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domingo, 22 de agosto de 2010

TRAICIONES AL SACERDOCIO

No es atractivo el tema para tratarlo sería necesaria una pluma prudente, flexible, diplomática, que dijera las cosas sin lastimar. ¡Pero esa pluma no la tengo yo!.
Sin embargo, debo afrontar este problema que pesa sobre el sacerdocio como un escándalo y un desprecio mudo y universal.
Quizá la angustia, o mejor la pasión y la ausencia absoluta de reticencias prudentes, coloquen estas pági­nas por encima de la cólera nerviosa y de la susceptibili­dad ridícula y mezquina.
Tengo un aprecio austero a la Palabra de Dios y a mi palabra sacerdotal.
Dios, en la Sagrada Escritura, se permite hablar con una claridad y con una franqueza, tan sorprendentes, tan inefables, que abaten sin irritar y humillan sin ofender. Del mismo modo, lo tremendo del problema que voy a afrontar lo eleva a la atmósfera, libre de críticas, de lo sobrehumano; por eso escribo sin temor y sin precaucio­nes.
La aristocracia, de una manera universal, sistemáti­ca, obstinada, consciente, rehúsa que sus hijos se hagan sacerdotes católicos: éste es el hecho, el escándalo, la traición.
A lo más, la aristocracia paga —adrede uso esta palabra vulgar— al sacerdote, da una pensión al semi­narista, entrega su óbolo —para usar una palabra ele­gante— a las vocaciones eclesiásticas; pero niega al sa­cerdocio su sangre, su nombre, su honor, su blasón.
Y si rehúsa dar a sus propios hijos, ¿qué sentido tie­ne que ayude a los hijos de los demás?
Hay momentos en que es necesario explicar el sen­tido oculto de las cosas; y hoy es tan grande la apostasía, que es un acto de caridad y un deber ineludible acla­rar el significado de todo esto.
En la lucha actual del cristianismo —en su agonía, diría Unamuno—, la aristocracia es un espectador, pero no un combatiente; cuando mucho sostiene la lucha en la retaguardia, pero está ausente de las trincheras y ale­jada por completo del Estado Mayor. Los oficiales, los caballeros de Cristo, salen del pueblo, de entre los más pobres del pueblo.
¡Pedir a la Religión sin darle nada, sin darle el tri­buto de la propia sangre, sin contribuir personalmente!... Este espíritu egoísta, esta actitud de espectadores, esta pasividad de gente extraña, está tan lejos del amor, co­mo del odio y quizá más de éste. El odio reconoce una grandeza que hay que abatir; la indiferencia sólo ve una pequeñez despreciable; el cálculo sólo tiene en cuenta su propio interés.
La aristocracia con frecuencia se lamenta — ¡qué pa­radoja!— de la poca delicadeza del Clero y se escanda­liza del origen tan humilde de los sacerdotes.
Si esto fuera un mal —que no lo es— ¿quién tiene la culpa? ¿Quién ha prohibido a los aristócratas que suban al altar? ¿No han sido ellos mismos?. . . ¿Entonces?...
Después de la derrota, el grupo sobreviviente de sacerdotes que luchan con desesperación tienen otras cosas de qué preocuparse más importantes que la delicadeza; tienen que pensar, por ejemplo, que hay que morir bajo la ametralladora comunista; deben tener en cuenta que es necesario todavía proclamar su amor a Jesús Crucificado en medio de la apostasía general.
Muchas veces la aristocracia llora, porque la fe se pierde y se degrada el pueblo.
¿Por qué llora?
Sólo tiene derecho de llorar el que ama y lucha. Las lágrimas del que no ama —y no ama el que no lu­cha— son una parodia y una hipocresía, por lo menos son una ignorancia.
Como en el juicio de Salomón, ante el niño que van a destrozar, llora la madre, no la extraña; así, ahora que se degüella el cristianismo, ¡que llore la madre y el padre del cristianismo, porque han dado a la fe un hijo en el sacerdocio! ¡Que llore quien ha como engendrado este cristianismo con su sacrificio, con sus dolores, con su san­gre!
Desprecio el llanto pasivo e infecundo que debilita, desorienta y enmudece; sólo valen las lágrimas de sabor áspero y amargo como la pólvora, las lágrimas que se mezclan con la sangre y la tonifican, la inflaman y le dan nueva vida.
¿Cuáles son las causas de esta traición de la aristo­cracia?
Un orgullo torpe, un miedo servil, un cálculo egoísta, una decadencia en el heroísmo, en la caballerosidad, en la poesía, en la abnegación, y sobre todo, en la fe, en el espíritu sobrenatural y en el amor.
Desde el punto de vista humano y racional, estas son las causas; pero, en el orden sobrenatural, el fenómeno se oscurece con las tinieblas del desprecio de Dios.
¿La aristocracia es la que niega sus hijos a Dios? ¿O Dios es quien niega las vocaciones sacerdotales a la aristocracia? ¿Quizá Dios no pasa ya por los salones de­masiado lujosos, mundanos y fríos, y no dice a los aris­tócratas: ¡sígueme!
¿No es semejante esta apostasía a la del pueblo escogido —los judíos— que por orgullo, envidia y ex­clusivismo renegó de Cristo y fue excluido de la gloria de la Redención, y de pueblo escogido se convirtió en pueblo proscrito y traidor?
De estas terribles preguntas, nace la dureza —de­masiado humana quizá, lo confieso— que inconsciente­mente va mezclada con el amor de Cristo en estas páginas. Al mismo tiempo, el corazón sacerdotal experi­menta una gran tristeza y una inmensa compasión por tantos cristianos excluidos de la ternura, de la predilec­ción, de la amistad divina del sacerdocio.
¿Quizá la aristocracia ha abusado del sacerdocio? ¿Tal vez aun en el tiempo en que dio a sus hijos no los daba con humildad, con desinterés, con alegría?
¿Por qué siempre daba a los menos capaces y do­tados?
¿Era por interés o por amor? ¿No se parece ésta a la ofrenda de Caín?
Si dejo las preguntas sin respuesta, no es ciertamen­te porque trate de insinuar la sospecha de una manera astuta y baja, y al mismo tiempo sin comprometerme.
No respondo, porque la cuestión es difícil, histórica­mente muy complicada y nos vendría a distraer de nues­tro asunto.
Ante todo, afirmo que es injusto no admitir magnífi­cas excepciones de aristócratas que han abrazado el sa­cerdocio y aun han llegado a la santidad. Pero la res­puesta, en general, condena a la aristocracia.
¿Y comprende lo que ha perdido con alejarse del sacerdocio?
Ha perdido nobleza. Y no es una paradoja, sino una comprobación dolorosa y evidente.
Ha perdido el verdadero sentido de la nobleza y se ha dejado arrastrar por la novelería que no es nobleza, por el refinamiento que no es elevación, por el estoicismo que no es libertad, por lo extravagante que no es originalidad, por lo enfermizo que no es salud.
Dios es la fuente primera de toda elevación, de to­da nobleza, de toda aristocracia; por consiguiente, cuánto más nos alejamos de Dios, más nos acercamos a lo bajo, a lo vulgar, a la vileza del pecado. Aristócrata es el espíritu, vulgares son los sentidos; nadie tan noble co­mo los santos, nadie tan vulgar con los sensuales.
Por rechazar el sacerdocio, por rehusar ser el amigo de Dios y el caballero del espíritu, la aristocracia se ha alejado de la verdadera nobleza y ha descendido en busca del boato, del lujo, del derroche, del deporte y... del tedio; que no son sino una parodia y una caricatura de la nobleza, porque ésta reside en el corazón y en el alma.
San Pedro llama al sacerdocio cristiano, sacerdocio regio, regale sacerdotium, y así identifica al sacerdote con la realeza, cumbre de la aristocracia y de la majes­tad. En ciertos momentos, todo sacerdote siente que tiene corazón de rey: la pureza y el desprendimiento lo alejan de la carne y del dinero que son las cosas más asquero­sas y plebeyas.
¿Dónde está el primado de la aristocracia en la his­toria del cristianismo?
En esta hora ardiente de martirio y de conquista, en esta vida intensa de misiones, de apostolado, de acción católica, la aristocracia —con raras excepciones— bri­lla por su ausencia. Esta página gloriosa del cristianismo, que lucha acosado por una manada de lobos, se está escribiendo con sangre, pero no es sangre azul.
Mañana se escribirá el poema del pueblo, la epo­peya de los pobres, sin príncipes ni condes; pero será un poema magnífico.
La aristocracia ha perdido la primacía aun en el mundo civil, que ya se está desarrollando sin blasones. El eje de la evolución histórica ha pasado a una aristocra­cia de la voluntad, del peligro y del pensamiento.
Los mismos gobiernos fuertes ya no toman la forma de monarquía, sino que prevalece la elección libre y pre­dominan la inteligencia y la voluntad.
Y todo esto, porque la aristocracia ya no quiere asu­mir responsabilidades, sino llevar una vida fácil e irres­ponsable.
Es también un castigo, porque renunció al sacerdo­cio, la escuela más severa y exigente de responsabilida­des, que todo lo reviste de dignidad y lo hace irrevoca­ble.
Al renunciar la aristocracia al sacerdocio en el cris­tianismo, lógicamente ha renunciado a todo. ¿No ha per­dido a la vez el sacerdocio y el cristianismo?
Precisamente me propongo hacer ver en estas pági­nas lo fútil de este escándalo que sin razón impresiona tanto a los pusilánimes. Dios no necesita de nadie.
Jesús nació pobre, entre pobres, para los pobres, y fueron pobres los que lanzó a la conquista del mundo. La Redención, sin embargo, fue universal y se extendió también a la aristocracia, porque la sangre de su Madre era real, era aristócrata de la Casa de David; era san­gre real con la majestad de la pobreza.
Pero, si esta sangre azul rehúsa mezclarse a la co­rriente vital del cristianismo, éste no pierde por eso su nobleza.
Su realeza y su aristocracia perduran, porque nacen de Él, del Rey de Reyes y del Señor de los que do­minan.
¿Qué ha perdido el cristianismo porque de los tu­gurios hayan surgido gigantes de santidad de la talla de un Vicente de Paúl y de un Juan Bosco?
¿Qué ha perdido, si pudo vivir los heroísmos de Ru­sia, de México, de España?
Al contrario, de esta manera Dios ha aclarado y pu­rificado el culto que se debe a la santidad, porque no ha permitido que nos inclináramos de una manera simul­tánea y equivocada ante la aristocracia de la sangre y la nobleza de la santidad.
Ha querido que todos se postraran ante esta santi­dad nueva que brilla en la pobreza, ante la única aris­tocracia del espíritu, sin mancha alguna de la aristocra­cia de la tierra.

LA TRAICION DEL PUEBLO
Quiere el pueblo que sus sacerdotes sean santos e ilustrados, que su educación sea exquisita y delicada; y ciertamente tiene razón. Quiere también tener predica­dores elocuentes, apóstoles con métodos modernos, escritores famosos, confesores llenos de indulgencia, directo­res espirituales idóneos, educadores consumados... Ya es mucho pedir, pero todavía esas ambiciones son reali­zables.
Necesita el pueblo, además, sacerdotes numerosos, en vista de los problemas apremiantes de la sociedad de nuestra época, llena de complicaciones y exigencias; sacerdotes puntuales en la celebración de la santa Misa, siempre dispuestos a oír confesiones, a catequizar a los niños y a los adultos, a administrar los últimos sacramen­tos a los moribundos, a reconciliar a los enemistados, a socorrer a los pobres, a instruir a los ignorantes... en resumen, sacerdotes siempre a la disposición de los fie­les en el templo, en la escuela, en el hogar, en las ca­lles, en las plazas y hasta en las más miserables casuchas…
Todos estos deseos son buenos, justos, debidos y san­tos; todas estas necesidades son de gran importancia, gra­vedad, urgencia.
No exige, pero sí espera que los sacerdotes tengan recursos, para que puedan sostener sus obras: el culto, la Acción Católica, las Conferencias de San Vicente de Paúl, la catequesis. Lo que ya es mucho pedir; pero, en fin, puede pasar.
Como hasta aquí sólo se trata de desear, pedir, que­rer, exigir, estamos de acuerdo.
Mas, llegados aquí se impone, con una claridad evi­dente, con una lógica irrefutable, estas preguntas: ¿qué ha hecho el pueblo para tener esos sacerdotes que desea, tan santos, tan ilustrados, tan cultos, tan elocuentes, tan abnegados, etc., etc?
¿En qué apoya todas esas sus apremiantes y urgen­tes exigencias?
En una palabra: ¿cuál en su aportación, con qué contribuye para tener un clero con esas cualidades?
¿Con qué cara, con qué lógica, con qué derecho la hace?
—No hace nada, absolutamente ¡NADA!
Y en eso apoya sus deseos, sus pretensiones, sus exi­gencias?
¿Con "nada" quiere construir una catedral medie­val, un castillo de ensueño?
¿Y de la nada se quiere hacer brotar la santidad, la ciencia, la cultura, la elocuencia, y todas esas dotes tan difíciles de alcanzar.
La indiferencia y la apatía del pueblo es como una roca árida y seca; ¿y de ella se pretende —como lo hizo Moisés en el desierto— que brote el agua de dones tan divinos y de bendiciones tan celestiales?
Hasta para los milagros Dios espera la cooperación del hombre, a lo menos la de su fe y la de su oración.
Si se exceptúan algunas almas elegidas, ¿quién se acuerda de orar por los sacerdotes? ¿Quién implora con lágrimas el don divino de un sacerdote santo, don más precioso que un milagro?
Cuando nace un futuro sacerdote santo, vuelve a vibrar en el cielo el cántico que los ángeles entonaron en la primera Nochebuena, y en la tierra asolada y yerma torna a brillar la esperanza de la Redención.
Millares de años, henchidos de oraciones, deseos y lágrimas, hicieron violencia al cielo para que lloviera su rocío divino y naciera Cristo Jesús. ¿Y queremos que Dios nos envíe esos nuevos cristos, esos sacerdotes san­tos, cuando no nos unimos a la Iglesia para pedirlos, cuando ignoramos las súplicas y las mortificaciones que la Iglesia impone a todos los fieles con este fin, en las cuatro Témporas del año?
Este es el ilogismo desconcertante, la inconsecuen­cia inaudita del cristianismo superficial de nuestro pue­blo.
Si olvida esta obligación tan elemental que de suyo se impone; ¿qué decir de otras más graves?
Cuando la Iglesia y las almas piden al pueblo que dé a sus hijos para que sean sacerdotes, no los da; cuando solicitan su limosna para las vocaciones, se hace de­sentendido; entonces ¿cómo es posible que tenga los sacerdotes que desea y con las cualidades que exige?
Exigir con altanería cuando antes no se ha dado nada, es una inepcia degradante y absurda. Cuando to­dos piden y nadie da, el problema no tiene solución po­sible.
El deber de dar es primero; el derecho de pedir vie­ne después.
Estos vividores a expensas de la fe, estos zánganos de la religión, estos explotadores de la Iglesia que no hacen más que pedir, nos están manifestando la anemia y la pobreza de un cristianismo que no sabe sino men­digar.
Hablando en general —y salvas honrosas excepcio­nes— el pueblo con relación a la religión se ha conver­tido en un pueblo de pordioseros, exigentes y perezosos; no tiene esa riqueza, esa vida, ese gozo, esa poesía, esa dicha de DAR. No tiene, por consiguiente, ese hálito de juventud ni esa generosidad caballeresca; no sabe sino pedir y rezongar, como la vejez, mohína y melancólica.
¿Quién le va a dar estos sacerdotes santos? ¿La Iglesia? ¿Y quiénes forman la Iglesia?
—La formamos todos los cristianos. La Iglesia es una sociedad, una organización, un ejército. Si los cris­tianos se dispersan, la sociedad se acaba, la organiza­ción se disgrega, el ejército deserta.
Si nos figuramos que la iglesia es un ser abstracto, fruto de la imaginación, de la fantasía, algo puramente expectativo y teórico, encontramos en esa ilusión un mo­tivo para eludir cómodamente y sin remordimientos nues­tros deberes de cristianos.
Hasta la Iglesia docente —el Papa, los Obispos, los sacerdotes—, está formada por hombres, por cristianos, por hijos de Dios; no es una fantasmagoría.
Tampoco el cristianismo es un monopolio exclusivo de los sacerdotes. Este es el estado de ánimo, erróneo y lle­no de peligros, del cristianismo de hoy. Partiendo de la distinción entre la Iglesia que enseña y la enseñada —los sacerdotes y los fieles— se llega sin dificultad a que los fieles se desinteresen de los sacerdotes. Y los fieles son la parte más numerosa de la Iglesia.
Pero no solamente no ha hecho nada; ha hecho al­go peor.
Con una locura frenética, con una alegría malsana, con una terca obstinación, con un ensañamiento satáni­co, el pueblo humilla y desprecia al sacerdote, lo des­honra, lo difama, lo calumnia, lo cubre de fango y trata así de darle muerte civil.
Para lo cual se sirve, no tanto de la filosofía y de la Historia —que no están al alcance de todos—, como de los periódicos, de las novelas, del cine, de la radio, del teatro, de todos los medios de publicidad.
Y el pueblo que se dice cristiano devora esas ca­lumnias inmundas y las repite entre carcajadas en las tabernas, en los cuarteles, en las fábricas, en el campo.
Las caídas de los sacerdotes —verdaderas o supues­tas— son el material atrayente de la página roja de los periódicos y el platillo obligado de la conversación en las reuniones de sociedad.
El gobierno civil confisca sistemáticamente los bie­nes de la Iglesia, legítimamente adquiridos por la dona­ción de los fieles; y con esto intenta atarla de pies y ma­nos para hacer el bien y acorralarla por el hambre. Y para justificar esta depredación, ha sancionado leyes que desconocen la personalidad de la Iglesia y ha declarado que todos los bienes de ésta le pertenecen.
Los intelectuales han falseado la historia de la ma­nera más descarada para que aparezca el clero como la causa de todos los males y el instigador de todas las trai­ciones.
Y el pueblo, el pueblo que se llama cristiano ha aceptado todo, ha creído todo…
¡Y a esa Iglesia despojada y pobre, sin templos ni seminarios ni casas propias; a esa Iglesia sin medios ma­teriales para hacer el bien, atada, amordazada, venda­da, desprestigiada... a esa Iglesia así se le reprocha que no trabaja, que no hace el bien, que no forma mu­chos y excelentes sacerdotes!
¡Y a esos seminarios pobres, sin medios económicos, en casas inadaptadas y ruinosas y antihigiénicas, sin ali­mentación suficiente, sin dormitorios ventilados, sin cam­pos de juego, sin bibliotecas, sin laboratorios, se les echa en cara que no forma sacerdotes sabios y sanos!
Supongamos que unos estafadores despojan de su gran residencia a sus legítimos dueños; y mientras los expoliadores se instalan en el magnífico palacio, los ver­daderos dueños van a refugiarse en un tugurio. ¿Qué di­ríamos si los depredadores, con una frescura inconcebi­ble, fueran a echarles en cara a sus víctimas que viven en un lugar impropio de su posición social?
¡Después de arruinarlos, se mofan de la desgracia que ellos mismos les han causado!
¿No es ése nuestro caso?
El pueblo no deja que sus propios hijos sigan la vo­cación sacerdotal; con sus burlas y difamaciones, aleja de ella a los demás, y a todos los inficiona con su im­piedad y los envenena con su anticlericalismo.
¡Y después de esto, vienen con sus lágrimas de co­codrilo a lamentarse, con farisaica hipocresía, de que los sacerdotes no son santos, sabios y cultos! ¡Y después ce esto vienen a lamentarse, preocupados y compungi­dos, de que la iglesia va decayendo!
¡Oh inauditos revolucionarios, que roban y luego encarcelan al robado, acusándolo de haber hablado mal ce ellos...! ¡Son un símbolo, son los padres de toda una generación, son un ejército, son un pueblo!
Esta actitud de pseudocientíficos que se escandalizan, ce dirigentes que se irritan, de consejeros que se creen discretos, de protectores intrusos, de guías apenados de la Iglesia y del clero, es ridícula y causa honda repugnancia después de todo lo que han hecho contra la Iglesia y sus sacerdotes.
Esas manos que arrebataron los bienes de la Iglesia, adornadas con brillantes que valen una fortuna, enguan­tadas con piel de Rusia, perfumadas con el humo de un exquisito puro habano, cuando se levantan en actitud de dramática desolación ante la decadencia —suponiendo que exista— del clero, son más repugnantes que la de un asesino que se da golpes de pecho.
¿Por qué, en lugar de escandalizarse, no admiran el prodigio estupendo de la Iglesia que, sola y traiciona­da aun de sus propios hijos, sigue viviendo y luchando todavía?
¿Cómo no ha de ser un milagro convincente que el sacerdocio subsista después tantos siglos de martirio, de odio y de desprecio? ¿que todavía haya jóvenes heroicos dispuestos a beber el cáliz de Cristo y a subir con El hasta el Calvario; corazones de tan recio temple que puedan amar lo que todos odian, y admirar lo que todos despre­cian, y defender lo que todos persiguen?
Los cristianos de ahora, como los judíos de otro tiem­po, han pedido que la sangre de los sacerdotes caiga sobre ellos y sobre sus hijos. ¡No se extrañen, por tanto, si esa sangre no llega a ser para ellos instrumento de re­dención, sino pronóstico de maldición divina!
Los pueblos tienen los sacerdotes que se merecen.

LA TRAICION DE LOS PADRES
¿Para qué engañamos?
¿Para qué mentimos?
Ese catolicismo, esa Acción Católica, hasta esa co­munión diaria son una ilusión, si ese padre y esa madre, católicos, practicantes, miembros de la Acción Católica, cuando su hijo se quiere consagrar a Dios, le azotan el rostro con un ¡NO! categórico, rabioso, definitivo.
Y son mentiras las excusas que se dan a la concien­cia y a los demás para justificar este absurdo sacrilegio.
Simeón, después de haber revelado a María la vo­cación y la misión de Jesús, le dice estas palabras miste­riosas: ...y a tu alma la traspasará una espada y así se revelarán los pensamientos de muchos corazones.
La vocación es la revelación del corazón del hijo; pero también es la revelación del corazón de los padres. Revela los ideales íntimos, los ensueños virginales, la pu­reza del corazón de los hijos; y también las aspiraciones santas del corazón de la madre.
Sólo un hijo angelical sueña en el sacerdocio; sólo un padre santo anhela tener un hijo sacerdote. La voca­ción es una espada que deja al desnudo el corazón.
¿Qué catolicismo es éste que se opone a los designios de Dios, ahoga el llamado del Señor y pretende ha­cer que prevalezcan los derechos de la paternidad terrena sobre los Derechos soberanos de la Paternidad di­vina?
¿Qué vida eucarística puede tener el que intenta destruir la misma Eucaristía, porque sofoca las ansias de consagrarse a Dios en el alma del hijo, desprecia al sacer­dote que es el sacrificador, el que nos da el Pan del cielo, el hombre indisolublemente ligado a la Eucaristía, el segundo del Rey que, para saciar el hambre de las almas y aliviar la carestía de la tierra, llena los Sagrarios con el Pan de los ángeles, como José llenó los graneros de Egipto?
¿Qué Acción Católica es ésta que desprecia el alma de la Acción Católica y ciega sus fuentes?
¿Qué apostolado es el que desprecia a los apósto­les? ¿qué celo de las almas es el que asesina a los pa­dres de las almas? ¿qué amor a Jesús el que no quiere tener en casa al continuador de Cristo, al "ALTER CHRISTUS"?
Una madre que no ha soñado jamas en un hijo sacer­dote, que nunca lo ha implorado con lágrimas, que no sal­ta de gozo al anuncio de tal gracia, es cristiana sólo de nombre y por atavismo, no de alma y por convicción.
El que no desea un hijo mártir no es digno de Dios, escribió San Cipriano; y mucho menos digno es, si no de­sea un hijo sacerdote.
¿Y las excusas?
Lloran a un hijo que se consagra a Dios, que parte a las misiones, que se aleja del hogar para buscar y sal­var a las almas; pero no lo lloran si se va para buscar trabajo y empleo, y ganar un poco de dinero. Sólo ante Dios se hacen valer los derechos y las exigencias del co­razón; pero esas mismas exigencias se esfuman ante la perspectiva del lucro.
Al dios Mamón se le ofrecen víctimas sin lágrimas ni lamentos. ¿Por qué se pierde al hijo que se da a Dios y no se le pierde si se le da a una criatura? A pesar de que bien sabido es que el hijo que está más cerca de sus padres es el sacerdote, porque su corazón no está aca­parado por otra criatura. Sólo pertenece a Dios; pero Dios no separa sino une; no excluye sino confirma, fortifica y refuerza todo afecto legítimo y santo. En cambio, la criatura es la más exclusivista y monopolizadora.
¿Se teme la vida de sacrificio, de soledad y despre­cio para el propio hijo? ¿Y por qué no se teme el riesgo de ciertas profesiones —militar, marinero, aviador, etc.—, ni aun las que son deshonrosas?
No, no es la razón ni el corazón el que habla en los padres, sino algo más tenebroso y bajo.
Es un inconsciente y sordo anticlericalismo, que se ha absorbido con el aire, que se ha respirado en las es­cuelas sin Dios.
Es un inconfesado desprecio, tanto más hondo cuanto menos advertido, que ha penetrado en el alma con las conversaciones de salón, que se ha asimilado en el am­biente mundano, enemigo de Cristo.
Es la mueca sarcástica de Satanás que impresiona y se acepta casi sin darse cuenta.
Es la bestia irracional que odia sordamente al caballero del espíritu, es la carne degradada que odia la pu­reza del voto virginal.
Es un cristianismo voraz que pide y no da, que quiere sin ofrecer nada, que exige y no se sacrifica.
Es un cristianismo egoísta, sin brío, sin poesía, sin anegación, sin fecundidad.
Es un cristianismo mercenario que se vende al mejor postor, que espera los intereses del hijo convertido en capital.
Es un cristianismo bastardo que tiene miedo hasta de una sonrisilla burlona y tiembla ante las habladurías de los idiotas.
La justicia había de exigir que se negara la Eucaris­tía a los que han impedido la continuidad de la Eucaris­tía matando el sacerdocio que nacía en el alma de sus hijos.
Sería de justicia que en la hora tremenda de la muerte se negaran los sacramentos a los que fueron cau­sa de que otros no los recibieran, porque se opusieron a la vocación de su hijo que, de haber sido sacerdote, los hubiera administrado.
Sería justo arrojarlos fuera de la Iglesia, como in­dignos de escuchar la palabra de Dios, de asistir al Santo Sacrificio, de recibir la Sagrada Comunión, porque inten­taron hacer callar los labios sacerdotales y tornar triste y abandonado el Altar del Sacrificio.
Si fueran más lógicos, debieran rechazar todo el Cristianismo, puesto que le han negado la vida y el apos­tolado.
Si tuvieran un poco de dignidad, deberían enroje­cerse de vergüenza al pasar por una Iglesia, al recibir la absolución, al pedir un bautismo, porque todo esto es una rapiña, cuando todo esto se ha negado a otros. Dios mira con amargura y con desprecio a estos padres que tienen una fe tan lánguida, que tienen miedo y repugnan­cia del honor único de un "Alter Christus" que se les adentra por su hogar.
Dios se arrepiente de haber conferido la paterni­dad a los que no pueden elevarse hasta comprender la paternidad más alta y más pura del sacerdocio, que ilu­minaría con un rayo divino su misma paternidad de la tierra.
Jesús recuerda con nostalgia y tristeza a la madre de Santiago y de Juan cuando le pidió, como gracia suprema, que sus hijos se sentaran uno a su derecha y otro a su izquierda. En cambio, las madres de hoy quieren ver a sus hijos sentados en las curules de los diputados o en los sillones de los banqueros, no a la diestra de Cristo.
Recuerda con añoranza a las madres de Palestina que le presentaban a sus hijos para que sus manos divinas los bendijera y acariciara. En cambio, las madres cris­tianas de hoy tienen miedo de Jesús, de sus sonrisas, de sus caricias, de sus bendiciones; voluntariamente arran­can a sus hijos a los encantos del Señor, a su intimidad dulcísima; prefieren ofrecerlos a Satanás, al dinero, a la corrupción, a todo, menos a Cristo.
¡Y a ésas se les llama madres cristianas!!!...
A la sed divina de almas del Redentor Crucificado responden con la sequedad árida de sus almas, egoístas y escuálidas.
A Jesús, fatigado y cubierto de polvo, porque anda buscando la oveja perdida; a Jesús extenuado por el cansancio de los pocos sacerdotes y de los poquísimos misioneros; le niegan un lugar en su mesa familiar, le re­cusan un mendrugo de su pan.
Mañana, en un sentido más profundo, más urgente, más literal, a ese padre, a esa madre, le dirá: "Tuve hambre y no me diste de comer, tuve sed y no me diste de beber, fui peregrino y no me recibiste".
Y no valdrá la excusa: "Señor no te conocimos" por­que el que ama adivina, dice San Agustín; no ve el que no ama.
No ven a Jesús en el sacerdote, porque no tienen fe; y no tienen fe porque no aman.
El egoísmo es ciego; en cambio, el amor tiene intui­ciones admirables.

LA TRAICION DE LOS INTELECTUALES
A juzgar por la producción literaria, el sacerdocio y el seminario no gozan de la simpatía de los intelectua­les. Si se exceptúan el P. Cristóbal de Alejandro Manzoni, el P. Apolinar de José Mª de Pereda, los curas que pinta Jorge Bernanos, todos los sacerdotes de que habla en sus novelas Hugo Wast y alguno que otro tipo simpático de otros escritores de menos valor; todos los sacerdotes que han tenido la desventura de nacer en la fantasía en­fermiza de los novelistas son, en el mejor de los casos, la­briegos o charlatanes; en el peor, por lo menos, bribones.
El seminario no goza ni siquiera de una de estas ra­rísimas excepciones: (no cuento, claro está, a los escrito­res sacerdotes). Todos los seminarios, de todos los tiem­pos, de todos los lugares, sin excepción, están calcados en el seminario de "Rojo y Negro" de Stendhal, inclusive el último de Virgilio Brocchi.
Pero, aun sin haber hecho profundos estudios de crí­tica estética, nos damos cuenta al punto que estos escrito­res son o incompetentes o de mala fe.
Los incompetentes asoman la oreja desde las pri­meras líneas: se mueven en lo genérico, usan una termi­nología ambigua, inexacta, ingenua, que tiene sabor de enciclopedia popular, de diccionario eclesiástico y de lo que se oye decir: tienen un tono tan torpe y artificial, que descubren luego los pantalones de un laico impostor, bajo la sotana improvisada y carnavalesca.
La incompetencia, la audacia, la ignorancia de estos sabihondos hacen de ellos prestidigitadores tan chambo­nes, que aparece claro que bravuconean abusando de la ignorancia y de la estupidez de los lectores.
Seminarios del tipo del de "Posto sul mondo" jamás han existido.
Otra clase de escritores es competente, pero está llena de acritud. Son ex-seminaristas expulsados o algún infeliz que colgó la sotana.
Evidentemente que si ellos están fuera, todos los genios, los héroes, los nobles, los santos, han salido con ellos; y los estúpidos, los hipócritas, los aduladores se quedaron dentro. Cuando leo estas novelas, y las he leído casi todas, me divierto tratando de adivinar desde las primeras pá­ginas quién se va a salir del seminario y quién va a que­darse: hasta ahora no me ha fallado uno.
Hay aquí un misterio y un hecho: en todos los semi­narios, en todos los tiempos, en todos los lugares, todos os rectores, todos los superiores, echan fuera a los bue­nos y dejan a los malos, despiden a los genios incomprendidos y cuidadosamente conservan a los estúpidos.
Mi seminario también ha tenido la suerte de ser inmortalizado por uno de estos colosos del pensamiento, quien, para comenzar bien, desbarra desde el título.
Algunas veces el escritor se encuentra en la terrible necesidad de ocultar, no sólo sus defectos, sino también de haber sido alimentado gratuitamente en el Seminario, de haber comido el pan de la caridad, el haber sido des­bastado e instruido por amor de Dios.
Como, por ejemplo, Ayala que dice horrores de los jesuitas, después que hizo todos sus estudios a expensas de esos mismísimos tiranos.
A ésos les parece que la manera más decorosa de ser ingratos consiste en negar el beneficio, más aún en mal­tratar al bienhechor. Judas creyó poder olvidar y hacer olvidar los beneficios, haciendo morir al divino Bienhe­chor, porque permaneciendo vivo, hubiera sido un peren­ne reproche.
Pero yo no quiero discutir ni entablar polémicas; acepto con veneración su condena sumaria; sólo quisie­ra que me resolvieran esta pequeñísima dificultad.
¿Por qué de estos seminarios, antros del mal, guari­das de lobos, cárceles de los héroes, grilletes del genio; de esos superiores, ignorantes, malvados o crueles; de estos seminaristas ignorantes, hipócritas, crédulos, etc., han salido tantos santos, muchos santos, apóstoles, misio­neros, mártires, héroes, científicos?
Y si quieren, les puedo arrojar a la cara falanges de esos mismos seminarios y en los mismos tiempos descritos por ellos.
Mientras ninguno, digo ninguno, de estos héroes de la pluma y mártires de la palabra, ninguno de estos po­zos de cultura y otras tantas cloacas de inteligencia que pasma, ha llegado, no digo al nivel, sino ni al talón de la altura moral y heroica del más ignorado de los santos sacerdotes.
¡Sería preciso leer las catilinarias, ore rotundo, de aquel mamarracho, que eso y no otra cosa fue el libelo de principios del siglo XIX contra el Seminario del Piamonte!
Pero para ser lógicos, sería necesario que estos ilus­tres críticos se compararan, hombro con hombro, con Juan Bosco, José Cotolengo y José Cafasso, que salieron pre­cisamente y casi ¡untos de aquellos seminarios; y si algu­no de los mencionados críticos les llega a la altura de sus zapatos, me declaro vencido y convencido.
Si los seminarios son lo que ellos describen, ¿por qué la Congregación de Ritos se encuentra con una multitud tan grande de causas de canonización de santos sacerdotes; de dónde han salido estos colosos que el Papa ha mostrado, a manos llenas, al mundo desconcer­tado? Si los seminarios y el clero de España eran tales como nos los describen estos valientes de escritorio, ¿de dónde brotaron esos millares y millares de mártires sublimes, esos seminaristas que murieron sonriendo, esos jóvenes de quienes el mundo no era digno, según la palabra de San Pablo?
Esto, se entiende, debe compararse con la animosa fuga de los ex-seminaristas hacia playas más salubres, de los héroes que salieron del seminario para no permitir que les sofocaran su idea; y también con el no menos admirable pánico de los críticos de los seminaristas tímidos.
Aquí hay un misterio, o mejor, la cosa aquí es evidentísima: hay quien calla y muere, y hay quien habla. . . y se fuga!
Se trata, en el fondo, de la ley de la conservación de la energía: existe una energía heroica y hay quien la gasta en hablar de heroísmo y no guarda ni una pizca para los hechos, y hay quien la guarda toda para los hechos.
Y los hechos son hechos y las palabras, palabras; aunque estén escritas, aunque sean hermosas.
¡¡Los críticos del sacerdocio!!
Papini dice que los literatos italianos han sentido siempre esta invencible vocación de criticar a sus sacer­dotes. Me desagrada mucho, pero no puedo menos de recordar a los literatos italianos el "Medice, cura te ipsum” (Médico, cúrate a ti mismo) del Evangelio.
Que los literatos reformen primero las acciones de su propia conciencia y de su vida moral, y que después se ocupen de los sacerdotes. Que un Bocaccio la haga de moralista, y de la manera como lo hace, por lo me­nos es ridículo.
Los únicos que tienen derecho de criticar son los santos, que han usado ampliamente ese derecho, y ante los santos se inclina la cabeza; ante los demás se ríe uno como se ríe ante cualquier fariseo altanero.
El gran argumento de los intelectuales es la novela y la frase cincelada; pero la novela no es la historia y mucho menos la vida.
El clero no suele escribir novelas (malas o pura­mente literarias): no sabe, no pue­de, no tiene tiempo; porque tiene que pensar en cosas muy serias, por ejemplo, fundar hospitales, asistir a los tísicos, llevar el Evangelio a los desiertos y a los bos­ques. Dejemos en paz las novelas, comparemos obras con obras, las obras de los criticados, con las obras de los críticos.
¡Ah! ¡Para reparar las deficiencias de estos sacerdo­tes ignorantes e inmorales, menos mal que ha habido in­telectuales y literatos que salven al mundo!
Si Italia aún cuenta con una familia compacta, si aún nuestras muchachas tienen el orgullo de su pureza, si tantos jóvenes se conservan sanos y castos; todo esto y mucho más se debe, no a los sacerdotes, es evidente, ¡¡¡sino a los novelistas, que se han esforzado por man­tener elevado el nivel moral de la sociedad y por defen­der la estabilidad de la familia!!!...
Tenía derecho D'Anunzio, — ¡él, no los sacerdotes!— de hablar de jóvenes fuertes, sanos, heroicos. ¡Pero si los héroes reales hubieran sido como los héroes de sus no­velas, estaríamos fritos!
¡Y todavía dicen que los literatos tienen el sentido del ridículo!
Si hubieran tenido tal sentido, hubieran callado.
Son prestidigitadores y saltimbanquis de la vida; la coherencia y la seriedad no son su fuerte. La Iglesia es, ante todo, seria y lógica. La tachan de rígida y es cohe­rente, a la lógica y a la coherencia la Iglesia le sacrifica continentes enteros, como hizo con Inglaterra.
Es fácil hablar de ignorancia del clero; pero con la condición de que se diga desde las cátedras de las uni­versidades fundadas por la Iglesia, y se afirme en las aulas donde se ven maravillados e irónicos tantos retratos de sacerdotes que ilustraron esos ateneos.
Es cómodo hablar de patriotismo, pero si un emi­grado quiere encontrar un pedazo de patria, lo encon­trará o en un colegio salesiano o en un misionero.
La Italia, por ejemplo, que mostraron los literatos era nauseabunda; la Italia que mostraron el Cardenal Còglierò y otros ¡lustres hijos de Don Bosco, tenía el ros­tro divino y heroico de maestra de naciones.
Pero lo que niego sobre todo a los intelectuales es competencia, cuando se trata del sacerdocio.
Que hable de la posibilidad o la imposibilidad del celibato eclesiástico un novelista, que es. . . lo que es, por lo menos es estúpido.
San Pablo le niega cualquier competencia diciendo: "El hombre animal no entiende nada de las cosas del espíritu".
Deje hablar a San Pablo que es competente.
Pero la incompetencia aparece luego desde el punto de vista desde el cual juzgan. Para ellos el sacerdote se valúa por su actividad exterior; el sacerdote que ora, el sacerdote en el altar, el sacerdote en unión con Cristo; todo esto para ellos no tiene valor; y sin embargo, esto es principal y esencialmente el sacerdocio.
Helio escribe: El hombre mediocre y superficial com­prende a la hermana de la caridad, no entiende a la carmelita. A él se le escapa todo el mundo sobrenatural y misterioso de la gracia, que es la esencia del Cristia­nismo.
De aquí se deduce que los intelectuales son, por lo que respecta al sacerdocio, mediocres y superficiales.
Con su mediocridad y ligereza han asesinado al sa­cerdocio, corazón del Cristianismo, han traicionado a los primogénitos de su familia.
Antes de la metralla bolchevique, como causante e instigadora, estuvo la metralla de la imprenta.
Ha sido una diversión trágica la de mostrar sólo la debilidad y los defectos del sacerdocio, como si se hu­biera agotado el carisma de la santidad y la gloria del he­roísmo.
Si así fuera, la única conclusión sería la de desespe­rar de la humanidad; si los escogidos, si los electos, si los sacerdotes, después de tantos años de oración y con tan­tos medios para santificarse, son tan miserables, quiere decir que la santidad y la vida cristiana son imposibles; quiere decir que el hombre está condenado a ser animal y que son una quimera el héroe y el santo.
La única conclusión sería un suicidio universal, por­que no valdría la pena sufrir tanto para llegar a conver­tirse en bestias, no valdría la pena ser, entre los animales, el animal más triste y desconsolado.
Si la sal, dice el Evangelio, se torna insípida, ¿quién nos salvará dé la corrupción?
No, no sólo existe el sacerdote malo; hay santos. Si no los hubiera, el Cristianismo habría sucumbido, el mal habría vencido al bien y la humanidad se habría acaba­do, porque el mal es la nada.
¿Por qué no nos hablan de los santos? ¿Por qué esta conjura de silencio?
¿No significa esto la alegría morbosa de comprobar que aun los cerdos caen? ¿No significa esto el gozo bajo, que justifica y compra silencio para toda bajeza? O ¿quizá significa algo más terrible? Los intelectuales no saben escribir sobre la santidad, porque son incompetentes; por el contrario, saben escribir sobre sacerdotes inmorales, porque en eso son com­petentísimos. . .

LA TRAICION DE LAS GRANDES CIUDADES
Las metrópolis, las grandes ciudades, no dan ya vo­caciones sacerdotales, ya no dan sacerdotes. Un fenó­meno tan universal y preciso no puede ser atribuido a un simple caso fortuito, sino que debe tener causas tre­mendas de infecundidad espiritual.
Quien a distancia contempla esa confusa aglomera­ción, ese caos de Hierro y cemento, ve un velo caliginoso y sucio de aire corrompido, que lo cubre como con un manto mortuorio; ese aire inficionado y pestilente tiene más microbios que átomos de oxígeno y es más un ve­hículo de muerte que un hálito de vida.
Pero más putrefacta aún es la niebla espiritual que se cierne sobre las ciudades.
¿Cómo queremos que brote y viva la delicada flor de la vocación y de la pureza en un pantano mefítico donde los niños conocen la mueca del vicio antes que la sonrisa de la inocencia,
—donde los niños exangües tienen la palidez enfer­miza de la sangre lujuriosa y del corazón febril,
—donde los jóvenes marchitos, envejecidos prematuramente, muestran las arrugas repugnantes de un agota­miento morboso?
La ciudad, con el horizonte tronchado por una selva de chimeneas humeantes, por una multitud de fábricas monótonas, por tantos muros leprosos, por tantas casas sucias y negras, no le da alas a la fantasía ni al corazón para que se dilaten en los horizontes sin fin del espíritu y de la idea; quien vive allí tiene para su vida un hori­zonte estrecho como un callejón, ceniciento como los mu­ros cubiertos de polvo, material y utilitario como el ce­mento que impera allí.
El cielo de la ciudad no es una inmensa y tersa com­ba que se cierne sobre la campiña dormida o sobre el mar sereno, sino que son pequeños girones de una tela pintada de cobalto, desleída y sucia.
Y al atardecer, el hollín de las máquinas y de las chimeneas, los reflejos de la luz artificial, esconden las estrellas que no dan jamás a aquel pedazo de tierra mal­dita su sonrisa de esperanza.
Por eso los hombres de la ciudad no miran nunca al cielo, no se abisman jamás en la meditación profunda de una noche estrellada; les gusta encerrarse en los tea­tros, en las salas fétidas por la respiración y el sudor, pa­ra admirar una naturaleza postiza pintada en tela, en cartón o en cañamazo enyesado.
El sacerdocio nace en un corazón que tiene horizon­tes sin fin, en un alma soñadora, sobrecogida por el es­tupor de la inmensidad, por el misterio del cielo. Por eso no nace en la ciudad.
La metrópoli no puede tener poetas y por lo mismo no puede tener sacerdotes.
Es el reino de los negocios, el imperio del dinero, el reinado de la Banca.
En un reciente libro de Colín Ross: América y la hora de su destino, hay un pavoroso panorama de Nueva York en una fotografía aérea: de la isla de Manhattan, como puntas amenazadoras y crueles, se yerguen los rascacie­los de los bancos americanos: entre aquel rastrojo, como una plantita seca y tísica, se entrevé la pequeña aguja de la Iglesia de la Santísima Trinidad.
Debajo de la fotografía está escrito: ¡DIOS SUMER­GIDO!... ¡Muy cierto! Dios, ei espíritu, la idea, están sumergidos en ese mar fangoso y materialista de la ciu­dad.
¡Dios sumergido! ¡y con El, sumergidos: misión, apos­tolado, sacerdocio!
Allí donde todo se mide en libras o dólares; allí don­de todo: honor, amor y pureza, se compra y se vende; allí donde la alegría y la desesperación son frutos de los ti­pos de cambio; ¡allí, no puede germinar una vocación!
Allí donde el poder es un depósito en el Banco, la felicidad es el oro, el dominio son las rentas, la aristocra­cia es la Caja fuerte; donde la vida es cálculo y la ab­negación es utopía; donde el banquero es rey y el poeta es paria; donde triunfa el interés y es locura el heroísmo: allí no puede crecer un sacerdote.
Pero la ciudad es ante todo la cloaca de la impureza.
De las vitrinas de los comercios, de los puestos de los periódicos, de las fotografías del cine, de los cartelones de propaganda, de las modas de la calle, de la vida de las casas, de las representaciones teatrales, de las can­ciones de la oficina, de las conversaciones de los cole­gios, de los ejemplos de la familia, los jóvenes beben, se atragantan, se sacian, se impregnan y se empapan de fango y de inmundicia.
No me maravillo de que no haya vocaciones; me quedo atónito, como ante un inesperado milagro, de que todavía Haya una que otra.
Según las estadísticas demográficas, las ciudades son infecundas, tanto en la vida física como en la vida es­piritual; y en ésta mucho más.
La ciudad es una estéril devoradora, es el Mar Muer­to donde cae y perece toda vida que viene de los cam­pos.
No es engendradora de poetas, de apóstoles, de héroes y sacerdotes, sino una acaparadora, un vampiro.
De las campiñas soñadoras nos vienen hoy los sacer­dotes, los grandes soñadores de Dios, los que se han con­sagrado a la pureza. Los ojos acostumbrados a los ho­rizontes infinitos, adornados con álamos esbeltos y cam­panarios erguidos, saben mirar con firmeza y esperanza los horizontes inmensos del espíritu.
Los pulmones henchidos de aire puro, perfumado de azahar, están habituados a la atmósfera purísima del sacerdocio.
De los castos sueños, a la sombra de un olivo opu­lento, se pasa dulcemente al sueño heroico del apostola­do.
En la meditación de un cielo profundo, cuajado de estrellas, se enciende en el corazón la llama de conver­tirse en guía de las almas.
De la campiña, donde el amor es entrega y el ho­nor es pureza; donde la aristocracia es el espíritu, fuerza la idea y poder el Heroísmo, de la campiña vienen hoy los sacerdotes; como vino de los Becchi, puro, soñador, genial, San Juan Bosco; como vino de los campos, aman­te y humilde, San Vicente de Paúl, como vinieron otros mil.
La ciudad, a quien se le ha negado ahora el honor y la gracia divina del Sacerdocio, no se da cuenta, no se acongoja, todo lo contrario, ríe y se burla.
¿Los sacerdotes? — ¡Todos son pueblerinos incultos y labradores patanes!
Sí; éstos son, precisamente éstos, son la sangre virgi­nal y rica que lleva un hálito de vida y de sol a las venas pobres, exhaustas e inficionadas de la ciudad.
Son los que creen en una idea, que la ciudad ha ahogado y muerto. Son el regalo del campo, que da a la ciudad sin pedirle nada.
¿Qué ha dado, qué puede dar la ciudad a nuestras campiñas? No le ha dado jamás un sacerdote, no le ha dado un apóstol; ha llevado hasta los pueblecillos pacíficos la moda infame, el periódico obsceno, el cine lú­brico, la peste de los automóviles, los microbios de la tisis, la desunión de la política, el ansia de los placeres, la revolución, el incendio de las iglesias.
La ciudad es el pulpo que chupa y envenena los pue­blecillos rurales.
La ciudad ríe porque no tiene y no da sacerdotes; pero debe saber que no es solamente el reino de la Banca y del teatro, es también el reino de los hospitales, de los tuberculosos, de la locura, de la muerte.
Porque donde se extingue el espíritu, cuya pavorosa señal es la falta de vocaciones, la materia se convierte, primero, en sentido, después en carne, después en muer­te, después en putrefacción.
Llore la ciudad por esta terrible señal de infecundi­dad y de maldición divina; ruegue a fin de que Dios mi­re con piedad, no las culpas, sino la necesidad de las metrópolis; y agradezca a la campiña virginal los hijos que le manda y los apóstoles que le brinda.

Mons. Francesco Pennisi
Obispo de Ragusa

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