Las dos primeras palabras de la oración dominical entrañan y reclaman categóricamente un pleno sentido de filiación y de hermandad, un sentido de catolicidad.
Padre. He aquí una raíz y una exigencia de amor. Nuestro Creador no es sólo el Ente Supremo, como diría la impasible pedantería filosófica. Es el Padre.
Nuestro. He aquí la humanidad constituida en familia. Dios es Padre de todos los hombres: los que son, los que fueron, los que serán, hasta el día en que, como dijo el poeta de Constelaciones: “expiren los últimos dos hombres sobre una roca triste, las últimas dos olas sobre una playa oscura”.
En nuestro Padre llegan a anudarse los lazos de una común hermandad.
Todo aquel que ora —escribió Guido Botto— debe tener inmediatamente a la vista ese lazo de hermandad.
No más invocar a Dios, Cristo impone a la conciencia el sentimiento de la unidad de los hombres en el Padre.
No puede el hombre aislarse por completo de frente a Dios ni sentirse absolutamente solo.
Decir: Padre mío sería quizá más apasionado, pero no más exacto... Decir: oh Padre de todos los hombres sería una fórmula fría y de alejamiento.
Pero cuando decimos Padre nuestro, la expresión brota infinitamente rica y profunda, cálida y solidaria, como de gritos y cantos a coro, como de plegaria familiar, como de llanto de muchedumbre...
¡Padre Nuestro'. He aquí las palabras milagrosas que declaran nuestra comunión íntima con Dios. La íntima comunión de todos los hombres entre sí y con Dios.
Pregón de amor y de hermandad, condenación de egoísmo. Aterra mirar la situación extraña y desconcertante del mundo de hoy. De un lado, los hombres que quisieran cultivar un agudo sentido de la fraternidad humana y que en nombre de la misma se reúnen a velar por la vida de los hombres y la convivencia de los pueblos, pero ignorando y rechazando toda idea de paternidad divina, que es el fundamento más sólido de la auténtica fraternidad humana. De otro lado, los hombres de Cristo que pretenden poseer el sentido de la paternidad divina y lo proclaman en la recitación del Padre Nuestro, pero no tienen el sentido de la fraternidad humana, ni lo manifiestan ni lo desean...
El mismo Verbo Encarnado parece que rehuye el aislarse —no se despoja de lo que una vez tomó— cuando, apareciéndose a la Magdalena en la alborada de la pascua florida, se expresó así: “Subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios”.
¡Qué amoroso y qué entrañable suena ese “vuestro” solemnemente repetido!
Debo educar mi espíritu para este sentido de la filiación divina y de la hermandad de todos.
De otro modo, me encerraría —como dice el P. Plus— en una religión individualista; no llegaría a esa forma social de la religión que es la verdadera esencia del catolicismo.
Mi piedad, y su manifestación, que es la plegaria, debe estar y vibrar pletórica de caridad. Orar como hijo del Padre común, como hermano de todos los hombres, como miembro del Cuerpo Místico.
Padre nuestro que estás en los Cielos.
R.P. Carlos E. Mesa, C.M.F.
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