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martes, 31 de agosto de 2010

CARTA ENCICLICA «AD DIEM ILLUM LAETISSIMUM»

CARTA ENCICLICA «AD DIEM ILLUM LAETISSIMUM»
En el 50 aniversario del dogma de la Inmaculada Concepción
Sobre la devoción a la Santísima Virgen
LITTERAE ENCYCLICAE
S. mi: D N. Pi: PP. X Iubilaeum extraordinarium orbi catholico indicentis. occasione quinquagesimi anniversarii a dogmatica definitione immaculatae S. M. V. Conceptionis.

VENERABILIBUS FRATRIBUS PATRIARCHI PRIMATIBUS ARCHIEPISCOPIS EPISCOPIS ALIISQUE LOCORUM ORDINARIIS PACEM ET COMMUNIONEM CUM APOSTOLICA SEDE HABENTIBUS

Recuerdo de la declaración del dogma de la Inmaculada Concepción

El paso del tiempo, en el transcurso de unos me­ses, nos llevará a aquel día venturosísimo en el que, hace cincuenta años, Nuestro antecesor Pío IX, Pon­tífice de santísima memoria, ceñido con una nume­rosísima corona de padres purpurados y obispos consagrados, con la autoridad del magisterio infa­lible, proclamó y promulgó como cosa revelada por Dios que la bienaventurada Virgen María estuvo in­mune de toda mancha de pecado original desde el primer instante de su concepción. Nadie ignora con qué espíritu, con qué muestras de alegría y de agra­decimiento públicos acogieron aquella promulga­ción los fieles de todo el mundo; verdaderamente nadie recuerda una adhesión semejante tanto a la augusta Madre de Dios como al Vicario de Jesucris­to o que tuviera eco tan amplio o que haya sido re­cibida con unanimidad tan absoluta.

Demostraciones de piedad mariana

Y ahora, Venerables Hermanos, después de trans­currido medio siglo, la renovación del recuerdo de la Virgen Inmaculada, necesariamente hace que re­suene en nuestras almas como el eco de aquella ale­gría santa y que se repitan aquellos espectáculos famosos de antaño, expresiones de fe y de amor a la augusta Madre de Dios. Nos impulsa con ardor a alentar todo esto la piedad con la que Nos, durante toda nuestra vida, hemos tratado a la Santísima Vir­gen, por la gracia extraordinaria de su protección; esperamos con toda seguridad que así será, por el deseo de todos los católicos, que siempre están dis­puestos a manifestar una y otra vez a la gran Madre de Dios sus testimonios de amor y de honra. Además tenemos que decir que este deseo Nuestro sur­ge sobre todo de que, por una especie de moción oculta, Nos parece apreciar que están a punto de cumplirse aquellas esperanzas que impulsaron pru­dentemente a Nuestro antecesor Pío y a todos los obispos del mundo a proclamar solemnemente la concepción inmaculada de la Madre de Dios.

La Virgen nos ayuda siempre

No son pocos los que se quejan de que hasta el día de hoy esas esperanzas no se han colmado y utilizan las palabras de Jeremías: Esperábamos la paz y no hubo bien alguno: el tiempo del consuelo y he aquí el temor (Jer., VIII, 15). Pero, ¿quién podría no entrañar­se de esta clase de poca je por parte de quienes no miran por dentro o desde la perspectiva de la ver­dad las obras de Dios? Pues, ¿quién sería capaz de llevar la cuenta del número de los regalos ocultos de gracia que Dios ha volcado durante este tiempo sobre la Iglesia, por la intervención conciliadora de la Virgen? Y si hay quienes pasan esto por alto, ¿qué decir del Concilio Vaticano, celebrado en momento tan acertado?; ¿qué del magisterio infalible de los Pontífices proclamado tan oportunamente, contra errores que surjan en el futuro?; ¿qué, en fin, de la nueva e inaudita oleada de piedad que ya des­de hace tiempo hace venir hasta el Vicario de Cristo, para hacerlo objeto de su piedad, a toda clase de fíeles desde todas las latitudes? ¿Acaso no es de admirar la prudencia divina con que cada uno de Nuestros dos predecesores, Pío y León, sacaron ade­lante con gran santidad a la Iglesia en un tiempo lleno de tribulariones, en un pontificado como nadie había tenido? Además, apenas Pío había proclama­do que debía creerse con fe católica que María, des­de su origen había desconocido el pecado, cuando en la ciudad de Lourdes comenzaron a tener lugar las maravillosas apariciones de la Virgen; a raíz de ellas, allí edificó en honor de María Inmaculada un grande y magnífico santuario; todos los prodigios que cada día se realizan allí, por la oración de la Madre de Dios, son argumentos contundentes para combatir la incredulidad de los hombres de hoy. Testigos de tantos y tan grandes beneficios como Dios, mediante la imploración benigna de la Virgen, nos ha conferido en el transcurso de estos cincuen­ta años, ¿cómo no vamos a tener la esperanza de que nuestra salvación está más cercana que cuando creímos?; quizá más, porque por experiencia sabe­mos que es propio de la divina Providencia no dis­tanciar demasiado los males peores de la liberación de los mismos. Está a punto de llegar su hora, y sus días no se harán esperar. Pues el Señor se compa­decerá de Jacob escogerá todavía a Israel (Is., XIV, 1); para que la esperanza se siga manteniendo, dentro de poco clamaremos: Trituró el Señor el báculo de los impíos. Se apaciguó y enmudeció toda la tierra, se alegró y exultó (Is.,XIV, 5 y 7)
María es el camino más seguro hacia Jesús

La razón por la que el cincuenta aniversario de la proclamación de la inmaculada concepción de la Madre de Dios debe provocar un singular fervor en el pueblo cristiano, radica para Nos sobre todo en lo que ya Nos propusimos en la anterior carta encí­clica: instaurar todas las cosas en Cristo. Pues ¿quién no ha experimentado que no hay un camino más seguro y más expedito para unir a todos con Cristo que el que pasa a través de María, y que por ese camino podemos lograr la perfecta adopción de hijos, hasta llegar a ser santos e inmaculados en la presencia de Dios? En efecto, si verdaderamente a María le fue dicho: Bienaventurada tú que has creí­do, porque se cumplirá todo lo que el Señor te ha dicho (Lc., I, 45), de manera que verdaderamente concibió y parió al Hijo de Dios; si realmente recibió en su vientre a aquel que es la Verdad por naturaleza, de manera que engendrado en un nuevo orden, con un nuevo nacimiento... se hizo invisible en sus cate­gorías, visible en las nuestras (San León Magno, Serm. 2 de Nativ. Domini, c. 2); puesto que el Hijo de Dios hecho hombre es autor y consumador de nuestra fe, es de todo punto necesario reconocer como partícipe y como guardiana de los divinos misterios a su Santísima Madre en la cual, como el fundamento más noble después de Cristo, se apoya el edificio de la fe de todos los siglos.
¿Es que acaso no habría podido Dios proporcio­narnos al restaurador del género humano y al fundador de la fe por otro camino distinto de la Vir­gen? Sin embargo, puesto que pareció a la divina providencia oportuno que recibiéramos al Dios- Hombre a través de María, que lo engendró en su vientre fecundada por el Espíritu Santo, a nosotros no nos resta sino recibir a Cristo de manos de Ma­ría. De ahí que claramente en las Sagradas Escritu­ras, cuantas veces se nos anuncia la gracia futura, se une al Salvador del mundo su Santísima Madre. Surgirá el cordero dominador de la tierra, pero de la piedra del desierto; surgirá una flor, pero de la raíz de Jesé. Adán atisbaba a María aplastando la cabeza de la serpiente y contuvo las lágrimas que le provocaba la maldición. En ella pensó Noé, recluido en el arca acogedora; Abraham cuando se le impi­dió la muerte de su hijo; Jacob cuando veía la esca­la y los ángeles que subían y bajaban por ella; Moi­sés admirado por la zarza que ardía y no se consu­mía; David cuando danzaba y cantaba mientras conducía el arca de Dios; Elías mientras miraba a la nubecilla que subía del mar. Por último — ¿y para qué más?— encontramos en María, después de Cristo, el cumplimiento de la ley y la realización de los símbolos y de las profecías.
Pero nadie dudará que a través de la Virgen, y por ella en grado sumo, se nos da un camino para conocer a Cristo, simplemente con pensar que ella fue la única con la que Jesús, como conviene a un hijo con su madre, estuvo unido durante treinta años por una relación familiar y un trato íntimo. Los admirables misterios del nacimiento y la infan­cia de Cristo, y, sobre todo, el de la asunción de la naturaleza humana que es el inicio y el fundamento de la fe ¿a quién le fueron más patentes que a la Madre? La cual ciertamente, no sólo conservaba ponderándolos en su corazón los sucesos de Belén y los de Jerusalén en el templo del Señor, sino que, par­ticipando de las decisiones y los misteriosos desig­nios de Cristo, debe decirse que vivió la misma vida que su Hijo. Así pues, nadie conoció a Cristo tan profundamente como Ella; nadie más apta que ella amo guía y maestra para conocer a Cristo.
De aquí que, como ya hemos apuntado, nadie sea más eficaz para unir a los hombres con Cristo que esta Virgen. Pues si, según la palabra de Cristo, esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, solo Dios verdadero y al que tú enviaste, Jesucristo (Jn. XVII, 3), una vez recibida por medio de María la noticia salvadora de Cristo, por María también logramos más fácilmente aquella vida cuya fuente e inicio es Cristo.
María Santísima es Madre nuestra

¡Cuántos dones excelsos y por cuántos motivos desea esta santísima Madre proporcionárnoslos, con tal que tengamos una pequeña esperanza, y cuán grandes logros seguirán a nuestra esperanza!
¿No es María Madre de Cristo? Por tanto, tam­bién es madre nuestra. Pues cada uno debe estar convencido de que Jesús, el Verbo que se hizo carne, es también el salvador del género humano. Y en cuanto Dios-Hombre, fue dotado, como todos los hombres, de un cuerpo concreto; en cuanto restau­rador de nuestro linaje, tiene un cuerpo espiritual, al que se llama místico, que es la sociedad de quie­nes creen en Cristo. Siendo muchos, somos un solo cuerpo en Cristo (Rom. XII, 5). Por consiguiente, la Virgen no concibió tan sólo al Hijo de Dios para que se hicie­ra hombre tomando de ella la naturaleza humana, sino también para, a través de la naturaleza toma­da de ella, se convirtiera en salvador de los mortales. Por eso el Ángel dijo a los pastores: Os ha nacido hoy el Salvador, que es el Señor Cristo (Lc. II, 11). Por tanto en ese uno y mismo seno de su castísima Madre Cristo tomó carne y al mismo tiempo unió a esa carne su cuerpo espiritual compuesto efectivamente por todos aquellos que habían de creer en El. De manera que cuando María tenía en su vientre al Sal­vador puede decirse que gestaba también a todos aquellos cuya vida estaba contenida en la vida del Salvador. Así pues, todos cuantos estamos unidos con Cristo y los que, como dice el Apóstol, somos miembros de su cuerpo, partícipes de su carne y de sus huesos (Efes. V, 30), hemos salido del vientre de María, como partes del cuerpo que permanece unido a la cabeza. De donde, de un modo ciertamente espiritual y místico, también nosotros nos llamamos hijos de María y ella es la madre de todos nosotros. Madre en espíritu... pero evidentemente madre de los miembros de Cristo que somos nosotros (San Agustín, de S. Virginitate, c. 6) En efec­to, si la bienaventurada Virgen es al mismo tiempo Madre de Dios y de los hombres ¿quién es capaz de dudar de que ella procurará con todas sus fuerzas que Cristo, cabeza del cuerpo de la Iglesia (Col. I, 18), infunda en nosotros, sus miembros, todos sus dones, y en primer lugar que le conozcamos y que vivamos por él? (1 Jn IV, 9).

María, corredentora

A todo esto hay que añadir, en alabanzas de la santísima Madre de Dios, no solamente el haber proporcionado, al Dios Unigénito que iba a nacer con miembros humanos, la materia de su carne (San Beda, L. 4, in Luc. XI) con la que se lograría una hostia admirable para la salvación de los hombres; sino también el papel de custodiar y alimentar esa hostia e incluso, en el momento oportuno, colocarla ante el ara. De ahí que nunca son separables el tenor de la vida y de los trabajos de la Madre y del Hijo, de manera que igualmente recaen en uno y otro las palabras del Profeta: mi vida transcurrió en dolor y entre ge­midos mis años (Salmo XXX, 11). Efectivamente cuando llegó la última hora del Hijo, estaba en pie junto a la cruz de Jesús, su Madre, no limitándose a contemplar el cruel espectáculo, sino gozándose de que su Unigé­nito se inmolara para la salvación del género humano, y tanto se compadeció que, si hubiera sido posible, ella misma habría soportado gustosísima rodos los tormentos que padeció su Hijo (San Buenaventura, I Sent., d. 48, ad Litt., dub. 4).Y por esta comunión de voluntad y de dolores en­tre María y Cristo, ella mereció convertirse con toda dignidad en reparadora del orbe perdido (Eadmerio, De Excellentia Virg. Mariae, c. 9), y por tanto en dispensadora de todos los bienes que Jesús nos ganó con su muerte y con su sangre.
Cierto que no queremos negar que la erogación de estos bienes corresponde por exclusivo y propio derecho a Cristo; puesto que se nos han originado a partir de su muerte y El por su propio poder es el mediador entre Dios y los hombres. Sin embargo, por esa comunión, de la que ya hemos hablado, de dolores y bienes de la Madre con el Hijo, se le ha concedido a la Virgen augusta ser poderosísima me­diadora y conciliadora de todo el orbe de la tierra ante su Hijo Unigénito (Pío IX, Bula Ineffabilis). Así pues, la fuente es Cris­to y de su plenitud todos hemos recibido(Jn. IV, 16) por quien el cuerpo, trabado y unido por todos los liga­mentos que lo nutren... va obrando su crecimiento en orden a su conformación en la caridad (Efes. IV, 16). A su vez María, como señala Bernardo, es el acueducto (Serm. De temp. In Nativ. B. V. De Aquaeductu, n. 4); o también el cuello, a través del cual el cuerpo se une con la cabeza y la cabeza envía al cuerpo la fuerza y las ideas. Pues ella es el cuello de nuestra Cabeza, a través del cual se transmiten a su cuerpo místico todos los dones espirituales (San Bernardino, Quadrag. De Evangelio aeterni, Serm. X, a. 3. C. 3.). Así pues es evidente que lejos de nosotros está el atribuir a la Madre de Dios el poder de producir eficazmente la gracia sobrenatural, que es exclusivamente de Dios. Ella, sin embargo, al aventajar a todos en santidad y en unión con Cristo y al ser llamada por Cristo a la obra de la salvación de los hombres, nos merece de congruo, como se dice, lo que Cristo mereció de condigno y es Ella ministro principal en la concesión de gracias. Cristo está sentado a la derecha de la ma­jestad en los cielos (Hebr. I, 3); María a su vez está como reina a su derecha, refugio segurísimo de todos los que están en peligro y fidelísima auxiliadora, de modo que nada hay que temer y por nada desesperar con ella como guía, bajo su auspicio, con ella como propiciadora y protectora (Pío IX, Bula Ineffabilis).
Con estos presupuestos, volvemos a nuestro propósito: ¿a quién le parecerá que no tenemos dere­cho a afirmar que María, que desde la casa de Nazaret hasta el lugar de la Calavera estuvo acompañan­do a Jesús, que conoció los secretos de su corazón como nadie y que administra los tesoros de sus mé­ritos con derecho, por así decir, materno, es el ma­yor y el más seguro apoyo para conocer y amar a Cristo? Esto es comprobable por la dolorosa situa­ción de quienes, engañados por el demonio o por doctrinas falsas, pretenden poder prescindir de la intercesión de la Virgen. ¡Desgraciados infelices! Traman prescindir de la Virgen para honrar a Cris­to: e ignoran que no es posible encontrar al niño sino con María, su Madre.

La devoción a la Virgen nos tiene que acercar a la santidad

Siendo esto así, Venerables Hermanos, queremos detener nuestra mirada en las solemnidades que se preparan en todas partes en honor de Santa María, Inmaculada desde su origen. Y ciertamente ningún honor es más deseado por María, ninguno más agra­dable que el que nosotros conozcamos bien a Jesús y le amemos. Haya por tanto celebraciones de los fieles en los templos, haya aparato de fiestas, haya regocijos en las ciudades; todos estos medios con­tribuyen no poco a encender la piedad. Pero si a ellos no se une la voluntad interior, tendremos sim­plemente formas que no serán más que un simula­cro de religión. Y al verlas, la Virgen, como justa reprensión, empleará con nosotros las palabras de Cristo: Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí (Mt. XV, 8).En definitiva, es auténtica la piedad hacia la Ma­dre de Dios cuando nace del alma; y en este punto no tiene valor ni utilidad alguna la acción corporal, si está separada de la actitud del espíritu. Actitud que necesariamente se refiere a la obediencia ren­dida a los mandamientos del Hijo divino de María. Pues si sólo es amor verdadero el que es capaz de unir las voluntades, es conveniente que nuestra vo­luntad y la de su santísima Madre se unan en el ser­vicio a Cristo Señor. Lo que la Virgen prudentísima decía a los siervos en las bodas de Caná, eso mismo nos dice a nosotros: Haced lo que Él os diga (Jn. II, 5). Y lo que Cristo dice es: Si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos (Mt. XIX, 17).
Por eso, cada uno debe estar persuadido de que, si la piedad que declara hacia la Santísima Virgen no le aparta del pecado o no le estimula a la deci­sión de enmendar las malas costumbres, su piedad es artificial y falsa, por cuanto carece de su fruto propio y genuino.
Si alguno pareciera necesitar confirmación de todo esto, puede fácilmente encontrarla en el dogma de la inmaculada concepción de la Madre de Dios.
Pues, dejando a un lado la tradición católica, que es fuente de verdad como la Sagrada Escritura, ¿de dónde surge la persuasión de que la Inmaculada Concepción de la Virgen estaba tan de acuerdo con el sentido cristiano que podía tenerse como depo­sitada e innata en las almas de los fieles? Rechaza­mos —así explicó brillantemente Dionisio el Car­tujano las causas de esta persuasión—, rechazamos creer que la mujer que había de pisar la cabeza de la serpiente, haya sido pisada por ella en algún mo­mento y que la Madre del Señor haya sido hija del diablo (5 Sent. D. 3, q. 1). Es evidente que no podía caber en la men­te del pueblo cristiano que la carne de Cristo, santa, impoluta e inocente hubiera sido oscurecida en el vientre de la Virgen por una carne en la que, ni por un instante, hubiera estado introducido el pecado. Y esto ¿por qué, sino porque el pecado y Dios están separados por una oposición infinita? De ahí que con razón por todas partes los pueblos católicos han estado siempre persuadidos de que el Hijo de Dios, con vistas a que, asumiendo la naturaleza humana, nos iba a lavar de nuestros pecados con su sangre, por singular gracia y privilegio, preservó inmune a su Madre la Virgen de toda mancha de pecado ori­ginal, ya desde el primer instante de su concepción. Dios aborrece tanto cualquier pecado, que no sólo no consintió que la futura Madre de su Hijo expe­rimentara ninguna mancha recibida por propia vo­luntad; sino que, por privilegio singularísimo, aten­diendo a los méritos de Cristo, incluso la libró de la mancha con la que estamos marcados, como por una mala herencia, todos los hijos de Adán. ¿Quién puede dudar de que el primer deber que se propone a quien pretende obsequiar a María es la enmienda de sus costumbres viciosas y corrompidas, y el do­minio de los deseos que impulsan a lo prohibido?

Imitar a María

Y, por otra parte, si uno quiere —nadie debe dejar de quererlo— que su piedad a la Virgen sea justa y consecuente, es necesario avanzar más y procurar con esfuerzo imitar su ejemplo.
Es ley divina que quienes desean lograr la eterna bienaventuranza experimenten en sí mismos, por imitación de Cristo, Su paciencia y Su santidad. Porque a los que de antes conoció, a esos los pre­destinó a ser conformes con la imagen de su Hijo, para que éste sea el primogénito entre muchos her­manos (Rom. VIII, 29). Pero puesto que nuestra debilidad es tal que fácilmente nos asustamos ante la grandeza de tan gran modelo, el poder providente de Dios nos ha propuesto otro modelo que, estando todo lo cer­cano a Cristo que permite la naturaleza humana, se adapta con más propiedad a nuestra limitación. Y ese modelo no es otro que la Madre de Dios. María fue tal —dice a este respecto San Ambrosio— que su vida es modelo para todos. De lo cual él mismo deduce correctamente: Así pues, sea para vosotros la vida de María como el modelo de la virginidad. En ella, como en un espejo, resplandece la imagen de la castidad y el modelo de la virtud (De Virginib., I, 2, c. 2).

La fe, la esperanza y la caridad de la Santísima Virgen

Y aunque es conveniente que los hijos no pasen por alto nada digno de alabanza de su santísima Madre sin imitarlo, deseamos que los fieles imiten sobre todas, aquellas virtudes Suyas que son las principales y como los nervios y las articulaciones de la sabiduría cristiana: nos referimos a la fe, a la esperanza y a la caridad con Dios y con los hom­bres. Aunque ningún instante de la vida de la Virgen careció del resplandor de estas virtudes, sin em­bargo sobresalieron en ese momento en que estuvo presente a la muerte de su Hijo.
Jesús es conducido a la cruz y se le reprocha en­tre maldiciones que se ha hecho hijo de Dios (Jn. XIX, 7). Pero ella reconoce y rinde culto constantemente en El a la divinidad. Deposita en el sepulcro al cuerpo muerto y sin embargo no duda de que resucitará. La caridad inconmovible con la que vibra respecto a Dios la convierte en partícipe y compañera de los padecimientos de Cristo. Y con él, como olvidada de su dolor, pide perdón para sus verdugos, aunque éstos obstinadamente exclaman: Caiga su sangre so­bre nosotros y sobre nuestros hijos (Mt. XXVII, 25).
Más, para que no parezca que hemos dejado el análisis de la concepción inmaculada de la Virgen, que es la razón de Nuestra carta, ¡qué gran ayuda y qué apropiada la de este dogma para mantener y cultivar fielmente estas mismas virtudes!

Nuestra fe

Efectivamente, ¿qué fundamentos a la fe ponen estos osados que esparcen tantos errores por do­quier, con los que la fe misma queda vacilante en muchos? Niegan en primer lugar que el hombre haya caído en pecado y que en algún tiempo haya permanecido derrocado de su situación. De ahí que interpreten el pecado original y los males que de él surgieron como una ficción mentirosa; para ellos la humanidad está corrompida en su origen y toda la naturaleza humana está viciada; así es como se in­trodujo el mal entre los mortales y fue impuesta la necesidad de una reparación. Con estos presupues­tos, es fácil imaginar que no hay ningún lugar para Cristo ni para la Iglesia ni para la gracia ni para ningún orden que trascienda a la naturaleza; con una sola palabra se desploma radicalmente todo el edificio de la fe.
Pero si las gentes creen y confiesan que la Vir­gen María, desde el primer momento de su concep­ción, estuvo inmune de todo pecado, entonces tam­bién es necesario que admitan el pecado original, la reparación de la humanidad por medio de Cristo, el evangelio, la Iglesia, en fin la misma ley de la reparación. Con todo ello desaparece y se corta de raíz cualquier tipo de racionalismo y de materialismo y mantiene intacta la sabiduría cristiana en la custodia y defensa de la verdad.
A esto se añade la actividad común a todos los enemigos de la fe, sobre todo en este momento, para desarraigar más fácilmente la fe de las almas: rechazan, y proclaman que debe rechazarse, la obediencia reverente a la autoridad no sólo de la Iglesia sino de cualquier poder civil. De aquí surge el anarquismo: nada más funesto y más nocivo tanto para el orden natural como para el sobrenatural. Por supuesto este azote, funestísimo tanto para la sociedad civil como para la cristiandad, también destruye el dogma de la inmaculada concepción de la madre de Dios; porque con él nos obligamos a atribuir a la Iglesia tal poder que es necesario someterle no solamente la voluntad, sino también la inteligencia; así, por esta sujeción de la razón el pueblo cristiano canta a la Madre de Dios: Toda hermosa eres María y no hay en ti pecado original (Gradual de la Misa de la Inmaculada). Y así se logra el que la Iglesia diga merecidamente a la Virgen soberana que ella sola hizo desaparecer todas las herejías del mundo universo.

Nuestra esperanza

Y si la fe, como dice el Apóstol, no es otra cosa que la garantía de lo que se espera (Hebr. XI, 1), cualquiera comprenderá fácilmente que con la concepción in­maculada de la Virgen se confirma la fe y al mismo tiempo se alienta nuestra esperanza. Y esto sobre todo porque la Virgen desconoció el pecado original, en virtud de que iba a ser Madre de Cristo; y fue Madre de Cristo para devolvernos la esperanza de los bienes eternos.

Nuestra caridad

Dejando a un lado ahora el amor a Dios, ¿quién, con la contemplación de la Virgen Inmaculada, no se siente movido a observar fielmente el precepto que Jesús hizo suyo por antonomasia: que nos que­ramos irnos a otros como él nos amó?
Una señal grande, así describe el apóstol Juan la visión que le fue enviada por Dios, una señal grande apareció en el cielo: una mujer vestida de sol, con la luna debajo de sus pies, y sobre la cabeza una co­rona de doce estrellas (Apoc. XII, 1). Nadie ignora que aquella mujer simbolizaba a la Virgen María que, sin dejar de serlo, dio a luz nuestra cabeza. Y sigue el Após­tol: Y estando encinta, gritaba con los dolores del parto y las ansias de parir (Apoc. XII, 2). Así pues, Juan vio a la Santísima Madre de Dios gozando ya de la eterna bienaventuranza y sin embargo con las ansias de un misterioso parto. ¿De qué parto? Sin duda del nues­tro, porque nosotros, detenidos todavía en el destie­rro, tenemos que ser aún engendrados a la perfecta caridad de Dios y la felicidad eterna. Los trabajos de la parturienta indican interés y amor; con ellos la Virgen, desde su trono celestial, vigila y procura con su asidua oración que se engrose el número de los elegidos.
Deseamos ardientemente que todos cuantos se llaman cristianos se esfuercen por lograr esta mis­ma caridad, sobre todo aprovechando de estas so­lemnes celebraciones de la inmaculada concepción de la Madre de Dios. ¡Con qué acritud, con qué vio­lencia se combate a Cristo y a la santísima religión por El fundada! Se está poniendo a muchos en peli­gro de que se aparten de la fe, arrastrados por erro­res que les engañan: Así pues, quien piensa que se mantiene en pie, mire no caiga (1 Cor. X, 12). Y al mismo tiem­po pidan todos a Dios con ruegos y peticiones hu­mildes que, por la intercesión de la Madre, vuelvan los que se han apartado de la verdad. Sabemos por experiencia que tal oración, nacida de la caridad y apoyada por la imploración a la Virgen santa, nun­ca ha sido inútil. Ciertamente en ningún momento, ni siquiera en el futuro, se dejará de atacar a la Iglesia: pues es preciso que haya escisiones a fin de que se destaquen los de probada virtud entre vosotros (1 Cor. XI, 19). Pero nunca dejará la Virgen en persona de asistir a nuestros problemas, por difíciles que sean, y de proseguir la lucha que comenzó a mantener ya desde su concepción de manera que se pueda repe­tir cada día: Hoy ella ha pisado la cabeza de la serpiente antigua (Oficio de la Inmaculada, ad Magnificat).

Concesión solemne del jubileo

Para que los bienes de las gracias celestiales, más abundantes que de ordinario, nos ayuden a unir la imitación de la santísima Virgen con los honores que le tributaremos con mayor generosidad a lo largo de todo este año; y para lograr así más fácil­mente el propósito de instaurar todas las cosas en Cristo, siguiendo el ejemplo de nuestros Anteceso­res al comienzo de sus Pontificados, hemos decidido impartir al orbe católico una indulgencia extra­ordinaria, a modo de Jubileo.
Por lo cual, confiando en la misericordia de Dios omnipotente y en la autoridad de los Santos Após­toles Pedro y Pablo, por la potestad de atar y des­atar que a Nos, aunque indignos, nos ha conferido el Señor, concedemos e impartimos indulgencia plenísima de todos los pecados: a todos y cada uno de .os fieles cristianos de uno y otro sexo que viven en esta Nuestra ciudad o vengan a ella y que visiten por tres veces una de las cuatro basílicas patriarca- es desde el Primer Domingo de Cuaresma, es decir desde el día 21 de febrero hasta el día 2 de junio inclusive, solemnidad del Santísimo Corpus Christi, con tal que allí durante un rato dirijan su piadosa oración a Dios según nuestra mente por la libertad y exaltación de la Iglesia católica y de esta Sede Apostólica por la extirpación de las herejías y la conversión de todos los equivocados, por la concor­dia de los Príncipes cristianos y por la paz y la uni­dad de todo el pueblo fiel; y que, por una vez, dentro del tiempo antedicho, ayunen, utilizando sólo los alimentos apropiados, fuera de los días no com­prendidos en el indulto de la Cuaresma; y que una vez confesados sus pecados, reciban el santísimo sa­cramento de la Eucaristía. Lo mismo concedemos a todos los que viven en cualquier parte, fuera de la citada Urbe, y visiten por tres veces la Iglesia Cate­dral, si allí existe, la parroquial o, si falta la parro­quial, la iglesia principal dentro del plazo antedicho o en el plazo de tres meses —aunque no sean se­guidos— a designar por el criterio de los ordinarios teniendo en cuenta la comodidad de los fieles y siempre antes del ocho de diciembre, con tal de que cumplan con devoción los requisitos antes enume­rados. Admitimos además que esta indulgencia, que debe lucrarse solamente una vez, pueda aplicarse a modo de sufragio y sea válida para las almas que unidas a Dios por la caridad salgan de esta vida.
Concedemos también que puedan conseguir la misma indulgencia los navegantes y los viajeros en cuanto lleguen a sus domicilios siempre que cum­plan las obras arriba citadas.
Y damos potestad a los confesores aprobados de hecho por los propios Ordinarios para que puedan conmutar las antedichas obras por Nos prescritas por otras obras piadosas a los Regulares de uno y otro sexo y a todos aquellos otros que no puedan ponerlas en práctica, también con la facultad de dis­pensar de la comunión a los niños que todavía no ha­yan sido admitidos a recibirla.
Además concedemos a todos y cada uno de los fieles cristianos, tanto laicos como eclesiásticos se­culares o regulares de cualquier orden o instituto, aunque deba ser nombrado de un modo especial, li­cencia y facultad para que a este efecto puedan es­coger a cualquier presbítero tanto regular como secular de entre los aprobados de hecho (de esta fa­cultad también pueden hacer uso de las monjas no­vicias y otras mujeres que vivan dentro del claustro, con tal que el confesor esté aprobado para las monjas) para que los pueda absolver —a todos aquellos o aquellas que en el infradicho espacio de tiempo se acerquen a confesarse con él con intención de con­seguir el presente Jubileo y de cumplir con todas las demás obras necesarias para lucrarlo, por esa sola vez y en el fuero de la conciencia—, de las sen­tencias eclesiásticas o censuras a iure o ab homine, latae o ya infligidas por cualquier causa. También de las reservadas a los Ordinarios de los lugares y a Nos o a la Sede Apostólica y de las reservadas a cualquiera, también las reservadas de especial modo al Sumo Pontífice y a la Sede Apostólica y de todos los pecados y excesos, incluso los reservados a los mismos Ordinarios a Nos y a la Sede Apostólica, después de imponer una penitencia saludable y las demás medidas de derecho y, si se trata de una he­rejía, después de la abjuración y de la retractación de los errores, como es de derecho. Asimismo podrá conmutar cualquier tipo de votos, incluso los he­chos con juramento y reservados a la Sede Apostó­lica —excepto los de castidad, religión y obligación que haya sido aceptada por un tercero— por otras obras piadosas y saludables. Y podrá del mismo modo dispensar, cuando se trate de penitentes cons­tituidos en las órdenes sagradas, incluso regulares, de irregularidad oculta para el ejercicio de esas ór­denes o para la consecución de órdenes superiores, solamente cuando esté contraída por violación de censuras.
No pretendemos por la presente dispensar de cualquier otra irregularidad por delito o por defec­to, pública u oculta o de otra incapacidad o inhabi­lidad, cualquiera que haya sido el modo de con­traerla; ni tampoco derogar la constitución y sub­siguientes declaraciones publicadas por Benedic­to XIV y que empieza: Sacramentum poenitentiae. Ni, por último, puede ni debe esta carta favorecer en modo alguno a aquellos que nominalmente por Nos y la Sede Apostólica o por algún Prelado, o por un Juez eclesiástico hayan sido excomulgados, suspen­didos, declarados en entredicho o hayan caído en otras sentencias o censuras o hayan sido denuncia­dos, a no ser que hayan satisfecho dentro del tiempo fijado y, cuando sea preciso, se hayan puesto de acuerdo con la otra parte.
A todo esto Nos es grato añadir que deseamos y concedemos que permanezca, también en este tiem­po de Jubileo, íntegro para cualquiera el privilegio de lucrar todas las indulgencias, sin exceptuar las plenarias, que han sido concedidas por Nos o por Nuestros Antecesores.

Imploramos de nuevo la intercesión de la Virgen Inmaculada

Ponemos fin a esta carta, Venerables Hermanos, expresando de nuevo una gran esperanza, que efec­tivamente nos impulsa: ojalá por la concesión de este medio extraordinario del Jubileo, bajo los aus­picios de la Virgen Inmaculada, muchos de los que desgraciadamente están separados de Jesucristo vuelvan a Él, y florezca de nuevo en el pueblo cris­tiano el amor a las virtudes y el gusto por la pie­dad. Hace cincuenta años, cuando nuestro antece­sor Pío declaró que la fe católica debía mantener que la bienaventurada Madre de Cristo había desconocido el pecado desde su origen, pareció, como ya hemos dicho, que una gran cantidad de gracias celestiales se derramó sobre la tierra. Y, una vez ro­bustecida la esperanza en la Virgen Madre de Dios, por todas partes se produjo un gran acercamiento a la vieja religiosidad de las naciones. ¿Qué impide pues el que esperemos cosas más grandes para el futuro? Es claro que hemos llegado a un momento funesto, de modo que con razón podríamos quejar­nos con las palabras del profeta: Porque no hay en la tierra verdad, ni misericordia ni conocimiento de Dios. Han inundado la tierra el perjurio, la mentira, el homicidio, el hurto y el adulterio (Os. IV, 1 y 2). Sin embargo, en medio de este diluvio de males, como un arco iris, se presenta a nuestros ojos la Virgen clementí­sima, como un àrbitro par firmar la paz entre Dios y los hombres. Pondré un arco en las nubes para señal de mi pacto con la tierra. (Gén. IX, 13). Aunque se recru­dezca la tempestad y la negra noche se enseñoree del cielo, nadie se desconcierte. A la vista de María, Dios se aplacará y perdonará. Estará el arco en las nubes y yo le veré y me acordaré de mi pacto eter­no (Gén. IX, 16).Y no volverán más las aguas del diluvio a des­truir toda la tierra (Gén. IX, 15). Si, como es justo, confiamos en María, sobre todo ahora que vamos a celebrar con mayor interés su concepción inmaculada, en­tonces sentiremos también que ella es Virgen pode­rosísima que aplastó con pie virginal la cabeza de la serpiente (Oficio de la Inmaculada). Como prenda de estos bienes, Venerables Herma­nos, con todo cariño impartimos en el Señor la ben­dición Apostólica a vosotros y a vuestros pueblos.
Dado en Roma junto a San Pedro, el día 2 de febrero de 1904, primer año de Nuestro Pontificado.

PIO PAPA X

Sacerdocio traicionado


EL SENTENCIADO
Jesús no murió víctima de un tumultuoso linchamien­to popular, fue ajusticiado — ¡la justicia!— legalmente —¡la legalidad!— en virtud de una concorde y universal condena. El tribunal religioso, el tribunal civil y el tribunal del pueblo, con excepción de una momentánea e inefi­caz discrepancia, se encontraron todos perfectamente de acuerdo.
Más aún, fue el único acuerdo entre los tres poderes que se odiaban mutuamente.
Si Pilato no hubiese condenado a Jesús, habría des­agradado al Sanedrín, al pueblo y al César: si no lo condenas eres enemigo del César, le había gritado el pueblo. Todos quedaron contentos con ese fallo condenatorio, que quizá pudo ser el principio de un entendimiento, si no de una amistad, como fue para Pilato y Herodes.
Se acusa a Jesús no de delitos, sino de grandezas. Hechiza al pueblo, se dice rey, se dice Dios.
Su divina grandeza era un delito, su infinita supre­macía lo condenaba.
Hubieran querido tronchar de un solo tajo las ci­mas que humillaban la cabeza y la vulgaridad de sus enemigos.
Fue un error y una imprudencia.
No fue Cristo tan hechicero cuanto lo fue su Cruz; El mismo lo había predicho: cuando sea elevado sobre la tierra, todo lo atraeré hacia Mí.
A la realeza, a la divinidad, se añadió la aureola deslumbrante del martirio, el encanto misterioso y fuerte del dolor y de la víctima.
Los hombres descendieron del Calvario dándose gol­pes de pecho.
La Iglesia, aunque cree que Jesús resucitó, jamás lo ha bajado de la Cruz; en las iglesias, en los altares, don­de quiera, está presente Cristo, no resucitado, sino en la Cruz; porque de ningún modo es Jesús tan conquistador como crucificado.
La sentencia de muerte no destruyó la realeza de Cristo, sino la ratificó. Con la Cruz dio un trono al Rey que no tenía donde reclinar su cabeza; colocó sobre su frente una corona, aunque fuese de espinas; y para que no hubiera equivocación posible, puso el título de su rea­leza sobre su trono, en hebreo, en griego y en latín, que eran las lenguas universales del mundo civilizado de en­tonces.
El ladrón, que muere con El, está tan cierto de la realeza de Jesús, que le pide un recuerdo cuando esté en su Reino.
La divinidad de Jesús hizo explosión en el patíbulo, mientras la naturaleza angustiada se vestía de luto.
El centurión romano quedó impresionado: Verdade­ramente éste era el Hijo de Dios.

El sacerdote católico no estaría seguro de su legi­timidad, de su unión con el sacerdocio de Jesús, si no tu­viera la prueba fulgurante de la universalidad con que el mundo lo sentencia y lo condena.
Ningún sacerdote de otra religión, ningún ministro de culto, ningún pastor tiene el honor y el distintivo divino de la universalidad y gravedad de las acusaciones hechas al sacerdocio católico.
Universal por el tiempo: desde la condenación del Sanedrín, hasta las últimas de los rojos de España, de Moscú y de México; universal en el espacio: las modernas catacumbas donde se refugian los sacerdotes perseguidos han hora­do, como túneles gigantescos, toda la tierra; universal en los tribunales civiles, veredictos del pueblo; universal en los diversos estados sociales, aristocracia y plebe, ri­cos y pobres, intelectuales y obreros, filósofos, literatos y artistas, todos condenan al sacerdote.
En nombre del progreso, por oscurantista; en nombre de la libertad, por encubridor de tiranos; en nombre del pensamiento, porque le corta las alas; en nombre de la vida, porque él la mortifica; en nombre de la personali­dad, porque la sofoca; en nombre de la autoridad, por­que la aherroja; en nombre del pueblo, porque lo ador­mece; en nombre de la alegría, porque la envenena; en nombre de la juventud, porque le resta vigor, etc., etc. La acusación es múltiple, total, demostrada, y exhiben pruebas y testimonios en su favor.
Es raro leer un libro, oír un discurso, donde no haya una grave acusación, un veredicto infamante, una con­denación absoluta del sacerdote.
Sólo en este punto todas las ideas convienen, todos los partidos se encuentran, todos los sistemas se ponen de acuerdo, todas las filosofías se adunan, todas las cla­ses sociales se unifican, todas las literaturas se copian.
¡La condenación del sacerdote: centro de unifica­ción, punto de convergencia, lugar de encuentro, feria de afluencia, taberna de reunión, antro de conjura, de todos y siempre!
Tal y tan grande concordia, o se funda en una rea­lidad, o en una conjura, o en un hecho sobrenatural.
Realidad no puede ser, porque, si fueran verdad to­das las acusaciones, sería un milagro que pudiera subsis­tir aún el sacerdocio; conjura sí lo es en parte, porque las acusaciones son monótonas y tienen sabor de sugerencia; pero no sólo es conjura, es demasiado amplia para que sea posible: solamente lo sobrenatural puede explicar todo.
Sobrenatural es el odio de Satanás; sobrenatural es la profecía de Jesús: Si me han odiado a mí, también os odiarán a vosotros; sobrenatural también es el hecho de que el sacerdocio católico, ya sea por vía de amor ya también hasta por vía de odio, es instrumento de unifi­cación.
La acusación es idéntica a la de Jesús.
Es peligroso el sacerdote, porque seduce los espíri­tus, porque tiene un dominio sobre las almas que es una realeza, porque tiene poderes casi divinos.
Su altura produce vértigo y suscita la envidia de la bajeza.
Pero como sucedió con Jesús, ¿qué efectos ha tenido su condenación y su muerte?
La seducción ha crecido, cuando sobre las cabezas cercenadas se ha encendido el nimbo del dolor y del martirio.
¡Dieciséis mil sacerdotes españoles asesinados!...
¡La realeza del sacerdote jamás ha sido tan enérgi­camente afirmada como cuando se afirma con la muer­te!
—¡cuánta púrpura de sangre para su manto real!...
—¡qué corona de piedras preciosas forman la aureo­la de la víctima!...
—¡qué cetro de oro el que está en las manos trun­cas! ...
—¡qué trono deslumbrante la gloria de la muerte!...
Los comunistas de todo el mundo han querido des­truir el poder divino del sacerdote.
Han cortado las cabezas, y sobre las picas esas ca­bezas se han elevado más, y se han hecho más dominan­tes y amonestadoras;
—han arrancado las lenguas, y las bocas abiertas y ensangrentadas han lanzado voces, invitaciones, re­proches, reclamos, que ninguna lengua podría repetir;
—han cortado manos, y los muñones hacen que sur­jan de nuevo las iglesias, que se reedifiquen los semi­narios, que se reconstruyan los orfanatorios y las escuelas con una energía y un dinamismo tales que cansarían cualquier mano;
—han ametrallado los corazones, pero el amor, que se ha derramado por sus costados abiertos, ha purifi­cado a España y a la Iglesia Católica.
O felix culpa! Canta la Iglesia por el pecado de Adán.
O felix culpa! Cantamos nosotros por la injusta con­denación de Jesús.
O felix culpa! la condenación del sacerdote católi­co, que une al sacerdote con la misma sentencia de Jesús y por ello, ¡con el mismo triunfo y la misma gloria!

Las tinieblas más densas deberían oscurecer el cielo, preñado de amenazas, tinieblas que velaron la luz del sol poniente en aquella tarde del Viernes Santo; la tie­rra debería temblar de terror y de asombro como en la muerte del Ungido del Señor.
Otro Cristo muere, no en la Cruz, con una muerte triunfante y redentora, con un martirio de amor y de ho­locausto; sino en el fango que devora al elegido, como una presa codiciada.
Al descender de este enrevesado y asqueroso Gòl­gota, los hombres deberían golpearse el pecho, llenos de consternación; deberían sentir vergüenza por la gran de­rrota que a todos humilla, porque es la derrota del espíritu; deberían temblar ante la amenaza muda y univer­sal de la carne, que se ha vuelto más altanera, porque ha abatido a un centinela avanzado de los valores espi­rituales; deberían llorar ante e¡ desafío de este bárbaro Goliat que ha herido mortalmente a un David, a un cam­peón de los que creen en la pureza; deberían quedarse perplejos y descorazonados ante la fragilidad humana que mina hasta las Catedrales, construidas sobre la pie­dra angular de Cristo.

Pero... ¡los hombres ríen!
La caída de un sacerdote es una nota suculenta pa­ra las gacetillas, o un nuevo argumento para una novela,- una noticia sabrosa, que enciende de nuevo la decaída y fastidiosa conversación de los salones, que llena de sonoras carcajadas el ambiente alcohólico de las canti­nas o el humo del tabaco de las aulas estudiantiles; una inesperada fortuna para la próxima campaña electoral; una feliz coyuntura para la lucha de clases.
Toda esta mezquindad rastrera, inconsciente, vulgar, burlona y satírica, frente a la bárbara revelación de la in­curable miseria humana, hace que desesperemos de la humanidad y de sus destinos, más que de la misma caída de un sacerdote, más que del abismo en cuyos antros se ha derrumbado. . .

Esta risa de necios no es necia. Es la bestia, maño­samente agazapada en el hombre, que se siente halagada en sus pasiones; es el bruto que está en acecho en el al­ma y que se siente justificado en sus brutalidades.
Es el sentimiento de satisfacción desesperada, es esa triste paz donde se ahoga el divino tormento de su­peración y la nostalgia de las cimas, que, como último destello de esperanza, gime en el corazón de todo liber­tino.
La caída de un sacerdote, como la fatídica informa­ción de un desastre, como la proclamación de una im­posibilidad, como la comprobación de una utopía irrea­lizable, sofoca aquellas ansias y da la tranquilidad se­pulcral de un cadáver en descomposición, semejante al silencio de los cementerios donde ha muerto la esperanza.
Ese pecado da a la conciencia una especie de sen­timiento del fatalismo del vicio y de la locura de la vir­tud; por eso la conciencia no se rebela ya ni lucha, sino que se postra en el lodo de la paz ficticia de la derrota.
Es la amarga alegría que saborean los que están en el fango, cuando se dan cuenta que un ángel chapo­tea y se atasca allí también, con las alas rotas, como si su vuelo hubiera sido una tentativa loca y ridícula.

El sacerdote es una advertencia, un señuelo, una flecha que señala la altura, un estandarte plantado en la cima; y eso inquieta a los lujuriosos, humilla a los vi­les, irrita a los malvados.
Por eso, cuando la tormenta arranca el estandarte y lo precipita en el abismo, un suspiro de liberación bro­ta de los corazones degenerados, como cuando se des­vanece una pesadilla.
Como si por aquella caída la admonición se volviera ridícula, como el miedo que puede causar un espantajo; como si la advertencia se desvaneciera en una carcajada de burla; como si la cima no existiera ya ni el deber de alcanzarla, sobre todo; porque quien llegó a escalarla no pudo vivir allí y se derrumbó.
La bajeza siente envidia de las cimas; y si éstas se derrumban, aun a costa de un cataclismo, goza que todo se ponga al ras; cuando esa misma envidia la hu­biera salvado, porque es siempre un homenaje, un deseo, un ímpetu de altura, que el nivelamiento apaga en el pantano uniforme.
Ante el escándalo de un sacerdote, yo me explicaría y aprobaría cualquier sentimiento, aun la injuria cruel, la condenación despiadada e injusta, como estupor, rebel­día, reacción y resaca del espíritu, a causa de la traición de uno de sus caballeros; pero no sé explicarme la risa y la alegría.
A mí la caída me consterna...

Consternación frente a la tragedia del ángel caído, como causa espanto Lucifer al derrumbarse del cielo.
Para llegar a ese abismo, ¡cuántos sollozos de la conciencia ha debido sofocar el sacerdote, qué tormentos del espíritu —preludios del infierno— ha debido sufrir, qué remordimientos ardientes ha debido sofocar!
¡Cuántos sacrilegios que han hecho estremecer a los cielos! ¡Cuántas traiciones que han acumulado las maldi­ciones divinas sobre su cabeza! ¡Qué infidelidades que han pisoteado los juramentos más sagrados!
Quejas llenas de la ternura de Dios, más insoporta­bles que los remordimientos; recuerdos dulcísimos de las intimidades divinas al pie del Sagrario, de las gracias del día de la ordenación, de las alegrías sacerdotales, de los años del Seminario...; recuerdos que caen gota a gota en el corazón como un llanto desolado...
¡No, un sacerdote no puede morir sin una agonía des­garradora y horrible! Debe ser tremenda, como la vís­pera de la condenación, la hora en que se capitula ante el mal...

Judas no pudo soportarla.
Y muchas veces la boca ardiente de Satanás insinúa en la mente del apóstata, en el incendio loco de la deses­peración, la idea del suicidio.
El que tiene aún el sentido augusto y solemne de la grandeza, aunque sea un malvado, siente vértigo ante el naufragio de una conciencia sacerdotal, ante la visión de esas ruinas inmensas, ante el tumulto avasallador de esta lava incandescente y destructora que fluye del co­razón del apóstata.
Todo el que tenga corazón debe llorar al entrever la tristeza amarguísima de quien ha perdido el cielo se­reno de su conciencia, la alegría de su apostolado, la poesía de su sacerdocio, el éxtasis del Santo Sacrificio.
A mí, me causa espanto la revelación del alma trá­gica del sacerdote caído; pero todavía más, la revela­ción del poder del mal que anida en el hombre.
"Quia si in viridi ligno, haec faciunt, in árido quid fiet? Si esto sucede en la rama verde, ¿qué sucederá en el leño seco?", me pregunto con las palabras mismas de Jesús.
Si el pecado reduce a cenizas la rama verde, rega­da diariamente con la Sangre de Cristo, ¿qué sucederá con la paja seca?
Si el pecado penetra en el alma del sacerdote, armada con la mortificación, defendida por la disciplina eclesiástica, rodeada de vigilancia, iluminada por las gra­cias del sacerdocio, custodiada por la Eucaristía; ¿qué sucederá con las almas inermes e indefensas?
Si las manos ungidas por el santo crisma se pudren, si los labios enrojecidos con la Sangre divina se conta­minan, si el corazón intacto y virginal se degrada, si la sal se corrompe y la luz se entenebrece; ¿qué será de los pobres hombres de manos lúbricas, de labios sensua­les, de corazón carnal?
Si los primogénitos del Cristianismo, después de doce años de educación férrea, de selección rigurosa, de mor­tificación continua, de vigilancia atenta, de oración asi­dua, de meditación cotidiana, de examen rígido, de ex­hortaciones, prédicas, retiros, Ejercicios, silencio, sacra­mentos, Eucaristía, etc., desertan miserablemente, ¿qué será de los hermanos menores?
Caen fragorosamente los cedros del Líbano; ¿qué será de las pobres cañas azotadas por el vendaval?
¿Entonces, para quién es el Cristianismo, quién po­drá mantenerse puro?
¿Entonces, el Cristianismo es una utopía imposible?
¿Entonces, la altura de la santidad cristiana es una cima inaccesible?
¿Entonces, los consejos evangélicos de pobreza y castidad son inhumanos?
¿Entonces, la humanidad está encadenada al peca­do, con el determinismo y la fatalidad pasiva de la pie­dra que tiende al fondo del abismo?
Estas preguntas definitivas, últimas y angustiosas se­rían las conclusiones del pecado de un sacerdote...
¡Y con estas preguntas no se juega ni se ríe!
Más bien se siente el tedium vitae —tedio de vivir— de San Pablo; se suspira con él: "Cupio dissolvi et esse cum Chrisfo. Deseo ardientemente morir para estar con Cristo"; se llora y entre sollozos se grita: "Intelix homo, quis me liberabit de corpor/s mortis huius? ¡Qué desdicha­do soy! ¿Quién me librará de este cuerpo de muerte?"
Más bien se cae de rodillas para meditar la amo­nestación del mismo Apóstol: "Qui sfat videat ne cadat. El que está de pie, tenga cuidado de no caer". Para re­petir con David: "Ecce enim in iniquitatibus conceptus sum, fui concebido en la iniquidad", e implorar con ge­midos, como los Apóstoles: "Domine, salva nos, perimus! ¡Sálvanos, Señor, que perecemos!"

LA TRAICIÓN AL SACERDOCIO
Mons. Francesco Pennisi
Obispo de Ragusa

lunes, 30 de agosto de 2010

El Último Sínodo en Roma


(Páginas 14 a la 30)
Sobre el primer acontecimiento, me voy a permitir repetir aquí las mismas ideas, que expresé en Roma, durante los días del pasado Sínodo. "Nosotros, los católicos tradicionalistas, ante la novedad de estos sínodos episcopales, establecidos periódicamente por Paulo VI, consideramos que esta modificación estructural de la Iglesia es incom­patible con la institución hecha por Cristo de Su Iglesia. Estos sínodos son una institución de origen humano, que transforman substancialmente la institución divina”.
¿Cuál es la institución divina de la Iglesia?
Jesucristo hizo a su Iglesia monárquica, no democrá­tica. Entre sus discípulos escogió a los "doce", para que continuasen su obra en todo el mundo y hasta la consu­mación de los siglos. A estos "doce" les dio tres prerroga­tivas, tres poderes divinos: la prerrogativa del Magisterio; la de la jurisdicción y la del sacerdocio. Todas estas pre­rrogativas son participación o subdelegación de los pode­res mismos de Cristo.
Entre estos "doce" escogió a uno, a Pedro, para que fuese el fundamento de su Iglesia. A él y sólo a él le dio las llaves del Reino de los Cielos. Si Pedro abre, nadie pue­de cerrar; si él cierra, nadie puede abrir. A él, finalmente, independientemente de los demás apóstoles, dio la supre­ma jurisdicción en su Iglesia: "todo lo que atares en la tie­rra será atado en el cielo; todo lo que desatares en la tie­rra, será desatado en el cielo".
La prerrogativa de la jurisdicción y la del Magisterio es, pues, en Pedro independiente, de los demás apóstoles, de los obispos y de los sacerdotes todos; mientras que la prerrogativa de los obispos, así de su jurisdicción, como de su Magisterio es siempre dependiente de Pedro, aunque enseñen o manden colegialmente.
Es evidente que, en el ejercicio de su misión sublime, el Papa puede consultar, antes de pronunciar su última y decisiva palabra, a los obispos, a los teólogos, a las facultades de teología de las Universidades Católicas, pero sin tener obligación de hacerlo, supuesto el don de la infali­bilidad didáctica, cuando habla ex cathedra, en cuestiones de fe y de moral y definiendo, es decir, diciéndonos que esa verdad que él enseña, concreta y definida, es una ver­dad revelada por Dios, la cual debe ser creída por todo aquel católico que busque su eterna salvación.
En realidad, los Papas siempre han consultado, en sínodos o concilios o reuniones de obispos, unas veces; y otras, en consultas escritas o verbales, con personas de ciencia, de santidad y de experiencia. En esto no hay in­conveniente alguno. Lo grave está en haber establecido Paulo VI, con un "Motu proprio", esos sínodos permanen­tes y periódicos (cada dos años), como una institución que adultera la constitución orgánica de la Iglesia establecida, no por los hombres, sino por el mismo Hijo de Dios. Esa institución humana viene a hacer una Iglesia democrática, parlamentaria, contra la institución monárquica que Cristo quiso dar a su Iglesia. La autoridad del Papa, la autoridad de los Concilios no puede tanto; no puede transfor­mar la constitución divina de la Iglesia. Al establecer esa institución permanente, Paulo VI no sólo ha usurpado poderes que no le pertenecen, sino ha contribuido personal­mente a la demolición de la Iglesia. Este abuso de autori­dad es contra la Verdad Revelada.
Convocar un sínodo o varios sínodos sí está dentro de los poderes del Pontífice, como nos enseña la más sólida teología; pero establecer un sínodo periódico y permanen­te para determinar el ejercicio de su Magisterio o de su jurisdicción, esto no puede hacerlo el Papa, por la razón evidente que ya expuse: esto es cambiar la constitución misma de la Iglesia, fundada por Cristo, no por los hombres. El Papa y el Vaticano II no pueden establecer la democracia en el régimen de la Iglesia.
Dirá alguno: Paulo VI es tímido, es indeciso; el peso de tremenda responsabilidad le hace consultar frecuentemente a sus venerables Hermanos y convocar estos sínodos. Concedamos, por un momento, esta hipótesis. No hay conveniente teológico en esas consultas, ni en que Paulo y convoque, cuando le plazca un Vaticano III o un nuevo sinodo. La dificultad está en la institucionalización perma­nente y periódica de esos sínodos. La dificultad está en es­tablecer un parlamento en la Iglesia, para gobernar la Iglesia.
Por otra parte, —mirando las cosas humanamente y teniendo en cuenta los terribles resultados del Vaticano II, parece que la convocación de nuevos sínodos o concilios, lejos de contribuir al gobierno de la Iglesia y a la tranquili­dad de las conciencias en la reafirmación de nuestra fe, sólo serviría para aumentar la confusión reinante y la pérdida de la fe de innumerables almas.
Supuesto esto, nadie debe ya sorprenderse de las dis­putas escandalosas, de las que dieron cuenta los periódicos y revistas de todos los países, acaecidas en el último Síno­do y que, en cierto modo, superaron las increíbles inter­venciones del Vaticano II, pues en ese parlamento no es­taba, ni podía estar el Espíritu Santo.
Los puntos principales propuestos al estudio o dis­cusión de los Padres sinodales eran: la problemática del clero, la justicia social en el mundo y la nueva estructura­ción del Derecho Canónico.
"La atención del público mundial sobre el Sínodo (el de 1971) ha sido polarizada, por influencia de los me­dios de comunicación en un par de puntos —quizá los más marginales— al tema general del sacerdocio (como celibato y conveniencia o no de ordenar hombres casados), dejando en penumbra y, a veces hasta inaludidos, otros sustanciales temas más directamente delineables de la imagen del sacerdote y mejor definitorios de su misión apostólica". Así escribe "Ecclesia", Órgano de la Acción Católica Española, (nº 1565, 30 de octubre 1971).
En realidad la problemática del clero no tenía mucho que estudiarse. De sobra sabemos lo que debe ser un sacerdote, lo que debe hacer un sacerdote para cumplir su mi­sión divina. Si algo deberían haber tratado en el Conci­lio y en el sínodo nuestros venerables Prelados es la ma­nera eficaz y oportuna para evitar esa "desacralización", esa "secularización", esas libertades que se han dado a los jóvenes recién ordenados y que a tantos de ellos han Ilevado a abandonar su ministerio, a colgar los hábitos y escandalizar a tantas almas con esos matrimonios autori­zados y bendecidos por las mismas personas, que, por su autoridad y responsabilidades, deberían cuidar con espe­cial esmero a sus sacerdotes. Si algo deberían haber pedido a la Santa Sede era la restricción de tantas facili­dades que hoy se brindan a los sacerdotes infieles, para que puedan contraer nupcias con las personas a las que antes confesaban y dirigían espiritualmente.
El Cardenal Vicente Enrique y Tarancón, Arzobispo Pri­mado de Toledo, presentó la síntesis de la discusión sinodal acerca de los problemas prácticos del ministerio sacerdotal. He aquí el panorama de esos problemas, a juicio del dis­cutido Primado de España:
"Para que la visión de conjunto sea clara se ordenarán los problemas, según el orden seguido en la relación introductoria. Por eso, ante todo, se habla de la naturaleza específica del sacerdote”.
Se ha puesto de relieve, con suficiente unanimidad, la dimensión misionera del ministerio sacerdotal en la Iglesia considerada como sacramento universal de salvación. Se reconoce de este modo, la íntima e integral conexión entre la evangelización y la celebración de los sacramentos si bien se atribuya una cierta primacía a la predicación, en cuanto la palabra de Dios es el principio de la vida cris­tiana y engendra la fe".
Detengámonos un poco a hacer algunas observacio­nes a las palabras anteriores del Cardenal Tarancón. "Se habla, dice, de la naturaleza específica del sacerdote. Se ha puesto de relieve, con suficiente unanimidad, la dimen­sión misionera del ministerio sacerdotal en la Iglesia, considerada como sacramento universal de salvación". Todo esto es lenguaje progresista. En el lenguaje tradicional, hubiéramos dicho: El sacerdote, por su consagración a Dios, a la salvación de las almas, está obligado a trabajar intensamente no sólo en su propia salvación, sino también en la salvación de las almas. Este es el fin de la Iglesia y este debe ser el fin de los sacerdotes de la Iglesia.
No es posible que un solo sacerdote pueda tomar a su cargo la salvación de todas las almas. Mucho hará si, según los dones recibidos, dedica su tiempo, su vida, su actividad completa a santificarse y salvar y santificar a las almas que le han sido confiadas.
Y prosigue el Primado de España: "Se reconoce, de este modo, la íntima e integral conexión entre la evangelización y la celebración de los sacramentos". Ninguna novedad nos da Mons. Taracón. La fe, como sabemos por la Escritura y por la Tradición, tiene que ser viva, operativa, en orden a la salvación eterna.. Y, sin la gracia de Dios, el hombre es impotente para tener un solo pensamiento conducente a su salvación, según las palabras de San Pa­blo: "No porque seamos capaces, por nosotros mismos, de pensar cosa alguna como propia nuestra, sino que nuestra capacidad viene de Dios". Ahora bien, esta capacidad, de la cual habla el Apóstol, nos la da Dios, según la economía de la presente Providencia, por medio de los Sacramen­tos, instituidos por Cristo y, especialmente, por el Santo Sacrificio de la Misa. De nada sirve la predicación, si no hay el Sacrificio Eucarístico y la administración asidua de los Sacramentos.
Es buena, es necesaria la predicación de la palabra de Dios; pero, en orden a la salvación, no tiene otra prima­cía, que la que puede tener la simiente, de donde brota el árbol. Lo que cuenta en la eternidad son los frutos, no la raíz. La fe muerta no salva. Por otra parte, se olvidan estos nuevos teólogos de que en el bautismo, con la gracia santificante, la nueva naturaleza, recibimos las tres virtu­des teologales, que son operativas, que dan valor a nuestros actos conducentes a nuestra salud. Es claro que se ne­cesita, llegado el uso de razón, conocer aquellas verdades de nuestra fe de una manera explícita, para salvarnos. La virtud infusa de la fe teologal es ya la raíz, la única raíz, de donde ha de brotar y crecer el árbol frondoso y cargado de frutos de nuestra eterna salvación. Las palabras del purpu­rado de Toledo, mal entendidas, nos suenan a pelagianismo.
Muy conveniente, muy necesario es el instruir al pue­blo en su religión, según los alcances de las diversas per­sonas; pero, de nada serviría la instrucción sin la virtud in­fusa de la fe y, en cambio, esta virtud infusa, aunque carez­ca de instrucción, puede dar y de hecho da óptimos y abun­dantes frutos de santificación, aun en los ignorantes y los niños.
Predicación sin sacramentos, sin Sacrificio incruento del Altar es protestantismo; es fe muerta. Si los sacerdotes se dedican a predicar y olvidan la administración de los Sacramentos, la celebración del Santo Sacrificio de la Mi­sa, como fue enseñado por Trento, el ministerio sacerdotal, equiparado al ministerio de los pastores protestantes, será estéril; insensiblemente sembrará la irreligión en el pueblo.
Y continua el Primado de España: "Pero, porque la gracia se confiere realmente no en ocasión del ministerio, sino con el ministerio, se ha insistido por los padres en que el valor de la palabra depende también de la calidad de la experiencia humana y cristiana de quién la anuncia".
Aquí de nuevo, con el respeto debido a los Venera­bles Padres sinodales, afirmo que la gracia no se confiere hablo de la gracia santificante, habitual, no de las gracias actuales— "con el ministerio" de la palabra, sino con los sacramentos, con el Santo Sacrificio de la Misa, y no “depende de la experiencia humana y cristiana de quien la anuncia", sino de la eficacia, ex opere operato, de los Sacramentos y del Santo Sacrificio. Las mismas gracias actuales, en realidad, aunque dadas en ocasión del ministerio, dependen principalmente, no de las "experiencias humanas y cristianas" del sacerdote, sino de la bondad gratuita del Señor, según las palabras de San Pablo: "Igitur non volentis, neque currentis, sed miserentis est Dei". (Así es que no es obra del que quiere, ni del que co­rre, sino de Dios que tiene misericordia).
Los que tenemos alguna experiencia del ministerio de la predicación, en misiones, en ejercicios espirituales, en sermones de otro género, sabemos muy bien que la misma predicación, unas veces hace maravillas en las al­mas y otras, en cambio cae, como la semilla de la pará­bola evangélica, en el camino, entre piedras, o entre es­pinas. Hay que tener también en cuenta el misterio de la libertad humana.
Continuemos en el discurso del Primado de España: "Se ha afirmado (supongo que por los Padres sinodales) que la predicación no puede limitarse al sólo ámbito litúr­gico que —según otros— reclamaría nuevas adaptacio­nes, de un modo parecido a lo que concierne a la praxis del sacramento de la Penitencia".
Lo que podemos deducir de estas palabras es lo si­guiente: o hacemos nuevas adaptaciones a la liturgia, pa­ra que el ministerio de la palabra tenga amplio margen o hacemos otras asambleas, exclusivamente dedicadas a la palabra. Nos acercamos más al ministerio protestante y a los servicios religiosos que ellos tienen. Necesaria, sin duda alguna, es la predicación de la palabra de Dios, pe­ro, mucho más necesaria es la gracia divina que fecundi­za la palabra del sacerdote o del obispo, según aquellas palabras del Apóstol: "Yo planté, Apolo regó, pero Dios dio el crecimiento. Y así, ni el que planta es algo, ni el que riega, sino Dios que da el crecimiento. El que planta y el que riega son lo mismo; y cada uno recibirá su galardón en la medida de su trabajo". (I Cor. 3-8).
Y prosigue Don Vicente Enrique y Tarancón: "Han subrayado algunos la libertad, incluso la audacia, la iluminación del Espíritu Santo para promover la conversión de los corazones y la renovación de las estructuras".
Ya salió otra vez, mezclada con conversión de cora­zones y con iluminación del Espíritu Santo, "la libertad, la audacia" para promover "la renovación de las estructu­ras". Con estas palabras quedan a salvo todos esos pre­dicadores de la justicia social, verdaderos demagogos, que han convertido el ampón en una tribuna de socialismo ba­rato. No nos vengan a decir ahora que la Iglesia no hace política, que la Iglesia no quiere usufructuar los derechos exclusivos del Estado. Claro que no es la Iglesia, sino los hombres de la Iglesia, los Padres sinodales los que, se­cundando las directivas que salen de las múltiples orga­nizaciones vaticanas, quieren —con los Estados, sin los Estados o contra los Estados— hacer el cambio audaz y violento de las estructuras, sociales, políticas y aún reli­giosas.
Prosigue el Arzobispo de Toledo: "Alguno pide que se aclare más: a) el aspecto universal del sacerdocio ministe­rial. b) El aspecto de unidad, unido al problema de las re­laciones entre el ministerio sacerdotal y otras actividades". No puedo ver en qué consista este esclarecimiento de la universalidad del sacerdocio ministerial. Yo no conozco ese sacerdocio; yo sólo he conocido el sacerdocio jerárquico, el que instituyó Jesucristo, que con el carácter indeleble, recibido en el día de su ordenación y con los poderes di­vinos a ese carácter unidos, tiene que cumplir su ministe­rio de ser operario en la viña del Señor. Ese sacerdocio mi­nisterial suena de nuevo a protestantismo. La connotación de "universal" puede tener tantos sentidos, que sería im­posible, en este estudio, estudiarlos todos. Pero, para ser franco, no encuentro ningún sentido que le acomode, fue­ra de aquél que implica su consagración a Dios y a la obra apostólica.
Donde encuentro mayor sofisma es en querer esta­blecer una unidad entre el ministerio sacerdotal y "otras actividades". ¿Acaso puede el sacerdote dejar de ser sa­cerdote para dedicarse a otras actividades que no son pro­pias de su sacerdocio o que, por lo menos, son distintas a su sacerdocio? Yo creo que el sacerdote es siempre sacerdote lo mismo cuando dice su Misa o administra los sacramentos, que cuando predica, enseña o se dedica a cualquier otra labor apostólica. El sacerdote, sin perder su carácter sagrado, deja de ser sacerdote cuando se dedica a hacer política, subversión o cuando cambia su sotana por el fusil o por el uniforme de guerrillero.
Notemos bien lo que añade el Primado de España, en el Sínodo de Roma: "todos reconocen que el ministerio sacerdotal, y especialmente la predicación, debe tener cierta conexión con la política y el desarrollo cultural, porque la Iglesia tiene el mandato de salvar en Cristo toda la realidad". He aquí el gran sofisma del progresismo. Que me digan en qué parte del Evangelio mandó Cristo a sus apóstoles el hacer política y el salvar toda la realidad humana.
En la "Inmortale Dei" (lº nov. 1885), León XIII nos hace ver la influencia saludable que el Evangelio y la doctrina de la Iglesia, que de él se deriva, tiene, como la historia lo comprueba, en la constitución y gobierno de la sociedad civil. ¡Cuánto convendría que leyesen esa encíclica los que ahora quieren defender doctrinas anticatólicas, no sólo separando del todo el Estado de la Iglesia, rechazando los privilegios que ésta tenía en los países católicos, rompiendo o restringiendo los concordatos, sino que, asociándose con la subversión, en nombre del Evangelio, en nombre de la Iglesia de los pobres, en nombre del cambio de estructuras, en nombre de la igualdad social, se dedican a implantar el socialismo comunizante!. Citemos algunas palabras de esa admirable Encíclica, que compendia y expresa la doctrina católica sobre punto tan importante:
"Así que todo cuanto en las cosas y personas, de cualquier modo que sea, tenga razón de sagrado; todo lo que pertenece a la salvación de las almas y al culto de Dios, bien sea tal por su naturaleza o bien que lo sea en razón del fin a que se refiere, todo ello cae bajo el dominio y arbitrio de la Iglesia; pero, las demás cosas, que el régimen civil y político, como tal, abraza y comprende, justo es que estén sujetas a éste, pues Jesucristo mandó expresamente que se dé al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios"...
Más adelante cita el Papa un pasaje hermosísimo de San Agustín, en el que el Doctor de Hipona nos describe los bienes materiales o temporales que redundan a todos de la doctrina y práctica del Evangelio: ", dice San Agus­tín hablando con la Iglesia Católica, instruyes y enseñas dulcemente a los niños, generosamente a los jóvenes, con paz y calma a los ancianos, según lo sufre la edad, no tan solamente del cuerpo, sino también del espíritu. Tú some­tes la mujer al marido con casta y fiel obediencia, no como cebo de la pasión, sino para propagar la prole y para la unión de la familia. Tú antepones a la mujer el marido, no para que afrente al sexo más débil, sino para que le rinda homenaje de amor leal. Tú los hijos a los padres haces servir, pero libremente, y los padres sobre los hijos dominar, pero amorosa y tiernamente. Los ciudadanos a los ciudadanos, las gentes a las gentes, todos los hombres unos a otros, sin distinción ni excepción, aproximas, re­cordándoles que, más que social, es fraterno el vínculo que los une; porque de un solo primer hombre y de una sola primera mujer se formó y desciende la universalidad del linaje humano. Tú enseñas a las autoridades civiles a mi­rar por el bien de los pueblos y a los pueblos a prestar acatamiento a las autoridades civiles. Tú muestras cuida­dosamente a quién es debida la alabanza y la honra, a quién el afecto, a quién la reverencia, a quién el temor, a quién el consuelo, a quién el aviso, a quién la exhorta­ción, a quién la blanda palabra de la corrección, a quién la dura de la increpación, a quién el castigo, y manifiestas también en qué manera, como quiera que sea verdad que no todo se debe a todos, hay que deber, no obstante, a todos caridad y a nadie agravio".
Y cita León XIII otras palabras de San Agustín, que vienen muy al caso: "Los que dicen ser la doctrina de Cris­to nociva a la república, que nos den un ejército de solda­dos, tales como la doctrina de Cristo manda; que nos den asimismo regidores, gobernantes, cónyuges, padres, hi­jos, amos, siervos, autoridades, jueces, tributarios, en fin, y cobradores del fisco, tales como la enseñanza de Cristo los quiere y forma; y una vez que los hayan dado, atrévan­se, entonces a decir que semejante doctrina se opone al in­terés común. Antes bien, habrán de reconocer que es la gran prenda para la salvación del Estado, si todos la obe­deciesen".
¡Qué palabras más sabias y convincentes! Pero, hoy, los nuevos redentores del progresismo, al echar a vuelo las campanas del libertinaje, tratan de enfrentar nueva­mente a los dos poderes —Iglesia y Estado— predicando desde los ampones, desde los sínodos, desde las Confe­rencias Episcopales la justicia social, precisamente como ellos la conciben, como ellos han decretado imponerla en el mundo entero. Los que me creen exagerado, los que casi me han excomulgado, que lean y comparen minucio­samente la doctrina inmutable que León XIII nos da en su Inmortale Dei y los documentos que nos ofreció el CELAM, después de su reunión de Medellín o los documentos que el último Sínodo nos ha brindado; entonces podrán seña­lar con fundamento mis errores.
Hay otro punto gravísimo en la exposición del Pri­mado de España, que merece también algún estudio. Ha­bla el purpurado de "la acción conjunta en la Iglesia" y dice: "Los padres sinodales concuerdan generalmente en este problema. Muchas palabras (comunión, fraternidad, corresponsabilidad y también colegialidad) expresan la exi­gencia, tanto de ejercitar evangélicamente la autoridad, como la convergencia de todos en la formación del pue­blo de Dios".
Una vez más, la idea de la colegialidad, llevada has­ta los extremos evidentemente falsos y heréticos de la “corresponsabilidad" del Cardenal Suenens, vuelve a pug­nar por imponerse en el gobierno responsable de la Iglesia, adulterando lastimosamente la misma constitución divina de la obra de Cristo. "Casi todos (los padres sinodales) piensan que la misión del presbítero debe ejercerse con el obispo o, mejor, en colaboración con todo el orden de los obispos, con los otros presbíteros, con los laicos: con unión fundada en la misma misión, participada en diversos mo­dos, no sobre bases psicológicas". Según estas palabras, la acción de la Iglesia está fundada entre obispos, pres­bíteros y laicos (no excluyendo al Papa) en "la misma mi­sión", "participada de diversos modos". Es decir, la dis­tinción no es meramente psicológica, ni tampoco es esen­cial, es cuestión de modo, es cuestión de grados. Desapa­rece así la distinción, que, por voluntad de Cristo, debe haber entre la Iglesia docente y la Iglesia discente, entre la Iglesia jurisdiccional y la Iglesia que debe ser regida; entre pastores y ovejas.
Una de las novedades inauditas del Vaticano II y del último Sínodo fue la presencia, esta vez activa, de la mu­jer. Tanta es la actividad de la mujer en la nueva Iglesia, que no sólo lee las epístolas, distribuye la Sagrada Comu­nión, bautiza y tiene a su cargo algunas parroquias, sino que toma parte en estas reuniones sinodales, con voz por ahora, mañana tal vez con voto. Se llegó a hablar según decía la prensa, en el Sínodo, de la posibilidad de ordenar in sacris a la mujer, para llenar el vacío, que en las filas clericales ha hecho la creciente deserción de tantos cléri­gos, que han cambiado el altar por el tálamo. Las pala­bras anteriormente citadas del Arzobispo de Toledo pare­ce que comprueban esta suprema aspiración del progresismo. ¡Todo es cuestión de tiempo!
Por eso, añade Mons. Tarancón: "Algunos padres (sinodales) sostienen que deben institucionalizarse las rela­ciones". ¿De qué relaciones habla el Primado de Espa­ña? Evidentemente, según el contexto, de las relaciones que nacen “de la unión fundada en la misma misión", entre obispos, sacerdotes y laicos (hombres y mujeres). ¡Qué sorpresas nos va a dar el nuevo Derecho Canónico, que actualmente nos prepara una de las múltiples Comisiones del Vaticano! "Pero, si deben constituirse organismos, dicen, es necesaria la acción del Espíritu, para que se salve y se robustezca la libertad de los hijos de Dios". Ya no se habla, en el nuevo lenguaje postconciliar, de la acción del Espíritu Santo, sino del Espíritu, que bien podría designar al maligno.
"En tal contexto los padres (sinodales) atribuyen una particular importancia al Consejo Pastoral y piden que las funciones de ambos Consejos (Presbiteral y Pastoral) se especifiquen mejor, para que su acción sea más eficaz". Seguimos en la borrascosa época de la "pastoral", desentendidos del dogma y de la moral y de la disciplina de la Iglesia. El pensamiento comprometido de los Álvarez Icaza, de los Avilés, de los Genaros o de las nuevas consejeras de la pastoral nos va a conducir, después de ser debidamente institucionalizado, por los caminos novedosos, para regir y amplificar la Iglesia Santa. Por eso se impone ahora cierta fusión entre el Consejo Presbiteral, de Obispos y presbíteros con el Consejo Pastoral, al que también entran los laicos, con voz, con voto y hasta con mando. ¡La corresponsabilidad del Cardenal Suenens ha triunfado, se ha impuesto en la Iglesia! La metáfora del "pueblo de Dios" nos ha homogeneizado a todos y pretende que el sacerdocio laical se confunda con el sacerdocio jerárquico.
"Se desean diócesis más pequeñas; algunos recomiendan asociaciones sacerdotales, mientras otros subrayan los peligros de las mismas; se afirma la necesidad de cierto pluralismo, pero se subraya igualmente su equivocidad, respecto especialmente a tutelar la unidad de la Iglesia universal".
Aquí tenemos una prueba del juego dialéctico, que caracteriza al progresismo: algunos recomiendan las asociaciones sacerdotales, otros subrayan los peligros de las mismas; afirman la necesidad del pluralismo, otros subrayan su equivocidad respecto a tutelar la unidad de la Iglesia. Afirmación y negación, tesis y antítesis. Esta fue lo dialéctica conciliar, que nos dejó la confusión en el equí­voco.
Prosigue el Primado de España: "Se dibuja también la cuestión de la relación entre el ministerio sacerdotal y las demás actividades; a este propósito está bastante di­fundida la opinión: 1) De que no pueden servir verdadera­mente a la misión de la Iglesia, sino en cuanto sirvan a la comunidad cristiana ya aquellos que no han recibido aún el mensaje evangélico; 2) De que deben conciliarse con la vocación a la unidad, propia del ministerio de Cristo".
Este comunitarismo, que, a partir del Vaticano II, tan­to se encarece, es claro que puede tener y de hecho tiene un sentido perfectamente ortodoxo y católico. La misión sacerdotal, los privilegios o prerrogativas que en la orde­nación recibimos, como las que recibieron inmediatamente de Cristo los Apóstoles, no se nos dieron en beneficio pro­pio, sino en beneficio de las almas. La Iglesia, por el minis­terio de sus sacerdotes, cumple en el mundo su misión salvífica. Pero el comunitarismo y el servicio, de que tanto nos hablan, parece como una adaptación a una humani­dad socializada, según el marxismo-leninismo, cuyas ideas fueron ya equiparadas, por el jesuita José Porfirio Miranda y de la Parra, con la palabra de Dios.
Dado el dogma católico de la Comunión de los Santos, existe indudablemente una intercomunicación de orden so­brenatural y divino entre todos los miembros de la Igle­sia, así triunfante, como purgante y militante: todos for­mamos parte del Cuerpo Místico de Cristo; y, en este sen­tido, toda nuestra actividad, que tiene relación hacia la vi­da eterna, contribuye, como dice el Apóstol, in aedificationem Corporis Christi, en la edificación del Cuerpo de Cristo. Este es el verdadero comunitarismo de la Iglesia de Cristo; de esta fuente ha de brotar nuestro servicio al pró­jimo para que tenga un sentido y un valor de eternidad.
Incluye el resumen del Primado de España la labor ecuménica, cuando dice que el ministerio y las demás actividades sacerdotales "no pueden servir verdaderamente a la misión de la Iglesia sino en cuanto sirvan a aquellos que no han recibido aún el mensaje evangélico". Indiscutiblemente, todo sacerdote, por su propia y específica vocación, debe procurar llevar el mensaje evangélico a todas las almas, que en su paso encuentre, según aquellas palabras del Divino Maestro: "Vosotros sois la luz del mundo... Así brille vuestra luz ante los hombres, de modo tal que, viendo vuestras obras buenas, glorifiquen a vuestro Padre del Cielo". (Mat. V, 14-16).
Pero, no es ése el "ecumenismo" del Vaticano II, ni el de la Iglesia postconciliar, que ha venido a suplantar la “catolicidad" de la Iglesia, su fuerza expansiva, por ese nuevo movimiento a la "unidad" de las sectas protestantes que no es incompatible ni con la diversidad y multiplicidad de los credos, ni con la pluralidad de los ritos, ni con la carencia de la sucesión apostólica, en los que así se llaman obispos o pastores protestantes. "Hoy dice el Vaticano II, existe un movimiento de "unidad", llamado "ecumenismo". Con todo, el Señor de los tiempos, que sabia y pacientemente prosigue su voluntad de gracia para con nosotros los pecadores, en nuestros días ha empezado a infundir, con mayor abundancia en los cristianos separados entre sí, la compunción de espíritu y el anhelo de unión. Esta gracia ha llegado a muchas almas dispersas por todo el mundo, e incluso entre nuestros hermanos separados ha surgido, por el impulso del Espíritu Santo, un movimiento dirigido a restaurar la unidad de todos los cristianos. En este movimiento de unidad, llamado ecumenismo, participan los que invocan al Dios Trino y confiesan a Jesucristo como Señor y Salvador, y esto lo hacen no solamente por separado, sino también reunidos en asambleas, en las que oyeron el Evangelio y a las que cada grupo llama Iglesia suya y de Dios. Casi todos, sin embargo, aunque de modo diverso, suspiran por una Iglesia de Dios única y visible, que sea verdaderamente universal y enviada a todo el mundo para que el mundo se convierta al Evangelio y se salve para gloria de Dios". (Decr. Unitatis redintegratio,1,2).
He aquí lo que la Iglesia postconciliar entiende por 'ecumenismo" y al que, según el Primado de España, ha de estar subordinado nuestro ministerio sacerdotal, para ser auténticamente católico. Ese movimiento ecuménico, del que habla el Vaticano II, ese Concilio Mundial de las Iglesias, nada tiene que ver con los deseos de Cristo, ni con la doctrina tradicional de la Iglesia Católica. Evidente­mente, deseamos la unidad; pero no el entreguismo. De­seamos la conversión de los "separados", pero no la mu­tilación o claudicación de nuestros dogmas o su silenciamiento; ni mucho menos la adulteración fraudulenta y sacrílega de nuestros sagrados ritos y, en especial, del Santo Sacrificio de la Misa. No podemos atribuir a la acción del Espíritu Santo ese movimiento anticatólico del ecumenis­mo protestante, que no ha beneficiado, sino positivamente ha dañado la fe de muchísimos católicos.
Pero, volvamos al discurso del Arzobispo de Toledo: "La mayoría de los padres insisten en la vocación espiri­tual del sacerdocio y denuncian el peligro de un clerica­lismo o neoclericalismo, así como también de un cierto mesianismo, o, según se dice, horizontalismo. Otros sostienen que deben adoptar responsabilidades directas en materias técnicas o políticas".
Según estas palabras, parece que los padres sinodales centraron muy bien el sacerdocio católico, tal como corres­ponde a los designios divinos; sin embargo, vemos de nue­vo la contradicción dialéctica. Se habla de "vocación es­piritual del sacerdocio" es decir, de que el llamamiento que Dios nos hizo, fue para dedicarnos a las cosas del al­ma, no a las cosas materiales; se denuncia el "clericalis­mo' o neoclericalismo, o sea la injerencia indebida del clero en los asuntos del Estado, de la política. Pero, a renglón seguido, se sostiene que los sacerdotes deben adoptar "res­ponsabilidades directas en materias técnicas o políticas". ¿Qué responsabilidades directas pueden o deben tener los sacerdotes católicos en "materias técnicas o políticas"? ¿Se intenta derrocar a los gobiernos o sustituir los regímenes imperantes por la socialización comunizante? ¿Van los cu­ras, abandonando su ministerio sacro, a dedicarse a ha­cer política, a encabezar movimientos revolucionarios, a dirigir la técnica de las industrias?
Hay una tesis peregrina, sostenida por algunos pa­dres sinodales, de la cual nos dice el Primado de España: "Se ha invocado un sano espíritu creativo o inventivo, sin prescindir de la certeza y de la seguridad jurídica; final­mente se dice que el espíritu de comunión debe penetrar la codificación del nuevo Derecho". Esta terminología, es­ta ideología no son católicas; son innovaciones y reformas, que parecen destruir toda la estructuración canónica de la Iglesia. Dejar al espíritu creativo e inventivo de cada sa­cerdote, de cada obispo, la doctrina, la moral, la liturgia, la disciplina de la Iglesia, es destruir la Iglesia, con los ex­perimentos y mudanzas de los hombres. ¿Es compatible este espíritu inventivo y creativo con la certeza y seguri­dad de la ley de Iglesia?
Tampoco entiendo ese "espíritu de comunión", que, a juicio de los padres sinodales, debe penetrar la codificación del nuevo Derecho Canónico. ¿Quieren los padres sinodales decir que la "corresponsabilidad", que supera la misma "colegialidad" de los destacados corifeos del pro­gresismo, va a imponerse en el nuevo Derecho Canónico? ¡El gobierno de la Iglesia Universal en manos, no tan sólo del colegio de obispos, entre los cuales Pedro tan sólo es primus inter pares, el primero entre los iguales, sino en participación también de los Genaros, de los Álvarez Icaza y de todos esos pontífices mínimos de la Iglesia post­conciliar!
Pbro. Joaquín Sáenz y Arriaga
¿Cisma o Fe?
1972

DESCIENDE AL TEPEYAC!



Ya no es posible, Madre, que tanto nos olvides.
Que sufra más angustias el pueblo que presides,
El pueblo que por Reina, Señora, te aclamó.
¿Será que por nosotros, tus hijos, ya no pides?

¿Será que ya no tienes de madre, el corazón?
¿Será que nuestras quejas no llegan a tu oído?
Será que ya no atiendes al lúgubre gemido
De tantos pobres huérfanos sin padre y sin hogar?

Será que ya no miras la sangre que ha corrido
de tantos nobles pechos, y forma humeante mar?
¿No ves tantas esposas y madres desoladas?
¿No ves tantas doncellas que gimen ultrajadas?

¿No ves tantos hogares, sin pan y sin calor?
Pues, cómo, si a mi Patria diriges tus miradas.
La envuelve negra noche? ¿No son ellos su sol. . .?
Jamás los mexicanos lloraron a tus plantas.

Jamás grito de duelo brotó de sus gargantas,
Sin que se conmoviera tu amante corazón!
¿Porqué si tu lo quieres, Señora, no levantas
De nuestro pobre pueblo la maldición de Dios.. .?

Cuando tus plantas vírgenes tocaron nuestro suelo
Dijiste que serías la fuente del consuelo:
Tus brazos nuestro nido: tus ojos nuestra luz:
Tus voces, nuestro orgullo: Tu manto, nuestro cielo;
Tu gloria nuestra gloria, y nuestra Madre: Tú

¿Por qué ya no te mueve nuestro mortal quebranto?
¿Por qué impasible miras nuestro copioso llanto?
¿Por qué ya nuestras súplicas no alcazan tu piedad?
¿Por qué ya no nos cubres con tu celeste manto,
Y ruge en nuestro suelo la ronca tempestad... ?

Ya oigo que me dices: Recuerda mi promesa:
Yo dije en aquel día: Con maternal fineza
Atenderé los ruegos de quien me suplicó' . . .
Tu Patria, no me invoca, tu Patria, no me reza.
Tu Patria, no me quiere... Tu Patria, me olvidó...

Soberbia águila azteca; Desciende de la altura
En donde ha mucho tiempo te envuelve en su negrura.
Rugiendo en torno tuyo, furiosa tempestad!
¡Desciende hasta la Virgen que tus heridas cura!
Tus alas están rotas... Desciende al Tepeyac!

Escóndete en sus rocas, recobra allí el aliento:
No pueden ya tus alas con el furor del viento...
No pueden ya tus garras. la sierpe sujetar!
Los rayos que te hieren, no dudes un momento,
Son rayos invencibles... Desciende al Tepeyac!

Abate allí tu vuelo, inclina tu cabeza,
Venera a nuestra Madre, proclama su realeza.
Bendice sus favores, implora su perdón.. .!
Y luego, cruza altiva la cerrazón espesa
Que envuelve nuestro cielo, y llegarás al sol.. .

Mons. Vicente M. Camacho
Guad. Dic. de 1913.

La fervorosa devoción y veneración al santísimo Sacramento del al­tar hace felices y prósperas á las casas y familias.


Es notoria en todo el orbe cristiano la maravillosa exal­tación de aquel caballero, conde de Aspurg, llamado Rodulfo, por la fervorosa veneración y culto que dio al santí­simo Sacramento del altar. Es así el caso notable: venia del divertimiento decente de la caza dicho noble caballero en un día muy lluvioso, cuando encontró a un sacerdote, que caminaba a pié, y llevaba el santísimo Sacramen­to por viático a un pobre enfermo, de una alquería.
Encendió la fe el devoto y dichoso conde, y bajando de su caballo, le hizo montar al sacerdote del Señor, y caminó a pié el caballero, guió al caballo del diestro hasta la casa de campo donde estaba el enfermo. Asistió personalmente a la sagrada función, y compeliendo al sacerdote del Señor para que volviese a montar, le trajo con la misma reverencia, hasta que le dejó en su casa dentro de la ciudad.
Instaba el sacerdote agradecido para que se llevase el caballo, y lleno el caballero de vivísima fe, le respondió, no era digno de subir en un caballo, sobre el cual había ido nuestro Señor Jesucristo sacramentado. Entonces inspirado fe Dios el sacerdote del Altísimo, le dijo al caballero no dudase que le pagaría abundantemente Dios nuestro Señor aquella su piedad afectuosa, y que le haría feliz aun en la tierra, no solamente su persona, sí también a toda su casa.
Esa promesa se cumplió sin mucha dilación; porque de allí a poco tiempo pasó de esta vida mortal el emperador de Alemania, y fue sublimado a la corona imperial con asombro de todo el universo, y después las nobles ramas de su augusta casa se han extendido a casi todas las coro­nas de la cristiandad.
Este es el gran Sacramento, que por antonomasia se dice le fe: Mysterium fidei; y para que las operaciones cristia­nas salgan proporcionadas con lo mismo que confiesa la fe católica, importa mucho que la fe sea viva, porque con ella vive el justo, dice el Espíritu Santo (Rom., I, 17).
Las obras fervorosas dan testimonio verdadero de la fe viva, dice el apóstol Santiago en su carta canónica: Ostende mihi fidem tuam sine operibus, et ostendam tibi ex operibus fidem meam. Y prueba muy de propósito el santo apóstol, que la fe sin obras es muerta: Fides sine operibus mortua est.
Así parece tienen la fe muerta o mortificada algunos ti­bios cristianos, pues en las funciones pertenecientes a este santísimo Sacramento, en que veneramos realmente a la persona misma de nuestro Señor Jesucristo, se hallan tan sin fervor ni afectos vivos, como si no creyesen; y a lo menos deben temer se verifique en ellos la sentencia formi­dable del Apocalipsis, perteneciente a los tibios, de los cua­les dice, que no son del gusto de Dios.
Debemos suponer como cosa firme y constante, que lo que nos enseña la fe católica es más cierto que lo que ve­mos por los ojos; y así lo dice el príncipe de los apóstoles, hablando del testimonio de Cristo Señor nuestro, y dicien­do, que aunque habían oído la voz del Padre en el monte santo de la Trasfiguración, y habían visto al mismo Se­ñor vestido de resplandores, tenían por mas cierto el tes­timonio de los profetas para creer que Cristo era verdadero Dios : Vocera audivimus de coelo allatam, cum essemus cum ipso in monte sancto, et habemus firmiorem propheticum sermonem (II Pet., I, 18 et 19).
A los misterios de la fe católica conviene se llegue nues­tra consideración y meditación profunda, con la cual se enciende el sagrado fuego de nuestros afectos, como dice David: la meditatione mea exardescet ignis; y como el fuego no puede estar escondido en el pecho sin que se manifieste en lo exterior, como dice el Sabio; si el cristiano se enfer­voriza, luego da testimonio en las obras exteriores de la fe viva que profesa.
En las solemnes procesiones del Corpus Christi, avivando la fe conviene soltar la rienda a los afectos exteriores de alegría, veneración y culto con que adoramos en ella la persona real y verdadera de nuestro Señor Jesucristo con la edificación del mundo , dando testimonio público de nues­tra verdadera fe, conforme a la doctrina del apóstol San­tiago.
La antigua costumbre de echar flores, y enramar las ca­lles para dicha procesión, es muy laudable, y del gusto de Dios, y solo los tibios inconsiderados dicen es ceremonia de aldeas; en lo cual deben ser ásperamente reprendidos, por lo que se debe distinguir aquel solemne día de las muchas veces que el Señor sale por viático para la asistencia, con­suelo y remedio de los enfermos, sin la pompa exterior, que sería justo siempre saliese.
En esta función solemne del Corpus es cuando las flores dan sus frutos estimables, y son flores con frutos de honor y honestidad, como dice el sagrado texto; porque los fie­les católicos que las arrojan par las ventanas en obsequio y culto de su Criador y Señor, consiguen muchas bendi­ciones del cielo para sus personas, y para sus casas y fa­milias.
El adornar y enramar las calles es digna expresión de los verdaderos católicos, como lo era en el pueblo santo y escogido para explicar sus alegrías decentes en obsequio de las personas que veneraban y estimaban; de lo cual se da verdadero testimonio en el santo evangelio [Joan., xn, 18).
El arrojar los soldados las banderas por tierra, para que sobre ellas pase nuestro Señor Jesucristo sacramentado, que es el Señor de los ejércitos, y rendir sus armas, es también laudable culto, que enfervoriza los corazones humanos, y despierta la fe viva de lo mismo que confesamos y vene­ramos.
El poner los niños con la debida decencia en las calles, para que sobre ellos pase la peana del santísimo Sacra­mento o a lo menos les toque la sombra de Cristo sacra­mentado, es también testimonio exterior laudable de nues­tra santa fe católica, y en muchos lugares fervorosos se han experimentado en las criaturas inocentes raros prodi­gios, conforme a la fe viva de sus padres, poniéndolos con penosas y peligrosas quebraduras , y hallándolos después de la función sagrada sanos y perfectamente curados. La fe viva de los padres favorece a los hijos, para quien ate­soran, como dice san Pablo.
Y no deben extrañarse semejantes prodigios; porque si la sombra del príncipe de los apóstoles san Pedro curaba los enfermos, como dice la sagrada Escritura; no es mucho haga el Maestro soberano lo que concedía que hiciese su verdadero discípulo (Act., v, 15).
Los instrumentos músicos tienen en este solemne día su principal función, sin que se excluyan los más comunes de los pueblos, que alegran y letifican a la gente joven; por­que según el angélico maestro santo Tomas, esta es la grande solemnidad en que se han de despertar las alegrías santas de los mortales en obsequio de su Criador y Señor sacramentado.
El Espíritu Santo previene en el libro sagrado del Ecle­siástico, y dice a los principales del pueblo, que no impi­dan la música : Rectorem te posuerunt, non impedias musicam; y aunque muchas veces conviene impedirla para evitar graves inconvenientes en la gente joven que inquieta los pueblos, en este santísimo día, y en la función sagrada de la procesión solemne, tiene lugar sin inconveniente el precepto del texto sagrado; porque la fe y el fervor tengan su justo desahogo con edificación del pueblo, donde no rinde su autoridad, quien más bien explica su cordial devoción.
Bien autorizado estaba el rey David, y en una procesión solemne, que era sombra de la que los cristianos hacemos con nuestro Señor Jesucristo sacramentado, bailó pública­mente delante del arca del testamento en que iba el maná, expreso símbolo del santísimo Sacramento del altar, que veneramos. Y porque la mujer y esposa de David le des­preció, viéndole danzar y bailar delante del arca del Señor, la castigó su Majestad santísima con la sentencia absoluta de que no tuviese hijos en todos los días de su vida. Con­sidérese bien este fuerte castigo (II Reg., vi, 22 et 23).
No sucedió así a la casa venturosa de Obededon, donde fue venerada dignamente el arca del testamento, que como queda dicho, era expreso símbolo del santísimo Sacramen­to del altar, por lo cual la llenó el Señor de bendiciones del cielo, y de muchas prosperidades y conveniencias tem­porales (//Reg., vi, 11).
Abrid los ojos, católicos, y en el solemnísimo día, que comúnmente llamamos del Corpus, soltad la rienda a todos los fervorosos y cristianos afectos de vuestro fiel corazón; porque de una vez os solicitáis los bienes eternos y tempo­rales, la salvación de vuestras almas, y las bendiciones del cielo para vuestras casas. La sabiduría de Dios os llama, y no os pide oro ni plata, sino los afectos limpios, humildes y cariñosos de vuestro agradecido corazón.
El angélico doctor santo Tomas, para incitar a los fieles a cristianas demostraciones interiores y exteriores en esta grande solemnidad, le pide a Cristo Señor nuestro, que vi­site a sus criaturas, así como ellas le prestan religioso culto en el santísimo Sacramento : Sic nos tu visita, sicut te colimus. Este es un eficaz modo de persuadir; para que los hombres entiendan, que del modo con que celebran la so­lemnidad de este santo día del Corpus, así les asistirá el Señor en los bienes espirituales y temporales, pues la Igle­sia de Dios en el oficio divino lo pide por todos.
Aprendió el ángel de las escuelas este medio eficaz de persuadir del Maestro soberano Cristo Señor nuestro, el cual deseando que los hombres cumpliesen su precepto de perdonar y amar a sus enemigos, que es por antonomasia el precepto del Señor : Hoc est praeceptum meum, les ense­ñó a orar, y que dijesen: perdónanos, Señor, nuestras deudas, así como nosotros perdonamos a nuestros deudores (Matth., VI, 10); dándoles a entender con esto, que si no perdona­ban, no serían perdonados ; pues ellos mismos lo decían en su oración cotidiana. Así pues, la misma Iglesia católica hace oración á Cristo sacramentado en nombre de todos fieles, y dice: Visítanos, Señor, así como te veneramos; que los hombres tibios entiendan y se desengañen, que sino celebran fervorosos la fiesta del santísimo Sacramento, tampoco el Señor les asistirá en más alto grado de favor, porque ellos mismos así lo piden: Sic nos tu visita, sicut te colimus.
En la asistencia fervorosa de Cristo sacramentado cuando sale por viático a los enfermos, están descuidadísimos y tibios muchos hombres ingratos; y esta tibieza detestable también procede de tener amortiguada la fe. Luego que los padres de familias sienten la señal de la campana para viático, han de considerar, que el gran rey de los cielos y la tierra sale de su casa, que es el templo santo, y han de decir con los ilustrados reyes Magos: esta señal es del gran­de Rey, vamos luego a buscarle y acompañarle: Hoc sigmum rnagni Regís est, eamus, et inquiramus eum... (Matth XXI, 13). Y ya que todos los de casa no pueden ir a tan sa­grada función, por lo menos de cada casa vaya uno por to­dos, que tal vez aquel conseguirá la celestial bendición de Cristo para todos.
Las prudentes abejas, en saliendo el rey, se van todas acompañándole, como lo enseña la experiencia; y con ellas confunde Dios a los racionales ingratos, que saliendo su Rey, no cuidan de acompañarle.
En un precioso libro que trata de la república prudente y sabia de las abejas, se refiere un caso admirable, y es de un hombre supersticioso, el cual llevó una forma consagra­da, y la puso entre sus colmenas; y para confundir Dios el fatal descuido que tienen los hombres ignorantes en la ve­neración debida al santísimo Sacramento, dispuso mara­villosamente que todas las abejas de aquel contorno se fue­ren a aquel colmenar, y le labrasen a su Criador y Señor sacramentado una primorosísima custodia de purísima cera virginal, para que los mortales se confundiesen con esta rara maravilla.
Advirtieron los dueños de los colmenares vecinos adonde se habían ido sus abejas, y dando luego el aviso conve­niente, fueron los ministros de Dios con todo el pueblo, para volver el santísimo Sacramento a su decente lugar del sagrario en el templo santo; y no contento el Altísimo con las maravillas antecedentes, dispuso para mayor confusión del sacrílego, y enseñanza de los mortales, que las abejas puestas en dos bandas, como en dos coros ordenados, vi­niesen hasta la iglesia acompañando la procesión, y con su armonioso zumbido explicaron a su modo las divinas ala­banzas, callando las de un coro mientras duraba la expre­sión del otro. No es la primera vez que Dios ha enseñado a los racionales ingratos con el ejemplo de las criaturas in­capaces de razón.
El Señor dice en su Santo Evangelio, que donde estu­viere el cuerpo, allí se congregarán las águilas; y enten­diéndose el cuerpo por el Sacramento del mismo Señor, y por las águilas las almas aficionadas y deseosas de volar al cielo, será justo que donde va el santísimo Sacramento con­curran obsequiosos todos los fieles que desean agradar y servir a su Criador, y prosperarse en esta vida mortal, y asegurar sus almas para la vida eterna.
Del águila generosa dice el santo Job, que hace su asien­to en lugares altos, y de allí contempla su más propia y gustosa comida: Inde contemplatur escam, et de longe oculi ejus prospiciunt. Así también es el águila generosa maestra discreta del hombre inconsiderado, enseñándole que con­temple y considere el manjar celestial que Cristo le ha de­jado en su santísimo cuerpo sacramentado, para que como ligera águila le busque y le acompañe, levantando prime­ro sus pensamientos a lo alto de la divinidad de Cristo Se­ñor nuestro, para enfervorizar su tardo corazón.
En el docto y piadoso catecismo de Belarmino se halla­rán dos maravillosos ejemplos, pertenecientes a esta mate­ria. El primero es de un judío obstinado, que hizo atroci­dades con una santísima forma consagrada, de la cual salió sangre viva. El otro es de un religioso sacerdote, ten­tadísimo contra la fe católica, y principalmente contra la real presencia de Cristo Señor nuestro en el santísimo Sa­cramento, el cual religioso fue curado misericordiosamente de Dios nuestro Señor con una soberana visión, en que se le manifestó la Hostia consagrada con celestiales resplando­res, y poniéndose la sagrada Hostia sobre el cáliz, comenzó a destilar gotas de sangre y con esta visión y revelación divina cesaron todas sus importunas y graves tentaciones.

R.P. Fray Antonio Arbiol
La familia regulada
Edición 1866