haber visto que estas venían de los filósofos orientales.
     Siempre queda una gran cuestión por resolver. Aun cuando los PP. hubieran visto tan distintamente como Mosheim, Brucker, etc. la diferencia que había entre la doctrina de los gnósticos y la de Platón, ¿estarían obligados a raciocinar de otro modo que como lo han hecho refutando a estos herejes? he aquí lo que estos grandes críticos no se han tomado el trabajo de demostrar. Sostenemos que son sólidos los razonamientos de los PP., y desafiamos a sus detractores a que prueben lo contrario.
     Los gnósticos divulgaban sueños sobre el poder, las inclinaciones, las funciones de los eonos, de los espíritus buenos o malos; sobre el modo de subyugarlos por encantamiento con palabras mágicas, con ceremonias absurdas: sobre el arte de hacer por su mediación curaciones y otras maravillas. Así practicaron la magia: Plotino los acusa lo mismo que a los PP. de la Iglesia. Mas puesto que Platón ha distinguido espíritus o demonios, unos buenos y otros malos, que tenían poder sobre el hombre, ha sido fácil deducir que se les podía ganar su afecto con respetos, ofrendas y fórmulas de invocación. etc. No es pues de admirar que los platónicos del III y IV siglo hayan estado preocupados con la teúrgia, que era una verdadera magia: no han necesitado tomar este absurdo de los orientales.
     Sin embargo, Mosheim persiste en sostener que la escuela de Alejandría había mezclado la filosofía oriental con la de Platón, y que de ella paso a los gnósticos. Estos, dice, adoptaron las opiniones de Zoroastro y de los orientales, puesto que citaban sus libros y no los de Platón, alababan su doctrina y no la de Zoroastro y demás orientales; uno de estos hechos no prueba mas que el otro.
     Sabemos por otro lado que los gnósticos forjaban libros falsos, hacían citas falsas, alteraban el sentido de los autores; Porfirio se lo ha echado en cara. Vemos en la actualidad por los libros de Zoroastro que su sistema no era el mismo que el de los gnósticos, de modo que para nada sirven las conjeturas de Mosheim.
     Sin fundamento también refiere a la filosofía oriental las visiones de los judíos cabalistas; estos han tenido algunas opiniones semejantes a las de los orientales; pero estos sueños se hallan poco mas o menos en todos los pueblos del mundo. (Mosheim, Inst., c. 1, §14), conviene en que desde el siglo de Alejandro los judíos habían adquirido bastante conocimiento de la filosofía de los griegos, y que habían trasportado muchas cosas a su religión; no es, pues, fácil distinguir lo que habían adquirido entre los orientales y lo que habían tomado de los griegos. En materia de desvarios, ni los filósofos, ni los pueblos han necesitado nunca hacer plagios: las mismas ideas han venido naturalmente a la mente de los que raciocinan, que de los que no raciocinan. Los salvajes de América, los lapones, los negros ciertamente que no han ido a tomar entre los orientales su creencia relativa a los manitous, a los espíritus, a los fetiches, a la magia, etc.
     De un sistema tan monstruoso como el de los gnósticos fácilmente se podía deducir una moral detestable; así muchos pretendían que para combatir las pasiones ventajosamente, se necesita conocerlas; que para conocerlas, es necesario entregarse a ellas y observar sus movimientos; concluían que no podemos librarnos de ellas, sino satisfaciéndolas y aun previniendo sus deseos; que el crimen y el envilecimiento del hombre no consistía en satisfacer las pasiones, sino en considerarlas la felicidad perfecta y el último fin del hombre. "Imito, decía uno de sus doctores, a los tránsfugas que pasan al campo enemigo con pretexto de servirlos, pero en realidad de perderlos. Un gnóstico, un sabio debe conocerlo todo: ¿pues qué mérito hay en abstenerse de una cosa que no se conoce? El mérito no consiste en abstenerse de los placeres, sino en usar de ellos como señor, cautivar el deleite a nuestro imperio, aun cuando nos tenga entre sus brazos; yo así es como uso de él, y no le abrazo mas que para sofocarle.» Ya era este el sofisma de los filósofos cirenáicos, como observa Clemente Alejandrino. (Strom., I. 2, c. 20, p. 490).
     Verdaderamente que el principio de los gnósticos, que la carne es mala en si, podía también dar lugar a consecuencias morales severísimas: el mismo Clemente reconocía que muchos de ellos deducían en efecto estas consecuencias y las seguían en la práctica; que se abstenían de la carne y del vino, que mortificaban su cuerpo, que guardaban continencia, que condenaban el matrimonio y la procreación de los hijos, por aborrecimiento a la carne y al pretendido genio que allí presidia. Esto era evitar un exceso con otro exceso; los PP. los han reprobado igualmente; pero los protestantes han abusado extraordinariamente de su doctrina. Mosheim conviene de buena fe en que los críticos modernos, que han querido justificar o atenuar los errores de los gnósticos, conseguirían mejor que este volver blanco a un negro; sostiene que no es cierto que los PP. de la Iglesia hayan exagerado sus errores, ni que los hayan imputado falsamente a estos sectarios. (Hist. christ., secc. 1, § 66, p. 184). Sin embargo, Le Clerc no ha querido dar ninguna fe a lo que ha dicho San Epifanio de la detestable moral y depravadas costumbres de los gnósticos. (Hist. ecles., año 70, §10).
     El colmo de la demencia de los gnósticos fue el querer fundar sus visiones y su moral corrompida en pasajes de la Escritura Santa por explicaciones místicas, alegóricas o cabalísticas a manera de los judíos, y aplaudirse este abuso como un talento superior al que lo general de los cristianos eran incapaces de elevarse. Muchos hacían profesión de admitir el antiguo y nuevo Testamento, pero suprimían todo lo que no convenía con sus ideas. Atribuían al espíritu de verdad lo que les parecía favorecerles, y al espíritu de mentira lo que condenaba sus opiniones.
     Pretende Mosheim que los PP. debían hallarse muy embarazados para refutar estas explicaciones alegóricas de los gnósticos, puesto que ellos mismos seguían este método. Se engaña. Las explicaciones alegóricas de la Sagrada Escritura dadas por los PP. no han sido nunca absurdas, como lo eran las que forjaban los gnósticos, y de las que Mosheim ha citado algunos ejemplos. Los PP. las empleaban, no para probar dogmas, sino para deducir lecciones de moral; esto es muy diferente; los gnósticos hacían lo contrario. Los PP. nunca han renunciado absolutamente al sentido literal: fundaban los dogmas en la tradición de la iglesia, lo mismo que dicho sentido; los gnósticos desechaban el uno y la otra; no querían aun deferir a la autoridad de los apóstoles. Sobre esto es sobre lo que San Ireneo ha insistido mas escribiendo contra los gnósticos, y esto es lo que prueba contra los protestantes la necesidad de la tradición.
     Tenían también estos sectarios muchos libros apócrifos que habían forjado, un poema titulado: el Evangelio de la perfeccion, el Evangelio de Eva, los Libros de Seth, una obra de Noria, pretendida mujer de Noé, las Revelaciones de Adán, las Interrogaciones de María, la Profecía de Bahuba, el Evangelio de Felipe, etc. Mas estas falsas producciones probablemente no se dieron a luz hasta fines del II siglo. San Ireneo no ha citado mas que una o dos. Los protestantes copiados por los incrédulos abusan de la buena fe de los ignorantes, cuando acusan a los cristianos en general de haber supuesto estos libros apócrifos propiamente hablando. Los gnósticos no eran cristianos, puesto que no hacían ningún caso de los mártires, ni se creían obligados a sufrir la muerte por Jesucristo.
     Como el nombre de gnósticos o de hombre ilustrado es un elogio, San Clemente de Alejandría entiende por un verdadero gnóstico, un cristiano instruidísimo, y lo opone a los herejes que usurpaban falsamente este nombre: el , dice, ha envejecido en el estudio de la Sagrada Escritura, guarda la doctrina ortodoxa de los apóstoles y de la Iglesia; los otros al contrario, abandonaban las tradiciones apostólicas, y se creían mas instruidos que los apóstoles. (Strom.. I. 7, c. i, 17, etc).
     La historia de los gnósticos, la marcha que han seguido, los errores en que han caído, dan lugar a algunas reflexiones importantes. 
     1° Desde el origen del cristianismo vemos entre los filósofos el mismo carácter que en los del día, una vanidad insoportable, un profundo desprecio hacia todos los que no piensan como ellos, el furor de sustituir sus delirios a las verdades que Dios ha revelado, la pertinacia en sostener absurdos escandalosos, una moral corrompida y costumbres análogas a ellas, ningún escrúpulo en emplear la impostura y la mentira para establecer sus opiniones y para hacer prosélitos. Aquellos filósofos que abrazaron sinceramente el cristianismo, como San Justino, Atenágoras, San Clemente Alejandrino, Origenes, etc., cambiaron, por decirlo así, de naturaleza, haciéndose cristianos, puesto que llegaron a ser humildes, dóciles y sumisos al yugo de la fe. Fueron los apologistas y los defensores de nuestra religión, edificaron a la Iglesia tanto con sus virtudes como con sus talentos, muchos sellaron con su sangre las verdades que enseñaron. Quizá nunca ha brillado mas el poder de la gracia que en la conversión de estos grandes hombres.
      Los primeros gnósticos estaban empeñados sistemáticamente en contradecir el testimonio de los apóstoles, en negar los hechos que estos historiadores habían publicado, el nacimiento, los milagros, los padecimientos, la muerte y Resurrección de Jesucristo, puesto que sostenían que el Verbo divino no había podido hacerse hombre; sin embargo, no han osado negar estos hechos, se han visto obligados a confesar que todo esto se había efectuado al menos en apariencia, que Dios había alucinado a los testigos oculares y había engañado sus sentidos. Si hubiera habido algún medio de probar la falsedad a los apóstoles, algunos testimonios que oponerles, contradicciones o cosas aventuradas en su narración, etc., ¿los gnósticos no hubieran usado de ellas mas bien que recurrir a un subterfugio tan grosero? Confesar las apariencias de los hechos era confesar su realidad. puesto que era indigno de Dios engañar a los hombres, y por milagro inducirles a error.
      Por la misma razón, si hubieran podido los gnósticos poner en duda la autenticidad de nuestros Evangelios, no lo hubieran perdonado. San Ireneo nos atestigua que no lo han hecho, que ellos mismos han tomado la autoridad de los Evangelios para confirmar su doctrina. Los ebionitas solo recibían el de San Mateo, los marcionitas el de San Lucas, exceptuando los dos capítulos primeros, los basilidianos el de San Marcos, los valentiníanos el de San Juan, etc. Después los forjaron nuevos, pero no se les acusa de haber negado que los nuestros hubiesen sido escritos por los autores cuyo nombres llevan; se necesitaba, pues, que este hecho fuese incontestable y ocupase el mas alto grado de notoriedad.
      Para refutar a estos herejes y sus falsas interpretaciones de la Escritura, San Ireneo San Clemente Alejandrino recurrieron a la tradición, a la doctrina general en las diversas partes del mundo. Este método de tomar el verdadero sentido de la escritura, y de distinguir la verdadera doctrina de los apóstoles, es tan antiguo como el cristianismo; malamente los heterodoxos del día acusan por esto a la Iglesia Católica.
      Es evidente que las disputas sobre la necesidad de la gracia, sobre la predestinación, sobre la eficacia de la redención etc., empezaron las primeras herejías; ya vemos entre los gnósticos las primeras semillas del pelagianismo. No es, pues, cierto que los PP. de los cuatro primeros siglos no se hayan visto precisados a examinar esta cuestión, que ha sido necesario aguardar los errores de Pelagio en el quinto siglo y su refutación, para saber lo que pensaba la Iglesia sobre esto. La tradición sobre este punto seria nula y sin autoridad, si no remontaba a los apóstoles; toda opinión que no esté conforme con la doctrina de los cuatro primeros siglos, no puede pertenecer a la fe cristiana.
      Es igualmente falso que los PP. de los tres primeros siglos hayan conservado las opiniones de Platón, de Pitágoras o de los egipcios sobre las emanaciones y la persona del Verbo. Habían visto y combatido los errores de los gnósticos nacidos de esta filosofía tenebrosa; habían sostenido que el Verbo no es una criatura o un ser inferior emanado de la Divinidad en tiempo, sino una persona engendrada del Padre ab aeterno; habían, pues, trazado el camino a los PP. del concilio de Nicea y del cuarto siglo; habían probado como estos últimos la divinidad del Verbo por la extensión, la eficacia, la plenitud, la universalidad de la redención. No es, pues, en una palabra o frase suelta donde se debe buscar el sentimiento de los PP., sino en el fondo mismo de las cuestiones que han tenido que tratar. He aquí lo que los teólogos heterodoxos, siempre inclinados a deprimir a los PP., no han querido nunca observar; pero nosotros no debemos dejar escapar ninguna ocasión de hacérselo ver.