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viernes, 23 de mayo de 2014

SAN IGNACIO DE LOYOLA (10)

Capitulo Noveno 
(Primera parte)
EL MAESTRO DE ARTES DE PARIS 
(Febrero 1528 a marzo 1535)

     Ignoramos todo lo referente al viaje de Iñigo; desde Barcelona a París el camino es largo, pero es preciso contentamos con unos pocos detalles consignados en una carta suya a Inés Pascual. (1) “Por la gracia y la bondad de Dios Nuestro Señor, favorecido por el tiempo y enteramente a salvo en mi persona, llegué a esta Ciudad de París el día 2 de febrero, resuelto a estudiar aquí hasta que el Señor me ordene otra cosa.” Lo pintoresco de los nuevos países que atravesaba, los acontecimientos religiosos que agitaban a Francia, la rivalidad de Francisco I y de Carlos V, dirían sin duda alguna cosa al espíritu alerta del viajero; pero no sabemos qué, y él no juzgó a propósito instruirnos de ello; conocer y cumplir la voluntad de Dios era el solo asunto que tenía verdaderamente en medio de su corazón.
     La Universidad de París (2) en el momento en que Iñigo de Loyola llegó a ella para seguir sus estudios, difería bastante de las de Valladolid, Salamanca y Alcalá. Era un centro intelectual mucho más antiguo, mucho más complicado y mucho más internacional. La situación geográfica de Francia, su carácter especial de Hija primogénita de la Iglesia, hicieron de su capital desde la edad media una especie de encrucijada de los grandes espíritus. En los días del Renacimiento y de la Reforma, París ofrecía más que nunca el mismo espectáculo.
     En la Sorbona, en Navarra, en los conventos de los Jacobinos y de los Cordeleros la Teología se enseñaba a personas que venían de todas partes. Las Facultades de Derecho y de Medicina tenían también su clientela multicolor. Pero eran sobre todo las cátedras de Filosofía, de Retórica y de Gramática, las que se enorgullecían de reunir en casi sesenta colegios a estudiantes de todos los rincones de Europa. Estos estaban agrupados, según el título consagrado, en Cuatro Naciones: “Nación de Normandía” para los normandos, los bretones, los angevinos y los manzones; ‘Nación de Picardía” para los arlesianos y valones; “Nación de Inglaterra o de Alemania” para los escoceses, los ingleses, los alsacianos, los alemanes y los suizos; “Nación de Francia” para los franceses del Este, Centro y Sur, para los italianos, españoles y portugueses.
     En esta república del saber, el pueblo es numeroso, agitado, celoso de sus derechos, quisquilloso sobre las costumbres, tramposo en las disputas, tumultuoso en sus reclamaciones. La facultad de Artes, la más antigua de todas —praeclara Facultas— nombraba al rector de la Universidad, cuyas funciones duraban tres meses solamente. Los procuradores de cada nación, como los antiguos documentos lo atestiguan, eran ardientemente celosos de esta preeminencia y defendían contra las iniciativas de las otras Facultades sus privilegios propios; en estos combates no era raro que los concursos de elocuencia acabaran a mano armada. Es necesario añadir que por los alrededores de 1328 las cuestiones de estatutos eran insignificantes respecto de las cuestiones de método y de doctrina que agitaban a la Universidad de París.
     El Rey de Francia de entonces, Francisco I, era llamado el Padre de las Letras, y no era todo adulación en este título, porque el Rey amaba verdaderamente las Letras y los letrados; y si no ejercía siempre su protección con la decisión y clarividencia que hubieran convenido al jefe de un gran pueblo católico, sus debilidades mismas descubren la gravedad de las horas de su reino (3). En aquellos momentos el Renacimiento estaba en todo su esplendor en París y la Reforma comenzaba a brotar. Estas dos palabras bastan para indicar qué clase de problemas se presentaban a la Universidad. Cuando Iñigo de Loyola llegó en 1528 a inscribirse en el colegio de Montaigu, como estudiante de Gramática, Lutero había sido ya condenado por León X en 1520; rompió definitivamente con la Iglesia y con el Imperio en la Dieta de Worms en 1521 y sus libros traducidos al latín comenzaron a circular en Francia en 1525; Juan Calvino estudiaba Derecho en Orleans y en Bourges; pero no tardaría en dirigirse a París en 1531, donde se instalaría en el Colegio de Fortet y resbalaría prontamente en un protestantismo de su elección, cuyo manifiesto doctrinal será la Institución Cristiana (1535).
     Frente al luteranísimo, la Sorbona (4) tomó posiciones a buen tiempo; el Parlamento la siguió con resolución; pero la Corte contemporizaba. Luisa de Saboya era muy firme, pero Margarita de Navarra más indulgente. Tan fiel como su madre en la creencia y tan celoso como su hermana en representar un papel de Mecenas, Francisco I oscilaba del rigor a la apatía. Se le vió unas veces ordenar algunos suplicios y otras defender a los sospechosos a riesgo de comprometer con este doble juego la doctrina católica que a pesar de todo quería sostener. En este embrollo de tendencias diversas los humanistas estaban divididos.
     En Francia, como en Alemania y en Italia, había antes de la aparición de Lutero, un humanismo que abría el camino al protestantismo, desacreditando el latín medioeval, burlándose de las sutilezas de la Escuela, sacudiendo el yugo de la Teología sobre las ciencias humanas y despreciando la concepción cristiana y tradicional de la vida. Pero existía también, anteriormente a Lutero, un humanismo muy diferente. Sus adeptos eran amigos de los refinamientos del lenguaje, preconizaban con gusto nuevos métodos para el estudio de las Letras, de la Filosofía y de la Teología, pretendiendo que era únicamente en las fuentes de la antigüedad clásica y de la antigüedad cristiana, donde los espíritus podrían abrevarse del verdadero saber. En el fervor de sus deseos de renovación intelectual externan a veces críticas virulentas contra la rutina de las ideas, de las instituciones y de los hombres; pero a través de estas iniciativas y de esas censuras no se parecen a los protestantes sino en apariencia; sus esfuerzos tendían únicamente a aquella reforma en la cabeza y en los miembros que la cristiandad de occidente deseaba con todas sus ansias desde hacía dos siglos. Si se equivocaban en algunos puntos pensaban que esos puntos no comprometían a la fe, porque deseaban permanecer católicos. Gil de Viterbo en Italia, Nicolás de Cusa en Alemania, encarnan este espíritu de tradición y de progreso; y no faltaban franceses que llevaron en sí un alma semejante. Guillermo Fichet, Roberto Gaguín, José Clichtove, Guillermo Budé, Guillermo Petit, Germán de Brie, para limitamos a algunos nombres significativos, forman una cadena viva de influencias parisienses, por la que circula esa doble corriente de humanismo y de fe (5). Puede también unírseles Lefevre de Etaples (6).
     Por sus relaciones con Erasmo y Reuchlin y por ciertas de sus fórmulas, algunos de estos reformistas parecen andar en coqueterías y complicidad con el protestantismo; pero en realidad son antiluteranos. Hasta en el cenáculo evangélico de Meaux y entre los protegidos de Margarita de Navarra, es preciso distinguir espíritus y tendencias de una gran diversidad (7).
     En los sesenta colegios de la capital el grupo de los principales y los regentes conserva hacia la Iglesia la misma obediencia. La autoridad de la Sagrada Facultad de Teología se imponía a ellos. Ora se tratase de los libros de Lutero o de los de Berquín, no se ve a ningún maestro levantarse para defenderlos; y en las procesiones solemnes, ordenadas para reparar las blasfemias de los herejes, la Universidad toma voluntariamente su lugar al lado del Parlamento y del Clero, protestando así su fidelidad a la religión nacional. Sin duda en medio de los múltiples problemas que se agitaban, aquellos hombres instruidos no suscribían todas las opiniones del síndico de la Sorbona, Noel Veda (8). Pero en el fondo mismo de la doctrina católica desean permanecer en la Iglesia y con la Iglesia. El rector Nicolás Cop y algunos otros fugitivos no son sino excepciones.
     Tal es el agitado medio viviente, tranquilizador y peligroso a la vez, en el que Iñigo de Loyola va a permanecer durante siete años como aprendiz del saber. Llega allá provisto solamente de algunos pocos conocimientos de la gramática latina; pero es de edad madura, tiene una prudencia innata, el alma recta y noble, y su corazón está consagrado a Dios. Recomenzará en Montaigu sus clases de Gramática; hará en Santa Bárbara todos sus estudios filosóficos y los Dominicos del Convento de la Calle de Saint Jacques serán sus maestros de teología. Vamos a seguirle bien pronto en estos tres medios tan desemejantes para tratar de medir lo que aprendió; pero antes hemos de notar algunos incidentes de su vida que nos ha referido él mismo.

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*          *

     Al llegar a París se alojó en una hospedería frecuentada por españoles, probablemente en las cercanías del Hospital de Saint Jacques. “Poco después recibió de un mercader de Barcelona, 25 escudos en un billete.” Los amigos catalanes permanecían fieles a su protegido. Pero Iñigo firme en sus costumbres de pobreza evangélica, dio a guardar su dinero a uno de sus compañeros de la hospedería, el cual estimulado por este buen suceso, indiscretamente gastó aquel tesoro hasta tener que confesar, un día, al interesado, que le era imposible devolverle ni un centavo. (9) Cuando llegó la fiesta de la Pascua, Iñigo de Loyola se encontraba sin recurso alguno; y su pobreza le obligó a salir de la hospedería para buscar un refugio en el Hospital de Saint Jacques de los Peregrinos, en la calle Mauconseil más allá de la iglesia y el cementerio de los Inocentes, (10) Seguro ya de un abrigo gratuito, el estudiante no tenía más que mendigar su alimento y no dudó en hacerlo conforme a la costumbre que había tomado en Barcelona y en Alcalá. Pero haciéndolo, se encontró que aquéllo tenía el grave inconveniente de hacerle perder un tiempo precioso. Además la distancia era muy larga entre la calle Mauconseil y la montaña de Santa Genoveva; y el reglamento del hospital se compaginaba mal con el de Montaigu. No podía salir de Saint Jacques sino después de amanecer, y de día volver antes del Angelus. Ahora bien, en Montaigu se seguía el uso común de las escuelas que era dar la primera clase a las cinco de la mañana y una repetición a las siete de la tarde. Reducido por su pobreza a la condición de “martinete” y de “martinete” alojado en un hospital lejano, Iñigo se veía privado diariamente de dos ejercicios escolares, lo que para un escolar de treinta y cinco años, que apenas andaba con los rudimentos del latín, era causa de un retardo deplorable. Deliberó, pues, consigo mismo cómo saldría de aquel apuro y lo que mejor le pareció fue el ponerse a servir a algún regente, como otros hacían, con lo cual tendría al mismo tiempo la habitación, la comida y todas las facilidades de estudiar. Además su fe encontró en la combinación grandes ventajas espirituales: porque, ¡qué gran consolación era para su alma representarse a su amo como a Cristo en Persona, y a los condiscípulos como a los apóstoles, sirviéndoles con espíritu de humildad y de caridad! Faltábale solamente descubrir al profesor que aceptara sus servicios. Para lograrlo rápidamente y mejor, confió su designio al bachiller Castro, a un religioso de la Cartuja de París, que conocía a muchos regentes y aun a otras personas; pero todo fue inútil.
     Por fin un fraile español, a quien le manifestó un día sus dificultades, le aconsejó que fuera cada año a Flandes, y pasando dos meses pidiendo limosna a los ricos comerciantes españoles de aquel país, recogería fácilmente lo que le era necesario para vivir un año entero. Meditó delante de Dios aquel consejo, lo juzgó bueno y comenzó a ponerlo en práctica (11).
     Flandes, como España, formaba parte del dominio de Carlos V. El emperador había nacido en Gante y los flamencos eran muy favorecidos en la Corte. De un país al otro la política y los negocios estaban en estrechas relaciones.
     Brujas, era uno de los centros del comercio internacional. Su prosperidad comenzó a declinar en el siglo XVI, porque a partir de 1516 los alemanes y los italianos preferían Amberes; sin embargo conservó una gran parte de su clientela española. Aquellos ricos negociantes, se agrupaban en torno de la calle que aun ahora se llama La Española, en donde se encontraban los consulados de España y de Castilla. En la esquina de la Calle Española y de la Calle de la Galia, en el hotel llamado Pynappel, vivía Gonzalo de Aguilera; era un cristiano celoso, un gentilhombre auténtico y un opulento comerciante. Iñigo de Loyola fue a llamar a su puerta en sus viajes a Brujas en 1528, 1529 y 1530. Como Gonzalo de Aguilera estaba casado con Ana de Castro, no es difícil que el mismo bachiller Castro haya dado a Iñigo aquella dirección burguesa (12).
     Del mismo modo que los Aguilera, Luis Vives (13), vivía en la Calle Española. Había venido a instalarse en Brujas en 1521 después de haber abandonado su cátedra de la Universidad de Lovaina. Desde que había dejado en 1528 sus funciones de preceptor de la Pricesa María, hija de Enrique VIII y de Catalina de Aragón, Vives volvió a vivir en Brujas y allí se había casado en 1528; con lo que para este español de Valencia era como una segunda patria. La vecindad, y mucho más la celebridad del ilustre escritor, debieron sugerir a los Aguilera el presentar a Vives a un español estudiante de la Universidad de París. El encuentro tuvo lugar en efecto como lo asegura Iñigo mismo, añadiendo Polanco, que fue en una comida familiar que le ofreció Vives.
     Por poco que se hayan leído las obras del filósofo valenciano, ya se imagina uno, sin trabajo, lo que pudo ser aquella conversación. Entre los Canales de Brujas, al borde de los cuales Vives había fijado su morada, miraba a veces hacia la Montaña de Santa Genoveva con algún resentimiento; porque la había frecuentado en otro tiempo y guardaba de ella un mal recuerdo. Teniendo ante él a un estudiante de Montaigu y de Santa Bárbara, debió preguntarle si sus compatriotas continuaban firmes en el castillo de la ignorancia y en hacer a la Universidad de París el detestable servicio de ridiculizarla en toda Europa. Aquel gran hombre estaba poseído en grado igual de un violento amor por la ciencia y por su patria; su espíritu abierto y atrevido sufría con las dificultades que se oponían aun a la marcha de los letrados de todo el mundo; tanto más cuanto sus propias iniciativas le habían valido más de una sospecha. En la famosa controversia que había puesto en apuros a Zúñiga y a Erasmo no había disimulado sus simpatías por el célebre editor del Nuevo Testamento impreso en Basilea en 1519. Es muy posible que semejante hombre teniendo delante de sí a un estudiante de París, se haya tomado la libertad de burlarse de los malos latinistas y los pseudodialécticos que tan cruelmente ha fustigado en sus escritos.
     De sus conversaciones con Vives, Iñigo de Loyola, desgraciadamente, no nos ha dicho nada. Pero sabemos por Polanco (14) un detalle, y es éste: del mismo modo que Erasmo, Vives dudaba de la prudencia de las ordenanzas eclesiásticas acerca de la abstinencia; los alimentos permitidos, decía, son tan buenos como los otros y agradan al gusto del mismo modo si están bien preparados. A lo que Iñigo respondió: “en efecto, los que se tratan bien durante la cuaresma, practican muy mal la penitencia, en vista de lo cual la Iglesia prescribe la abstinencia; pero no es lo mismo con la masa de los hombres, y es a los intereses de la multitud a los que la Iglesia ha querido proveer.”
     Esta discusión sobre la abstinencia debió de ser una breve y apacible disputa. En esta fecha, Vives escribió sus cuatro Libros de Política dedicados al emperador, un Breve Tratado de la Paz ofrecido en homenaje al arzobispo Antonio Manríquez de Lara, un opúsculo sobre la condición de los cristianos que vivían bajo el yugo de los turcos; y a intención de los magistrados de Brujas había ordenado todo un plan de obras de misericordia. Pues bien, Iñigo era un amigo de los pobres, un antiguo peregrino de Jerusalem, un familiar de los Manrique de Lara y un antiguo soldado de Carlos V: hermosa ocasión para un cambio de puntos de vista entre aquellos dos hombres. Sin gran esfuerzo de la imaginación, reconstituiremos la escena, que hubiera podido tentar a cualquier pintor flamenco: en una hermosa sala-comedor, Vives prodiga la agudeza de su espíritu; su mujer Margarita Valdaura y la flor de la colonia española en Brujas, lo escuchan encantados; y sus ojos curiosos pasan del amable señor de la casa a aquel estudiante de París vestido con su larga túnica negra, el rostro sereno, el aire modesto, que dice de vez en cuando una palabra cuando la conversación toca las cuestiones del día.
     Amberes, rival de Brujas y naciente metrópoli del comercio de los Países Bajos, recibió también la visita de Iñigo de Loyola en sus viajes de limosnero. La tradición, y nunca ha variado, conserva el nombre de un hombre de bien que acogió a su paso al pobre de Jesucristo. Juan de Cuéllar no se contentaba con dar a Iñigo la hospitalidad y el oro de su bolsa, sino que provocaba la generosidad de otros comerciantes; y después de 1530 tomó la costumbre de enviar a París las letras de cambio que dispensaban al mendigo de volver a Flandes. La casa habitada por Juan de Cuéllar ha desaparecido con las reformas hechas desde 1736 a la fecha; pero se sabe exactamente el lugar, en la esquina de la larga Calle Nueva y la Calle de la Encina, frente al portal Sur de la Iglesia de Saint Jacques. Durante más de 100 años (1622-1736), una estatua y una inscripción recordaban que Iñigo de Loyola había vivido allí (15).
     Sabemos también que en 1530, el estudiante limosnero llegó hasta Inglaterra (16). Quizás Luis Vives le diera algunas direcciones. De su estancia en la Corte de Enrique VIII, el preceptor de la Princesa María no conservaba sino amargos recuerdos. A causa de no haber querido sostener la legitimidad del divorcio de Enrique con Catalina de Aragón, perdió su puesto y la pensión que se le pagaba de las cajas reales. Pero debía conocer en Londres o en algún puerto de la costa algunos comerciantes españoles más generosos que el Rey de Inglaterra. En todo caso Iñigo de Loyola se encontró después del viaje a Inglaterra más rico que nunca lo había sido. Parece también que a partir de 1531, sus finanzas se mejoraron hasta el punto de dispensarle de la fatiga de ir tan lejos a tender la mano (17). Todo lo que recibía de Flandes, de Inglaterra o de España le llegaba por letras de cambio contra un comerciante parisiense. Un depositario de más conciencia que el primero, guardaba todo este dinero. Iñigo sacaba de esta abundancia: muy poco para él, mucho para sus camaradas de escuela. Escribía en un papel la suma y el nombre del beneficiario y al presentársele el billete el depositario pagaba. Cuántos pobres “martinetes” fueron socorridos así por este mendigo voluntario (18).
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     Volvamos ahora al ciclo de los estudios seguidos en París por Ignacio de Loyola.
     Los dos años que pasó en Barcelona y los quince meses de Alcala, le habían dejado muy ignorante en el latín. Según su propia expresión le faltaban los fundamentos necesarios para edificar un edificio de sólida ciencia. Los consejeros de España le impulsaron quizás demasiado a aglomerar conocimientos diversos. Desde su licuada al Colegio de Montaigu tomó la resolución heroica de recomenzar en medio de los niños sus clases de Gramática.
     En Montaigu, (19) como en los otros colegios, los alumnos se dividian en bolsistas, descargados de todo gasto por las rentas de la fundación; camaristas, ricos instalados allí con sus domésticos y pedagogos; porcionistas, que dividían con los pensionados o bolsitas la vida y el alimento; y martinetes, o externos alojados y nutridos en cualquier parte y sólo presentes en el colegio a la hora de las lecciones y de las repeticiones. Iñigo fue primero un pobre “martinete” de Montaigu. Hubiera podido pedir lecciones de latín a cualquier maestro, porque los reglamentos universitarios no exigían un certificado de escolar, sino para el curso de artes. Pero prefirió sin duda beneficiarse de los socorros de un colegio de renombre. Y por lo demás Montaigu se dividía con Coqueret y Santa Bárbara, la clientela bastante numerosa de los estudiantes portugueses y españoles.
     El colegio, desaparecido ahora, daba a la calle de las Siete Vías y a la de San Esteban de Gres. Ocupaba los dos ángulos orientales de un cuadrilátero cerrado al oriente por el Colegio de Santa Bárbara y el hotel de los Abades del Monte San Miguel. Hacia fines del siglo XV, el sacerdote de Malinas, Juan Standonck había construido allí una casa de estudios y de vida austera. Según la idea del reformador, los capetos (así se llamaba a los bolsistas a causa del manto y capucha que llevaban encima de sus sotanas), debían de ser clérigos escogidos a fin de prometer a la Iglesia sacerdotes excelentes de que tenía tanta necesidad. Standonck contaba con que por el contagio del ejemplo, los alumnos ricos admitidos en su colegio al lado de los pobres, ayudarían a la renovación de todo el clero. Este designio apostólico se deriva de los Hermanos de la Vida Común; Standonck había sido su alumno en Gouda antes que estudiara en Lovaina y en París, y hasta su muerte mantuvo con ellos estrechas relaciones.
     Cuando murió, el 5 de febrero de 1503, aquel hombre de Dios había escogido ya a su sucesor en el cargo de Principal del colegio: Noel Beda asociado desde mucho antes a los trabajos de Standonck era de origen picardo. Este tenía la seriedad y sobre todo la tenacidad de Calvino. Conservó al colegio de Montaigu su carácter de austeridad, a despecho de la experiencia que hubiera podido aconsejarle suavizar el régimen alimenticio de los capetos y el reglamento de sus jornadas. Pero por el contrario, dobló la rigidez de la vida, conforme a sus ideas. En su tiempo porcionistas y camaristas participaban del mismo régimen intelectual; régimen que pudiéramos llamar integrista. Aun cuando dejó de ser el principal, Beda quedó de amo de la casa. Su vigilancia, su celo, su intrepidez le dieron, hasta su muerte en 1537, un papel importante en la Facultad de Teología de la que era síndico; y ya se imagina uno si sería fácil que un hombre de este carácter hubiera abierto con complacencia a las novedades del tiempo las puertas de Montaigu. Sus sucesores en la dirección, Pedro Tempeste y Juan Hegón más tarde, sufrieron o aceptaron su dominio. (20)
     Tal es la casa a la que Iñigo de Loyola llegó a pedir lecciones de gramática.
     Había entonces en la enseñanza de las lenguas antiguas dos métodos que chocaban entre sí: la vieja rutina de la época medieval tan vivamente criticada por Luis Vives, y las innovaciones del humanismo. Desde el último tercio del siglo XV, París tenía humanistas impresores de libros; y no publicaban solamente las ediciones de Salustio, de Cicerón, de Virgilio y de Lucano, sino aun manuales preceptivos. (21) Fichet publicó una Retórica, Gaguín un Tratado de Métrica, Tardif una Gramática. Erasmo, que llegó a Montaigu 1495 para enseñar allí la Sagrada Escritura, ha superabundantemente ridiculizado la escasa comida del colegio, pero precisa poco cual era la disciplina intelectual que allí reinaba. Su presencia en la casa de Standonck da testimonio de que Montaigu no ponía mala cara al humanismo; pero después de la rebelión de Lutero es muy probable que el cielo se tornó tempestuoso en Montaigu para aquellos que latinizaban y grecizaban. Beda escribirá especialmente en contra de Lefevre de Etaples y Erasmo en su opúsculo Adversus Clandestinos Lutheranos de 1528, y obtendrá que la Sorbona prohíba en los colegios los Coloquios de Erasmo (23/junio/1528), de los que el librero parisiense Colines acababa de tirar veinte mil ejemplares.
     Después de estos golpes, el humanismo, en 1528 debía de estar en Montaigu en calidad de sospechoso.
     ¿Sería un engaño decir que la desgracia de Erasmo fue compartida por Lorenzo Valla, Aldo Manucio, José Bade y aun el flamenco Despautere, cuyos manuales de latinidad impresos en París, hacían desaparecer entre sus múltiples ediciones todos los rudimentos antiguos? Con mayor razón Beda no hubiera sufrido que entrasen en aquella casa que miraba siempre como suya, la Gramática Latina y la retorica de Felipe Melanchton. No se figura uno en el tradicionalista Montaigu, que los ma

estros pudieran seguir otras Gramáticas q
ue el Doctrinal en verso de Alejandro de Villadios y el Grecismo de Everardo de Bethune cuya boga data de la Edad Media (22). Ni el principal Pedro Tempete, ni el principal Juan Hegón tratarían ciertamente de cambiar alguna cosa en el plan de estudios de Gramática que Noel Beda había elaborado en 1509, distribuyendo en siete clases la explicación del Doctrinal.
     Este plan preveía que cada uno de los regentes, paralelamente al comentario del Doctrinal, debía explicar un prosista y un poeta. Ahora hien, los libreros parisienses del siglo XVI, editaban los más grandes autores de la Roma antigua; Cicerón sobre todo, era el favorito: cartas, discursos, tratados, etc., salían en profusión de las prensas, dejando bien atrás a las Décadas de Tito Livio, los Comentarios de César y las Cartas de Plinio. Virgilio, Ovidio, Horacio, eran equilibrados por Persio y Terencio. A pesar de su amor por la Edad Media, los maestros de Iñigo quizás habían dado un lugar en sus lecciones a aquellos textos clásicos. En cuanto a los diccionarios, parece claro que los escolares sólo tenían a su disposición los viejos palimsestos, compilados por los Lombardo, Papías, el Obispo Ugoccio y el dominico Juan de Ragusa para ayudar a los clérigos a descifrar los monumentos de la antigüedad cristiana. Estienne no imprimirá sus Diccionarios sino hasta 1530 o 1531.
     Para iniciarse en la Retórica, Iñigo tuvo sin duda las glosas de sus maestros sobre Aristóteles o Boecio, a menos que no haya preferido leer el Isagogo de Raymundo Lulio. (24)
     ¿Estudió Iñigo el griego en Montaigu? Es poco probable. La enseñanza de esta lengua en París se había reanudado a mediados del siglo XV, pero tuvo numerosas intermitencias. Gregorio el Tiphemate y Jerónimo Alejandre son meteoros que pasan. En el colegio del Cardenal Lemoyne y en el de Santa Bárbara, había algo de ello, pero en otras partes, nada. Lefevre de Etaples, que editó tantos Tratados de Aristóteles, lo hizo en latín. Los famosos Comentarios de Guillermo Budé (25) sobre la lengua griega, no aparecerán sino hasta el estío de 1529; los cursos de los lectores reales sobre lenguas antiguas, que provocaron tanta emoción en la Facultad de Artes y en la Soborna, no comenzaron sino en marzo de 1530. Hay algunos autores griegos que aparecían en las librerías, pero muy discretamente: Platón, Aristóteles, Tucídides, Luciano, estaban traducidos al latín; el Saboyano Claudio de Seyssel puso en francés a Jenofonte y a Diódoro de Sicilia. Si alguna vez Iñigo de Loyola estudió el griego no sería sino con Pedro Fabro en Santa Bárbara. De Montaigu no saldría probablemente sino con un bagaje de latín, en que el humanismo tendría muy pequeña parte.
     Fue en el otoño de 1529 cuando pasó a Santa Bárbara para seguir allí el curso de Artes.
     Santa Bárbara en 1529 (26) era una especie de feudo portugués en la Universidad de París. El principal Diego de Govea, era proveedor del colegio desde 1520; a su demanda, el Rey Juan III fundó en él cincuenta becas para los súbditos de su reino. Los sobrinos del principal, Marcial, Andrés y Antonio de Govea dominaban por su talento a sus émulos portugueses, españoles y franceses. Diego de Govea aunque haya sido presentado por Enrique Estienne como un ignorante, tuvo por lo menos el mérito de inflamar en su colegio los más hermosos entusiasmos por las Letras y la Filosofía.
     Montaigu y Santa Bárbara no estaban separados sino por la estrecha calle de San Sinforiano o de Los Perros. En 1522, hubo entre los alumnos de los dos colegios un combate épico que narra un mal poema intitulado Barbaromaquia. Este episodio es símbolo de la rivalidad de las dos casas en el dominio de la enseñanza. Aunque conquistado por las teorías nominalistas, Montaigu era más hostil al movimiento del Renacimiento. En Santa Bárbara, Maturín Cordier, Luis de Estrebay, Jorge Buchanan y Antonio de Govea renovaron las enseñanza de las lenguas antiguas e hicieron penetrar en él al Humanismo. Juan Gélida de Valencia ayudado por su genial servidor Guillermo Postel, Juan Fernel de Montdidier y más tarde su alumno Antonio de Mouchy, llamado de Mocharés hicieron un esfuerzo para ensanchar los viejos moldes de la Filosofía Escolástica.
     Fuera de la Universidad comenzaron en 1530 las lecciones de los lectores reales, (27) primeros maestros de lo que se llamó más tarde el Colegio de Francia. Enseñaban las lenguas antiguas de acuerdo con los métodos de los más fervientes humanistas de Alemania y de Italia; y además los italianos estaban mezclados a los franceses en este nuevo cuerpo profesoral.
     Como estos profesores, por falta de un edificio único, daban sus cursos en el Colegio de los Tres Obispos, en el del Cardenal Lemoyne, en el de los Lombardos, y en el de Fortet, la juventud de las escuelas era conducida más o menos hacia los métodos nuevos. Los libros y las lecciones de Lefevre de Etaples habían en otro tiempo debilitado el Colegio del Cardenal Lemoyne y el de Navarra: allí se picaban de Humanismo; se buscaba el pensamiento de Aristóteles en sus propios escritos; se pedía en su texto original el sentido de la Escritura; y se pretendía renovar la misma Teología, oyendo por encima del ruido de los glosadores escolásticos, los ecos del pseudo Dionisio, de San Juan Damasceno y de los Padres de la Iglesia, sin hablar de Raymundo Lulio y de Ruysbroek. (28)
     Bajo la influencia del viejo profesor Juan Mayor y del ex-principal Noel Beda, doblando la obstinación escocesa con la resolución picarda, Montaigu permaneció anclado en la tradición antigua. Entre la retaguardia de Montaigu y la vanguardia de Navarra, Santa Bárbara tenía el lugar de un cuerpo medio que desearía pasar a primera línea.
     En tiempos de Iñigo de Loyola, el curso de Artes duraba tres años y medio. Cada uno de esos tres años tenía su regente, y los alumnos se llamaban Sumulistas, Lógicos y Físicos: nombres sacados de la principal de sus ocupaciones sucesivas. Aristóteles permanecía siendo el maestro por excelencia, que los profesores más famosos se honraban en comentar. Como lo señala expresamente el reglamento del Cardenal de Estouteville (1452), (29) en sus artículos concernientes a la facultad de Artes, si la Dialéctica es un gran punto en los estudios, no lo es todo; la Metafísica y la Ética deben de tener una parte notable con algunos elementos de Matemáticas y de Cosmografía.
     Un poco antes que Iñigo de Loyola llegara a la Universidad de París, el Colegio de Santa Bárbara había conocido el triunfo del valenciano Juan de Celaya y del picardo Juan Fernel. El primero, interpretando a Aristóteles se gloriaba de conciliar a Santo Tomás de Aquino, Escoto y Occam; ¿pero se podía esperar menos de aquel que se llamaba el doctor muy resuelto? El segundo había comenzado unas lecciones de Cosmografía que eran todo un acontecimiento. En defecto de su persona, quedaron sus obras. Quizás Iñigo tuvo tiempo para hojearlas. Pero él no nombra sino uno solo de sus maestros, el doctor Juan Peña, que le inició en los secretos del Arbol de Porfirio. Desgraciadamente con citar este nombre es necesario detenerse porque se ignora todo del personaje. El valenciano Juan Gélida con su famoso criado Postel, habían ya emigrado al Colegio del Cardenal Lemoyne; Iñigo debió oír hablar de él, pero no fue su discípulo; acaso conoció en Santa Bárbara al portugués Juan Riveyro apasionado admirador de Celaya (30).
     Celaya no era el único comentarista de Aristóteles, lo eran también Lefevre de Etaples, Francisco Vatable y Leónico Thomé. Las Súmulas lógicas de Pedro de España estaban en boga. Pero los manuales más recientes de Dialéctica eran numerosos; se podía escoger entre el de Jorge de Trevisonda, Juan L’Arboré y Adolfo Agrícola, sin hablar de Felipe Melanchton. En los antiguos libros ti«- Matemáticas de Boecio y Euclides y en la Esfera del monje inglés Juan de Sacrobosco, los libreros parisienses añadían los Tratados más modernos de Lefevre de Etaples y de Juan Fernel; del español Juan Martinez Guijeño llamado Silíceo; del célebre profesor de Alcalá Antonio de Nebrija; y aun Simón de Colines editará en español el Cuadro de Cebes de Juan Población, médico de la Reina de Francia Leonor de Austria (31).
     Sea lo que sea de los libros que hubiera podido leer y de los maestros de quienes hubiera podido seguir las lecciones, es preciso notar que Iñigo de Loyola, al comenzar el curso de artes, encontró el mejor socorro en dos amigos suyos muy queridos, el saboyano Pedro Fabro y el navarro Francisco Javier.
     Pedro (32) estaba en París hacía ya cuatro años y acababa de pasar sus exámenes de licencia. Francisco había también terminado sus estudios y recibido el birrete doctoral; daba clase de Filosofía en el Colegio de Beauvais, pero vivía todavía en Santa Bárbara y compartía la misma habitación con Pedro Fabro. Iñigo de Loyola fue el tercero en el otoño de 1529, y desde el primer momento se convino en que Francisco daría a Iñigo una repetición de la Filosofía; pero de hecho fue Pedro Fabro el que se encargó de esta repetición. Guiado por este joven de veinticuatro años, dulce, puro y penetrante a la manera de los ángeles, el antiguo soldado de Pamplona repetía las materias explicadas, proponía sus dudas, se ejercitaba en la discusión, y hacía algunas lecturas. Con el tiempo leyó a Aristóteles, por virtud, como en otro tiempo leía por gusto los libros de caballerías. Los progresos fueron lentos; sus facultades habían perdido su flexibilidad, pero la inteligencia era de un hombre de acción y el corazón estaba dominado por el deseo del reino de Dios. No obstante, el saber parisiense entró poco a poco en su espíritu y al cabo de tres años Iñigo intentó la adquisición de los grados universitarios.
     Antes de Navidad de 1532 un día que ignoramos, se presentó en las escuelas de la Nación de Francia, calle de Fouare. Conforme a la costumbre los profesores y numerosos escolares estaban presentes. Contra un regente de Santa Bárbara que argumentaba, Iñigo sostenía la discusión. Después más tarde, en los primeros días de febrero, sufrió a puerta cerrada las interrogaciones de cinco examinadores escogidos por los Intrants de las cinco provincias que componían la Nación de Francia. Otro grupo de escolares fueron examinados como él, sobre Gramática, Retórica y Lógica. Dadas las respuestas, los examinadores hicieron la lista de los candidatos admitidos e Iñigo recibió de ellos en presencia del Procurador de la Nación de Francia, las letras testimoniales que le declaraban Bachiller en Artes. (34)
     El reglamento de 1452 (35) insistía porque se conservara en los colegios la antigua costumbre que obligaba a los bachilleres a discutir por treinta días seguidos durante la cuaresma, dando respuesta a todo el que preguntaba. Si en 1532 estaban aun en uso en Santa Bárbara estas discusiones cuadragesimales, Iñigo terminó con esta abundancia de silogismos las pruebas de su doctorado.
     Los exámenes de licenciatura estaban tan minuciosamente arreglados como los de bachillerato. (36) Ninguno podía ser admitido a ellos sin presentar testimonio escrito de que había oído comentar por algún maestro, y no rápidamente, sino con toda calma, los Tratados de Aristóteles sobre la generación y la corrupción, sobre el cielo y el mundo y también los Parva Naturalia y la Metafísica y la Moral del Estagirita; y el mismo testimonio se exigía acerca de los cursos seguidos sobre Aritmética, Geometría y Astronomía. Se hacían recomendaciones instantes a los escolares para que profundizaran particularmente las tesis de Ética y de Metafísica. (37)
     En 1533 Iñigo de Loyola afrontó “las tentativas”, como se decía entonces, de la licenciatura de Artes. Comenzaron en febrero, después de la fiesta de la Purificación. Luego tuvo un examen privado en Santa Bárbara; luego la discusión pública llamada Quodlibetaria, en la iglesia de San Julián el Pobre y finalmente el examen solemne en Santa Genoveva. Los candidatos podían graduarse en Notre Dame o en Santa Genoveva, e Iñigo escogió esto último. Conforme a los reglamentos de la Nación de Francia, cuatro examinadores, escogidos por ella, procedían a las interrogaciones y presidía el Canciller o el Vicecanciller. En los años normales se presentaban ochenta candidatos; se les clasificaba por grupos de diez y seis, por nación y por mes.
     No sabremos nunca lo que preguntaron a Iñigo ni lo que el respondió; nos tenemos que contentar con la conclusión de que, puesto que fue inscrito en la lista de los Actos del Rectorado, sus respuestas fueron pertinentes. Después del examen en el día fijado por el director de la Universidad, el grupo de los candidatos acompañado del rector, de los procuradores de las naciones y de los bedeles de la Facultad de Artes, se presentaba en la iglesia de la abadía de Santa Genoveva. Tomando entonces el primer bedel de manos del canciller la lista por orden de méritos de los examinados, le daba lectura. Ignoramos también el lugar de Iñigo en esta lista. Si fue de los cuatro primeros, tuvo que exponer una tesis y responder a las objeciones del Canciller; pero, como es de imaginarse, esta parada no era más que un puro espectáculo. Terminada la discusión de los cuatro primeros, todos prestaban juramento de observar los deberes de un maestro, recordados en una corta arenga. Y entonces el canciller levantándose les decía: “Por la autoridad de los apóstoles Pedro y Pablo, que me ha sido delegada a este efecto, os doy licencia de regentear, de discutir, de determinar, y de hacer todos los actos escolares y magistrales tanto en París como por toda la tierra en nombre del Padre y del Hijo y del Espíritn Santo”. (38) Aquel día fue el 13 de marzo de 1533.

1.— Ep. et Inst. I, 74.
2.— Crevier, Hist, de L'Université de Paris (1761). El tomo V contiene la Historia de la Universidad de 1494 a 1554.
3.— Se podría formar un díptico de hojas contradictorias, con los actos del Rey de 1321 a 1328, referentes a los avances de la Reforma en Francia.
4.— L. Defísle. Notice sur un registre de la faculté de théologie (1595-1533.) L. Clerval, Registre des procés yerbaux de la faculté de théologie de París, I, 1505-1523, Paris Lecoffre, 1917; Crevier, op. cit. V, 172, 195-197, 202-304.
5.— Imbart de la Tour, Les origines de la Reforme II, 392-445; III, 59-157; A. Renandet, Prereforme et humanisme, 76-89, 141-159, 205-209, 366-403.
6.— Emile Doumergue Calvin, (III, 88, 89) hace de Lefevre un protestante. Yo he protestado de esto muchas veces (Etudes, 20 de febrero 1918, 154 a 155 y otros). M. Vienot, (Revue chretienne, nov. dic. 1917, 504) N. Weiss (B. de l’hist. du protest., 1910, 81-85, 1913, 97-168) M. Renaudet (Préreforme et humanisme, 698-703) declaran falsa la tesis de Doumergue. El Guillaume Farel publicado en 1930 por eruditos suizos sigue las mismas conclusiones (99-113).
7.— Pedro Jourda, Marguerite d’Angouleme, I, 97-99; 181-182; 184, 186. Etudes26 de set. 1931, 698-702.
8.— Noel Beda o Bedier, nació hacia 1470 en Picardía, ya estaba en el Colegio de Montaígu con Standonck en 1495. Recibió la sucesión de Standonck en 1503, se doctoró m Teología el 15 de abril de 1508, dió su dimisión de Principal de Montaigu en 1514, se convirtió en síndico de la Facultad de Teología el 5 de mayo de 1520. A partir de esta fecha hasta su desgracia en 1527, no cesó en su actividad contra los luteranizantes. Acerca de el véanse además de Imbart de la Tour, Delisle y Clerval; Pedro Caron Potitions de l’ecole de charles, 1898: Weiss y Bourilly Bullet. d’hist. du prot. francais, mayo de 1903. 
9.— González de Cámara, n. 73.
10.— La primera piedra del hospital de Saint Jacques, fue puesta por Juana, hija de Luis de Hutin, en 1322, la primera misa que allí se dijo fue el 18 de marzo de 1322. El Hospital tenía capilla y cementerio. La fiesta patronal se celebraba solemnemente el 25 de julio. El hospital estaba destinado a los peregrinos de Santiago de Compostela. Tenía illi su sede una Cofradía de antiguos peregrinos. Ver Piganiol de la Forcé, Descrption de París, III, 171-211; Lebeuf, I. 127-128, 252-257.
11.— González  de Cámara, n. 76.
12.— G. Rambry, Ignacio de Loyola en Brujas, Luis de Plancke, 1898; Acta SS. julio VII 674, consignan esta tradición.
13,—,A. Bonilla y San Martín, Madrid, 1963, 163-183; Paul Dudon Homenaje a Bonilla y San Martin, II, 153-161, La rencontre d’Ignace avec Luis Vives a Bruges, 1528-1330.
14.— Cronicon, I, 43.
15.— Doy gracias al P. Poncelet por las notas que tuvo la bondad de comunicarme acerca de la estancia de S. Ignacio en Amberes; y cito su Historia de la Compañía de Jesús en los antiguos Países Bajos, I, 35-37-39.
16.— González de Cámara, n. 76.
17- Cronicon, I, 43. 
18— Scrip. S. Ign. I, 735.
19- Marcel Godet, La Congregation de Montaigu, Paris, Champion 1912
20._ Godet, op. cit. 66, 68. Ver nota 13 Apéndices.
21- A Renaudet, op. cit. 114-116, 276.
22- Ch. Thurot. De Alexandri de Villadei Doctrinali, París, Dezobry, 1850.
23- Una copia de este reglamento de 1509, está en la Bibl. del Arsenal ms. 1168. En las adicciones y correcciones añadidas a su tesis De l’organisation de l'enseiguement a L'Universite de Paris au Moyen Age, Thurot, 11-13, ha resumido las prescripciones de Beda.
24.— A. Renaudet, Annales de l'imprimerie; Phil. Renouard Bibliographie des impressions de Jone BadiusBibliog. des editions de Simón Colines.
25.— Abel Lefranc, Histoire de College de France, 31, 98, 102, 109; Louis Delaruelle, Guillaume Budé, París, Champion, 1907; 43-45.
26— J. Quicherat, Histoire de Sainte Barbe, I, 122-140.
27- A. Lefranc, op. cit. 101-125.
28.— A. Renaudet, op. cit. 281, 374-378, 474, 472-485, 487-408, 621.
29.— Chart. Univ. París. IV 728-729.
30.— J. Quicherat, op. cit. I, 165-174, 177-184.
31- Ver. Ant. et Philp. Renouard op. cit. años 1520-1533.
32- Mon. Fabri, Memoriale, n. 3.
33- L. CrosHistoire de S. Francois Xavier, I, 109-111, 123.
34.—Thurot, op. cit. 42-47. 
35— Chart. Univ. París. IV, 729.
36,—Thurot, op. cit. 49-58.
37,—Chart. Univ. Paris. IV, 729.
38- Thurot, op. cit. Add. et corr., p. 8.

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