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viernes, 28 de noviembre de 2014

SAN IGNACIO DE LOYOLA (17)

LIBRO IV
EL FUNDADOR DE ORDEN RELIGIOSA
Capítulo Décimoquinto
LA VIDA EVANGELICA EN LA ALTA ITALIA
(Enero a noviembre de 1537)


     Cuando los compañeros de París llegaron a Venecia el 8 de enero de 1537, el reencuentro debió causarles un gozo intenso. Cada uno de ellos contaba sus aventuras y juntos bendecían a la Providencia. Los parisienses llevaban consigo otros tres reclutas nuevos: Claudio Jayo, Pascasio Broet y Juan Coduri. Por su parte Iñigo podía presentar a los recién llegados a Diego de Hoces y anunciarles la próxima adhesión de los dos hermanos Eguía. La estación estaba ya muy avanzada para pensar en un viaje a Tierra Santa o a la misma Ciudad Eterna. Iñigo decidió que todos se quedarían en Venecia, para servir a los enfermos en los hospitales. Cinco se fueron al hospital de San Juan y San Pablo, y cinco al hospital de los Incurables, entregándose a los más humildes oficios, y a las tareas más abnegadas, con más deseos de ayudar a las almas que de aliviar los cuerpos. Tropa de enfermeros verdaderamente rara (1).
     Barrían la casa, componían los lechos, hacían la limpieza de los enfermos, les llevaban las medicinas y los alimentos, estaban a sus órdenes tanto de noche como de día. Si alguno moría, iban al cementerio a cavar la fosa para él, organizaban sus funerales y transportaban en hombros el cadáver hasta el campo de la muerte. Los desgraciados de esos hospitales no salían de su estupor. La generosa alegría de aquellos servidores de los pobres se convirtió en la ciudad en la gran curiosidad, que había que ver con propios ojos: nobles, ricos comerciantes, notables del pueblo, iban en peregrinación a los Incurables y a San Juan, para contemplar aquella maravilla. (2)
     Entre los enfermos que curaban había algunos horribles e infectos. Causaban náuseas. Pero nuestros enfermeros no se apartaban por eso de ellos; en buena escuela habían aprendido la abnegación. Un día un pobre hombre lleno de escamas y purulento, pidió entre suspiros a Javier, que le hiciera la caridad de rascarle la espalda. Mientras esto hacía se sintió desfallecer y cobró miedo de contraer la enfermedad. Pero su debilidad no fue larga, introduciendo profundamente su dedo en el pus de las llagas, lo llevó después a su boca. La naturaleza vencida tomó su revancha; por la noche, Javier soñó que la infecta lepra le ahogaba en la garganta, y tosiendo y escupiendo, llegó hasta el vómito. Al día siguiente él mismo contó sonriente lo sucedido a Simón Rodríguez. Y Rodríguez añade, recordando la promesa de Cristo a los apóstoles: “Beberán una bebida mortal y no les dañará" (3).
     Rodriguez también tuvo sus aventuras heroicas. En el hospital de San Juan y San Pablo, habiendo compartido el lecho con un leproso, se contagió de la enfermedad, pero al día siguiente quedó sano súbitamente. En la cocina del hospital de los Incurables trabajaba una mujer que no podía ver acercarse a los iñiguistas, sin refunfuñar. Un día, que Rodriguez entraba para pedir los alimentos que había que llevar a los enfermo la mujer dijo a sus compañeras: “No sabéis qué clase de hombres son éstos; tienen una gran doctrina y yo hice todo lo que pude para impedirles el que vinieran aquí, pero no pude lograrlo”. Rodríguez juzgó en seguida que aquella cocinera estaba poseída por el diablo. La tomó por la mano, y ella comenzó a gritar: “Suélteme, si no me arrojo al fuego". Simón la dejó; la mujer se hizo entonces una bola por el suelo, después se levantó, y verdadera energumena comenzó a lanzar grandes gritos. Toda la casa se azoró. El capellán del hospital llegó corriendo, y llevó por la fuerza a la posesa a la iglesia para comenzar a exorcizarla. Le ordenó que recitara el CREDO. La mujer lo hizo con gran dificultad, fragmentariamente, omitiendo algunos artículos; y cuando llegó a pronunciar aquellas palabras: “Y vendrá a juzgar a los vivos y a los muertos” exclamó con voz dolorosa: “¡Ay! ¿qué será de mí en aquel terrible día?” y quedó por unos instantes como muerta (4).
     Iñigo no vivía en el hospital, pero venía frecuentemente a él, o por el contrario sus compañeros iban a pasar con él algunos instantes en la casa del amigo a donde se alojaba; y ya se adivina cual no sería su gozo al saber algunas de las proezas de los suyos.
     En aquella Venecia de 1537, en la que todos los años se celebraba el Corpus con una procesión magnífica, nadie acompañaba al Santísimo Sacramento cuando era llevado a los enfermos. Los cristianos indevotos necesitaban urgentemente algunas lecciones del cielo para comprender la reverencia debida al Cuerpo del Señor. Cierto día que el cura de Villanueva iba a dar el viático a un campesino moribundo, cruzóse en su camino con una manada de asnos. Los animales se separaron en dos porciones y doblando sus patas delanteras se arrodillaron. Luego levantándose, escoltaron al sacerdote que llevaba al Señor hasta la casa del campesino, con gran estupefacción del cura y su acólito. Una vez dada la comunión al enfermo, el sacerdote salió de la casa, encontrando todavía a los borriquillos delante de la puerta. Entonces según la costumbre ritual el sacerdote bendijo a los asistentes con el copón del Sacramento; y los asnos, recibida la bendición, partieron al galope hacia los pastos vecinos, con grande admiración de los habitantes de la alquería. El hecho fue consignado después de una diligente y cuidadosa investigación, en las actas del Ayuntamiento de la ciudad; los predicadores lo refirieron desde los pulpitos, y Rodríguez mismo fue a la alquería a verificar por sí mismo los detalles de esto que sabemos por él (5).
     Quizás después de este prodigio los venecianos se hicieron más devotos de la Sagrada Eucaristía; pero hasta entonces, los sacramentos no eran muy frecuentados por aquel pueblo de fe adormecida. Si es verdad que se cumplía por muchos con el precepto pascual, la confesión y la comunión semanaria eran cosas inauditas, y si alguien descubría en otro esa práctica hablaba y escribía acerca de ello a sus amigos como si se tratara de un prodigio (6). Viendo, pues, a los iñiguistas asiduos a la Comunión, como eran asiduos visitantes de los hospitales, los venecianos debieron tenerlos por seres milagrosos.
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     Diez años antes de la llegada de Iñigo, había gozado Venecia del beneficio de la aparición de algunos hombres de Dios. Bien que la Orden de los Teatinos haya nacido en Roma el 14 de septiembre de 1524, en la Basílica de San Pedro, al pie del altar de la Confesión; y que el Oratorio romano del “Divino Amor” pueda considerarse como la cuna de esa familia religiosa, su (7) fundador es un veneciano: Cayetano de Thiena. Abrasado desde su juventud por el fuego de la caridad, este admirable apóstol renovó en Venecia, en el momento de la peste de 1524, todos los prodigios de los santos. Los administradores del hospital de los Incurables hicieron más tarde que sobre la puerta principal del edificio el retrato de Cayetano de Thiena recordara a la posteridad la heroica caridad de ese humilde servidor de los enfermos y los pobres.
     Cayetano de Thiena e Ignacio de Loyola, ¿se encontraron y hablaron alguna vez en Venecia? El P. Castaldo, teatino, lo ha escrito añadiendo que Iñigo pidió al santo recibirlo entre los suyos. (8) Urgido por los PP. Negrone y Rho, jesuítas, para que exhibiese las pruebas de su afirmación, no pudo el P. Castaldo justificarla sino por algunos testimonios fechados en 1632. (9) Y como los historiadores de aquella venerable Orden de los teatinos refieren la presencia de San Cayetano en Napóles durante todo el año de 1536, es materialmente imposible ese encuentro en Venecia de los dos siervos de Dios. No se encontrarán sino en Roma en 1545. (10)
     Según el mismo Castaldo (11), Juan Pedro Carafa recibió a Iñigo durante algún tiempo en San Nicolás de Tolentino. Tampoco es probable. Por el mismo Iñigo sabemos que en Venecia se alojaba, desde su llegada, (12) en la casa de “un hombre muy docto y muy bueno”, al que no designa de otra manera. Y los Zornoza y los Contarini no faltarían en ofrecer hospitalidad a aquel que les diera, por medio de los Ejercicios, el pan del alma. Pero si no fue huésped de Carafa, Iñigo sí pudo encontrarle, puesto que aquel gran prelado no salió de Venecia (13), antes del 27 de septiembre de 1536. Y lo vio en efecto; son Rivadeneyra, Nadal y Polanco los que lo aseguran (14). Aunque éstos callaran, tenemos que aceptar el hecho como indiscutible, por tener un documento decisivo. Iñigo en persona, escribe a Carafa con una singular mezcla de embarazo, humildad y atrevimiento: “Que un hombre de condición y elevado en dignidad lleve un hábito mejor y ocupe una habitación mejor arreglada que los otros religiosos (de su Orden), ni me escandaliza, ni me desedifica. Sin embargo, es útil considerar cómo se portaron los santos, Santo Domingo y San Francisco por ejemplo, acerca de ello; y es bueno pedir luz a Dios; porque en fin, no todo lo que es lícito es conveniente”. Y respecto de los teatinos de Venecia, que no predican ni mendigan, y esperan solamente de la inspiración de los fieles el pan de cada día, Iñigo prosigue: “Se dirá que no se ve para qué sirve esta Orden, ya que los santos, sin faltar a la confianza en Dios han procedido de otra manera. Podría añadir algunas críticas que corren en público y que yo he oído. He reflexionado mucho sobre esto, y hablo como si me hablara a mí mismo. Ningún mal puede seguirse de esto, y sí puede resultar algún bien, si por la oración nos ayudamos a recibir la luz de arriba”... (15)
     Carafa era Obispo de Chieto, e iba a ser creado Cardenal el 22 de diciembre de 1536. Hombre virtuoso ciertamente, pero testarudo, agrio de carácter, impetuoso e impaciente ante los obstáculos. Tal vez juzgó impertinente y descarado a aquel español, apenas clérigo, graduado muy tarde, teólogo incompleto, que se permitía juzgar como mal concertada a una Orden religiosa recientemente aprobada por el Papa. En todo caso resultó entre los dos hombres una ruptura cuyas consecuencias se harán sentir, cuando Carafa sea elegido Papa.
     Este episodio nos basta por sí solo. Arruina completamente todas las fantasías de Castaldo, y las hipótesis de los que creen que la vista de los clérigos teatinos inspiró a Ignacio sus propias creaciones. Todo lo que hemos referido hasta aquí demuestra que Ignacio no tenía necesidad de nadie de la tierra para conocer la vida evangélica. El, la práctica ya desde Manresa. Su designio subsecuente de estudiar para ser sacerdote, no la cambia en nada. Al cabo de sus épocas de Barcelona, Alcalá, Salamanca y París, se cree en vísperas de realizar su sueño de apostolado palestinense. Los ermitaños de San Nicolás vivían una vida muy retirada, y esperaban dotar a la Iglesia de una nueva Orden religiosa. El no, y ninguno de los suyos. (16) Unidos por los únicos lazos de la caridad fraterna y un común deseo de convertir almas, querían mostrar en aquel mundo del siglo XVI, en el que hubo tantos clérigos indignos, lo que debe ser un verdadero sacerdote; y se proponían hacer oír las verdades evangélicas en la misma tierra bendita en la que Cristo, abriendo sus labios divinos, había enseñado el camino de la salvación. Y mientras llegaba la hora de predicar cuando fueran sacerdotes, preludiaban su ministerio futuro, cuidando a los enfermos del cuerpo. Lo que seguiremos narrando nos demostrará más claramente aún, cuánto difiere la vida de los iñiguistas de la de los teatinos de Venecia.
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    En medio de sus ocupaciones caritativas, los iñiguistas, ¿se tomaban algunos ratos para continuar juntos sus estudios aún no completamente terminados? La una conjetura no descaminada al parecer. En otro tiempo, en el Colegio de Santa Bárbara, Fabro y Javier habían iniciado en los conocimientos filosóficos a su maestro de espíritu. Muchos de sus compañeros de Venecia habían adelantado más que él en las ciencias sagradas. ¿Por qué, pues, no suponer que entre aquellos estudiantes parisienses, obligados bruscamente a salir de la Universidad, se tendría alguna especie de conferencias amigables en las que unos a otros se comunicaban su saber?
     En todo caso, cuando llegó la mitad de la Cuaresma de 1537, Iñigo determinó poner fin a las obras de misericordia de sus compañeros, para enviarlos a Roma. Debían presentarse al Papa, exponerle sus proyectos de peregrinación a Jerusalem y sus deseos de apostolado, en vista de los cuales habían de pedirle la facultad de recibir las sagradas órdenes. En lugar de ponerse él mismo a la cabeza del grupo, persuadido de que las malas prevenciones del doctor Ortiz y del Cardenal Carafa en su contra corrían el peligro de exacerbarse con su sola presencia, Iñigo se quedó en Venecia, contentándose con trazar el programa a los viajeros. (17)
     Marcharon en grupos de tres en tres, uno de ellos sacerdote y los otros dos laicos. Iban a pie llevando sus libros y sus papeles en una mochila y vivían de la caridad que imploraban. A veces encontraban almas generosas. Cierto día que debían atravesar un río en una barquilla, uno de los compañeros de travesía les dijo amablemente: “Me parece que no queréis cambiar vuestros escudos en moneda fraccionaria, yo pagaré esta vez por vosotros”. Otra ocasión, un sacerdote que se había unido a ellos, después de dicha la Misa, hizo una colecta entre los asistentes, para ofrecerles el dinero necesario con qué pagar su transporte en otro río cercano. Nuestros iñiguistas se sorprendieron y entristecieron por aquello; aceptaron sin embargo provisionalmente la limosna; pero continuando el camino, otras personas transeúntes les hicieron algunas limosnas a su demanda, para cubrir aquella necesidad del pago del transporte, y devolvieron al sacerdote el dinero que habían recibido de él, suplicándole que se abstuviese en lo adelante de hacer colectas en la Misa y confiar más en la Providencia divina. Dios a veces permitía que los peregrinos sufriesen privaciones. Cierto domingo, sin otro alimento que un poco de pan a la partida, caminaron cerca de diez leguas bajo una lluvia torrencial, y a través de caminos transformados en torrentes, al punto de que el agua en ciertos sitios les llegaba a la cintura. Lejos de murmurar contra la Providencia, la bendecían y cantaban salmos alternando los versículos como si estuvieran en un coro de la iglesia. Juan Coduri que tenía sarna en las piernas, se curó completamente con el baño forzado de aquella jornada de bendición. Un alto de tres días en Loreto los colmó de alegría. (18)
     Llegaron a Roma el 25 de marzo de 1537, domingo de Ramos. Cada uno se alojó en un hospital de los de su propia nación, y comenzaron a mendigar de puerta en puerta. Pero algunos ricos españoles se sintieron heridos en su honor, y para evitar el que la gente hablara de los mendigos españoles, se cotizaron para pagarles en el hospital de Santiago su alojamiento y su manutención. La Semana Santa la pasaron visitando las siete iglesias y estaciones de la Ciudad Eterna... (19)
     Con su prudencia acostumbrada, Iñigo había provisto a sus amigos de cartas de recomendación. Se presentaron, pues, al doctor Ortiz, embajador extraordinario de Carlos Quinto en Roma, para tratar lo del divorcio de Enrique VIII y la reina Catalina de Aragón.(20) Ortiz que había conocido a Iñigo en París, siempre se había mostrado opuesto a su empresa apostólica; no obstante hizo a los viajeros la más cordial acogida, y habló de ellos al Santo Padre, haciendo su más cumplido elogio. Paulo III acordó en virtud de esta recomendación una audiencia a los peregrinos para el martes de Pascua y quiso que esos extranjeros discutieran en su presencia durante su comida acerca de cuestiones teológicas. Era una manera de distracción, que el Pontífice tenía frecuente costumbre de procurarse. El 3 de abril en el refectorio del Pontífice, estando presentes varios Cardenales, Prelados y Teólogos, Ortiz presentó a sus clientes y comenzó la discusión. El mismo embajador intervino en el torneo teológico, y con él el célebre conventual Cornelio Musso. (21) Todos quedaron muy satisfechos de la ciencia de los iñiguistas. Paulo III les dio testimonio público de su satisfacción; bendijo su proyecto de peregrinación, no sin dudar de que pudieran realizarlo, y les obsequió 33 escudos de oro. Los dignatarios eclesiásticos rivalizaron en generosidad con el Papa, y reunieron entre ellos más de 150 ducados. (22) La abundante limosna que los peregrinos no quisieron tocar, fue enviada a Venecia por medio de Letras de cambio, que gratuitamente les proporcionaron unos comerciantes. (23) Y el asunto de las órdenes sagradas no ofreció dificultad alguna.
     Paulo III acababa de recibir de la Comisión de Reforma eclesiástica nombrada por él y presidida por el Cardenal Contarini, las conclusiones leales y enérgicas que no tardaron en conocerse con el nombre de Consilium aureum. (29 de marzo de 1537). Uno de los artículos de estas conclusiones se refería y reprobaba la ligereza con que se solía abrir las puertas del Santuario a candidatos dudosos. (24) Para saber cuanta diferencia había entre los iñiguistas y los clérigos ambiciosos, para quienes el sacerdocio no era sino un medio de vivir, el Papa no tuvo más que abrir los ojos. Concedió, pues, a aquellos hombres que sinceramente querían vivir en la pobreza el que fueran ordenados, sin título de patrimonio o beneficio alguno, por cualquier Obispo, en tres días de fiesta o domingos seguidos como les conviniera; y con la misma benevolencia, dio a los nuevos sacerdotes las licencias de confesar y de absolver aun los casos reservados al Obispo. El Cardenal en persona les entregó las testimoniales de estos favores del Pontífice.(25)
     La embajada tuvo pues un éxito superior a toda esperanza. Los peregrinos volvieron a Venecia llenos de alegría. Iñigo admiró con ellos las bondades de la Providencia y no se pensó más que en organizar el viaje a Jerusalem. Pero no había barco listo para partir en aquel año, porque la Señoría de Venecia y Carlos Quinto habían declarado la guerra al Gran Turco. Conforme al voto de Montmartre, los iñiguistas debían esperar hasta el 8 de enero de 1538; si a esta fecha solamente les faltara el medio de realizar su viaje a Tierra Santa, quedarían libres para ir a pedir al Papa el destino y ocupación en que quisiera emplearlos. Resolvieron, pues, quedarse en Venecia para prepararse a la recepción de las Ordenes sacerdotales, continuando en el servicio de los enfermos de los hospitales. (26)
     Su ingreso en la clericatura podía hacerse, conforme a las licencias que obtuvieron en Roma, bien a título voluntariae paupertatis o sufficientis litteraturae, o bien a ambos títulos reunidos. Y fue en esta última fórmula en la que se fijó Ignacio. Por ello renovaron todos el voto de pobreza perpetua que habían hecho en Montmartre ante Jerónimo Verallo, legado del Papa en Venecia. No conocemos la fecha de esta renovación, pero es muy probable que no precediera mucho la ceremonia de los votos a la de las ordenaciones. Las órdenes menores les fueron concedidas el sábado 10 de junio, el subdiaconado el jueves 15; el diaconado, el sábado 17; y el sacerdocio el sábado 24 fiesta de San Juan Bautista. Dos Obispos se disputaron el gusto de admitir al sacerdocio a aquellos santos levitas; Vicente Negustanti, Obispo de Arbe, fue el que logró esa satisfacción de ordenarlos sacerdotes, y después solía repetir que jamás ordenación alguna le había causado mayor y más pura consolación. (27) El Legado Verallo añadió a todas sus bondades la de autorizar a los nuevos sacerdotes a predicar, explicar las Sagradas Escrituras y confesar en todo el territorio de la Serenísima República, con facultad de absolver los casos reservados a los Obispos y los Patriarcas. (28)
     Y contando todo esto a su amigo Pedro Verdolay, Iñigo añadía: “Cual será nuestra responsabilidad y nuestra vergüenza si no nos ayudamos a nosotros mismos después de que Dios nos ha ayudado tánto. ¡Plegue a la Divina Bondad el darnos su gracia, para que no dejemos sin provecho los dones que nos ha hecho! Por eso os conjuro, para el servicio y respeto debido a la Divina Majestad, a hacer por nosotros instantes oraciones y asociar a ellas la devoción de vuestros amigos; ya veis bien cuanta necesidad tenemos de ellas; porque el que recibe más, aumenta sus deudas.
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     Desde el momento en que se destruyó el proyecto del viaje a Jerusalem, la fuerte suma de los 200 escudos de oro recibidos para este efecto era ya inútil. Teniendo escrúpulo de emplear esta suma en otros usos, queriendo, por otra parte, significar que no tenían ni hambre ni sed de los bienes de este mundo, devolvieron por una letra de cambio los 200 escudos a los comerciantes que algunos meses antes habían tenido la bondad de remitirlos a Venecia. (29)
     Vivían pues a la apostólica, con limosnas recogidas día por día, y consagraban su tiempo a los enfermos del hospital de los Incurables y de San Juan y San Pablo. Así fue hasta el fin de julio. Pero pronto su devoción se encontró en conflicto con su caridad, porque los trabajos de los hospitales no les dejaban sino poco tiempo para la oración, y la querían mucho para prepararse mejor a la celebración de su primera Misa. Convinieron, pues, en que saldrían de Venecia para repartirse por varias ciudades de la Señoría, donde mendigarían su pan, reservando largas horas a santas meditaciones durante cuarenta días, a ejemplo del Salvador en el Desierto, pareciéndoles que por esta alianza de la mortificación y la oración se prepararían mejor para subir al altar. (30)
     El 25 de julio de 1537 la piadosa caravana se puso en camino. Con Laínez y Fabro, Iñigo se estableció en Vicencia; Javier y Salmerón fueron a Montelice; Javo y Rodríguez a Basano; Broet y Bobadilla a Verona y Hoces y Coduri a Treviso.
     Iñigo, Laínez y Fabro habitaron en Vicencia en un monasterio abandonado situado a una milla de la Puerta de la Santa Cruz. Los Jerónimos de Santa María de Gracia habían gustosamente cedido a los peregrinos el uso de aquel antiguo convento llamado de San Pedro en Vivarolo (31). La casa no tenía puertas ni ventanas y estaba casi en ruinas. Un poco de paja esparcida por el suelo serviría de colchones. (32) Iñigo, cuyos ojos estaban enfermos a causa de tanto llorar, se quedaba ordinariamente en casa para hacer la cocina. La comida consistía en una especie de sopa hecha con los mendrugos de pan recogidos de limosna; y eran días de verdadero regalo aquellos en que podían añadirle un poco de aceite o de mantequilla. (33) La dulzura de la oración servía de alimento a aquellos hombres más del cielo que de la tierra.
     En Basano, Jayo y Rodríguez habían llamado a la puerta de una ermita dedicada a San Vito, y habían sido recibidos fraternalmente por el ermitaño Antonio. Con él compartían la vida, durmiendo como él en el duro suelo y pasando los días enteros en conversación con el cielo. El alimento les preocupaba poco. A veces lo pedían a los campesinos de las cercanías. Llevando por delante el asnillo de la ermita a través de la campiña, los dos maestros de Artes volvían a su albergue provistos de pan y de vino recibidos por amor de Dios.
     Con este régimen de privaciones Rodríguez cayó enfermo. Los médicos de Basano consultados declararon el caso muy grave y tal vez mortal. Se le dio a Iñigo la noticia, cuando tanto él como Laínez tenían fiebre. Pero ¿cómo dejar a Rodríguez en tan gran peligro, sin llevarle el consuelo de una visita? Partieron pues con Fabro para Basano. La distancia que separa las dos ciudades es un día de camino. En su apresuramiento, Iñigo iba tan de prisa que Fabro apenas podía seguirle. Mientras caminaban iban orando por Rodríguez, con el mayor fervor, y tuvo Iñigo una iluminación del cielo, pues al terminar su oración dijo a Fabro: “Maestro Simón no morirá de esta enfermedad”. Al llegar a San Vito, saludó amigablemente a Simón y lo abrazó. Desde ese mismo momento Simón se sintió mejor. Fabro y él pensaron que Dios había oído la ardiente súplica de su siervo Iñigo. Al ermitaño Antonio, cuya austeridad y soledad no desmerecía de los antiguos Padres del desierto, le vino el pensamiento de que los recién llegados no iban por el camino de avanzar en la virtud. Pero en la oración, Dios le mostró cuán falsas eran sus conjeturas, y él mismo lo contó después a Rivadeneyra. (34)
     Por el contrario, sucedió que Claudio Jayo, llegó a pensar que sería mejor seguir al ermitaño que no a Iñigo. Cierto día obsesionado por la duda determinó consultar con Antonio, y cuando le andaba buscando vio de pronto presentarse ante a él a un hombre con la espada desenvainada, que parecía querer detenerle. Sorprendido y emocionado quiso sin embargo pasar adelante, pero el hombre se lanzó sobre él, que espantado no tuvo más remedio que retroceder, y bien pronto echó a correr a toda velocidad, pero el hombre le seguía pisándole los talones. Falto de aliento y quebrantado por la emoción y el cansancio llego a la hospederia donde estaba Ignacio esperándolo  en el umbral. "Hombre de poca fe ¿por qué dudaste?" le dijo el santo, y esta sola palabra fue para Jayo como una voz del cielo, y la voluntad de permanecer fiel a su primera vocación le volvió más firme que nunca (35).
     No sabemos ninguna particularidad de la estancia en Verona de Bobadilla y Boret, ni de la de Javier y Salmerón en Montelice, o de Coduri y Hoces en Treviso. Pero podemos estar seguros de que el programa de soledad y oración trazado para ellos por Ignacio fue su único cuidado.
     Habiendo comenzado el 25 de julio, o poco antes, la santa cuarentena de los iñiguistas, debía tener término en los primeros días de septiembre. Por esa fecha Iñigo llamó a sus compañeros para que volviesen junto a él a San Pedro en Vivarolo. (36) La Providencia proveía a sus necesidades mas allá de lo necesario. En aquel convento destartalado vivieron más felices que unos reyes, sobre todo cuando pudieron ya celebrar su primera Misa. 
     Quisiéramos saber el día exacto de aquellas primicias fervorosas; leer en algún papel referidas por la pluma de los nuevos sacerdotes las alegrías que intitularon sus almas en aquella hora bendita. Pero todo ello ha quedado sepultado en el misterio; aunque estamos seguros de que en unos corazones tan evangélicos, el amor a Jesucristo se desbordaría la primera vez que ofrecieron el Santo Sacrificio.
     El 15 de agosto de 1534; en Montmartre se habían entregado a Dios por voto. Todos los años cuando volvía esa fiesta de Nuestra Señora, habían renovado esos votos. Tal vez el 15 de agosto de 1537, también repitieron la sagrada fórmula en la pobre iglesia del pobrísimo convento de San Pedro. Pero parece más probable que para estas fechas estaban todavía dispersos; no obstante en el día de su primera Misa, debieron hacer su renovación de las promesas a Nuestro Señor. En aquel rincón perdido de un barrio de Venecia, desconocidos de los hombres, serían tan agradables a Dios como en la cripta de un barrio de París, en el que habían escondido en otro tiempo el secreto de su heroica oblación.
     Todos celebraron su Misa, con excepción de Iñigo (37), que había resuelto esperar un año entero para decirla, de Rodríguez que dijo la suya un poco más tarde en Ferrara, y de Salmerón que no era todavía sacerdote.
     Rodríguez y Javier, fatigados por sus trabajos y por la canícula, se encontraban tan mal de salud, que hubo de conducírseles al hospital de incurables de Vicencia. Partieron con grandes incomodidades; la casa era pobre, abierta a todos los vientos, y no tenían sino un lecho. Dios los consoló como lo hace con sus amigos. Javier tenía gran devoción por San Jerónimo, y una noche se le apareció el gran doctor; su rostro era venerable, sus palabras muy dulces; reconfortó al enfermo y le anunció que les esperaban mayores sufrimientos en Bolonia para el siguiente invierno (38). El valor de Javier podía resistir sin desfallecimientos tales profecías.
     En las ruinas de San Pedro en Vivarolo, durante la cuarentena de oraciones, Ignacio había vuelto a tener las ilustraciones de Manresa. El mismo lo refiere a González de Cámara, sin detalles desgraciadamente. (39) Entre los secretos recibidos entonces del cielo ¿estaban los referentes a su porvenir? No parece así. La peregrinación a Jerusalem permanecía siendo un proyecto muy estimado; pero mientras que esperaban que se ofreciese la posibilidad de hacerla, y dispersándose en un primer apostolado, ¿por qué limitarse a Venecia, o por qué no preguntar al Papa? Tal parece haber sido la luz con que el Señor favoreció a Iñigo. Según su costumbre, el jefe ordenó oraciones en común y solicitó la opinión de sus compañeros. Después de las primeras Misas, mientras Javier y Rodríguez estaban en el hospital, se tuvo en San Pedro una consulta acerca del mejor empleo del tiempo que había de seguir al período de soledad, hasta el mes de noviembre. Se determinó en ella que, si de septiembre a noviembre no partía ningún navio para Tierra Santa, Laínez, Fabro e Iñigo irían a Roma, mientras que los otros se repartirían por las más célebres Universidades de la Alta Italia. (40)
     A la cuarentena de oración se habían añadido, conforme al programa establecido antes de la partida de Venecia, algunas modestas predicaciones al pueblo de las ciudades que habitaban.
     Iñigo daba el ejemplo a sus compañeros. Salían por Vicencia con su bonete en la mano, —cada uno en alguna de las plazas de la ciudad— y llamaban a los transeúntes a oir la palabra de Dios. (41) Sabían muy mal el italiano, y su lenguaje era una mezcla bárbara, en la que las palabras de las lenguas que sabían mejor eran italianizadas al acaso, según la inspiración de cada uno. Pero, en aquellas palabras casi ininteligibles ardía todo el fuego de su alma, todo el ardiente fuego del espíritu de Dios. Y poco a poco las gentes se reunían en gran número para oirlos, y los corazones se movían. Se admiraba su celo, se tenía compasión de aquellos hombres que se trataban tan mal, y se les amaba (42). La misma simpatía debieron encontrar los iñiguistas por todas partes donde inauguraban su apostolado.
     Mas, ¿no habría otra cosa mejor que hacer? En los medios escolares, algunos jóvenes generosos podrían a su contacto concebir la idea y el deseo de una vida apostólica. Y esta esperanza de un reclutamiento mejor y más fácil, lo decidió todo. Irían de dos en dos; en esos binarios cada uno sería superior por turno durante una semana; vivirían de limosna y se alojarían en los hospitales, como se había hecho hasta entonces; finalmente se emplearían lo mejor posible en la predicación y la confesión (43) Javier y Rodríguez no tuvieron nada que objetar a semejante plan de apostolado que se comenzó a deliberar quizás sin su concurso, mientras que sufrían pacientemente en el hospital de los Incurables. Convínose, pues, en que se separarían nuevamente: Iñigo, Laínez y Fabro, irían a Roma; Coduri y Hoces a Padua; Pascasio Broet y Salmerón a Siena; Javier y Bobadilla a Bolonia; Jayo y Rodriguez a Ferrara. (44) La empresa no carecía de audacia, pero ¿a la mano de Dios le faltaba acaso poder? Irían, pues, puesta su confianza en sólo Dios.
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*      *
     En Venecia la reputación de los peregrinos ausentes se oscureció. Los más extraños rumores corrieron acerca de su jefe. Aquellas murmuraciones se habían escuchado ya en 1536, puesto que Hoces había oído sus ecos. Pero parece que después de las órdenes sagradas el alboroto maledicente creció de pronto. No hay en ello nada de sorprendente. Dos iñiguistas recientemente agregados, Antonio Arias, sacerdote de Toledo, y Miguel Landívar, sacerdote navarro, acababan de romper miserablemente con Iñigo. (45) Es a estos dos y a otro también, a quienes se refiere Iñigo en una carta del 24 de julio de 1537, cuando dice que ha preferido rechazar antes que admitir a hombres sin doctrina y capaces de degradar el ideal soñado. (46) Estos descalificados y estos fugitivos se complacían por despecho en ennegrecer a su maestro de un momento. Landívar había conocido a Iñigo en París, y de sus labios brotaron las calumnias, de modo que bien pronto se decía en Venecia que aquel hombre de tan devota apariencia había sido echado de España, aunque español, y de París, aunque había sido estudiante de la Universidad de aquella ciudad; y aun se pretendía que había sido quemado en efigie (47).
     Ya se imagina uno si en aquel tiempo en que la propaganda luterana atravesaba los Alpes para infiltrarse en la Alta Italia, no había de ser fácil hacer sospechoso a un extranjero. ¿De dónde venía aquel peregrino, que no era sacerdote y se metía en asuntos de predicación y daba lecciones secretas de religión? ¿No habría detrás de esas empresas de celo un propósito oculto de propagar doctrinas peligrosas? ¿La misma desaparición de Iñigo con los suyos, no parecía la huida de un culpable? Lanzadas y repetidas sin descanso por personas resueltas y hábiles estas insinuaciones calumniosas, bien pronto se hicieron creíbles.
     En medio de estas contradicciones, Iñigo ya tenía su línea de conducta trazada hacía mucho tiempo. Dentro de su ánimo se sentía gozoso de sufrir afrentas por Cristo; pero en atención al apostolado con que soñaba, quería tener el beneficio de una sentencia pública que garantizara la pureza de sus costumbres y la ortodoxia de su doctrina. Gaspar de Doctis, que había hecho los Ejercicios bajo su dirección, podría dar testimonio ante el Nuncio Verallo que aquel director espiritual era un hombre de bien y un hombre de Dios. Así, Ignacio rogó al Nuncio que rindiera un juicio, después de cuidadosa investigación, acerca de aquellas acusaciones, y el Nuncio delegó a Gaspar de Doctis para instruir la causa.
     Ignoramos cuanto tiempo duraría el proceso, y sólo conocemos la sentencia final. Del tenor mismo de este documento resulta que Iñigo compareció ante Gaspar de Doctis para deshacer las acusaciones que le hacían; que hubo varios testigos; que se fijó un término por edicto público, ordenando a todos los que quisieran alegar algo contra Iñigo, lo hicieran antes de esa fecha; que Iñigo se puso a disposición del juez para ser careado con los testigos; y que por fin se dio la sentencia el sábado 13 de octubre 1537. En ella Gaspar de Doctis declaraba “frívolos, vanos y falsos” todos los rumores esparcidos en contra de Iñigo; imponía silencio a los calumniadores, y afirmaba que “Iñigo era un sacerdote de buena y religiosa vida, de sana doctrina, de excelente reputación y condición, y cuyas enseñanzas habían al mismo tiempo que sus ejemplos edificado a Venecia”. (48)
     Protegidos por este veredicto, los iñiguistas podían reaparecer en Venecia con la frente muy alta. Probablemente llamados por Iñigo a San Pedro de Vivarolo, habían esperado allí el desenlace de los acontecimientos, y acaso en este intervalo Salmerón había sido ordenado sacerdote y celebrado su primera Misa. Antes de salir de Venecia, donde había sufrido tanto, ganado tantas almas de precio para Cristo y conquistado muchas amistades, Iñigo quiso sin duda traer a aquella ciudad a todos los suyos para el último adiós y la última oración. Juntos nuevamente confirmaron su plan de operaciones apostólicas determinado en San Pedro en Vivarolo. Había llegado la hora de proceder a su ejecución in nomine Domini. En los primeros días de noviembre (49) la pequeña compañía salió de Venecia, con la confianza en el corazón, para un porvenir aun lleno de misterio para ella.
     Las direcciones diversas que habían de tomar no les impedirían caminar juntos por algún tiempo y es muy probable que se concedieron este último cordial y agradable consuelo. En las encrucijadas de los caminos que iban a Roma, Iñigo, Laínez y Fabro se separaron de los otros que se dirigían a las Universidades de la Alta Italia. Si para entonces no se había ya resuelto debió presentarse esta cuestión: “¿Qué hemos de responder a aquellos que nos preguntan quiénes somos?” Y todos se pusieron de acuerdo con Iñigo para decir en tal ocasión: “Somos de la Compañía de Jesús”.(50)
     Era aquel un nombre y un programa derivado en línea recta de los Ejercicios y del Evangelio. Y no quedaba más que hacer irradiar el esplendor de sus conquistas ante las miradas sorprendidas de un mundo paganizado.
     En Padua, que les había tocado en suerte, las tribulaciones cayeron desde el primer momento sobre Coduri y Hoces. Por efecto de una denuncia que hicieron contra ellos, Jerónimo de Santi, de los Ermitaños de San Agustín, que gobernaba aquella diócesis en representación del cardenal Pisano, hizo aprisionar a los dos recién llegados en calidad de sospechosos. Coduri y Hoces quedaron encantados de aquel tratamiento imprevisto. Sus almas estaban llenas de la doctrina del Evangelio, y en él habían leído y releído aquella frase del Salvador: “Bienaventurados los que sufren persecución por la justicia”. Entonces experimentaron toda su dulzura. En el calabozo del Obispado, con las manos y pies encadenados, pasaron una noche deliciosa. Hoces principalmente desbordaba de júbilo y reía de puro contento. Al día siguiente, el Obispo sufragáneo formóse mejor juicio de aquellos hombres tan dichosos por estar en la cárcel; los libertó, y los autorizó a confesar y predicar, dándoles grandes testimonios de amistad. Los misioneros bien pronto se ocuparon por todo el día de oír las confesiones de toda clase de penitentes. (51)
     En Ferrara, Jayo y Rodríguez se ocuparon principalmente en los hospitales y con los pobres. El célebre capuchino Ochino era la admiración de la ciudad por su elocuencia. Los iñiguistas no podían rivalizar con él en oratoria, pero su vida evangélica tenía su propia elocuencia. La vieja portera del hospital en donde se alojaban, mirando, como buena curiosa, por el agujero de la cerradura, para saber cómo pasaban la noche aquellos peregrinos, les había visto levantarse antes del sol para recitar maitines y orar largamente. Y cuando la Marquesa Victoria Colonna, deseosa de saber quiénes eran aquellos extranjeros de que ya se comenzaba a hablar en Ferrara, interrogó a la portera, ésta no pudo menos de exclamar: “Son unos Santos”, y contó lo que había visto. Victoria Colonna les dió entonces, para que se alojaran, una modesta casita. Habló de ellos elogiosamente al Vicario General Octaviano del Castello, quien saliendo de la reserva en que se había mantenido hasta entonces, invitó en lo sucesivo con frecuencia a los sacerdotes peregrinos a su mesa y los sostuvo con toda su autoridad. El duque de Ferrara, Hércules de Este, acabó por conocer el bien que hacían en su ciudad aquellos desconocidos; se confesó con Jayo y recibió de él la comunión. Prometió también ayudarlos para su viaje a Jerusalem, si por fin lo emprendían. Cuando Rodríguez partió para Padua para trabajar con Coduri, Bobadilla vino a Bolonia para unirse a Jayo, y el mismo favor los rodeó de parte de todos. (52)
     Bolonia había sido designada para campo de trabajo de Javier y de Bobadilla. Desde su llegada, Javier fue a celebrar la santa Misa a la tumba de Santo Domingo. Estaban presentes dos terciarias, una española y otra italiana. La devoción de aquel sacerdote extranjero les llamó vivamente la atención, y lograron hablarle después de la Misa. La italiana le invitó instantemente a que hiciera visita a un tío suyo, canónigo de la Catedral, y Javier accedió; de lo cual se siguió una buena amistad y una protección. Catequizar a los niños, socorrer a los pobres, cuidar a los enfermos, oir las confesiones, era el trabajo que llenaba los días de los dos peregrinos. Por mucho tiempo Bolonia conservó el recuerdo de Javier; hablaba difícilmente el italiano, pero su acento apostólico movía los corazones; no se podía verle en el altar sin sentirse penetrado de devoción, pues en la Misa frecuentemente se deshacía en lágrimas. Dios bendijo las fatigas apostólicas de los dos iñiguistas, y el Vicario General rindió el más cálido homenaje a su celo y sus virtudes. (53)
     Broet y Salmerón se entregaron en Siena al mismo apostolado humilde, desinteresado e infatigable. Huéspedes del pintor Juan de Lorenzo, comenzaron sus predicaciones en la Logia de los Comerciantes, y después en la plaza del Campo. Los patricios, atraídos por su santa vida, les hicieron una visita y los llevaron a la iglesia de Santiago. El Vicario General, Francisco Cosci, dio a los peregrinos el testimonio de que sus predicaciones y ejemplos habían grandemente afirmado la fe y las buenas costumbres. (54)
     Mientras tanto Hoces, que había caído enfermo en Padua, se encontró en pocos días en el umbral de la muerte. Su compañero Juan Coduri lo asistió en sus últimos momentos, y el enfermo expiró en santa paz. Después de muerto, su rostro se embelleció admirablemente. Cuando estaba vivo era moreno y de un aspecto muy común; pero después de rendir el último suspiro su rostro tenía un encanto celestial. Y Coduri, al cumplir con el deber de velarle toda la noche que precedió a su sepultura, no podía apartar los ojos del cadáver tendido sobre su pobrísimo lecho; Hoces tenían todo el aspecto de un bienaventurado. (55)
     Iñigo estaba entonces en Monte Casino ocupado en dar los Ejercicios Espirituales al Doctor Ortiz. Una mañana que oía la Misa, en el Confíteor, a las palabras Omnibus sanctis, tuvo una visión: vio a Hoces resplandeciente de gloria en medio de los santos y de los ángeles. Una inmensa consolación invadió su corazón, y durante toda la Misa no hizo otra cosa que llorar de devoción. Tales sentimientos se infiltraron tan fuertemente en su alma que por muchos días no podía contener sus lágrimas.
     Antes de saber lo que decidiría acerca de su porvenir el Romano Pontífice, la pequeña compañía evangélica ya tenía en el cielo, para velar por sus destinos, un protector al que podía invocar como a un santo.

1.— González de Cámara n. 93; Polanco Cronicón I, 57; Rodríguez, Comentario 474-477.
2.— Id. 474-475.
3.— Id. 475.
4.— Id. 476.
5.- Id. 478. 
6.— Id. 477.
7.- Tacchi, Storia, I, 407.
8.— Vita Roma, Mascardi, 1616,28.
9.— Pacificum certamen... Sorrento, Beltrami, 1637, 16, 19.
10.— Pastor, XI, 430.
11.—Vita del Santo Pontífice Paolo quarto, Roma, Mascardi, 1615, 33.
12.— Ep. et Instr. 1, 94.
13. — Pastor XI, 427.
14.— Vida, 1. II, c. 6; Ep. Nadal, II, 50; Cronicon I, 56.
15.— Ep et instr. I, 114-118.
16.— En la polémica con Castaldo, Rho, Negrone y Sacchini así como el P. Píen, argumentan de otra manera. Para ellos Iñigo sabía desde Manresa que había de fundar la Compañía de Jesús, y el grupo de Montmartre era una primera realización de la Compañía futura. Pero los textos se oponen a esta tesis. Polanco lo dice en términos expresos: Los primeros que reunió en París nuestro Padre Ignacio, y él mismo no pasaron a Italia para hacer una religión, sino para ir a Jerusalem, predicar y morir entre los infieles. Lo que Polanco dice allí (Ep. et inistr V, 259) lo repite muchas veces. Recuérdese lo dicho en la Nota 10.
17.— González de Cámara, n. 93.
18.—Comentario, 478-485
19.— Id. 485-486.
20.—Tacchi Venturi, Storia, II, 92. León Dorez, La cour pontificale de Paul III, París, Leroux, 1932, 307-311, cuenta esta audiencia, y precisa que el registro de las cuentas del Papa, señala la suma de 33 escudos, dados el 29 de abril de 1537, “a once escolares parisienses, que van al Santo Sepulcro”.
21.—Tacchi, II, 93.
22.—Comentario, 485-487.
23.—González de Cámara, n. 94.
24.—Acerca de esta comisión de reforma ver Pastor, XI, 129-141.
25.—Ep. et Instr. I, 120; Fabro, Memorial, n. 18; Salmerón, I, 574-576. Laínez, VIII, 635-637.
26.—González de Cámara, n. 93.
27.—Comentario 488.
28.—Ep. et, Instr, I, 121.
29.—Id. I, 121.
30.—Comentario, 488; Polanco, Cronicon, I, 60.
31.—Tacchi, Storia, II, 96.
32.—González de Cámara n. 94.
33.—Polanco Cronicon, I, 60.
34.- Comentario, 489; Polanco, I, 61. Rivadeneyra, Vida, 1. II, c. IX.
35.- Id. Ibid.
36.—González de Cámara, n. 95; Comentario, 497; Polanco, I, 61, Scrip. S. Ign. I, 118.
37.—González de Cámara, n. 96; Comentario, 490; Salmerón, Ep. 577; Tacchí Storia, II, 94, 97.
38.—Comentario, 490-491.
39.- Gonzalez de Cámara, n. 95.
40.—Comentario 491; Scrip. S. Ign, I, 116, Polanco, I, 61-62.
41.— Gonzalez de Camara n. 95.
42.—Scrip. S. Ign. I, 117.
43.—Comentario, 491; Polanco, I, 62.
44.—Id. 491; Scrip. S. Ign., I, 118.
45.—Ep. Mixt. I, 11-14.
46.—Ep. el. Instr. I. 122.
47.—González de Cámara, n. 93; Polanco, I, 56.
48.-  scrip. S. Ign. I, 624-627.
49.—Memorial, 497.
50.—Polanco, I, 72.
51.—Id. I, 62; Tacchi, II, 123-124.
52.—«Id. II, 127-133; Polanco, I, 63.
P. Pablo Dudon S. J.
SAN IGNACIO DE LOYOLA

martes, 25 de noviembre de 2014

HERMESIANISMO

     Doctrina que ha ejercido recientemente en Alemania una influencia perjudicial para la pureza de la fe, y que tomó su nombre de Jorge Hermés, nacido en 1775 en Dregelwald, en Westfalia; después fue profesor de teología en Munster y Bonn.
     En 1810 apareció el primer volumen de su Introducción a la teología cristiana católica: esta primera parte contiene la introducción filosófica. El segundo volumen, que contiene la Introducción positiva, apareció en 1829. El tercero se publicó después de la muerte del doctor Hermés en 1834, por el abate Achterfeld, bajo el título de Dogmática cristiana católica.
     Hermés y sus discípulos querían defender la creencia católica contra los ataques de la filosofía alemana moderna. Viendo que la nueva terminología filosófica exigía respuestas nuevas por parte de los católicos, para la filosofía escolástica trataron de substituirla con una apropiada para las necesidades de la época, y no se apercibieron que al creer cambiar los términos cambiaban también su esencia.
     Para conciliar los deberes de la fe ortodoxa con lo que Hermés llamaba los intereses del pensamiento humano, este teólogo se dedicó a crear un sistema que comprendiese a la vez las exigencias del pensamiento mas severo y las de la mas pura ortodoxia, dando una demostración rigurosamente filosófica del catolicismo.
     En todas las filosofías hasta Hermés tácita o abiertamente se suponía que el cristianismo era una verdad; después se trataba de apoyarla por medio de las demostraciones filosóficas; esto es lo que se ha denominado duda metódica, duda negativa; la cual, en sus verdaderos límites no es una duda verdadera: Hermés, por el contrario, hizo positivamente abstracción de todo lo que creía, de todo lo que sabia; supuso que nada había de cierto ni de verdadero en el mundo, no solo en cuanto a la religión católica, sino en orden a cualquier otra verdad, tal como la existencia de Dios, etc.; esto es lo que se llama duda positiva. Tomando esta duda positiva en su punto de partida, trató de vencerla con solo las luces y fuerzas del pensamiento, y encontrar un primer principio de cognición, sobre el cual pudiese con solidez levantar sucesivamente y por medio de una enseñanza rigurosa la verdad simple, la verdad religiosa, la cristiana, la católica; de tal manera que se encontrará autorizado para poner a todo el mundo este dilema: o no existe la verdad, o es el catolicismo.
     En sus dos primeros volúmenes, Introducción filosófica e Introducción positiva, Hermés no se ocupa positivamente de los dogmas de la religión católica; trata en ellos de los principios generales del conocimiento humano y su conexión reciproca. En la Introducción filosófica busca el primer fundamento de todo conocimiento, que cree ser el pensamiento: de esto deduce el mundo interior y exterior, Dios, sus cualidades, la necesidad de una revelación, la posibilidad de conocerla. En la Introducción positiva, Hermés, partiendo del punto en que acaba de detenerse, investiga cuales son los manantiales de la revelación divina inmediata; los encuentra en los libros santos, en la tradición y en el ministerio apostólico que reside en el seno de la Iglesia. Estas son poco mas o menos las cuestiones que tratan la mayor parte de los libros de la filosofía. Lo que era propio de Hermés, lo que constituía la esencia de su sistema, es que aplicaba a cada una de las verdades que quería establecer el método de demostración que había inventado.
     Al decir que el hermesianismo toma como punto de partida la duda positiva, hemos dado a entender que era indispensable de antemano un escepticismo completo, para que la inteligencia humana pudiese adquirir la certeza. Ahora bien; el entendimiento humano no pasa necesariamente por la duda antes de llegar a una convicción razonable y segura. ¿Tiene necesidad el hombre de pasar por la duda, para tener una certeza de su propia existencia y de la de los objetos que le rodean? La inteligencia no puede vacilar, ni aun por un momento, antes de creer los primeros principios en cada orden de conocimientos, en los axiomas y por lo común en las conclusiones inmediatas que se deducen de ellos. Por lo tanto existe un gran número de verdades, sobre las cuales, anteriormente a toda duda, se tiene una convicción completa racional, que todos los esfuerzos de todos los escépticos del mundo no podrían debilitar.
     Para apreciar ahora el método de demostración de Hermés, añadiremos que reconocía dos: el teórico, que determina una certeza físicamente necesaria, y el práctico, del que se deduce una certeza moral.
     A fin de establecer teóricamente una verdad, buscaba un hecho que fuese un efecto necesario de la verdad que iba a demostrar; después tenia que probar que esta causa era la sola posible. La fuerza de su demostración teórica se deducía de este raciocinio: No hay efecto sin causa; he aquí pues un efecto que seria necesariamente producido por la verdad que trate de demostrar y que no puede serlo por otra; luego esta verdad es físicamente cierta.
     Procedía absolutamente de la misma manera para demostrar una verdad cualquiera por la razón práctica. Solo que en lugar de un hecho físico buscaba un deber moral, que debiese resultar necesariamente de la verdad que quería establecer; Después tenia que probar que dicha causa era la única que podía engendrar esta obligación de ello deducía que la verdad que había emprendido demostrar era moralmente cierta.
     Partiendo de la duda positiva, es absolutamente imposible probar una verdad cualquiera; porque una verdad no se demuestra sino deduciéndola rigurosamente de un principio infalible; ahora bien, el que tiene la duda positiva no está seguro de un solo principio, y tampoco lo está de la exactitud de su argumentación. El punto de partida del sistema contenía pues una verdadera contradicción: no se duda de todo, cuando se cree tener en las luces del pensamiento una base sobre la cual se pueda reconstruir de una manera inalterable todo el edificio de los conocimientos humanos. Así Hermés se veía obligado a desmentir él mismo su principio de duda positiva, admitiendo sin prueba la certeza de un primer hecho físico o de un primer deber moral; de otra suerte jamás le hubiera llegado a establecer. Por consiguiente su sistema se apoya sobre un cimiento ruinoso.
    La demostración práctica contiene por otra parte una verdadera petición de principio. Para establecer un hecho supone la certeza de la obligación que de él resulta; deduce por ejemplo que tal cuerpo es un cadáver, porque existe un deber moral para enterrarle; al paso que el deber de enterrar no existe sino en el caso en que la muerte fuese de antemano segura. Racionalmente es preciso probar el hecho y deducir de él la obligación moral; Hermés, por el contrario, supone la obligación para deducir el hecho; por lo tanto su método es irracional.
     Nada es menos fácil que servirse de su sistema para descubrir la verdad.
      Los mismos hermesianos confiesan que hay muy pocas verdades teóricamente demostrables, y por consiguiente de las que se pueda tener un conocimiento intimo, intrínseco, pleno y perfecto, adquirido absolutamente por la certeza física. Y aun cuando ellos no lo confesaran, no seria por esto menos palpable: porque para decidir que una causa es la única que basta para producir tal electo, seria preciso conocer todas las fuerzas de la naturaleza: porque si el mismo efecto pudiese ser indiferentemente el resultado de muchas causas diversas, no se tendrá derecho para deducir de él la existencia de una mas bien que la de otra.
      las verdades demostradas prácticamente son, es verdad, muy numerosas; pero es preciso saber que en los principios de Hermés la certeza moral es menos una verdadera certeza que una probabilidad suficiente para obrar razonablemente, un medio acaso menos plausible de eludir las absurdas consecuencias a que conduciría en el comercio de la vida el sistema de la duda absoluta.
      Según la opinión hermesiana, no estaríamos ciertos de ninguna verdad, a menos que ascendiendo de efectos a causas, no se pudiera enlazarla necesariamente con la verdad primera: este trabajo no hace el método hermesiano de una aplicación muy fácil. Y además, después de todo esto, no se llegaría a establecer sólidamente una sola verdad; porque por una parte la demostración teórica es poco menos que imposible, y por otra la demostración practica no excluye todo temor de errar; nos enseña, no lo que es verdad en sí, sino lo que estamos en la necesidad de suponer, si queremos obrar concienzudamente.
      El sistema pudo seducir a algunos entendimientos por la destreza con la cual Hermés refería las verdades las unas a las otras; pero no es menos cierto que el método es oscuro, que procede de una manera abstracta, sutil y enteramente arbitraria: supone demasiados esfuerzos de imaginación en la investigación de las pruebas para un ser realmente inaplicable.

     Nos limitaremos a indicar algunas consecuencias absurdas que se desprenden del sistema hermesiano.
     Si se admitiera la duda positiva, se seguiría:
      Que el hombre debería rechazar la verdad conocida, destruir en sí todas las nociones del bien y del mal, y vivir en este estado hasta que hubiese reconstruido la obligación de observar todas las leyes divinas y humanas.
      Que antes de Hermés nada había de cierto en el mundo.
      Que la inmensa mayoría de los hombres es incapaz de llegar a la certeza, porque hay muy pocos que puedan reconstituir la verdad, y aun apreciar bien el encadenamiento de las verdades entre sí.
      Que habría obligación de creer todos los errores a que seria uno arrastrado por las falsas deducciones, y después obrar consiguientemente a esto mismo.

     Aunque la intención primitiva de Hermés haya sido el dar una demostración racional y rigorosa del catolicismo, su sistema es contrario a la fe.
      Sus pretendidas deducciones rigurosas le han conducido a una multitud de cosas absurdas y opuestas ala doctrina de la Iglesia católica, principalmente sobre la esencia de Dios, su santidad, su justicia, su libertad, el fin que se propone en sus obras, los argumentos que sirven por lo común para probar y confirmar su existencia sobre los motivos de credibilidad, las sagradas Escrituras, la Iglesia, la tradición, la revelación, la primacía de la Iglesia, la naturaleza de la fe,  la regla que determina su objeto, la necesidad de la gracia, la distribución de las recompensas y la aplicación de las penas: por ultimo, sobre el estado de nuestros primeros padres antes de la caída, sobre el pecado original y las fuerzas del hombre caído.
     Hermés hacia revivir algunos errores ya condenados, por ejemplo, en los pelagianos, los protestantes y los jansenistas.
      Presentando la duda positiva como bise de toda investigación teológica, quería que cada uno se esforzase en rechazar desde luego la fe para reconstruir en seguida el edificio con la única ayuda de la razón. Así, permitía renunciar a las verdades religiosas, por lo menos por algún tiempo, a saber, durante el examen; establecía la razón como la regla principal de la fe y el único medio que tenemos para llegar a ella; substituía creencias puramente racionales a la fe sobrenatural, de la cual es principio la gracia, la ciencia y la veracidad divina con el motivo, y cuyo objeto permanece oscuro, "porque la fe es una plena convicción de las cosas que no se ven.» (Part. 3, c. 28, v. 8.) No es, pues, de admirar que la Iglesia repruebe el hermesianismo.

     Buscar un principio natural del que se pudiese rigurosamente deducir todas las verdades, era mas que una imprudencia.
      Era injurioso para las escuelas católicas, para los doctores, los PP. y la Iglesia entera; era conceder que hasta Hermés la divinidad de nuestra santa religión no estaba rigurosamente demostrada. 
      Era comprometerla autoridad do la Iglesia. haciendo depender su verdad del éxito muy problemático de la nueva demostración.
      Esta tentativa era el resultado de una presunción sin límites; era preciso una confianza en sí mismo y un orgullo excesivo, para tratar de encontrar en las solas luces de su pensamiento una base sólida para todos los conocimientos naturales: porque, para obtenerla, hubiera sido preciso comprender el conjunto y el encadenamiento de todas las verdades físicas, intelectuales y morales, y no encontrar un solo misterio en la naturaleza. (Part. 3, c. 28, v. 5.)
      Con relación a las verdades de la fe, la sola investigación de un principio natural y comprobante era ya opuesto a la verdadera doctrina; era suponer que no había misterio indemostrable para la razón; nada que el hombre no pudiese alcanzar con solo las fuerzas de su inteligencia; era rechazar la experiencia de todos los siglos, la nocividad de la revelación, abandonar la vía de la autoridad para caer en el sistema protestante del examen privado.

     Estas tendencias de Hermés, autor de un ensayo tan infructuoso para defender la religión, no deben estar aisladas de las concesiones excesivas que hizo, así como sus discípulos, a la autoridad temporal, que en sus ataques directos contra la jerarquía eclesiástica y en sus pretensiones se vio sostenida por los hermesianos. Los príncipes protestantes siempre ambicionaron tener en sus manos la dirección de la enseñanza católica y este fue el deseo principal de Federico Guillermo III, afamado por su proselitismo relisioso. Con este fin creó la Universidad de Bonn, en donde a la par que una Facultad de teología protestante, colocó, por su autoridad privada y sin ninguna intervención del papa, una facultad de teología católica, para la cual nombró todos los profesores, y la enseñanza racionalista de Hermés en Munster le valió una cátedra en Bonn. Como esta institución podía alarmar a los católicos, el rey pensó hacerla aprobar por los mismos profesores, llamados por consiguiente a discutir las relaciones que debían existir entre la facultad de teología y la Iglesia; se atrevieron a deducir: Que las obras publicadas por los profesores no se sujetarían a la censura común. Que si alguno de ellos fuese acusado de herejía, se establecería una comisión cuyos miembros se nombrarían en número igual por el arzobispo y por el acusado, y cuyo examen seria remitido al gobierno para pronunciar una sentencia definitiva; que la universidad era un establecimiento del gobierno, porque a él y no al papa pertenecía el derecho de conferir a la facultad de teología el poder de dar grados académicos. Esta extraña institución no recibió ninguna clase de aprobación canónica hasta 1824, cuando M. de Spiegel, elevado a la silla de Colonia, suprimió, probablemente por las promesas que había hecho al rey, la enseñanza de su seminario diocesano, y envió a los discípulos a recibir a Bonn las lecciones de Hermés y de sus compañeros. Hermés dominaba en la facultad, en la cual ocupaban sus discípulos las cátedras, y los que querían examinarse, debieron, bajo pena de no salir adelante, abrazar su doctrina y jurar en sus palabras. Este doctor, que Mr. de Spiegel nombró canónigo de su metrópoli, murió en Bonn el 26 de mayo de 1831, pero su doctrina estuvo lejos de morir con él.
     Ya había llamado la atención dicha doctrina. En las universidades y en el público, los ánimos estaban divididos con respecto a este particular.
     Los unos acusaban a Hermés de novedades perniciosas que conducían al escepticismo y a la ruina de los principios católicos. Los otros, por el contrario, decían que la doctrina de Hermés, enteramente ortodoxa, era el mas firme apoyo de la verdadera fe y de la enseñanza católica contra el protestantismo y el racionalismo. Mr. de Spiegel garantizó la ortodoxia de los hermesianos al papa, y Gregorio XVI, habiéndole contestado en 1832 que se alegraba de esta noticia, le recomendó no obstante la mas severa atención; el arzobispo y el rey trasformaron esta respuesta en aprobación terminante, y un decreto del gobierno declaró conferir a la facultad el derecho de nombrar doctores en teología y en derecho canónico. Así se encontró establecida y confirmada la esclavitud de la enseñanza católica en Alemania.
     Sin embargo, por la denuncia de muchos teólogos alemanes, la santa sede sometió los escritos de Hermés a un examen a fines de 1832, época en que murió Mr. de Spiegel, con la grave responsabilidad de haber entregado a un rey protestante el rebaño que él tenia la misión de guardar y defender. Un decreto del 26 de septiembre de 1835 condenó las obras de Hermés y prohibió su lectura. Dirigido no a Berlín, sino directamente a Colonia por las legaciones pontificias de Munich, Lucerna y Brusélas, consternó a los hermesianos. Mr. Husgen, que administraba la diócesis, dispuesto a complacer al gobierno y a los discípulos de Hermés, se limitó a expresar la esperanza de que estos se someterían si el decreto llegara a publicarse: impuso silencio a sus adversarios, aunque los hermesianos, permaneciendo siempre en sus cátedras, enseñaban los mismos errores; se quejaba de que los periódicos hubiesen dado a conocer la prohibición. Era suministrar a los hermesianos motivos para no someterse a ella. Así, al persistir en enseñar sus doctrinas, alegaron:
      Que el decreto no había sido promulgado, como ya lo había dicho M. Husgen, y como lo declaraba expresamente M. Achterfeldt, editor de la tercera parte de la obra condenada.
      Que reprobaban los errores condenados por este decreto; pero que no habían sido sostenidos por Hermés, como decia M. Elvenick, profesor de Breslau, en su Carta hermesiana.
      Apelaron del papa mal informado al papa mejor informado como decía M. Blúnde, profesor de la universidad de Tréveris, en una carta al cardenal Lambruschini, secretario de Estado de su santidad.

     M. Droste de Wischering, nuevo arzobispo de Colonia, y suscitado por Dios para salvar esta Iglesia de tanto apuro, eludiendo esta pretensión del gobierno sancionada por M. Husgen, que ninguna orden del papa podía ser valedera, si se publicaba sin permiso del rey, supuso el decreto suficientemente promulgado, y trató de hacerlo ejecutar para extirpar hasta su raíz los errores de los escritos de Hermés y de sus discípulos, mandó con especialidad que todos los profesores ordenados y curas con cargo de almas firmaran diez y ocho proposiciones que excluyesen positivamente estos errores. Los hermesianos apelaron de la autoridad de su arzobispo a la del papa, y siempre que pudieron a la del gobierno; al mismo tiempo escribieron contra el decreto y principalmente contra los dieciocho artículos.
     Derrotado por las medidas enérgicas del arzobispo, el gobierno pidió un parecer doctrinal sobre los dieciocho artículos a dos profesores hermesianos de Breslau, y extendió por las provincias del Rin esta pieza, nuevo foco de los errores jansenistas: dejo circular libelos injuriosos contra el prelado, exceptuó los escritos hermesianos de la censura ordinaria, no tuvo presente la supresión que el arzobispo había hecho de los cursos de la facultad, y quiso obligar a los discípulos a asistir a ellos. Pero no habiendo producido nada de esto el efecto deseado, y esperando por otra parte el rey ganar al prelado sobre la cuestión de matrimonios mixtos, el gobierno aparentó, ceder el 21 de abril de 1837; prohibió toda disputa en pro y en contra de Hermés, mencionando el breve que le condenaba; decidió que sus escritos serian abandonados, que se dejaría de enseñar su sistema, etc.; que en señal de obediencia, los profesores firmarían una declaración, bajo pena de suspensión. Así el decreto fue reconocido como valedero, aun por el gobierno y aunque publicado sin su placet; pero había también por su parte una pretensión en arreglar la enseñanza católica que el arzobispo no podía admitir.
     Los profesores hermesianos firmaron todos la declaración pedida, seguros de que el ministerio no les acriminaría por quebrantar mas tarde una órden que no había sido dada sino contra toda su voluntad. Esto es lo que apareció claramente cuando a la apertura de las clases, M. Achterfeldt, habiendo sido encargado de designar los cursos que los discípulos debían frecuentar, les impuso todos aquellos que el Prelado había reprobado. Los jóvenes, aunque la mayor parte fuesen educados con el auxilio de los fondos del gobierno, rehusaron asistir a estas lecciones, y se dejaron, en número de cuarenta, expulsar de la escuela, concurriendo de esta suerte, por su fe y valor, a la solución de esta cuestión tan grave: ¿ quién del poder espiritual o del temporal debe dar la instrucción y la doctrina?
     Antes de recurrir a la violencia, el gobierno trató, el 24 de octubre de 1837, de obtener la dimisión del arzobispo, cuya firmeza por lo concerniente al hermesianismo y los matrimonios mixtos destruía sus combinaciones. El prelado respondió que su deber respecto de la diócesis y de toda la Iglesia católica le prohibía cesar en sus funciones y deponer su cargo. La suspensión del arzobispo cumplida el 20 de noviembre y su largo secuestro fueron las consecuencias de esta respuesta. En el Memorándum que apareció al día siguiente de la suspensión, el gobierno dio a conocer cuánto le había desagradado las medidas tomadas por el prelado contra los hermesianos.
     Entre tanto los discípulos de Hermés, a quienes M. Droste de Wishering apuraba con vigor, resolvieron ir a pedir explicaciones al mismo Roma. MM. Braun, de Bonn, y Elvenick, de Breslau, llegaron allá en el mes de junio de 1837, aspirando a obtener un nuevo examen de las doctrinas de Hermés, lo que implicaba que el breve de condena era nulo: esperando por lo menos que se distinguirían las doctrinas del maestro de la enseñanza de sus discípulos, y ofreciendo con este fin el recibir una profesión de fe. Pero la profesión de fe era inútil: no había mas que aceptar el breve y volver a Alemania. Rechazados por este lado, redactaron, bajo el título de Meletemata theologica, una exposición de su doctrina, que no se les autorizó para que la imprimieran en Roma, porque no podía tratarse mas que de su sumisión al breve. Una carta del 4 de abril de 1838 descubrió todo su pensamiento; a ejemplo de los jansenistas, los dos hermanos distinguían el derecho que tenia el papa para condenar los errores, del hecho que se encontrase en los libros de Hermés. El secretario de Estado les respondió que veía con pena que habían entrado en esta vía, y que era inútil que escribieran de nuevo sobre este asunto. MM. Braun y Elvenick dejaron a Roma.
     Durante el secuestro del arzobispo, las medidas que había tomado fueron revocadas en gran parte; pero el hermesianismo triunfante encontró adversarios en M. Geissel, dado por coadjutor a M. Droste de Wischering, y en Arnoldi, nuevo obispo de Treveris.