CIEN PROBLEMAS SOBRE CUESTIONES DE FE
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UNA OBRA MAESTRA DE FARISEISMO: JORDANO BRUNO CONDENADO A LA HOGUERA PARA EVITAR... EL DERRAMAMIENTO DE SANGRE
Así lo he leído en un antiguo texto escolar. Con una obra maestra de doblez el condenado fue «entregado a la potestad civil» con la recomendación de que se le tratase con dulzura «y sin derramamiento de sangre», que era la fórmula con la que se indicaba la pena de hoguera. ¡Cuánta mansedumbre evangélica! (A. I.—R. Emilia.)
Usted verá, señor A. I., una parte de su consulta, que aquí he omitido, en la consulta 52.
Paso al caso particular. Temo que usted no recuerde bien el verdadero pensamiento del texto de que habla, porque me parece difícil tanta ignorancia o sectarismo en su autor.
Las frases susodichas tienen realmente el muy diverso y muy conocido significado de la terminología jurídica de la época. Como es sabido, el delito de herejía era considerado un mal religioso y social tan grave que lo castigaba la autoridad civil con la muerte; y Federico II, el primero (1231), estableció la hoguera (véase respuesta número 23). La perversión y obstinación doctrinal de Bruno lo llevó, por tanto, inexorablemente, según las leyes vigentes, a ese final. El juzgar la herejía era competencia de la Iglesia. La autoridad secular aceptaba ese juicio de la Iglesia y atendía luego a la obligada ejecución de las sanciones penales, según las propias leyes, no bien la autoridad religiosa le entregaba el reo, lo cual se llamaba «abandono del reo al brazo secular».
Al realizar esa entrega era de rigor por parte de la Iglesia el recomendar dulzura, lo que efectivamente se hizo asimismo en el caso de Bruno, cuando fue entregado «al gobernador de Roma» para que lo castigase con las debidas penas, rogándole, sin embargo, eficazmente que "se dignase mitigar el rigor de las leyes en cuanto a la pena de su persona». Tomo estas palabras de El sumario del proceso de Jordano Bruno (las actas completas del proceso, que duró siete años, se han perdido) publicado con ejemplar espíritu de imparcialidad por el ilustre prefecto del Archivo Secreto Vaticano, monseñor Angel Mercati, en 1942. No he encontrado, pero pudo muy bien ser que se añadiera la recomendación de que se evitase la «efusión de sangre», frase esta última también corriente en el lenguaje jurídico para indicar sencillamente la «muerte» de cualquier tipo, y, por tanto, asimismo la hoguera. El derecho de condenar a muerte se llamaba realmente «el derecho de la espada» (véase Romanos, XIII, 4). Evitar la efusión de sangre significaba, por tanto, evitar la muerte. Pero ¿cómo podía la Iglesia hacer esa recomendación de moderación si sabía que la ley habría ciertamente conminado con la muerte?
Es facilísima la respuesta si se piensa que la fórmula tenía un carácter burocrático jurídico. Pero decir «burocrático» no quiere decir en este caso ni «falso» ni «inútil». Era una frase que en la intención de la Iglesia corroboraba una orientación, un principio: la orientación de la máxima moderación, compatible con la justicia y con las leyes vigentes.
Esa misma relegación al «brazo secular» en los delitos de pena capital no era una ficción y un farisaico invento de la Iglesia para lavarse las manos en ello. Basta pensar que en los tiempos en que la Iglesia tenia un indiscutido derecho y en que la pena de muerte estaba corrientemente admitida, no habría encontrado dificultad práctica alguna para llevar ella misma al suplicio a los condenados.
En cambio, jamás lo hizo. La pena de muerte jamás ha figurado en su código. Se discute si, como sociedad perfecta, tendría o no derecho a ella. Pero, aun teniéndolo, ella —de acuerdo con la mansedumbre del Evangelio— jamás lo ejerció, al menos directa e inmediatamente. Incluso, aunque el brazo secular ejecutase la pena capital, ésta en rigor se hacía en nombre de la autoridad civil, la cual debía, por su parte, tener en cuenta asimismo los daños sociales, además de los religiosos, y no en nombre propio.
Sería superficial responder que en la práctica era lo mismo. Esa postura jurídica, subrayada por aquella recomendación, revelaba realmente el espíritu de moderación que animaba a la Iglesia, aun cuando las necesidades de la justicia exigían el rigor; revelaba que la severidad estaba como arrancada a la fuerza a su misericordia, y que, en especial, se rendía con dolor a la necesidad de que un hijo suyo fuese abandonado a la extrema sanción del brazo secular; recordaba el clásico principio: «Ecclesia abhorret a sanguine.-»
Lo cual evidentemente prescinde del todo de los sentimientos personales y privados que pudieran tener las personalidades constitutivas de aquel tribunal eclesiástico, entre las que, de todos modos, hubo también santos (véase consulta 68).
BIBLIOGRAFIA
Acerca de la pena de muerte y el recurso al brazo secular, en general:
E. Thamiry: Peine de mort, DThC., X, págs. 2.500-8;
A. Ottaviani: Institutionis iuris publici ecclesiastici, Roma, 1936, II, págs. 159-160;
G. de Pascal: Liberalisme DAFC., II, págs. 1.836-7;
I. Mattiello: Braccio secolare, EC., II, págs. 2.013-16;
Choupin: Répression de l’hérésie, DAFC., II, págs. 446-57;
A. Mercati: II sommario del processo di Giordano Bruno, Ciudad del Vaticano, 1942;
E. Fenu: Giordano Bruno, Brescia, 1938;
A. Carlini: Brumo, G., EC., III, págs. 150-4.
Pier Carlo Landucci
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